A TERESA DE JESÚS*
LA conocemos por ser una mujer que arrebató
a esta de la ignorancia de su tiempo y la
convirtió en algo grande. En una época en la
que el imago mundi de la mujer era el
ideal de la Perfecta casada de Fray
Luis de León, una mujer para su marido,
perpetua causa de alegría y de descanso,
discreta, religiosa y trabajadora, desde una
propensión, según el fraile, a ser «vagas e
inclinadas al regalo y más fácil a
enmollecerse y desatarse en el ocio, tanto
el trabajo le conviene más...».
Teresa de Jesús tuvo la voluntad y el
carácter para transformar el statu quo
paternalista y alcanzar un nombre y una obra
en una época de contrición, abulia y
desarrapado dominio del Índex y la
desolación. Teresa de Jesús es una gota de
agua en un océano de abatimiento.
Sin embargo, el mayor favor que le podríamos
hacer hoy día a esta mujer es leerla más y,
acaso, venerarla menos. Teresa de Cepeda y
Ahumada escribió una de las primeras
autobiografías, el Libro de la vida,
un best-seller de época. Y, aunque no sabía
latín, pecado mortal para un escritor que se
preciara de tal, sí era, en cambio, una
empedernida lectora que examinaba con
frenesí, como Cervantes, los libros de
caballerías y aquellas martirologias vidas
de santos que causaban tanto delirio y
estrés en una época dada también a la
arrogancia y la simbología del santoral.
De no saber latín, ignorancia habitual en
las monjas de entonces, que vivían del
preclaro dominio de los frailes, acabó
siendo doctora de la Iglesia, la primera en
ser nombrada, mientras su vida consistía en
una eterna lucha para arrebatar a los
inquisidores y evitar su condena definitiva,
pues durante doce años se le prohibieron sus
memorias, el Libro de la vida.
Si Teresa de Jesús es hoy recordada, no lo
es solo por su literatura, sino también
porque supo luchar contra la falta de
equidad de su tiempo y vencer, a su modo,
una época con la sola razón de su palabra,
su voluntad y su trabajo. Camino de
perfección, el Libro de la vida y
el Libro de las fundaciones nos
advierten de su capacidad para la creación
literaria y, sobre todo, su versatilidad, su
poder seductor y su pujanza e ímpetu.
Teresa de Jesús era una rebelde de su tiempo
que infringía las leyes que consideraba
torcidas e inmorales porque imponían un
modelo de mujer con el que no estaba
dispuesta a transigir, e incumplía la
prohibición impuesta a las mujeres de leer
las Sagradas Escrituras.
Aunque se ha dicho que la prosa de Teresa de
Jesús es de las más sugestivas tras la de
Cervantes, hoy, sin embargo, queremos
hablarles de su lírica. Ella no la tenía en
mucho aprecio, pero sí reconocía su
intensidad y emoción poética. De hecho, en
esto le sucedía como a Cervantes, que nunca
se consideró un consumado vate, aunque había
más humildad que razón en lo dicho. También
Teresa de Jesús lo llegó a expresar con un
lenguaje poco claro: «Yo sé persona que con
no ser poeta, que le acaecía hacer de presto
coplas muy sentidas» (V 16, 4).
La originalidad y calidad estilística de su
obra en prosa no encontró correspondencia en
su poesía, si bien esta puede presentar, en
determinados momentos, algunos de sus rasgos
más peculiares y geniales: tensión afectiva,
habilidad en el manejo de imágenes, etc.
Santa Teresa no fue poeta de versos. Sin
embargo, uno de los valores más sólidos de
su prosa consistió en la incrustación de
segmentos que, por semántica, tono o
construcción, son más propios del verso
—exclamaciones, interrogaciones, expresiones
antitéticas, concordancias de opuestos—,
cuyas raíces más reconocibles se sitúan en
el salterio y los cancioneros (Vega
García-Luengos, 2009: s. p.).
