VII

  

¿ES ESA LA ACTITUD de una mujer complaciente, de una mujer entregada, por levemente que sea? Nadie puede sostener esa forzada, sesgada, distorsionada e irreal interpretación, sencillamente porque no fue eso lo que ocurrió. Es más, un poco más adelante, en la misma entrada del Diario del Dr. Seward, nos enteramos, por la detallada descripción que hace Mina de lo sucedido a sus amigos, que cuando Drácula, por esta segunda vez, accede al dormitorio de Mina de nuevo transformado en niebla, con la inaudita osadía, además, de entrar estando Jonathan dormido, es decir, con el marido de la joven en la misma habitación, y después de adoptar de manera inesperada su forma «humana» de hombre alto y delgado, amenaza con un «susurro penetrante» a Mina que, como haga el más mínimo ruido, le destroza allí mismo la cabeza a su marido. La sujetó entonces con fuerza, le desnudó el cuello, y, antes de hincarle los dientes le espetó: «¡No es la primera vez, ni la segunda, que tus venas han calmado mi sed!» Nos enteramos en ese momento de la narración que ha habido otras veces, de las que Mina no recuerda absolutamente nada. Pero en esta ocasión sí admite Mina ante sus oyentes que «por extraño que parezca, no deseaba entorpecerle». Aunque ella misma proporciona en la siguiente frase la respuesta que únicamente puede justificar su actitud: «¡Supongo que forma parte de la terrible maldición que cae sobre la víctima cuando el conde la toca!». Es decir, el efecto perverso y demoníaco de los varios ataques de Drácula han comenzado ya a actuar, pero obsérvese que de nuevo el conde procede con la máxima intimidación posible, nada menos que amenazando con despedazar a Jonathan delante de los propios ojos de su atribulada y horrorizada esposa, y que Mina aún continúa calificando de nauseabundos los labios del conde posados sobre su garganta. Cuando la terrible acción hubo terminado, habiéndose sumido Mina mientras duró «en una especie de desmayo», Drácula le hace saber que ya es suya, que ya es carne de su carne y sangre de su sangre, que no solo no podrá entorpecer sus pérfidos propósitos, sino que se convertirá en su ayudante, en su compañera, como lo son ya las tres mujeres vampiro que habitan en el castillo de Transilvania. Es a partir de este momento cuando se nos revela la auténtica estatura moral, espiritual e intelectual de Mina, pues luchará con todas sus fuerzas para que ese designio no tenga lugar, a pesar de que a veces le entran dudas y cree que, por lo que respecta a ella, todo está perdido, de que Drácula ha ganado la partida, y por eso les pide a sus amigos que si se producen indicios irreversibles de que eso es así, de que su transformación en una no-muerta es solo cuestión de tiempo, pues entonces deben matarla y hacer con ella lo que hicieron con su queridísima Lucy, a fin de que su alma sea de Dios y no del espíritu del Mal. Hasta ese punto se resiste Mina a formar parte definitivamente de las fuerzas de la oscuridad, a perder su alma; está resuelta a sacrificar su propia vida; es más, lo considera absolutamente imprescindible en caso de necesidad. El Dr. Van Helsing toma buena nota de ello, aunque alberga fundadas esperanzas de que ese desenlace fatal no se producirá, de que esta vez no cometerá o permitirá que se cometan los errores que tuvieron lugar durante la enfermedad de Lucy.

  
 

 

Fotograma de la película “Drácula” ("Horror of Dracula"), versión muy bien lograda del mítico no-muerto, dirigida en esta ocasión por Terence Fischer, con un guion de Jimmy Sangster sobre la novela de Bram Stocker. En la escena, el Dr. Abraham Van Helsing, Mina (desvanecida a causa de la anemia) y Arthur Holmwood, marido de esta. Fue realizada en 1958 por la productora británica Hammer Film Productions. (Affinity).

  

A la propia Mina le surgirá en la frente una marca, un horrible distintivo, aparentemente imborrable, de que está ineluctablemente destinada a convertirse en compañera de Drácula. La marca aparece en el preciso momento en que Van Helsing (capítulo XXII), con el laudable propósito de proteger a Mina del vampiro que ya la ha atacado, y debido a que el grupo tiene de nuevo intención de entrar en la mansión de Carfax, dejando a la esposa de Jonathan en sus habitaciones privadas del manicomio, le coloca la Hostia consagrada a Mina en la frente, con el sobrecogedor efecto de que la Sagrada Forma chamusca y quema la carne de la hermosa joven. Ella misma no puede por menos que exclamar, gimiendo: «¡Impura! ¡Impura! ¡Incluso el Todopoderoso rehúye mi carne contaminada! Habré de llevar esta marca vergonzante hasta el día del Juicio Final». La respuesta consoladora, entera, convincente, de Van Helsing no tiene desperdicio; son las palabras de un hombre con fe: «Es posible que tenga que llevar esa marca hasta que Dios mismo lo crea conveniente, como sin duda hará, en el día del Juicio Final, para redimir todos los males de la tierra y de Sus hijos, a quienes Él ha colocado aquí. Y, ah, señora Mina, querida mía, querida mía, ojalá que los que la queremos estemos allí para verlo, cuando esa marca roja, la señal de que Dios sabe lo que ha ocurrido, desaparezca y deje su frente tan pura como el corazón que conocemos. Porque tan seguro como que vivimos, esa señal desaparecerá cuando Dios quiera librarnos de la pesada carga que sobre nosotros ha caído. Hasta entonces llevaremos nuestra cruz, como la llevó Su Hijo por obedecer Su voluntad. Tal vez seamos los instrumentos elegidos de Sus designios, y ascenderemos a su presencia como otros ascienden a través de vergüenza y sufrimientos; a través de sangre y lágrimas; a través de dudas y temores, y todo lo que constituye la diferencia entre Dios y el hombre». ¿Es que se expresaba normalmente así un científico, un médico eminente, en la segunda mitad del siglo XIX, en el agnóstico, descreído y positivista periodo que ya ha visto la publicación de El origen de las especies, de Charles Darwin, en 1859? Por supuesto que no. ¿Se expresa de este modo Van Helsing porque Bram Stoker está dirigiéndose especialmente a un público lector mayoritariamente cristiano? No lo creo en absoluto; se dirige a todo tipo de lectores, sin distinción de sexo ni de religión ni de pensamiento. ¿Lo hace por un afán de lucro, por un supuesto incremento de las ventas de la novela? Lo creo menos aún. Stoker lo hace porque esa es su convicción profunda, porque tiene fe y porque, aunque a algunos no les guste escucharlo, está imbuido de una religiosidad y de una moralidad cristianas.

