SOLO CON LA ejecutoria de Mädchen in Uniform
(«Muchachas de uniforme», 1931), podríamos afirmar,
sin mucho temor a equivocarnos, que Leontine Sagan
(1889–1974), nacida en Viena, ha sido la más
destacada directora de cine en el ámbito cultural
germánico, junto, por supuesto, a Leni Riefenstahl.
En primer término, convendría clarificar algunas
cuestiones relacionadas con el guion, el contenido y
la realización de este filme clásico. La película se
inspira en una pieza teatral, Ritter Nérestan
(Leipzig, 1930), de la escritora y escultora alemana
Christa Winsloe (Darmstadt, 1888–Cluny, 1944), en la
que reconstruía experiencias personales en un
internado de Potsdam siendo adolescente, donde se
enamoró platónicamente de uno de sus profesores. La
obra tuvo un éxito considerable, siendo de nuevo
publicada al año siguiente, esto es, en 1931, en
Berlín, bajo el título de Gestern und Heuten
(literalmente, «Ayer y hoy»). Aunque la experiencia
amorosa real de la escritora en el internado de
Potsdam había sido con uno de los profesores, en la
obra teatral la reelabora haciendo que el vínculo se
establezca entre una profesora y una alumna,
huérfana esta de madre. Es decir, que introduce un
elemento fundamental de evidentes resonancias
lésbicas.
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Leontine
Sagan (nombre real, Leontine Schlesin-ger),
directora teatral, realizadora y actriz
de origen austrohúngaro (Viena, 1889 –
Pretoria, 1974). |
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Fue dos años después de realizada la película,
cuando Christa Winsloe volvió a retomar el tema,
ahora en forma de novela, y escribió Das Mädchen
Manuela (1933). El propio filme, mejor dicho,
las alteraciones introducidas en el guion, pudieron
determinarla a redactar de nuevo la historia. Tanto
en la obra teatral como en la novela, la
protagonista adolescente muere, circunstancia que no
ocurre en la película. Cuando Leontine Sagan se
decidió a llevar al cine la obra teatral de Christa
Winsloe, llamó a esta para que fuese la guionista,
pero la intervención del prestigioso realizador
alemán Carl Froelich (1875–1953) [1], que actuó como
supervisor de la dirección, decidió que se pusiese
el énfasis en el autoritario modelo de educación
prusiano (la película transcurre en Potsdam en 1910,
en el interior de un internado para hijas de
oficiales), y no en la relación amorosa entre una de
las profesoras y una de las alumnas, que son, a
pesar de todo, las protagonistas indiscutibles y el
alma de la película de Leontine Sagan. Esta
alteración se hizo, y es preciso subrayarlo, con el
pleno consentimiento de la guionista, aunque, ni
mucho menos, aquella relación lésbica fue
aniquilada, pero sí notablemente atemperada.
En el fondo, Christa Winsloe consigue que el guion
no traicione su propia experiencia íntima, que tuvo,
como hemos dicho, un carácter esencialmente
platónico. Resulta sumamente penoso asistir al
obsesivo empeño de ciertos críticos y espectadores
en convertir Mädchen in Uniform en una cinta
explícitamente lésbica y con un contenido erótico
vulgar y grosero que en absoluto tiene. Ocurre todo
lo contrario. La relación entre la alumna huérfana
de madre, Manuela von Meinhardis, papel que
interpreta la actriz alemana Hertha Thiele, y una de
las profesoras, la Srta. Elisabeth von Bernburg,
personaje interpretado por la actriz suiza Dorothea
Wieck, es una relación plena de respeto, elegancia,
exquisitez, sensibilidad y aristocracia espiritual.
La joven, que se encuentra bajo la tutela de una
autoritaria tía materna, ha carecido durante toda su
vida de verdadero afecto, encontrándolo ahora en
Elisabeth, que sabe mantener un sutil equilibrio
entre autoridad y tolerancia, cercanía y distancia,
afecto y frialdad. Manuela, como es natural, y no es
ningún secreto para la psicología profunda, se
«enamora» de su peculiar profesora, depositando en
ella todo su afecto, incluso todo su amor, pero de
una manera completamente inocente y pura. Las
connotaciones sexuales no existen, y quien afirme
que las ve, es que tiene un problema de percepción
visual y de comprensión psicológica. Es más, no
hubieran tenido ningún sentido, ya que habrían
producido un efecto grosero, vulgar, prosaico,
cuando de lo que se trataba era de realizar una
película que destacase por sus sutiles
insinuaciones, por sus deducciones implícitas, por
su belleza inmaterial, como correspondía a dos
criaturas tan inteligentes y cultas como eran
Leontine Sagan y Christa Winsloe.
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Cartel de "Mädchen in Uniform" («Muchachas de uniforme», 1931),
basada en la obra teatral “Das
Mädchen Manuela”
(La niña Manuela),
de Christa
Winsloe. |
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Pero antes de continuar, creo necesario hacer otras
consideraciones a propósito de esta escasamente
conocida escritora alemana. Militante del Partido
Socialdemócrata Alemán (SPD), mantuvo, entre 1932 y
1933, una breve pero apasionada relación amorosa con
la destacada periodista estadounidense Dorothy
Thompson, cuando esta trabajaba como corresponsal en
Europa. La muerte de Christa Winsloe, tan sólo
cuatro días después del desembarco aliado en
Normandía, ocurrió en extrañas circunstancias nunca
aclaradas en la floresta que rodea la localidad
francesa de Cluny, en Borgoña, siendo fusilada,
junto con otra mujer, por un supuesto comando de la
Resistencia francesa formado por cuatro hombres, al
frente del cual se encontraba un tal Lambert. En el
juicio posterior, Lambert fue exculpado por falta de
pruebas. Resulta de todo punto inverosímil y muy
difícil de creer que la Resistencia francesa diese
la orden de ese fusilamiento, teniendo en cuenta que
se conocía ampliamente la posición antinazi y
antifascista de la escritora, sus ideas avanzadas y
su lesbianismo. Es probable que ese comando
estuviese integrado por colaboracionistas franceses,
que lograron engañar a la Resistencia, o como
algunos han sugerido, que fuese entregada a las
fuerzas alemanas de ocupación en Francia.
En cuanto a Dorothy Thompson, tampoco resulta
anecdótico ofrecer algunos detalles biográficos.
