POLÍTICO, ESCRITOR Y PERIODISTA, Manuel Azaña Díaz ha
pasado a la Historia de España por haber
ocupado, primero, la presidencia del Consejo
de Ministros de la II República entre 1931 y
1933, y, por fin, ser presidente de la República
desde 1936, fecha en que triunfa el Frente
Popular, hasta el término de la contienda
civil en 1939. Manuel Azaña había nacido en
Alcalá de Henares, Madrid, el 10 de enero de
1880, en el seno de una familia
perteneciente a la clase media alcalaína y
de ideología liberal. Cursa sus primeros
estudios en
Colegio Complutense, en el Instituto
Cisneros y en los Agustinos de El Escorial,
centros de marcada influencia religiosa,
factor este que derivaría luego su
pensamiento hacia otro de inspiración
republicana, izquierdista y anticlerical.
Logra la licenciatura en Derecho por la
Universidad de Zaragoza en 1897, centro en
el que se doctora en 1900. Desde sus
primeros contactos con el ambiente
universitario, Azaña comienza a involucrarse
en la vida cultural y política de la
Restauración, abogando por mayores
libertades económicas y derechos para los
trabajadores. Llegada a su fin la guerra
civil, Azaña se ve obligado a exiliarse en
Francia,
refugiándose primero en la embajada de
España en París hasta poder organizar su
regreso a Madrid, para trasladarse luego a
Montauban, capital del departamento de
Tarn-et-Garonne, en la región de Occitania,
donde
concluyen sus días, pasadas las 10 de la
noche del día 3 de noviembre de 1940.
AZAÑA, ESCRITOR Y POLÍTICO
Pocas figuras tan controvertidas y, a la
vez, tan fascinantes y reveladoras en el
panorama político español del siglo pasado
como la del presidente de la II República,
Manuel Azaña. Pocas veces en la historia de
España ha habido políticos (esos libertinos
del lenguaje) que asuman su condición de
intelectuales y dejen una obra literaria
peculiar. Si acaso, el malagueño Cánovas del
Castillo o el granadino Martínez de la Rosa.
Ninguno de ellos, sin embargo, llega a la
altura intelectual del alcalaíno Azaña y,
mucho menos, al señorío de la lengua
española, de sus recursos expresivos y de la
condición narrativa como arte estética.
Entre su producción literaria podemos citar
El Jardín de los frailes (1926),
Vida de don Juan Valera (1926) —Premio
Nacional de Literatura—, La Velada de
Benicarló (1939) y La invención del
Quijote y otros ensayos (1934).
EL JARDÍN DE LOS FRAILES
Una de sus novelas, El jardín de los
frailes (dedicada a su cuñado Cipriano
de Rivas Cherif), merece nuestro comentario
por tratarse de una obra que revela al joven
Azaña y ofrece trascendente información
sobre su pensamiento, pero también al mago
del lenguaje. El jardín de los frailes
no quiere ser un ajuste de cuentas con los
agustinos de San Lorenzo de El Escorial, en
cuyo internado vivió ocho años. Algo
frecuente desde que, por ejemplo, Pérez de
Ayala irrumpiera contra los jesuitas en su
novela A. M. D. G. (1910), un claro
precedente de la novela de Manuel Azaña.
Digo que no es ajuste de cuentas, empero,
tampoco un libro de memorias al uso, aunque
ambas intenciones crítico-estéticas se
pueden vislumbrar, tanto si se quiere como
si no, cuando Azaña se propuso la
publicación de esta novela autobiográfica,
allá por el año 1920, por entregas, en la
revista “»»La Pluma”»», que dirigió entre
1920 y 1924.
