«Quizá no hay nada
más triste
que el pasar lento
de los años
cuando el tiempo
se desliza
blanco
sin tonalidades.»
(MIREYA ROBLES, Tiempo Artesano,
1973.)
«EL POETA», ESCRIBIÓ FERNANDO Pessoa, «no
tiene biografía. Su obra es su biografía».
El escritor, dice Pessoa, es un «fingidor»
y, para él, la vida es sólo un pretexto para
la literatura, la cual transmuta los
acontecimientos vividos a otra substancia.
Una tal «autobiografía fingida» es la novela
de Mireya Robles, Una mujer y otras
cuatro. Esta novela describe, en primera
persona, la infancia, la adolescencia y la
juventud adulta de una mujer nacida en Cuba
a mediados de los años 30 y, unos veinte
años después, emigrada a los Estados Unidos.
Esta obra trata, en la primera parte, de la
alegría de una niña de gran sensibilidad
afectiva y artística al descubrir el mundo
y, después, gradualmente, de su desilusión
con la vida. El tema principal de la novela
es el desamor, la infelicidad y las
tribulaciones a las cuales están expuestos
los homosexuales en un clima de estrechez de
miras y de intolerancia. La novela provee un
retrato de una geografía y de una época bien
definidas. Pero, sobre todo, y comprendiendo
todos estos temas, Una mujer y otras
cuatro trata del paso del tiempo y de su
efecto sobre el crecimiento de un ser
humano, y de la conciencia de la
transitoriedad de la vida, que nos incita a
agarrarnos al pasado. En este sentido, la
novela de Robles se relaciona con la de
Marcel Proust À la recherche du temps
perdu (En busca del tiempo perdido).
De hecho, Una mujer y otras cuatro
(publicada en 2004) es la primera parte de
una trilogía del tiempo que incluye las dos
novelas, Hagiografía de Narcisa la bella
(1985) y La muerte definitiva de Pedro el
Largo (1998), y fue escrita antes que
estas. Cada una de estas obras se puede leer
separadamente, pero es importante notar que
forman un conjunto. Se descubren, a través
de las tres novelas, una progresión y una
creciente complejidad en el tratamiento del
tema del tiempo, ya una preocupación clave
en las primeras obras de Robles, los poemas
y los cuentos escritos aproximadamente entre
1960 y 1985. El epígrafe escogido por la
autora de Una mujer y otras cuatro
para aquella autobiografía fingida es un
pensamiento de Maya Islas: «Las memorias nos
definen. Ese fluir de la vida en lo que
tuvimos y ya no está como presencia, es lo
que nos valida». Como la búsqueda del tiempo
perdido de Proust, la novela de Robles es
una meditación sobre la memoria y un intento
de definir en qué forma los recuerdos
constituyen la realidad y la existencia de
un individuo. Como en el caso de Proust, no
se trata de un diario, o del tiempo
cronológico recordado metódicamente, sino de
la suma de los caóticos recuerdos
involuntarios que nos asaltan una vez
llegados a la edad adulta. Estos recuerdos
pueden ser de naturaleza instintiva, es
decir, aquellos involuntarios recuerdos
recurrentes o episódicos de ciertos
acontecimientos del pasado, traídos a la
mente por obsesión o por asociación como,
por ejemplo, en En busca del tiempo
perdido, el de la ansiedad diaria del
niño esperando el beso de la madre al
acostarse, o del éxtasis producido por la
vista de un matorral de espino. También
pueden estar los recuerdos provocados por
algún estímulo exterior (en En busca del
tiempo perdido, el famoso episodio de la
madalena en el té, cuyo aroma trae a la
mente el recuerdo de un té similar saboreado
en la niñez). Finalmente, los recuerdos se
pueden procurar por el intermediario de una
tercera persona, como, en la novela de
Proust, la historia del amor de Swann por
Odette. Los recuerdos adquiridos de esta
manera enriquecen la vida del personaje
central y se asimilan a sus propios
recuerdos. Así, la memoria forma un complejo
laberinto, una entidad dinámica en la cual
los recuerdos se entrecruzan y aumentan a
cada rato. La complejidad del tema se
refleja en el estilo de Proust, un estilo
denso y tortuoso, en el que el más mínimo
detalle está tratado con la misma
importancia que un acontecimiento clave.
Asimismo, es también el estilo de Robles,
quien, además, no usa ni capítulos ni
párrafos y limita la puntuación de Una
mujer y otras cuatro a comas y punto y
comas, lo que añade complejidad a la
lectura.