Nacida en el Estado de Nueva York en 1893, en el
seno de una familia cuyo padre era metodista, se
graduó en la Syracuse University, participando desde
joven en movimientos políticos progresistas y
sufragistas. Desde 1920 fue corresponsal en Europa.
En 1928 se casó con el escritor estadounidense
Sinclair Lewis (1885–1951), quien recibiría el
Premio Nobel de Literatura en 1930. Desde muy
pronto, el matrimonio tuvo problemas, en parte
derivados de la afición desmedida a la bebida de
Lewis [2]. El caso es que se produjo un
distanciamiento, momento en el que Dorothy
mantendría la ya mencionada breve relación amorosa
con Christa Winsloe [3], entre 1932-1933. En 1936,
Dorothy Thompson era una celebridad nacional en los
Estados Unidos, afianzada por sus célebres
artículos, publicados entre 1937 y 1941 en el New
York Herald Tribune, en los que arremetió contra
Hitler y el movimiento Nacionalsocialista. También
fue muy crítica con algunas decisiones políticas
adoptadas por el presidente Franklin Delano
Roosevelt. No obstante, como correspondía a una
mujer amante de la libertad individual y firmemente
convencida de los beneficios de la democracia
representativa y del Estado de Derecho, fue una
decidida anticomunista. En 1948, al comienzo de la
Guerra Fría y como consecuencia del bloqueo de los
accesos terrestres al Berlín occidental por orden de
Stalin (junio de 1948), le escribió una carta al
presidente Harry Truman instándole a que frenase la
expansión comunista en Europa.
* * * * *
Volviendo a la película que nos ocupa, lo que
Kracauer denomina en su libro el «espíritu de
Potsdam» está maravillosamente reflejado en el
filme; en primer lugar, en las concisas y hermosas
tomas que hace con su cámara Franz Weihmayr de
algunos de los monumentos arquitectónicos y
escultóricos de la ciudad, tan espléndidamente
embellecida por Federico II el Grande de Prusia en
la segunda mitad del siglo XVIII. Y, en segundo
término, en ese espíritu de disciplina, de orden, de
sacrificio y de obediencia que encarna de modo
insuperable la directora del internado, la actriz de
origen letón Emilia Unda (1879–1939), cuyo bastón,
con el que siempre se apoya al caminar enérgica y
parsimoniosamente a la vez, es un auténtico bastón
de mando, una especie de cetro, símbolo de su
autoritario poder.
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Manuela von Meinhardis
(Hertha Thiele). |
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La primera vez que aparece la directora en el filme,
pues no se ha dignado recibir personalmente a
Manuela y a su desabrida tía al llegar al colegio,
sintiéndose la estirada señora un tanto desairada,
es en su despacho, leyendo con atención el
periódico, sentada junto a la amplia mesa
escritorio, en una actitud que al instante
percibimos que denota autoritarismo, intolerancia,
inflexibilidad, firmeza de carácter e incluso
aspereza. La servil y temblorosa Srta. von Kesten,
en quien la directora delega, calculadamente
administrada, sólo una parte de su poder frente a
las internas y las propias profesoras, un poder
completamente vicario y subordinado, hasta
asustadizo, que interpreta estupendamente la actriz
austriaca Hedwig Schlichter (1898–1984), se dispone,
en la misma sobria secuencia, a presentarle los
resultados de las facturas económicas diarias, pero,
al atreverse a manifestarle, muy ceremoniosa y
comedidamente, que algunas alumnas se quejan de la
escasez de la comida, la directora, en un gesto que
la caracteriza de manera soberbia, se quita las
gafas, la mira un segundo con altivo desprecio y le
responde sin titubeos que sólo el hambre y la
disciplina pueden volver a hacer de Prusia una gran
nación, y más tratándose de hijas de militares, ya
que las que hemos sido hijas de oficiales, le
espeta, sabemos muy bien lo que es pasar hambre. El
hambre endurece el cuerpo y educa el espíritu. Su
concepción de la educación, incluso para señoritas
—mejor aún, especialmente para señoritas, pues ellas
están llamadas a ser las madres y las educadoras de
los futuros héroes y servidores de la Patria—, es
completamente de inspiración militar, de inspiración
militar prusiana —no está de más recalcarlo—,
proverbial donde las haya. Así se lo hará entender
posteriormente al conjunto de las profesoras en una
reunión rutinaria destinada a fiscalizar el
comportamiento de alumnas y maestras, así como la
correcta aplicación de las severas y estrictas
normas que rigen la institución.
En un artículo que escribí a finales de diciembre de
2014, analizando la primera película dirigida por
Leni Riefenstahl, Das Blaue Licht («La luz
azul») [4], estrenada en Berlín el 22 de marzo de
1932, comentaba que una de las principales
limitaciones del imprescindible ensayo de Kracauer
es su empeño en demostrar y en verificar, contra
viento y marea, una tesis, verdadero eje argumental
de su libro: que hay una línea directa que conduce
desde el Dr. Caligari del filme de 1919, un
siniestro psiquiatra manipulador, a través de la
hipnosis, de las conciencias, hasta Hitler, un
fanático, un demagogo y otro criminal. El problema
radica en que escruta en las películas cualquier
vestigio psicológico o de contenido que le permita
ilustrar su tesis, forzando a veces las intenciones
del realizador, que podían ser perfectamente sólo de
carácter estético, o que, simplemente, no tengan el
más mínimo vínculo apriorístico, como resulta ser lo
más habitual, con el posterior régimen
nacionalsocialista. En el caso de Leni Riefenstahl,
recordaba yo que su película fue rodada antes de que
la gran realizadora asistiese por vez primera a un
mitin político de Hitler y lo conociese poco después
personalmente; es más, que el filme fue hecho sin la
más mínima concomitancia político-ideológica con lo
que después sería la siniestra dictadura nazi.