En una línea similar ya se expresaba el
profesor Valbuena Prat (1953: 685), cuando
decía que la obra en verso es muy inferior a
la obra en prosa porque no dominaba bien la
forma, pero era una poesía atractiva por su
ternura, y añadía versos como «Véante mis
ojos, / dulce Jesús bueno; / véante mis
ojos, / muérame yo luego», «Vivo sin vivir
en mí». Una poesía popular y humanista que
trata de anclar con fortaleza en la
tradición, pero anhela reconquistar al ser
humano, con esa visión de época que permitía
adentrarse en un espíritu mucho más
reformista, más ecuánime… que procedía de
pensadores como Erasmo de Rotterdam, Pico
della Mirandola, Leonardo da Vinci, Miguel
Servet, Antonio de Nebrija, Juan López de
Hoyos, Fray Luis de Granada, Ignacio de
Loyola, Juan Luis Vives…
En las poesías de Santa Teresa —y en menor
medida también a veces en la prosa— aparecen
determinados rasgos estilísticos propios del
cancionero tradicional y, en general, de la
poesía castellana del siglo XV, que es
fundamentalmente lo que la Santa pudo leer
antes de su ingreso en el convento (…)
Encontramos antecedentes, entre otros
lugares y poetas del Cancionero, en
algunos poemas amorosos poco conocidos de
Juan de Mena (…) El tema tan manido de la
más conocida poesía de Santa Teresa, «Vivo
sin vivir en mí» y, en concreto, el «que
muero porque no muero» de su estribillo, lo
utiliza también, con anterioridad a nuestra
escritora, Diego de San Pedro en su novela
Tractado de amores de Arnalte y Lucenda
(Garrosa Resina, 1982: 93-95).
Teresa de Jesús escribirá su vida, su poder
como ser humano e individuo dotado de una
voluntad extrema, pero también fue una poeta
mística profunda que, desde esa voluntad de
sencillez y humildad, coincidía con fray
Luis de León en una vida retirada donde solo
fuera pacto de los afectos y de la dignidad
de esos ermitaños que se confundían si acaso
con las estrellas. Sencillez, musicalidad y
popularidad son los ejes axiomáticos
esenciales de su lírica, donde el gran tema
predominante es «la tendencia a la ascesis y
al desprendimiento de las cosas de este
mundo para poder estar en forma y poder
gozar de los bienes eternos que son los que
realmente libertan a las personas y las
colocan en perfecta sintonía con Dios,
supremo equilibrio de las personas en este
mundo y el otro»:
Ella es una mujer popular, cercana al pueblo
sencillo con cuyo lenguaje se identifica,
aun sabiendo utilizar perfectamente el más
apropiado cuando las circunstancias o los
destinatarios de sus escritos —cartas— lo
requerían. Quizá sea en las poesías donde
mejor se aprecie esta popularidad y cercanía
a las gentes sencillas de la Madre Teresa, y
especialmente en las poesías festivas o
villancicos, en las que recrea escenas
pastoriles en torno al misterio del
nacimiento del Niño Dios (Garrosa Resina,
1982: 95).
La poesía de Teresa de Jesús nace de los
metros populares, el arte menor y las
redondillas o los versos asonantados y
siempre con el efecto de los estribillos,
muchas variantes e intertextos de la
tradición que ella acoge y acomete a su modo
con una significativa musicalidad y muy en
la línea de ese folclore popular en el que
se habían emplazado. Teresa de Jesús tiene
un fabuloso oído musical y su verso fluye
alegre, pero al mismo tiempo con gran
fortaleza emotiva y sustancialidad
ideológica:
La huella de la poesía cancioneril de la
época es irrefutable. Como ha señalado F.
Márquez Villanueva, dicha manifestación
lírica era «el terreno donde autores y
público se familiarizaban de primera
intención con el análisis introspectivo y
sus posibilidades creadoras, tan
desarrolladas después por la literatura
ascético-mística». El estudioso ha apuntado
especialmente los nombres de Álvarez Gato,
Jorge Manrique, Garci Sánchez de Badajoz. La
poesía de cancioneros se refleja con
claridad en los versos teresianos -bien
directamente, bien a través de las
frecuentes divinizaciones-, pero también en
la prosa. A su cargo habría que anotar las
expresiones paradójicas y antitéticas que
surgen al dar cuenta de momentos de especial
tensión afectiva (Vega García-Luengos, 2009:
s. p.).
Hay varias líneas sobre las que pivotan las
más de cuarenta composiciones que se le
atribuyen a Teresa de Jesús: el amor (como
encuentro y reconocimiento en el otro), la
vida (como lucha agónica) y la muerte (como
liberación). Amor, vida y muerte que ya
rescatará Miguel Hernández como la columna
vertebral de su poesía y que hallamos en la
lírica de esta mujer que encontró en el
verso una vía extraordinaria de expansión
personal gozosa, pero también un instrumento
de primera mano para su dialéctica
espiritual. Este eje amor-vida/lucha-muerte
está presente siempre de manera gozosa.
Existe un arrebato constantemente optimista
en el mismo.
