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YAMILA GRECO
NACIÓ el 29 de agosto de 1979 en
Buenos Aires, ciudad en la que
reside, Argentina. Sus poemarios
Sobrevivir es una
curvatura (Casa Litterae
Ediciones) y Respirar
puede ser un fracaso
(con prólogo de Daniel Rojas
Pachas, Editorial Cinosargo,
2009) fueron publicados en Chile
y en soporte electrónico. Ha
sido incluida en las antologías
Niños que se tragan la
luna (selección de José
Antonio Castillo Riaño y prólogo
de Benjamín Valdivia, El Cálamo
Editorial, México, 2009),
Cadáver en mano (Visceralia
Editorial, Chile) y Verso
a verso (selección y
prólogo de César Melis,
Editorial Dunken, 2008). Poemas
suyos han sido traducidos al
italiano, inglés y catalán. Para
la revista-e mexicana “Círculo
de Poesía”, efectuó, en 2009, la
selección de poemas para
Breve muestra de poesía
argentina actual. Además de
haber colaborado en numerosas
plataformas de Internet, lo
hecho también en diarios y
revistas de soporte papel, como
“La Gualdra” (suplemento
cultural del periódico “La
Jornada Zacatecas”), “Casa del
Tiempo” (México), “Fanzine
Formidable”, “El Invisible
Anillo”, “Nayagua”, “Pélago”
(España); “Avatares” (Colombia);
“Lilith” (Argentina), etc.
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Yamila Greco
(Buenos Aires, Argentina, 1979),
autora de los poemarios
"Sobrevivir es una
curvatura" (Casa Litterae
Ediciones) y "Respirar
puede ser un fracaso"
(2009), responde a las cuestiones de
Rolando Revagliatti. |
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R. Revagliatti.— Van títulos, Yamila: tu
infancia.
Yamila Greco.—
Mi infancia se encuentra plagada
de presentimientos, recuerdos
internos, temblores de lo que
habría de ser; hoy puedo decir,
el encuentro con el futuro,
anticipado en cada una de las
sensaciones que por entonces no
tenían voz. Fui una niña
emocionalmente desbordante y
sumamente intuitiva; podía
entrever más allá de las formas,
captaba las sensaciones ajenas
como una certeza. La separación
entre el decir y el ser nunca me
fue extraña, afectándome
profundamente; lo que vivía
allá, afuera, era tan real como
lo que la apariencia
constantemente desmentía. Hoy,
cuando evoco episodios de mi
infancia, vuelta en el tiempo y
convertida, me resigno en el
vano ejercicio de agudizar la
mirada, con el fin, aunque
impuro, de salvar a la niña,
para salvar a la adulta, para
salvarme a mí. En esos momentos,
cuando noto que nada alcanza,
porque incluso ahí, el cansancio
ya se sentía, comprendo que mi
niñez fue una preparación, un
presagio. Me veo, sola y fría,
callada, aunque extrema en lo
visible tan pequeña, pero
grande, reconociendo todo en
todos. Así era mi mundo,
explosivo y no advertido. De
este modo crecí, de esta forma
soy. Pienso en mis padres y en
su angustia por mi silencio.
Aunque lo intente, jamás podría
explicar con suficiencia el
temblor natural ante mí misma,
el corazón instaurando en mí su
deseo de posesión, esperando por
algo que, ahora sé, nunca
llegaría.
Transformaba los espacios en
sitios insólitos; intentaba
reflejar todo aquel bullicio
interno, no solo quería
percibirlo, sino adaptarle un
rostro, palparlo. Esa partición
me empujaba al borde, a lo
excesivo. Era aficionada a
disfrazarme. Salía así a tocar a
la puerta de los vecinos. Ellos
me recibían y yo, calcando sus
formas, los llamaba por su
nombre y les inventaba historias
terribles. Jamás me reía, seguía
el relato hasta que, finalmente,
el hartazgo los obligaba a
expulsarme. Imitaba a mis
familiares, de una manera tal
vez cruel. Los recreaba para
vengarme de su silencio. En una
ocasión, tomé la agenda de mi
madre, llamé uno por uno a todos
sus contactos y les dije que
ella había fallecido. Era mi
estilo de constatar el más allá,
de acortar las distancias. Esa
sensación, existente, pero
invisible, es la fuerza que creó
mi vida. Lo que no tiene lugar,
lo que no se dice. Lo que se
dice, pero no se entiende, lo
inexistente bajo el techo de
este mundo. La voluntad de
definir el otro lado, sin luz
que lo atestigüe, y, de acá, las
voces que lo deforman. Encuentro
en estas huellas lo que yo creo
es el alma. Muchas veces
descubrirla o percibirla es
sinónimo de aislamiento, de
soledad. Lo cierto es que la
esperanza es la consecuencia de
esta antigua pureza donde la
infancia representa la lucidez.
Observo mi miedo, que es el
suyo, y me recuerdo con la
confianza que otorga saber que
hay una persona viva. |
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Yamila Greco, con su perro Nicanor. |
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RR.—
Recuerdos / Niñez.
YG.—
Si bien tengo dos hermanas, soy
hija única de mis padres y me crie como tal, rodeada de
mayores. Me gustaban los libros,
los papeles y, sobre todo, el
aroma a tinta. Trazaba garabatos
con el mismo afán que si
estuviera escribiendo un poema;
yo era pequeña, pero aquel
impulso de mi mano anticipando
borrones quedó grabado para
siempre en mi memoria; eran
palabras sin serlas, ese era mi
lenguaje: incomprensible para
los demás, pero clarísimo para
mí.
