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«… de esa feliz hechicera
Doña Mercedes Cabello,
que todo escribe tan bello.
Florida es su alocución!
Ganó el renombrado timbre
de novelista peruana,
la primera que engalana
las letras con su expresión…»
(CARMEN POTTS DE URIBE,
El Perú Ilustrado,
2 de febrero de 1889.)
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DE TODAS LAS ESCRITORAS peruanas
del siglo XIX, Mercedes Cabello
de Carbonera es la más audaz. El
pensador Manuel González Prada,
aunque había menospreciado
Blanca Sol, su obra maestra,
calificándola de simples
“chismecillos caseros”, la
elogió por dedicarse a temas
serios como la literatura de
Tolstoi mientras los hombres se
limitaban a la «croniquilla
novelada” o el “cuentecillo
historiado”, expresiones ambas
que hay que entender como una
alusión al gran enemigo de
González Prada, el tradicionista
Ricardo Palma (Guardia, 2010).
Nacida en Moquegua en 1842, y no
en 1845, como se solía afirmar,
dentro de una familia bien
situada económicamente, Juana Mercedes Cabello
Llosa de Carbonera, que era su
nombre completo,
tuvo una formación autodidacta.
Contaba con cerca 20 años cuando
se trasladó a Lima. Allí
contrajo matrimonio con un
médico, Urbano Carbonera. La
pareja no fue feliz y él la
engañó en repetidas ocasiones.
En la capital, ella tiene la
ocasión de participar en actos
culturales como las veladas
literarias organizadas por Juana
Manuela Gorriti, donde tiene
ocasión de exponer sus puntos de
vista. Mientras tanto, colabora
en medios periodísticos, tanto
de su país como del extranjero.
En 1872 publicó sus primeros
versos. Más tarde, en diversos
artículos, abogó por una
educación que garantizara a las
peruanas el acceso al
conocimiento académico. ¿Por qué
no reconocer su capacidad para
hacer carrera en el mundo de la
ciencia, a la par que tantas
figuras eminentes? En un
artículo aparecido en El
Álbum, bajo el seudónimo de
Enriqueta Pradel, defendía la
educación femenina como «un
motor poderoso y universal, para
el progreso y civilización del
mundo» (Pinto Vargas, 2003). A
su vez, en las páginas de La
Alborada, abogó por la
incorporación de la mujer al
mercado laboral, de manera que
pudiera estar protegida contra
los reveses de la fortuna. Para
ilustrar su tesis ponía como
ejemplo Estados Unidos, una
tierra de “libertad y progreso”,
donde el trabajo remunerado de
sus ciudadanos se había
convertido en “un elemento de
riqueza y de prosperidad”. Había
que desterrar, pues, la falsa
teoría de que, por este camino,
las mujeres iban a convertirse
en hombres.
Intelectual, pero
una mujer conservadora
Vistas así las cosas, Mercedes
Cabello parece desafiar las
convenciones de género desde un
feminismo firme. Esta percepción
es, en realidad, profundamente
engañosa. Porque ella, con un
planteamiento absolutamente
moderado, sigue creyendo que el
hogar debe ser el principal
destino femenino. Las esposas y
las madres tienen en el espacio
doméstico obligaciones sagradas,
por lo que es justo que sea el
hombre quien se ocupe de sus
necesidades económicas. La
escritora peruana se limita a
ser la abogada de las que no
tienen padre, ni están casadas,
ni tienen hijos. A falta de una
presencia masculina, necesitan
que el mundo les permita ganarse
la vida con una profesión. Y las
que tiene en mente nuestra
autora poseen un sesgo
eminentemente femenino, como la
de maestra de enseñanza
primaria. De lo que se trata, en
definitiva, no es de lograr la
igualdad entre sexos, sino de
conseguir que las mujeres puedan
desempeñar su misión como madres
de familia, al tiempo que se
evita que las que no lo sean
puedan caer en el abandono y la
prostitución (Cabello de
Carbonera, 1875). La sociedad,
sin embargo, persistía en tratar
a la mujer como un ser por
esencia frívolo, solo competente
para la diversión ajena. Como
una esclava del hombre, no como
su compañera.
El marido de Mercedes la dejó
viuda en 1884, después de morir
a consecuencia de sus continuos
excesos. Dos años después
publicaba, como folletín y en
dos periódicos diferentes, su
primera novela, Los amores de
Hortensia. La protagonista
sería, supuestamente, una
heroína romántica. ¿Se ajustan
sus hechos a esta
caracterización? No lo parece.
Como está cansada de vivir en un
pueblo solitario y desea volver
a Lima, escoge como camino el
matrimonio. Y decide con
frialdad casarse con el marido
que más conviene a sus
propósitos, un tipo adinerado
que cae rendido a sus pies
(Cabello de Carbonera, 2011).
¿No es este un proceder más
propio de la típica femme
fatale, capaz de manipular a
los demás a su conveniencia? Su
esposo resulta ser un individuo
mediocre y con dos hijos
bastardos que le había dado una
amante, Margarita. Además, ni
siquiera es tan rico como decía
ser. Hortensia, paradójicamente,
lamenta entonces no poder
estimar a una persona… ¡a la que
ha acompañado al ‘altar’ por
puro interés! Sin embargo, no se
atreve a separarse de él,
seguramente por no perder
estatus económico y social que
el matrimonio le garantiza. Más
tarde, cuando se cree ya incapaz
de toda pasión, conocerá
entonces a otro hombre, Alfredo,
al que amará, pero al que no
querrá entregarse por respeto a
las obligaciones sociales, sin
atreverse a romper con el cliché
que identifica la virtud
femenina con la pureza concebida
en términos sexuales. Porque
sabe que transgredir esta norma
equivale a convertirse en una
perdida.
