LA FELICIDAD NO SIEMPRE requiere escalar una
alta montaña ni bajar a las profundidades
marinas. Bien lo sabía cierto personaje de
Stefan Zweig cuando se encontraba en un
bulevar parisino, en una tarde deliciosa,
sin nadie que le esperara. Con tiempo para
disfrutar, en libertad, del placer de hacer
lo que le viniera de gusto, lo mismo visitar
un museo que leer un libro o disfrutar de un
café. Sin embargo, entre todas las
posibilidades, se decidió por la que creyó
más razonable: no hacer nada. Así, entregado
al dolcefarniente*, se dejó llevar por la
magia del azar.
Nuestro hombre disfrutaba de una compañera
con mala prensa, la supuesta madre de todos
los vicios. Pero la pereza, contra lo que
pueda parecer, no siempre ha sido el objeto
de la inquina de los moralistas de todo
pelaje. Los clásicos supieron ver que la
obsesión del trabajo por el trabajo resulta,
cuando menos, problemática. Séneca, en su
tratado acerca de la brevedad de la vida,
criticaba a los que, por ambición, se
obsesionaban con un esfuerzo
contraproducente para hacer de la existencia
algo grato. Así, acababan ahogándose en sus
propias riquezas, fueran materiales o
intelectuales: «¡A cuántos la elocuencia, a
fuerza de ostentar ingenio cada día, les
hizo expectorar sangre!». Se trata, pues, de
no perder el tiempo en ocupaciones que no
llevan a ningún sitio. Porque somos frágiles
y no vamos a durar para siempre, aunque nos
comportemos como si fuéramos a quedarnos de
muestra. Por eso, según el filósofo
cordobés, es de necios esperar a los
cincuenta años para entregarse al descanso.
¿Qué garantía tenemos de alcanzar esa edad?
Por tanto, no nos carguemos con ocupaciones
que nos distraigan de lo más importante,
vivir.
Para Séneca, ocioso no es el que pasa los
días sin dar un palo al agua, sino el que se
entrega a la sabiduría y la tranquilidad. El
que, por decirlo con palabras de Fray Luis
de León, “huye del mundanal ruido”. De esta
manera, evita sumergirse en una vorágine de
movimiento de la que no sale nada bueno. De
ahí que el filósofo francés Blaise Pascal
advirtiera, en el siglo XVII, contra la
incapacidad de los hombres de quedarse
quietos en una habitación. De ahí surgían, a
su juicio, todas las desdichas que afligen
al género humano.
La revolución industrial daría un golpe casi
mortal a los ideales de vida reposada, del
que aún no nos hemos repuesto. El tiempo, a
partir de entonces, se mercantiliza. Pasa a
ser el equivalente del oro, no un bien que
nos hace más humanos. No en vano, el
capitalismo, además de ser un sistema
económico, aportaba una determinada (in)moralidad
que giraba alrededor de los conceptos de
ganancia y pérdida.
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…el
capitalismo, además de ser un sistema
económico, aportaba una determinada (in)moralidad
que giraba alrededor de los conceptos de
ganancia y pérdida. |
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Contra esta teología de lo económico se
rebelaría el socialismo, pero, como sucede a
menudo, los nuevos inconformistas se
hallaban contaminados de los valores del
mundo que intentaban cambiar. De ahí que
Paul Lafargue, el irreverente yerno de Karl
Marx, se atreviera a reivindicar la
importancia del tiempo libre en un
refrescante panfleto, El derecho a la
pereza. ¿Qué les pasaba a los obreros,
imbuidos de la idolatría por el trabajo que
pretendían inculcarles sus explotadores? Su
cortedad de miras les llevaba a mirar como
un gran progreso la limitación de la jornada
laboral a doce horas, cuando lo que debían
hacer era rebelarse contra un sistema en el
que los talleres no se distinguían de las
cárceles. El virus que los burgueses y los
curas pretendían inocular consistía en una
moral estrecha, en la que el mundo solo
existía como espacio de sufrimiento y
expiación. Matarse trabajando no era una
locura suicida, sí una manera de acercarse a
lo sagrado. A Lafargue, esta mentalidad le
horrorizaba, le dañaba en lo más vivo. Su
filosofía, por el contrario, remitía a los
antiguos griegos, o también a un
cristianismo no tergiversado aún por el
poder clerical. Jesús, al fin y al cabo,
recordó a sus discípulos en el sermón de la
montaña que los lirios de los campos «no
trabajan ni hilan». El mismísimo Jehová,
según el Génesis, había dado «el
supremo ejemplo de la pereza ideal; después
de seis días de trabajo, descansó para toda
la eternidad».
La obsesión por el trabajo, lejos de traer
prosperidad, desembocaba en crisis de
sobreproducción que provocaban más y más
miseria. Nadie parecía pensar que para
vender un producto alguien debe comprarlo,
por lo que el mercado, más tarde o más
temprano, acababa por colapsarse. Y todo por
mantener un desenfrenado capitalismo
industrial, en el que se habían abolido las
normas de los viejos gremios, entre ellas la
regulación horaria al desempeño de los
oficios.
Tras Lafargue, otros pensadores apostaron
por un sentido más lúdico de la existencia,
convencidos de que lo contrario conducía a
un callejón sin salida. No solo como
individuos, también a nivel de colectividad.
Bertrand Russell, en su Elogio de la
ociosidad, denunciaba el prejuicio que
incluía el trabajo en la nómina de las
virtudes, absurdo al que atribuía un claro
contenido clasista. Solo aquellos con la
vida resuelta podían creer en las bondades
del esfuerzo manual, nunca los obligados a
buscarse el sustento alquilándose como mano
de obra, con las consecuencias que por
fuerza conllevaba esa situación:
agotamiento, estrés...