Vivía rodeada de juguetes. Una
tarde volví de la escuela y el
cuarto estaba vacío. Habían
llevado todo a casa de mis
abuelos paternos. Intentaron
convencerme de que yo había
crecido. Tenía siete años. Esa
pequeña introducción a la
pérdida me marcó: me veo, triste
y desamparada, tomando,
obligada, una consciencia cada
vez mayor, y contemplo a mis
padres ignorando la fuerza
extrema de mi sufrimiento,
sonriendo y arrebatando parte de
mi inocencia mientras yo gemía,
abatida por la realidad. Me
senté en la cama y no pude
llorar, me ahogaba, la angustia
permanecía inmóvil, atascada en
la garganta, como si me quisiera
enseñar, como si necesitara que
yo supiese que el dolor no había
nacido para ser tragado. Lo que
vendría se encargaría de
confirmarlo.
El sótano de mi abuelo era uno
de los sitios prohibidos por mi
corazón, sentía pánico cada vez
que aquella puerta se abría y
alguien desaparecía en ese pozo
oscuro y, aparentemente, sin
fondo, al que ahora me tenía que
enfrentar. No me di por vencida,
el sentimiento me empujaba,
estaba decidida a rescatar
aquellos juguetes que para mí
tenían alma y me llamaban. Los
asumía solos, abandonados, la
revelación de mis sentimientos
volcados en el plástico. Era la
hora de levantar la mirada. Bajé
las escaleras conteniendo la
respiración, la retuve mientras
observaba aquellos pedazos de mi
infancia extraídos y habitando
en tierra ajena. Era como un
retorno, mi cuarto en otro
lugar, el mismo, pero bajo un
manto, desterrado. No era mía la
decisión y no lo logré. Me
sacaron incompleta, fragmentada.
Yo misma era parte de mi pasado,
sin regreso ni reunión aparente.
En ese instante supe que todo
aquello era un símbolo, la
coincidencia entre dos estados
cuya incógnita se daba en el
cuerpo. No sabría definirlo,
pero en aquel momento, para mí
fatal, surgió la necesidad del
lenguaje, por primera vez, como
figura manifestante de ese
reencuentro. |
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Vivía rodeada de juguetes. Una
tarde volví de la escuela y el cuarto estaba
vacío. Habían llevado todo a casa de mis
abuelos paternos. Intentaron convencerme de
que yo había crecido. |
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RR.—
La noche.
YG.—
Mis padres eran nocturnos. Estar
levantados hasta pasada la
madrugada era para nosotros
particular motivo de alegría.
Salíamos a pasear en coche,
ellos se sentaban en algún bar y
yo, en el medio, desbordante de
felicidad. Al regresar, comíamos
y luego mirábamos una película.
Eran momentos maravillosos,
donde nada podía entristecerme.
Por ello, la noche es, para mí,
esperanza y posibilidad, la
inclusión de la palabra en todo
lo olvidado, compañía y futuro
luminoso, lapso de paz; en sus
sombras habita esa promesa.
Ofrece, además, un límite
indestructible, el espacio donde
nadie puede entrar ni quebrarme
la voz. Así la recibo, así la
padezco. Cuando la luz cae, yo
revivo. Como un pasaje mágico,
mi ánimo cambia, los ojos, la
expresión. No logro concentrarme
en nada ni en nadie durante el
día; me es imposible mantenerme
realmente despierta; mis
almuerzos son caóticos y la cena
es, para mí, sagrada, en la que
no hay más que lugar para el
gozo. No cierro los ojos hasta
llegada la mañana. Vivo de noche
y nunca me alcanza. Este amparo,
el mundo en todos sus
ofrecimientos, hacen de esas
horas el tiempo donde todo es
posible.
Es extremadamente difícil vivir
así, confuso. Cargo con una
tristeza tan marcada que me
invade aún en aquellos momentos
donde debería intentar ser
feliz. Descreo de lo que veo y
me aferro a lo que siento, tal
cual el alma lo establece, sin
comprobación y sin posibilidad
de obtener empatía alguna. El
desamor es el margen que
constituye mi vida.
Irónicamente, ofrezco a cambio
lo contrario, y es tanto el
desorden que se presenta a mi
alrededor que nadie puede
soportarme. En consecuencia, el
abandono, sincero como una
sombra y, asimismo, como un peso
superior a mi cuerpo. Con él
debo caminar sin descanso ni
sitio que me reconforte. He
tenido que respirar bajo este
aire envenenado tanto tiempo ya,
que muchas veces me encuentro
entumecida. Cuando tenía veinte
años, quizás, la amargura se
disipaba, porque creí tener toda
la vida por delante. Hoy,
indeciblemente más cansada,
cambié mi aspecto por una
especie de resignación que ni yo
misma tolero.
La sumisión no encaja con mis
huesos, pero me demoro tanto en
mi interior que últimamente me
encuentro cayendo a los pies de
cualquier derrota. Fui
indestructible, creí serlo, sin
notar que en cada batalla, en
cada imposición, se
resquebrajaba un poco más mi
alma. Carezco de ansias, de
soluciones. Rechazo todo, yo
incluida. Es como si yo misma me
hubiera enterrado. Si me
preguntaran cuál es mi forma o
proyecto, no sabría responder.
Hace algunos, pocos años,
hubiera dicho el cine. Hoy
tampoco hallo esperanza en eso.
Con respecto a la poesía, intuyo
firmemente que me ha dejado más
sola de lo que puedo resistir.
Existe una especie de
contradicción, de fatalidad, en
cada página que leo; allí reside
el fin de toda incomprensión,
haciéndose carne la esperanza y,
sin embargo, cuando salgo al
mundo y me encuentro encerrada
en un espacio aberrante,
habitado por la premeditación,
su figura retorna doble, más
dolorosa. Los años pasan y el
fin nunca llega, entonces me
miro al espejo y descubro que
tampoco estoy viva; que el
tiempo, haga lo que haga, no
coincide. No es más que la
fugacidad convertida en
consciencia, una aproximación
con anhelo de final que me
inquieta y me consume.