Como sucedía en otros místicos, dígase Juan
de la Cruz, Teresa de Jesús veía en el amor
una forma excelsa de comunicación, un
símbolo que alimentaba la existencia. «Mira
que el amor es fuerte», dice. Un amor que
lleva a la unión espiritual con Dios, pero
evidentemente toda la simbología presente
posee concomitancias con el amor terreno
porque es casi imposible declararlo de otro
modo. Y, en esa línea, y como complemento de
ese amor, hay varias vías que se ponen en
funcionamiento, una de las cuales es la caza
de amor: el amado como cazador que logra su
presa de amor: «Cuando el dulce Cazador / me
tiró y dejó rendida / en los brazos del
amor, / mi alma quedó caída, / y cobrando
nueva vida, / de tal manera he trocado, /
que es mi Amado para mí / y yo soy para mi
Amado». Monsalve Flórez (2011: s. p.).
El poema parece ser, hasta cierto punto, una
analogía del mito de Cupido y Psique,
poniendo a Dios como el cazador que lanza la
flecha para el enamoramiento de aquella que
inferior es a él. Si se recuerda, el mito de
Cupido cuenta, a grandes rasgos, la historia
de un dios alado que, cuando va a matar a
Psique por mandato de Afrodita, se enamora
de la víctima, humana.
Pero también está el himeneo, la ceremonia
de boda, como motivo poético, que
representaría esa unión absoluta y mística.
Y en ese camino, desde luego existe el
excelso motivo no ya de nuestra entrega
amorosa sino de haber conseguido hacer
prisionero a Dios. Este es nuestro cautivo.
No es ya la amada quien está prisionera sino
el amado, Dios: «Ha hecho a Dios mi
cautivo/, y libre mi corazón;/ y causa en mí
tal pasión/ ver a Dios mi prisionero». La
prisión de amor era un motivo medieval en el
amor cortés, desde los trovadores, y pasa a
los cancioneros y de ahí se traslada a la
literatura popular del XVI en forma de esta
antítesis que en la prisión alcanza
liberación. En la obra Cárcel de amor,
de Diego de San Pedro, se evidencia. Obra,
por cierto, prohibida por la Inquisición y
que leyó con placer Teresa de Jesús. A
medida que el amado es mi prisionero, la
amada alcanza la liberación personal. Es una
hermosa metáfora que se sustenta sobre la
paradoja de los sentimientos. La única vía
es este encuentro en el que existe una
completa reiteración de amor: «¿Qué tiene
que desear,/ sino amar y más amar,/ y en
amor toda escondida,/ tornarte de nuevo a
amar?».
El otro gran polo de atención en su lírica
es los poemas dedicados a definir y limitar
la existencia: la vida como lucha, como
sacrificio:
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros!
¡Esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Y, en ese afán de lucha, desde luego, uno de
sus discípulos desde otra perspectiva fue
Unamuno, que asoció también en su existencia
esa lucha vital, agónica:
La vida hay que hacerla a fuerza de sueños,
de ficciones, de producción intelectual. La
vida es una lucha quijotesca: D. Quijote,
Santa Teresa de Jesús y los místicos son
para Unamuno los representantes de esta
visión del mundo. El amor carnal es
solamente pura procreación y en su forma más
pasional causa la muerte aniquiladora. No
hay metáfora, hay idea, lucha agónica por la
vida, constante presencia de la muerte. Amar
es desvivirse. Vivir es vivir en agonía, es
estar a la muerte. Soñar es vivir (Fernández
López).
Bien lo supo desde muy joven cuando el padre
andaba de acá para allá tratando de
averiguar los males que la aquejaban. En los
últimos tiempos, Fernández Ruiz (1963)
hablaba de neurosis cardiaca, Pedro Pons
consideraba que era neurosis, Marañón creía
que había discrepancia entre personalidad y
ambiente y López Ibor que había motivos
internos y externos que motivaban esos
conflictos del yo:
A causa de sus profundos estados de
melancolía, se la tacha también de
“estigmatizada mística”, “personalidad
masoquista”, incluso se la relaciona con el
“Maligno” —en aquella época se pensaba que
los “melancólicos” podían estar
endemoniados—. Pero, según afirma el Dr.
Antonio López Alonso, la Santa no fue
rotundamente una melancólica, aunque tuviera
motivos para ello, pues estuvo enferma
largos años de su vida (Manaut, 2012: s.
p.).
Toda una visión que se trasladará también a
su lírica. En este sentido hay ocasiones en
que es una guerra contra la maldad y los
pecados de toda laya, y la asunción de la
cruz como símbolo de esa vía ascética previa
a la vía unitiva. Durante nuestra
existencia, el sufrimiento (la cruz es el
símbolo) debe marcar nuestro modo de ser y
actuar, y, para ello, hemos de prepararnos y
fortalecernos, porque el mal fortalece y se
vence.