¿Heroína romántica? Una lectura
sin prejuicios nos sitúa ante
una mujer pusilánime que no
encuentra más salida a su
frustración que refugiarse en la
literatura, en los relatos y
poemas que escribe en secreto y
no muestra a nadie. Cuando le
explica a Alfredo que lo ama
demasiado para hacerlo su
amante, sus argumentos resultan
pasmosamente convencionales. No
desea que él, por dedicarle su
atención, por consagrarse a un
amor imposible, pierda la
oportunidad de casarse con otra
y adquirir así los “lazos
legítimos” que le proporcionarán
ante la sociedad «los sagrados
derechos del padre de familia»
(Cabello de Carbonera, 2011). La
incoherencia resulta manifiesta
porque, antes, la protagonista
había condenado el matrimonio
como una cadena. |
También en 1886 apareció
Sacrificio y recompensa, con
la que Mercedes obtuvo el premio
internacional de narrativa
convocado por el Ateneo de Lima.
Dedicó la novela a su amiga
Juana Manuela Gorriti, a la que
agradeció sus elogios a Los
amores de Hortensia. Sin
este apoyo, ella no hubiera
continuado su camino como
narradora. Por otra parte,
Cabello de Carbonera se adhiere
a los postulados estéticos de la
escritora argentina. Eso
significa marcar distancias con
el realismo. Porque un artista
no debía tomar como modelo para
sus creaciones a criaturas
envilecidas cuando podía mostrar
la parte noble de la vida.
Detrás de esta afirmación hay un
afán didáctico explícito: a
nuestra autora le interesa,
básicamente, transmitir a su
público una enseñanza de
naturaleza moral. Por eso, para
incidir sobre la realidad y
transformarla, mejor educar a
los ciudadanos con ejemplos de
conducta apropiada y no de lo
contrario: «Llevar el
sentimiento del bien hasta sus
últimos extremos, hasta tocar
con lo irrealizable, será
siempre, más útil y provechoso
que ir a buscar entre el fango
de las pasiones todo lo más
odioso y repugnante». (Cabello
de Carbonera, 2005).
Por eso mismo, porque la autora
pretende llevar su estudio del
deber hasta “lo irrealizable”,
no encontramos la copia fiel de
la realidad que Sacrificio y
Recompensa nos promete. Un
retrato imposible, por lo demás.
Porque, contradictoriamente, la
novelista no se propone reflejar
la vida tal como es, sino hacer
hincapié en su lado más
idealista. Como corresponde a la
tesis que desea mostrar: que
todo sacrificio obtiene su
premio. La realidad, por tanto,
no se muestra sino que se
demuestra desde un afán
terapéutico más que evidente. El
novelista, como el médico, ha de
curar, solo que, en su caso, el
ámbito de estudio son las
enfermedades del alma y de la
sociedad. Mercedes Cabello lleva
tan lejos este afán que, en más
de una ocasión, interrumpe para
introducir digresiones teóricas.
La acción, en la práctica, solo
aporta una ilustración de las
ideas que defiende.
La estética se muestra aquí
deudora del romanticismo por la
importancia de la trama
rocambolesca y las pasiones
desatadas, aunque solo hasta
cierto punto, porque lo que
predomina es una idea
conservadora de la moral y del
orden. Estela, una muchacha
peruana, conoce a un misterioso
y apuesto cubano, Álvaro, un
patriota que ha luchado en la
guerra de independencia contra
los españoles. La autora
aprovecha para abogar con pasión
por esta causa, al entender que
la isla caribeña sufre una
espantosa tiranía. Su enfoque
parte de un esquema binario en
el que la pureza de unos se
contrapone a la maldad de los
otros: «Agitábase Cuba, con las
convulsiones de un herido que
intenta romper sus horribles
ligaduras» (Cabello de
Carbonera, 2005). Precisamente
por tratarse de una situación
notoriamente injusta, en Perú
todos serían partidarios de la
causa secesionista.
Álvaro imagina que ama a Estela.
Quiere amarla. En realidad, su
corazón todavía pertenece a
Catalina, su antigua novia, con
la que tuvo que romper por una
cuestión de honor cuando el
padre de ella, el gobernador de
la isla, asesinó cobardemente a
su propio progenitor. Pero el
azar conspira para que Álvaro no
pueda superar el pasado. El
señor Guzmán, padre de Estela,
regresa a Lima con una mujer
mucho más joven que resulta ser…
¡Catalina! Como era de esperar,
las cenizas de la antigua pasión
se convierten en un incendio.
Álvaro pretende romper su
compromiso, pero la amada,
contra los dictados de su
corazón, permanece fiel al
código que marca lo que debe ser
una dama virtuosa.
En cierta forma, estamos ante
una especie de Casablanca
al revés. Porque no es el hombre
(Rick) el que renuncia a su
pasión, sino la mujer (Catalina).
Mientras ella se mantiene firme,
Álvaro querría que su antigua
novia cayera de nuevo a sus
pies. ¿Tal vez pensaba Cabello
de Carbonera que el carácter
masculino no es capaz de un
desprendimiento heroico que solo
es posible cuando hay un alma
femenina de por medio? En
ocasiones, da esa impresión,
pero la novelista señala que ese
distinto modo de comportarse
obedece a una diferencia en el
bagaje educativo. Las mujeres
están habituadas, desde edad
temprana, a todo tipo de
imposiciones. Por eso acaban por
crearse una segunda naturaleza,
de carácter ficticio, para
obedecer los mandatos de la
sociedad antes que el impulso de
su corazón. Saben que la gente
va a ser más benévola con las
“debilidades del amor” cuando es
un hombre el que se lanza a
cometer locuras (Cabello de
Carbonera, 2005).
