DESESPERADO ANTE LA multitud de libros que
se acumulaban en su biblioteca, sin tiempo
para leerlos, el escritor peruano Julio
Ramón Ribeyro se preguntaba cuánta de toda
aquella literatura sobreviviría al filtro de
la posteridad. Entre los autores que, a su
juicio, habían envejecido mal, citaba al
francés Albert Camus. Habían pasado veinte
años y sus libros, que antes el público
devoraba, ya no le decían nada al hombre
contemporáneo1. Aunque
esta es una opinión compartida por muchos,
no parece que se trate de un veredicto justo
ni irreversible porque la fama de un autor,
a menudo, es como el Guadiana: aparece de
nuevo tras un periodo de eclipse. Pensemos,
si no, en la opinión que le merecía Camus a
un compatriota de Ribeyro, Mario Vargas
Llosa. Si en los años sesenta lo daba
prácticamente por acabado, al decir que
había sufrido «un encanecimiento precoz», en
los setenta empezó a revalorizarlo mientras
cuestionaba a su gran rival, Jean-Paul
Sartre. En 2006, Le Magazine Littéraire,
en la presentación de un dossier dedicado a
su obra, dictaminaría que la Historia le
había dado la razón, tanto en su polémica
frente a Sartre como en su combate contra
los totalitarismos, consciente de que la
verdad es la verdad con independencia de si
la defiende la derecha o la izquierda2.
Tal vez Camus resulte tan fascinante porque,
además de gran escritor, era un seductor al
que le encantaba disfrutar de la vida.
Porque podía ser un hombre de elevada
moralidad y un rompecorazones que coleccionó
amantes, como la actriz de origen español
María Casares. Porque, en medio de gurús
empeñados en absolutizarlo todo, poseía el
buen sentido de dudar de sus propias ideas.
Porque, al contrario que otros, anteponía la
verdad a la tribu, tanto que afirmó que
sería de derechas si creyera que la derecha
estaba en lo cierto. Porque, al contrario
que otros intelectuales, educados en las
escuelas más elitistas de París, él era un
provinciano, hijo de una madre analfabeta y
de un soldado muerto fallecido durante la
Primera Guerra Mundial. Albert evocaría a
ese progenitor que no llegó a conocer en
El primer hombre, su última e inacabada
novela, a través del personaje Jacques
Cormery, que lleva, obviamente no por
casualidad, el apellido de soltera de la
abuela paterna del autor. Cormery acude a
visitar la tumba de su padre, nacido, como
el de Camus, en 1885, y muerto también
durante la batalla del Marne. En principio,
el gesto le parece sin demasiado sentido,
pero su madre, que permanece en Argel, le ha
presionado para que contemple lo que ella
por sí misma no ha visto. Cuando permanece a
solas ante la lápida, no puede evitar pensar
que el hombre enterrado era más joven de lo
que él en ese momento. La reflexión le hace
sentir una ola de piedad, consciente de que
el orden natural no existe, solo el caos,
cuando el hijo es más viejo que su padre3.
UNA INFANCIA DIFÍCIL
Huérfano, Camus creció en un ambiente de
privaciones, sin poder comprar libros porque
su familia ni siquiera podía permitirse el
agua corriente y la electricidad. Este
ambiente le marcó para el resto de sus días,
al proporcionarle un altísimo sentido de la
libertad. Aprendió su valor, según confesión
propia, en la miseria, no a través de las
obras de Marx4.
Por suerte, al ser hijo de un caído, tuvo
acceso a una beca que le permitió estudiar.
Mientras tanto, su madre, Catherine Sintès,
de origen español, veló para que tanto él
como su hermano fueran a todas partes bien
vestidos y sin que les faltara lo
imprescindible. Germain Louis, el profesor
al que envió, después de recibir el Nobel,
una sentida carta de gratitud, no llegó a
sospechar entonces la verdadera situación de
su hogar. Tenía delante a un muchacho al que
le embarga la felicidad de estudiar: «Tu
cara expresaba optimismo»5.
Sin embargo, la conciencia de su posición
subalterna le produjo una sensación de
incomodidad que le acompañó para siempre.
Cuando estaba junto a sus colegas, no podía
evitar la sensación de que tenía que
disculparse por algo. Sin duda porque, como
anotó en su diario, «un cierto número de
años vividos sin dinero bastan para crear
toda una sensibilidad»6.