Hijas, pues tomáis la cruz,
tened valor,
y a Jesús, que es vuestra luz,
pedid favor.
Él os será defensor
en trance tal.
Una vida para vivirla siendo consciente de
lo que vamos a soportar. A través de la
imagen de los hierros de la prisión, de la
celda, por ejemplo, en la que el alma está
metida, encerrada esperando al amado que la
libere. Y, en ese proceso, el sufrimiento es
solo apariencia. De ahí la concentración en
esa defensa de los contrarios que parecen y
no lo son. Cuando dice «Sea mi gozo en el
llanto,/ sobresalto mi reposo,/ mi sosiego
doloroso/ y mi bonanza quebranto» está
empleando pares contrarios: gozo/llanto,
sobresalto/reposo, dolor/sosiego y
quebranto/bonanza. Estos pares de contrarios
son siempre resueltos en el sacrificio y con
la esperanza. Porque la persona que ansía,
que busca una liberación debe saber que su
triunfo es combatir, y el único descanso,
afanarse. Y en esa línea de pensamiento, en
el bello poema A la profesión de Isabel
de los Ángeles, dice: «En la oscuridad
mi luz,/ mi grandeza en puesto bajo./ De mi
camino el atajo/ y mi gloria sea la cruz. Mi
honra el abatimiento,/ y mi palma padecer,/
en las menguas mi crecer,/ y en menoscabo mi
aumento»:
Sus escritos, no obstante, se nos presentan
hoy como el reflejo de una vida en constante
lucha, en continuo esfuerzo. Su obra, pues,
tiene un grandísimo componente
autobiográfico tanto de vida externa
(viajes, fundaciones, enfermedades) como del
desarrollo de su vida espiritual (Benito de
Lucas, 2015: 11).
En la poesía de Teresa de Jesús, la muerte
es una vía de iluminación y salvación
personal, la solución de esa ecuación
terrible de la vida-muerte y la liberación
de los males con la unión con Dios: «Pues
vinisteis a morir/ nos desmayéis», dice. Una
muerte que, en el estribillo clásico de
«Vivo sin vivir en mí» nos conduce en su
paradoja por la vía de la salvación:
La idea de su poema de mayor calado lírico y
conceptual —«Vivo sin vivir en mí y tan alta
vida espero, que muero porque no muero»— se
la sustrajo a Juan Escrivá, que cien años
antes había escrito: «Ven, muerte, tan
escondida que no te sienta conmigo, porque
el gozo de contigo no me torne a dar la
vida». (Ansón, s. p.)
Por consiguiente, morir por no morir, una
tradición lírica excelsa de la literatura
española esta de las Coplas del alma que
pena por ver a Dios, de Juan de la Cruz.
Pero siempre es una muerte de amor, de modo
que el triángulo amor-vida-muerte se
convierte en círculo, pues la muerte es de
amor y la vida ha sido el camino para
alcanzar este éxtasis amoroso:
Lo que ese poema de Teresa de Jesús hace,
siguiendo la tradición mística que va de
Platón a Juan de la Cruz, es de construir
esa oposición haciendo que los rasgos
semánticos de la muerte (tristeza de la
soledad y ausencia de la vida) pasen a la
vida, y que los de la vida (alegría y goce)
sean asimilados por la muerte. En
consecuencia, vivir en realidad es estar
muerto, y estar muerto es, en verdad, vivir
(Asensi Pérez, 2007: 66).
En muchas ocasiones, el poema tiene una
estructura dialógica y en otras, las
preguntas retóricas se hacen eco del mismo
para generar una visión más cercana, y así
preguntará: «¿Qué mandáis hacer de mí? /
Veis aquí mi corazón, / yo le pongo en
vuestra palma, / mi cuerpo, mi vida y alma,
/ mis entrañas y afición». En otras, son
frecuentes los recursos habituales en las
composiciones amorosas, tanto en verso como
en prosa, de muchos textos de finales del
Medievo y de comienzos del Renacimiento:
Las otras semejanzas, menos importantes y
llamativas, por constituir realmente unos
lugares comunes en la literatura amorosa de
finales de la Edad Media y del Renacimiento,
se encuentran en las exclamaciones gozosas
con que los amantes —no importa en qué
«ladera» nos encontremos, por utilizar la
expresión consagrada por Dámaso Alonso—
invocan al ser querido, al Amado.
Comparemos, al respecto, estas breves
efusiones amorosas de Santa Teresa: «0h
bondad infinita de mi Dios...! ¡0h regalo de
los ángeles...! ¡0h qué buen amigo hacéis,
Señor mío!» (V. 8, 6); «¡0h Señor mío y Bien
mío!»… (Garrosa Resina, 1982: 99).
