VII
¿ES ESA
LA ACTITUD de una mujer
complaciente, de una mujer entregada, por
levemente que sea? Nadie puede sostener esa
forzada, sesgada, distorsionada e irreal
interpretación, sencillamente porque no fue
eso lo que ocurrió. Es más, un poco más
adelante, en la misma entrada del Diario del
Dr. Seward, nos enteramos, por la detallada
descripción que hace Mina de lo sucedido a
sus amigos, que cuando Drácula, por esta
segunda vez, accede al dormitorio de Mina de
nuevo transformado en niebla, con la
inaudita osadía, además, de entrar estando
Jonathan dormido, es decir, con el marido de
la joven en la misma habitación, y después
de adoptar de manera inesperada su forma
«humana» de hombre alto y delgado, amenaza
con un «susurro penetrante» a Mina que, como
haga el más mínimo ruido, le destroza allí
mismo la cabeza a su marido. La sujetó
entonces con fuerza, le desnudó el cuello,
y, antes de hincarle los dientes le espetó:
«¡No es la primera vez, ni la segunda, que
tus venas han calmado mi sed!» Nos enteramos
en ese momento de la narración que ha habido
otras veces, de las que Mina no recuerda
absolutamente nada. Pero en esta ocasión sí
admite Mina ante sus oyentes que «por
extraño que parezca, no deseaba
entorpecerle». Aunque ella misma proporciona
en la siguiente frase la respuesta que
únicamente puede justificar su actitud:
«¡Supongo que forma parte de la terrible
maldición que cae sobre la víctima cuando el
conde la toca!». Es decir, el efecto
perverso y demoníaco de los varios ataques
de Drácula han comenzado ya a actuar, pero
obsérvese que de nuevo el conde procede con
la máxima intimidación posible, nada menos
que amenazando con despedazar a Jonathan
delante de los propios ojos de su atribulada
y horrorizada esposa, y que Mina aún
continúa calificando de nauseabundos los
labios del conde posados sobre su garganta.
Cuando la terrible acción hubo terminado,
habiéndose sumido Mina mientras duró «en una
especie de desmayo», Drácula le hace saber
que ya es suya, que ya es carne de su carne
y sangre de su sangre, que no solo no podrá
entorpecer sus pérfidos propósitos, sino que
se convertirá en su ayudante, en su
compañera, como lo son ya las tres mujeres
vampiro que habitan en el castillo de
Transilvania. Es a partir de este momento
cuando se nos revela la auténtica estatura
moral, espiritual e intelectual de Mina,
pues luchará con todas sus fuerzas para que
ese designio no tenga lugar, a pesar de que
a veces le entran dudas y cree que, por lo
que respecta a ella, todo está perdido, de
que Drácula ha ganado la partida, y por eso
les pide a sus amigos que si se producen
indicios irreversibles de que eso es así, de
que su transformación en una no-muerta es
solo cuestión de tiempo, pues entonces deben
matarla y hacer con ella lo que hicieron con
su queridísima Lucy, a fin de que su alma
sea de Dios y no del espíritu del Mal. Hasta
ese punto se resiste Mina a formar parte
definitivamente de las fuerzas de la
oscuridad, a perder su alma; está resuelta a
sacrificar su propia vida; es más, lo
considera absolutamente imprescindible en
caso de necesidad. El Dr. Van Helsing toma
buena nota de ello, aunque alberga fundadas
esperanzas de que ese desenlace fatal no se
producirá, de que esta vez no cometerá o
permitirá que se cometan los errores que
tuvieron lugar durante la enfermedad de
Lucy.
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Fotograma de la película
“Drácula” ("Horror
of Dracula"),
versión muy bien lograda del mítico no-muerto,
dirigida en esta ocasión por
Terence Fischer, con un guion de
Jimmy Sangster sobre la novela de
Bram Stocker. En la escena,
el Dr. Abraham Van Helsing,
Mina (desvanecida a causa de
la anemia) y Arthur
Holmwood, marido de esta. Fue realizada en 1958 por la
productora británica Hammer Film
Productions. (Affinity). |
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A la propia Mina le surgirá en la frente una
marca, un horrible distintivo, aparentemente
imborrable, de que está ineluctablemente
destinada a convertirse en compañera de
Drácula. La marca aparece en el preciso
momento en que Van Helsing (capítulo XXII),
con el laudable propósito de proteger a Mina
del vampiro que ya la ha atacado, y debido a
que el grupo tiene de nuevo intención de
entrar en la mansión de Carfax, dejando a la
esposa de Jonathan en sus habitaciones
privadas del manicomio, le coloca la Hostia
consagrada a Mina en la frente, con el
sobrecogedor efecto de que la Sagrada Forma
chamusca y quema la carne de la hermosa
joven. Ella misma no puede por menos que
exclamar, gimiendo: «¡Impura! ¡Impura!
¡Incluso el Todopoderoso rehúye mi carne
contaminada! Habré de llevar esta marca
vergonzante hasta el día del Juicio Final».