Pienso mucho en la muerte, casi
constantemente; la deseo y le
temo. Le tengo terror a la
muerte de mi perro, y sé que,
mientras él exista, la mía no
tiene ninguna posibilidad. Así
son mis días, poco divertidos.
No tengo contacto con casi
nadie, ni siquiera por Internet.
No presento ningún interés por
eso ni por nada. Seguramente
muchos profesionales dirían que
padezco esto o aquello, que
podría componerse, que tengo
solución. Sé que eso no va a
suceder y tampoco quiero
aplacarlo. |
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Es extremadamente difícil vivir
así, confuso. Cargo con una tristeza tan
marcada que me invade aún en aquellos
momentos donde debería intentar ser feliz.
Descreo de lo que veo y me aferro a lo que
siento, tal cual el alma lo establece, sin
comprobación y sin posibilidad de obtener
empatía alguna. |
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RR.—
Hogar / Cine.
YG.—
Nuestro hogar estaba repleto de
libros y películas. Visitábamos
muchas librerías, y, sobre todo,
ciertos escaparates nocturnos,
donde encontrábamos revistas
antiguas y libros usados que aún
hoy son mi fascinación. También
íbamos muchísimo al cine,
costumbre que hoy perdí, ya que
no me gustan las multitudes y me
cuesta muchísimo mirar una
película y no fumar. Además de
ser buen lector, mi padre era un
cinéfilo apasionado. Teníamos
una videoteca con más de 2 000
películas, esa es mi herencia.
Mi amor por el séptimo arte es,
tal vez, superior a cualquier
otro. Por un tiempo fui
catalogadora de un sitio de cine
arte; luego creé el mío propio,
“Antiteatro”, muerto hoy en día.
Soy fanática de Werner Herzog y
de John Cassavetes, profeso un
amor sobrehumano hacia Rainer
Werner Fassbinder; admiro a Pier
Paolo Pasolini, no solo como
cineasta, sino como ser humano,
en todas sus expresiones; a Carl
Theodor Dreyer, creador de uno
de mis films preferidos:
Gertrud, de 1964, figura del
amor absoluto; Ingmar Bergman y,
sobre todo, Andréi Tarkovski:
poesía hecha materia.
Diría que la película que más me
identifica es Gone with the
wind, de 1939: la revolución
nacida de los golpes, del
fracaso, elevando el amor a su
grado más alto, el sacrificio.
La lucha, abierta y total contra
el rencor, surgida de un mundo
que no parece enterarse del
sufrimiento y esconde las manos
con un egoísmo desalentador. Esa
debilidad transformada,
instalada en el borde de las
heridas que sostienen los
cimientos, es el resentimiento
evolucionando hacia una acción
superior. La protagonista
resiste, hallando su fuerza en
cada latido enterrado en los
escombros, mediante el impulso
constante del corazón. La
película es la historia de la
voluntad, la voz del alma
buscando su lugar. La esperanza,
tantas veces fiel, amarga e
incómoda, puede llegar a
enloquecerte cuando no lo estás
intentando, pero es a través de
esa pulsión donde la palabra
encuentra su verbo: Dios o
nombrar y que suceda. Es una
obra maravillosa que jamás me
canso de ver.
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Yamila Greco, durante su estancia en
Barcelona. Un descanso turístico. |
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RR.—
Colegio.
YG.—
El colegio nunca me gustó. Iba a
doble escolaridad y lo sentía
agotador. Era pésima en
Matemática, peor en todo.
Presenté muchísimos problemas de
conducta: até a una compañera
con una soga de saltar.
Engañándola, la puse de cara
contra la pared y la empujé. En
otra ocasión, tiré a otra por
las escaleras. Los niños eran
muy crueles, me hacían
constantemente a un lado y yo,
dentro de mi inocencia, quería
que me explicasen el motivo.
Nadie lo hacía y a mí me
generaba impotencia, una
sensación de injusticia que no
podía controlar y reaccionaba
salvajemente. Alteraba entonces
situaciones con el fin de
incomodarlos: ocurrió una vez
que hacían una ronda y no me
permitieron participar. Fui al
baño, me despeiné, desgarré mi
ropa, me presenté en el medio
del patio de juegos como una
aparición y le dije a la maestra
que los niños me habían
lastimado. No era mentira.
Entendía aquello como un abuso.
Quería el encuentro cara a cara
con alguien que me dijera el
motivo por el cual yo no
pertenecía. Jamás lo logré.
Al comenzar el secundario,
descubrí la música y no hubo
retorno. Me sentía incluida,
respaldada. Hallé en eso la
libertad. Continué cursando
hasta que, finalmente, en
segundo año, abandoné.
RR.—
Adolescencia / Introducción a la
escritura.
YG.—
Al dejar los estudios me dediqué
completamente a la tarea de
plasmar mi furia en el papel. Mi
padre me había obsequiado una de
sus máquinas de escribir; las
tenía a montones, ya que las
coleccionaba. Toda la noche leía
y escribía. Podía hacerlo porque
gozaba de total autonomía. En
esa etapa me volcaba a los
relatos. El primero que escribí
se titulaba Corte de luz
universal. Trataba sobre un
ciego a quien su esposa, ya
fallecida, le había asegurado
que se había cortado la luz en
el mundo, que nadie podía ver
nada. Y así vivía, amparado por
aquellas palabras, alejado de
todo contacto, preso a la vez de
una pertenencia y universalidad
sostenida en la mentira. Hasta
que alguien llama a su puerta,
una antigua amiga que intenta
decirle la verdad. Él elige no
creerle y le arranca los ojos.