EL ABSURDO DE LA GUERRA
Empujado por el humanismo de sus ideales,
solicitó la adhesión al Partido Comunista.
Deseaba ver disminuir la suma de las
desgracias del género humano. No obstante,
no tenía intención de aceptar sin crítica
ninguna ortodoxia que le alejara de la
experiencia cotidiana. Porque, como le dijo
a un antiguo maestro, no podía dejar que un
volumen de El Capital se convirtiera
en el muro que separara el hombre y la vida7.
Más tarde, durante la Segunda Guerra
Mundial, luchó contra el hitlerismo a través
de su trabajo como periodista clandestino en
Combat, un medio que llegaría a tirar
doscientos cincuenta mil ejemplares. Fue por
entonces, en 1942, cuando publicó dos
títulos que lo harían famoso, El
extranjero y El mito de Sísifo.
Esas dos obras, junto al drama Calígula,
constituían sus “tres absurdos”. Las
denominaba así porque versaban sobre el
absurdo de la existencia humana. Este
planteamiento filosófico estaba íntimamente
vinculado al contexto político, un momento
en el que Francia aún no se había liberado
del yugo nazi. La situación, bastante
calamitosa, favorecía la aparición de
reflexiones que incidieran en la falta de
sentido de la vida. Y, por otra parte,
obligaban a aceptar compromisos
desagradables entre lo deseable y lo
posible. El mito de Sísifo perdió por
ello un capítulo, el dedicado a Franz Kafka:
la censura no aceptaba que se hablara de un
judío.
Tuvo la oportunidad de publicar una parte de
El Extranjero en la prestigiosísima
Nouvelle Revue Française. Se opuso.
No juzgaba apropiado aparecer en una
publicación que en esos momentos controlaba
el ocupante nazi. Otros escritores de
izquierda no tendrían esos escrúpulos,
empezando por Jean-Paul Sartre, al que no le
importaba publicar en un medio
colaboracionista. Ni estrenar en un teatro
que había dejado de llamarse Sara Bernhardt
porque la gran diva de la escena era judía.
Fue en plena guerra cuando Camus conoció a
Sartre. Ambos se habían leído y escrito
comentarios sobre la obra del otro, acerca
de La náusea y El extranjero,
respectivamente. Treinta años después,
Sartre recordaría a su amigo como un tipo
divertido aunque extremadamente vulgar. Su
compañera, Simone de Beauvoir, también
evocaría a Camus como una amistad
emocionalmente significativa: «Era el único
en cuya compañía disfrutábamos más y nos lo
pasábamos mejor»8. En esos
momentos habían llegado a ser íntimos y,
vistos desde fuera, daba la impresión de que
no se separaban nunca9.
Por desgracia, las desavenencias ideológicas
acabarían por hundir la relación. Para
Sartre, Camus no pasaba de filósofo
aficionado. Estimaba al hombre que había
luchado en la Resistencia, pero abominaba de
su evolución posterior.
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Albert Camus (Mondovi, Argelia, 1913 - Villeblerin, Francia, 1960), novelista, dramaturgo y ensayista, nacido en el seno de una familia de emigrantes franceses en Argelia. Su concepción del mundo y su definición del hombre como «pasión inútil» lo aproximan al existencialismo de Jean-Paul Sartre, aunque las relaciones entre ambos estuvieron marcadas por una agria polémica. Mientras Sartre lo acusaba de independencia de criterio, de esterilidad y de ineficacia, Camus tachaba de inmoral la vinculación política de Sartre con el comunismo. |
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LA PRIMACÍA DE LA CONCIENCIA
En un principio, Camus apostó por un castigo
contundente contra los colaboracionistas.
Ellos eran, dentro del organismo nacional,
un cuerpo dañino al que había que destruir.
Por sentido de la justicia, tal como lo
exigía la memoria de sus crímenes. En esos
momentos, esta era la postura ortodoxa de
buena parte de la izquierda. Por defenderla
sufrió los ataques del escritor católico
François Mauriac, muy crítico con la
Resistencia. En aras de la Reconciliación
Nacional, Mauriac abogaba por el perdón:
«Caridad lo primero». Pero, según el
biógrafo Herbert R. Lottman, su discrepancia
con Camus no obedecía solo a una cuestión de
ideología. También había de por medio una
intensa antipatía personal10.
