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José Ioskyn
nació el 20 de agosto de 1962 en la ciudad
de La Plata, donde reside, alternando con la
ciudad de Buenos Aires, la Argentina. Es
Licenciado en Psicología (1991) por la
Facultad de Psicología de la Universidad
Nacional de La Plata. Artículos suyos de
Psicoanálisis han sido publicados en medios
digitales, tales como Consecuencias,
revista de Psicoanálisis, Arte y Filosofía,
de la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL),
Glifos, revista virtual de la
NEL. Ciudad de México, el blog Liter-a-tulia
de España, y Acheronta, de su
país. Asimismo, un artículo suyo integra el
volumen colectivo Las fórmulas del
deseo (Editorial Tres Haches). Fue
incluido en la antología de ensayos
Viel Temperley (Ediciones del Dock,
2017) y en la de cuentos Textos 1
(La Comuna Ediciones, 2017). Publicó los
libros El mundo después
(cuatro cuentos largos, Editorial Paradiso,
2013), Literatura y vacío.
Psicoanálisis, escritura, escritores
(ensayo, Editorial Letra Viva, 2014),
Nunca vi el mar (poesía, Editorial
Huesos de Jibia, 2014), Acerca de un
imperio (poesía, Ediciones del Dock,
2016), Manual de jardinería
(novela, Editorial Barnacle, 2016) y
Un lugar inalcanzable (novela,
Editorial Griselda García, 2018).
Rolando Revagliatti.—
¿Sos de acordarte de tus primeros años…?
José Ioskyn.—
Soy de esas personas que tienen cierto grado
de intimidad con su infancia. Tengo
recuerdos nítidos. Como si más allá de esos
recuerdos no hubiera grandes secretos por
descubrir. Me asombro cuando alguien dice
que no se acuerda casi nada de sus primeros
años. Sin embargo, esa claridad de mis
recuerdos son los picos, momentos recortados
por su carga afectiva. Pero de las grandes
mesetas que son la vida cotidiana, yo
tampoco me acuerdo nada. En esa medianía de
lo cotidiano estaría la tonalidad del
conjunto.
Mi familia funcionó como protección frente a
todo lo que pasaba afuera de la casa. Ese
cuadro es constante. Por supuesto estaban la
escuela, los parientes, los vecinos, y todo
el circuito de una infancia burguesa donde
los chicos salen para aprender un montón de
cosas innecesarias. En casa se hablaba
constantemente del afuera y casi nada de
nosotros. La mesa familiar era un discurrir
diario sobre lo que les había pasado durante
el día a los mayores. Los adultos eran los
protagonistas. La televisión estaba
prohibida en la cena. En cambio, se
proyectaba esta serie diaria, donde
aparecían los mismos personajes: el entorno
de mis padres. Cuando entraba un personaje
nuevo, estaba en relación con los personajes
ya conocidos y aumentaban la potencia de la
trama general. Era una narración muy eficaz,
ya que todavía me alimento de esos
personajes que no eran, en realidad,
personas, no podían ser gente de verdad como
nosotros, sino una especie de actores que
trabajaban sin parar.
Me acuerdo perfectamente de los nombres y
las anécdotas. Lo que palpaba era el tono de
burla, de ironía, sobre esa obrita llamada
sociedad. Los otros. La ironía a veces se
torcía y apuntaba hacia adentro. Entonces
aprendí a esconder lo que pensaba. Escondía
lo que pensaba y sentía, y si bien había
muchos gestos de cariño me sentía expuesto.
Pero al mismo tiempo fui muy mimado por mi
familia, mis padres y mis abuelas. Esa
ambigüedad fue formativa, o deformativa.
Cuando la sensación de estar adentro de la
familia pasó, dejé de ser un chico. Fue así,
como abrupto. Mi mamá me empezó a decir “el
extranjero”. Estoy tratando de ver la
infancia como la narración de los otros,
tomando ese aspecto repetitivo del que tomé
plena conciencia mucho más tarde. Cuando la
infancia terminó, lo único que quería era
salir de ese relato. |
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Me asombro cuando alguien dice que no se
acuerda casi nada de sus primeros años. Sin
embargo, esa claridad de mis recuerdos son
los picos, momentos recortados por su carga
afectiva. |
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RR.—
Y fuiste saliendo de ese relato.
JI.—
Escribí un cuento, inédito,
sobre el momento bisagra, el del
fin del romance con los padres y
la vida que ellos proponían,
cuando de repente se me hizo
evidente la presión de tener que
ser un hombre, sin saber qué era
eso exactamente. Ahora lo veo
ridículo. Por supuesto, este es
el costado patético de la cosa.
Después vino otra cosa. Me
acuerdo de escenas en que no
sabía muy bien qué estaba
haciendo, pero iba un poco
ciego. Tenía períodos en los que
no me importaba casi nada. No
era alcanzable. Hubo pelo largo,
la gran aventura de años setenta
a mi alrededor, una secundaria
en los años de la dictadura y
rebeldías contra todo. Música,
lectura, cine, noches y noches.
Mi ciudad era, y sigue siendo,
universitaria, hippie, rockera,
militante. Medianamente culta y
provinciana a la vez. Limitada y
también pretenciosa.
En un clima social tan pesado,
andaba a cualquier hora con
amigos por la calle. Ahora lo
veo muy extraño a eso de andar
tan suelto en aquel momento.
Escuchabas los tiroteos,
escuchabas que tal o cual había
sido llevado por la cana. “Si
escuchan balas, tírense al
piso”, me dijeron en algún
momento. En tu ciudad, a los
trece años iba con un primo por
la calle cuando dos tipos en un
Falcon nos subieron al auto, nos
pegaron, amenazaron y nos
dejaron atrás de la Facultad de
Derecho, alertándonos que iban a
volver para tirarnos al río. Era
el año 75 o 76. Pero realmente
no me importó mucho, porque
sentía que me estaban pasando
cosas, a mí, por primera vez.