La respuesta consoladora, entera,
convincente, de Van Helsing no tiene
desperdicio; son las palabras de un hombre
con fe: «Es posible que tenga que llevar esa
marca hasta que Dios mismo lo crea
conveniente, como sin duda hará, en el día
del Juicio Final, para redimir todos los
males de la tierra y de Sus hijos, a quienes
Él ha colocado aquí. Y, ah, señora Mina,
querida mía, querida mía, ojalá que los que
la queremos estemos allí para verlo, cuando
esa marca roja, la señal de que Dios sabe lo
que ha ocurrido, desaparezca y deje su
frente tan pura como el corazón que
conocemos. Porque tan seguro como que
vivimos, esa señal desaparecerá cuando Dios
quiera librarnos de la pesada carga que
sobre nosotros ha caído. Hasta entonces
llevaremos nuestra cruz, como la llevó Su
Hijo por obedecer Su voluntad. Tal vez
seamos los instrumentos elegidos de Sus
designios, y ascenderemos a su presencia
como otros ascienden a través de vergüenza y
sufrimientos; a través de sangre y lágrimas;
a través de dudas y temores, y todo lo que
constituye la diferencia entre Dios y el
hombre». ¿Es que se expresaba normalmente
así un científico, un médico eminente, en la
segunda mitad del siglo XIX, en el
agnóstico, descreído y positivista periodo
que ya ha visto la publicación de El
origen de las especies, de Charles
Darwin, en 1859? Por supuesto que no. ¿Se
expresa de este modo Van Helsing porque Bram
Stoker está dirigiéndose especialmente a un
público lector mayoritariamente cristiano?
No lo creo en absoluto; se dirige a todo
tipo de lectores, sin distinción de sexo ni
de religión ni de pensamiento. ¿Lo hace por
un afán de lucro, por un supuesto incremento
de las ventas de la novela? Lo creo menos
aún. Stoker lo hace porque esa es su
convicción profunda, porque tiene fe y
porque, aunque a algunos no les guste
escucharlo, está imbuido de una religiosidad
y de una moralidad cristianas.
Stoker no es un novelista al que podamos
incluir en el apartado de escritores
cristianos en el sentido en que lo fueron
antes de él Anne Brontë con La inquilina
de Wildfell Hall (1848), o el cardenal
Nicholas Patrick Stephen Wiseman con
Fabiola (1854), o poco después Robert
Hugh Benson con El amo del mundo
(1907), o el caso del gran escritor Gilbert
Keith Chesterton, que se convirtió al
catolicismo en 1922. Anne Brontë era
anglicana, pero los otros tres se
convirtieron al catolicismo romano. Bram
Stoker no es un escritor de esa clase, es
decir, no escribe bajo una nítida
cosmovisión cristiana que pretenda ser
explícita, muy explícita, en algunos casos
incluso proselitista, en el mejor sentido
del término. No es esta su manera de
proceder. Sería también arriesgado intentar
encontrar similitudes con la literatura
francesa simbolista y decadentista, del tipo
de Un cura casado (1864), de Jules
Barbey d’Aurevilly, o la producción de
Joris-Karl Huysmans posterior a su novela
À rebours (1884), es decir, hasta 1907,
periodo en que se afianzó la temática
religiosa de su obra literaria como
consecuencia de su crisis espiritual de
hacia 1892, que derivaría en una inmersión
en el catolicismo y en el misticismo, hasta
el punto de retirarse a una pequeña
localidad junto a un monasterio benedictino.
Abraham Stoker es un escritor dotado de una
poderosa imaginación, posee los datos
necesarios para construir una historia no
contada nunca antes, para crear un
personaje, Drácula, no concebido jamás por
nadie en esos términos tan particulares y
originales, y se decide a hacerlo. Pero
Stoker no es un escritor que se contente con
entretener al lector; lo entretiene, y
mucho, lo captura con la aventura increíble
que viven los protagonistas. Pero también
quiere ir más allá, es decir, dibujar
personalidades espirituales, convicciones
religiosas, perfiles psicológicos,
sentimientos profundos, y resulta evidente
que lo consigue de un modo muy notable. Pero
al mismo tiempo, y de manera complementaria
con lo anterior, quiere abordar un tema muy
presente en la literatura desde la época
medieval, pues lo encontramos ya en los
relatos del ciclo artúrico: el tema de la
lucha del bien contra el mal. Y es aquí
donde Bram Stoker se define, sin
ambigüedades, sin medias tintas, sino
optando claramente por una línea de conducta
ante la vida, por una actitud moral, por
unas convicciones religiosas determinadas,
que, inequívocamente, son de raigambre
cristiana, evangélica. No pretende convencer
a nadie; él no es un hagiógrafo, pero de su
libro se desprende una concreta posición
moral, por la que el escritor toma partido,
no de un modo intransigente y
fundamentalista, sino, como corresponde a
una persona inteligente y no sectaria, con
múltiples aristas, con reflexiones críticas
de carácter intelectual, incluso con avances
y retrocesos en las creencias de algunos
personajes, lo que no necesariamente
implique entrar en contradicción con lo
afirmado antes respecto de la ambigüedad,
puesto que lo importante es el itinerario de
los personajes, de Mina y de Van Helsing
especialmente, y ese itinerario nos revela
una apuesta que no da lugar a dudas, aunque,
como es natural, haya momentos de profundo
desánimo, de desaliento, de desconcierto, de
abatimiento; pero al final se termina
imponiendo siempre la verdad, que está
indisolublemente ligada al bien, a la
honestidad, a la rectitud moral, que en este
caso, insisto, es una verdad y una rectitud
moral cristianas. Rebajar la importancia de
este dato es demostrar una ideología
sectaria.