Pero pronto se demostró que el rigor hacia
los traidores, más que con la equidad, tenía
que ver con una venganza ejercitada de
manera selectiva. Fue por eso que nuestro
hombre se opuso a las purgas y firmó una
petición a favor del escritor Robert
Brasillach, por más que fuera un personaje
que le inspirara tanto desprecio que no
hubiera estrechado su mano de tener ocasión.
Si se pronunció a favor de la clemencia, fue
simplemente porque estaba en contra de la
pena de muerte. Por grave que fuera el
crimen cometido, nada justificaba un
asesinato bajo el patrocinio del Estado. La
izquierda le atacaría por este y otros
gestos, como mostrar cierta comprensión por
un resistente que había hablado bajo
tortura. Para Sartre y Simone de Beauvoir,
no estaba claro que el bien común no
justificara, en determinadas circunstancias,
una medida extrema. Por eso mismo, ellos no
se hubieran apiadado de Luis XVI. Camus, en
cambio, provocaría un escándalo al criticar
a la Revolución por ejecutar a un «hombre
débil y bueno».
Finalmente, en 1947, dio su versión de lo
que había sido la contienda en su propia
novela de resistencia, La Peste, un
título que alcanzaría un éxito resonante y
le convertiría en el escritor más popular de
la postguerra. En la ciudad de Orán, durante
los años cuarenta, sucede lo inesperado. Se
declara una epidemia de esta enfermedad. La
estupefacción es general, al tratarse de un
mal que había desaparecido hacía mucho
tiempo de los países avanzados. De esta
manera, el escritor propone una alegoría de
lo que fue la ocupación nazi. La Europa
previa a 1939 también hubiera supuesto que
la barbarie del holocausto no podía tener en
su civilizado suelo. Por otra parte, al
elegir la peste y no otra enfermedad, Camus
refuerza el paralelismo con el exterminio de
los judíos. Sabe que en la Edad Media, tras
la gran epidemia de 1348, surgieron
estallidos antisemitas que hacían del pueblo
hebreo el gran culpable y que se tradujeron
en actos de persecución violenta.
Sartre, pese a sus elogios iniciales,
criticaría con dureza tiempo después el
paralelismo entre un desastre natural y otro
causado por el hombre. Le parecía un
disparate hablar de la ocupación como algo
que se viene y se va, como la peste, sin
ningún motivo11. Pero esta
crítica revela una incomprensión profunda
del mensaje de Camus. Lo que él quería decir
es que la agresión del Tercer Reich, como la
epidemia, es absurda. ¿Qué razón lógica
puede esgrimir cualquier país para
apoderarse del mundo o para pretender
exterminar a los judíos? Desde este punto de
vista, el hecho de que la Segunda Guerra
Mundial responda a un acto de voluntad y la
enfermedad, por el contrario, no, resulta
irrelevante. Lo que cuenta es que las
víctimas, sin hacer nada para merecerlo, se
encuentran de repente confrontadas a un
destinado despiadado.
La plaga ficticia coge a la gente
desprevenida. Como Hitler en la vida real:
muchos supusieron, erróneamente, que el
poder domesticaría al Führer de forma que no
llegara a poner en práctica su monstruoso
programa. ¿Acaso los políticos no
acostumbran a decir una cosa en la oposición
y otra en el gobierno? Ante una catástrofe
de proporciones inimaginables, los seres
humanos acostumbran a no creer en su
realidad porque no encuentran otro modo de
asimilarla. En consecuencia, no toman las
medidas que serían necesarias para atajar el
desastre. Los que tienen autoridad prefieren
no inquietar a la opinión pública, por miedo
a desatar el caos, antes que tomar las
medidas profilácticas que salvarían a la
población. ¿Nos encontramos ante una crítica
encubierta a la política apaciguadora de
Chamberlain? Cómo es sabido, el premier
británico cedió ante Hitler en Múnich para
garantizar la paz y su humillación resultó
por completo inútil.
Así, la peste, como la guerra o cualquier
otra situación de crisis, acaba por
extenderse imparable. Porque todos los que
podrían detener la catástrofe son demasiado
timoratos para mirar el mal cara a cara.