Estaba suelto por el mundo,
fuera de la familia y sus
reglas. Había maneras de
esquivar un poco un país
militarizado. Creo que lo pude
hacer sin tanto riesgo porque en
realidad era un chico de trece
años, un poco más. Me acuerdo,
por ejemplo, de un casamiento en
una quinta, los novios caminando
por una alfombra larga y angosta
en el pasto, la alfombra pasaba
debajo de arcos con flores. En
una carpa tocaba una banda de
rock.
Suspendieron las clases en el
colegio por una bomba que
explotó en la puerta y la
destrozó. Me pasaba días
escuchando música o leyendo.
Cuando salía, podía pasar que me
subieran a un micro de la
policía, una razzia callejera.
Podía —y me pasó— terminar la
noche en una comisaría. A esa
edad manda el cuerpo. Las
emociones manejando las
situaciones, las hormonas y la
ambición de autoafirmarse,
aunque no sea más que una
mentira. En fin, cuando terminó
mi secundaria y volvió la
democracia, me di cuenta de que
culturalmente estábamos fuera
del mundo.
RR.—
¿Y cuando ahora observás el
transcurrir de otros por la
adolescencia?
JI.—
Cuando ahora veo a otros pasar
por su adolescencia, o saliendo
a la vida, me veo a mí mismo en
retrospectiva con más empatía y
complicidad. Fui uno más que se
refugiaba de los demás al tiempo
que los necesitaba. El
equilibrio era difícil. Al
final, uno es un misterio al que
hay que tratar bien. Pero la
primera juventud, contrariamente
a la infancia, no se va del
todo. No puedo hablar del que
era a los quince como si ahora
fuera otro. Sigo siendo ese. Hay
continuidad. Pero el chico que
fui termina siendo un extraño
que, sin embargo, vive en uno.
Pero no me reconozco, no soy
ese. Lo tengo que deducir. ¿Soy
ese, el de las anécdotas
familiares? Cuando hablaban de
mi infancia, hablaban de otro.
Pero no de mí. Hablaban del hijo
que tuvieron alguna vez. Los
padres no se cansan nunca de
contar lo mismo, y me pasó igual
cuando fui padre, porque la
infancia de los hijos es un
idilio apasionante. Para bien o
para mal, es así. |
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En casa se hablaba constantemente del afuera
y casi nada de nosotros. La mesa familiar
era un discurrir diario sobre lo que les
había pasado durante el día a los mayores.
Los adultos eran los protagonistas. La
televisión estaba prohibida en la cena.
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RR.—
Ioskyn. Poco común tu apellido
por estos lares.
JI.—
Sí, no hay muchos, y están todos
por La Plata. Mis hijos, por
ejemplo: Justina, de veinticinco
años, y Pedro, de diecinueve. Mi
papá —abogado— era hijo de
inmigrantes rusos; también mi
mamá —docente— era descendiente
de rusos. Es decir, cuatro
abuelos rusos o hijos de rusos.
Acá, cuando pasaban por
migraciones, como se sabe, te
ponían la grafía que se les
ocurría o la que escuchaba el
oficial de Inmigración, de modo
que hay algunas variantes, pocas
sí, de mi apellido. Mis
parientes rusos o ucranianos son
Oskin. ¿Cuál es el verdadero?
Una prima consiguió una
genealogía del apellido a partir
del siglo XVI. Pero, por el lado
de mi mamá, se contaba que
venían de una zona de Rusia
lindante con China o Mongolia, y
siempre se habló de una foto en
las que las mujeres tenían el
pelo atado con palitos, a la
usanza china. Así que el origen
es un poco remoto, como un punto
de fuga. Al final hay que
hacerse a la idea de que el
origen se escapa, no se puede
alcanzar.
RR.—
Rockero, dijiste.
Y podías pasar varios días
escuchando discos. ¿Tenés
formación académica?
JI.—
En música clásica, en el
Conservatorio de Música Gilardo
Gilardi, fundado por Alberto
Ginastera. También tocaba la
batería en una banda de rock. En
el conservatorio me formé en
percusión, algo que todavía
suena raro. Siempre estoy
acompañado de música, la que
sea, rock, sinfónica, ópera, o
lo que me vaya gustando. La
música te puede acompañar
siempre, ni siquiera es
necesario un soporte físico,
puede sonar en tu cabeza, aunque
no quieras. A veces se nos
impone una melodía boba que
odiamos. Pero está ahí y no se
va. |
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Siempre estuve cerca del
pensamiento racional,
transmisible. Me gusta la
transmisión entendible, lisa.
Como dijo alguien, lo complejo
tiene que ser la idea, no el
estilo. |
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RR.—
Siendo clase ‘62,
acaso hayas tenido que hacer el
servicio militar más o menos
cuando lo de la Guerra de las
Malvinas.
JI.—
Lo hice. En Granaderos. Estuve a
pocas horas de ir a Malvinas. No
me imagino ahora entregar a un
hijo de dieciocho años para ir a
la guerra. Pero en ese momento
había una locura colectiva, una
aceptación demente de la
situación. Andaba por la calle
con el uniforme, sentía la
lástima de los civiles, o el
entusiasmo loco por esa guerra
maldita. En las casas de comida
me regalaban morfi. Fui a
rendir una materia y me acusaron
de querer sacar provecho del
uniforme (era cierto); en fin,
toda una confusión. Tal vez todo
ese delirio fue solamente una
excusa para que Rodolfo Fogwill
escribiera Los pichiciegos.
Pero pasó, lamentablemente pasó
de verdad.