No obstante, introduzcamos los
matices que introduzcamos, está
claro dónde reside para Mercedes
la superioridad moral. Ese es el
mensaje que trasmite a través
del personaje de Lorenzo, un
extravagante solterón que se
pasa todo el tiempo
despotricando contra las mujeres
porque una lo traicionó. A
final, reconsidera su postura
porque, si bien sigue creyendo
que las mujeres son malas, se ha
dado cuenta de que son mejores
que los hombres. Sangre y
recompensa acaban con esta
conclusión, a modo de moraleja,
después de que Catalina reciba
su premio por su buena acción.
Mientras está en un convento,
tras la muerte del señor Guzmán,
recibe la visita de Álvaro.
Estela ha muerto de parto y su
viudo busca madre para su hijo.
Naturalmente, hay boda. El
protagonista se lleva a la que
deseaba sin tener cargo de
conciencia y sin ofender la
sociedad. Ella tiene que aceptar
a un niño que no es suyo, pero…
¿qué representa semejante
minucia?
Con todo, nuestra autora no deja
de exigir a los hombres que
cumplan con los valores
tradicionales de la
masculinidad: han de ser fuertes
y decididos. Por eso, en un
momento de Sangre y
recompensa, habla con
desprecio de ciertos
comportamientos pusilánimes:
«Algunos caballeros, que en esto
de ser espíritus débiles, pueden
llegar a engrosar las filas del
sexo débil» (Cabello de
Carbonera, 2005). La paradoja es
irónica y hasta divertida: una
escritora de sensibilidad
feminista no tiene otra
ocurrencia que insultar a
ciertos personajes llamándoles
mujeres.
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Mercedes Cabello,
en el esplendor de su juventud. |
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La aritmética
aterradora de
“Blanca
Sol”
En 1887, nuestra autora insiste
en el tema del matrimonio
desgraciado con Eleodora, una
novela que reescribirá en 1889
con el título de Las
Consecuencias. Entre ambos
años da a la luz un título clave
en su producción, el más
conocido.
Elisa, un personaje secundario
de Sangre y Recompensa,
amiga de Estela, prefigura a la
protagonista de Blanca Sol.
Representa a la mujer ambiciosa
que busca un marido rico para
trepar socialmente, sin
renunciar por ello al amor
pasional que le pueda
proporcionar un amante. Su
egoísmo la conducirá finalmente
a un matrimonio desgraciado que
no le aportará dinero ni
felicidad. Cabello de Carbonera
condena como algo impropio el
intento de buscar un enlace
fuera del propio grupo. “Cada
oveja con pareja”, ese podría
ser su lema porque es lo que
parece decir cuando una
jovencita no limita sus
ambiciones «a la esfera de su
condición» (Cabello de
Carbonera, 2005).
Blanca Sol
supone un punto de ruptura
dentro de la obra de Mercedes
Cabello. No es que minusvalore
ahora las novelas “pasionales”
como Sangre y Recompensa,
sino que da prioridad a las de
temática social. Frente al viejo
romanticismo, con sus historias
inverosímiles y fantásticas,
ahora pretende ser una disección
de los aspectos que entorpecen
el funcionamiento de lo
colectivo. Se trata de mostrar
la verdad con la misma precisión
de los hombres de ciencia, en la
línea de lo que ha defendido
Émile Zola en Francia. No en
vano, el fin último de la autora
no es tanto artístico como
moral. Si pinta una realidad
degradada, no lo hace con la
finalidad de recrearse en la
abyección, sino para corregir el
vicio. Por eso, al final de su
novela, puntualiza que «no se
debe describir el mal sino en
tanto que sirva de ejemplo para
el bien». Si se estudia lo que
el ser humano es realmente, ha
de ser con la vista puesta en su
perfectibilidad, en lo que debe
ser. De forma que ofrezca al
lector un buen ejemplo con el
que neutralizar las influencias
perniciosas de la sociedad.
Con este planteamiento
utilitario, lejos del arte por
el arte, Cabello de Carbonera
busca estudiar las taras de los
personajes a partir del medio
ambiente en que se desarrollan.
Los hechos, fruto de la
observación, contribuirán a la
compresión de las leyes de la
herencia, un determinismo que
las deficiencias de la educación
no hacen más que incrementar.
Para la novelista peruana, es
preciso acometer una labor
redentora que implica la
extensión del conocimiento,
equiparado, en la línea de las
doctrinas positivistas, con la
posesión de la verdad
científica.
Como acabamos de ver, el hecho
de ficcionalizar, para Mercedes
Cabello, tiene que ver con la
ciencia lo mismo que con la
literatura. La novela, más que
fantasear, presenta unos hechos
objetivos, con lo que presta su
colaboración a la ciencia en la
lucha por remediar los grandes
problemas de la humanidad. No
obstante, eso no significa que
el escritor deba limitarse a
ofrecer una reproducción de la
realidad, ya que, en tal caso,
no pasaría de ser un mal
imitador. Al mismo tiempo que
presenta los acontecimientos tal
como son, ha de dar un paso más
y ofrecer a sus lectores un
ideal de redención. Redención
concebida desde la perspectiva
laica de unos principios
positivistas, en los que la
ciencia se erige portadora de la
utopía, promesa de un futuro en
el que los hombres se verán
libres de la ignorancia.
En Blanca Sol, el
contraejemplo que hay que evitar
lo ofrece la protagonista,
arquetipo de una alta sociedad
fútil, en la que el dinero es la
medida de todas las cosas.
Aunque, a veces, no se trate de
disponer de bienes tangibles
sino de la capacidad de
aparentar. Para el caso, lo
mismo da. Quien es capaz de
deslumbrar, aunque sea con una
ostentación fingida, consigue
ganarse un lugar bajo el sol del
gran mundo, entre la gente que
realmente cuenta.
