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INÉS LEGARRETA NACIÓ el 30 de junio de 1951
en Chivilcoy, ciudad en la que reside,
provincia de Buenos Aires, Argentina. Es
profesora de Castellano, Literatura y Latín.
Su quehacer literario se ha difundido en
numerosos medios gráficos y digitales.
Cuentos y relatos suyos han sido traducidos
al inglés, italiano y alemán. Entre otras,
fue incluida en las siguientes antologías:
Los cuentos de la granja (España,
1995), Metáfora plural (1991),
Pasacalles (1999), Cuentos sin
permiso (con selección y prólogo de
Angélica Gorodischer, 1999), Brujas
(2000), Cuentos históricos argentinos
(2000), Nachts bin ich dein Pferd.
Erotische Geschichten aus Argentienien
(Suiza, 2000). Ha obtenido primeros premios
y reconocimientos por su trayectoria,
otorgados por instituciones y organismos
gubernamentales y privados. Publicó en
narrativa breve En el bosque y otros
cuentos (1990), Su segundo deseo
(1997), La dama habló y otras páginas
(2004), La turbulencia del aire
(2012), La imprecisa voz que me sueña
(2014), y dos ‘nouvelles’: El abrazo que
se va (2008) y Tristeza de verse
lejos (2010). Su único poemario, La
puntada invisible (2016), se socializó a
través de Ediciones en Danza.
1.—
¿Recordamos...?
Inés Lagarreta.—
Recordarnos y seleccionarnos. Recordamos y
recortamos. Recordamos y creamos. En esto de
mirar hacia atrás para vernos, siempre
haremos un cuento, una ‘nouvelle’, una
novela, hasta una saga, si nos da el
aliento. Y en el caso de que hubiéramos
llegado a cierta excelsitud, un solo poema.
No es mi caso. De manera que, para
ordenarme, pensaré en capítulos con títulos
incorporados, los cuales (capítulos y
títulos), por supuesto, se disgregarán al
escribir, se esfumarán en lo real de la vida
vivida. Pero soy escritora, así que, como
dijo el maestro Juan Rulfo, mentiré lo más
que pueda, lo mejor que pueda, para decir la
verdad.
Infancia y adolescencia.
Recuerdo dos casas. Una antigua, alquilada,
en donde vivimos hasta que mi padre
construyó la definitiva. La entrada tenía
dos escalones de mármol y un zaguán que daba
a la sala de recibimiento, lugar en donde
esperaban los pacientes de mi padre, que era
médico. A la derecha de esa sala había una
puerta que comunicaba con el consultorio
propiamente dicho; de ese lugar tengo un
recuerdo confuso, oscuro, siempre como en la
bruma, porque yo era muy pequeña entonces y
no nos dejaban entrar al consultorio de
papá. Luego venían las habitaciones, una
detrás de la otra, un baño principal y el
recorte de un gran comedor que quedaba en el
medio de la casa, entre los dos patios, el
de adelante y el de atrás; el de atrás tenía
una parte embaldosada adornada con canteros
y macetas, y otra, de tierra, con algunas
plantas: a este patio daban la cocina, la
despensa, la sala de planchar y la
habitación y baño de servicio.
Un verano, en el segundo patio, nos pusieron
una enorme pileta de lona, y fue
maravilloso: zambullirnos después de las
cuatro de la tarde, nosotros tres: mi
hermano mayor y mi hermana (yo era la del
medio) y los vecinitos de al lado: un chico
y una chica que, cuando nos mudamos, dejamos
de ver porque, al tiempo, se fueron a Buenos
Aires. Otra tarde, a la hora de la siesta,
hicimos una guerra con pelotitas de barro:
además de nosotros, una de las paredes quedó
repleta de municiones y estallidos marrones:
habían pintado hacía muy poco, así que
cuando papá se levantó, a mi hermano y a mí
(a mi hermana menor, no) nos puso en
penitencia mirando la pared durante una o
dos horas. Al final, terminé llorando y me
levantó la penitencia antes de que se
cumpliera el plazo. Mi hermano la sufrió
entera. Fue algo que se repitió casi
siempre: las mujeres nos salvábamos
llorando. | |
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Creo que mi vida literaria se basa en la
negación. Primero y por mucho tiempo dije y
digo no. Después el sí se impone por
venganza, con la fuerza propia de lo negado.
Pero el sí tiene que hacer un largo y
dificultoso camino para convencerme,
seguramente por mi fuerte ascendencia vasca. |
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Mientras viví en esa casa, todavía no iba a
la escuela; empecé directamente en primer
grado, sin haber pasado por el jardín de
infantes, el año que nos mudamos a la casa
definitiva. El primer recuerdo es este: una
escuela imponente, de piedra gris, que
ocupaba toda una manzana (la misma de hoy),
con un patio inmenso y yo atravesándolo de
la mano de mamá. La señorita nos recibe,
mamá me da un beso y se va. Y me pareció que
se me abría la inmensidad. Entramos al aula
después de hacer fila y tomar distancia con
el brazo extendido. La señorita nos dice:
“Saquen el cuadernito y hagan un dibujo,
cualquiera, lo que les guste”. Dibujé una
bandera argentina con un mástil alto, alto,
de línea temblorosa. Estaba muerta de susto.
Pero enseguida se me pasó: la escuela no me
resultó difícil, aprender a escribir me
gustaba, leer también. Siempre levantaba la
mano para pasar a leer. Sería porque mi
primera lectura parada al frente de la
clase, sosteniendo el libro con una sola
mano, fue vergonzante: no había practicado
lo suficiente y dije de corrido la primera
oración, después fue un silabeo titubeante
hasta que la señorita me hizo sentar,
entonces, creo, decidí que “eso” no me
pasaría más.
En tercer grado escribí una composición que
dio la vuelta el patio y llegó hasta el
director de Primaria y Secundaria (en el
Normal estaban los dos niveles de
enseñanza); parece que llamaron a mis padres
para felicitarlos, pero no me enteré: me
enteraría muchos años después, en un viaje
en tren, cuando casualmente (ya estaba
estudiando en tu ciudad el profesorado de
Literatura) me senté al lado de una de mis
maestras de Primaria. Ella me lo contó. Me
dijo: “Pero claro, cómo no vas a estudiar
literatura si a los ocho años ya eras
escritora”. Pero en esa época no me
consideraba escritora, ni soñaba con serlo.
Tampoco después. Ni en la secundaria ni
durante el profesorado. Nunca pensé que
sería escritora: fue algo tardío,
inesperado, muy parecido a la locura, que se
me impuso. Algo que no pude eludir y que
estalló —como los misiles de barro en la
pared de la primera casa— después de los
años de horror, después de un tiempo de
exilio, cuando ya estaba casada y tenía a
mis tres hijos.
Creo que mi vida literaria se basa en la
negación. Primero y por mucho tiempo dije y
digo no. Después el sí se impone por
venganza, con la fuerza propia de lo negado.
Pero el sí tiene que hacer un largo y
dificultoso camino para convencerme,
seguramente por mi fuerte ascendencia vasca.
Años de análisis no han logrado borrar ese
punto inicial de negativa. Es cierto que
ahora, después de siete libros publicados de
narrativa, le digo sí a la poesía. Ya no
puedo resistirme a su ligereza profunda, a
su transparencia, su fugacidad; la manera de
entronizar el instante para después huir,
desaparecer dejando una estela, algo en el
aire parecido a un perfume raro. Ya no puedo
negarme a ella, está en mis manos y en mi
boca y es tan natural escribirla como
caminar.