Era un cuento corto, de una
página, y en la última oración
exclamaba: ¿Era o no cierto que
se había cortado la luz en el
universo?
Disfrutaba muchísimo, las horas
no tenían su peso y la vida
parecía infinita; aún conservo
aquellas hojas, ya amarillas,
cuando lo único que hacía era
escribir. Mi mundo cambió a
partir de Rayuela. Un
amigo de mis padres me lo
regaló. Yo tenía trece años.
Comencé a leerlo y de inmediato
quedé fascinada. Aquel era un
lenguaje similar al mío, las
palabras que había ideado de
niña y que solo yo comprendía. Y
si bien no tenía las
herramientas externas necesarias
para entenderlo, creí
comprenderlo en un nivel más
allá de lo físico, ahí encontré
mi escudo más íntimo en
convivencia con un corazón
demasiado real; todas las
referencias eran nada comparadas
con el significado que aquella
novela de Cortázar tuvo en la
insinuación explícita de mi
alma.
Empecé también a llevar un
cuaderno. Toda mi voluntad
estaba puesta en la tarea de
escribir. Pasaba las noches en
vela, deslumbrada. La calma de
aquellas horas me permitía el
encuentro de lo supremo con lo
imperfecto, la búsqueda de la
forma, la esencia que la palabra
posee en sí misma, consagrada a
ese nacimiento donde la
extensión era el poema, y, con
ello llegó, el aislamiento, la
separación. No tenía a nadie
cerca, solamente mis libros y el
peso que los contenía. Creí no
necesitar nada más. Me empeñé en
existir únicamente cuando me
encontraba en el mutismo que
permitía mi cuarto, comprendida,
protegida. Las personas me
irritaban, salir a la calle era
un martirio. Cuando lo hacía, no
estaba realmente ahí, moraba en
otro lado, en el borde de los
cuadernos, de los poemas.
Me encerré tanto que mi
adolescencia fue confusa. Todo
lo demás era escaso,
incomprensible. El mundo era
atroz y la poesía me mantenía
viva. Por esta razón, cuando el
abismo fue superior a cualquier
símbolo, quise alejarme
impulsada por el rechazo. Me
obligaba a creer, paralizándome.
Me conservaba en este mundo
donde no aparecía un alma viva.
Las personas siempre me
decepcionaron y yo hallaba entre
mis libros verdaderos amigos. Mi
poeta argentino preferido es
Ramponi; y del mundo, siempre,
Arthur Rimbaud: su prosa
completa es el único libro que
llevo en mis viajes, ninguno
más; casi que lo rezo de
memoria, pero siempre hallo en
su voz un nuevo mundo, secreto y
reservado. También encuentro en
San Juan de la Cruz lo que jamás
pude transferir a las palabras.
Por este motivo, su existencia
me sana y me calma.
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Me encerré tanto que mi
adolescencia fue confusa. Todo lo demás era
escaso, incomprensible. El mundo era atroz y
la poesía me mantenía viva. Por esta razón,
cuando el abismo fue superior a cualquier
símbolo, quise alejarme impulsada por el
rechazo. |
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RR.—
“La poesía me mantenía viva.”
YG.—
Y sucede una muerte. El día en que mi padre falleció,
amanecí sabiéndolo. Pasé la tarde a su lado, alternando
la lectura con la rotación de su cuerpo, espantada por
la escara que dejaba al descubierto que la vida ahí ya
no era posible. Me miraba y yo notaba sus ojos atascados
entre esto y lo extraño, queriéndome reconocer, pero
desconociéndome. Finalmente, caí rendida entre sus
brazos. Desperté sobresaltada y lo vi intentando
ahogarse con su ropa, hundía la tela, desesperadamente,
con el fin de atravesarse la garganta. Fui incapaz de
ayudarlo, en la ferocidad de su fuerza, mis manos se
querían ir con él. Y entonces vi la muerte por única
vez. Mi padre gemía señalando un ángulo vacío de la
habitación. Yo buscaba con mis ojos aquello que no podía
ver. No había nadie, nada, pero su presencia se sentía
como algo inequívoco. Los médicos me sacaron de la sala.
Al regresar, no tuvieron que decirme nada. Mi padre se
había ido. Entré, toqué su rostro y solo sentí la
piedra, un cadáver rígido, que reposaba como un elemento
más, igualmente vacío, sin entidad ni calor.
Ver consumirse a la persona más firme de tu existencia
es el comienzo de la orfandad, en el aspecto más
profundo y absoluto. La desaparición física nos enfrenta
con la certidumbre inexorable de nuestra propia muerte,
la voz de la sangre calla un cuerpo, pero exclama la
eternidad a través de otros; en este caso, yo. Saberlo
no deja de hacerlo terrorífico. El día de su partida,
algo se perdió en mí para siempre. Esto me generó una
dualidad emocional, aunque jamás culpa. Me encontraba
desolada, pero en el momento en que sucedió me sentí
liberada.
De esa época datan algunos poemas de Respirar puede
ser un fracaso. Los meses que lo acompañé en el
hospital, lo cuidada y escribía. Los textos son tan
fieles para mí que los leo y son como un hachazo, un
regreso inmediato a ese espacio donde la vida de mi
padre se apagó. Hoy no podría hacerlo. El dolor traspasó
todas mis fronteras. La perseverancia viró hacia un
sitio muy apartado, donde sobrevivir es, acaso, la
última voluntad. |
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Yamila Greco, durante su visita a
Barcelona. La mirada. |
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RR.—
¿Y a su muerte?