Lúcidamente, Camus señala que solo somos
capaces de apreciar la transcendencia de una
muerte cuando la hemos presenciado. Porque
nos encontramos ante un ser humano tangible.
En cambio, si nos dicen que, a lo largo de
la historia, una enfermedad se llevó por
delante a cien millones de individuos, el
dato nos afecta como una estadística más.
Las víctimas, en este caso, son “humo en la
imaginación”.
La peste tal vez pueda llegar a parecer
abstracta, sobre todo a los que tienen otro
tipo de preocupaciones. Cuando la ciudad
tiene que aislarse del mundo para evitar la
propagación de la plaga, hay amantes que se
ven condenados a la separación. Para
Rambert, ansioso por reunirse con su mujer,
el sufrimiento llega a ser insoportable.
Camus plantea entonces un dilema ético de
inmenso alcance: ¿debemos buscar el bien de
una humanidad genérica o tener en cuenta la
problemática de los seres concretos? La
respuesta no es fácil. Porque, como señala
el doctor Rieux, es preciso ocuparse de la
abstracción cuando la abstracción empieza a
matarle a uno. Para él, la epidemia
constituye una realidad más que palpable.
Pero su apelación a la evidencia choca con
el discurso emocional de los que parecen
creer que los problemas se solucionan más
con buenos sentimientos que con sentido
práctico.
Camus se muestra en ocasiones crítico con la
izquierda. No simpatiza con el comunismo,
crítico con lo que juzga una divinización de
la Historia. Rechaza la idea de un futuro
idílico al que se llegaría, supuestamente, a
través de no importa qué sacrificios.
Ninguna política podía defenderse sin medir
antes sus costes en términos humanos12.
Los misioneros laicos dispuestos a morir por
una idea no son los personajes que más le
entusiasman porque su preferencia es la
contraria, dar la vida por lo que se ama.
Ese sería el verdadero heroísmo, siempre
cuidadoso de los medios tanto como del fin.
Porque uno no puede denunciar la represión
del totalitarismo fascista si después, en
nombre de la revolución, se rebaja a
utilizar los mismos procedimientos.
Desde su punto de vista, la rebelión contra
la peste, o contra el Tercer Reich, no
obedece a planteamientos teóricos. Se trata
de una cuestión de pura y simple decencia.
La de Rieux, por ejemplo, que se entrega a
los enfermos mientras su mujer permanece en
un sanatorio, muy lejos. Cuando Rambert se
entera, no duda en unirse a su combate,
convencido por su testimonio, no por el
poder de sus razonamientos lógicos. De esta
forma, en la lucha contra la iniquidad, los
destinos individuales se funden en una
Historia colectiva.
Frente a Rieux, el jesuita Paneloux
representa la visión de la fe ante la
Historia. Se trata de un religioso alejado
del viejo oscurantismo, pero que comienza
advirtiendo a sus conciudadanos de que
tienen lo que merecen, un castigo divino.
Cree, desde su punto de vista cristiano, que
el sufrimiento puede tener un sentido
purificador. Otros, en cambio, piensan que
la agonía del inocente no es más que el
escándalo, lo incomprensible, en estado
puro.
Paneloux es creyente, Rieux no, pero ambos
se unirán en un enfrentamiento contra el mal
y la muerte. Durante la Segunda Guerra
Mundial, algo similar sucedió con el
encuentro, en las trincheras antifascistas,
de católicos y comunistas. El diálogo entre
el jesuita y el médico, desde el respeto
mutuo, muestra cómo lo importante de una
persona no son sus ideas sino su actitud. De
ahí que ambos, pese a sus divergencias,
puedan encontrarse en la misma pasión
humanista. Una pasión que, en el fondo, es
algo más que eso. Aunque el propio Rieux no
esté de acuerdo, ¿cómo no ver en su apuesta
una versión secularizada de la idea
religiosa de santidad?
A Paneloux, la peste lo cambia de una forma
decisiva. No deja de creer en la tesis del
castigo divino, pero lamenta haber expresado
esa idea con una ausencia tan lamentable de
caridad. Su nueva actitud se expresa también
con otro detalle significativo. Deja de
utilizar el “vosotros”, que lo situaba fuera
la masa a la que pretendía censurar, para
emplear el “nosotros”. Porque pasa a
sentirse parte de la colectividad,
consciente de que su cristianismo se inserta
en el tiempo histórico, no fuera del mismo.