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Elisabeth von Bernburg (Dorothea Wieck),
profesora del internado. |
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En relación con la película de Leontine Sagan, a
Kracauer le gustó mucho eso de recalcar lo del
«espíritu de Potsdam», y no está mal que lo haga,
pues, efectivamente, ese tipo de internados eran así
y reflejaban un modelo educativo autoritario
genuinamente prusiano. Pero el lector cándido o
desinformado debe ser precavido, porque el
Despotismo ilustrado de Federico el Grande ni mucho
menos debía desembocar ineluctablemente, a través
del Idealismo filosófico, del irracionalismo del
Romanticismo alemán y de ciertas circunstancias
históricas de la época bismarckiana y guillermina,
por señalar los periodos más sobresalientes de la
historia política y cultural de la Alemania de
finales de la Edad Moderna y de la Edad
Contemporánea, en la dictadura nazi. Considero
frágil, inexacta y exenta de rigor histórico la
opinión que se empeña en sustentar que ese periodo
de prosperidad de Prusia bajo el gran rey Federico,
o el posterior del Sturm und Drang, del
Idealismo filosófico y del Romanticismo literario y
artístico, constituyen etapas ineludibles que irían
preparando irremisiblemente la psicología del pueblo
alemán para la hecatombe que comenzó a gestarse
desde el penúltimo día de enero de 1933.
El gran economista británico John Maynard Keynes, en
un libro extraordinario, probablemente uno de los
pocos verdaderamente influyentes del siglo pasado,
Las consecuencias económicas de la paz
(1919), demostró con suficiente claridad y
envidiable inteligencia que la humillación a la que
Francia (que también representaba los intereses de
Bélgica) estaba sometiendo a Alemania durante las
sesiones de la Conferencia de Paz de Versalles, ante
el consentimiento y la intolerable e injustificable
impotencia de Estados Unidos y de Gran Bretaña,
tendría gravísimas repercusiones en el futuro, pues
era el caldo de cultivo para que se desencadenase
una conflagración aún peor, como de hecho ocurrió,
prevista por Keynes con tan increíble exactitud que
sus palabras parecen proféticas, cuando lo único que
hizo fue sopesar, valorar y analizar los hechos y
las circunstancias que tenía ante sus ojos, de igual
modo que también supo hacerlo magistralmente Edmundo
Burke, en 1790, en sus Reflexiones sobre la
Revolución en Francia, respecto de los
acontecimientos que se estaban sucediendo en la
Francia revolucionaria, lo que le permitió predecir
con increíble precisión el inmediato futuro y los
derroteros totalitarios, terroristas y sanguinarios
de la Revolución, especialmente visibles a partir de
la tristemente célebre Jornada del 10 de agosto de
1792 desde por la mañana en el Palacio de las
Tullerías. Es decir, que las causas principales de
lo que ocurrió en Alemania a partir del 30 de enero
de 1933 hay que buscarlas en el Tratado de
Versalles, en la humillación de Alemania, en el
desamparo a que esta se vio sometida por las
potencias anglosajonas, en el permanente acoso de la
República de Weimar, en la política de
apaciguamiento, en la conspiración que permite que
Hitler acceda a la Cancillería, en la repercusión
del crack de 1929, y en factores de esta
índole.
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Impactante imagen de la
directora (Emilia Unda) del
colegio-internado de hijas de oficiales
de Potsdam, y, en
palabras de Siegfried Kracauer,
«encarnación del “espíritu de Potsdam”». |
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Resulta temerario, arriesgado, de poco rigor
histórico e ineficaz responsabilizar al II Reich
bajo Otto von Bismarck, esto es, entre 1871 y 1890
(otra cosa fue la responsabilidad de Guillermo II y
de las élites alemanas en el rearme y en la política
imperialista que en parte provocó la Gran Guerra),
de lo que sucedería a principios del decenio de
1930; cuánto más, retrotraerse al periodo de
Federico el Grande. El absolutismo monárquico, en su
variante de Despotismo Ilustrado, tal como se
perfiló en la Austria de José II, en la Rusia de Catalina la Grande, en la España de Carlos III o en
la Prusia de Federico II, nada tiene que ver con un
régimen político criminal, de métodos gansteriles,
de aniquilamiento sistemático de la dignidad y las
libertades individuales, y menos aún, de exterminio
físico del adversario por métodos terroristas,
sustentados en un nihilismo ateo disolvente de
cualquier valor ético y moral.
El internado en el que entra Manuela von Meinhardis
en Potsdam en 1910 exige sometimiento, disciplina de
cuartel, pero no suprime radicalmente la capacidad
de pensar, no convierte a las colegialas en
autómatas, en instrumentos de una maquinaria
terrorífica y criminal que elimina la vida interior,
cualquier posibilidad de juicio, y, lo que es más
importante, cualquier posibilidad de compasión, de
piedad, de humanidad, de responsabilidad ética. La
propia directora, en la secuencia final, es
innegable que ha perdido una importante batalla, y,
por eso, la vemos adentrarse encorvada en las
profundidades del corredor en sombras, vencida. Es
posible que temporalmente vencida, es posible que
sólo haya perdido una crucial batalla y que al final
gane la guerra, pero su autoridad ha sido gravemente
tocada. En el supuesto de que ganase la guerra, las
condiciones vigentes en el internado ya no volverían
a ser las mismas de antes.
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Plano de la secuencia en
que las alumnas, durante su aseo
personal, tienen un momento de
alborozo, esparcimiento y diversión. |
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No comparto el pesimismo
de Kracauer. El mundo interior de las adolescentes,
su juvenil vitalidad, el comportamiento y el trato
de algunas profesoras, son motivos suficientes para
la esperanza. En cualquier caso, que es lo que a mí
me importa subrayar aquí, no debe extraerse una
relación mecanicista causa-efecto entre el llamado
«espíritu de Potsdam» y los terribles sucesos que
arrojaron a Alemania al abismo desde 1939, cuyo
siniestro preámbulo arranca en 1933. Además, resulta
muy fácil manipular la Historia y el pasado,
mixtificarlo, tergiversarlo, no sólo en lo que se
refiere a los sucesos, sino a los personajes
fundamentales, bien se trate de reyes, de políticos
o de pensadores. ¿Es que porque Hitler regalase a
algunos de sus invitados extranjeros las Obras
Completas de Federico Nietzsche ricamente
encuadernadas, debemos deducir de ahí, con
manifiesta estulticia, que el solitario de Sils
Maria fue un precursor ideológico del
nacionalsocialismo? ¿Qué responsabilidad tiene el
pensador de la doctrina del eterno retorno que su
hermana Elisabeth Förster-Nietzsche manipulase
tendenciosamente su archivo, alterase textos del
filósofo [5], expurgase, tachase y eliminase otros,
se convirtiera en una ferviente defensora de Hitler
y de su política antijudía, habiéndose casado ella
misma en 1885 con otro fanático antisemita, el
maestro de escuela Ludwig Bernhard Förster, que se
suicidaría en julio de 1889? ¿Por qué tenemos que
dejar caer una injusta, superficial y caricaturesca
sombra de sospecha sobre Federico II el Grande por
el hecho de que Hitler lo admirase y fuese a visitar
su tumba el 21 de marzo de 1933, junto al anciano
presidente Paul von Hindenburg, en la Garnisonkirche
de Potsdam? [6] Entre el admirador de Voltaire y de
las ideas de la Ilustración, de un lado, y el
hacedor de la doctrina del Lebensraum y de la
solución final contra los judíos, de otro, no hay
puntos de contacto; ningún punto de contacto en lo
esencial, claro está. Ni Federico era un fanático,
ni un indocumentado, ni un perezoso, ni un demagogo,
ni un criminal. Tuvo muchos defectos, como
correspondía a un príncipe absolutista y
autoritario, pero también tuvo grandes virtudes, y
siempre deseó lo mejor para sus súbditos. Jamás los
habría conducido al abismo. Naturalmente, no los
consideraba ciudadanos, como no lo eran en ningún
territorio de Europa o del mundo, ni tan siquiera en
Inglaterra o en las colonias de la costa este de
Norteamérica.