YG.—
A su muerte descubrimos que la vivienda familiar se
encontraba hipotecada. Imposibilitadas de abonar la
deuda, comenzó un larguísimo juicio en el que, luego de
algunos años, perdimos nuestro hogar. Mi padre no había
dejado nada. Carecíamos de dinero para comer y pagar los
servicios. Vivimos sin luz ni gas durante meses. Yo
tenía veintiún años, y convivía junto a mi madre y a mi
hermana diez años mayor y diagnosticada con
esquizofrenia. Me hice cargo de ambas. Llevé sobre mi
espalda todo lo que conlleva la vida familiar. De
repente, era mi padre. Demasiadas traiciones familiares
giraron en el medio. Relaciones turbias entabladas por
mi entorno que yo desconocía. Habitábamos la casa
mientras el proceso seguía su curso.
La situación era terrible, compleja. Luego, cuando mi
madre decidió irse a vivir con su nueva pareja,
quedamos, mi hermana y yo, solas, presas de una
situación extremadamente caótica. Ella enferma, y, para
ser sincera, yo también. Sobreviví escribiendo, a la luz
de la vela, con la tragedia más grande por mí conocida
pisándome los talones, sin otro fundamento que cantar
aquel infierno.
Comenzamos a vender las estufas, aprendiendo a
despedirnos de la casa que, lenta e imprecisa, parecía
que quería retenernos. Los días más oscuros pasaban así,
presas del pánico y de ese lugar inhabitable, esperando
la muerte como ninguna otra presencia. Mi hermana vagaba
por las habitaciones, como un fantasma, eso es lo que
éramos, gemía y lloraba porque desconocía dónde iba a
vivir. Yo la seguía, pensando si algún día habría de
hacerlo.
Para paliar aquellas horas de desgracia, cantábamos.
Eran canciones inventadas que nos causaban una especie
de risa apagada, y de inmediato el pánico, de nuevo.
Hasta que nos tuvimos que ir. Su tutora se la llevó con
ella. La internaron y la vi una sola vez más desde
entonces. Conseguí la dirección del hospital donde la
habían dejado, un sitio espeluznante, caído a pedazos
con internos que esperan un taxi frente a una pared
blanca coronada por alambres de púa: literal. Al verme,
me abrazó y lloró; cuando le dije quién era, me soltó.
Me había confundido con su hija.
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Yo tenía veintiún años, y
convivía junto a mi madre y a mi hermana
diez años mayor y diagnosticada con
esquizofrenia. Me hice cargo de ambas. Llevé
sobre mi espalda todo lo que conlleva la
vida familiar. |
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RR.—
¿Y tu casa?
YG.—
Cuando, por obligación, abandoné aquella
casa donde nací y me crie, ya sin puertas,
rotas las ventanas, poco más tarde, volví.
Estaba deshabitada y no habían cambiado la
cerradura. Yo entraba por las noches, me
sentaba, a oscuras, en la habitación que
alguna vez les perteneció a mis padres,
encendía una vela y volvía a plasmar el
desastre. Un ejercicio continuo, que me
sacaba del mundo conocido y me metía en uno
peor, mucho más real, pero que tenía la
necesidad de enfrentar. Poblaban el cuarto
varias de nuestras pertenencias, las que no
pudimos rescatar. Las veía, por lo tanto,
caídas en el suelo de un sitio destruido;
los libros pertenecientes a mi niñez,
manchados por el brutal paso del tiempo,
plagados de imágenes que vieron épocas
mejores.
Lo escalofriante nacía de lo idéntico: las
mismas letras, iguales frases que cuando
ocupaban un hogar feliz; aquellas ruinas, la
pérdida de toda esperanza en esa estructura,
deformaron algo en mí, para siempre. La
identificación entre esos muros y el
presente, en contraposición con mi origen,
se encontraba en una cortina deslucida donde
aún podía ver la marca de mis manos, los
espejos arrancados, la cocina deteriorada. Y
si bien conocía la verdad, incluso
apartándola, me sentía protegida por
aquellas paredes que me vieron crecer. Creía
que esa era mi casa y quizás, con un
esfuerzo mayor, con la poca distancia que
anidaba entre el papel y yo, podría escuchar
nuevamente la voz de mi padre.
Nunca más volví. Me alejé confiando verla en
llamas.
RR.—
¿Nos centramos en tu poesía?
YG.—
Mis poemas son lo que fui, tal cual soy.
Nacen de la necesidad genuina de formar mi
propia familia, ahí, entre las palabras. La
poesía me salvó, obligándome a la vida,
muchas veces a mi pesar. Es, en
consecuencia, la esperanza que jamás busqué.
Así y todo, en esos momentos cuando el
abismo es un cuerpo en sí mismo y su
presencia lo cubre todo, yo no escribo, y,
cuando no lo hago, sé que estoy en peligro.
Luego, surge, irrefrenable, la fuerza que me
protege y me acompaña, que logra que me
siente en una mesa adelante de la máquina,
aferrada a la hoja para seguir tejiendo mi
supervivencia.
Hoy, con el paso inevitable de los años, el
cansancio hace que me acerque cada vez más
al mutismo. El tiempo se torna cada vez más
tenebroso y el trabajo requiere una
consciencia que últimamente no estoy
dispuesta a exponer. Temo que pronto llegue
el día en que me encuentre cara a cara con
el silencio. Quedar varada entre esta vida y
la otra, sin consentimiento, me lastima.
Esto sucede cuando se acarrea una existencia
plagada de desviaciones y presentimientos. Y
eso es lo que interfiere con mi esfuerzo.
Una especie de cautela, de vergüenza amarga
ante la descripción. Si fuera meramente un
hecho estético, todo sería más simple, pero
es superior incluso a cualquier auxilio.