La peste es derrotada, pero la victoria no
es definitiva porque su bacilo «no muere ni
desaparece jamás»13.
Camus, por tanto, se distancia de las
escatologías laicas que prometen una “lucha
final” antes del advenimiento del Paraíso en
la Tierra. El hombre, si de verdad quiere
serlo, debe permanecer vigilante porque el
mal, en cualquier momento, puede revivir. La
caída del Tercer Reich, por tanto, no es una
excusa para bajar la guardia y dejar de
hacer lo que es necesario hacer. La
Liberación es siempre provisional incluso en
el supuesto de que se haga la Revolución,
porque los que ocupan entonces el poder
crean una nueva ortodoxia que justifica de
nuevo la protesta. De ahí que nos
encontremos ante un rebelde que, de forma
solo en apariencia paradójica, rechaza las
revoluciones. Porque piensa que desvirtúan
el sentido de oponerse a la injusticia14.
Su forma de pensar recuerda vivamente la de
Alain, sobrenombre por el que se conocía a
Émile Chartier, el filósofo que había
encarnado la ideología de la Tercera
República. Cuando le preguntaban sus motivos
para no afiliarse a un partido
revolucionario, él respondía a sus
interlocutores que era más revolucionario
que todos ellos15.
EL FIN Y LOS MEDIOS
Con el estreno de Los Justos, en
1949, Camus prosigue su reflexión filosófica
y, una vez más, consigue que sus personajes
no sean abstracciones, simple encarnación de
ideas, sino personajes de carne y hueso.
Esta vez, la acción transcurre en la Rusia
de los zares. Mientras un grupo
revolucionario se propone atentar contra el
Gran Duque, sus miembros enfocan la acción
de distintas perspectivas. Para Stepan, la
justificación del atentado no ofrece dudas.
Es un hombre de una pieza, ferozmente seguro
de sí mismo, retrato del típico militante de
corte estalinista. En su mundo, el fin
justifica los medios sean estos los que
sean. Solo así se podrá llegar a un punto en
el devenir histórico en el que ya no sea
necesario derramar más sangre. «Nada de lo
que puede servir a nuestra causa está
prohibido»16, afirma en un
elocuente ejemplo de cómo la izquierda toma
prestado el pensamiento de Maquiavelo. Su
afán de justicia es genuino, pero, al mismo
tiempo, su personalidad implacable lo vuelve
aterrador.
Kalyayev, el encargado de tirar la bomba, es
un idealista igualmente apasionado, pero con
un talante por completo distinto. Porque,
frente al carácter sombrío de su compañero,
que prefiere la justicia a la vida, él
personifica la alegría de vivir. Está
dispuesto al sacrificio, pero dentro del
respeto a ciertas normas morales. Por eso,
en una primera tentativa, se niega a seguir
adelante al comprobar que hay niños junto a
la víctima. Al contrario que Stepan, él si
cree que una causa legítima no justifica el
sacrificio de sangre inocente. Con todo, al
principio, está dispuesto a desoír a su
conciencia si el partido se lo ordena.
Porque el partido, por definición, es la
medida de todas las cosas, la luz que separa
el bien del mal. Después, sin embargo,
advierte a sus compañeros que matar niños es
contrario al honor. Si la revolución llegara
a triunfar por este camino, no le quedaría
más remedio que apartarse de ella.
Dora, en cambio, es una revolucionaria
inmensamente trágica y triste. Porque, en su
interior, ha dejado de creer en el
mesianismo político. Los suyos repiten que
están dispuestos a matar para construir un
mundo en el que nadie mate… ¿Y si no
sucediera eso? ¿Y si las vidas sacrificadas
lo fueran en vano? Sus compañeros se creen
autorizados a matar porque están dispuestos
a morir, pero teme que, más tarde, lleguen
otros que se crean con derecho a disponer de
las vidas ajenas sin ofrendar la suya a
cambio.
En cierto modo, Dora vive un exilio
interior. Está sola, incomparablemente sola.
Ha descubierto que, detrás de ciertos
anhelos de justicia, no es amor lo que puede
encontrarse. Porque el amor «inclina
suavemente las cabezas» mientras los
miembros de su grupo, los puros, los justos,
tienen «la nuca rígida»17
El drama de los revolucionarios es que están
tan ocupados con la justicia que apenas les
queda tiempo para amar.