Stoker no es un novelista al que podamos incluir en el apartado de escritores cristianos en el sentido en que lo fueron antes de él Anne Brontë con La inquilina de Wildfell Hall (1848), o el cardenal Nicholas Patrick Stephen Wiseman con Fabiola (1854), o poco después Robert Hugh Benson con El amo del mundo (1907), o el caso del gran escritor Gilbert Keith Chesterton, que se convirtió al catolicismo en 1922. Anne Brontë era anglicana, pero los otros tres se convirtieron al catolicismo romano. Bram Stoker no es un escritor de esa clase, es decir, no escribe bajo una nítida cosmovisión cristiana que pretenda ser explícita, muy explícita, en algunos casos incluso proselitista, en el mejor sentido del término. No es esta su manera de proceder. Sería también arriesgado intentar encontrar similitudes con la literatura francesa simbolista y decadentista, del tipo de Un cura casado (1864), de Jules Barbey d’Aurevilly, o la producción de Joris-Karl Huysmans posterior a su novela À rebours (1884), es decir, hasta 1907, periodo en que se afianzó la temática religiosa de su obra literaria como consecuencia de su crisis espiritual de hacia 1892, que derivaría en una inmersión en el catolicismo y en el misticismo, hasta el punto de retirarse a una pequeña localidad junto a un monasterio benedictino. Abraham Stoker es un escritor dotado de una poderosa imaginación, posee los datos necesarios para construir una historia no contada nunca antes, para crear un personaje, Drácula, no concebido jamás por nadie en esos términos tan particulares y originales, y se decide a hacerlo. Pero Stoker no es un escritor que se contente con entretener al lector; lo entretiene, y mucho, lo captura con la aventura increíble que viven los protagonistas. Pero también quiere ir más allá, es decir, dibujar personalidades espirituales, convicciones religiosas, perfiles psicológicos, sentimientos profundos, y resulta evidente que lo consigue de un modo muy notable. Pero al mismo tiempo, y de manera complementaria con lo anterior, quiere abordar un tema muy presente en la literatura desde la época medieval, pues lo encontramos ya en los relatos del ciclo artúrico: el tema de la lucha del bien contra el mal. Y es aquí donde Bram Stoker se define, sin ambigüedades, sin medias tintas, sino optando claramente por una línea de conducta ante la vida, por una actitud moral, por unas convicciones religiosas determinadas, que, inequívocamente, son de raigambre cristiana, evangélica. No pretende convencer a nadie; él no es un hagiógrafo, pero de su libro se desprende una concreta posición moral, por la que el escritor toma partido, no de un modo intransigente y fundamentalista, sino, como corresponde a una persona inteligente y no sectaria, con múltiples aristas, con reflexiones críticas de carácter intelectual, incluso con avances y retrocesos en las creencias de algunos personajes, lo que no necesariamente implique entrar en contradicción con lo afirmado antes respecto de la ambigüedad, puesto que lo importante es el itinerario de los personajes, de Mina y de Van Helsing especialmente, y ese itinerario nos revela una apuesta que no da lugar a dudas, aunque, como es natural, haya momentos de profundo desánimo, de desaliento, de desconcierto, de abatimiento; pero al final se termina imponiendo siempre la verdad, que está indisolublemente ligada al bien, a la honestidad, a la rectitud moral, que en este caso, insisto, es una verdad y una rectitud moral cristianas. Rebajar la importancia de este dato es demostrar una ideología sectaria.

  
 

 

Abraham "Bram" Stoker (Clontarf, Irlanda) 8 de noviembre de 1847 - Londres, 20 de abril de 1912) fue un novelista y crítico literario para el “Daily Telegraph”, conocido sobre todod por su novela «Drácula» (1897). Es autor también de relatos de terror, como "La Copa de Cristal" (1872), y de otras novelas como “The Snake's Pass” (1890) “La dama del sudario” (1909) y “La guarida del Gusano Blanco” (1911). (WP)

  

Muy pronto van a comenzar las sesiones hipnóticas de Van Helsing, sobre todo cuando el conde logra zafarse del grupo de amigos en su solitaria propiedad de Picadilly, en el corazón de Londres, a donde han llegado sus perseguidores para inutilizar todas las cajas y destruirlo. El conde logra burlarlos y zarpar en otra goleta, la Zarina Catalina, rumbo a Varna, desde donde se supone que regresará inmediatamente a su castillo. También conseguirá momentáneamente despistarlos, pues en vez de presentarse en la mencionada ciudad portuaria del Mar Negro, lo hará en Galatz (Galati), en tierra firme, varias decenas de kilómetros antes de llegar al delta del Danubio (que ha sido esta vez su vía de acceso), iniciándose desde ese momento una frenética carrera contra el tiempo a fin de darle alcance antes de que recobre sus poderes y sea ya imposible matarlo de manera definitiva. No hace falta relatar esas peripecias, trepidantes y llenas de accidentadas aventuras, aunque sí hay que subrayar lo que Van Helsing ha podido corroborar: que el conde se siente acosado, perseguido de manera implacable, cada vez más acorralado, desesperado por llegar a su guarida. Este dato es muy importante. Se han invertido los papeles. Ahora es Drácula quien huye. En este contexto la colaboración y la ayuda de Mina es valiosísima, indispensable. Gracias a las sesiones de hipnosis puede dar cuenta de los movimientos del conde, de sus intenciones, pues entre ella y Drácula hay un vínculo provocado por el bautismo de sangre derramado por el vampiro sobre su víctima, aunque estas sesiones, que Van Helsing debe solo realizar en ciertos momentos de cada jornada para que sean efectivas, cuando sale el sol y cuando llega el crepúsculo, cada vez son menos eficientes, cada vez es más difícil conseguir de Mina el trance hipnótico, además de que su duración va contrayéndose progresivamente.