Una tarde me dejaron salir con
la condición de no irme a más de
una hora de distancia. A las
tres de la tarde llamaron a mi
casa, tenía que volver urgente,
íbamos a Malvinas. Mi mamá fue a
comprar calzoncillos largos,
para protegerme del frío
austral. Fuimos a cenar, por lo
que llegué al regimiento a eso
de las tres de la mañana. Pero
no había nadie. Sorpresa. Casi
ninguno de mis compañeros había
vuelto. Parece que lo mismo pasó
en todo el regimiento. Alguien
pensó que sería buena idea
mandar a los nuevos, los que
habían entrado hacía unos días.
Chicos sin instrucción militar.
No volvieron nunca.
RR.—
He sabido que
antes de decidirte por la
carrera de Psicología, primero
en línea con la profesión de tu
padre, estudiaste en la Facultad
de Derecho, y luego probaste,
durante un tiempo, en la carrera
de Filosofía.
JI.—
Esta es una ciudad
universitaria. La clase media va
a la facultad casi siempre.
Dicen que la vocación es como el
enamoramiento, y, a la edad en
la que empecé a estudiar, era
demasiado chico. No sabía qué es
lo que quería hacer. Estuve en
las carreras que dijiste, hasta
que me di cuenta de que el
psicoanálisis me interesaba
mucho. Pensé que había
encontrado una especie de
filosofía que curaba a las
personas. Eso me entusiasmó,
aunque por supuesto me equivoqué
de plano. Ni es una filosofía ni
es una medicina. Es algo
diferente. Pero esa idea me
sirvió para terminar la carrera
de un tirón y ponerme a trabajar
y tratar de formarme como
analista. De las carreras no me
acuerdo casi nada.
Algunos recuerdos sueltos de esa
época: una chica daba una
materia en Derecho. Yo miraba
sentado en la primera fila. La
chica hablaba bajito para que no
la escuchen, pero no se
entendía, porque lloraba.
También me acuerdo de ir
saliendo disimuladamente del
edificio de la facultad,
escapando de un final del que no
me sentía seguro. En Filosofía
fumaban marihuana en la terraza
o directamente en clase. Me
acuerdo de un profesor de
Lógica, un genio, que sin que
viniera a cuento se puso a leer
a Sófocles en griego. A medida
que leía iba traduciendo al
castellano. O sea, una
genialidad traducir sobre la
marcha del griego antiguo. Y
así, ese tipo de cosas, algunas
sorprendentes. Pero, en general,
la universidad me resultó
anodina, no muy interesante. Un
mandato sin sustancia. |
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La cuestión de ser un hombre, cómo serlo, es
algo que en este momento de la historia y de
la sociedad no está tan claro, ya que el
empuje del feminismo deconstruye el lugar
del hombre hasta tocar su esencia. |
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RR.—
Y por esos años,
¿trabajabas?
JI.—
Desde 1986. Trabajé mucho, sí.
Fui perito psicólogo del Poder
Judicial de la Provincia de
Buenos Aires. La oficina se
llamaba Curaduría Oficial de
Alienados. Un nombre medieval,
¿no? Veía a pacientes sin
familiares que se pudieran hacer
cargo. Un abandono absoluto.
Pacientes crónicos, muy
deteriorados, sin futuro.
Siendo estudiante, dirigí los
primeros dispositivos públicos
de externación de la provincia.
Fue a iniciativa de un jefe muy
animado. Empezamos con una Casa
de Pre Alta, donde iban a vivir
pacientes mujeres que sacábamos
de los hospitales psiquiátricos.
Iban a ese lugar donde vivían en
grupo. Monitoreábamos todo el
proceso, con un equipo. Después
hicimos algo que se llamó Casas
de Convivencia, lugares a los
que las pacientes ya vivían
solas. Era la última etapa de la
externación.
Creamos también un Centro de
Día. Funcionaba para juntar a
todos los pacientes que
circulaban por la ciudad en
distintas etapas de su salida.
Había talleres, grupos de
distintas actividades
(laborales, de discusión o de
capacitación en alguna tarea).
Casi ninguno de los que
trabajaron como coordinadores,
acompañantes terapéuticos, etc.,
tenía formación. Había
estudiantes de Psicología, un
tallerista, alguna que otra
trabajadora social. Yo mismo,
sin ir más lejos, no era ningún
experto. Lo cuento medio en
detalle porque esto no es
conocido, pero fue la primera
experiencia de esa clase. Un
poco inconscientes también. Te
lo cuento también por eso,
porque esto no se sabe, no se
enseña, no se tiene registro, y
fuimos pioneros casi sin querer,
y sin saber bien lo que
estábamos haciendo.
RR.—
En un reciente
mail me decías que estabas
abocado a traducir poemas de una
autora brasileña. ¿Es tu primera
incursión en esa tarea o has
traducido ya a otros poetas?
JI.—
Estuve traduciendo una selección
de textos de Adélia Prado. La
Editorial Griselda García prevé
la publicación de un volumen
para el año próximo. Antes había
intentado otras traducciones,
del portugués o del inglés, pero
fueron cosas sueltas. Lo de
Adélia me lo pidieron, es decir,
me puse a full desde el
principio, me organicé, le
dediqué mucho tiempo, me
apasioné, y ahora ya está lista,
esta semana quedó terminada, fue
casi un año entero de trabajo.
Adélia es genial, mística,
coloquial, carnal. Pero su
poesía está llena de
dificultades. Ella dice que el
poema le viene dado, pero parece
muy trabajada su poesía, y está
plagada de expresiones que no
llegan a entender ni siquiera
los hablantes nativos con los
que consulté. De todos modos, me
sirvió para sentir la
traducción, la pasión que
implica, tan diferente que la de
leer o escribir. Lo terminé
viviendo como una reescritura,
una versión lo más afinada
posible del ritmo y la melodía
de otro. Te terminás metiendo en
el estilo de un autor de una
manera única, palabra a palabra.