En el Prólogo, escrito en diciembre de 1926,
año de publicación completa de la novela que
comentamos, Azaña considera que El jardín
de los frailes es una «obra vieja» y
«antes de enranciarse la imprimo completa en
volumen, venciendo el pudor». Obra todavía
juvenil —aunque la escribió con cuarenta
años—, pues, fresca (supongo que quiso
decir), susceptible de llevar al lector un
aire amable y todavía no enrarecido por el
paso del tiempo. No antiguo. Teme Azaña, no
obstante, que esta novela, con el tiempo, se
vuelva «vieja» y rancia, en sentido
negativo, dos adjetivos que expresan una
visión decadente de la misma y le auguran
poco futuro. Temor que, a mi entender, nace
de una cierta contención del autor hacia la
inmortalidad de lo escrito o su
trascendencia futura; sin embargo, yerra,
hecho que acreditamos con nuestro
comentario.
Pide, también, benevolencia a los amigos que
se acerquen al libro y, al menos, la intriga
de olvidar por un momento quién es el autor
y sea, si acaso, sustituido por «unas
confesiones sin sujeto». Afirma con claridad
que no se conoce en estas «memorias», como
las tilda, pues «aprisionan la fugaz
realidad de un concierto de luces reflejado
en tales nubes que, dispersas, no han vuelto
a juntarse como ya se juntaron». En estas
palabras no indiferentes comienza a parecer
ese estilo propenso a los circunloquios, la
gradación expresiva, la imaginería verbal y
el propósito lingüístico que evite el
discurso directo.
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Imagen de Manuel Azaña,
niño, en Alcalá de Henares, su
localidad de nacimiento.
Fotografía tomada del libro “Azaña.
Memoria Gráfica. 1880-1940”,
editado por la Fundación Colegio
del Rey.
(EL PAÍS, 2 Enero
2009) |
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Si los libros de memorias son obras de
devoción (hoy día hay propensión al
memorialismo, y hasta el más pintado
chiquilicuatro habla de sí sin recato), o,
si me apuran, perversiones ególatras del
Narciso que llevamos dentro, en muchos casos
esta novela es un homenaje a su evolución
interior, pero, en ocasiones, a la no
palabra, a lo oscuro, a fuerza de
convertirse en una exaltación de la riqueza
léxica y simbólica de la lengua española de
la que Azaña es un magnífico “»»fabro”»».
Ese enigma que gira en torno a sí mismo se
ajusta en estas palabras del Prólogo:
«Repaso indiferente el soliloquio de un ser
desconocido prisionero en este libro. No es
persona con nombre y rostro. Es puro signo».
Y recomienda que no nos detengamos en el
signo, si queremos leerlo con atención y
utilidad. Un concepto este último en el que
no podemos detenernos ahora pero que obedece
a una visión una tanto ilustrada del hecho
literario. Aun afirmando su falta de apego
al pasado, no deja de reconocerse su
sinceridad: «He puesto el mayor conato en
ser leal a mi asunto, respetando, a costa de
mi amor propio, los sentimientos de un mozo
de quince a veinte años y el inhábil
balbuceo de su pensar».
LÍRICA E INTELECTUALIDAD
Lirismo e intelectualismo, pensamiento
reflexivo y hondas preocupaciones vitales
por el mundo que le rodea y su entorno
producen una intensa armonía en estas
memorias adolescentes de Azaña, aunque
escritas ya en el fragor de la madurez. Así
lo confirman tanto las palabras iniciales de
la novela («La primera vez que oí hablar de
los Schlegel fue en El Escorial de Arriba
una tarde de otoño, hace ya veintitantos
años») como las finiseculares, donde deja
una estampa melancólica y algo posromántica
al describir la imagen del joven que
contempla con curiosidad las siluetas negras
de los frailes mientras dialogan y mira al
suelo en tanto dice: «Se calan la cogulla: a
ellos y a mí, el cierzo nos hiere. Una cima
se encumbra lejos, encapuchada de nieve y
rosa. En túmulos de escarlata, corta lutos
el silencio. Es el ocaso». Palabras que
inhalan un decadentismo lírico fecundo y
álgido que para sí quería cualquier vate.
Los primeros maestros, el padre Blanco,
historiador, y don Narciso, el andaluz
procaz «de ingenio pronto», comienzan siendo
el centro de su interés; pero pronto sabemos
que no son las materias que imparten ni será
el Derecho centro de su deseo e imaginación,
sino las ansias de marineras aventuras, pues
«solo sé que estudiar Ley me parecía el
suicidio de mi vocación». Sus grandes
lecturas serán las novelas de Verne, Reid,
Cooper, Scott, Dumas, Sue... Toda una
trayectoria para esa especie de Santhi Andía
que va surgiendo en su imaginación.