Me parece necesario aclarar que siempre pero
siempre consideré a la poesía como el género
matriz, la última y la primera letra, el
Bien: de ahí también el respeto, casi
reverencial que siento por ella. De ahí que,
aunque no escribiera poesía, siempre leí a
los grandes poetas a la par de los grandes
narradores y, por lo mismo, creo, cuando le
di salida a los versos, no me resultó
extraña. A partir de la publicación del
libro de relatos oníricos La imprecisa
voz que me sueña, la poesía empezó a
ocupar el lugar que tiene ahora: todo el
tiempo, todas las lecturas, casi lo único
que me interesa.
2.—
Qué habrá marcado tu escritura.
IL.—
La segunda y definitiva casa la marcó. Una
casa de dos plantas, construida a gusto de
mis padres, que ocupaba una esquina y se
alargaba hacia las dos calles laterales, un
estilizado chalet californiano con paredes
de ladrillo visto, ventanas guillotina
inglesas y puertas pintadas de blanco, con
un porche de acceso a la entrada principal y
otra entrada secundaria en una de las calles
laterales; ahí estaba el consultorio de papá
y luego el garaje con portón vidriado.
Fue concebida con todos los adelantos de la
época: nosotros (mi familia, mis hermanos y
yo) gozamos del privilegio de la calefacción
central cuando en el pueblo, por muchos
años, décadas en realidad, la mayoría se
calentaba con estufas de kerosén o de
gas; la casa era innovadora, además, por la
cantidad de baños y toilettes, los
detalles de confort en las habitaciones, por
los ambientes muy amplios, cuarto de
estudio, terrazas y sótano que funcionó como
bodega-cava de mi padre. En la planta baja
estaban la cocina, la antecocina, un
living enorme con una gran chimenea y
bar incorporado, el consultorio con su
biblioteca empotrada y la sala de espera. Se
llegaba a la planta alta por la escalera que
nacía en el medio del living; arriba,
después del rellano, estaban los dormitorios
y baños principales. También desde la cocina
nacía otra escalera que iba a la parte de
servicio: lavadero y dependencias. |
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Ya no puedo resistirme a su ligereza
profunda, a su transparencia, su fugacidad;
la manera de entronizar el instante para
después huir, desaparecer dejando una
estela, algo en el aire parecido a un
perfume raro. Ya no puedo negarme a ella,
está en mis manos y en mi boca y es tan
natural escribirla como caminar. |
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En mi adolescencia transformamos
la habitación de servicio en
cuarto de estudio: quizás el
lugar que más disfruté de la
casa. Ahí charlábamos
incontables horas con mis
amigas, estudiábamos, fumábamos,
escuchábamos long-plays
en el winco; ahí escribí
frenéticamente: llené hojas y
hojas de cuadernos con apuntes,
poemas, notas, reflexiones,
relatos, cuentos, ideas. Todo
esto, finalmente, lo perdí. Los
cuadernos desaparecieron. Lo
advertí mucho tiempo después,
cuando ya estaba estudiando en
Buenos Aires; un día quise
releerlos y no los encontré, los
busqué por toda la casa y no
estaban. No tengo dudas de que
mi madre, con su manía de orden
y limpieza, los tiró; yo tenía
una letra imposible y era muy
desprolija; al abrir los
cuadernos, las tachaduras y
correcciones saltaban a la vista
y dejaban ver el mapa furibundo
de una adolescente inquisitiva:
no era lo que mi madre esperaba
de mí. Supongo. Pero no sé quién
otro pudo animarse a tirarlos
sin decirme una palabra.
La casa tenía dos terrazas: la
interna, pegada al lavadero, en
donde se tendía la ropa a secar,
y otra externa, en la planta
alta, a la que se accedía desde
el dormitorio de mis padres y
ocupaba toda la esquina. Cuando
la casa estaba en construcción,
yo pensaba que usaríamos esa
terraza para tomar aire en
verano, para sentarnos con algo
fresco a disfrutar de la vista,
que sería un lugar social, de
reunión con amigos, pero eso
sucedió muy pocas veces; nos
asomamos a la baranda de madera
algún día de carnaval cuando el
corso llegaba justo hasta la
esquina o en algún cumpleaños o
festejo familiar. Se usó muy
poco.
¿Por qué hablo tanto de la casa?
Porque la escuché antes de que
la construyeran en la voz de mi
padre y después la vi erguirse
como una montaña, porque la
escalé de su mano a través de
una escalerita endeble que los
obreros usaban para llevar lo
necesario al gran espacio
abierto que sería la planta
alta, porque él me indicó “allá
estará tu habitación”, “acá
estaremos tu mamá y yo”, “allá
será la habitación de tu
hermano”…, y todo esto, en medio
del cielo, casi tocando las
nubes. Y también porque esa casa
soñada fue el lugar de encierro
de mi madre. Esa casa única en
su edificación, hito urbano en
el pueblo, lugar del deseo para
los que la miraban al pasar, sin
embargo, escondía a alguien.
“¿Entra la luz en tu casa?”
“¿Por qué siempre los postigos
cerrados?” Con los años, se
transformó en un castillo
inexpugnable, una fortaleza, el
caparazón de un alma que se
mantuvo silente ahí adentro,
protegida del mundo: mi madre.
Pero la casa le dio, sin
embargo, a mi madre —y, en
consecuencia, también a mí— una
salida: la lectura, la
biblioteca. En realidad, las
bibliotecas. La del escritorio
de mi padre, conformada
principalmente por libros de
historia argentina y universal,
política, ensayos y colecciones
de autores que admiraba; por
ejemplo, la colección completa
de la obras de Domingo F.
Sarmiento, la cual, en su
ancianidad, decidió donar a la
escuela rural en donde había
cursado los primeros años de la
Primaria: entonces vivía con su
familia en un campo a pocas
leguas de la ciudad y siempre
recordó los viajes a caballo
para llegar a la escuelita.
Y la biblioteca que adornaba el
living y era “propiedad”
de mi madre: novelas de autores
argentinos, ingleses, franceses,
libros de viajes, de cuentos,
libros de arte, diccionarios
enciclopédicos, libros y
revistas en francés (mi madre
era profesora de francés, pero
nunca ejerció) y todo lo que la
Editorial Sur editó mientras
Victoria Ocampo estuvo viva, y
también todo lo que se siguió
editando en la Editorial Sur
después del fallecimiento de
Victoria, porque una prima
hermana de mamá —María René Cura
(Miné)— fue amiga dilecta y
colaboradora de la célebre
escritora hasta sus últimos
días.
Entre éstas, las bibliotecas de
mi casa, la de la escuela
Normal, a la que asistí en la
Primaria y Secundaria, y la de
la Biblioteca Popular “Antonio
Novaro” de Chivilcoy,
transcurrieron mis pasos en pos
de incansables y casi
inagotables búsquedas
literarias: leí de todo, sin
orden, sin consultar, sin juicio
previo, sin seleccionar entre
alto o bajo, sagrado, consagrado
o popular, entendiendo y no
entendiendo, mezclando, como
dice el tango, “la Biblia con el
calefón”. Nunca volví a leer —la
poesía me ha acercado a ese
desorden sistemático— con tal
ferocidad, con tanta hambre. Me
quedaba hasta altas horas de la
noche con la luz prendida hasta
que mamá venía y me la apagaba:
“Mañana tenés escuela y no hay
quién te despierte”.
Sonará raro, pero no lo es en
realidad: aunque he escrito
mucho sobre la casa, sus
habitantes y los fantasmas,
hasta ahora casi todo permanece
inédito. Como si todavía no
hubiese llegado el tiempo de
sacar a la luz un mundo que ya
no está. La casa paterna fue
vendida, ya no nos pertenece.
Las personas, los objetos, las
escenas no están. Paso
caminando, la miro desde afuera,
está habitada por otros y la
extrañeza me invade. ¿Quién era,
quién es la que habitó en esa
casa? ¿Qué pasó? Debo seguir
indagando…
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Si tenía algún problema, escribía. Si quería
decir algo especial, si quería expresarme
libremente, si estaba disgustada, escribía.