Como la apología del espíritu laborioso
había producido terribles males, el futuro
de la civilización pasaba forzosamente por
la reducción organizada de la jornada
laboral. Este era el medio para incrementar
la felicidad y la riqueza de los individuos.
Por tanto, la sociedad
debía cambiar el paradigma del trabajo,
basado en una “moral de esclavos”, por el
paradigma del tiempo libre.
El trabajo no sería bueno en sí mismo, sino
solo como medio para lograr lo realmente
importante, el ocio. Entendido como ese
espacio de libertad donde somos
realmente nosotros
mismos y podemos hacer lo que deseamos. La
actividad posee valor por sí misma, no por
el rendimiento económico que esperamos sacar
de ella.
¿Cómo alcanzar un
cambio tan profundo? Para Russell, los
avances tecnológicos, puestos al servicio
del bien común, permitirían acabar con un
sistema irracional en el que unos sufrían
exceso de trabajo mientras otros morían de
hambre, víctimas del desempleo. Lafargue, un
siglo antes, ya había sugerido limitar
la
jornada con una propuesta radical, tres
horas diarias como máximo, de manera que
sobrara tiempo «para disfrutar de las
alegrías de la tierra, para hacer el amor y
divertirse; para hacer banquetes
jubilosamente en honor del alegre dios de la
holgazanería». Se descubriría así que la
pereza, en realidad, no es una maldición
sino la madre de todas las artes y de todas
virtudes.
Trastocado, por fin, el fundamento del
capitalismo, llegaría el momento de sacarle
el máximo partido al esparcimiento. Russell
prefería los placeres activos a los pasivos,
como ver películas o asistir a partidos de
fútbol, ofertas con tanto público porque
casi todo el mundo consumía su energía
durante las horas de trabajo, de manera que
no quedaban fuerzas para mucho más. Con el
necesario tiempo libre, semejante estado de
cosas se modificaría por completo: la gente
practicaría de nuevo aficiones en las que
ejercer el protagonismo. Viviría entonces de
una manera más relajada, lo que redundaría
en beneficio de las relaciones
interpersonales: «el buen carácter es la
consecuencia de la tranquilidad y la
seguridad, no de una vida de ardua lucha».
El escritor alemán Sebastian Haffner, en su
Invitación a la Holgazanería, también
apostaba por una vida calmada en la que,
liberándonos de la tiranía del reloj, nos
dedicáramos sin trabas al arte, la
sociabilidad y el buen humor. Los holgazanes
—no los gandules, ojo—, al ir por el mundo
sin prisas, saben improvisar de modo que les
alcance la chispa de la genialidad. Surge
así el pensamiento, pero sobre todo la
humanidad. En rebeldía contra un mundo
dominado por la codicia disparatada, Haffner
añora los buenos tiempos en que la
obligación y la devoción no formaban
compartimentos estancos. «Al parecer,
todavía hay algunas oficinas en las que se
toma el café y se filosofa, y redacciones de
periódicos donde se juega al ajedrez»,
escribía como si pretendiera demostrar que
los germanos no han de ser cabezas
cuadradas, con ese espíritu festivo que el
tópico atribuye a los latinos. El mundo
laboral, en su opinión, resultaría más
tolerable si se permitiera en su seno un
espacio para la distracción.
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…(trabajar) tres horas
diarias como máximo, de manera que sobrara
tiempo «para disfrutar de las alegrías de la
tierra, para hacer el amor y divertirse;
para hacer banquetes jubilosamente en honor
del alegre dios de la holgazanería». |
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En la misma línea se movía el novelista
Robert Louis Stevenson, en su defensa de los
ociosos, en la que no se limitaba a proponer
una ociosidad entendida como un hacer lo que
se quiere; también alertaba contra las
deformaciones psicológicas de lo que
podríamos denominar moral de gladiador, la
de aquel individuo tan obsesionado con su
oficio que no vive sino para escalar
peldaños en el mismo. Con una mirada tan
estrecha que desprecia todo lo que no esté
relacionado con su pequeño mundo. De esta
manera, además de agotarse, solo consigue
convertirse en una criatura resentida cuando
comprueba que el Universo, en lugar de girar
a su alrededor, permanece indiferente a sus
pequeñas hazañas. A un triunfo que, si es
que llega, exige esfuerzos por completo
desproporcionados en relación a la magra
recompensa, apenas un poco de “calderilla”,
a decir de Stevenson. «Aunque alguna vez
haya un lord Macaulay que acabe sus estudios
con todos los honores y en su sano juicio,
la mayoría de los muchachos pagan un precio
tan alto por sus medallas que salen al mundo
en bancarrota y no se recuperan».
Para el autor de La isla del tesoro,
pronunciarse en favor de la libertad,
rebelarse contra una ética capitalista que
degrada al individuo a lo que hoy
denominaríamos “workalcoholic”, tenía algo
de provocación. No entendía al académico que
ponía su vida al servicio del conocimiento
cuando era el conocimiento el que debía
estar al servicio de la vida. Porque era muy
consciente de que la sabiduría es algo
distinto de la mera acumulación de datos,
muchos de ellos inservibles. El verdadero
aprendizaje, tal como él lo entendía, no se
reducía al dominio de un conjunto de
destrezas profesionales. El auténtico
objetivo, por el contrario, es el de ser
maestros en el arte de la felicidad, un
deber que Stevenson considera infravalorado
con lamentable frecuencia. Y eso significa
poseer un sentido lúdico que permita
disfrutar de sus placeres, un discernimiento
que nos ayude en el trato con los demás, con
una apertura de espíritu que haga descubrir
las riquezas inmateriales que nos hacen
mejores. En eso consistiría, en definitiva,
el verdadero “éxito”.
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