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Abraham "Bram" Stoker
(Clontarf, Irlanda) 8 de noviembre de 1847 -
Londres, 20 de abril de 1912) fue un
novelista y
crítico literario para el “Daily Telegraph”, conocido sobre todod por su novela
«Drácula» (1897). Es autor también
de
relatos de terror, como "La Copa de
Cristal" (1872), y de otras novelas
como “The Snake's Pass” (1890) “La
dama del sudario” (1909) y “La
guarida del Gusano Blanco” (1911). (WP)
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Muy pronto van a comenzar las sesiones
hipnóticas de Van Helsing, sobre todo cuando
el conde logra zafarse del grupo de amigos
en su solitaria propiedad de Picadilly, en
el corazón de Londres, a donde han llegado
sus perseguidores para inutilizar todas las
cajas y destruirlo. El conde logra burlarlos
y zarpar en otra goleta, la Zarina
Catalina, rumbo a Varna, desde donde se
supone que regresará inmediatamente a su
castillo. También conseguirá momentáneamente
despistarlos, pues en vez de presentarse en
la mencionada ciudad portuaria del Mar
Negro, lo hará en Galatz (Galati), en tierra
firme, varias decenas de kilómetros antes de
llegar al delta del Danubio (que ha sido
esta vez su vía de acceso), iniciándose
desde ese momento una frenética carrera
contra el tiempo a fin de darle alcance
antes de que recobre sus poderes y sea ya
imposible matarlo de manera definitiva. No
hace falta relatar esas peripecias,
trepidantes y llenas de accidentadas
aventuras, aunque sí hay que subrayar lo que
Van Helsing ha podido corroborar: que el
conde se siente acosado, perseguido de
manera implacable, cada vez más acorralado,
desesperado por llegar a su guarida. Este
dato es muy importante. Se han invertido los
papeles. Ahora es Drácula quien huye. En
este contexto la colaboración y la ayuda de
Mina es valiosísima, indispensable. Gracias
a las sesiones de hipnosis puede dar cuenta
de los movimientos del conde, de sus
intenciones, pues entre ella y Drácula hay
un vínculo provocado por el bautismo de
sangre derramado por el vampiro sobre su
víctima, aunque estas sesiones, que Van
Helsing debe solo realizar en ciertos
momentos de cada jornada para que sean
efectivas, cuando sale el sol y cuando llega
el crepúsculo, cada vez son menos
eficientes, cada vez es más difícil
conseguir de Mina el trance hipnótico,
además de que su duración va contrayéndose
progresivamente.
A una semana de que todo concluya, al final
del capítulo XXV, Mina continúa dando
muestras de su capacidad de razonamiento, de
su fino análisis, del conocimiento de las
oscuras intenciones de Drácula. En una
conversación a la que ya hemos aludido,
cuando está todo el grupo reunido en Varna,
en la que el doctor pondera la inteligencia
de su interlocutora, dice Mina: «Pues bien,
como es criminal, es egoísta; y como su
intelecto es pequeño y sus acciones están
basadas en el egoísmo, se limita a un solo
designio. Ese designio es implacable. Al
igual que huyó por el Danubio, dejando que
despedazaran a sus tropas [referencia a Vlad
el Empalador], ahora toda su obsesión
consiste en ponerse a salvo a cualquier
precio. Por eso, su propio egoísmo libera en
cierta medida mi alma del poder que adquirió
sobre mí aquella noche espantosa. Lo sentí,
sentí su poder. ¡Gracias a Dios por Su gran
misericordia! Mi alma está más libre que
nunca desde aquel terrible momento; y lo
único que me preocupa es el temor de que, en
trance o en sueños, haya podido utilizar mis
conocimientos para sus fines». Fíjese el
lector de qué modo tan agudo penetra Mina en
la mente del que quiere ser su dueño, cómo
comprende el funcionamiento de su cerebro, y
cómo se alegra de la aparición de esos
indicios de liberación de su alma respecto
del señorío del conde, cómo invoca a Dios y
le da las gracias. El itinerario espiritual
de Mina es extraordinario, pues lo que de
verdad la sostiene, lo que, como decíamos
antes, hará posible que no caiga vencida
ante el dominio del Mal, es su fe, su
profunda fe en Dios, una fe que tiene un
íntimo contacto con la pureza de su corazón,
y, por eso, el novelista menciona varias
veces el color blanco del vestido de Mina
cuando el conde la ha atacado en diversas
ocasiones en el manicomio de Purfleet.
A aquellas palabras, el profesor le responde
a Mina no solo dándole la razón, sino
redoblando sus esperanzas de liberarse del
vampiro, pues ahora es la propia Mina la
que, a voluntad, gracias a la hipnosis,
puede acudir en espíritu al conde: «Pero su
mente de niño solo ha llegado hasta ahí
[despistarlos por un momento y presentarse
en Galatz en vez de en Varna]; y es posible
que, como siempre ocurre con la Providencia
de Dios, la misma cosa en que el malvado
confía para su bien egoísta resulte ser su
mayor perjuicio. El cazador es atrapado en
su propia trampa, como dice el gran salmista
[46]. Porque ahora que cree haberse librado
de cualquier vestigio de nuestra
persecución, y haber escapado de nosotros
con tantas horas de ventaja a su favor, su
cerebro infantil le susurrará que duerma.