Como si la primera forma de comunicación no
hubiese sido oral, sino escrita. |
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3.—
Sí, indagando.
IL.—
Todo lo que he contado, sin
embargo, es apenas la base, el
sustento sobre el cual se fue
forjando mi vocación por los
libros; pero la escritura
propiamente dicha viene —lo creo
firmemente— de los increíbles
relatos que mi abuela materna
nos contaba a mi hermana y a mí
cuando nos quedábamos a dormir
en su casa. También de una
manera de comunicarme a través
de cartitas, notas, páginas, que
me resultaba absolutamente
natural y simple: antes que
hablar, escribir. Si tenía algún
problema, escribía. Si quería
decir algo especial, si quería
expresarme libremente, si estaba
disgustada, escribía. Como si la
primera forma de comunicación no
hubiese sido oral, sino escrita.
Así que creo que se juntaron,
principal y puntualmente, los
relatos de mi abuela materna y
una tendencia innata hacia la
forma de expresión escrita para
hacer de mí lo que soy.
Mi abuela había nacido, se había
criado y vivido hasta después de
su casamiento y nacimiento de
sus tres hijos (mi madre era la
del medio) en una quinta-boliche
de campo llamada “El Recreo”,
que todavía sigue estando en
Chivilcoy —ahora como Casa
familiar-Museo—. En 1881, en el
predio que recibiera su mujer
como regalo de casamiento, mi
bisabuelo, un genovés culto y
progresista, levantó la casa y
el boliche, y, un poco más
tarde, utilizó parte del espacio
para agregar, además de una
cancha de bochas y otros juegos,
un bellísimo jardín que fue
diseñado por un conocido
paisajista de Buenos Aires:
paseo arbolado, con canteros
simétricos y laberintos de
arbustos, y con las más variadas
y exóticas flores y plantas que
le brindaban al paseante
sensaciones, colores y aromas
diferentes. Se convirtió en un
lugar de “recreo” para la clase
acomodada del pueblo (nota:
Chivilcoy tiene,
aproximadamente, 70.000
habitantes. Por lo tanto, es una
ciudad. Hago esta aclaración
porque yo siempre lo nombro
“pueblo”; esto es por la forma
cercana de las relaciones entre
vecinos y conocidos que, por lo
menos mi generación y las
anteriores, tuvimos) y hasta de
familias de Buenos Aires
vinculadas con Chivilcoy. De ahí
el nombre (“El Recreo”) y de ahí
que el inventario anecdótico de
mi abuela oscilara entre
sabrosas y picantes escenas de
amor, fuga o desencuentros entre
conspicuos personajes de la
época —algunas francamente
lanzadas, otras misteriosas o
desopilantes para los oídos de
unas niñas como nosotras—, a
los entuertos y lances de
cuchilleros, borrachos y
parroquianos de toda laya (diría
el Maestro Borges) que acudían
diariamente al boliche. Nunca me
cansaba de escucharla, le pedía
una y otra vez que me las
contara. “Pero si ya las sabés
de memoria”, me decía la abuela.
“No importa, contame la de la
mujer en bata de seda, con el
monito tití en el hombro, que se
escapó con el hermano del
marido”. “Y era morfinómano”,
decía la abuela. “¿Qué es
morfinómano?” Suspiraba: “Tomaba
algo para vivir mejor”. “Ahhhhh,
bueno, contame”. ¡Qué maravilla!
Nunca le terminaré de agradecer
a mi abuela Clorinda su
desparpajo, su humor, su falta
de prejuicios. Mamá se enojaba.
4.—
Ya que aludiste a un paisajista,
hablemos del paisaje.
IL.—
Así como los relatos de mi
abuela fueron inaugurales,
también hay un paisaje que es el
mío. El campo, la llanura, los
bichos, los animales, los
árboles, el viento. El sol del
atardecer, la luz del amanecer.
Cierta brusquedad de algunos
olores, la irrupción del canto
de los pájaros, el ruido del
viento entre las hojas, el cielo
por todos lados, arriba y abajo,
según se lo mire. Y una manera
de respirar del que está
acostumbrado a los grandes
espacios que se transmite a la
escritura. Luego, en lo
cotidiano, el patio, la cocina,
las campanadas de la iglesia,
el ruido de la calle, los
canteros con flores, el sauce
del fondo de mi casa.
Aunque vivo en dos lugares, mi
paisaje es uno.
5.—
¿Lecturas...?
IL.—
No voy hacer el listado de
nombres de mis lecturas
infantiles, porque considero que
se parece al de cualquier niño
ávido que tiene a mano lo que
quiere: solo rescataré la
colección completa del escritor
brasileño Monteiro Lobato,
tesoro facilitado por la prima
hermana de mi madre (Miné),
quien se ocupó de encauzar, en
cierta forma, mis lecturas.
Mucho tiempo después encontré,
en un cuento de la maravillosa
Clarice Lispector, algo parecido
a lo que me sucedió a mí: en
Felicidad clandestina,
describe el placer
inconmensurable que le provocaba
leer la serie “Naricitas” de
Monteiro Lobato y las maniobras
—perversas— que debía soportar
de una amiga gorda y fea pero
poseedora de esos tesoros, para
poder disfrutarlos.
De mi adolescencia, rescataré
del fárrago profuso, dos
momentos: La náusea, de
Jean-Paul Sartre (horas y horas
y noches y noches, leyendo lo
que no terminaba de entender
pero que me fascinaba), y el
golpe a la estructura de lo
literario escolar formal que fue
Rayuela y los cuentos de
Julio Cortázar. Dicho sea de
paso, Miné fue alumna predilecta
de Cortázar en los años que
estuvo dando clases en la
Escuela Normal de Chivilcoy
—donde yo estudié—, sostuvo con
él una nutrida correspondencia y
lo trató a posteriori al entrar
en el círculo de Victoria Ocampo
y su editorial.
Los poetas de la adolescencia
fueron Pablo Neruda, a partir de
sus Veinte poemas de amor y
una canción desesperada, y
Alfonsina Storni, con su voz de
mujer y la manera de hacerse un
lugar en un mundo de hombres.
6.— ¿Y después de la
secundaria?
IL.—
Me instalé en Buenos Aires para
estudiar Literatura en el
Profesorado Nacional “Joaquín V.
González”, de Avenida de Mayo y
Lima (en aquel entonces). Antes
de sufrir aquellos años
oscurísimos, debo decir que para
mí Buenos Aires fue una fiesta.
La secundaria en Chivilcoy no
fue más que el paso necesario
para irme a vivir a la capital:
no sentí ninguna nostalgia ni
añoranza porque dejaba el
pueblo; no lloré en la fiesta de
despedida, como la mayoría de
mis compañeros, porque terminaba
un ciclo: yo quería irme. Un
mundo lleno de posibilidades,
encuentros, eventos,
experiencias vitales y sociales
se abrió ante mí y lo gocé con
la libertad entre comunitaria,
de compromiso y hippie de
aquellos famosos años 70 que
terminaron con el baño de sangre
que todos conocemos. Los famosos
70. Al principio viví en un
pensionado de monjas (con
reglamentos que transgredíamos
sin mayor problema); al fin del
segundo año me casé con mi
actual marido, Enrique, y nos
instalamos en su departamento,
en donde, al tiempo, nació mi
primer hijo: Nicolás. Enrique
militaba en la Juventud
Peronista y yo también hasta que
quedé embarazada; de ahí que
vivimos el Proceso como casi
todos los jóvenes de esa época:
viendo de qué manera la
violencia y las persecuciones se
volvían procedimientos
habituales y cotidianos.
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...Pensé
que me estaba volviendo —literalmente— loca.
