EN UN CUENTO, EN UNA novela, en una película,
siempre existe la voz explícita o implícita de un
personaje evidente aunque esté camuflado, aunque no
se le vea, aunque no se le sienta, aunque quiera
desaparecer o ser un dios, aunque pueda ser
considerado incluso un no-personaje; es la voz clara
o inaudible del narrador. Su evidencia lleva
tras sí una larga historia de tentativas y
propuestas, de apertura y compenetración con el
mundo, de atisbos del futuro y de comprensión del
pasado, de creatividad oral y escrita; una facultad
esta, la invención, la creatividad, que se convirtió
en inherente a nuestro caminar desde que se
iniciaron sus primeros pasos.
En su origen, el narrador fue quien mejor mentía en
el grupo, quien sabía adornar el lugar donde había
visto la presa a cazar con detalles que anunciaban
el sitio en que se encontraba, como las abejas
respecto de las flores, pero con el añadido de que
esos detalles eran capaces, gracias a su forma de
comunicarlos, de despertar sueños y deseos de sus
compañeros que los hacían avanzar sin miedo, que los
estimulaban a correr y a callar para llegar a tiempo
y no ser delatados, que les provocaba pensamientos
de valor y coraje que convertían en recompensa
espiritual lo que solo aparentaba ser alimento para
todo el grupo.
El mentiroso cazador (solo parcialmente
mentiroso) se hizo mayor, sus huesos perdieron
fuerza y sus músculos flexibilidad. Entonces él
empezó a contar, después de una buena comida, tras
una buena caza, los recuerdos de sus mejores
andanzas con el grupo en busca de la fiera o de la
carne, y, cada día que lo hacía, los adornos de sus
historias, el marco en el que se encuadraban,
crecían con detalles nuevos sobre sus mujeres, sobre
sus hijos, sus compañeros, los incidentes del clima,
las sorpresas mientras corría, los colores que lo
rodeaban, detalles de lo que consiguió, de lo que
perdió, de lo que añoró…
Si damos un salto de siglos en algunos lugares y de
distancia terrestre en otros, aparece el cronista
ciego, el narrador que es capaz de contar
poéticamente unas glorias pasadas para afirmar un
presente que se quiere épico. Homero va de lugar en
lugar narrando con increíble precisión, con una
nueva invención, lo que todos saben y han oído
referir en sus casas, en las plazas, en las
reuniones de ancianos; va provocando admiración y
anhelo en quienes lo escuchan. Para entonces, ya
aquellos humanos que oyen sus ritmadas palabras
habían aprendido a danzar y el ritmo y la melodía
formaban parte de sus vidas, al igual que de las
palabras del cronista, del padre de todos los
narradores que lo son y lo han sido en medio mundo.
Podemos seguir saltando a lo largo y ancho de la
Historia para encontrarnos con un narrador
colectivo, vivo y heredero directo del antiguo
vate: el coro de la tragedia griega. La narración
está entonces tan unida a la colectividad que un
colectivo evoca en escena lo que las máscaras no
comentan, lo que ellas sufren tras el anhelo de no
ser dioses. El coro griego canta y dice lo que los
antiguos arcanos permiten conocer a los humanos, y
lo hace hasta que Eurípides humaniza el teatro de
tal forma que da el salto de la mágica narración a
la humana narración, y abre de esa forma el
camino de la futura novela, y cierra de la misma
forma el camino de la magia vivida en la
representación.
Desde entonces se nos van quedando por el camino
muchos narradores orales y escritos hasta que
llegamos al primero de los que podemos reconocer
como nuestros, al que realiza la gran transformación
hacia el encuentro con la subjetividad del que
entonces ya es más lector que oyente; llegamos a
Miguel de Cervantes en su (nuestro, porque él
así supo ofrecerlo) Ingenioso Hidalgo. ¿Suyo? Sin
duda, pero qué bien se camufló el escritor bajo un
cúmulo de narradores que se llaman unos a otros o se
intermedian gracias a traductores y a los propios
personajes de la novela. El autor se esconde tras
los múltiples narradores creados por él, tras Cide
Hamete Benengeli y su traductor morisco entre otros,
se esconde de tal forma que se convierte en lector
de su propio invento volviéndose uno de nosotros,
sus divertidos, admirados y entretenidos lectores,
que pasamos así a formar parte de unas aventuras
irónicas que parecen inventadas por nuestra propia
lectura.
El genio del manco nos introduce en la
creatividad hasta reconvertirnos en personajes
suyos y, de esa forma, los futuros narradores
podremos ser nosotros mismos, los lectores, los que
nunca podremos escuchar al cazador que inventó el
narrar, al ciego que convertía la vida corriente en
épica, al danzante que ofreció el arte al mundo, al
coro que sabía convocar la magia, al mundo naciendo
a la narración a través del mamífero bípedo cargado
de actividad, de sueños, de poesía. |