También piensa que, como se ha aislado del
conocimiento de su mente [de la mente de
Mina], usted no puede tener conocimiento de
él; ¡ahí es donde se equivoca! Ese terrible
bautismo de sangre que le ha dado [que le ha
dado el vampiro a Mina en el manicomio de
Purfleet] la hace libre de acudir a él en
espíritu, como ha hecho hasta ahora en sus
momentos de libertad, cuando sale el sol y
cuando se pone. En tales momentos, usted
acude por mi voluntad, y no por la de él; y
este poder, que beneficia a usted y a otros,
lo ha ganado por el sufrimiento que usted ha
padecido a manos del conde. Esto es
importante porque él no lo sabe y, para
protegerse, incluso se inhibe de conocer
nuestra posición. Pero nosotros no somos
todo egoísmo y creemos que Dios nos guía a
través de esta negrura, y estas múltiples
horas oscuras».
Cuando el grupo, una vez llegado a Galatz,
se separa el 30 de octubre por la noche en
tres parejas en persecución de Drácula, la
pareja formada por Van Helsing y por Mina
es, naturalmente, la que más capta la
atención del lector. De las palabras del
médico holandés anteriormente reproducidas,
que corresponden al 28 de octubre en Varna,
se desprende meridianamente de qué modo se
están invirtiendo las tornas, cómo pasan
ellos, los perseguidores del demonio, a
tener el control de la situación, cómo puede
todavía Mina proporcionar valiosísimos
servicios, que, no obstante, se debilitan ya
de una manera alarmante el 4 de noviembre,
cuando Van Helsing, que escruta sin descanso
el comportamiento de su adorable compañera,
observa cómo no tiene apetito, cómo llega a
resultar prácticamente imposible que pueda
quedar sumida en el trance hipnótico, por
breve que pretenda que sea.
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Fotografía tomada por Jach Asher
para dar comienzo a la versión de
Terence Fischer
sobre
“Drácula” (1958). El
sombrío detalle escultórico de la
parte superior de la iglesia,
magistralmente hermanado con una
música de James Bernard,
prepara al espectador para el
desarrollo de un evento sórdido y
sombrío del mundo de los no-muertos.
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Pero reparemos de nuevo en las invocaciones
nítidas a Dios, en la clara separación de
qué lado se halla la causa del Bien y de qué
lado la del Mal. Hay críticos que han
pretendido marginar, menospreciar,
minusvalorar, tergiversar o incluso burlarse
de las numerosas referencias bíblicas
diseminadas por toda la novela. En primer
lugar, es de todo punto evidente que esas
invocaciones a Dios, a Cristo, o las
alusiones directas o indirectas al texto
bíblico por parte de Van Helsing [47], de
Mina y del resto de los personajes que
representan el lado positivo de la
existencia humana, poseen un carácter muy
serio, firme, propio de personas creyentes
que ven necesaria la intercesión divina, es
decir, que comprenden que la ciencia por sí
sola no es suficiente para combatir y vencer
a Drácula, puesto que el combate tiene un
significado mucho más profundo, y, como
hemos reiterado, se dirime entre las dos
grandes fuerzas que dividen al hombre, al
espíritu humano, la que lo inclina hacia el
Bien y la que lo conduce hacia el Mal, o
sea, en este segundo caso, a generar el
sufrimiento de sus propios semejantes, hacia
el egoísmo, hacia la mentira, hacia los
pecados capitales, que no son más que la
expresión de la ausencia de humanidad en el
hombre, de la carencia de vida espiritual,
del sentido de la trascendencia y de la fe
en la vida eterna. No puede haber en esto
asomo posible de duda. Abraham Stoker, a
través de estos personajes llenos de
virtudes y de cualidades positivas, morales
e intelectuales, está dejando traslucir su
concepción del hombre y del mundo, y es muy
difícil no reconocer que esa concepción es
de raíz cristiana, de confianza en las
posibilidades humanas siempre que estas se
sustenten en el Amor de Cristo, en la fe en
Cristo Jesús, en la solidaridad del corazón
humano y en los sentimientos nobles y
hermosos.
Por otro lado, están las referencias
religiosas del conde, que, estas sí, deben
ser consideradas irónicas, blasfemas,
paródicas, irreverentes. Pero esto no debe
extrañarnos. Drácula representa la
amoralidad, la ausencia de humanidad, el
egoísmo y la lujuria más desenfrenados, el
deseo de causar daño, de secuestrar la
propia voluntad de la víctima elegida, de
doblegarla y hacerla suya. En definitiva,
mientras Van Helsing y Mina, en buena medida
como consecuencia de su fe religiosa, creen
en la libertad del ser humano, una libertad
que es inalienable y que constituye la
esencia misma de su naturaleza, una libertad
real que se cimienta en la libre voluntad de
ser el hombre semejante a Dios, a Cristo, de
imitar su actuación real en la vida, que no
fue más que aliviar el sufrimiento de sus
semejantes, orientarlos a que encontrasen en
lo más recóndito de su ser su verdadero
espíritu, el que los une con Dios, sin
servilismo de ningún tipo, sino como una
religación, un vínculo sagrado en el que la
criatura humana nunca pierde su capacidad de
decidir su propio destino; mientras que esta
es la postura existencial de Mina y de Van
Helsing, la posición adoptada por Drácula es
la diametralmente opuesta, porque él se ha
rebelado, como lo hizo Luzbel, contra Dios,
porque él representa la negación de la
libertad, de la auténtica libertad, que es
aquella que procede del reconocimiento del
infinito Amor de Cristo a todos los hombres.