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Escena de la Profesora von Bernburg con
Manuela, inmediatamente después de que Eldegard, que se encontraba a solas con
su compañera en el dormitorio, informase
a la profesora de que la nueva alumna es huérfana
de madre. Por vez primera, la profesora
hace que la muchacha no sienta el frío
vacío de la orfandad. |
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No está de más recordar aquí una ilustrativa
anécdota que rememoraba hace menos de dos años Don
Antonio García-Pablos, catedrático de Derecho Penal
y director del Instituto de Criminología de la
Universidad Complutense de Madrid. Transcribo sus
palabras: «Cuenta la leyenda que una buena mañana
Federico II de Prusia, molesto porque un molino
cercano a su palacio de Sans-Souci afeaba el
paisaje, envió a un edecán a que lo comprara por el
doble de su valor, para luego demolerlo. Al regresar
el emisario real con la oferta rechazada, el rey
Federico II de Prusia se dirigió al molinero,
duplicando la oferta anterior. Y como este volviera
a declinar la oferta de su majestad, Federico II de
Prusia se retiró advirtiéndole solemnemente que si
al finalizar el día no aceptaba, por fin, lo
prometido, perdería todo, pues a la mañana siguiente
firmaría un decreto expropiando el molino sin
compensación alguna. Al anochecer —continúa la
leyenda—, el molinero se presentó en el palacio y el
rey lo recibió, preguntándole si comprendía ahora ya
cuán justo y generoso había sido con él. Sin
embargo, el campesino se descubrió y entregó a
Federico II una orden judicial que prohibía a la
Corona expropiar y demoler un molino sólo por
capricho personal. Y mientras Federico II leía en
voz alta la medida cautelar, funcionarios y
cortesanos temblaban imaginando la furia que
desataría contra el terco campesino y el temerario
magistrado. Pero concluida la lectura de la
resolución judicial, y ante el asombro de todos
—finaliza la leyenda—, Federico el Grande levantó la
mirada y declaró: “Me alegra comprobar que todavía
hay jueces en Berlín”. Saludó al molinero y se
retiró visiblemente satisfecho por el funcionamiento
institucional de su reino, aseguran los cronistas de
palacio». La lógica conclusión de García-Pablos es:
«El “juez de Berlín” representa, en el mundo del
Derecho, la independencia judicial frente a la
arbitrariedad y el despotismo; la primacía absoluta
de la ley, expresión de la soberanía popular, y la
garantía de igualdad de todos los ciudadanos ante
ella, exigencias ambas inseparables del Estado de
Derecho» [7]. ¿Podríamos imaginar por un momento
cuál hubiera sido la respuesta de Hitler, o de
Stalin, a un molinero en parecidas circunstancias?
Desgraciadamente, ni siquiera hubiese habido
necesidad de respuesta.
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Una de las claves para comprender la calidad
cinematográfica de Mädchen in Uniform, está
sin duda en la magnífica interpretación de sus dos
actrices principales, Dorothea Wieck y Hertha
Thiele, quienes contaban menos de veinticuatro años
en 1931 (tenían exactamente la misma edad, con muy
pocas semanas de diferencia). Además de las ya
citadas Emilia Unda y Hedwig Schlichter, también
habría que destacar especialmente a Ellen Schwanneke
en el papel de Ilse von Westhagen, quizás la más
querida compañera de Manuela en el internado. Por
mucho que Carl Froelich atemperase la platónica
relación amorosa entre Elisabeth y Manuela, la
propia cadencia fílmica, el ritmo temporal, la
administración de las secuencias, y, sobre todo, la
aparición en escena de ambas mujeres, subyuga de tal
manera al espectador, que la ambigua, implícita e
imprecisa relación que mantienen, provoca un
irreprimible interés en aquel, pues, de igual modo
que Manuela está absolutamente fascinada con
Elisabeth, el espectador lo está con las dos
mujeres, pero desde el primer encuentro, fortuito,
que tienen en la escalera de la institución.
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Escena en la que se pone
de relieve el inmenso cariño, el amor
incluso, que siente la alumna por la
profesora. Esta acaba de regalarle un
camisón nuevo. La satisfacción y alegría
de Manuela son inefables. |
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Siegfried Kracauer, como suele ser habitual en él,
caracteriza con sucintas aunque precisas pinceladas
la personalidad y la interpretación de cada una de
ellas. Respecto de Manuela afirma que es «un
compendio único de dulce inocencia, temores
ilusorios y emociones confusas», y que mientras
«encarna la adolescencia con su manifiesta
vulnerabilidad», Elisabeth «brilla aún con una
juventud que se desvanece irreparablemente. Cada
gesto suyo dice de batallas perdidas, esperanzas
enterradas y deseos sublimados» [8]. Por su parte,
la historiadora alemana y crítico de cine Lotte
Henriette Eisner (1896–1983), en su también clásico
ensayo sobre el cine alemán hasta 1936, pondera los
diálogos de la película, indicando que Leontine
Sagan «resalta la inconsciente ingenuidad de las
confidencias de las pensionistas en la intimidad del
dormitorio y ese impulso amoroso que vibra en la voz
de la adolescente —Hertha Thiele— haciendo
contrapunto al contralto de Dorothea Wieck» [9].