Desde el principio, se va operando en el
joven Azaña una especie de doble senda, la
del niño que tiene que estudiar materias
poco atractivas que vayan engordando «la
larva de funcionario que le colgaban a uno
en el cuello», como dirá, y «el zambullirse,
culpable la conciencia, en el deleite de los
ensueños». Una atmósfera irrespirable va
apoderándose de él («Yo no me he encontrado
nunca, interiormente, menos dirigido»)
mientras la edad llamaba al erotismo y su
cúmulo de deseos reprimidos.
Hábil como lo eran Quevedo y alguno más,
Azaña es heredero de ese arte de la
descripción que procede de la picaresca y,
con unas notas, desbroza el alma de las
personas y las cosas. Así lo hace con un
fraile, al que le gustaba sacar al huerto su
pereza o bajo cuya laxa férula estuvo, o con
otros, como el padre Florencio o Rafael,
Valdés o Aróstegui: «Un vasco que, por las
hopalandas negras, la talla ingente, la
sonrisa enigmática y el caco blanco de
pelambrera, se parecía a Merlín el
encantador, rasurado».
A veces, su retórica de orfebre del lenguaje
se compone de espectaculares saltos mortales
en esa búsqueda de la expresión y construye
alambiques que tienen su fuerza en el
conjuro del humo y su polvareda: «Virtud de
la contemplación que lleva al aniquilamiento
si la caricia en los sentidos nos hechiza y
el pábulo del pensar, derretido se evapora,
dejándonos en quietud transparente, sin
contornos…». Un propósito que no empobrece
la belleza sublime de las palabras y la
aspiración de su fantasía, el acercamiento a
la naturaleza y el orden de las emociones
organizado según el desorden de su holganza.
AZAÑA Y LA RELIGIÓN
Su orgullo es grande, tanto como su
sinceridad, y no tiene empacho en definirse
como con las virtudes del desparpajo, la
prontitud y el lucimiento alegre, que son
atributos de la inteligencia y del
optimismo: «A mí me habían puesto desde
jovencillo en el camino de los triunfos».
Pero también advierte de que es un ingenuo y
no lo suficientemente canalla para no
emocionarse, a la vez que le falta el
despego de estos. Sin embargo, sus ataques a
la educación recibida son suficientes,
porque alberga la idea de que todo se olvidó
al desaparecer de semejante lugar. A la vez,
el concierto de lo religioso sólo podía
convertirse en una agresión a su
pensamiento: «El fervor religioso adquiría
fácilmente en nuestra edad y con nuestros
hábitos, giro de padecimiento», palabras que
se encrespan cuando afirma que «con más
fantasía, hubiésemos demolido el monasterio
para ordenar en otra forma sus piedras».
En ocasiones es enigmático y críptico a
fuerza de oscuro y posee el encanto de la
serpiente en el retorcimiento del hecho de
decir. Pero siempre se considera un
indolente ante la contemplación de las cosas
del mundo y muy poco original en lo
religioso. Sus reflexiones sobre el proceso
que da juego a su configuración vital, sus
sensaciones y pensamientos van integrándose
con toda una galería de personajes a los que
consagra con una cierta vocación de momias
si no fuera por el poco consuelo que daban,
y la religión, gran enigma y gran definición
para él de su oposición al mundo: «La
religión me oponía no solo a las demás
personas sino al Universo», siendo la
hipocresía, dice, el efecto.
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Manuel Azaña de joven en El
Escorial, donde estudió en los
agustinos. Fotografía tomada de
“Azaña. Memoria gráfica
1880-1940”.