Drácula, lo que él encarna y simboliza, es
el espíritu de servidumbre, de esclavitud,
la alienación de la criatura humana, el
odio, la venganza, la mentira, la ausencia
de compasión. Este último punto es
fundamental. No hay compasión alguna en el
siniestro habitante de las profundidades de
Transilvania. Lo que ordena hacer a los
lobos con aquella madre desesperada que
llega hasta el patio del castillo implorando
que le devuelva al hijito que le ha
arrebatado, una orden que no es otra que la
despedacen viva y se la coman, lo confirma
sobradamente y de manera espantosa (capítulo
IV, entrada del Diario de Jonathan Harker
correspondiente al 24 de junio). Abraham
Stoker es, sin duda, un crítico agudo de la
hipócrita moral victoriana, pero también es
un decidido defensor de los valores morales
cristianos auténticos, del carácter
beneficioso de la ciencia siempre que esté
al servicio del hombre, esto es, que no
olvide que el hombre es un fin y la ciencia
es un medio.
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Fotograma
de la película “Nosferatu, el
Vampiro” (“Nosferatu, eine
Symphonie des Grauens”), la
primera gran versión del mítico
vampiro. Considerada hoy una obra
maestra del Séptimo Arte, fue
dirigida por
Frederick Wilhelm Murnau
sobre un guion de
Henrik Galeen,
inspirado en la novela de
Bram Stocker. El papel del
no-muerto lo interpretó
Max Schreck.
Fue rodada en 1922 por la
Prana-Film GmbH, de Alemania.
(Affinity). |
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El 5 de noviembre por la tarde (capítulo
XXVII), podemos certificar, por el Diario
del Dr. Van Helsing, que las tres mujeres
vampiro que habitaban el castillo de Drácula
han muerto definitivamente, pues nuestros
amigos han hecho con ellas lo mismo que
hicieron con Lucy, a fin de concederles el
descanso eterno y permitir la liberación de
sus almas. Son significativas las palabras
del doctor en este sentido, cuando escribe
«…ahora puedo apiadarme de esas pobres almas
y llorar, al pensar en ellas, plácidamente
sumidas en el sueño de la muerte, un segundo
antes de desaparecer», pues, al poco de
serles seccionada la cabeza, se convirtieron
en polvo. Es muy interesante la expresión
«plácidamente sumidas en el sueño de la
muerte», pues ese mismo era el anhelo del
gran escultor neoclásico italiano Antonio
Canova al realizar sus monumentos
funerarios, en los que no debía vislumbrarse
ningún atisbo de dolor, de sufrimiento o de
amargura, sino que debían estar presididos
por un sentimiento impersonal, por «la noble
simplicidad y la callada grandeza de las
estatuas griegas» [48] [Die edle Einfalt und
stille Größe der griechischen Statuen] a que
se refería Johann Joachim Winckelmann para
caracterizar las esculturas griegas
clásicas, que él conoció fundamentalmente a
través de copias romanas; el mejor ejemplo
de lo que decimos en el caso de Canova es el
Monumento de María Cristina de Austria
en la iglesia de los Agustinos en Viena
(1798-1805), donde el artista, con maestría
insuperable, concilia el sentimiento
cristiano y el sentimiento pagano ante la
muerte, y consigue separar, mediante el
diafragma de la entrada a la tumba-pirámide,
el ámbito oscuro de la muerte del espacio
luminoso de la vida [49].
En ese mismo capítulo final, también se
alegra Mina en su Diario de la expresión del
conde cuando todo hubo terminado: «Me
alegrará mientras viva el hecho de que en el
momento de la disolución final hubiera en el
rostro del conde una expresión tal de paz
como nunca había imaginado en semejante
ser». Una vez más afloran de modo natural
los buenos sentimientos de este ser puro que
es Mina Murray. En ese preciso instante
desaparece de su frente la marca maldita, el
estigma que la había colocado,
involuntariamente, a un paso de la
condenación y de la perdición.
VIII
No es el propósito de este breve ensayo
hacer consideraciones críticas sobre las
secuelas de la novela Drácula de
Abraham Stoker en la literatura y el cine.
Solo haré dos referencias cinematográficas,
sobre todo para corregir mínimamente
aquellas confusiones que se producen en el
público cuando un personaje deviene en mito,
como es el caso que analizamos,
especialmente porque muchas veces se habla
de oídas, no se ha leído en realidad la
novela del escritor irlandés y se tiende a
confundir, o, mejor dicho, fundir en la
mente pasajes de la novela de Stoker, de
otras secuelas literarias y, no digamos, de
las más variopintas producciones
cinematográficas, ocurriendo en ocasiones,
incluso de buena fe, que se citan hechos o
circunstancias, o se delinean y perfilan
personajes, como si correspondiesen a la
novela de Stoker, cuando lo cierto es que
esas referencias más parecen casi un
palimpsesto, en el que se hubiesen
superpuesto inconscientemente imágenes de
las más diversas procedencias, confundiendo
unas con otras y dando como resultado, de
ese modo, un residuo imaginario que puede
ser muy interesante, pero que desfigura la
naturaleza y el contenido de la novela que
aquí nos interesa, que es la de Stoker.