Tal vez debiéramos hacer eso con
todos los autores que amamos. |
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Lo que sucede en la poesía lo
asimilo a las artes plásticas,
pero no tanto a la novela o al
cuento, que en lo formal no han
cambiado tanto. Un poco sí, pero
no tanto como en la plástica,
que se ha renovado hasta
cuestionar el estatus de lo que
pertenece o no a su campo. |
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RR.—
¿Cuáles serían, digamos, las líneas
básicas de tu poesía?
JI.—
Sencillez, ritmo, precisión. Trato de llegar al
sentimiento y la lucidez de algo que viene no sé de
dónde. No sé si lo logro. Es más una intención.
RR.—
En un reportaje que Julio Carreras (h) le
realizara a Mempo Giardinelli, publicado en el N.º 7
(1991) de la santiagueña revista Quipu de Cultura,
el entrevistado manifiesta que un escritor tiene más
bien deudas no tanto con otros autores, sino con
determinados libros. Y que cabría distinguir a los
escritores que a uno le gustan, de aquellos a los que se
admira y de aquellos que lo han influenciado. ¿Acordás,
sí, no, hasta dónde?
RR.—
No sé si acuerdo. Cuando me gusta un estilo o un autor
es algo más tipo amoroso, algo como te decía antes, de
descubrimiento y enamoramiento. Me vuelvo a reconciliar
con toda la literatura a través de un autor. Ese. Trato
de leer todo lo que pueda de su obra. Si admirás a James
Joyce por ejemplo, pero no te llega, tampoco te va a
influenciar. Creo que uno ama a ciertos autores, a veces
te acompañan un tiempo, otros toda la vida, se
convierten en una especie de amigos, consejeros, es algo
íntimo a pesar de tratarse de libros publicados que han
pasado por la mano de editores, lectores, libreros, etc.
La relación es de intimidad, casi de cuerpo.
RR.—
¿Suerte perra, meter el perro, solo como
un perro, llevar una vida de perros, hacer una perrada,
estar con un humor de perros, echar como a un perro o
tratar a cara de perro?
JI.—
A otro perro con ese hueso. |
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Un lugar inalcanzable
(Ed. Griselda García, 2018) es más
fragmentaria, solamente se puede tomar como
una novela si uno es benévolo con el texto.
Tanto el Manual… como Un
lugar… portan la intención de
obtener un verosímil fuerte: en el
Manual de jardinería, a través del
sexo; en Un lugar inalcanzable,
a través del sueño. Lo que hice en Un
lugar… fue transcribir sueños
propios como si fueran la realidad, con lo
cual se disloca el realismo. |
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RR.—
¿Podrías definir los procedimientos
narrativos que utilizás?
JI.—
Hay ideas o argumentos que perduran durante años, a
veces van cambiando, pero empiezo a escribir cuando
tengo escenas concretas, y, sobre todo, una voz
encarnada y concreta. Es decir, cuando establezco un
contacto casi físico con lo que voy a escribir, si no no
me sirve, si empiezo algo sin sentirlo, a las pocas
páginas se frena. Tiene que aparecer todo un mundo
ficticio que pueda dispararse en varias direcciones sin
mi ayuda, sin mi empuje, debe ir casi solo para
adelante. Ejemplo: el libro Acerca de un imperio,
donde concebí una poesía que recrea el mundo antiguo,
latino y griego, me surgió después de cierto lapso de
recopilar literatura de la época, sobre todo cartas,
libros de historiadores antiguos, filosofía, etc. Fui
entrando en ese mundo, tan distinto al nuestro y a la
vez reconocible, como si uno advirtiera algunas marcas
de familia pero a la vez un poco extranjera. Lo inicié
al irme durante unos días a la costa, fue una temporada
solitaria, y el libro vino solo: me hacía el almuerzo y
venían cosas ya hechas, como dictadas, estaba durmiendo
y me despertaba un poema ya listo. Era un poco una
tortura, porque quería descansar, estaba de vacaciones,
y el personaje romano que yo fui por entonces no me
dejaba en paz. Por suerte, no demoré en escribirlo, por
lo cual mantiene una voz homogénea. Fue una felicidad
hacerlo, una inspiración (esa palabra está tan demodé
que ya se puede volver a usar) y, al mismo tiempo, un
juego con mi propia identidad.
RR.—
En su libro Rebeldes exquisitos (Inteatro,
editorial del Instituto Nacional del Teatro, Buenos
Aires, 2009), José Tcherkaski adujo que Alberto Ure
(1940-2017) “representa lo más importante que ocurrió en
mi vida como periodista y autor. Me partió el cerebro a
pedazos y, gracias a él, empecé a barajar de nuevo”. ¿De
alguien dirías que influyó en vos, en algún orden, de
una manera similar?
JI.—
A ver, creo que el teatro tiene esa cosa de maestros y
discípulos, un poco esa es también mi experiencia como
psicoanalista. En psicoanálisis pasa eso, seguís a un
maestro que te va enseñando a leer los textos y la
clínica de una manera sólida, tal vez como en la edad
media o en la antigüedad griega. Es algo propio de
ciertos ambientes. A mí me pasó con el psicoanálisis,
aprendí con una especie de maestro durante muchos años.
Me enseñó a entender la clínica y la teoría, y, después
de eso, puedo ver la práctica del psicoanálisis como un
mundo al que si no me lo explicaban y enseñaban, no iba
entrar nunca del todo. Es una relación rarísima la de
ser discípulo, no es de esta época, pero entiendo que en
algunos ámbitos es necesaria y también reconfortante. En
literatura no sé cómo es, porque no hice talleres, no
tuve esa experiencia. |
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En Acerca de un imperio
(Eds. del Dock, 2016) recurrí a la
correspondencia de Plinio el Joven,
algunas de esas cartas ya son poemas en sí
mismos, tal vez sin consciencia de serlo, o
tal vez sí, no sé qué habría en la mente del
autor. Nuestro Adolfo Bioy Casares se
despliega mejor en sus diarios y cartas que
en el resto de su obra, bueno, esa es mi
impresión. Ese es mi gusto. |
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RR.—
¿Cuál es tu primer recuerdo de una librería?