Finalmente, Kaliayev consuma el atentado.
Desea acabar con el despotismo, pero a quien
mata es a un hombre. Una vez en la cárcel,
la viuda del Gran Duque acude a visitarle y
le ofrece el perdón. Ella, al contrario que
los terroristas, al contrario también que su
marido, no habla el lenguaje de la justicia
sino el de la piedad.
EL DIVORCIO DE SARTRE
En 1951, El Hombre rebelde marcará
una ruptura definitiva con la izquierda
estalinista y sus compañeros de viaje. Camus
era consciente de que la publicación de su
libro significa una especie de punto de no
retorno, como demuestra la petición que le
hizo al editor Jean-Claude Brisville poco
antes de la aparición del ensayo: «Démonos
la mano. Porque dentro de unos días no habrá
muchas personas que me la den».18
Para Camus, la rebeldía existirá mientras se
conserve la especie humana. No significaba
establecer el paraíso en la tierra sino, por
el contrario, fijar un límite a la
degradación. Eso es su famosa definición del
hombre rebelde: alguien que no dice «no» y
establece, así, un «hasta aquí».19
Una vez más, en su discurso encontramos el
eco de Alain, el mismo que había dicho que
«pensar es decir no», en el sentido de que
significa romper con la actitud aquiescente.20
Sus palabras se interpretaron, con
exactitud, como un ataque contra el mundo
soviético. Indignado, Sartre cargó contra
él. Lo hizo, al principio, por persona
interpuesta, al permitir que Francis Jeanson
publicara en Les Temps Modernes una
dura crítica contra Camus, que esperaba un
pronunciamiento negativo pero no una
andanada de tal magnitud. La sorpresa le
dejó muy afectado, por su violencia y por el
detalle humillante de que el director de la
revista, su amigo, no se había dignado a
tomar la pluma personalmente. Su respuesta
apareció en la misma revista, en su número
de agosto de 1952, junto a una réplica de
Sartre y otro texto de Jeanson. Acababa de
estallar una polémica intelectual que
llegaría, incluso, a las páginas de la
prensa sensacionalista. «La ruptura
Sartre-Camus se ha consumado», informó el
Samedi-Soir, un periódico que ilustraba
sus portadas con imágenes de modelos ligeras
de ropa.
Camus reprochó a sus críticos que se
atrevieran a dar lecciones de eficacia
política, cuando solo habían colocado en el
sentido de la historia sus propios sillones.
Pocos saben qué quiere decir en realidad,
pero alude al papel poco glorioso de Sartre
en la Resistencia. Este, irritado, se siente
en la obligación de replicarle en un
artículo para no perder prestigio. Con una
condescendencia mezquina le dice que, hasta
ese momento, nadie se había atrevido a
decirle la verdad, por su mezcla de
«suficiencia sombría y vulnerabilidad». Esa
«verdad» no sería otra que una incompetencia
filosófica manifiesta: Camus no razonaría
con rigor ni se tomaría la molestia de ir a
las fuentes, conformándose con basarse en
refritos.
En otro momento, Sartre le acusa
directamente de falta de autenticidad al
hablar en nombre de los desheredados cuando
en realidad era un burgués. «Puede que haya
sido usted pobre, pero ya no lo es». Ese
“puede”, como bien observa Olivier Todd, es
una maldad21. Sartre sabe
perfectamente que su antiguo compañero lo
había pasado muy mal en su infancia. Pero
nada de eso le importa porque se ha lanzado
a crucificar a Camus mientras escribe una
especie de necrológica en vida del
condenado. Él es el gran gurú de los
intelectuales y decide quién tiene y quién
no derecho de ciudadanía en el mundo de las
ideas. Por eso, no duda en poner en cuestión
no solo el pensamiento de su ahora
adversario; también le insulta al
presentarle como un triste manipulador. A su
juicio, Camus utilizaba una retórica
sentimental solo por ganarse las simpatías
de la opinión pública: «Es usted un abogado
que dice ‘Son mis hermanos’, porque es la
palabra que más hace llorar al jurado».22
Sartre estaba convencido de que debía
postergar sus sentimientos personales para
combatir a un traidor a la clase obrera. Si
el partido comunista era el de los
trabajadores, criticar al comunismo
significaba dar la espalda al cuarto estado.