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Portada de la novela «Una mujer y otras cuatro», de Mireya Robles, publicada en 2010 por Editorial Plaza Mayor, San Juan, Puerto Rico. |
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Todos los tipos de recuerdos mencionados
arriba se encuentran en Una mujer y otras
cuatro. Pero se podría decir que esta
primera parte de la trilogía del tiempo de
Robles consta principalmente de recuerdos
instintivos, sean de origen obsesivo o
asociativo, narrados en una forma más o
menos cronológica. La novela contiene
algunos recuerdos “restaurados” del tipo de
la madalena de Proust (al salir de Cuba para
Estados Unidos en avión, la tristeza que
siente por el alejamiento de su tierra trae
a la mente de la protagonista el recuerdo
del pesar que había sentido cuando la muerte
de su querida abuela), o también, en algunas
ocasiones, la narradora hace suyos los
recuerdos adquiridos por el intermediario de
otros, como la historia de su hermana mal
casada o la de un colega de trabajo que se
siente aprisionado por sus circunstancias y
que no llega a salir de su cárcel mental.
Estos dos últimos tipos de recuerdos, los
restaurados y los adquiridos, serán más
frecuentes en las novelas ulteriores,
Hagiografía de Narcisa la bella y La
muerte definitiva de Pedro el Largo, de
manera especial en esta última. Mayormente,
Una mujer y otras cuatro es una
reconstitución relativamente lineal aunque
fragmentada, como lo son los recuerdos de
tipo involuntario, y con algunas escenas
retrospectivas, de los acontecimientos
ocurridos durante unos cuarenta años de
vida, empezando con la infancia. Algunos de
estos recuerdos son de naturaleza agradable,
como el de la niña que va al restaurante de
los chinos vecinos con la ilusión de
aprender su lengua, o que sale al cine con
su madre, la cual paga la entrada,
generosamente, con el escaso dinero que
estaba destinado a comprar comida. Otros
recuerdos son frustrantes o dolorosos (no
recibir respuesta de la maestra después de
una pregunta o la inquietante muerte por
enfermedad de una niña del pueblo), y
algunos son francamente traumatizantes: las
amenazantes lecciones de religión de la
monjas que le insuflan a la niña el terror
al infierno, la incapacidad del padre de
alimentar a la familia, los primeros
sentimientos amorosos de una niña que quiere
“casarse” con otra niña, frustrados o
aplastados por la sociedad. Esta primera
parte de Una mujer y otras cuatro
establece el tono del libro: cada ansia de
belleza o de amor siempre se encuentra
ligada a la frustración. Repetidamente se
usa la metáfora de un “cilindro de cristal”
en el cual la narradora se siente encerrada.
A esto se añade el sentimiento de
culpabilidad, provocado por la situación
económica precaria de su familia, por la
desaprobación de la sociedad en cuanto a su
inclinación sexual y, también, por el
contacto casi diario con su madre, que le
inspira sentimientos mezclados de amor
obsesivo y de rencor cuando ella le
obstaculiza la vida sentimental. La figura
de la madre domina el libro entero y la vida
de la narradora. La misma obsesión con la
madre caracteriza al personaje de Proust,
aunque este deifica la suya. (El mismo
Proust adoraba a su madre, a pesar de que
nunca se arriesgó a admitir su “vicio” de la
homosexualidad durante la vida de ella). En
los casos de Proust y Robles, la presencia
persistente de la madre durante la vida de
los protagonistas está, obviamente, ligada a
la búsqueda del tiempo perdido. Se trata
aquí de volver al estado de dicha
proporcionado en la primera infancia por la
madre arquetípica. También se trata de la
nostalgia por una etapa de la vida en la
cual era posible la posesión total del ser
amado, una situación que, con el paso del
tiempo, se va deteriorando gradual y
fatalmente. Por eso el desvelo doloroso del
joven protagonista de Proust esperando el
beso materno antes de dormir. Por eso
también, en Una mujer y otros cuatro,
el desarraigo que siente la niña separada de
su madre cuando tiene que ir a la escuela en
otro pueblo, y su obsesión con los senos
protectores de una amante imaginaria. Ambos
personajes, el de Proust y el de Robles,
tratarán en vano, en sus relaciones con
otros seres, de recobrar la sensación de
dicha y de posesión total provista por la
madre. Este es el tema del relato de los
amores de los protagonistas en ambas novelas
y la búsqueda del tiempo perdido es, en
realidad, la busca del paraíso perdido de la
infancia.