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Thomas Hutter, un
joven recien casado con Ellen, que
acaba de llegar a la mansión de
Nosferatu como su empleado,
protagonizan este lúgubre fotograma,
tomado de la película “Nosferatu, el Vampiro”, de
F. W. Murnau, producción alemana de
1922. (Affinity). |
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En primer lugar, Nosferatu, el vampiro
(1922), del director de cine alemán
Friedrich Wilhelm Murnau. El título original
en alemán es Nosferatu, eine Symphonie
des Grauens, haciendo en él ya una
alusión directa a lo horrible y a lo
siniestro (Grauens). Es bien conocida la
amplia formación humanística de Murnau,
especialmente en filosofía, historia del
arte y literatura. La película, muda, en
blanco y negro y con una duración de unos
noventa minutos, es una adaptación libre de
la novela de Bram Stoker, siendo Henrik
Galeen (1881-1949) el autor del guion
cinematográfico. El resultado, como es
ampliamente reconocido, opinión que
comparto, es una obra maestra absoluta, una
obra incomparable, de un singularísimo
sentido estético, de un intensísimo lirismo
y de una extraordinaria capacidad para
sugerir la encarnación misma de lo
diabólico, del mal, de lo siniestro y de lo
calamitoso. Hay quien la ha calificado de
«obra desconcertante», en la que «los
artificios más calculados se alternan con la
exaltación más candente del espíritu» [50].
La fotografía es magnífica y la
caracterización del vampiro una de las
creaciones más originales y turbadoras que
pueden hacerse de un personaje, sea
literario o cinematográfico, en cualquier
país y en cualquier época. En este aspecto,
el vampiro de Murnau probablemente no tenga
rival ni lo llegará a tener nunca.
Participa, además, de ese romanticismo
poético de los orígenes de la gestación de
cualquier arte, en este caso el cine, que
aún no había definido por completo sus
recursos y su lenguaje, ni siquiera en el
arte mudo, pues faltan aportaciones
decisivas todavía de Fritz Lang (las dos
partes de Die Nibelungen son de
1924), de Erich von Stroheim (Avaricia
es de 1924), de Abel Gance (Napoleón
es de 1927), de Sergéi M. Eisenstein (El
acorazado Potemkin es de 1925) o del
propio Murnau en El último (Der
Letzte Mann, 1924), por solo referirme a
algunos de los más grandes. El título en
alemán es sumamente revelador, pues recupera
ese vocablo rumano que significa
«no-muerto». El título en español es una
repetición del mismo ser maldito, dicho de
dos modos distintos. No hace falta subrayar
que, como creador de inmensa altura, Murnau
hace una obra autónoma, independiente, cuyas
referencias a la novela de Stoker terminan
por carecer de importancia determinante.
La acción transcurre en 1838. Es cierto que
conserva esa atmósfera irreal,
fantasmagórica, en «blanco y negro», que nos
transmite la novela, sobre todo el blanco y
el negro como contraste de dos polos
opuestos. El guionista se toma la licencia,
perfectamente admisible en una obra de arte
(puesto que Murnau en ningún momento dice o
expresa que esté llevando la novela de
Stoker al cine, sino que se inspira en
ella), de que Nosferatu se acerque al
empleado (cuyo nombre aquí es Thomas Hutter)
recién casado (en la novela aún no lo está),
cuando este hace poco que ha llegado a la
siniestra residencia de los Cárpatos,
aprovechando que está dormido, para chuparle
la sangre. Pero entonces aparece un elemento
que está ligerísimamente insinuado en la
novela de Stoker, y en todo caso de manera
indirecta, que será después bien aprovechado
en varias direcciones por Francis Ford
Coppola, y es que se produce una como
comunicación telepática entre el joven
empleado y su esposa (Ellen Hutter), de tal
modo que ella se despierta de pronto en su
casa de Wisborg (localidad imaginaria que
equivaldría a la ciudad hanseática de
Bremen), llamando a su esposo, y, en ese
instante, el vampiro abandona a su víctima.
Además, nada más llegar Hutter al castillo,
antes de la escena anterior, una de las
primeras cosas que ve es a Nosferatu en su
féretro durmiendo de día. Otra novedad es
que el barco fantasmal (la goleta Empusa)
que transporta a Nosferatu, condensando su
travesía algunas de las imágenes más
espectrales del arte mudo cinematográfico de
todos los tiempos, no llega a Whitby, en la
costa inglesa, sino a Wisborg (Bremen), en
el noroeste de Alemania, para lo que ha
tenido que hacer un recorrido marítimo más
largo (la goleta ha partido también de
Varna), atravesar todo el Mar del Norte,
llegar al golfo de Helgoland, e internarse
por el estuario del río Weser, hasta llegar
a la antigua ciudad hanseática, que está
unos setenta kilómetros tierra adentro, con
un puerto importante, pues el río se
ensancha en ese lugar notablemente.
La llegada del barco al puerto con Nosferatu
de pie sobre la cubierta es una escena
imborrable, sobrecogedora, definitiva. Pero,
¿qué trae el vampiro a la ciudad, qué
terrible carga lo acompaña? Trae la peste,
pues el barco está lleno de ratas. También
aparecen las ratas, incontables ratas en
ebullición, en la lúgubre mansión de Carfax
de la novela de Stoker, aunque huyen
despavoridas ante la presencia de los perros
que lleva el grupo intruso encabezado por
Van Helsing. En la película de Murnau, el
mal se identifica con la epidemia de peste
bubónica, de innegables resonancias
bajomedievales, una evocación temporal que
está en la propia estética, en la puesta en
escena y en los decorados del filme, algo
que ni mucho menos es ajeno al expresionismo
cinematográfico alemán, poderosa corriente
artística del periodo de la República de
Weimar a la que pertenece la obra. Pero el
guionista, con aquella imprevista
comunicación telepática, no solo está
indicando el «poder sobrenatural del amor»,
sino que quien vence al vampiro, quien lo
destruye definitivamente, es la joven
esposa, Ellen Hutter, pues lo espera y
permite que se introduzca en su habitación,
reteniéndolo hasta que se hace de día y
Nosferatu se desvanece. La pureza, la
inocencia, han vencido al mal. El
desvanecimiento del vampiro, su desaparición
física y su destrucción completa
(alegóricamente indicada por el escaso
rastro de humo que emana del suelo),
intentando agarrarse patéticamente con la
mano el pecho, contrayéndose de
desesperación y de dolor, es otra imagen
imperecedera. Según Sigfried Kracauer, de
quien tomo la interpretación principal, la
intención de Galeen es demostrar «que los
males de la muerte representados por
Nosferatu no afectan a quienes los enfrentan
sin temor» [51]. Pero más que sin temor,
habría que subrayar el inmenso poder de la
pureza, de la limpieza de alma. En este
punto sí hay una efímera evocación a la
novela de Bram Stoker. No obstante, en la
interpretación de Murnau, la joven esposa,
libre de pecado, muere. Es el sacrificio de
la inocencia para que el mal perezca.