Sin más prioridad que llevar un
tren de vida rumboso, Blanca Sol
no permite que ninguna
consideración sentimental la
aparte de su camino. Así, cuando
a su pretendiente le van mal los
negocios, no duda en dejarlo
para irse con Serafín, heredero
de la bonita fortuna de dos
millones. Cierto que este es un
bruto carente de atractivos
físicos, pero posee la fortuna a
la que ella aspira. Porque, más
que un novio con dinero, lo que
busca es “dinero con novio”. Su
propio nombre alude a esta
obsesión por la liquidez.
Porque, si bien “Blanca” posee
connotación de pureza e
inocencia, “Sol” es una
referencia a la moneda nacional.
La contraposición entre ambos
términos sirve para
caracterizar, irónicamente, a un
personaje en el que los valores
espirituales brillan por su
ausencia.
Se ha interpretado a la
protagonista como una especie de
heroína porque «lucha por
manejar su destino y el de su
familia sin esperar que otros
tomen decisiones por ella»
(Arambel-Guiñazú, 2004). Pero
esta interpretación pierde de
vista que Blanca Sol no es un
modelo. La autora no busca que
sus lectoras imiten a su
personaje, sino todo lo
contrario: muestra el
comportamiento reprobable de una
mujer que, al final, recibirá el
justo castigo a su soberbia.
Como ha señalado la historiadora
peruana Sara Beatriz Guardia,
Mercedes Cabello pretende
«mostrar en qué se convierten
las mujeres destinadas a ser
objetos de lujo, sin moral, y
solo animadas por una ansia de
riqueza sin límites» (Pinto
Vargas, 2010).
No es que la protagonista se vea
obligada a utilizar ciertas
tretas para abrirse paso entre
la burguesía adinerada. Lo que
hace, lo hace porque sale de
ella, de la íntima convicción de
que solo una realidad cuenta en
el mundo, la riqueza. Para estar
en la cumbre, no duda en
sacrificar cualquier otro
aspecto de la vida, incluido el
cuidado de sus seis hijos. La
novela, por tanto, no es un
canto a la independencia, sino
una denuncia contra las mujeres
con prioridades distintas a las
de una madre y una esposa. Los
valores tradicionales de la
familia patriarcal no se ponen
en cuestión. Más bien salen
reforzados a través de un
ejemplo disfuncional, en el que
una esposa frívola y un marido
débil no saben cumplir sus
roles.
Mercedes Cabello no condena
tanto el matrimonio como las
bodas de conveniencia propias de
las clases aristocráticas,
dirigidas en exclusiva a la
persecución de un beneficio
material. Para nuestra autora,
no hay diferencia entre este
tipo de enlaces y la
prostitución, opinión que Blanca
expresa cuando dice,
reflexionando para sí misma, que
el matrimonio sin amor significa
una «prostitución sancionada por
la sociedad» (Cabello de
Carbonera, 1889). |
Cuando las parejas se
constituyen por elementos ajenos
a la mutua atracción, el
resultado solo puede salir mal.
A un lado, la mujer, con su amor
espiritual. Al otro, el hombre,
que solo entiende el amor como
una cuestión fisiológica, en la
que no cuenta el corazón, sino
únicamente el cuerpo. Así las
cosas, las parejas acaban
sumergiéndose en un abismo de
incomprensión. Como le sucede,
en la novela, a la protagonista,
cierto que es una mujer
calculadora, pero que, en el
fondo, posee el mismo
romanticismo que las demás. Su
marido, en cambio, solo sabe
ofrecerle «los vulgares
transportes del amor sensual».
Ella, ante un ser tan poco
elevado, no siente sino
repugnancia (Cabello de
Carbonera, 1889).
¿Cómo soluciona tal antítesis?
Para nuestra autora, solo existe
un camino para salvar la armonía
de la pareja, el amor abnegado
de la mujer.
Respecto a la Iglesia, Mercedes
Cabello hace gala de un profundo
anticlericalismo, en la línea de
una Clorinda Matto de Turner.
Para empezar, Blanca Sol ha
estudiado en un colegio
religioso, en el que aprende que
la riqueza es un bien superior a
la virtud. No en vano, las
monjas prestan la mayor de sus
atenciones a las alumnas de
familias bien situadas. Las
pobres, en cambio, son objeto de
menosprecio.
La práctica religiosa aparece
presentada como algo meramente
externo, una especie de ritual
social sin ninguna repercusión
en la moral privada. Blanca Sol,
convertida en una gran dama,
comprende que debe involucrarse
en este tipo de actividades,
amparando asociaciones de
caridad. No porque esté
convencida, naturalmente, sino
porque aparentar piedad
distingue a la «gente de tono».
A la gente distinguida, sí, pero
más en concreto a las mujeres.
En un sistema social que les
niega el acceso a la vida
pública, la religión se
convierte para ellas en una
especie de universo propio,
hasta tal punto de que se
produce una clara escisión por
géneros de la militancia
católica. Mientras los hombres
afirman su masculinidad a través
de la irreligión, porque, en
tanto varones, les toca burlarse
de la fe y no creer nada, las
mujeres acuden a la Iglesia en
busca de un pasatiempo con el
que sobrellevar el vacío de sus
vidas.
Blanca Sol se lanza con
entusiasmo a jugar a gran
mecenas del mundo eclesiástico,
algo que la narradora censura
con acritud. Porque la auténtica
virtud, para Mercedes Cabello,
no estriba en promover grandes
fastos, sino la vida sencilla de
una madre preocupada por la
felicidad de su esposo y la
educación de sus hijos. La
protagonista, por el contrario,
descuida a su familia porque las
grandes señoras se deben, ante
todo, a la sociedad.
Blanca Sol consigue que su
marido sea ministro, pero su
ambición no está aún colmada. Él
desempeña su función con
honradez, y hasta con aplauso.