¿Y de una biblioteca?
JI.—
Qué bueno eso. Seguramente no fue la primera
librería, pero sí la primera a la que entré
solo. Un verano en Mar del Plata, yo tendría
doce años, encontré plata en la calle. Lo
primero que se me ocurrió fue entrar a una
librería. Compré Las tumbas, de
Enrique Medina, para gran escándalo de mis
padres, por gastar plata que no era mía, y
por comprar ese libro escandaloso.
Biblioteca, primera, la de mi casa, con esos
tomos de Aguilar con tapa de cuero y papel
arroz o biblia, un papel finito al que había
que tratar con cuidado y usando los dedos y
algo de saliva. En esa colección estaban las
obras completas de grandes escritores.
Clásicos. Y también leía los libros que
apilaba mi mamá, más contemporáneos. Ella
era muy lectora. Fue una mujer culta, con
mucho buen gusto.
De los de Aguilar me gustaba el de
Shakespeare, supongo que porque no entendía
nada, tal vez porque era teatro y tiene ese
lenguaje arcaico que contribuía a la
incomprensión. Hace poco escuché a alguien
decir que el placer que genera leer algo que
no se entiende es una cosa infantil. Aunque
no creo que el enigma sea signo de
inmadurez, sino algo humano que algunos
sentimos más. Me acuerdo de que la
bibliotecaria de la escuela primaria vino al
aula, nos habló de la importancia de la
lectura, preguntó si leíamos. Yo dije que
estaba leyendo esos tomos, seguramente
aproveché para darme corte ante los demás,
pero la buena mujer me desautorizó, me salió
el tiro por la culata, dijo que no estaba
bien leer eso, que había libros específicos
para cada edad. Literatura infantil.
RR.—
¿De quiénes te animarías a afirmar que
aprendiste en el campo de la ensayística?
JI.—
No sé. La verdad, no sé eso. Siempre estuve
cerca del pensamiento racional,
transmisible. Me gusta la transmisión
entendible, lisa. Como dijo alguien, lo
complejo tiene que ser la idea, no el
estilo. En ese sentido, el siglo veinte fue
muy confuso, cierto barroquismo y la moda de
lo abstruso fueron bastante nefastos para el
pensamiento. De lo que me gusta, me viene a
la cabeza Freud, que expuso sus ideas de una
manera muy clara, casi escolar, en forma de
diálogos consigo mismo o de réplicas, o en
desarrollos bastante simples en su forma. Me
gusta también Elías Canetti, que tiene un
estilo potente y muy claro también.
Aunque escribí un solo libro de ensayo, el
formato se me da bien; antes de ese libro
había redactado bastantes artículos y me
complace esa manera de exponer
razonamientos; hay distintas técnicas, y
considero que fui aprendiendo un poco por mí
mismo; al principio, tratando de que un
artículo fuera como un razonamiento:
saliendo desde aquí llego hasta allá,
fundamentando cada paso como si fuera un
silogismo. Aunque un ensayo puede ser de
estilo narrativo como una novela, incluyendo
a un narrador en primera persona, y tener
también momentos líricos. Hay distintos
métodos, desde luego, y el ensayo se ha
vuelto tan interesante, ya que mezcla ahora
distintos formatos: la narrativa, el libro
de viajes, el cuento, la poesía, la
autoficción. Es increíble lo que ha sucedido
en los últimos años con este género. La
transbiografía, por ejemplo. La renuncia a
la verdad absoluta. La filosofía como
epigrama, algo breve y contundente. Es el
género más creativo y tal vez el que llega
más al público actual, es consonante con
nuestra sensibilidad. |
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El mundo después
(Ed. Paradiso, 2013) era cuatro nouvelles,
pero el editor consideró que eran cuentos.
Fue una sorpresa para mí cuando vi el libro
publicado y constaté que eran cuentos. Me
desilusionó no ser novelista. Después
aprendí que la extensión no es importante, y
la denominación del género, menos todavía. |
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RR.—
Cuatro cuentos extensos conforman tu único libro de
narrativa breve: El mundo después. Y el cuentista
Ioskyn después…, ¿escribió otros...? Y, de paso, ¿qué
estás escribiendo ahora?
JI.—
En realidad, para mí, El mundo después era cuatro
nouvelles, pero el editor consideró que eran
cuentos. Fue una sorpresa para mí cuando vi el libro
publicado y constaté que eran cuentos. Me desilusionó no
ser novelista. Después aprendí que la extensión no es
importante, y la denominación del género, menos todavía.
Tengo tres libros inéditos, dos de poesía y uno de
relatos. Uno de los de poesía es sobre la revolución
rusa y me demandó bastante lectura de época, como el de
la Antigüedad clásica, pero esta vez en Rusia. Volví a
la diversión apasionada de leer correspondencia, y
diarios de intelectuales que visitaron Rusia en esa
época. El de relatos se llama Cómo hacerse hombre,
tal vez salga el año que viene; es una especie de
retrato un poco demasiado naturalista para mi estilo, de
la época en que me fui a vivir la mitad de la semana a
tu ciudad. El tema ronda lo que ya dice el título, la
cuestión de ser un hombre, cómo serlo, es algo que en
este momento de la historia y de la sociedad no está tan
claro, ya que el empuje del feminismo deconstruye el
lugar del hombre hasta tocar su esencia. ¿Quién sabe
ahora con exactitud lo que es ser un hombre? De todas
maneras, mis temas no los elijo por interés intelectual,
tiene que aparecer algo de una manera inevitable,
sentida y tal vez enigmática para que me ponga a
escribir. Algo que me moleste e incentive lo suficiente.