Era exactamente lo que sentía: que algo
parecido a la locura me venía ganando las
horas, no tenía paz ni tranquilidad, no
había cosa o lugar en donde estuviera
completa, no sabía por qué estaba donde
estaba a pesar de que mi entorno y vida
familiar eran “normales”; vivía atravesada
por un inmenso desorden. |
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Seguí estudiando hasta que nos
volvimos a Chivilcoy, porque las
cosas se habían puesto muy
difíciles; pensamos que
estaríamos mejor, pero nos
equivocamos: después del
secuestro y muerte de un amigo,
un grupo no identificado nos fue
a buscar al departamento de
Buenos Aires, lo cual nos obligó
a salir del país por un tiempo.
Estuvimos en Uruguay con la idea
de irnos a España, pero,
finalmente, después de algunos
meses, volvimos a Argentina.
Entonces nació mi segundo hijo,
Juan Enrique: casi al mismo
tiempo terminé el Profesorado de
Letras en la ciudad de Mercedes,
distante a una hora de
Chivilcoy. Enseguida, creo que
como una afirmación de la vida,
nació mi tercer hijo: la única
mujer, Josefina.
En todo este tiempo no escribí
NADA. Cuando entré en el
“Joaquín V. González”, de gran
nivel formativo por los
excelentes profesores y la
trayectoria de la institución,
ocurrió, sin embargo, que tuve
la mala suerte de tener en
primer año la excepción que
confirma la regla: una señora
que dictaba clases de Retórica
desde unas fichas amarillas y
polvorientas que había que
memorizar; ella nos dijo:
“Olvídense de escribir, acá no
vienen a ser escritores, vienen
a ser profesores”. También nos
dijo que nos olvidáramos de
Cortázar (que era profesor),
porque era un caso
extraordinario (tenía razón) y
ninguno de nosotros lo era ni lo
sería. Lápida a mis escritos,
que acepté mansamente. Quizás
también porque había demasiada
vida, demasiado movimiento y
efervescencia como para ponerse
a escribir en soledad. Lo cierto
es que se inicia un largo, muy
largo período en donde no
escribo nada. Y cuando digo nada
es nada. Fueron casi quince
años. Esa nada literaria, ese
desierto, ese descampado, se
extendió desde los diecinueve,
veinte años, hasta pasados los
treinta, en realidad, hasta los
treinta y tres (la edad de
Cristo) cuando, con mis hijos
bastante crecidos, pensé que me
estaba volviendo —literalmente—
loca. Era exactamente lo que
sentía: que algo parecido a la
locura me venía ganando las
horas, no tenía paz ni
tranquilidad, no había cosa o
lugar en donde estuviera
completa, no sabía por qué
estaba donde estaba a pesar de
que mi entorno y vida familiar
eran “normales”; vivía
atravesada por un inmenso
desorden. La imagen que tengo es
la de un collar de perlas
rompiéndose en el aire, las
perlas cayendo y dispersándose
por el piso, perdiéndose debajo
de los muebles, entre las
pelusas y la mugre, en la
oscuridad y yo, mirando.
Hasta que una tarde, sentada a
la sombra de un árbol, en la
hora de la siesta (estábamos en
el campo de un amigo), tomé
birome y papel y me puse a
escribir. A la noche leí a mis
amigos un cuento con vampiros.
Ese fue el principio de la
sanidad o, al menos, el escape
de la locura. Volver a escribir.
Escribir. Escribir. Respirar. El
desierto quedó atrás.
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...Una tarde, sentada a la
sombra de un árbol, en la hora
de la siesta (estábamos en el
campo de un amigo), tomé birome
y papel y me puse a escribir. A
la noche leí a mis amigos un
cuento con vampiros. Ese fue el
principio de la sanidad o, al
menos, el escape de la locura.
Volver a escribir. Escribir.
Escribir. Respirar. El desierto
quedó atrás. |
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7.—
Retomaste, obviamente, el
camino.
IL.—
E inicié la rutina de los viajes
semanales desde Chivilcoy a
Buenos Aires, costumbre que
nunca más abandoné; de hecho,
puedo decir que vivo mitad y
mitad, y, a la manera de
Sarmiento, soy provinciana en
Buenos Aires y porteña en
Chivilcoy. No puedo prescindir
de ninguno de los dos lugares:
mi vida es un eterno ida y
vuelta.
Como había empezado a escribir
cuentos busqué maestros por el
lado de ese género riguroso,
difícil, exacto: el primero fue
Isidoro Blaisten; el segundo
Juan José Hernández y el tercero
Santiago Kovadloff. Asistí, a lo
largo de los años, a sus
talleres, y cada uno de ellos
jugó un rol decisivo en mi
desarrollo (aparte de lo formal
que ya traía por el
profesorado): les estoy
profundamente agradecida porque
se brindaron con generosidad y
sin complacencias, me
acompañaron en las publicaciones
de mis primeros libros y, con el
paso del tiempo, se convirtieron
en muy buenos amigos. Isidoro y
Juan José ya no están pero
siguen presentes, sigo
respetando muchos de sus
consejos y recomendaciones
literarias. Grandes Maestros que
tuve el privilegio y el honor de
disfrutar, además de conocer en
sus clases a varios de los
amigos escritores con quienes en
el presente intercambiamos
experiencias, lecturas, charlas,
encuentros, congresos. Solo por
nombrar algunos: Ana María
Torres, Adela Sorrentino, Mabel
Pagano, Beatriz Isoldi, Laura
Nicastro, Rebeca Fraga, Ana
Caballero, Lía Rosa Gálvez,
Lucía Gálvez, Françoise
Toledano… y si mal no recuerdo,
con vos, Rolando, nos cruzamos
en un taller del queridísimo
Juan José Hernández. ¿Estoy
equivocada?
8.—
Compartimos, Inés, exactamente
un encuentro de taller grupal
coordinado por Juan José. Seguí
con él pero en clases
individuales. Y vos fundarías
poco después tu propio taller
literario en Chivilcoy.
IL.—
En 1983. Con un grupo de alumnos
que, años más tarde, tendrían
sus propios talleres. Lo mantuve
durante doce años, al cabo de
los cuales, di por terminada esa
tarea. Después organicé cafés
literarios, lecturas y otras
actividades en Chivilcoy, al
tiempo que hacía más o menos lo
mismo en Buenos Aires; en 1990
había publicado mi primer libro
de cuentos y eso trajo lo que
todos conocemos: nuevas
relaciones y la entrada a un
medio escurridizo y difícil al
que uno se va acostumbrando.
Luego vinieron los demás libros
y, con ellos, la continuidad de
una vida laboral intensa que
sigue hasta ahora. Por suerte.
No sabría hacer otra cosa.
En 2005 creamos la revista
literaria Fledermaus
(digital e impresa), junto a
Hernán Ronsino, Zulma Zubillaga,
Griselda Marenda (en el primer
número estuvo también Raúl
Barbalace): lo resalto porque
fue una muy buena experiencia
que duró siete años, casi un
récord para una revista pensada,
diseñada y editada en Chivilcoy,
aunque con colaboraciones de
escritores contemporáneos
argentinos y textos de autores
universales.
Chivilcoy tiene una larga
tradición en revistas y diarios
literarios, casi desde su
fundación: el hecho de que
muchos de sus primeros
habitantes fueran chacareros
extranjeros venidos a estas
tierras gracias al impulso
inmigratorio de Sarmiento, marca
una línea que sigue hasta
nuestros días. Leían y
escribían, gustaban de la música
y de las expresiones artísticas.
(Nota familiar: en “El Recreo”,
mi bisabuelo pasaba óperas en su
gramófono una vez por semana:
sentados en el gran patio, los
vecinos de las quintas y los
gauchos escuchaban a los grandes
tenores de la época). Se
destacan momentos como las
intervenciones del poeta Carlos
Ortiz, muy vinculado al
modernismo, y, claro está, la
época de Cortázar en Chivilcoy
(revista Oeste), pero
hubo diversas publicaciones,
algunas de las cuales salieron
durante varios años, como las de
Miguel Torres, Diego Rositto,
Raúl Barbalece, Carlos Costanzo,
etc.