Es muy significativo que ni Kracauer ni Eisner
hicieran alusión al pretendido carácter erótico del
filme, que algunos críticos y aficionados han
exagerado desmedidamente, mixtificando un contenido
cuyas imágenes lo desmienten de raíz, ya que la
película se mantiene en todo momento dentro de unos
límites estéticos exquisitos, de una elegancia
natural, esto es, en absoluto artificial o forzada,
incluso de una aristocracia espiritual que tiene
mucho que ver con la sutileza, respeto y delicadeza
con que Leontine Sagan nos muestra los sentimientos
íntimos de la profesora y de la alumna. Por ningún
lado se detecta —y no ya Leontine Sagan o la
influencia de Carl Froelich, sino que la propia
Christa Winsloe no lo hubiese permitido por razones
estéticas e incluso espirituales— una relación
lésbica explícita, grosera, prosaica o de un
contenido lúbrico de mal gusto. Si eso hubiera sido
así, el producto resultante habría sido a no dudarlo
mediocre, vulgar, y no la obra admirada en que se ha
convertido, acrecentada con el paso del tiempo.
Coincido plenamente con Kracauer y con Eisner cuando
enfatizan los términos «inocencia», «emociones
confusas», «deseos sublimados» e «impulso amoroso»,
pues de eso precisamente se trata, de una relación
entre dos mujeres sensibles, con una rica vida
interior, pero que, en el caso de Manuela, ha
carecido de verdadero cariño al criarse sin madre,
ser su padre un estricto oficial prusiano y su tía,
la Sra. von Ehrenhardt, una mujer despegada,
displicente y poco afectuosa para con su vulnerable
sobrina, y que, en lo que respecta a Elisabeth, ha
canalizado su familiar necesidad de afecto, su
escondida bondad congénita, hacia las colegialas,
único modo de liberar positivamente su natural y
sano deseo de amor, que se ve así sublimado en la
dedicación abnegada que tan desinteresadamente
despliega con las adolescentes.
Es cierto que sorprende sobremanera, produciéndonos
—por supuesto que eso dependerá del tipo de
espectador que vea la película, de su sensibilidad,
de sus sentimientos, de su sexo, de su orientación
sexual, de su estructura anímica, de su estado de
ánimo coyuntural, y de otros factores, imponderables
o no— un efecto perturbador, una cierta extrañeza en
la que nos es dado descubrir un placer íntimo, una
complicidad secreta, el delicadísimo beso que
Dorothea Wieck le da en la boca, delante del resto
de las alumnas, en el dormitorio colectivo, a Hertha
Thiele, pues tiene la costumbre de despedirse
diariamente de sus pupilas deseándoles las buenas
noches y obsequiarlas con un cariñoso beso en la
frente. Pero al llegar a Manuela, en quien
Elisabeth, que se supone le casi triplica la edad y
tiene una amplia experiencia acumulada, ha advertido
inteligencia, sensibilidad, fragilidad y carencia de
afecto familiar como consecuencia del fallecimiento
de su madre, aunque no por eso pueda decirse que sea
una muchacha desapacible, distante y taciturna, sino
todo lo contrario, ya que se ha integrado desde el
primer momento muy bien con el resto de sus
compañeras, como corresponde a un carácter dulce que
desconoce el resentimiento; al detenerse ante
Manuela, decía, la sermonea cariñosamente con unas
breves palabras, y, cuando esperamos que haga lo
mismo que con las demás, le coge muy despacio con
ambas manos las mejillas, atrae hacia sí su cabeza
de frondosa cabellera y la besa delicadamente en la
boca. Una de las particularidades más increíbles,
fascinantes y perturbadoras de ese acto es la
naturalidad y seguridad con que Elisabeth lo hace,
continuando a renglón seguido con el hermosísimo
ritual nocturno que regala cual un don inefable al
resto de las discípulas. El efecto de ese beso en
Manuela podemos imaginárnoslo: en cierto modo, en su
inocencia, es como si la hubiese besado su madre, de
la que apenas guarda ningún recuerdo; de hecho,
muchas madres besan a sus hijas en la boca al
despedirse de ellas por las noches.
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Momento en el que la Señorita von Kesten
(Hedwig Schlichter) presenta a la
directora el libro de cuentas del
colegio-internado. |
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La figura de Elisabeth, y más todavía desde ese
instante, se convierte para Manuela en algo
maravilloso, en un remanso de paz, un ser en el que
poder confiar, comprensivo, afectuoso, que la trata
como una persona, una persona individual a la que
hay que querer, cuidar y educar. Insistamos en que
no de otro modo se conduce Elisabeth con el resto de
las alumnas, sin hacer especiales distinciones. Pero
con Manuela ha tenido esta vez una singular
deferencia, un signo distintivo, que, para la
adolescente de catorce años y medio —de los que nos
enteramos por la propia Manuela en la primera
secuencia de la película— es toda una experiencia
insólita, un mundo nuevo inexplorado y desconocido
que aviva su imaginación y satisface sus más ocultos
deseos. Son muchos los detalles, los gestos, los
comportamientos, las miradas, que justifican que
tanto ella como el resto de las alumnas hayan
convertido a la Srta. Elisabeth von Bernburg en un
modelo, en una adorable criatura de la que se
enamoran, pero porque les gustaría ser como es ella,
porque admiran su belleza inescrutable, sus maneras,
su pulcritud, su modo de vestir, su porte
aristocrático, su dignidad, su respeto para con
ellas y para consigo misma, su casi incomprensible
cercano distanciamiento. Quiero decir que Elisabeth
es, al mismo tiempo que una persona en quien
depositar confianza y seguridad, un deseo
inalcanzable, distante, lejano, más lejano aún que
la más remota estrella que brilla en el firmamento.
Manuela misma se lo dice entristecida pero
candorosamente en el despacho de la profesora en
cuanto tiene ocasión: cómo desearía seguirla y
permanecer con ella largo tiempo después de haber
recibido todos los días ese inmenso regalo de
despedida de buenas noches, aunque sabe que eso no
es posible. De modo que Leontine Sagan administra
con extraordinaria inteligencia la
cercanía-distancia de la adorada y enigmática
profesora, que se convierte así en un cofre de
anhelos escondidos y secretos. La misma equidad de
Elisabeth para con todas las alumnas, la manera de
preguntarles la lección en clase, sin rebajarlas,
ridiculizarlas o humillarlas, el abstenerse de
cualquier cotilleo, no otorgar apenas importancia a
sus inocentes chiquilladas —como cuando exige a dos
alumnas que le entreguen una nota que se muestran a
hurtadillas, y, en vez de leerla, o de entregarla a
las superioras, sin mirar siquiera el billete lo
rompe delante de las incrédulas muchachas,
diciéndoles que no vuelvan a comportarse así otra
vez—, dosificar, en fin, como decíamos antes, la
autoridad con la tolerancia, la convierte
indiscutiblemente en la favorita de las todavía
inmaduras y soñadoras jovencitas. Evidentemente, el
modelo educativo que Elisabeth preconiza tendrá que
acabar chocando con la directora del internado.