Había que partir de la política real, no de
planteamientos idealistas y moralistas. Por
eso, desde su óptica, Camus no defendía los
valores del socialismo, sino los de la
burguesía. Con todo, lo personal se mezclaba
de alguna forma con lo puramente ideológico.
Sartre llegó a pensar que Camus se había
vuelto «completamente insoportable». No
obstante, la ruptura no le impidió a Sartre
que siguiera admirando su talento literario
ni que le dedicara un obituario generoso,
aunque la sinceridad de este texto resulte
un tanto cuestionable. Él mismo reconoció
que se había excedido en sus elogios ante la
ocasión de escribir una «hermosa página».
Poco después comentará, en alucinante
ejercicio de memoria selectiva, que él nunca
le hizo «cabronadas» a Camus.23
Algunos años más tarde, en una entrevista
concedida en 1975, afirmará que el argelino
había sido su último «mejor amigo», y que
había conservado hacia él «una estima» por
más que sus ideas políticas le resultaran
por completo ajenas.24
Sin duda, Camus fue el que salió peor parado
de la polémica. Y no solo por enfrentarse a
las ideas dominantes en la izquierda de su
tiempo. Por pura envidia, muchos están
encantados de que un escritor exitoso, que
hasta ese momento ha ido de triunfo en
triunfo, sufra ahora un vapuleo terrible. En
un mundo como el literario, lleno de
rivalidades entre egos dominantes, más de
uno piensa que necesitaba que le bajaran los
humos. Simone de Beauvoir, en su novela
Los mandarines, se dedicará a
escarnecerle a través del personaje de Henri
Perron, directamente inspirado en él. Robert
Dubreuilh, a su vez, retrataba a Sartre. En
palabras de Olivier Todd, la novelista hizo
de Dubreuilh un sol y de Perron un pequeño
planeta.25
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Jean-Paul Sartre (París, 1905 – ibídem, 1980), escritor y filósofo francés, es considerado uno de los grandes pensadores del siglo XX.
Artífice de la corriente filosófica del existencialismo,
su obra mereció el reconocimiento del Premio Nobel de Literatura
1964, galardón que decidió declinar. Formó pareja sentimental con la filósofa Simone de Beauvoir. En este artículo se dan detalles de su polémica con el novelista Albert Camus. |
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LA ANGUSTIA ARGELINA
En aquellos momentos, expresar una crítica
hacia el bloque soviético significaba
exponerse a quedar como un “perro”
anticomunista. De ahí que un intelectual con
la libertad de espíritu de Albert Camus no
pudiera sustraerse por completo a los
dilemas impuestos por la Guerra Fría. Así,
aunque no comulgaba con el estalinismo,
desaprobó a los autores que daban a conocer
el horror del Gulag por miedo a aparecer
como un derechista. A fin de cuentas, tenía
un prestigio como intelectual radical que
defender. De ahí que intentara relativizar
la violencia que se producía al otro lado
del Telón de Acero con recordatorios de que
en los países capitalistas también se
producían graves injusticias como el racismo
estadounidense, el franquismo español o el
colonialismo francés. En realidad, la
necesidad de mantener un término medio le
hacía sentirse incómodo: hubiera preferido
no caer en la trampa, políticamente
correcta, de compensar una denuncia de lo
que sucedía bajo el estalinismo con otra
respecto a Occidente. No obstante, por más
que se esforzara en mantener este equilibrio
inestable, estaba convencido de la necesidad
de conservar la libertad en Occidente. Esa
libertad que, contradictoriamente, le
parecía una «mistificación». En esos
momentos, su preferencia iba en el sentido
de un socialismo no dictatorial.26
En los años cincuenta, la guerra de Argelia
le colocó, nuevamente, ante una cuestión
moral. Además, al tratarse de su tierra de
nacimiento, el conflicto le concernía en lo
más íntimo. Hijo de europeos, no aceptaba
que pudieran acabar expulsados de su país.
Pero tampoco podía estar de acuerdo con la
política represiva de la metrópoli.