De todos modos, hoy me encuentro finalizando
mi tercer poemario, aún sin título. Son
textos que maduraron cuando me aparté de
aquel infierno físico; el descubrimiento de
que, por más que ceda a las tinieblas,
vuelvo, obstinada, a buscar la paz que solo
concibo en la escritura, si bien sé que
nunca podré escapar de estas sombras que
construyeron mi corazón desde sus inicios. |
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Mis poemas son lo que fui,
tal cual soy. Nacen de la necesidad genuina
de formar mi propia familia, ahí, entre las
palabras. La poesía me salvó, obligándome a
la vida, muchas veces a mi pesar. |
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RR.—
Tu mundo cambió y, según testimonios o declaraciones, el
mundo de muchos cambió en gran medida a partir de esa
“contranovela” de Julio Cortázar, Rayuela,
publicada en 1963. ¿Qué otras obras, Yamila, fueron
dejando en vos huellas profundas?
YG.—
Las mil y una noches marcó mi infancia y me
permitió el acceso a un mundo desconocido, lleno de
magia, de peligros y posibilidades escondidas. La obra
de Jorge Luis Borges, genio absoluto, sobrenatural y
maravillosa, otorga la llave que abre todas las puertas.
Fiódor Dostoievski, todo. Hermann Hesse, Henrik Ibsen,
Juan Carlos Onetti, cuya voz es para mí un auxilio.
Roberto Arlt. Alfred Döblin y su monumental Berlin
Alexanderplatz, adaptada por mi amado Fassbinder, en
una serie imperdible de catorce capítulos para
televisión en 1980. Fernando Pessoa, sobre todo el
Libro del desasosiego. La Ilíada, La
Eneida. Rojo y negro, de Stendhal; El
extranjero, de Albert Camus; El maestro y
Margarita, de Mijaíl Bulgákov; La náusea, de
Jean-Paul Sartre; Diario de un seductor, de Soren
Kierkegaard. Franz Kafka, Camilo José Cela, Mariano José
de Larra, Goethe y mi otro amado, Ramón del
Valle-Inclán, con especial cariño por Luces de
bohemia.
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La obra
de Jorge Luis Borges, genio absoluto,
sobrenatural y maravillosa, otorga la llave
que abre todas las puertas. Fiódor
Dostoievski, todo. Hermann Hesse, Henrik
Ibsen, Juan Carlos Onetti, cuya voz es para
mí un auxilio. |
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RR.—
Has destacado a Jorge Enrique Ramponi (1907-1977). ¿Cómo
accediste a su obra? ¿Nos trasmitirías tus impresiones
sobre su poética?
YG.—
Accedí a su obra a través de un antiguo amigo. Era
imposible hallar sus poemarios en los estantes de las
librerías. Me ocupé de rastrearlos y encontré ejemplares
de “Piedra infinita” y “Los límites y el caos”. Ramponi
es la poesía hecha cuerpo. Su frase “Piedra es piedra”
posee una claridad tan cierta, sencilla y precisa que
existe poco que lo supere. Su poesía es el canto de los
despiertos, sus poemarios son ejemplos manifiestos de lo
que es un corazón vivo. Me siento muy cercana a él.
RR.—
Tu apellido me traslada, naturalmente, a ese pintor
nacido en la isla de Creta en 1541: “El Greco”. Y a “la
musa de los existencialistas”, la cantante y actriz
Juliette Gréco. Y como tanguero que soy, a Vicente Greco
(1886 o 1888-1924), uno de los insoslayables músicos de
la Guardia Vieja. Hablemos, te propongo, sobre tus
predilecciones pictóricas y musicales.
YG.—
Mis gustos musicales son muy amplios. Escucho música
clásica, tango, bossa nova, jazz, heavy, punk, rock,
según mi ánimo, el cual es caótico, pero en casa suenan,
siempre: Enrico Carusso y su voz que me perfora el alma,
lo que me lleva a esa magnífica, tremenda obra de Herzog,
Fitzcarraldo, película que no puedo recordar sin
que se me agite la sangre. Danzig, muchísimo. Ramones, a
quienes vi tres o cuatro veces. Billie Holiday, a veces
sueño con ella. David Bowie, Alice in Chains, Héroes del
Silencio. Y Leonard Cohen, al que tuve la oportunidad de
ver en concierto en 2012, en Barcelona. Viajé para verlo
en vivo y para caminar por el callejón del Gato, en
Madrid. En cuanto a lo pictórico, me impresionan El
Bosco y Francisco de Goya.
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Era imposible hallar sus
poemarios en los estantes de las librerías.
Me ocupé de rastrearlos y encontré
ejemplares de “Piedra infinita” y “Los
límites y el caos”. Ramponi es la poesía
hecha cuerpo. |
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RR.—
Daniel Rojas Pachas, en el prólogo a tu
Respirar puede ser un fracaso, advierte
“vasos comunicantes” entre esa poética y las
de Benn Gottfried y el Conde de Lautréamont.
¿Coincidís? ¿De qué otras poéticas te sentís
próxima?
YG.—
Sin duda, la obra de Isidore Ducasse me
conmovió profundamente. Lo conocí de
casualidad. Yo tenía diecisiete años. Fue en
una feria, en un puesto de libros usados. Me
acerqué y el primer libro que vi fue Los
cantos de Maldoror, y el segundo,
Oficio de tinieblas 5, de Camilo José
Cela, una obra potente, con un manejo de la
ironía extraordinario, excelso. Me llevé
ambos. Cuando abrí aquellas páginas de
Maldoror, supe que yo también habitaba ahí,
en cada una de las palabras que generan sus
cantos poéticos; un filo que atraviesa,
buscando algo más, casi como un ensayo
metafísico. Luego, se sumaron las voces de
Charles Baudelaire, Federico García Lorca,
John Milton, Novalis, Rosalía de Castro,
Vladímir Maiakovski, San Juan de la Cruz,
Walt Whitman.