Pero ella se indigna porque no
ha aprovechado su paso por la
política para hacer negocios.
Los hombres honestos son, a sus
ojos, pobres de espíritu. A los
pícaros, en cambio, les atribuye
mucho talento. Cuando su
familia, finalmente, se arruine,
ella intentará por todos los
medios encontrar el dinero
necesario para evitar la
catástrofe. Incluso acude a un
prestamista, un judío inglés que
intenta aprovecharse de la
situación para obtener favores
sexuales. Mercedes Cabello se
hace eco así de los tópicos
antisemitas acerca de un pueblo
poseído por vicios como la
avaricia y la lujuria. Su
posición es la típica del
antisemitismo de raíz católica,
como demuestra la utilización
que se refiera al personaje con
una expresión despectiva de
naturaleza religiosa, la de
«sectario de Israel».
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La escritora Mercedes Cabello estuvo influenciada por la corriente
del positivismo y del naturalismo,
y se la considera iniciadora de la novela
realista peruana. |
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Llueven las críticas
Blanca Sol,
como no podía ser menos, suscitó
un escándalo en la sociedad
limeña, y su autora se convirtió
de pronto en una apestada: dejó
de acudir a las reuniones
literarias y se alejó de su
entorno de amigas escritoras.
Las críticas, mientras tanto,
arreciaban. Juan de Arona, en
uno de sus “chispazos”, se burla
de ella sin piedad. Pedro Paz
Soldán tampoco se muestra
benevolente.
El descontento ante la audacia
de Cabello de Carbonera cunde
incluso en círculos que podían
ser considerados relativamente
“progresistas”. Juana Manuela
Gorriti reaccionó airada. La
novela, a su juicio, era indigna
de la pluma de su amiga. Nada
más comenzar su lectura, según
le confiesa a Ricardo Palma,
observa «una inconveniencia
sobre la educación que Lima da a
la mujer». Le parece que su
amiga Mercedes ha incurrido en
una falta de tacto (Batticuore,
2004).
Para Juana Manuela, Mercedes
había ido demasiado lejos con
una historia demasiado
escabrosa, en la que el mal
aparecía pintado con «lodo» y no
con «nieblas». Una mujer, al
contrario que un hombre, debía
ser prudente con lo que
escribía, porque se expone a
reacciones que la van a dejar
mal parada, puesto que a ella,
en tanto mujer que es, se la
puede «herir de muerte» con una
palabra difamatoria. Según
Susanna Regazzoni, este
comentario demuestra que las
escritoras del siglo XIX eran
plenamente conscientes de hasta
dónde podían llegar y en dónde
estaban los límites (Regazzoni,
2012). Tal vez. Pero lo más
patente es que la Gorriti
aparece pusilánime, sin esa
rebeldía genética que le
atribuyen determinados estudios
de cariz hagiográfico. Ella
hubiera preferido que la peruana
se hubiera dedicado a
«lisonjear» y repartir «miel» a
manos llenas. En lugar eso, no
ha tenido mejor idea que
escribir una novela desatinada,
por culpa, según le dice a
Ricardo Palma, de una influencia
nefasta que habría sabido abusar
de la inocencia de Mercedes
Cabello, empujándola al
desaguisado. Juana Manuela se
cuida de no poner nombre a la
persona responsable del mal,
aunque da entender que Palma ya
sabe a quién se refiere: «Dé una
mirada en torno y hallará».
Sabemos, únicamente, que se
trata de un hombre, un individuo
«amable y de buena sociedad» (Batticuore,
2004).
¿Se trataba solo de un malestar
por una crítica social demasiado
fuerte? No. El escándalo también
tenía que ver con un retrato en
exceso trasparente de personas
concretas, reales, que en la
novela aparecían con una
identidad apenas velada por los
nombres supuestos. Estupefacta,
Juana Manuela apunta que la
autora no se ha dejado a nadie
en el tintero. Todos están:
desde el marido de voz aflautada
al enamorado que renuncia al
cortejo a cambio de que paguen
sus deudas. Por mucho que
Cabello de Carbonera quiera
negar los parecidos con la
realidad, el mal ya no tiene
remedio. Al parecer, los
damnificados tramaban vengarse a
través de una contranovela en la
que habría «horror y medio».
Juana Manuela le hizo llegar a
Mercedes sus críticas. Su
franqueza provocó una tormenta
entre las mujeres porque la
peruana se tomó a mal los
comentarios. Dejó de escribir a
su amiga a Buenos Aires e
incluso la culpó de que la
prensa de la capital argentina
no se hiciera eco de su trabajo
(Batticuore, 2004).
Después de Blanca Sol, Cabello
de Carbonera publica Las
consecuencias. Esta vez,
Juana Manuela, tras una primera
hojeada al libro, se queja por
encontrarse con más de lo mismo,
un camino que le parece por
completo desatinado: «Qué
prurito de presentar por todas
partes y bajo todas sus fases el
mal, y jamás el bien». Los que
se obstinan en escribir así, le
escribe a Palma, parecen haber
vivido siempre en una pocilga
donde se sumía su cuerpo y su
alma.
Juana Manuela le aconsejó a
Mercedes un cambio de rumbo,
pero solo consiguió provocar un
enfado. Tras concluir el libro,
le pareció que era aún más
radical que Blanca Sol.
Porque Mercedes, inmersa en su
cruzada contra los prejuicios
sociales, se atrevía a apelar al
mundo entero, y lo hacía con más
coraje que el mismísimo Zola, al
descubrir, por ejemplo, la
hipocresía de las damas de las
asociaciones piadosas o
denunciar el mal comportamiento
del clero. En una muestra de
ironía, la Gorriti escribe que
su amiga se ha tomado el trabajo
de oler las sotanas para poder
anunciar al mundo que hieden
(Iglesia, 1993).