Ahora mismo, me preguntabas, estoy escribiendo algo en
la onda de Un lugar inalcanzable, el último:
fragmentario, tratando de ir a fondo, enfocando
percepciones mínimas que todos tenemos pero a las que no
les damos entidad. Dejamos pasar cosas de una riqueza
muy grande en nuestro sentir diario. Ese es mi campo en
este momento, lo mínimo, poner la lupa ahí y viajar
hacia dentro de algo que advierto como al pasar, detener
la acción y ver adónde lleva. Me sorprendo a mí mismo
cuando la acción del mundo se detiene. En lo
intrascendente está el mundo. Algo así.
RR.—
¿Sería factible que nos expliques cómo está armada,
construida tu novela Manual de jardinería? ¿En
qué aspectos difiere de la última y que acabás de
nombrar, la titulada a partir de una cita de Walter
Benjamin, Un lugar inalcanzable?
JI.—
Sí, claro. En realidad, tienen una base en común, que es
el formato del diario personal. Me gusta leer diarios y
correspondencias, esas formas menores de la literatura,
o subliteratura, que consiguen una gran efectividad y
verosimilitud. Como sabrás, hay escritores que solo se
desarrollaron en ese formato, como Madame de Sevigné. En
Acerca de un imperio recurrí a la correspondencia
de Plinio el Joven, algunas de esas cartas ya son poemas
en sí mismos, tal vez sin consciencia de serlo, o tal
vez sí, no sé qué habría en la mente del autor. Nuestro
Adolfo Bioy Casares se despliega mejor en sus diarios y
cartas que en el resto de su obra, bueno, esa es mi
impresión. Ese es mi gusto.
En cuanto al Manual de jardinería, empezó con
anotaciones de charlas que iba teniendo con dos amigas.
En algún momento me encontré con que hablábamos de cosas
que iban más allá de la conversación común, y a mí
siempre me interesó la sensibilidad femenina, la manera
que las mujeres tienen de sentir los temas, sobre todo
los emocionales, amorosos, o de la vida en general. Son
más cuidadosas, tiernas, compasivas, es una dimensión
que me atrae y que, en parte, es la mía. Así que empecé
a anotar las conversaciones en un archivo, sin saber qué
iba a pasar con eso. Transcribía porque me agradaba.
Parecía un diario, o un simple registro, que quedó así
por algún tiempo. Después, con eso hice un cuento, pero
alguien que lo leyó pescó que la voz del narrador daba
para una extensión más larga, de modo que lo estiré y
quedó una novela corta. Lo único que hice fue introducir
un narrador en primera persona, masculino, que
interactúa con las dos mujeres.
Un lugar inalcanzable
es más fragmentaria, solamente se puede tomar como una
novela si uno es benévolo con el texto. Tanto el
Manual… como Un lugar… portan la intención de
obtener un verosímil fuerte: en el Manual de
jardinería, a través del sexo; en Un lugar
inalcanzable, a través del sueño. Lo que hice en
Un lugar… fue transcribir sueños propios como si
fueran la realidad, con lo cual se disloca el realismo.
Necesitamos pensar variantes nuevas al realismo sin caer
en una cosa demasiado loca. |
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En cuanto al Manual de
jardinería (Ed. Barnacle, 2016),
empezó con anotaciones de charlas que iba
teniendo con dos amigas. En algún momento me
encontré con que hablábamos de cosas que
iban más allá de la conversación común, y a
mí siempre me interesó la sensibilidad
femenina, la manera que las mujeres tienen
de sentir los temas, sobre todo los
emocionales, amorosos, o de la vida en
general. |
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RR.—
En una frase o diez: ¿nos armarías un
retrato de ese poeta del que concebiste tu
ensayo Héctor Viel Temperley, un místico
de nuestro tiempo?
JI.—
Viel es un fenómeno, tal vez el último
fenómeno de la poesía argentina. Es quien
más ha vendido en cantidad, según escuché.
Es un fenómeno post mortem ya que, en
vida, Viel era conocido en un círculo
reducido. Parece una cosa eterna de nuestra
literatura la de existir primero en los
márgenes. En algunos casos como el de Viel,
otros escritores lo atesoran como un
prodigio y lo hacen circular. En un
principio inferí que el atractivo de Viel
era su misticismo, un misticismo tal vez
fuera de tiempo ya que no es algo
contemporáneo lanzarse a esas experiencias
radicales, fuera del mundo. Pero ahora no lo
veo así, sino que acaso su catolicismo
podría haberle jugado en contra, sobre todo
para la clase biempensante que es anti
iglesia. O que cree que debe serlo. Ahora me
inclino más a pensar que las experiencias de
comunión o de disolución de Viel han
influido en su poesía quebrando la sintaxis,
y así liberando la semántica, logrando que
el texto se mueva hacia otro terreno, hacia
un lugar un poco inestable para la poesía
convencional. Los fragmentos que brillan,
por ejemplo “Hospital Británico”, “larga
esquina de verano”, etc., repetidos cada
tanto, empiezan a tomar un sentido
extranjero, raro, como de eslogan o mantra.
Si el mismo fragmento estuviera en un verso
una sola vez, al pasar, no tendría ese
efecto. Ese procedimiento, repetido y
repetido, intercalado, y que vuelve a estar
en conexión con otras frases, culmina
adquiriendo un clima o un aire que atraviesa
al lector y lo confunde.
En su caso, no creo que solamente se trate
de una cuestión de método sino de cómo su
experiencia vital rompió su poesía, que al
comienzo era bastante clásica y terminó
siendo absolutamente irregular, innovadora.