Herido al comprobar cómo la violencia se
apoderaba de su patria, Camus reaccionó con
una postura matizada. No era —obvio— un
nacionalista francés. En 1947, antes de que
estallara la guerra abierta, había
denunciado con energía la utilización de
torturas mientras recordaba a los lectores
de Combat una paradoja sangrante: los
mismos que se habían escandalizado con la
barbarie nazi, ahora utilizaban los mismos
métodos contra los nacionalistas argelinos.
Francia no podía aspirar al título de
maestra de civilizaciones si se presentaba
con la declaración de los derechos humanos
en una mano y con el garrote en la otra.
Pero tampoco justificaba la lucha armada en
nombre del anticolonialismo, como hacía
Sartre. Creía en la igualdad de derechos
entre europeos y africanos, pero no en una
independencia, que juzgaba prematura. Por la
pobreza del territorio y por el peligro que
representaban determinadas corrientes
islamistas, en las que veía un grave peligro
por su carácter reaccionario.27
Se encontró así en una situación en la que
estaba en desacuerdo con los dos bandos,
puesto que en las dos partes se daban
actitudes intolerantes y actos de
salvajismo. Una salida negociada se había
vuelto por completo imposible. Por eso,
Camus, situado entre dos aguas, al ser medio
francés, medio argelino, se vio inmerso en
un callejón sin salida. Aspiraba a un marco
en el que árabes y franceses convivieran en
libertad, pero no tenía ni idea de cómo
alcanzar ese escenario. En un tema que le
suscitaba profunda angustia, las soluciones
de la derecha y de la izquierda le parecían
fuera de lugar, coincidentes en la misma
irritación que le provocaban. De ahí que, en
un momento de desesperación, dijera de forma
memorable: «La derecha ha concedido a la
izquierda los derechos exclusivos de la
moralidad y recibido a cambio el monopolio
del patriotismo. Francia ha perdido por
duplicado»28.
Al evidenciarse que la negociación no
resultaba factible, acabó por no encontrar
más salida que el silencio, convencido de
que en un contexto tan envenenado la palabra
tenía repercusiones sobre la vida y la
muerte de otras personas. Deseaba, además,
conservar las amistades que tenía en los dos
bandos. Naturalmente, no por eso dejó de ser
criticado. Para la derecha, estaba claro que
era un peligroso amigo de los rebeldes. Para
la izquierda, su actitud resultaba más
emocional que lógica, ajena a las cuestiones
de la política práctica. Por eso, cuando la
Academia Sueca le distinguió con el Premio
Nobel en 1957, con apenas cuarenta y cuatro
años, tronaron las voces en su contra. Se
dijo que el premio reconocía a un autor con
pasado pero sin futuro.
Fue entonces, durante un encuentro con
estudiantes, cuando Camus pronunció unas
palabras célebres que amenazaron con
arrastrarle al descrédito. Incapaz de
solidarizarse con los independentistas
argelinos por su práctica del terrorismo
indiscriminado, temía que en cualquier
momento sus seres queridos pudieran contarse
entre las víctimas. «Creo en la defensa de
la justicia, pero defenderé antes a mi
madre». Para la izquierda ortodoxa, este
comentario bastaba para situarlo en el bando
de los colonialistas. Camus, el antiguo
rebelde, había pasado de moda. ¿Acaso piensa
que una sola persona es superior a millones
de individuos?
Se puede pensar que el flamante Nobel dijo
lo que dijo en un momento de cansancio, o
que tal vez dejó que se le calentara la
boca. La realidad es que expresó una
convicción muy íntima de la que ya había
dado cuenta en Los Justos. En una
escena de esta obra, Dora le pregunta
dramáticamente a Kaliayev, el terrorista del
que está enamorada, si la querría igualmente
en caso de que ella fuera injusta29.
La cuestión de fondo es la misma: entre una
ideología, que por definición es abstracta,
y una persona concreta, la elección no
debería ofrecer dudas. Dora es
revolucionaria, pero, como mujer, desea que
su hombre la anteponga al socialismo y al
partido.
Por más que sus detractores se rasgaran las
vestiduras, la postura de Camus obedecía a
una impecable coherencia moral. Creía, como
el Alyosha de Los Hermanos Karamazov,
que el fin no justificaba los medios y que
si los medios eran injustos el fin también
podía serlo. Puesto en el mismo dilema que
el personaje de Dostoiewski, también hubiera
rechazado torturar a un niño a cambio de la
felicidad del mundo. |