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Este otro fotograma
corresponde a la versión
“Drácula de Bram Stoker”,
la que algunos consideran la segunda
obra maestra sobre el mítico vampiro.
Fue dirigida en 1992 por el
director norteamericano Francis
Ford Coppola,
con un guion de James V. Hart,
que, aunque con notables licencias
sobre la esencia argumental de la
novela, también se inspira en la obra de Bram Stocker. El papel estelar lo interpreta
Gary Oldman, que protagoniza
a un no-muerto perdidamente
enamorado de Mina, la víctima
de su artificio diabólico, actitud
esta bastante desconocida en las
versiones realizadas hasta el
momento. Fue coproducida por
Columbia Pictures /
American Zoetrope / Osiris
Films. (Affinity). |
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La segunda versión cinematográfica a la que
quiero dedicar unas líneas es la dirigida
por Francis Ford Coppola en 1992. El título
no puede ser más explícito: Drácula de
Bram Stoker. Hay numerosos críticos y
espectadores que no la toleran ni la
valoran, pero, a mi juicio, es también una
obra maestra. De distinto signo, de muy
diferente magma artístico, claro está, a la
película de Murnau, como no podía ser de
otro modo, tratándose de épocas históricas
tan desiguales, de concepciones tan
divergentes del arte cinematográfico y de
directores tan sumamente personales. La
película de Coppola sí es mucho más fiel al
texto de Stoker, pero, al tratarse de nuevo
de una obra autónoma, con vida propia, no
adopta ninguna posición servil, sino que se
independiza de su fuente de inspiración casi
por completo, adoptando numerosas licencias,
aunque aparentemente puedan quedar
desdibujadas o enmascaradas si las
comparamos con las evidentísimas del filme
de Murnau.
El principal acierto de Coppola, y su más
memorable aportación a la recreación o
reinterpretación del mito, es haber
convertido la historia de Drácula en una
hermosísima y trágica historia de amor [52],
un amor que traspasa las edades, que va más
allá del tiempo, un amor tan grande, tan
inmenso, de Drácula hacia Mina, que este
solo hecho hace que el personaje del conde
quede en cierto modo redimido, que el
espectador no lo vea como un ser pérfido y
malvado, como un demonio, sino como un
desolado amante que busca desesperadamente
reencontrarse con su amada, en realidad con
la persona que se la recuerda tan
exactamente, y vivir juntos por los siglos
de los siglos, aunque sea en la condenación
eterna. Hay algo aquí del amor salvaje y
primitivo, turbulento y apasionado,
irracional y transgresor que se profesan
Catherine y Heathcliff en Cumbres
borrascosas, de Emily Brontë, un amor
romántico embriagador, obsesivo, que se
rebela contra todas las leyes divinas y
humanas. Un amor en el que los amantes, como
diría Albert Camus (véase el comienzo de
El hombre rebelde), parecen no necesitar
a nadie; les basta con estar ellos solos en
el mundo, en el universo entero, hasta el
punto de sacrificar al mundo y a los seres
que lo habitan por tener y estar junto al
amado.
Es cierto que en la película de Coppola esto
resulta mucho más evidente en la actitud del
conde para con Mina; sin embargo, sin
poderlo evitar, como si se tratase de un
fátum, Mina va siendo progresivamente
seducida, embriagada, hasta que termina por
no ofrecer resistencia a quien con tan
infinito anhelo la ha perseguido desde las
oscuras profundidades de los siglos. Es
verdaderamente increíble y maravilloso cómo
la trata, con qué exquisito tacto, con qué
finísima delicadeza, cuando, por ejemplo,
provoca el encuentro con ella por vez
primera en las calles de Londres y se la
lleva a un reservado de un café. ¡Qué voz
seductora de amante, qué ojos refulgentes de
amor! De un amor prohibido, de un amor que
transgrede la ley divina, pero amor, al fin
y al cabo, un amor que perturba, que seduce
sin remedio, que embriaga el cuerpo y el
alma. Porque este conde Drácula parece
poseer alma, al menos con Mina. Es verdad
que desea su cuerpo, pero más aún desea
fundirse con su alma, ser uno solo los dos.