Nuestra autora, mientras tanto,
no deja de cultivar el ensayo.
Con La novela moderna
obtiene un galardón
internacional. Su texto, en
palabras de una especialista,
refleja un conocimiento en
profundidad tanto de la
literatura francesa como de la
española (Scott, 2006).
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Para regenerar el Perú
La siguiente novela de Mercedes
Cabello será El conspirador,
una audaz ficción política que
ha sido considerada el primer
título naturalista dentro de la
literatura peruana. Porque el
protagonista no podría escapar a
su triste destino. La autora,
sin embargo, marcó distancias
con la narrativa de Zola. Su
modelo era, más bien, el de
Honoré de Balzac.
Como todos los que escriben
autobiografías, Jorge Bello,
protagonista de El
conspirador, promete
sinceridad. Se encuentra en la
cárcel, en espera de juicio.
Pese a la tentación de fugarse,
opta por pasar el tiempo libre
escribiendo la historia de su
vida. Su infancia es la de un
huérfano criado entre mimos, lo
que no ayuda precisamente a
corregir su raquitismo. El
excesivo ejercicio intelectual a
esa edad, según la autora,
deviene peligroso ya que conduce
a la imbecilidad. Las familias
pobres educan a sus hijos como
si fueran a ser príncipes toda
la vida, cuando, en realidad,
tendrán que conformarse con una
subsistencia modesta. De esta
pésima educación nace la
“empleomanía”, una epidemia
“esencialmente peruana”. Los
ciudadanos, viciados ya desde la
infancia, son incapaces de
enfrentarse a las dificultades
que plantean la agricultura, la
industria o el comercio.
Como vemos, para Cabello de
Carbonera, uno de los males del
Perú radica en la omnipresencia
del Estado. Los ciudadanos
aspiran a ser funcionarios para
vivir a costa de las arcas
públicas sin más complicaciones.
Es la opción más cómoda, ya que,
de esta manera, se ven
dispensados de la obligación de
tener espíritu de iniciativa,
actitud esta que hace que el
país se resienta en su economía,
a falta de las personas
emprendedoras capaces de
situarlo en la senda del
desarrollo y la prosperidad. El
poder público, en lugar de
incentivar a los agricultores, a
los industriales, a todos los
que se dedican a alguna
actividad productiva, prefiere
obstaculizar su labor con
interminables trabas e impuestos
excesivos. A los funcionarios,
en cambio, todo les está
permitido. Sus caminos son tan
“fáciles y cómodos” como
“escabrosos y difíciles” son los
que se aventuran por el sector
privado.
No es este, por desgracia, el
único grave problema de la
nación andina. En contraste con
lo que debería ser una república
democrática, las instituciones
son débiles, sometidas a los
vaivenes de las conspiraciones
militares. Ante la farsa de las
elecciones, en las que siempre
gana el candidato oficial, no
existen vías para llegar al
poder de una forma pacífica. De
ahí que todos se consideren
legitimados para recurrir a la
violencia, lo que significa
buscar a un espadón dispuesto a
colaborar. Por eso, la crítica
de Mercedes Cabello contra el
estamento castrense resulta
especialmente dura, por no decir
sangrante. En Sacrificio y
recompensa ya había abordado
el tema a través de la figura
del coronel que pretende a
Elisa, un adulador que convierte
el servilismo en un instrumento
para hacer carrera. Él se
considera un héroe por quitar y
poner gobernantes, pero Elisa le
responderá que esa no es una
razón de orgullo para una
militar. Porque su deber no es
inmiscuirse en cuestiones
políticas, sino pelear contra
los enemigos extranjeros
(Cabello de Carbonera, 2005).
En El conspirador aparece
otro coronel, un personaje
casado con la tía del
protagonista, la viva
encarnación de todos los vicios
de un ejército más apto para los
golpes de Estado que para la
defensa nacional. Es un
arquetipo tan perfecto de la
institución que, en un alarde
demoledor de ironía, aparece
caracterizado con las cualidades
idóneas para alcanzar la
presidencia: «él tenía todas las
condiciones para ser el sucesor
de otros muchos; era militar,
ignorante, bruto y porfiado»
(Cabello de Carbonera, 1892).
A la presidencia no llegará,
pero sí ocupará el puesto de
prefecto, desde el que ejercerá
una autoridad despótica,
demostración palpable de que el
estado de derecho, en Perú,
equivale a papel mojado.
Mercedes Cabello lo muestra al
contraponer a los gobernantes
que acatan las leyes con estos
reyezuelos de provincias que no
obedecen más norma que su propia
voluntad. El que nos ocupa
utiliza el cargo para ejercer
todo tipo de abusos, sin excluir
el asesinato, todo lo cual no
importa nada porque sus
poderosas amistades le confieren
una impunidad absoluta.
Por tanto, si la carrera de las
armas resulta cómoda, al no
exigir una vida de estudio y
ofrecer a cambio sustanciosas
oportunidades para medrar, está
claro que es la mejor opción
profesional con vistas a
alcanzar el éxito y el poder.
Aunque este es un punto con el
que no todos los personajes de
El conspirador están de
acuerdo. La novela también nos
informa de que los militares no
gozan del favor de la opinión
pública. Se les acusa, en
resumen, de constituir una casta
excesivamente abultada, incapaz
de rendir servicios útiles a la
sociedad. Por eso mismo, un tío
del protagonista, canónigo,
alude a «los daños gravísimos
que el militarismo trae a las
naciones».
¿Cómo es posible, pues, que se
haya llegado a tal estado de
degeneración de la cosa pública?