A una semana de que todo concluya, al final del capítulo XXV, Mina continúa dando muestras de su capacidad de razonamiento, de su fino análisis, del conocimiento de las oscuras intenciones de Drácula. En una conversación a la que ya hemos aludido, cuando está todo el grupo reunido en Varna, en la que el doctor pondera la inteligencia de su interlocutora, dice Mina: «Pues bien, como es criminal, es egoísta; y como su intelecto es pequeño y sus acciones están basadas en el egoísmo, se limita a un solo designio. Ese designio es implacable. Al igual que huyó por el Danubio, dejando que despedazaran a sus tropas [referencia a Vlad el Empalador], ahora toda su obsesión consiste en ponerse a salvo a cualquier precio. Por eso, su propio egoísmo libera en cierta medida mi alma del poder que adquirió sobre mí aquella noche espantosa. Lo sentí, sentí su poder. ¡Gracias a Dios por Su gran misericordia! Mi alma está más libre que nunca desde aquel terrible momento; y lo único que me preocupa es el temor de que, en trance o en sueños, haya podido utilizar mis conocimientos para sus fines». Fíjese el lector de qué modo tan agudo penetra Mina en la mente del que quiere ser su dueño, cómo comprende el funcionamiento de su cerebro, y cómo se alegra de la aparición de esos indicios de liberación de su alma respecto del señorío del conde, cómo invoca a Dios y le da las gracias. El itinerario espiritual de Mina es extraordinario, pues lo que de verdad la sostiene, lo que, como decíamos antes, hará posible que no caiga vencida ante el dominio del Mal, es su fe, su profunda fe en Dios, una fe que tiene un íntimo contacto con la pureza de su corazón, y, por eso, el novelista menciona varias veces el color blanco del vestido de Mina cuando el conde la ha atacado en diversas ocasiones en el manicomio de Purfleet.

A aquellas palabras, el profesor le responde a Mina no solo dándole la razón, sino redoblando sus esperanzas de liberarse del vampiro, pues ahora es la propia Mina la que, a voluntad, gracias a la hipnosis, puede acudir en espíritu al conde: «Pero su mente de niño solo ha llegado hasta ahí [despistarlos por un momento y presentarse en Galatz en vez de en Varna]; y es posible que, como siempre ocurre con la Providencia de Dios, la misma cosa en que el malvado confía para su bien egoísta resulte ser su mayor perjuicio. El cazador es atrapado en su propia trampa, como dice el gran salmista [46]. Porque ahora que cree haberse librado de cualquier vestigio de nuestra persecución, y haber escapado de nosotros con tantas horas de ventaja a su favor, su cerebro infantil le susurrará que duerma. También piensa que, como se ha aislado del conocimiento de su mente [de la mente de Mina], usted no puede tener conocimiento de él; ¡ahí es donde se equivoca! Ese terrible bautismo de sangre que le ha dado [que le ha dado el vampiro a Mina en el manicomio de Purfleet] la hace libre de acudir a él en espíritu, como ha hecho hasta ahora en sus momentos de libertad, cuando sale el sol y cuando se pone. En tales momentos, usted acude por mi voluntad, y no por la de él; y este poder, que beneficia a usted y a otros, lo ha ganado por el sufrimiento que usted ha padecido a manos del conde. Esto es importante porque él no lo sabe y, para protegerse, incluso se inhibe de conocer nuestra posición. Pero nosotros no somos todo egoísmo y creemos que Dios nos guía a través de esta negrura, y estas múltiples horas oscuras».

Cuando el grupo, una vez llegado a Galatz, se separa el 30 de octubre por la noche en tres parejas en persecución de Drácula, la pareja formada por Van Helsing y por Mina es, naturalmente, la que más capta la atención del lector. De las palabras del médico holandés anteriormente reproducidas, que corresponden al 28 de octubre en Varna, se desprende meridianamente de qué modo se están invirtiendo las tornas, cómo pasan ellos, los perseguidores del demonio, a tener el control de la situación, cómo puede todavía Mina proporcionar valiosísimos servicios, que, no obstante, se debilitan ya de una manera alarmante el 4 de noviembre, cuando Van Helsing, que escruta sin descanso el comportamiento de su adorable compañera, observa cómo no tiene apetito, cómo llega a resultar prácticamente imposible que pueda quedar sumida en el trance hipnótico, por breve que pretenda que sea.

  
 

 

Fotografía tomada por Jach Asher para dar comienzo a la versión de Terence Fischer sobre Drácula” (1958). El sombrío detalle escultórico de la parte superior de la iglesia, magistralmente hermanado con una música de James Bernard, prepara al espectador para el desarrollo de un evento sórdido y sombrío del mundo de los no-muertos.