RR.—
¿Qué poemas tuyos más valorás o más querés?
YG.—
Estimo y valoro cada uno de mis poemas. Son
la memoria de mi vida. Cuando los leo,
inmediatamente recuerdo cada momento, todos
los instantes; dónde los escribí, qué
sucedía a mi alrededor, qué no. Cualquiera
de ellos me remite a mí misma en el pasado,
y hoy, cuando los leo en el presente, es
decir, en el futuro de aquella que fui, noto
que jamás estuve sola, que me tuve a mí
misma. Ese es el motivo por el que aún
existo.
RR.—
¿Tamborileo, mugido, cacareo, gañido,
rebuzno o zureo?
YG.—
En mis descensos seguramente he asimilado
sonidos ajenos. Mi parte animal se encuentra
siempre propensa a despertar; sin embargo,
de escoger, elijo mi propia voz, siempre.
RR.—
¿Por cuáles de las siguientes aseveraciones
te percibís “más” alcanzada, y por qué?:
Oliverio Girondo: «La poesía siempre es lo
otro, aquello que todos ignoran hasta que lo
descubre un verdadero poeta». Juan Gelman:
«Toda poesía es hostil al capitalismo».
Liliana Heer: «Al Poeta se lo distingue por
la manera de no decir ciertas cosas, por la
manera de decir otras, por su peculiar
hábito de ceder al vacío central, por
deslizarse en caída libre hacia un campo
móvil, por habitar una discordia
interminable». Alberto Luis Ponzo: «La
poesía no es violenta pero violenta el
modelo elaborado para bloquear el ejercicio
pleno de la vida».
YG.—
Con la de Girondo, sin duda. Rimbaud lo
expresa maravillosamente: «Ver lo invisible,
oír lo inaudible». La poesía es la acción de
devolverle a la vida sus otras existencias,
lo indefinido a la materia. El poeta capta y
revela los entornos escondidos, añadiendo
otra realidad a la expresión. Creo
firmemente en la palabra como testimonio y
figura sobresaliente de lo advertido. |
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Estimo y valoro cada uno de
mis poemas. Son la memoria de mi vida.
Cuando los leo, inmediatamente recuerdo cada
momento, todos los instantes; dónde los
escribí, qué sucedía a mi alrededor, qué no. |
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Yamila Greco ha seleccionado unos poemas de su
autoría para acompañar esta entrevista: |
I
Encontrarme quizás con personas que crean
que les hablo bajo los parámetros del mundo
cuando yo en verdad estoy hablando el mundo
todos tienen miedo pude comprobarlo aun así
me arrastro camino me siento en una mesa
donde la única defensa posible son mis ojos
mis ojos están cansados yo estoy cansada y
temo estar entre ellos nadie me escucha temo
estar entre ellos
yo quise respirar nadie me escucha pero yo
quise respirar vi tanto que ahora no puedo
vivir nadie me escucha yo vi tanto que ahora
no puedo seguir viviendo
ni una persona viva —no estás sola— esta es
mi vergüenza lo que me recuerda aquellos
días de verano cuando creí que todo era
posible porque alguien existía
pero en mi vida ya no hay más veranos en mi
vida ya no hay más vida palabras como amor
casita estudiar yamila sol y amigo
representan a partir de ahora mi deseo de
haber nacido muerta.
II
La noche compite con la fuerza de la muerte,
transforma con insistencia los rasgos del
alma.
Débil y derrotada como la piedra ante sí
misma,
revela desiertos la luz a su figura.
Más allá de estas paredes,
el cielo pertenece a la catástrofe. |
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Yamila Greco, durante su estancia en
Madrid. |
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VI
Jamás el corazón tan apartado de su
principio
cierra Dios mis latidos, rodeando los
pulmones de verbo oscuro
la luz es una manifestación pendiente
Como un puñal caen los días, manos
mediocres,
enloquecidas, cercando la destrucción
Nada es posible, lo sé, desde que me
aproximé al Sol
y vi que se había rendido
desconozco ya como explicarlo,
si a mí misma me cuesta asimilar los
espejos,
la miseria confesa en la expresión,
mi vida agotada en todos sus extremos
el frío inaudito dentro de este calor
sobrehumano,
atormentada por volcar la sangre que me
justifique
la esperanza, porque la muerte me señala
y parece acercarse la paz que no obtengo
finalmente, en este mundo, alguien en quien
creer
cuando nadie me ayuda a calmar la noche
yo ruego, imploro, que la Tierra diga basta
aún hoy, faltando tan poco, basta.
XIII
Yo no canto, no grito,
yo escribo
y qué llamado de auxilio puede ser posible
en el silencio
Escribir es el silencio y éste es mi llamado
de auxilio
Estoy tirada en un pozo,
el silencio, el auxilio.
Yo tiemblo, como si en esa convulsión,
las rocas cedieran para dejarle paso a la
vida.
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XIX
Ni cielo alguno ni tierra.
Por qué sino las sombras protegen el manto de la vida,
calla su aversión la carne exhausta, el terror que la conforma.
Sucede la luz si las manos resbalan, su tejido y blanca certeza
alimenta
su espalda, multiplica su yugo. El corazón no refleja más.
Llamar comprende sobras, polvo de los latidos perdidos,
la esperanza que no persiste ni se contiene.
Luego, vendrá el tiempo, el vacío extendido como un hueso a su
llegada,
el día cuando nadie suceda por última vez.
Vendrá la noche, la hora previa al nacimiento, el Padre en todo
oculto,
el lenguaje en su error desaparecido.
Otro nombre talla el infierno. La muerte, salvo crearla,
atraviesa el desierto su principio, la cordura su borde.
XXXVI
Contrae la muerte su refugio de sombras
reaparece en los signos el horror contrariado,
un devenir fallado, calcado en la memoria.