Para nuestra autora, su patria
adolece de una cultura política
fundamentada en el sagrado
principio del respeto al poder
constituido; antes bien, prima
la tendencia deslegitimar
cualquier gobierno por el mero
hecho de serlo. Ese es el caldo
de cultivo para que proliferen
toda suerte de redentores,
justificando la rebelión como el
camino más corto para sacar al
país de la postración. Así, en
todas las clases sociales, se
aguarda la llegada del Mesías
que supuestamente ha de acabar
con los abusos del poder y los
saqueos continuos. Surge así el
enfrentamiento entre Lima, la
capital, representante por
excelencia del orden
establecido, y Arequipa, la
ciudad de donde parten los
movimientos disidentes, que, a
través de la vía armada y la
sedición, aspiran a cambiar el
color del gobierno.
Se ha especulado sobre si Jorge
Bello, el protagonista de El
conspirador, retrata
veladamente a algún caudillo
real. Clorinda Matto de Turner,
en su recensión de la novela,
insinuó que el modelo no era
otro que Nicolás de Piérola
(Pinto Vargas, 2010). Pero esta
teoría, como la que apunta a
Manuel Ignacio de Vivanco,
carece de fundamento porque
Bello, en realidad, es un
arquetipo más que un personaje
concreto, es el paradigma del
político poco escrupuloso que
encuentra en la conspiración el
único instrumento para hallar la
solución milagrosa de los males
del Estado.
El remedio, sin embargo, resulta
peor que la enfermedad. En lugar
de ser un instrumento de
progreso y de regeneración
política, la revolución
constituye un movimiento
retrógrado con el que los
peruanos se acercan cada vez más
a la barbarie. Los caudillos
suscitan esperanzas infundadas,
pero no hacen más que cambiar
una tiranía por otra. En ellos,
la retórica patriótica solo
esconde inconfesables intereses
personales.
Mercedes Cabello, en efecto, no
se hace ilusiones respecto a
ningún aspirante a salvador de
la patria. En su opinión, la
revolución no es más que un
instrumento de ascenso social
para la clase media. Los
beneficiarios, gentes sin
talento ni patriotismo, ocupan
el poder como quien ocupa una
propiedad particular, que
utilizarán, no para el bien
público, sino para repartirse
todo tipo de sinecuras. La
autoridad del caudillo se basa
precisamente en la utilización
sistemática del clientelismo,
por cuanto sus partidarios le
siguen por el beneficio que
esperan recibir.
El protagonista de la novela, no
sin cinismo, nos lo explica al
evocar su labor como ministro de
Hacienda. Un político, si quiere
tener partidarios, ha de hacer
favores para no perder a los
amigos. No puede, por tanto,
permitirse el lujo de ser
austero y honrado. De ahí que su
oficio, más que con el servicio
público, esté emparentado con el
comercio. Lo mismo que cualquier
mercader, el líder de un partido
ha de dar para recibir. La
conclusión, por tanto, resulta
tristemente desoladora. Por duro
que resulte decirlo, la
rectitud, en la política, no es
más que un mito: «Solo los
tontos o ilusos le sacrifican su
porvenir y bienestar» (Cabello
de Carbonera, 1892). Importa,
pues, la conveniencia propia, no
el bien común de un pueblo al
que las élites desprecian. Las
masas son, por definición,
fáciles de engañar. El propio
protagonista de El
conspirador reconoce que ni
siquiera él cree en su propio
discurso: conceptos como la
“igualdad” o la “fraternidad”
solo sirven para embaucar a los
ilusos.
Como acabamos de comprobar, la
política peruana equivale, a
ojos de Mercedes Cabello, a una
monumental impostura, a un juego
de intereses donde no hay
espacio para los sentimientos
nobles. Un juego que no sirve
para nada positivo, mientras,
por el contrario, su capacidad
para producir desastres no
parece conocer límites. Pese a
tratarse de algo fútil, las
elites de se lo toman tan en
serio que viven escindidas por
sus ridículos antagonismos de
partido. Tanto es así que
incluso las familias acomodadas
aparecen desunidas por la fiebre
de la política. El fanatismo
hace tantos estragos que todos
creen que aquellos de ideas
contrarias a las suyas no pueden
ser honrados. Ni tampoco gente
de talento.
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Mercedes Cabello,
según una fotografía datada en 1895, de
Adolfo Dubreuil. |
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La trampa de la
enfermedad
El conspirador
fue el último libro de Mercedes
Cabello. Concluía así un ciclo
novelístico que no destaca por
la perfección formal, puesto que
la autora, las más de las veces,
parece escribir a vuela pluma.
No obstante, su obra posee otras
cualidades como la sinceridad,
el sentido crítico con
determinadas taras sociales o la
disección de la psicología de
los personajes (Pinto Vargas,
2010).
Atraído por su fama, el chileno
Juan Enrique Lagarrigue se
dirigió a ella en una carta
pública, a la búsqueda de una
mesías que llevara a las mujeres
una nueva doctrina sagrada, el
positivismo. Mercedes debía
convertirse así en apóstol de la
“Religión de la Humanidad”. El
mismo Comte había pronosticado
que esta misión correspondería a
una “española”, término que
Lagarrigue interpreta en sentido
amplio, englobando también a las
americanas por pertenecer a la
misma órbita lingüística y
cultural.
La peruana tardó un año en
responder y lo hizo, igualmente,
de modo público. Elogia, por un
lado, el positivismo como una
herramienta para erradicar
flagelos de la humanidad como la
guerra y el hambre. Cree, sin
embargo, que alcanzar ese
estadio de desarrollo no es
posible: el mundo no está
capacitado aún para ser
receptivo ante las ideas
comtianas, las únicas viables
frente a los graves problemas de
la humanidad. Este carácter
utópico es una de sus razones
para declinar la oferta del
chileno. La otra tiene que ver
con la posición de la mujer
dentro del orden positivista,
condenada a permanecer en el
ámbito doméstico, sin que se le
permita acceder a los estudios y
el trabajo remunerado.