  

Pero reparemos de nuevo en las invocaciones nítidas a Dios, en la clara separación de qué lado se halla la causa del Bien y de qué lado la del Mal. Hay críticos que han pretendido marginar, menospreciar, minusvalorar, tergiversar o incluso burlarse de las numerosas referencias bíblicas diseminadas por toda la novela. En primer lugar, es de todo punto evidente que esas invocaciones a Dios, a Cristo, o las alusiones directas o indirectas al texto bíblico por parte de Van Helsing [47], de Mina y del resto de los personajes que representan el lado positivo de la existencia humana, poseen un carácter muy serio, firme, propio de personas creyentes que ven necesaria la intercesión divina, es decir, que comprenden que la ciencia por sí sola no es suficiente para combatir y vencer a Drácula, puesto que el combate tiene un significado mucho más profundo, y, como hemos reiterado, se dirime entre las dos grandes fuerzas que dividen al hombre, al espíritu humano, la que lo inclina hacia el Bien y la que lo conduce hacia el Mal, o sea, en este segundo caso, a generar el sufrimiento de sus propios semejantes, hacia el egoísmo, hacia la mentira, hacia los pecados capitales, que no son más que la expresión de la ausencia de humanidad en el hombre, de la carencia de vida espiritual, del sentido de la trascendencia y de la fe en la vida eterna. No puede haber en esto asomo posible de duda. Abraham Stoker, a través de estos personajes llenos de virtudes y de cualidades positivas, morales e intelectuales, está dejando traslucir su concepción del hombre y del mundo, y es muy difícil no reconocer que esa concepción es de raíz cristiana, de confianza en las posibilidades humanas siempre que estas se sustenten en el Amor de Cristo, en la fe en Cristo Jesús, en la solidaridad del corazón humano y en los sentimientos nobles y hermosos.

Por otro lado, están las referencias religiosas del conde, que, estas sí, deben ser consideradas irónicas, blasfemas, paródicas, irreverentes. Pero esto no debe extrañarnos. Drácula representa la amoralidad, la ausencia de humanidad, el egoísmo y la lujuria más desenfrenados, el deseo de causar daño, de secuestrar la propia voluntad de la víctima elegida, de doblegarla y hacerla suya. En definitiva, mientras Van Helsing y Mina, en buena medida como consecuencia de su fe religiosa, creen en la libertad del ser humano, una libertad que es inalienable y que constituye la esencia misma de su naturaleza, una libertad real que se cimienta en la libre voluntad de ser el hombre semejante a Dios, a Cristo, de imitar su actuación real en la vida, que no fue más que aliviar el sufrimiento de sus semejantes, orientarlos a que encontrasen en lo más recóndito de su ser su verdadero espíritu, el que los une con Dios, sin servilismo de ningún tipo, sino como una religación, un vínculo sagrado en el que la criatura humana nunca pierde su capacidad de decidir su propio destino; mientras que esta es la postura existencial de Mina y de Van Helsing, la posición adoptada por Drácula es la diametralmente opuesta, porque él se ha rebelado, como lo hizo Luzbel, contra Dios, porque él representa la negación de la libertad, de la auténtica libertad, que es aquella que procede del reconocimiento del infinito Amor de Cristo a todos los hombres. Drácula, lo que él encarna y simboliza, es el espíritu de servidumbre, de esclavitud, la alienación de la criatura humana, el odio, la venganza, la mentira, la ausencia de compasión. Este último punto es fundamental. No hay compasión alguna en el siniestro habitante de las profundidades de Transilvania. Lo que ordena hacer a los lobos con aquella madre desesperada que llega hasta el patio del castillo implorando que le devuelva al hijito que le ha arrebatado, una orden que no es otra que la despedacen viva y se la coman, lo confirma sobradamente y de manera espantosa (capítulo IV, entrada del Diario de Jonathan Harker correspondiente al 24 de junio). Abraham Stoker es, sin duda, un crítico agudo de la hipócrita moral victoriana, pero también es un decidido defensor de los valores morales cristianos auténticos, del carácter beneficioso de la ciencia siempre que esté al servicio del hombre, esto es, que no olvide que el hombre es un fin y la ciencia es un medio.

  
 

 

Fotograma de la película “Nosferatu, el Vampiro” (“Nosferatu, eine Symphonie des Grauens”), la primera gran versión del mítico vampiro. Considerada hoy una obra maestra del Séptimo Arte, fue dirigida por Frederick Wilhelm Murnau sobre un guion de Henrik Galeen, inspirado en la novela de Bram Stocker. El papel del no-muerto lo interpretó Max Schreck. Fue rodada en 1922 por la Prana-Film GmbH, de Alemania. (Affinity).

  

El 5 de noviembre por la tarde (capítulo XXVII), podemos certificar, por el Diario del Dr. Van Helsing, que las tres mujeres vampiro que habitaban el castillo de Drácula han muerto definitivamente, pues nuestros amigos han hecho con ellas lo mismo que hicieron con Lucy, a fin de concederles el descanso eterno y permitir la liberación de sus almas. Son significativas las palabras del doctor en este sentido, cuando escribe «…ahora puedo apiadarme de esas pobres almas y llorar, al pensar en ellas, plácidamente sumidas en el sueño de la muerte, un segundo antes de desaparecer», pues, al poco de serles seccionada la cabeza, se convirtieron en polvo. Es muy interesante la expresión «plácidamente sumidas en el sueño de la muerte», pues ese mismo era el anhelo del gran escultor neoclásico italiano Antonio Canova al realizar sus monumentos funerarios, en los que no debía vislumbrarse ningún atisbo de dolor, de sufrimiento o de amargura, sino que debían estar presididos por un sentimiento impersonal, por «la noble simplicidad y la callada grandeza de las estatuas griegas» [48] [Die edle Einfalt und stille Größe der griechischen Statuen] a que se refería Johann Joachim Winckelmann para caracterizar las esculturas griegas clásicas, que él conoció fundamentalmente a través de copias romanas; el mejor ejemplo de lo que decimos en el caso de Canova es el Monumento de María Cristina de Austria en la iglesia de los Agustinos en Viena (1798-1805), donde el artista, con maestría insuperable, concilia el sentimiento cristiano y el sentimiento pagano ante la muerte, y consigue separar, mediante el diafragma de la entrada a la tumba-pirámide, el ámbito oscuro de la muerte del espacio luminoso de la vida [49].