Para que la historia de amor sea verosímil,
Coppola ha tenido la extraordinaria
habilidad de construir un soberbio prólogo,
una especie de introito, que se refiere al
personaje histórico, a ese cruel y
despiadado Vlad o Dracul que empala a sus
enemigos, a los infieles, y lucha
denodadamente en favor de la Cruz. Pero, por
un malentendido, su esposa Elizabetha cree
que ha muerto en la batalla y se suicida. Al
regresar a su castillo y enterarse de lo
sucedido, su dolor no tiene medida. A la
pérdida de su queridísima esposa se une la
consciencia de la condenación eterna de su
alma, pues se ha suicidado, un pecado
imperdonable entonces, en el siglo XV, para
un cristiano. Pero el amor de Dracul por su
esposa es tan inabarcable, que prefiere
correr la misma suerte de su amada y
condenarse él también, perder para siempre
su alma, vagar por el tiempo hasta
reencontrarse con ella. De ahí que atraviese
con su espada la cruz, de la que brota un
hontanar de sangre que no se detiene,
inundándolo todo en una orgía sangrienta,
señal ineluctable del pacto que ha sellado
con las fuerzas del mal. Mina se parece
extraordinariamente a Elizabetha. Esta es la
razón de que la persiga sin descanso. Es
como si hubiese hallado a su amadísima
esposa reencarnada en otra mujer. El mal y
el bien, que en la novela están nítidamente
separados, aquí se confunden y mezclan, pues
al desear a Mina, al amarla, al querer
poseerla para siempre, está Drácula
propiciando su condenación eterna, la
condenación de una joven pura e inocente.
Pero no le importa. Ha visto en Mina a su
antiguo amor, y eso le basta. El sacrificio
al que está decidido someter a la muchacha
es para él una liberación, el fin de sus
tormentos, aunque sería difícil admitir que
actuase guiado por un egoísmo mezquino,
banal y prosaico. Es el amor el que lo
impulsa. Esto es lo verdaderamente increíble
y perturbador de la narración fílmica de
Coppola. Ha imaginado una transgresión de la
misma especie a que pertenecieron las
transgresiones ideadas por Isidoro Ducasse y
Georges Bataille. Es posible que la
identificación del público con este
Drácula de Coppola sea más factible en
un espectador católico que en uno
protestante. Y no solo por la seducción que
la idea de pecado tiene para un católico.
También aquí es determinante la estética,
una estética que no tiene nada que ver con
los fondos blanquinegros de la novela de
Stoker.
La película de Coppola ofrece, en efcto, una
estética emparentada con el Barroco de las
Cortes católicas, esto es, opuesta a la del
Barroco protestante y burgués del norte de
Europa. Salvando, lógicamente, las
distancias, estaríamos ante unas
divergencias estéticas comparables a las de
un Rubens, el Rubens de los grandes cuadros
de altar que se conservan en Amberes o de
Las tres Gracias del Prado, respecto del
último Rembrandt. La película de Coppola
presenta una estética rubeniana, plena de
voluptuosa suntuosidad cromática, de un
colorido lujurioso, exuberante, dirigido por
entero al placer de los sentidos, a
estimular todos los órganos sensitivos, como
en la alegórica serie pictórica dedicada a
los sentidos de Jan Brueghel de Velours del
Museo del Prado. Cuando el espectador ve a
Drácula por vez primera en su residencia de
Transilvania, queda literalmente
deslumbrado. Si la metamorfosis operada por
Murnau en su personaje se dirige al
intelecto, a la mente, la de Coppola incide
directamente sobre nuestros sentidos,
poniéndolos en ebullición, pero
especialmente el de la vista, que adquiere
propiedades táctiles y gustativas, que se
derrama por una atmósfera aterciopelada,
increíblemente seductora. Repárese en los
rapidísimos fotogramas, escasísimos
segundos, en que el conde lame con su lengua
la sangre adherida a la cuchilla de afeitar
de Jonathan Harker, que se ha hecho un
pequeño corte al rasurarse la barba. ¡Qué
manera de restregar la lengua sin sufrir
ninguna herida, dándole la vuelta a la
cuchilla en un segundo para poder aprovechar
cualquier resto de las dos caras de la hoja!
Es la muestra visual, pero también
intensamente pictórica, de esa enfermiza
sed, del ansia patológica por entrar en
contacto fisiológico con la sangre, que es
lo único que le rejuvenece y otorga nuevas
energías. El contraste agudo entre la
blandura fofa de la carne maquillada de las
mejillas y de los labios, una carne carente
de vida, con la dureza metálica de la
cuchilla de afeitar es particularmente
repulsivo y atractivo a un tiempo. Pero,
sobre todo, con qué destreza, con qué
inaudita rapidez se desliza la lengua por
las hojas, aprovechando la última molécula
del preciado plasma.
No quiero extenderme más. Solo una postrera
referencia pictórica, que corresponde a
cuando descubren Van Helsing y sus amigos al
conde en la habitación de Mina en el
manicomio, transformándose de inmediato en
una horrible criatura monstruosa que se
adhiere al techo, iracundo y lleno de odio,
por haber interrumpido los intrusos su
contacto sexual con la joven. Hay aquí
evocaciones muy claras a ciertos cuadros del
pintor, dibujante y teórico suizo Johann
Heinrich Füssli, especialmente a obras en
las que aparecen súcubos e íncubos, como
Pesadilla (1781), del Institute of Arts
de Detroit, o El íncubo [53]
(1790-91), del Goethe-Museum de Frankfurt
del Meno [54], que es una variación del
anterior. El primero pertenece
cronológicamente a esa época fascinante del
Sturm und Drang y puede relacionarse
indirectamente con la obra de visionarios
prerrománticos como Piranesi, con su serie
de las Carceri, o William Blake.
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