(EL PAÍS, 2 Enero
2009) |
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Se manifiesta irónico e inteligente hasta la
saciedad cuando, en el capítulo XII, deja
una frase para la historia: «Tarde comencé a
ser español». En él confirma sus aprensiones
sobre lo español y la formación que recibió
de lo que debía considerarse lo español. En
torno a él emergen juicios de todo tipo,
pero siempre estará presente la manipulación
de los frailes sobre la historia de los
españoles: «Adquiríamos un extracto del
saber; resumido en conclusiones edificantes;
los frailes las obtenían manipulando el
archivo de las cosas que ignorábamos y
siempre habríamos de ignorar; no éramos
llamados a saberlas. Alicortar la ambición
intelectual parecía el supuesto de los
estudios». Y remata: «España, si no campea
por la Iglesia, se destruye. Los luteranos,
desde fuera, no la vencieron».
Un capítulo sobresaliente del libro para
comprender el papel de la Iglesia en ese
proceso de formación de las conciencias de
una intelectualidad que se preparaba para
gobernar el país, como así sucedió. Así, el
ideal que recibían es que el español bueno
no tenía que devanarse los sesos, pues ser
castizo le bastaba: «Todo está inventado,
puestas las normas: gobernar como Cisneros;
escribir como Cervantes; y hallándose frente
al mundo en actitud litigante desposeído por
la fuerza del bien que le pertenece, meterse
en un rincón a devorar el reconcomio, no
tratarse con nadie; pedir para los émulos
victoriosos el mayor mal posible». Todo ello
le llevará a declarar, en el capítulo
catorce, que dejará de profesar la religión
para rehacer en la infancia un paganismo
auténtico, y yo diría que militante. Años
después, durante al República, serán famosas
estas palabras que en los años veinte eran
toda una premonición: «Todos los conventos
de Madrid no valen la vida de un
republicano».
Una niñez que va progresivamente
destruyéndose a medida que el perspicaz
Manuel Azaña va descubriendo el mundo y las
mentiras de sus mentores y mensajeros, hasta
que estalla: «Niñez intacta, que una tarde
se marchitó oyendo predicar a un jesuita».
Una constante preocupación por la verdadera
esencia de España que va pareja a su
sentimiento romántico de lo popular y su
acercamiento a lo que considera la esencia
del patanismo: «Vino a consolarme la hombría
natural del pueblo. Aboliendo los falsos
dioses, mis quejas ya no sonaron a
blasfemias. Me puse —dicho sea en dos
palabras— del lado de los patanes, enfrente
de los caballeros. La vena popular me traía
una imagen literaria acorde con la piedad».
Y es que en la conciencia del niño va
emergiendo ese ámbito para la defensa del
menesteroso que convierte su doctrina
política en una forma de revolución social
desde el concepto de lo español; de ahí que
afirme: «He soñado destruir todo este
mundo». Todo este mundo que, desde diversas
instancias, le transmiten como una
contaminación que no está dispuesta a
soportar.
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Manuel Azaña junto a su
familia en Pyla-Sur-Mer,
Francia, en 1939, un años antes
de su fallecimiento.
(EL PAÍS, 2 Enero 2009) |
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La carne, el sexo, el erotismo..., la otra
gran preocupación del joven ocupa su espacio
detenidamente en el capítulo dieciséis.
Afirmando que todos están sostenidos por la
férula de la prevención ascética y la
intransigencia que es tan cercana a la
frigidez apoyada en motivos de conciencia.
En este ámbito, la persona inteligente
reclamaba rebelión personal, que sobrevendrá
como está marcado, y si gozaba de la
libertad interior, la exterior era coerción
que no estaba dispuesto a asumir. Así, la
hostilidad fue la nota predominante en este
antro: «La absurdidad del colegio, su orden
inhumano, concebido por la abstracción del
caso personal (...). La mengua de mi lógica
sentimental...».
REFLEXIÓN ÚLTIMA
Pero en todo este proceso de confesionario
en que se convierte el libro y en el de
construcción de una moral que arramble con
todo lo añejo que le han inculcado, el amor
a la literatura y la palabra como horma de
inteligencia será uno de sus grandes
desafíos junto al amor a la vida y la
voluntad de escuchar al monstruo que lleva
dentro y le impele a crear una vida mejor. |