En ese mismo capítulo final, también se alegra Mina en su Diario de la expresión del conde cuando todo hubo terminado: «Me alegrará mientras viva el hecho de que en el momento de la disolución final hubiera en el rostro del conde una expresión tal de paz como nunca había imaginado en semejante ser». Una vez más afloran de modo natural los buenos sentimientos de este ser puro que es Mina Murray. En ese preciso instante desaparece de su frente la marca maldita, el estigma que la había colocado, involuntariamente, a un paso de la condenación y de la perdición.

  

  

VIII

  

No es el propósito de este breve ensayo hacer consideraciones críticas sobre las secuelas de la novela Drácula de Abraham Stoker en la literatura y el cine. Solo haré dos referencias cinematográficas, sobre todo para corregir mínimamente aquellas confusiones que se producen en el público cuando un personaje deviene en mito, como es el caso que analizamos, especialmente porque muchas veces se habla de oídas, no se ha leído en realidad la novela del escritor irlandés y se tiende a confundir, o, mejor dicho, fundir en la mente pasajes de la novela de Stoker, de otras secuelas literarias y, no digamos, de las más variopintas producciones cinematográficas, ocurriendo en ocasiones, incluso de buena fe, que se citan hechos o circunstancias, o se delinean y perfilan personajes, como si correspondiesen a la novela de Stoker, cuando lo cierto es que esas referencias más parecen casi un palimpsesto, en el que se hubiesen superpuesto inconscientemente imágenes de las más diversas procedencias, confundiendo unas con otras y dando como resultado, de ese modo, un residuo imaginario que puede ser muy interesante, pero que desfigura la naturaleza y el contenido de la novela que aquí nos interesa, que es la de Stoker.

  
 

 

Thomas Hutter, un joven recien casado con Ellen, que acaba de llegar a la mansión de Nosferatu como su empleado, protagonizan este lúgubre fotograma, tomado de la película “Nosferatu, el Vampiro”, de F. W. Murnau, producción alemana de 1922. (Affinity).

  

En primer lugar, Nosferatu, el vampiro (1922), del director de cine alemán Friedrich Wilhelm Murnau. El título original en alemán es Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, haciendo en él ya una alusión directa a lo horrible y a lo siniestro (Grauens). Es bien conocida la amplia formación humanística de Murnau, especialmente en filosofía, historia del arte y literatura. La película, muda, en blanco y negro y con una duración de unos noventa minutos, es una adaptación libre de la novela de Bram Stoker, siendo Henrik Galeen (1881-1949) el autor del guion cinematográfico. El resultado, como es ampliamente reconocido, opinión que comparto, es una obra maestra absoluta, una obra incomparable, de un singularísimo sentido estético, de un intensísimo lirismo y de una extraordinaria capacidad para sugerir la encarnación misma de lo diabólico, del mal, de lo siniestro y de lo calamitoso. Hay quien la ha calificado de «obra desconcertante», en la que «los artificios más calculados se alternan con la exaltación más candente del espíritu» [50]. La fotografía es magnífica y la caracterización del vampiro una de las creaciones más originales y turbadoras que pueden hacerse de un personaje, sea literario o cinematográfico, en cualquier país y en cualquier época. En este aspecto, el vampiro de Murnau probablemente no tenga rival ni lo llegará a tener nunca. Participa, además, de ese romanticismo poético de los orígenes de la gestación de cualquier arte, en este caso el cine, que aún no había definido por completo sus recursos y su lenguaje, ni siquiera en el arte mudo, pues faltan aportaciones decisivas todavía de Fritz Lang (las dos partes de Die Nibelungen son de 1924), de Erich von Stroheim (Avaricia es de 1924), de Abel Gance (Napoleón es de 1927), de Sergéi M. Eisenstein (El acorazado Potemkin es de 1925) o del propio Murnau en El último (Der Letzte Mann, 1924), por solo referirme a algunos de los más grandes. El título en alemán es sumamente revelador, pues recupera ese vocablo rumano que significa «no-muerto». El título en español es una repetición del mismo ser maldito, dicho de dos modos distintos. No hace falta subrayar que, como creador de inmensa altura, Murnau hace una obra autónoma, independiente, cuyas referencias a la novela de Stoker terminan por carecer de importancia determinante.

La acción transcurre en 1838. Es cierto que conserva esa atmósfera irreal, fantasmagórica, en «blanco y negro», que nos transmite la novela, sobre todo el blanco y el negro como contraste de dos polos opuestos. El guionista se toma la licencia, perfectamente admisible en una obra de arte (puesto que Murnau en ningún momento dice o expresa que esté llevando la novela de Stoker al cine, sino que se inspira en ella), de que Nosferatu se acerque al empleado (cuyo nombre aquí es Thomas Hutter) recién casado (en la novela aún no lo está), cuando este hace poco que ha llegado a la siniestra residencia de los Cárpatos, aprovechando que está dormido, para chuparle la sangre. Pero entonces aparece un elemento que está ligerísimamente insinuado en la novela de Stoker, y en todo caso de manera indirecta, que será después bien aprovechado en varias direcciones por Francis Ford Coppola, y es que se produce una como comunicación telepática entre el joven empleado y su esposa (Ellen Hutter), de tal modo que ella se despierta de pronto en su casa de Wisborg (localidad imaginaria que equivaldría a la ciudad hanseática de Bremen), llamando a su esposo, y, en ese instante, el vampiro abandona a su víctima. Además, nada más llegar Hutter al castillo, antes de la escena anterior, una de las primeras cosas que ve es a Nosferatu en su féretro durmiendo de día. Otra novedad es que el barco fantasmal (la goleta Empusa) que transporta a Nosferatu, condensando su travesía algunas de las imágenes más espectrales del arte mudo cinematográfico de todos los tiempos, no llega a Whitby, en la costa inglesa, sino a Wisborg (Bremen), en el noroeste de Alemania, para lo que ha tenido que hacer un recorrido marítimo más largo (la goleta ha partido también de Varna), atravesar todo el Mar del Norte, llegar al golfo de Helgoland, e internarse por el estuario del río Weser, hasta llegar a la antigua ciudad hanseática, que está unos setenta kilómetros tierra adentro, con un puerto importante, pues el río se ensancha en ese lugar notablemente.