Como En busca del tiempo perdido, la
trilogía de Robles es una historia de tiempo
perdido en desilusiones. El personaje
principal de Proust y Swann, su alter ego,
hombres ricos y ociosos, descubren,
gradualmente, el desengaño, no solamente con
el amor, sino también con la sociedad que
los rodea, y terminan dudando de su propio
valor y encontrando la vida sin propósito.
Las circunstancias de la narradora de Una
mujer y otras cuatro son distintas, pero
se llega a la misma conclusión. Robles
cuenta la vida de un personaje que lucha con
un destino que le parece ineluctable. La
ingenua y optimista protagonista del
principio de la novela, la niña “capitana”
de un imaginario barco, protegida en su
labor triunfante por una soñada amante
ideal, de senos abundantes, se convierte,
gradualmente, en un ser desolado atrapado en
su “cárcel circular”. De la misma manera,
Narcisa, la protagonista de la segunda
novela de Robles, parte de un deseo intenso
de integrarse a su familia y descubre la
soledad y el abandono. Y en La muerte
definitiva de Pedro el Largo, el héroe,
un personaje caleidoscópico que abarca
varios avatares en el espacio y en el
tiempo, sobrevuela todas las etapas del
sufrimiento humano en un esfuerzo de escapar
a la maldición de la soledad y desaparecer
definitivamente. Todos estos seres sufren de
desasosiego, de una incapacidad de amarrarse
a ellos mismos y al mundo para sentirse una
identidad bien definida, y su vida se
deshace en “sal y agua”, como lo expresa la
narradora de Una mujer y otras cuatro.
Similarmente, el narrador de En busca del
tiempo perdido habla de la
“lassitude” y del “ennui” que le
asaltan a veces. Esta persistente
insatisfacción con la vida es un rasgo que
une a los personajes de Proust y Robles.
«Quisiera», dice la narradora de Una
mujer y otras cuatro, «habitar el
tiempo». Es decir, vivir el tiempo terrenal
plenamente, como lo hizo, por ejemplo, Anaïs
Nin, por cuyos libros la heroína de Una
mujer y otras cuatro se apasiona durante
un período de depresión. En su caso, el
tiempo perdido es, antes que todo, el tiempo
gastado en trabajos aburridos y en culpas
innecesarias. La aplastan las obligaciones
impuestas por la pobreza, que le roba el
tiempo y que la condena a una vida monótona.
«Quizá no hay nada/más triste/que el pasar
lento/de los años/cuando el tiempo/se
desliza/blanco/sin tonalidades» decía Robles
en un poema que aparece en Tiempo
artesano, de 1973. Además, la
protagonista de Una mujer y otras cuatro
se enfrenta a diario a un mundo en el cual
no cabe y que la rechaza cruelmente. En su
juventud, las niñas en la escuela se burlan
de la incapacidad de su padre; la madre y
las tías le reprochan su inclinación sexual
y le infunden un casi permanente sentido de
culpabilidad. A causa de todo esto, más
tarde, la mujer ya madura siente, en sus
relaciones con los demás, un aislamiento y
una imposibilidad de comunicarse con ellos.
Ocasionales episodios de felicidad vienen a
romper el tedio de esta existencia. Estos
son los raros momentos de arrebatamiento
sentimental o erótico, y de satisfacción
amorosa. “Habitar el tiempo” es, sobre todo,
amar. («¿Cuál es su ocupación preferida?»,
le preguntaron a Proust en un famoso
cuestionario. «Amar» fue su respuesta).
Entre las cuatro mujeres amadas por la
protagonista se destaca la figura de
Marisol, cuya influencia se extiende por el
libro entero y colora todas las otras
relaciones amorosas de la protagonista. La
relación con este personaje se puede
comparar a la de Swann y Odette o de Marcel
y Albertine en En busca del tiempo
perdido. Como estas, la historia de
Marisol abarca, paradigmáticamente, todas
las fases del amor: se trata de la
ensoñación y de la consumación del amor
correspondido, seguidas por celos,
desilusión, y finalmente, desamor. Las
relaciones con las otras tres mujeres
también terminan con un fracaso, por
cualquier razón que sea, culpa de los
prejuicios sociales o simplemente rechazo
por el ser amado. Inesita, la ensoñación de
la infancia y temprana adolescencia de la
protagonista, era un primer esbozo del amor.