Fledermaus
se destacó por la cuidadísima
edición, la selección de
material literario y gráfico, la
calidad del papel y una línea
editorial que mantuvo
determinados valores ligados a
la seriedad conceptual en el
tratamiento de lo que sabemos es
la materia básica del escritor:
la lengua. Nosotros la
pensábamos, buscábamos el
material, nos conectábamos con
importantes autores para
pedirles textos que —debo
decirlo— siempre se brindaron,
sin pedir un peso y con la mayor
disponibilidad. Estoy hablando,
por ejemplo, de Jorge Ariel
Madrazo, Ángela Pradelli,
Leonardo Martínez, Jorge
Paolantonio, Luisa Peluffo,
Laura Fava, Luis Tedesco,
Ricardo Mariño, Hebe Uhart, Juan
José Delaney, Juan Carlos
Bustriazo Ortiz (a través de
Cristian Aliaga), Javier
Villafañe, etc. La lista es
larga y prestigiosa porque, como
ya dije, Fledermaus salió
al ritmo de tres números
(marzo-julio-noviembre) por año
durante siete años. Algunas
tapas fueron obras cedidas de la
misma generosa manera por
artistas contemporáneos
argentinos como Miguel Ronsino,
Inés Vega, Marcelo Mosqueira y
el fotógrafo Daniel Muchiut;
otras veces, elegíamos obras
clásicas universales. Hicimos
también entrevistas a Andrés
Rivera, Marcelo Cohen, Luis
Pescetti, María Granata y otros.
En algunos números adjuntábamos
un dosier específico, tal el
caso del dedicado a la
literatura infantil o al teatro
argentino contemporáneo. Creo
que fue un buen intento, del que
estábamos —todos los integrantes
del staff permanente— y
estamos hasta el día de la
fecha, muy orgullosos. Nos ganó,
al final, el desaliento por la
poca repercusión de lectores y
la merma acentuada de ventas aún
en ambientes que se suponían
“propicios”…; en fin, ahí está,
en la Biblioteca Popular
“Antonio Novaro”, la colección
completa de la revista.
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Sigo escribiendo, leyendo, pensando. La
poesía me ha ganado por completo. Leo y
mezclo autores con la misma ferocidad de
aquella adolescente que fui; esto me gusta,
sentir que un género tan “serio”, tan
“sagrado” y respetado me haya metido de
nuevo y de lleno en una especie de revuelta
juvenil. Inmensidad de la belleza. |
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9.—
¿Y ahora?
IL.—
Sigo casada con Enrique. Mis
tres hijos se casaron y tengo
cuatro nietos, pronto llegará el
quinto. Mantengo los amigos de
siempre, he hecho otros, nuevos
y valiosos, que me ayudan a
vivir mejor. La familia y los
amigos han ocupado y ocupan un
lugar muy importante en mi vida.
Sigo escribiendo, leyendo,
pensando. La poesía me ha ganado
por completo. Leo y mezclo
autores con la misma ferocidad
de aquella adolescente que fui;
esto me gusta, sentir que un
género tan “serio”, tan
“sagrado” y respetado me haya
metido de nuevo y de lleno en
una especie de revuelta juvenil.
Inmensidad de la belleza. Borges
tenía razón: hay que leer por
placer, el mundo está lleno de
libros y autores que nos
esperan. Los poetas son
infinitos y yo voy detrás de
ellos… Salto de un autor a otro,
de una escuela a otra, de
sensibilidad en sensibilidad.
Baldomero Fernández Moreno, Aldo
Oliva, Susana Thénon,
Constantino Cavafis, Salvatore
Quasimodo, Wislawa Szymborska,
Joaquín Giannuzzi, Luis Tedesco,
Olga Orozco, Jorge Leónidas
Escudero, Hugo Padeletti, Idea
Vilariño, Juanele Ortiz, Ezra
Pound, Emily Dickinson, Paul
Eluard, Alejandro Schmidt, Pier
Paolo Pasolini, Wallace Stevens,
Marosa di Giorgio, Vicente
Huidobro, César Vallejo, Nazim
Hikmet, Eugenio Montale…
Siempre he tratado de mantener
cierto equilibrio entre la vida
social que se impone en este
medio y la necesaria soledad
del escritor: hay épocas de
mayor exposición y otras, de
recogimiento. Me sirve mucho el
hecho de vivir —o de
intercambiar— en dos lugares: si
estoy en Chivilcoy, en general,
hago una vida más metida para
adentro. Tengo mi taller-estudio
en el fondo de la casa, está
separado de la edificación
central por un patio y un
pequeño muro, de manera que me
voy a “atrás” y ahí me aíslo.
(Claro que con las “nets”, uno
puede escribir en cualquier
lugar, si es necesario).
Aunque no lo parezca, soy una
persona solitaria. Me gusta el
silencio. De ahí, del aire, de
la ausencia de palabra, viene la
poesía. Hay que estar atento
porque enseguida se va. No es
como la narrativa, que se queda.
La poesía se va rápido, los
distraídos no son poetas.
10.—
Victoria Ocampo (1890-1979). Te
habrás imbuido de su prosa con
toda esa… densidad familiar. ¿Y
de Silvina Ocampo
(1903-1993)...?
IL.—
Con Victoria Ocampo tuve una
relación de amor-odio: estaba
tan presente en la vida
familiar, era casi como una
comensal más a la mesa (quizás
exagero un poco) que, pasada la
infancia, empecé a distanciarme
deliberadamente de todo lo que
era y representaba: un tótem,
algo intocable, una especie de
señora inmarcesible a la que
había que rendirse…; ahí
descubrí a Silvina, con su
desparpajo e irreverencia, y me
vino genial. Además, el trinomio
Bioy Casares – Silvina – Borges
¡era imbatible! En principio, me
intrigó el porqué de la tirria
entre las hermanas (en casa solo
se conocía y repetía la versión
Victoria), y después, realmente,
me di cuenta de la enorme
escritora que era Silvina,
siempre entre colosos, como si
no brillara con luz propia. Y su
literatura tan fuera del canon,
inusual, algo perversa, con una
lucidez… Me encantan también
muchos de sus poemas.
Pero, para poner las cosas en su
lugar, no dejo de reconocer
—ahora que ya he crecido
(sic)— la prosa clara y
elegante de Victoria en sus
Testimonios. Y claro está,
la extraordinaria labor de
difusión, a través de Sur,
de autores norteamericanos,
ingleses, franceses, filósofos y
pensadores modernos, autores
noveles argentinos como
Cortázar, a quien le publicaron
el famoso cuento Casa tomada;
es decir, una trayectoria que
grandes de la literatura
latinoamericana como los
mexicanos Carlos Fuentes y
Octavio Paz han reconocido sin
empacho.
Así, creo, cada hermana ocupa el
lugar que merece en mi
biblioteca.
11.—
Has escrito cuentos japoneses.