Las generaciones nuevas reciben de Viel esa
autenticidad y la aprecian. Aun a gente que
habitualmente no lee poesía, su obra salió
del gueto y toca a la gente, como antes pasó
con muy pocos.
RR.—
Te traslado un par de interrogantes que se
formula el ensayista colombiano Jaime García
Maffla: ¿Cómo y cuándo el lenguaje del habla
cotidiana se convierte en poético? ¿Por
cuáles leyes una organización de palabras
llega a ser el poema?
JI.—
A ver, interesante cuestión. Vos hablás de
una transformación, y eso, seguramente, no
tiene que ver con una ley. La ley en el
sentido de una retórica tipo aristotélica.
Lo que sucede en la poesía lo asimilo a las
artes plásticas, pero no tanto a la novela o
al cuento, que en lo formal no han cambiado
tanto. Un poco sí, pero no tanto como en la
plástica, que se ha renovado hasta
cuestionar el estatus de lo que pertenece o
no a su campo. Ellos lo plantean seriamente.
No es fácil a veces distinguir lo que está
dentro, en la plástica. Creo que el estatus
de una obra, plástica o poética, tiene que
ver con la intención del autor, después con
la validación de la crítica, y la opinión de
los pares. El público acepta esto. Pero, en
general, me parece que en el salto desde lo
más personal, vivido, a la poesía, tiene que
haber una transformación del dato de la
realidad. La creación o la transformación
existe. Corrijo lo anterior: es el lector el
que acepta o no. Siente la sintonía, le
llega, y recién ahí la cosa se completa.
Antes no es una obra. Es un germen. El
lector le da el estatus al incorporarla,
cuando lo que otro hizo pasa a ser parte de
su cuerpo. Cuando “larga esquina de verano”
es la letanía de un trepanado, ese que tiene
visiones, que agoniza y ve claro. Vos, como
lector, lo acompañás, o, más bien, es el
autor el que te acompaña o te lleva a un
lugar que nunca imaginaste pero terminás por
entrar y sentirlo. El mundo se transforma
por un rato. Ahí está el poema vivo, existe.
Esto no es una ley, no depende de algo que
sepamos de manera consciente, no sabemos qué
es, no se deja atrapar. Si lo hiciera,
perdería la magia en un instante. |
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Nunca vi el mar
Poesía
ISBN 978-987-1586-44-8
Editorial
Huesos de Jibia
Buenos Aires, 2014 |
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José Ioskyn
selecciona poemas de su autoría —uno, el
primero, de Nunca vi el mar y cuarto,
del libro inédito Mi revolución rusa—,
para acompañar esta entrevista: |
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Cargamos manzanas
y libros
los árboles cuidan
que nada nos pase
hay temblores
un respirar de la bolsa con frutas
al moverse
con manzanas y libros
en lugar de casas y chicos
de repente
yo dentro tuyo
y vos dentro de vos misma
como dos seres de juguete
nos enredamos
dos manzanas rojas, brillantes, jugosas
y nada más
* * *
Volkov y yo comíamos medio pan
los dos sobre mi caballo
la mañana goteaba como gotea
el cloroformo sobre la mesa de operaciones
ametralladoras y carros de combate
Volkov me pregunta por mi esposa
me adormilé y la vi en sueños
durmiendo en una cama negra
el caballo da tumbos
en menos de dos verstas nos dejaría a pie
escuché a mi compañero hablar entre dientes
que habíamos perdido la campaña
y que caminar no es de soldado
yo dije sí, sí, y volví a entrar en mi sueño
* * *
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Al alba —el pillaje—
salen los hombres, prometen volver con alimentos
o lo que sea
a la tarde vuelven, cansados, pálidos y rojos
manteca, oro, paño, paño, oro, manteca
¿y el vino? No había —dicen
las mujeres: la patrona, la empleada, la suegra
sirven la mesa
la sirvienta canta, dice que tiene miedo de todo
miedo de agarrar un hacha
cuando ve el cuello blanco y largo de la patrona
los hombres le prometen un vagón con harina
palabra de soldado
ella cuenta en silencio el botín del día:
dieciocho libras de mijo, quince libras de harina
cuatro libras de manteca, ámbar, oro
y tres muñecas para su hija, cuando la tenga
* * *
El palacio con los techos agujereados
las pinturas con marco de oro, tapadas con trapos rojos
el salón de ceremonias
unas cincuenta mujeres cortaban y cosían, cosían y
cortaban
banderas y estandartes
para los muertos de la revolución
lloraban mientras hacían su trabajo
en un pasillo un obrero joven estaba acostado sobre una
colchoneta
nadie le prestaba atención
a cada latido brotaba sangre del pecho perforado
con cada respiración decía: viene la paz, viene la paz
en la Plaza Roja
el Kremlin temblaba, había ruido
de palas y picos
cientos de obreros cavaban fosas a lo largo de los muros
iluminados por fogatas
cantaban: enterramos ahora a quinientos
muertos de la revolución
bajamos por la Tverskaya, banderas al viento
nada de popes para los funerales rojos
ningún sacramento para los muertos
el canto hizo gritar a la multitud
como una onda sobre el agua
majestuosa y solemne
vimos pasar bajo La Puerta a los obreros
con sus féretros color sangre
toscos ataúdes de madera sin cepillar
pintados de rojo
sobre los hombros de esos seres rudos que caminaban
y lloraban
hasta llegar por fin a las fosas
escalando con sus cargas los montones de tierra
detrás venían mujeres, jóvenes y rotas
otras viejas y arrugadas
lanzando gritos de animales heridos
queriendo enterrarse con sus muertos
ya que esa es la manera de quererse de los pobres
uno por uno fueron bajados
los quinientos
la música subió el volumen