De por sí, la noche finge porque escolta
el símbolo de un territorio devastado.
Carencia es la mano negando la reacción del espíritu
poblando la Tierra de formas ásperas, impracticables,
como el corazón.
XXXIX
Tenebroso y escondido, rechazado por la luz
mi corazón, colmado, asfixia
Nunca fracaso en la vida sino en el cuerpo,
la respiración derrochada, su límite agobiante,
separa el cielo de lo ajeno,
porque la indiferencia aterra y la soledad llama
Caigo, sin embargo, caprichosa y sedienta,
a los pies de un alma que me obliga
pero por más que las imágenes se multipliquen
y el mundo parezca habitado, la existencia, nunca
Dios tampoco, enemigo de todos, también de los muertos
que me esperan para atravesar la noche.
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ENTREVISTA
realizada, a través del correo electrónico, en la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a Yamila Greco por Rolando Revagliatti. Julio de 2017. |
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Rolando Revagliatti
(Buenos Aires,
Argentina, 1945) es
escritor, poeta y
dramaturgo. Se inició en
el mundo de la lírica
muy joven, publicando
sus primeros poemas en
el periódico “Alberdi”
(1966-1974) y en
diversas revistas
culturales, al tiempo
que, entre 1965 y 1966,
completa sus estudios
como realizador
cinematográfico en la
Asociación de Cine
Experimental. Al tiempo
que cursa estos
estudios, inicia su
formación como actor,
con figuras notables del
arte teatral argentino.
Entre 1971 y 1973
participa como actor en
pequeños roles de
largometrajes dirigidos
por Miguel Bejo, Julio
Ludueña y Eva Landeck.
por su parte, dirige
obras de teatro de
Guilherme Figueiredo y
Alberto Adellach.
Ya en la década del 80,
comienza a colaborar
asiduamente con poemas y
relatos en diarios y
revistas, en soporte
digitales y papel. Sus
textos aparecen en
numerosos países de
América y Europa, donde
ha sido traducido al
francés, italiano,
holandés, rumano,
portugués, catalán,
vasco, asturiano,
inglés, búlgaro,
esperanto, maltés y
alemán.
Su obra creativa abarca
los géneros dramático,
narrativo (el cuento) y
la poesía.
Así, en dramaturgia cabe
destaca el ensayo Las
piezas de un teatro
(RundiNuskin, Editor,
1991; Nostromo Editores,
2004).
En la categoría de la
estética narrativa,
merecen especial mención
Historietas del amor
(cuentos, relatos,
mini-ficciones, en 1991)
y Muestra en prosa
(cuentos, relatos,
mini-ficciones, en
1994).
En cuanto a su obra
poética, la más extensa,
cabe mencionar los
títulos De mi mayor
estigma (si mal no me
equivoco) (1993),
Trompifai (1997),
Fundido encadenado
(España, 1998; en
Argentina, 1998),
Picado contrapicado
(1998), Ripio
(1999), Desecho e
izquierdo (1999),
Propaga (2001),
Ardua (Argentina,
2001; Holanda, bilingüe:
castellano-neerlandés,
2006), Corona de
calor (2004), Del
franelero popular
(en colaboración: “7
Poetas Argentinos”,
2005; y en “Lo Erótico y
Otras Yerbas”, 2006),
Obras completas en verso
hasta acá (2007),
Sopita (2008),
Pictórica (2011),
Tomavistas (2012) y
Leo y escribo
(2013).
Ha colaborado con poemas
en diversas obras
antológicas, como
Letras Contemporáneas
(en portugués, 1998),
Poesía en el Subte
(1999), Poesía
argentina año 2000
(tomo 1, 1999),
Poesía hacia el Nuevo
Milenio (tomo 2),
MeloPoeFant
Internacional
(bilingüe
castellano-alemán;
Alemania, 2004),
Pequeña Antología de la
Poesía Argentina
(selección de Jorge
Santiago Perednik,
2004),
Dramaturgia
Latinoamericana:
Argentina
(en República
Dominicana, 2008);
Italiani d’Altrove
(bilingüe
castellano-italiano;
Italia, 2010),
El Verso Toma la Palabra
(México, 2010),
El cine y la Poesía
Argentina
(selección de Héctor
Freire, 2011) y
Poesía en Libertad
(2013),
Minificcionistas de ‘El
Cuento’. Revista de
Imaginación
(Ficticia Editorial,
México, 2014), entre
otras.
Ha publicado, en fin,
tres obras antológicas
que recogen una buena
selección de su poesía:
El Revagliastés
(2006), Proponerte
que Creas (Caracas,
Venezuela, 2008) y
Revagliatti. Antología
Poética (2009).
Ha difundido su obra a
través de publicaciones
varias, como los
cuadernillos “Musas de
Olivari” (1994-1995) y
en los pliegos
literarios “Olivari”
(1993-1995) y “Huasi”
(1996-2002), que él
mismo ha dirigido y
editado.
Más
datos sobre este autor y
su obra los podéis
encontrar en su web personal: «Revagliatti»
y en blog «Blog de Rolando Revagliatti».
Sus producciones en vídeo se hallan en «Rolando Revagliatti en YouTube».
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 3. Página 14. Año XVIII. II Época. Número 103. Abril-Junio 2019. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2019 Rolando Revagliatti.
© Las imágenes se usan exclusivamente como ilustraciones de la entrevista, se deben a la acertada capacidad artística de David Cirtijo Arellano y Lucas Fernández y han sido aportadas en su totalidad por el autor del texto. Cualquier derecho que pudierse concurrir sobre ellas corresponde a sus creadores.
Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2019 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte, adscrito a la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Callillón, 3, 3, Ático G, Rincón de la Victoria (Málaga).
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