La llegada del barco al puerto con Nosferatu de pie sobre la cubierta es una escena imborrable, sobrecogedora, definitiva. Pero, ¿qué trae el vampiro a la ciudad, qué terrible carga lo acompaña? Trae la peste, pues el barco está lleno de ratas. También aparecen las ratas, incontables ratas en ebullición, en la lúgubre mansión de Carfax de la novela de Stoker, aunque huyen despavoridas ante la presencia de los perros que lleva el grupo intruso encabezado por Van Helsing. En la película de Murnau, el mal se identifica con la epidemia de peste bubónica, de innegables resonancias bajomedievales, una evocación temporal que está en la propia estética, en la puesta en escena y en los decorados del filme, algo que ni mucho menos es ajeno al expresionismo cinematográfico alemán, poderosa corriente artística del periodo de la República de Weimar a la que pertenece la obra. Pero el guionista, con aquella imprevista comunicación telepática, no solo está indicando el «poder sobrenatural del amor», sino que quien vence al vampiro, quien lo destruye definitivamente, es la joven esposa, Ellen Hutter, pues lo espera y permite que se introduzca en su habitación, reteniéndolo hasta que se hace de día y Nosferatu se desvanece. La pureza, la inocencia, han vencido al mal. El desvanecimiento del vampiro, su desaparición física y su destrucción completa (alegóricamente indicada por el escaso rastro de humo que emana del suelo), intentando agarrarse patéticamente con la mano el pecho, contrayéndose de desesperación y de dolor, es otra imagen imperecedera. Según Sigfried Kracauer, de quien tomo la interpretación principal, la intención de Galeen es demostrar «que los males de la muerte representados por Nosferatu no afectan a quienes los enfrentan sin temor» [51]. Pero más que sin temor, habría que subrayar el inmenso poder de la pureza, de la limpieza de alma. En este punto sí hay una efímera evocación a la novela de Bram Stoker. No obstante, en la interpretación de Murnau, la joven esposa, libre de pecado, muere. Es el sacrificio de la inocencia para que el mal perezca.

  
 

 

Este otro fotograma corresponde a la versión “Drácula de Bram Stoker”, la que algunos consideran la segunda obra maestra sobre el mítico vampiro. Fue dirigida en 1992 por el director norteamericano Francis Ford Coppola, con un guion de James V. Hart, que, aunque con notables licencias sobre la esencia argumental de la novela, también se inspira en la obra de Bram Stocker. El papel estelar lo interpreta Gary Oldman, que protagoniza a un no-muerto perdidamente enamorado de Mina, la víctima de su artificio diabólico, actitud esta bastante desconocida en las versiones realizadas hasta el momento. Fue coproducida por Columbia Pictures / American Zoetrope / Osiris Films. (Affinity).

  

La segunda versión cinematográfica a la que quiero dedicar unas líneas es la dirigida por Francis Ford Coppola en 1992. El título no puede ser más explícito: Drácula de Bram Stoker. Hay numerosos críticos y espectadores que no la toleran ni la valoran, pero, a mi juicio, es también una obra maestra. De distinto signo, de muy diferente magma artístico, claro está, a la película de Murnau, como no podía ser de otro modo, tratándose de épocas históricas tan desiguales, de concepciones tan divergentes del arte cinematográfico y de directores tan sumamente personales. La película de Coppola sí es mucho más fiel al texto de Stoker, pero, al tratarse de nuevo de una obra autónoma, con vida propia, no adopta ninguna posición servil, sino que se independiza de su fuente de inspiración casi por completo, adoptando numerosas licencias, aunque aparentemente puedan quedar desdibujadas o enmascaradas si las comparamos con las evidentísimas del filme de Murnau.

El principal acierto de Coppola, y su más memorable aportación a la recreación o reinterpretación del mito, es haber convertido la historia de Drácula en una hermosísima y trágica historia de amor [52], un amor que traspasa las edades, que va más allá del tiempo, un amor tan grande, tan inmenso, de Drácula hacia Mina, que este solo hecho hace que el personaje del conde quede en cierto modo redimido, que el espectador no lo vea como un ser pérfido y malvado, como un demonio, sino como un desolado amante que busca desesperadamente reencontrarse con su amada, en realidad con la persona que se la recuerda tan exactamente, y vivir juntos por los siglos de los siglos, aunque sea en la condenación eterna. Hay algo aquí del amor salvaje y primitivo, turbulento y apasionado, irracional y transgresor que se profesan Catherine y Heathcliff en Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, un amor romántico embriagador, obsesivo, que se rebela contra todas las leyes divinas y humanas. Un amor en el que los amantes, como diría Albert Camus (véase el comienzo de El hombre rebelde), parecen no necesitar a nadie; les basta con estar ellos solos en el mundo, en el universo entero, hasta el punto de sacrificar al mundo y a los seres que lo habitan por tener y estar junto al amado.

Es cierto que en la película de Coppola esto resulta mucho más evidente en la actitud del conde para con Mina; sin embargo, sin poderlo evitar, como si se tratase de un fátum, Mina va siendo progresivamente seducida, embriagada, hasta que termina por no ofrecer resistencia a quien con tan infinito anhelo la ha perseguido desde las oscuras profundidades de los siglos. Es verdaderamente increíble y maravilloso cómo la trata, con qué exquisito tacto, con qué finísima delicadeza, cuando, por ejemplo, provoca el encuentro con ella por vez primera en las calles de Londres y se la lleva a un reservado de un café. ¡Qué voz seductora de amante, qué ojos refulgentes de amor! De un amor prohibido, de un amor que transgrede la ley divina, pero amor, al fin y al cabo, un amor que perturba, que seduce sin remedio, que embriaga el cuerpo y el alma. Porque este conde Drácula parece poseer alma, al menos con Mina. Es verdad que desea su cuerpo, pero más aún desea fundirse con su alma, ser uno solo los dos.