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La autoritaria directora del internado
pasa revista a las alumnas. |
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Pero, ¿por qué ese beso? Antes que cualquier otra
explicación enrevesada, porque ese beso era un
aspecto esencial del guion que no podía ser
escamoteado, ni por Christa Winsloe ni por Leontine
Sagan. A pesar del interés de Carl Froelich en
subrayar la disciplina del modelo educativo
prusiano, ese beso no puede ser olvidado fácilmente;
mejor aún, no es que no pueda ser olvidado, es que
planea con una aterciopelada, turbadora y misteriosa
insistencia sobre cada uno de nosotros. Una vez que
ha sido dado, ya no podemos liberarnos de él, como
no nos es posible liberarnos de la enigmática y
misteriosa sonrisa de la Gioconda. Pero, a
diferencia de la dama «submarina» del Louvre, en la
que, como entreviera con intuición incomparable
Walter Pater en noviembre de 1869, advertimos una
imperceptible mueca siniestra, en cierto modo en el
sentido que posteriormente le otorgaría Sigmund
Freud al término en su artículo sobre lo siniestro
de 1919 (Das Unheimliche) [10], en el beso de
Dorothea Wieck sólo apreciamos un afecto limpio, un
amor sublimado, una pasión adecuadamente dirigida
por sendas positivas, como sólo sabe hacerlo una
mujer. Sería hasta cierto punto inimaginable que
pensáramos en parecidos términos si hubiese sido un
profesor el que le hubiese dado ese beso a un
alumno. Ese tipo de intimidades, vedadas a los
hombres, sólo les están reservadas a las mujeres,
como cuando con toda naturalidad acuden juntas al
baño.
Junto a las mencionadas brillantes interpretaciones
de Dorothea Wieck y de Hertha Thiele, no debemos
olvidar la simultánea empatía entre ambas actrices,
que propició el que volviesen a actuar juntas en la
película Anna und Elisabeth, dirigida por el
realizador alemán Frank Wysbar (1899–1967) en 1933.
La temática de este filme es por completo diferente,
pues posee unas connotaciones místico-religiosas de
tintes dramáticos, y, aunque está correctamente
dirigida, apareciendo escasos pero espléndidos
planos del lago de Garda, la relación entre ambas
actrices, en buena parte determinada por el propio
guion y el desarrollo del argumento de la película,
ya no posee la fascinación que provocó la visión de
Mädchen in Uniform, cuyo éxito fue muy amplio
en Alemania y en los Estados Unidos.
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En el dormitorio colectivo,
como es habitual cada noche,
la profesora le da a cada
alumna un beso de buenas noches en la
frente. En esta
ocasión, a la recién llegada se lo da,
con exquisita delicadeza, en la boca. |
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En cualquier caso, cada vez que veo Mädchen in
Uniform me convenzo más de que el factor
decisivo de la atracción que la película ejerce en
ciertos espectadores, viene determinada por la
personalidad, carácter, interpretación y apariencia
externa de esa inteligente actriz que fue Dorothea
Wieck, aunque, por desgracia, se prodigó más bien
poco. El aspecto exterior de su comportamiento, de
sus movimientos, gestos y actitudes, así como la
expresión de sus ojos y la entera presencia de su
rostro, especialmente en los escasos y rapidísimos
primeros planos en los que podemos escrutarlo
congelando la imagen, son un reflejo de su mundo
interior. A veces nos parece como si el ethos,
el autodominio de sí, prevaleciese de manera
incontestable, como cuando tiene la última
conversación con Manuela en su despacho, a pesar de
la prohibición expresa de la directora del internado
de dirigirle la palabra a la joven, amonestándola
suavemente e indicándole que tiene que emprender su
propio camino, ser ella misma, olvidarse del amor
que le profesa, pues eso no revela más que inmadurez
adolescente. En otras ocasiones, en cambio, el
ethos y el pathos, esto es, el
desbordamiento de los propios sentimientos, por
emplear las acepciones que suelen emplearse al
analizar iconológicamente la estatuaria griega,
desde el periodo severo o preclásico hasta el
periodo helenístico, se equilibran en Elisabeth von
Bernburg maravillosamente, como cuando le regala a
Manuela, de nuevo en su pulcro y sobrio despacho,
una prenda de vestir, un camisón de dormir, que la
adolescente, que sufre una carestía de
abastecimiento impuesta por su tía, guardará como un
tesoro precioso. Es decir, podemos estar ante la
preeminencia del ethos, como en el bronce del
Auriga de Delfos (de hacia el 480 a. C.), o
ante el equilibrio entre el ethos y el
pathos, como en ciertas metopas o en
determinadas partes de la procesión de las
Panateneas del friso exterior de la cella del
Partenón, en las que adivinamos la actuación directa
de Fidias, pero nunca estaremos, en lo que se
refiere a la actuación de Dorothea Wieck en esta
película, ante la supremacía del pathos, como
acontece en el altísimo relieve del enorme zócalo
del Altar de Zeus en Pérgamo o en el Laocoonte del
taller de Hagesandros, Athenodoros y Polydoros de
Rodas (entre el 175 y el 150 a. C.) [11].
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Otro fotograma de la
célebre escena en la que la profesora
Elisabeth le da las buenas noches a
Manuela con un beso en la boca. |
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Ya lo hemos adelantado al principio de este
artículo: el hechizo que ejerce la Srta. Elisabeth
von Bernburg entre las alumnas, aunque
particularmente en Manuela von Meinhardis, la
fascinación que desprende su figura y su persona, no
sólo para las colegialas, sino también para
numerosos espectadores, tiene mucho que ver con su
ambigüedad, con el carácter implícito de sus gestos
y de su comportamiento, con sus expresivos ojos y la
imposibilidad de definir satisfactoriamente una
personalidad envuelta en el misterio, en la lejanía,
en una distancia que se complementa admirablemente
con la cercanía, el respeto y la humanidad en el
trato; en suma, con la delicadeza más exquisita. Es
cierto que su belleza comienza imperceptiblemente a
marchitarse, pero eso la hace aún más seductora,
además de que no nos hallamos ante una belleza
prosaica y vulgar, sino extraña, singular,
indescifrable. Junto a todo esto están sus deseos
insatisfechos, sus anhelos inalcanzables, sublimados
positivamente en el método educativo y en la
estudiada confianza que dispensa a las adolescentes.