En 1893 se le diagnóstico a
nuestra autora una enfermedad
mental, una “parálisis general
progresiva”. En un principio, el
mal se atribuyó a un exceso de
trabajo. En realidad, pudo haber
sido una sífilis, contraída a
través de su esposo. Los
intentos de tratarla a través
del cloral se revelaron, más que
infructuosos, contraproducentes,
por tratarse de una sustancia
con efectos tóxicos. Debió
padecer una situación espantosa,
a juzgar por una carta en la que
describe su estado: «Sufro
insomnios horribles que llegan
hasta el extremo de tenerme ocho
días consecutivos, con sus
noches, sin dormir ni un solo
momento. He agotado los
narcóticos y los anestésicos sin
alcanzar resultado ninguno».
Pensó, para curarse, ir a Chile
en busca de un clima más
beneficioso para restablecer su
«desequilibrado sistema
nervioso» (Cabello de Carbonera,
1893).
Por esas mismas fechas, Clorinda
Matto acababa de publicar su
novela Herencia, acerca
de cómo los hijos acaban pagando
los pecados de los padres.
Mercedes la criticó
salvajemente, de la misma forma
que Juana Manuela había
arremetido contra su Blanca
Sol, en una demostración
palpable de que la fraternidad
entre escritoras pertenecía al
reino de lo imaginario. A su
juicio, Clorinda había ido
demasiado lejos. El hecho de
escribir novelas naturalistas no
le daba derecho a “dejar de ser
mujer”. Puesto que criticaba el
estilo de Zola, por más que fue
un titán de las letras, ella no
podía transigir con la obra de
la discípula peruana y aceptar
así en una mujer lo que
rechazaba en un hombre. Desde su
óptica, era una cuestión de
coherencia personal (Cabello de
Carbonera, 1893). No obstante,
esta decepción la mantuvo en
privado. No se atrevía a decirle
a su amiga a la cara el motivo
de su disconformidad.
Mercedes no abandonó de
inmediato la actividad. Algunos
años después, en 1898,
protagonizó un escándalo al
defender una educación no
clerical para la mujer. Algunos
ataques fueron especialmente
mezquinos, como es el caso de la
también escritora Lastenia
Larriva, que se consideraba con
más legitimidad para hablar del
tema porque ella sí era madre.
Con la salud destrozada, ingresó
en el manicomio del Cercado.
Sufría de insomnio, su
locomoción era deficiente y
tenía alucinaciones. La muerte
le llegó en 1909, sin que la
Medicina pudiera hacer gran cosa
en su favor. La prensa no
informó del deceso, con la
excepción de un breve obituario
en El Comercio (Pinto
Vargas, 2003). En ese momento,
por su locura final, se la
consideraba una mujer
extravagante. No obstante,
Ventura García Calderón escribió
que algún día sería considerada
la primera escritora del Perú.
Ese momento no llegó
inmediatamente, pero, tras
décadas de olvido, estudios como
la monumental biografía de
Ismael Pinto contribuyeron a
sacarla de un injusto
ostracismo. |
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Cabecera de la revista “La Alborada. Semanario de las Familias”. |
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—— (1889): Blanca Sol.
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Imprenta de Torres Aguirre,
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Ensayos críticos sobre Juana
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—— [ed.] (2010): Primer
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REGAZZONI, Susanna [ed.] (2012):
Antología de escritoras
hispanoamericanas del siglo XIX.
Cátedra, Madrid.
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Francisco Martínez Hoyos (Barcelona,
1972), doctor en Historia
por la Universidad de
Barcelona con una tesis
sobre la JOC (Juventud
Obrera Cristiana) bajo el
franquismo, ha profundizado
en el mundo del Cristianismo
progresista en nuestra
sociedad actual con otros
estudios, como La cruz y
el martillo. Alfonso Carlos
Comín y los cristianos
comunistas (Ediciones
Rubeo, 2009), una biografía
sobre el conocido artífice
del diálogo entre fe y
marxismo. Esta pasión por la
historia de los movimientos
religiosos se refleja
también en Cristianismo e
Islam (Ediciones
Cátedra, 2020), donde aborda
las relaciones entre ambos
monoteísmos.
Ha dedicado varios trabajos
a la historia de América
Latina, como Francisco de
Miranda, el eterno
revolucionario (Editorial
Arpegio, 2012), Breve
Historia de Hernán Cortés (Nowtilus,
2014), Breve Historia de
la Revolución Mexicana (Nowtilus,
2015), El indigenismo:
desde 1492 hasta la
actualidad (Ediciones
Cátedra, 2018) y Che
Guevara. Biografía (Editorial
Renacimiento, 2020).
Es autor asimismo de Kennedy (Sílex
Ediciones, 2017), un
ambicioso retrato lleno de
claroscuros del ocupante más
legendario de la Casa
Blanca, en el que repasa no
solo la inabordable
bibliografía que existe en
habla inglesa y la prensa de
la época, sino también los
documentos de archivo los
informes del embajador de la
España franquista que
guardan relación con el
biografiado.
Es articulista y crítico de
libros en las revistas Historia
y Vida y El Ciervo.
En el terreno literario, ha
publicado relatos cortos en
antologías como Perversidades.
Cuento al Filo (Rubeo,
2015).
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 3. Página 13. Año XVIII. II Época. Número 102.
Enero-Marzo 2019. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2019 Francisco Martínez Hoyos.
© Las imágenes han sido tomadas, a través del buscador Google, de la web "Las Escritoras Latinoamericanas del XIX" (ELADD) y el Archivo de la Biblioteca Nacional del Perú, y se usan exclusivamente como ilustraciones del texto.
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