Entre 1558 y 1560, Teresa de Jesús, cuyos
problemas psíquicos conocemos, sufrirá todo
tipo de experiencias de amor, raptos e
ímpetus diversos que la conducen hacia lo
que se ha dado en llamar la
transverberación. Teresa nos comenta:
Quiso el Señor que viese aquí algunas veces
esta visión: veía un ángel cabe mí hacia el
lado izquierdo, en forma corporal, lo que no
suelo ver sino por maravilla; aunque muchas
veces se me representan ángeles, es sin
verlos, sino como la visión pasada que dije
primero. En esta visión quiso el Señor le
viese así: no era grande, sino pequeño,
hermoso mucho, el rostro tan encendido que
parecía de los ángeles muy subidos que
parecen todos se abrasan. Deben ser los que
llaman querubines, que los nombres no me los
dicen; mas bien veo que en el cielo hay
tanta diferencia de unos ángeles a otros y
de otros a otros, que no lo sabría decir.
Viale en las manos un dardo de oro largo, y
al fin de el hierro me parecía tener un poco
de fuego.
Este me parecía meter por el corazón algunas
veces, y que me llegaba a las entrañas. Al
sacarle, me parecía las llevaba consigo y me
dejaba toda abrasada en amor grande de
Dios.» (Teresa de Jesús, 2014: 182).
Un relato en prosa que se traslada en verso
en un poema titulado “En las internas
entrañas”, donde Teresa de Jesús expresa ese
encuentro asimilándolo a un «golpe
repentino», una herida mortal, pero que, en
su antítesis, alcanza su propia paradoja
significativa, por cuanto es muerte que da
la vida; un blasón también, es decir, esa
figura que aparece en los escudos de armas.
Un término que tanto tiene que ver con la
alcurnia y con las hazañas que son vistas en
este acto casi bélico en el que la muerte de
amor también subyace como subtexto.
En las internas entrañas
sentí un golpe peregrino:
el blasón era divino
porque obró grandes hazañas.
Con el golpe fui herida,
y aunque la herida es mortal
y es un dolor sin igual,
es muerte que causa vida.
Si mata, ¿cómo da vida?
Y si vida, ¿cómo muere?
¿Cómo sana cuando hiere
y se ve con él unida?
Tiene tan divinas mañas,
que en un tan acerbo trance
sale triunfante del lance
obrando grandes hazañas.
Un concepto el de entrañas que había sido
visto por la filósofa María Zambrano (1989)
como la metáfora que capta con más fidelidad
y amplitud que el moderno término
psicológico de subconciencia, lo originario,
el sentir irreductible y primero del hombre
en su vida y su condición de viviente:
Teresa, al igual que Zambrano, defiende una
concepción integral del sujeto que no se
reduce a la pura conciencia, o, en la
terminología escolástica, a las potencias
humanas. La monja del siglo XVI, incluye
“pecho”, “entrañas” y, sobre todo, al otro
divino interiorizado de manera muy sensual e
incluso erótica. El alma, la esencia del ser
humano, se constituye para Teresa siempre en
enfrentamiento con el interlocutor divino.
En Teresa, tenemos a un Dios personalizado y
una relación explícitamente amorosa con este
personaje divino. En cambio, María Zambrano
defiende un concepto de lo sagrado que no se
concretiza en un personaje teológico, ni
mucho menos estrictamente católico. En su
lugar, ella habla de ‘sentir originario’ o
de ‘lo uno’. El alma solamente logra
conocerse a través del reflejo y por la
confrontación con Dios, dice Teresa: «[A] mi
parecer, jamás nos acabamos de conocer, si
no procuramos conocer a Dios». El asegurarse
de la propia existencia a través del
reconocimiento y del amor mutuos, la mirada
recíproca tanto como la entrega al otro, son
centrales para la construcción de la
subjetividad en Teresa (Hasse, 2013: 6).
En definitiva, la poesía de Teresa de Jesús
nace de tres palabras claves: vida, amor y
muerte, en la más profunda tradición de la
literatura medieval, en el amor cortés y se
adentra en la profunda poesía popular del
Renacimiento heredera de esa visión amorosa
y profundamente vital para adentrarse, como
bien ha señalado Benito de Lucas (2015), en
su propia experiencia de vida, en su día a
día, en sus idas y venidas, y, sobre todo,
en la profunda interrelación entre
espiritualidad y sentido de la existencia.
Moldes humanos para ascender con emotividad
y sentimiento vehemente por esa vía de
ascesis que otros la tienen como un reclamo
para pronunciar el nombre de una humanidad
más llevadera. |