Aquella última conversación, Manuela no la
interpreta correctamente, piensa que Elisabeth la ha
dejado abandonada a su suerte, circunstancia que
provocará un desequilibrio momentáneo y un intento
de suicidio por parte de la joven, felizmente
abortado por la oportuna intervención de sus
compañeras, que la agarran y sostienen en el último
instante, cuando está a punto de arrojarse al vacío
desde lo alto de la escalera interior del internado.
Esta escalera constituye un elemento que juega un
papel destacado en la película, aunque muy
sabiamente administrado por Leontine Sagan, quien
nos lo va mostrando paulatina y progresivamente, y,
cada vez que lo hace, intensifica la presencia
amenazadora del inmenso hueco. La escena previa
decisiva a la del intento de suicidio de Manuela, en
lo que se refiere al simbolismo fatídico de la
escalera, tiene lugar cuando un reducido grupo de
colegialas arrojan desde lo más alto un objeto, a
fin de explicarse entre ellas la caída de los graves
y la atracción de la gravedad, evocando los
experimentos de Galileo Galilei en el campanile
del Duomo de Pisa, la célebre torre inclinada. En
esa escena vemos por vez primera el profundo y
horroroso vacío del hueco de la escalera, un plano
ya abiertamente premonitorio que no puede dejar
indiferente al espectador. Psicológicamente, pues,
Leontine Sagan ha ido preparándolo para esa
dramática penúltima escena, cuando Manuela se agarra
con fuerza a los hierros forjados de la barandilla,
pero situándose no en los escalones, sino en el
bordillo del propio hueco, es decir, sin barrera
protectora alguna.
Cuando Manuela ha tomado su fatídica decisión y se
dispone a cumplirla, paralelamente tiene lugar la
entrevista, solicitada por la autoritaria directora
del colegio, con Elisabeth, a quien amonesta
severamente por su desobediencia, ya que sus órdenes
expresas han sido que Manuela no hable con nadie.
Pero cuando Elisabeth comienza a oír los gritos de
las compañeras buscando a Manuela, con
extraordinaria eficacia, cual si se tratase de una
premonición, de una intuición sin margen alguno de
error (hasta tal punto conoce Elisabeth las posibles
reacciones de la joven), Leontine Sagan nos muestra
superpuestos los primeros planos del rostro de
Elisabeth y de Manuela, en un maravilloso fundido,
de apenas un segundo de duración, que le permite a
Franz Weihmayr ofrecernos el mejor primer plano de
Dorothea Wieck de toda la película. Merece la pena
congelar el plano, observar la iluminación del
semblante, el brillo resplandeciente de la sien
derecha, afectando a una pequeña zona del pelo
recogido y a la oreja, pero, sobre todo, los ojos
fijos, en cuyas pupilas se refleja una luz diminuta,
unos ojos sumamente expresivos que denotan la
dramática intuición que acaba de atravesar como un
rayo la mente de la hermosa profesora, con su
despejada y ancha frente, su ovalado y perfecto
perfil del semblante, sus finos labios apenas
entreabiertos, todo ello contra un fondo abstracto,
plano y vacío.
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Escena en la que la profesora le
aconseja a su joven alumna que tiene que
madurar, que debe superar la atracción y
el amor que tiene hacia ella. |
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Resulta extraordinariamente significativo que ese
mismo año de 1931, otro gran realizador alemán,
aunque nacido en Viena, Fritz Lang (1890–1976), hace
también un uso prodigioso y genial de una escalera
en M («M. El vampiro de Düsseldorf»), pero de
un modo abrupto, impactante, al principio mismo de
la película, sin gradación ni preparación previa ni
consideración para con el espectador, pues lo que
quiere mostrarle a través de ese elemento es la
angustiosa ausencia de la niña, el vacío irracional
que deja, la terrible presencia de la muerte a
través de la nada y del vacío del horrible hueco de
la profunda escalera del edificio donde vive Elsie
Beckmann, tomada a través de un estremecedor plano
en picado, un picado que sólo dura uno o dos
segundos, y que nos resulta visualmente
insoportable. El rapto y asesinato de la confiada
niña por el psicópata asesino, un genial Peter
Lorre, no es necesario mostrarlo; Fritz Lang y
cualquier gran realizador sabe perfectamente que
hubiese sido un error imperdonable. El horror y el
espanto de un crimen tan execrable hay que
mostrarlos de otro modo: una secuencia de ausencias,
de vacíos, de angustiosas soledades: el plato de
comida aún vacío sobre la mesa donde debía almorzar
Elsie después de salir del colegio; el estremecedor
hueco de la escalera (durante la presencia en la
pantalla de ambos planos, oímos el grito angustiado
de la madre, que termina por apagarse); la pelota
solitaria de la niña rodando despacio en el césped;
el globo con forma de muñeco que el asesino le ha
comprado para atraérsela y que ahora sube hacia lo
alto del cielo abandonado en el aire,
momentáneamente detenido entre unos cables del
tendido eléctrico. Es muy posible que el cine no
haya mostrado jamás de un modo tan conciso, eficaz,
pavoroso y estéticamente insuperable el vacío y la
nada de la muerte, el sinsentido que supone ahogar
la inocencia, la angustia desesperada de una madre
que aún conserva un hilillo de esperanza.