En Bibi, una amiga de la juventud se
descubre, tardíamente, una posibilidad
erótica, pero estas no se realiza.
Finalmente, en la relación con Laura, una
figura nebulosa que será el último amor de
la protagonista, aparecen desde el
principio, las primeras señales de una
ruptura, aunque la narradora, que
frecuentemente se dirige a esta mujer en
segunda persona, a pesar de que ella casi no
aparece en persona en la novela, se agarra,
hasta el final, a la esperanza de la
felicidad con ella. En todos los casos, la
obsesión de la protagonista es la misma:
“retener a esta mujer”, o sea, detener el
tiempo.
Existen varias maneras de superar los
límites temporales, ya sea tratando de
hurgar en el pasado o proyectándose en el
futuro. Una de ellas es la revelación
psíquica o espiritual, que transciende la
brutal evidencia del mundo de los sentidos.
Aquí se diferencia la obra de Robles de la
de Proust. En este no se encuentra ninguna
indicación de creencia en una transcendencia
de tipo psíquico o metafísico. Para Robles,
por otro lado, la vida humana es una
invitación a un viaje espiritual. Ya en
Una mujer y otras cuatro aparece, en
forma embriónica, la preocupación de que
existe un tiempo más allá de la vida
percibida, lo que será un tema importante en
la última novela de Robles, La muerte
definitiva de Pedro el Largo. En esta
obra, el personaje principal tratará,
vanamente, de eludir, con una “muerte
definitiva”, el castigo de múltiples
reencarnaciones en las que se siente ajeno
al mundo. Asimismo, la heroína de
Hagiografía de Narcisa la bella se
transporta, mágicamente, a la mente de otros
personajes, y sobrevuela espacios y tiempos.
Una mujer y otras cuatro es, sin
duda, la más realista de las tres novelas de
Robles, pero, de vez en cuando, se asoma la
narradora a un mundo misterioso más allá de
la vida percibida. Varias veces, alude a los
“ciclos” consecutivos de la vida humana,
como si estos fueran predeterminados, y
pudieran ser percibidos en una misteriosa
forma intuitiva: la vista de un gusano le
sugiere a la narradora la idea de que es una
señal anticipadora de su propia muerte, ¿o
será, acaso, el símbolo de la muerte de una
etapa que desaparece para dar nacimiento a
otra? También, tiene la intuición de
“déjà vu”, de experiencias anteriores a
la vida: alquila un apartamento que le
parece familiar, porque «ya lo he vivido en
alguna otra casa europea, en otra
reencarnación».
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Mirella Robles, novelista, poeta, pintora, docente y crítica literaria nacida 1934 en Guantánamo (Cuba). En la actualidad reside en Miami, EE UU. |
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Pero, sobre todo, en Una mujer y otras
cuatro se subraya el papel revelador de
los sueños para reconstituir el tiempo
perdido. Este es un interés que Robles
comparte con Proust. En el caso de Robles,
los sueños tienen un poder telepático o
profético. En su niñez, la protagonista de
Una mujer y otras cuatro comparte un
sueño idéntico con su amiga Inesita. Su gran
amor, Marisol, es el objeto de varios
sueños, uno de ellos profético, que le
prefigura a la narradora una traición
amorosa. Las últimas páginas de Una mujer
y otras cuatro describen una pesadilla
en las cual aparecen casi todas las mujeres
amadas por la protagonista durante su vida,
en una perspectiva dislocada en el tiempo.
Este sueño es, al mismo tiempo, una
recapitulación de su vida amorosa, y una
revelación de su intuición subconsciente de
la transitoriedad de su último amor. Es
interesante notar que las últimas páginas de
Un amour de Swann también terminan
con un sueño análogo a este: en el sueño,
Swann ve a Odette, que hasta ahora ha amado
obsesivamente, en una perspectiva alterada
en la cual Odette está con otro hombre, y él
se ve a sí mismo desdoblado en un personaje
que presagia su propia derrota amorosa.
Los sueños, con una velocidad que rompe las
leyes del orden cronológico, nos dan acceso
a nuestra inteligencia subconsciente, la
cual nos revela aspectos de nuestra
subjetividad que tendemos a negar. Sin
embargo, según Proust, las revelaciones
provistas por los sueños no son otra cosa
que una sensación transitoria, similar a
todos los acontecimientos fugaces de la vida
despierta. Lo mismo se podría decir de los
instantes de clarividencia provista por los
medios psíquicos a los cuales alude Robles.