IL.—
Siempre me sentí atraída por el
arte oriental, especialmente, el
japonés. Las geishas, su
vestimenta y peinados, la manera
de caminar deslizándose, la
finura en la ceremonia del té,
la destreza en el uso del
abanico, los bailes, el canto y
la música en esos ambientes
austeros de puertas corredizas y
lámparas de papel, con muy pocos
—aunque exquisitos— elementos de
decoración, me generaron desde
chica el deseo de acercarme a
ese mundo extraordinario, lejano
y tan diferente al nuestro en
todo. Luego, se acrecentó aquel
deseo ingenuo, con la admiración
de los grandes maestros del
dibujo, la pintura y el grabado,
sobre todo, a los del famoso
período conocido como del
“Ukiyo- e” o “Del mundo
flotante”, es decir, la vida de
las cortesanas y su entorno en
el momento de mayor esplendor de
la ciudad de Edo: color,
sutileza de la línea,
costumbrismo en las estampas y
dibujos de Hokusai, Utamaro,
Hiroshige, Kunishoshi, Eishi,
Hasui y tantos otros, quienes
componen un conjunto artístico
que no deja de maravillar a
artistas occidentales, como le
sucedió a Claude Monet y a Paul
Cézanne. A esto, obviamente, hay
que agregar las lecturas de
El libro de la almohada, de
la cortesana imperial Sei
Shonagon, y los Cuentos de
Ise, de Ariwara No Nahiro
(dos libros que corresponden a
la Edad Media), además de las
novelas y cuentos de los grandes
maestros de la literatura
japonesa contemporánea: Yasunari
Kawabata, Kazuhiko Mishima,
Kenzaburo Oe, Harubi Murakami,
Akutagawa Ryunosuke…; tampoco
puedo dejar de mencionar la
cinematografía del genial Akira
Kurosawa. Casi todos los autores
que mencioné trabajaron la gran
tradición japonesa junto con las
formas que propuso la literatura
occidental, fundamentalmente a
través de William Faulkner,
James Joyce, Virginia Woolf (por
nombrar algunos), de manera que
incorporaron y mezclaron lo
nuevo con lo viejo: el resultado
fue un impulso que cambió la
literatura japonesa y la llevó a
ser lo que es.
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...Soy una persona solitaria. Me gusta el
silencio. De ahí, del aire, de la ausencia
de palabra, viene la poesía. Hay que estar
atento porque enseguida se va. No es como la
narrativa, que se queda. La poesía se va
rápido, los distraídos no son poetas. |
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¡Y me olvidaba de los haikus! ¡Ese género poético
de la sutileza del instante! Con el gran maestro Matsuo
Bascho. En fin, a vuelo de pájaro, he tratado de mostrar
que, a pesar de no saber japonés y de no haber hecho
estudios sistemáticos, algo del clima inherente a su
cultura, los elementos y posicionamientos básicos de esa
sociedad —hoy súperindustrializada y a la cabeza de la
modernización capitalista— me llegaron a través de lo
que en forma escueta he mencionado.
Ahora voy al grano. Escribí el primer cuento de “La
turbulencia del aire” a partir de una estampa de Hasui:
una mujer, solitaria, luchando por caminar bajo una
tormenta de nieve. El viento le da vuelta la sombrilla,
está sola en la calle. Es la imagen misma de la
desolación. Imaginé que era una geisha vieja, que
había perdido todo su prestigio y posición social, que
el camino hacia el barrio alejado donde vivía era como
caminar hacia la muerte… Después vino otra imagen y otra
y otra: me di cuenta de que tenía que seguir escribiendo
y así llegué a formar un libro en donde también aparecen
las contradicciones del Japón actual. Se lo di a leer a
unos amigos argentinos de ascendencia japonesa por parte
de padre y madre, que hablan japonés fluidamente y
mantienen los vínculos con los familiares de “allá”. Me
hicieron una devolución con la cortesía que los
caracteriza: estaban muy agradecidos porque yo, una
“gaijin” (extranjera), me hubiera interesado en su
cultura, escribía como “gaijin”; es cierto, pero había
llegado a captar lo japonés en la no linealidad, la
forma indirecta y leve en la expresión, decir algo de
manera que el interlocutor lo interprete; el discurso
directo en Japón es sinónimo de mala educación y hasta
de brutalidad, puntualizaron. También lo había logrado
en la marcación del cambio de las estaciones, el lugar
de los ancianos en la sociedad, la importancia de los
detalles. Y veían en el libro respeto sin esnobismo. Me
quedé tranquila porque mientras lo escribía —muchas
veces— había pensado que estaba cometiendo un
sacrilegio. Para muchos fue un libro raro. No para mí.
En todo caso, tan raro como todo lo que escribo, todo lo
que me aparece como deseo y sigo.
12.—
Los títulos de tus dos novelas breves remiten al
alejarse, a la distancia. Comentarios bibliográficos me
enteran de que el tango las une.
IL.—
El abrazo que se va y Tristeza de verse lejos
son nouvelles independientes, pero, claro, las
une el tango y los protagonistas. Y pueden ser leídas
como un díptico. Hay como una contradicción o un juego
de opuestos entre lejanía y tango bailado porque si algo
determina al baile de tango es el cuerpo, la proximidad
y sintonía de dos cuerpos que en el abrazo funcionan
como uno. Así que hablar de distancia, de alejarse en el
brazo, es tratar de crear otro espacio, quizás, en el
plano de la espiritualidad. O como alguien dijo: “En el
abrazo hay lugar para un tercero, en el medio está el
otro”. Los protagonistas, en las dos nouvelles, son una
mujer que ha dejado atrás la juventud, una escritora que
está atravesando un período de sequía literaria y un
joven bailarín de tango, sin demasiada formación
cultural: entre ellos pasarán y no pasarán cosas (el
deseo en sus distintas formas), mientras que aparecen
los temas fundamentales: escribir-bailar /
cuerpo-espíritu / movimiento-quietud / juventud-vejez /
comunicación-incomunicación.
La estructura de El abrazo que se va se basa en
capítulos breves con títulos que anuncian lo que vendrá:
por ejemplo “El abrazo”, “Elegancia”, “Las manos”, “El
salto”; algunos brevísimos pueden ser leídos como
microficciones. En cambio, Tristeza de verse lejos
está dividida en cuatro capítulos más extensos que los
de El abrazo…; no forcé en nada estas
estructuras, cada nouvelle vino con su “forma” de
entrada, y lo remarco porque las escribí con enorme
placer (aún con la tristeza y angustia existencial de la
segunda): fue como bailar mientras escribía. Porque para
escribirlo aprendí —o traté de aprender— a bailar tango.
El tango me puso en un lugar desconocido de la
argentinidad, me transportó a las milongas con sus
códigos y particularidades, a la noche y al día de los
milongueros, a las historias de mujeres solas, a una
poesía diferente: un mundo fascinante que parece
detenido en un tiempo sin tiempo.
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El abrazo que se va (2008) y Tristeza de verse lejos
(2010) son nouvelles independientes, pero, claro, las
une el tango y los protagonistas. Y pueden
ser leídas como un díptico. Hay como una
contradicción o un juego de opuestos entre
lejanía y tango bailado porque si algo
determina al baile de tango es el cuerpo, la
proximidad y sintonía de dos cuerpos que en
el abrazo funcionan como uno. |
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13.—
Te visibilizás plenamente como poeta con La puntada
invisible.
IL.—
Sí. Tengo una sensación de primeriza, de principiante,
que me gusta. Se acomoda muy bien con el apetito de
lectora desordenada y voraz que me ha devuelto la
poesía. Algunos de los poemas del libro fueron
seleccionados por la Fundación Victoria Ocampo para
integrar la Antología de Poesía 2016
(correspondiente a los Segundos Premios); al verlos en
las pruebas de galera tuve la sensación agradable de
que, desgajados del todo, estaban en el aire, pero se
sostenían y pensé que eso es la poesía: algo que se
sostiene en el aire no se sabe porqué.
Escribir poesía ocupa casi todo mi tiempo ahora, es la
forma en que me surge lo que necesito decir; con la
misma naturalidad con que estuvo ausente durante muchos
años, ahora aparece y se impone. Misterios de la
creación. Bienvenidos sean.
La base de mi poesía —creo— es la casa. La palabra casa
respondiendo a su origen latino: Domus, -i: casa, familia,
patria. Sí, me parece que los poemas de La puntada
invisible giran alrededor de ese núcleo fundante.