Para que la historia de amor sea verosímil, Coppola ha tenido la extraordinaria habilidad de construir un soberbio prólogo, una especie de introito, que se refiere al personaje histórico, a ese cruel y despiadado Vlad o Dracul que empala a sus enemigos, a los infieles, y lucha denodadamente en favor de la Cruz. Pero, por un malentendido, su esposa Elizabetha cree que ha muerto en la batalla y se suicida. Al regresar a su castillo y enterarse de lo sucedido, su dolor no tiene medida. A la pérdida de su queridísima esposa se une la consciencia de la condenación eterna de su alma, pues se ha suicidado, un pecado imperdonable entonces, en el siglo XV, para un cristiano. Pero el amor de Dracul por su esposa es tan inabarcable, que prefiere correr la misma suerte de su amada y condenarse él también, perder para siempre su alma, vagar por el tiempo hasta reencontrarse con ella. De ahí que atraviese con su espada la cruz, de la que brota un hontanar de sangre que no se detiene, inundándolo todo en una orgía sangrienta, señal ineluctable del pacto que ha sellado con las fuerzas del mal. Mina se parece extraordinariamente a Elizabetha. Esta es la razón de que la persiga sin descanso. Es como si hubiese hallado a su amadísima esposa reencarnada en otra mujer. El mal y el bien, que en la novela están nítidamente separados, aquí se confunden y mezclan, pues al desear a Mina, al amarla, al querer poseerla para siempre, está Drácula propiciando su condenación eterna, la condenación de una joven pura e inocente. Pero no le importa. Ha visto en Mina a su antiguo amor, y eso le basta. El sacrificio al que está decidido someter a la muchacha es para él una liberación, el fin de sus tormentos, aunque sería difícil admitir que actuase guiado por un egoísmo mezquino, banal y prosaico. Es el amor el que lo impulsa. Esto es lo verdaderamente increíble y perturbador de la narración fílmica de Coppola. Ha imaginado una transgresión de la misma especie a que pertenecieron las transgresiones ideadas por Isidoro Ducasse y Georges Bataille. Es posible que la identificación del público con este Drácula de Coppola sea más factible en un espectador católico que en uno protestante. Y no solo por la seducción que la idea de pecado tiene para un católico. También aquí es determinante la estética, una estética que no tiene nada que ver con los fondos blanquinegros de la novela de Stoker.

La película de Coppola ofrece, en efcto, una estética emparentada con el Barroco de las Cortes católicas, esto es, opuesta a la del Barroco protestante y burgués del norte de Europa. Salvando, lógicamente, las distancias, estaríamos ante unas divergencias estéticas comparables a las de un Rubens, el Rubens de los grandes cuadros de altar que se conservan en Amberes o de Las tres Gracias del Prado, respecto del último Rembrandt. La película de Coppola presenta una estética rubeniana, plena de voluptuosa suntuosidad cromática, de un colorido lujurioso, exuberante, dirigido por entero al placer de los sentidos, a estimular todos los órganos sensitivos, como en la alegórica serie pictórica dedicada a los sentidos de Jan Brueghel de Velours del Museo del Prado. Cuando el espectador ve a Drácula por vez primera en su residencia de Transilvania, queda literalmente deslumbrado. Si la metamorfosis operada por Murnau en su personaje se dirige al intelecto, a la mente, la de Coppola incide directamente sobre nuestros sentidos, poniéndolos en ebullición, pero especialmente el de la vista, que adquiere propiedades táctiles y gustativas, que se derrama por una atmósfera aterciopelada, increíblemente seductora. Repárese en los rapidísimos fotogramas, escasísimos segundos, en que el conde lame con su lengua la sangre adherida a la cuchilla de afeitar de Jonathan Harker, que se ha hecho un pequeño corte al rasurarse la barba. ¡Qué manera de restregar la lengua sin sufrir ninguna herida, dándole la vuelta a la cuchilla en un segundo para poder aprovechar cualquier resto de las dos caras de la hoja! Es la muestra visual, pero también intensamente pictórica, de esa enfermiza sed, del ansia patológica por entrar en contacto fisiológico con la sangre, que es lo único que le rejuvenece y otorga nuevas energías. El contraste agudo entre la blandura fofa de la carne maquillada de las mejillas y de los labios, una carne carente de vida, con la dureza metálica de la cuchilla de afeitar es particularmente repulsivo y atractivo a un tiempo. Pero, sobre todo, con qué destreza, con qué inaudita rapidez se desliza la lengua por las hojas, aprovechando la última molécula del preciado plasma.

No quiero extenderme más. Solo una postrera referencia pictórica, que corresponde a cuando descubren Van Helsing y sus amigos al conde en la habitación de Mina en el manicomio, transformándose de inmediato en una horrible criatura monstruosa que se adhiere al techo, iracundo y lleno de odio, por haber interrumpido los intrusos su contacto sexual con la joven. Hay aquí evocaciones muy claras a ciertos cuadros del pintor, dibujante y teórico suizo Johann Heinrich Füssli, especialmente a obras en las que aparecen súcubos e íncubos, como Pesadilla (1781), del Institute of Arts de Detroit, o El íncubo [53] (1790-91), del Goethe-Museum de Frankfurt del Meno [54], que es una variación del anterior. El primero pertenece cronológicamente a esa época fascinante del Sturm und Drang y puede relacionarse indirectamente con la obra de visionarios prerrománticos como Piranesi, con su serie de las Carceri, o William Blake.

    

 

 

   Título de la versión de Francis F. Coppola, “Drácula de Bram Stoker”, producción norteamericana de 1992.