* * * * *
A pesar de las opiniones vertidas en contra, tanto
por determinados críticos como por los aficionados,
la nueva versión de 1958 de la obra maestra de
Leontine Sagan rodada en 1931, Mädchen in Uniform
(«Muchachas de uniforme»), que mantiene el mismo
título, cubre a mi juicio el expediente de un modo
digno y notable. El realizador Géza von Radványi
(1907–1986), nacido en el Imperio Austro-húngaro, en
lo que hoy es Eslovaquia, no sólo se atiene en lo
fundamental al espíritu de la pieza teatral (Ritter
Nérestan, Leipzig, 1930) de la escritora alemana
Christa Winsloe que inspira la película, sino que
respeta de manera bastante escrupulosa el filme de
1931, introduciendo cambios que, en el fondo, no
alteran esencialmente el contenido, aunque haya dos
significativos. Desde algún tiempo después de su
realización, han proliferado los críticos y los
espectadores que han querido a toda costa hacer una
lectura grosera, en clave lésbica, de la película de
Leontine Sagan. Más aún con esta versión de 1958 que
comentamos ahora. La lectura es grosera porque, como
ya hemos explicado suficientemente, en el caso de
que haya una intención lésbica en la relación entre
la Srta. Elisabeth von Bernburg y la colegiala
adolescente Manuela von Meinhardis, no sólo no es
explícita, sino que, como corresponde a una
realizadora inteligente, se trata de una unión
sutil, implícita, elegante, moderada, respetuosa y
de una insinuación exquisita. Además, la
insinuación, la imprecisión y la ambigüedad
proporcionan una mayor perturbación al relato
fílmico. Similares rasgos podemos aplicar a la
película de 1958, aunque, evidentemente, no se trate
ahora de una obra maestra.
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Dramática escena, en la que Manuela,
creyendo haber perdido el afecto y
cariño de su profesora, intenta,
desesperada, arrojarse por el hueco de
la escalera. |
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De igual modo que fue un acierto inigualable la
elección del tándem Dorothea Wieck-Hertha Thiele
para el filme de 1931, también supuso una perspicaz
decisión elegir ahora a Lilli Palmer y a Romy
Schneider para interpretar los papeles principales,
la primera a Elisabeth y la segunda a Manuela.
Mientras que en 1931 las edades de las actrices
principales se diferenciaban en pocas semanas (algo
menos de veinticuatro años cada una), en 1958 Lilli
Palmer tiene unos cuarenta y cuatro y Romy Schneider
unos veinte. El que la lengua materna de ambas sea
el alemán es otro acierto indudable. Por supuesto
que las tomas de 1931 que reflejan lo que Kracauer
llamaba el «espíritu de Potsdam», es decir, las
vistas de los monumentos de la ciudad, son
incomparables y no pueden superarse. Tampoco lo
pretende Géza von Radványi. Se le ha achacado
frialdad a Lilli Palmer en su interpretación; todo
lo contrario: rezuma inteligencia, aunque sólo sea
por ese equilibrio perfecto entre distanciamiento y
ternura, autoridad y tolerancia. La profesora conoce
perfectamente la psicología de las adolescentes.
Ella misma tiene unos deseos amorosos reprimidos,
pero ha sabido sublimarlos de manera positiva.
¿Cómo? Tratando con equidad, justicia, humanidad,
respeto y calculado cariño a sus pupilas. Está
enamorada de su profesión, a la que ha convertido en
el sentido de su existencia. Manuela es especial,
sobre todo muy sensible, y Elisabeth sabe conseguir
que encuentre el afecto que no ha podido hallar en
su vida familiar.
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Aterrorizadas por lo que están viendo,
todas las compañeras de Manuela gritan
aterradas ante la decisión de su
compañera. |
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Hay, como decía, dos alteraciones importantes. La
primera es que la obra de teatro que representan las
alumnas no es el Don Carlos (1787), de
Schiller, sino Romeo y Julieta, de
Shakespeare. El «espíritu de Potsdam» suponía
también el conocimiento de los clásicos alemanes.
Además, tanto Goethe, Heinrich Heine, muchos otros
románticos alemanes o el propio Arthur Schopenhauer,
sentían verdadera admiración por los autores
españoles de los Siglos de Oro, especialmente por el
Quijote, Baltasar Gracián, Tirso de Molina y
Calderón de la Barca, así como por los temas
españoles, aunque en este caso Schiller, igual que
hará después con su drama María Estuardo
(1801), tergiversa la historia verídica de los
acontecimientos y no se sustenta en documentación de
archivo fiable. Con todo, como reconoció en su día
el eximio polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo, el
ideal, que era lo que más caracterizaba a Federico
Schiller, trocado ahora en un «alto y sereno
idealismo», por influencia sin duda de Goethe, y
dejando atrás el «idealismo turbulento y feroz» de
su juventud, marcará el Don Carlos, una
inmersión en el pasado histórico y no en la realidad
contemporánea, donde «el autor encuentra indulgencia
para todo el mundo, hasta para el negro Felipe II
que él se había forjado en las tinieblas de su
fantasía, como si quisiera abarcar el mundo entero
en aquel sueño de cosmopolitismo y universal amor,
del cual hace intérprete y apóstol elocuentísimo al
Marqués de Poza» [12]. Naturalmente, si Hertha
Thiele era Don Carlos, ahora Romy Schneider
será Romeo. La actriz vienesa está sencillamente
deliciosa y encantadora; Lilli Palmer, inteligente,
bellísima y enigmática. El célebre beso también
cambia, tanto en lo que atañe al momento y a la
circunstancia que lo justifica como al lugar. En
1931 era Elisabeth la que se lo daba en la boca a
Manuela delante de todas las demás chicas, en el
momento de desearle las buenas noches; ahora es
Manuela quien toma la iniciativa, en el despacho de
Elisabeth, adonde esta se ha ofrecido
voluntariamente a corregirle algunos errores en la
interpretación de su papel de Romeo. En ese
brevísimo ensayo que transcurre en la intimidad,
Elisabeth es Julieta. El beso de Romy Schneider,
quien se esfuerza por seguir las indicaciones
interpretativas de su eventual directora teatral, en
el sentido de que debe poner pasión en la acción,
concretamente en el beso, para que resulte
verosímil, posee sin duda una mayor carga erótica,
pero sigue siendo contenido, y, sobre todo,
inocente. Su amor por su adorada profesora es
perfectamente comprensible desde el punto de vista
psicológico; incluso necesario y saludable. Que las
mentes morbosas no saquen las cosas de quicio. En
cuanto a la traducción española del título original
de la película, Corrupción en el internado,
es penosa y lamentable. Da vergüenza ajena. Por su
grosera vulgaridad, naturalmente.
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Cartel de la la versión cinematográfica
de “Mädchen
in Uniform”, de 1958, dirigida por
Géza
von Radványl, e interpretada, en
esta ocasión, por Lilli Palmer y
Romy
Schneider en los papeles Elisabeth y
Manuela, respectivamente. |
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