14.—
El escritor Germán Cáceres asocia tu impronta en La
imprecisa voz que me sueña con el film Adiós al
lenguaje, de Jean-Luc Godard (uno editado y otro
filmado, en 2014).
IL.—
Cuando salió la crítica de Germán Cáceres sobre La
imprecisa voz que me sueña se había estrenado hacía
muy poco Adiós al lenguaje: me pareció un gran
halago, un regalo inesperado que encontrara alguna
conexión entre mi libro con la película del ¡Maestro
Godard! No la vi (ni entonces ni ahora) pero leí
críticas y notas posteriores; con más de ochenta años,
Godard sigue experimentando y desestructurando lo que se
supone es un film: no hay secuencias continuas, se
escuchan parlamentos literarios, mezcla los géneros, los
personajes hablan inconexamente, la comunicación a
través del lenguaje es nula…; lo que se da en los sueños
es muy parecido a esto, no descubro nada, ya los
surrealistas encontraban en lo onírico el material
básico de sus poemas, en las formas inconscientes, en lo
que aparecía sin la tutela de la razón residía algo de
la verdad que había que exponer o al menos vislumbrar.
Yo, lo único que hice fue seguir mis sueños y tratar de
reproducirlos sin importarme todo lo que quedaría sin
explicación, escribirlos sin hacer ninguna
“clasificación” ni análisis psicológico, ni reflexivo:
cuando me despertaba, a la mañana, o en medio de la
noche, anotaba lo que recordaba del sueño. A veces eran
aventuras casi homéricas, otras veces, apenas leves
trazos o colores era lo que quedaba flotando del sueño:
así se fue construyendo La imprecisa voz… porque
era mi voz, y sin embargo, imprecisa, venida de otro
espacio y tiempo, lo que registraba la escritura. Ahí,
claramente, apareció, sin haberla buscado, la poesía:
sólo los versos podían expresar determinadas
sensaciones, fugacidades. Fue apasionante. Puedo decir
sin mentir que, en esa época, vivía para soñar. La vida
diaria, cotidiana, me parecía aburridísima, plana, sin
ningún estímulo; la vida nocturna, los sueños, eran un
dechado de imaginación. Me dormía como una enamorada que
espera al príncipe azul. El de los sueños. Acuñé el
nombre Inesdurmiente. Pero a la Inesdurmiente la
escribiente le puso fecha de caducidad porque se dio
cuenta de que podía seguir así toda la vida. Me dije:
escribo hasta tal fecha y lo cumplí. En el último sueño
aparecimos yo y yo: la escribiente y la soñadora unidas.
Los versos me volvieron una.
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La base de mi poesía —creo— es la casa. La palabra casa
respondiendo a su origen latino: Domus, -i: casa, familia,
patria. Sí, me parece que los poemas de La puntada
invisible (2016) giran alrededor de ese núcleo fundante. |
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Inés Legarreta selecciona prosas de su
autoría y poemas de La puntada invisible
para acompañar esta entrevista:
EL PIE
El Maestro no dijo no. Dijo que debía
primero mirar largamente el ciruelo. Cuánto
tiempo, preguntó Fujio, y se dio cuenta de
que era una pregunta inoportuna. Desde la
sala en donde el Maestro los iniciaba en el
arte del dibujo miró el ciruelo del jardín.
El árbol era pequeño, pero estaba en un
promontorio verde y a un costado había un
banco que todos llamaban “de la alegría”.
Sentarse allí y empezar a sentir cierto
bienestar, eso es lo que debía ocurrir, y
también recorrer lo demás con una sonrisa.
Pronto, muy pronto el ciruelo florecería.
Mientras tanto, Fujio dibujaría las ramas
con los botones y las yemas a punto de
abrirse; el color marrón y el verde allí, en
el brote, y las tonalidades perdiéndose
cuando las ramas ascendían hacia el cielo.
El Maestro lo estimuló en la observación de
los detalles. El ciruelo, a todo esto, se
había adornado en su totalidad y alegraba el
jardín. Una flor, le dijo el Maestro, dibuja
una flor. Fujio se detuvo en la corola, en
cada pétalo, en los pistilos y en los
estambres, en la coloración y la suavidad
del cáliz y luego, sí, en la flor completa,
mirándola cada día desde un ángulo
diferente, rodeándola con amorosa paciencia.
Después se dedicó al árbol y siguió su forma
y movimiento, lo hizo como quien sigue un
camino que no sabe adónde lo lleva. Al cabo
de un tiempo, parecía haber en las láminas
no uno sino varios ciruelos y el Maestro y
los otros discípulos le estaban agradecidos
porque sentían su respetuosa dedicación a la
belleza. Para entonces Fujio se había
olvidado del impulso original: no dibujó el
pie de una geisha, pero de haberlo hecho,
hubiera sido una obra maestra.
(Extracto de La turbulencia del aire,
Grupo Editor Latinoamericano Nuevo Hacer,
2012).
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Cuando salió la crítica de Germán Cáceres sobre
La
imprecisa voz que me sueña (2014) se había estrenado hacía
muy poco Adiós al lenguaje: me pareció un
gran halago, un regalo inesperado que
encontrara alguna conexión entre mi libro
con la película del ¡Maestro Godard! |
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EL ABRAZO
¿El abrazo o un abrazo?, lo interroga ella. Un
abrazo, el abrazo, los abrazos, recalca él. Entonces
ella le pide que le explique, que le diga por qué y
el bailarín hace lo que es: empieza a hablar con el
cuerpo. Se incorpora apenas —estaba sentado en una
butaca contra la pared— y con los dos brazos marca
un círculo —tiene la cabeza levemente adelantada y
le cae un mechón de pelo sobre la frente— y, de
pronto, allí, entre sus brazos, en ese espacio
íntimo hecho sólo de cercanía y respiración, hay una
forma de mujer que permanece en la transparencia del
aire hasta que él la deshace y se recuesta otra vez
con parsimonia contra la pared. Por un instante ella
tuvo la sensación de que el mundo se había detenido:
la tarde, el ruido de la tarde, la luz. De manera
que se quedó callada mirando el reflejo del sol a
través de la vidriera. El bailarín le preguntó si
necesitaba alguna otra explicación. No, le
respondió. Ella había entendido. El tango es el
abrazo. El abrazo que en el aire había dibujado él.
(Extracto de El abrazo que se va, Grupo
Editor Latinoamericano Nuevo Hacer, 2008)
NOSOTROS
De tanto en tanto, aparecía la palabra nosotros. La
pronunciaban indistintamente y en diferentes
momentos, pero ella no reparó en ese uso particular
de la primera persona del plural hasta una tarde de
lluvia cuando se estaban despidiendo; entonces pensó
—con razón—, que nosotros decía algo de ellos.
¿Adónde era el nosotros?
En una frase de él, por ejemplo. Porque no había vez
que no la dijera, la repitió a lo largo de los años
en el avance del amor, en el después del amor, en la
quietud: “Oh, tu cara, si vieras tu cara ahora”, y
no importó que pasaran décadas, lo siguió diciendo
con la misma voz entorpecida por la fatiga del deseo
y la misma sensación de descubrimiento. “Oh, tu
cara, si la vieras, si pudieras mirarte ahora” y
ella pensaba qué espejo mostraría, que se vería
allí, en su cara, distinto de antes o igual a lo de
siempre, para hacerle repetir la frase —a pesar de
la crudeza de la luz, a pesar de la intemperancia
del cuerpo—, como un mantra. ¿Estaba encantado ese
espejo?