la masa aumentó los cantos:
mientras venía la terrible noche
coronas fueron colgadas de ramas desnudas
como extrañas flores multicolores
se escuchó la tierra a montones cayendo sobre los
ataúdes
a los que miraban con aterradora ansiedad
se les dijo que este era el reino
por el cual era glorioso morir
la anestesia, la morfina lavada y roja
* * *
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Fue cuando terminó la batalla de Berestechko
caminé entre los cuerpos destripados
los vivos gritaban la revolución mundial
me acosté en un pajar dorado como el sol de
la molienda
los haces de trigo volaban por el cielo
no sé si me dormí o las caricias del heno me
volvieron loco
las puertas del cobertizo se abrieron
y entre el silbido de la madera una mujer
vestida para una fiesta se acercó
sacó un pecho del encaje negro del corsé
lo puso contra el mío
el calor sacudió los cimientos de mi alma
gotas de un sudor vivo hirvieron entre
nuestros pezones
quise gritar, pero mis mandíbulas estaban
cerradas
ella puso dos monedas en mis ojos
se apartó de mí y de rodillas dijo
Jesús recibe el alma de este siervo:
de ese sueño nunca pude despertarme |
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ENTREVISTA
realizada, a través del correo electrónico, en las ciudades de
La Plata y Buenos Aires, distantes entre sí 60 Km. |
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Rolando Revagliatti
(Buenos Aires,
Argentina, 1945) es
escritor, poeta y
dramaturgo. Se inició en
el mundo de la lírica
muy joven, publicando
sus primeros poemas en
el periódico “Alberdi”
(1966-1974) y en
diversas revistas
culturales, al tiempo
que, entre 1965 y 1966,
completa sus estudios
como realizador
cinematográfico en la
Asociación de Cine
Experimental. Al tiempo
que cursa estos
estudios, inicia su
formación como actor,
con figuras notables del
arte teatral argentino.
Entre 1971 y 1973
participa como actor en
pequeños roles de
largometrajes dirigidos
por Miguel Bejo, Julio
Ludueña y Eva Landeck.
por su parte, dirige
obras de teatro de
Guilherme Figueiredo y
Alberto Adellach.
Ya en la década del 80,
comienza a colaborar
asiduamente con poemas y
relatos en diarios y
revistas, en soporte
digitales y papel. Sus
textos aparecen en
numerosos países de
América y Europa, donde
ha sido traducido al
francés, italiano,
holandés, rumano,
portugués, catalán,
vasco, asturiano,
inglés, búlgaro,
esperanto, maltés y
alemán.
Su obra creativa abarca
los géneros dramático,
narrativo (el cuento) y
la poesía.
Así, en dramaturgia cabe
destaca el ensayo Las
piezas de un teatro
(RundiNuskin, Editor,
1991; Nostromo Editores,
2004).
En la categoría de la
estética narrativa,
merecen especial mención
Historietas del amor
(cuentos, relatos,
mini-ficciones, en 1991)
y Muestra en prosa
(cuentos, relatos,
mini-ficciones, en
1994).
En cuanto a su obra
poética, la más extensa,
cabe mencionar los
títulos De mi mayor
estigma (si mal no me
equivoco) (1993),
Trompifai (1997),
Fundido encadenado
(España, 1998; en
Argentina, 1998),
Picado contrapicado
(1998), Ripio
(1999), Desecho e
izquierdo (1999),
Propaga (2001),
Ardua (Argentina,
2001; Holanda, bilingüe:
castellano-neerlandés,
2006), Corona de
calor (2004), Del
franelero popular
(en colaboración: “7
Poetas Argentinos”,
2005; y en “Lo Erótico y
Otras Yerbas”, 2006),
Obras completas en verso
hasta acá (2007),
Sopita (2008),
Pictórica (2011),
Tomavistas (2012) y
Leo y escribo
(2013).
Ha colaborado con poemas
en diversas obras
antológicas, como
Letras Contemporáneas
(en portugués, 1998),
Poesía en el Subte
(1999), Poesía
argentina año 2000
(tomo 1, 1999),
Poesía hacia el Nuevo
Milenio (tomo 2),
MeloPoeFant
Internacional
(bilingüe
castellano-alemán;
Alemania, 2004),
Pequeña Antología de la
Poesía Argentina
(selección de Jorge
Santiago Perednik,
2004),
Dramaturgia
Latinoamericana:
Argentina
(en República
Dominicana, 2008);
Italiani d’Altrove
(bilingüe
castellano-italiano;
Italia, 2010),
El Verso Toma la Palabra
(México, 2010),
El cine y la Poesía
Argentina
(selección de Héctor
Freire, 2011) y
Poesía en Libertad
(2013),
Minificcionistas de ‘El
Cuento’. Revista de
Imaginación
(Ficticia Editorial,
México, 2014), entre
otras.
Ha publicado, en fin,
tres obras antológicas
que recogen una buena
selección de su poesía:
El Revagliastés
(2006), Proponerte
que Creas (Caracas,
Venezuela, 2008) y
Revagliatti. Antología
Poética (2009).
Ha difundido su obra a
través de publicaciones
varias, como los
cuadernillos “Musas de
Olivari” (1994-1995) y
en los pliegos
literarios “Olivari”
(1993-1995) y “Huasi”
(1996-2002), que él
mismo ha dirigido y
editado.
Más
datos sobre este autor y
su obra los podéis
encontrar en su web personal: «Revagliatti»
y en blog «Blog de Rolando Revagliatti».
Sus producciones en vídeo se hallan en «Rolando Revagliatti en YouTube».
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 3. Página 13. Año XVIII. II Época. Número 104. Julio-Septiembre 2019. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2019 Rolando Revagliatti.
© Las imágenes se usan exclusivamente como ilustraciones de la entrevista y han sido aportadas en su totalidad por el autor del texto. Cualquier derecho que pudiere concurrir sobre ellas corresponde a sus creadores.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2019 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana.
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