¿Cómo, entonces, reunir, coordinar o
comprender tantas sensaciones dispares, y,
así, recobrar el tiempo perdido y encontrar
la felicidad?
Una mujer y otras cuatro
ilustra el tema proustiano por excelencia,
que será también un tema esencial de las
obras siguientes de Robles: el tiempo
recobrado (“le temps retrouvé”) es el tiempo
archivado, el tiempo fijado por la creación
artística porque, como dice la narradora de
esta novela, «el silencio es, tal vez, un
símbolo de olvido, o de la muerte de aquella
flor extraña que pasó por mi vida de
adolescente». Ya, desde niña, escribía
poemas de amor y después, en el exilio se
dedica apasionadamente, en sus pocos
momentos libres, a la pintura. En
Hagiografía de Narcisa la bella,
Narcisa, la heroína, sofocada por la presión
de su familia que le roba el tiempo, crea,
mágicamente, simbólicas chimeneas de
ladrillos, porque, para ella, «el acto de la
creación en sí es indestructible». La
reconstitución de las experiencias vividas,
para Robles como para Proust, permite
superar el desasosiego al sentir que uno no
cabe en la vida, y la angustia provocada por
el paso del tiempo y el acercamiento de la
muerte. Ya se encontraba este sentimiento en
un temprano poema de Robles: «Quiero
dejar/en el océano humano/mi gota de ser/una
gota/que fija en el tiempo/ruede/de instante
en instante/en un sinfín de eternidades».
Para Robles como para Proust, el acto de la
creación es el único que no solamente nos
acerca a la felicidad perdida en la
infancia, sino que también alcanza una
especie de transcendencia, como en En
busca del tiempo perdido la alcanza el
escritor Bergotte: después de su muerte,
están sus libros abiertos en una vitrina,
velando como «ángeles con alas desplegadas»,
pareciendo «un símbolo de su resurrección».
Habitar el tiempo, entonces, es tratar de
comprenderlo en su complejidad, y expresar
los hallazgos de la memoria gracias a la
obra artística, sea musical, gráfica o
literaria. (La novela de Proust describe
ejemplos de todos estos géneros). Para
escritores como Proust y Robles, una forma
de llenar el vacío existencial o amoroso
causados por el paso del tiempo y de
conjurar el olvido es recordar “los
nombres”. Como lo explica Proust, los
nombres, las palabras en sí, tienen un poder
sugestivo, y su sonido evoca un mundo
imaginario desconocido. Asimismo, a cada
nombre de las cosas vividas está ligada una
carga emocional, y su evocación es una
llamada al tiempo perdido. En la novela de
Proust se encuentran leitmotivs
verbales, como “«espino albar»”, “«lila” e
“iglesia”. Dentro de cada una de estas
palabras se esconden sensaciones subjetivas
que, para el narrador, se relacionan a su
propia búsqueda del tiempo perdido.
Similarmente, en Una mujer y otras cuatro,
la enumeración de los nombres de lugares, de
la gente, y hasta de los detalles del menú
de cada comida es un intento de fijar el
pasado. No se trata de un simple diario,
sino de una iluminación particular de lo que
más profundamente afecta la vida de un ser
humano. Proust compara su libro a un lente
de aumento que, fijándose en ciertos
detalles de una vida humana, le permite al
lector leerse a sí mismo.
La “autobiografía” de Robles, Una mujer y
otras cuatro, abre caminos a varias
dimensiones del tiempo, que se pueden
multiplicar interminablemente. La vida se ha
hecho obra y está ahora imbricada con la
literatura, y, como dice Proust, se han
hecho «les métamorphoses nécessaires entre
la vie d’un écrivain et son oeuvre» (las
metamorfosis necesarias entre la vida de un
escritor y su obra. El relato de una vida
particular, llegando al fondo de la
subjetividad, ha alcanzado la universalidad.
Podría decir Mireya Robles, como Pessoa,
hablando de su vida: “Yo no soy nada/Nunca
seré nada/No puedo querer ser nada/Fuera de
esto, tengo en mí todos los sueños del
mundo”.
__________
Extracto de la obra de Anna Diegel:
Ciudadana trashumante: 9 ensayos sobre la
obra de Mireya Robles. Alexandria
Library Publishing House, Miami, EE UU,
2015. |