  

  

  

Málaga, 31 de enero de 2013, festividad de San Francisco Javier María Bianchi, nacido en Arpino en 1743, que se distinguió en el estudio de la literatura y de las ciencias.

  

  

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Y WEBGRÁFICAS

46. «Cavó una fosa, recavó bien hondo, mas cae en el hoyo que él abrió; re-vierte su obra en su cabeza, su violencia en su cerviz recae» (Sal 7, 16-17). «Se hundieron los gentiles en la fosa que hicieron, en la red que ocultaron, su pie quedó prendido. Yahveh se ha dado a conocer, ha hecho justicia, el impío se ha enredado en la obra de sus manos» (Sal 9, 16-17). «Tendían ellos una red bajo mis pasos, mi alma se doblaba; una fosa cavaron ante mí, ¡cayeron ellos dentro!» (Sal 57, 7). «Caigan los impíos, cada uno en su red, mientras yo paso indemne» (Sal 141, 10). Las referencias a los posibles salmos a que alude Van Helsing son indicación de Flora Casas.

47. Al comienzo del capítulo XIX, donde Jonathan Harker cuenta en su Diario cómo penetra el grupo por vez primera en la siniestra mansión de Carfax, el profesor Van Helsing, al cruzar el umbral, exclama santiguándose: «In manus tuas, Domine!», que son las mismas palabras de Cristo en la cruz antes de expirar: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc, 23, 46).

48. Johann Joachim Winckelmann, Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2008, pág. 94. La primera edición del texto es de 1755. En diversas traducciones españolas de este conocido pasaje, el término alemán «stille», en vez de «callada» se traduce «serena», que quizá sea más acertado. Con todo, la traducción de Salvador Mas es impecable.

49. Giulio Carlo Argan, El arte moderno, 1770-1970, Valencia, Fernando Torres, 1984, pág. 44.

50. Roberto Paolella, Historia del cine mudo, Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 322.

51. Siegfried Kracauer. De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós, 1985, págs. 78-79.

52. Es cierto que en la novela de Stoker hay una rapidísima aunque incon-testable referencia a la capacidad de amar de Drácula, aseverada por el propio vampiro. Se trata de la contestación que da el conde, al final del capítulo IV, a las tres mujeres jóvenes que habitan el castillo y que quieren precipitarse antes de tiempo sobre Jonathan Harker, impidiéndoselo en ese momento Drácula, que simultáneamente les comunica que podrán disponer de su preciada víctima muy pronto. Ante la prohibición de que lo toquen todavía, una de las muchachas le replica a Drácula: «¡Tú nunca has amado! ¡Tú nunca amas!». La contestación del conde, «en un suave susurro», pudo oírla Jonathan: «Sí, yo también sé amar. Vosotras mismas lo sabéis por el pasado». Esta brevísima alusión ha sabido aprovecharla extraordinariamente bien el gran realizador estadounidense.

53. Un íncubo es un demonio masculino en la creencia popular europea de la Edad Media. Al igual que su versión femenina, súcubo, busca tener relaciones sexuales con los humanos, en su caso con las mujeres. Las víctimas viven la experiencia como en un sueño, sin poder despertar de éste. El término significa «me acuesto sobre ti»; íncubo, del latín incubare, «yacer», «acostarse». De íncubos y de súcubos habla con gran autoridad Thomas Mann en su excelsa novela  —quizás, junto con la diez años posterior Vida y destino de Vasili Grossman (1959), la última verdaderamente grande que se haya escrito en el mundo occidental—  Doktor Faustus (Barcelona, Edhasa, 1978).  

54.  Frederick Antal, Estudios sobre Fuseli, Madrid, Visor, 1989, págs. 135-138. Antal propone para el cuadro de Frankfurt también una fecha muy próxima a 1781.

  

  

  

 

  

  

  

  

       

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media desde 1982 y del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga (cursos completos 2006-2011). Su Memoria de Licenciatura, leída en 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre los Aspectos teóricos del socialismo utópico francés. Su tesis doctoral, defendida en 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, versó sobre Los orígenes del arte cibernético en España.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX. Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga y Arte y Parte.

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz.

Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herraiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición «El arte de construir el arte». Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI y del catálogo de la exposición «El discreto encanto de la tecnología», celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre Ordet de Carl Th. Dreyer.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 3. Página 10. Año XVI. II Época. Número 101 EXTRA. Julio-Diciembre 2018. ISSN 1696-9294. Actualizado: 10 Mayo 2024. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2018 Enrique Castaños Alés. Diseño u maquetación: EdiBez. © Las imágenes han sido tomadas de las tres películas indicadas, se usan exclusivamente como ilustraciones del ensayo, y, en cada caso, los derechos pertenecen a los titulares según se indica a continuación: Los fotogramas 1 y 3 han sido tomados de “Drácula” (“Horror of Dracula”), dirigida por Terence Fisher, guion de Jimmy Sangster (basado en la novela de Bram Stoker), con música de James Bernard, fotografía de Jack Asher y producida por Hammer Film Productions, Reino Unido, 1958. Los fotogramas 4, 5 y 6 lo han sido de “Nosferatu, el Vampiro” (“Nosferatu” (“Nosferatu, eine Symphonie des Grauens”), dirigida por Frederick Wilhelm Murnau, con guion de Henrik Galeen (basado en la novela de Bram Stoker), música de James Bernard & otros, fotografía de Fritz Arno Wagner (B & W) y producida por Prana-Film GmbH, Alemania, 1922. Y los fotograma 7 y 8 corresponden a “Drácula de Bram Stoker” (“Bram Stoker's Dracula”), dirigida por Francis Ford Coppola, con guion de James V. Hart (basado en la novela de Bram Stocker), música de Wojciech Kilar, fotografía de Michael Ballhaus y producida por Columbia Pictures / American Zoetrope / Osiris Films, Estados Unidos, 1992.. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2018 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

 

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