En cuanto a ella, las manos. No acuñó una frase o
leitmotiv como él, pero las manos, sí. La manera en
que se desprendían de lo conocido —ya fuera en la
tela o en la piel— y buscaban un ritmo, el anhelo en
la respiración para añadirse al continuo de lo que
en los ojos y en la boca aparecía; así, las manos,
nunca interrumpidas por la duda, aunque su
deslizarse fuera, al principio, ciertamente
cauteloso, hablaban; de allí, del inicio tímido a la
suma desordenada del cuerpo y a la fusión del
después no terció nada —en todos los después que
hubo— porque era inevitable, un destino: las manos
de ella, él; el pelo, el bigote, el vello del pecho,
las piernas, los brazos, el sexo de él, todo, no
sólo las manos, todo en ellos se solazaba. ¿Qué otra
cosa dijeron que no fuera nosotros?
Los besos, siempre. Desde el primero al último, un
beso inacabado que continúa hasta que uno traga otro
y el otro se vuelva en uno y son nosotros uno en uno
nosotros uno nosotros en uno nosotros uno.
Y nada más, confirmaron ella y él. Es todo. Y se
despidieron con el saludo breve del apuro por irse
cada uno por su lado. Cruzaron la calle, ella
adelantándose para tomar un taxi que venía haciendo
luces. “Chau”. Seguiría lloviendo aunque en calma.
(Inédito)
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En el bosque y otros
cuentos (1990) y Su segundo deseo
(1997). |
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I
Abro la puerta de casa para que el aire de
campo
se vaya
y quede la sensación
de haber sido respirado
pasto/ tierra/ sol
un alambrado maltrecho
los cardos violetas/ qué luz contra los
eucaliptos
esta mañana.
III
El olor triste de unos sillones
me deja pensando
en mamá/ y en mí/
como dos mundos que no tuvieran más que sol
o niebla
y se entregaran al abandono/ o la quietud/
los colores perdidos
los escalones/ los vidrios limpios
de las ventanas y las puertas
igual que en los sueños
una y otra vez.
Había tantos cuartos y habitaciones/
y una escalera deslumbrante para las niñas
de la casa/
allá arriba/ cerca del cielo/
entre nubes la rueca y el telar
donde pincharse el dedo para dormir cien
años
en el musgo mullido del bosque/ de un
hombre/ de cuento/
parecido a la muerte.
Pero tropezamos con la alfombra mal puesta
del tiempo
y caímos/
analfabetas en otra historia
de terror.
IV
no me visita la gracia
ni la belleza
quizás no sea posible
la súbita iluminación el grito o el aullido
porque los versos dependen más que de
cualquier otra cosa
de mis manos
van por el papel dejando constancia de la
carne
y el olor de todos los días
la cocina la ropa usada la tierra removida
por la lluvia
cuántas sábanas
a veces se quedan con un perfume
y sonríen por el rastro de los cuerpos en la
noche o en la madrugada
o a la mañana al despertar
entra el sol
las manos escriben
y el anillo de piedra tiene
la marca del agua, la sal
que se deposita en silencio
como en los cuerpos las arrugas y los
dobleces y el ruido del tiempo
apaciguado por nosotros
con palabras |
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*
ENTREVISTA
realizada a Inés Legarreta, a través del correo electrónico, en las
ciudades de Chivilcoy y Buenos Aires, distantes entre sí unos
160 kilómetros, por Rolando
Revagliatti. |
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Rolando Revagliatti
(Buenos Aires,
Argentina, 1945), escritor,
poeta y dramaturgo, comienza
su quehacer literario colaborando
asiduamente con poemas y
relatos en diarios y
revistas, en soporte
digital y papel, y sus
textos han sido
publicados en
numerosos países de
América y Europa, donde
se han traducido al
francés, italiano,
holandés, ruso, rumano,
albanés, portugués, catalán,
vasco, bengalí, asturiano,
inglés, búlgaro,
esperanto, maltés y
alemán.
En la década de los 90,
dirige y edita de las
colecciones de
cuadernillos Musas de Olivari
(1994-1995), los pliegos
literarios Olivari
(1993-1995) y Huasi
(1996-2002).
En dramaturgia cabe
destacar su ensayo Las
piezas de un teatro
(RundiNuskin, Editor,
1991; luego reeditado
por Nostromo Editores,
2004).
Como narrador,
merecen especial mención
sus compilaciones de
cuentos, relatos,
minificciones, tituladas
Historietas del amor
(1991)
y Muestra en prosa
(1994).
Revagliatti se inicia en
el mundo de la lírica
muy joven, publicando
sus primeros poemas en
el periódico “Alberdi”
(1966-1974) y en
diversas revistas
culturales. Su obra
poética, la más extensa
de su creación literaria,
la componen quince
poemarios, con títulos
como De mi mayor
estigma (si mal no me
equivoco) (1993),
Trompifai (1997),
Fundido encadenado
(España, 1998; en
Argentina, 1998),
Picado contrapicado
(1998), Ripio
(1999), Desecho e
izquierdo (1999),
Propaga (2001),
Ardua (Argentina,
2001; Holanda, bilingüe:
castellano-neerlandés,
Stanza, 2006), Corona de
calor (2004), Del
franelero popular
(en colaboración: “7
Poetas Argentinos”,
2005; y en “Lo Erótico y
Otras Yerbas”, 2006),
Obras completas en verso
hasta acá (2007),
Sopita (2008),
Pictórica (2011),
Tomavistas (2012) y
Leo y escribo
(2013). Ha sido incluido en antologías
publicadas en Argentina, Brasil, Perú, México, Chile, Panamá, Estados Unidos, República Dominicana, Venezuela, España, Alemania, Austria, Italia y la India.
Ha colaborado con poemas
en diversas obras
antológicas, como
Letras Contemporáneas
(en portugués, 1998),
Poesía en el Subte
(1999), Poesía
argentina año 2000
(tomo 1, 1999),
Poesía hacia el Nuevo
Milenio (tomo 2),
MeloPoeFant
Internacional
(bilingüe
castellano-alemán;
Alemania, 2004),
Pequeña Antología de la
Poesía Argentina
(selección de Jorge
Santiago Perednik,
2004),
Dramaturgia
Latinoamericana:
Argentina
(en República
Dominicana, 2008);
Italiani d’Altrove
(bilingüe
castellano-italiano;
Italia, 2010),
El Verso Toma la Palabra
(México, 2010),
El cine y la Poesía
Argentina
(selección de Héctor
Freire, 2011) y
Poesía en Libertad
(2013),
Minificcionistas de ‘El
Cuento’. Revista de
Imaginación
(Ficticia Editorial,
México, 2014), entre
otras.
Ha publicado
tres obras antológicas
que recogen una buena
selección de su poesía:
El Revagliastés
(2006), Proponerte
que Creas (Caracas,
Venezuela, 2008) y
Revagliatti. Antología
Poética (2009). Es
autor también de
cuatro poemarios, inéditos en soporte papel,
con los títulos Ojalá que te pise un tranvía llamado Deseo,
Infamélica, Viene junto con
y Habría de abrir,
cada uno de los cuales
cuenta con dos ediciones-e: en PDF y en FLIP (Libro Flash).
Sus libros han sido editados electrónicamente y se hallan disponibles, por ejemplo, en Revagliatti.
Desde 2013 realiza entrevistas a escritores argentinos a través del correo electrónico,
que ven la luz en
diversos sitios de
internet, una primera
selección de los cuales
se halla editada, desde noviembre de 2019,
con el título Documentales. Entrevistas a escritores argentinos,
tomo I.
La obra de Rolando
Revagliatti ha sido
galardonada con diversos
premios y su labor
creativa ha sido
distinguida en múltiples certámenes de poesía de su país y del extranjero.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 3. Página 13. Año XVIII. II Época. Número 105. Octubre-Diciembre 2019. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2019 Rolando Revagliatti.
© Las imágenes se usan exclusivamente como ilustraciones de la entrevista y han sido aportadas en su totalidad por el autor del texto. En todo caso, cualquier derecho que pudierse concurrir sobre ellas corresponde a sus creadores.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2019 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 20730. Rincón de la Victoria (Málaga).
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