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MARTA ORTIZ NACIÓ el 30 de marzo de 1948 en
Rosario, ciudad en la que reside, provincia
de Santa Fe, la Argentina. Es Profesora y
Licenciada en Letras por la Universidad
Nacional de Rosario. Obtuvo primeros premios
y otras distinciones en cuento y poesía,
géneros en los que ha sido difundida tanto
en medios gráficos (“Feminaria”, “La Gaceta
Literaria de Santa Fe”, “La Buhardilla de
Papel”; “Confluencia”, de Estados Unidos;
“Palabras Escritas”, de Paraguay; “Casa de
las Américas”, de Cuba; suplementos
culturales de los periódicos “La Capital” y
“El Litoral”, de su provincia, etc.) como
digitales, y ha sido incluida en, por
ejemplo, las siguientes antologías:
Poetas rosarinos, La noche de los
leones, Cuentistas rosarinos,
Los poemas, El río en catorce cuentos,
Poetas del tercer mundo, Los
cuentos, Cuando el río suena.
Entre 2000 y 2015 publicó los libros de
cuentos El vuelo de la noche y
Colección de arena, y los poemarios
Diario de la plaza y otros desvíos y
Casa de viento.
1.— Nacida —como yo— en otoño, ¿será tu
estación favorita?
Marta Ortiz.—
Absolutamente. Es “mi” estación, acaso
porque nací en marzo y siento que es el
tiempo más productivo, cuando parece que
todo re-comienza, late, vive, se potencia.
Además, por la luz, mucho más suave que en
el verano, todo se ve más nítido porque no
enceguece por exceso; es una luz que atenúa.
Nací en marzo y me crie en un barrio de la
zona sur de Rosario, Saladillo. Pasé mi
infancia y adolescencia entre adultos, soy
la cuarta hija de padres grandes (mi madre
fue ama de casa y mi padre empleado de
Ferrocarriles Argentinos). La diferencia de
edad con mi hermana mayor era de veinte
años. Siempre pensé que, en vez de tres
hermanas, tuve tres madres vicarias, además
de mi madre real. En aquel tiempo se jugaba
en la calle, sobre todo en verano: tiempo de
rondas, de canciones infantiles cantadas en
la ronda. Las puertas permanecían abiertas
durante el día, poco tránsito, un contexto
desaparecido.
Me hablás de mi nacimiento en otoño y las
imágenes se acumulan: hubo una infancia
asmática, inviernos de reclusión
involuntaria; me veo devorando la pila de
historietas mexicanas, las jugosas revistas
“Intervalo” y “D’Artagnan” y una biblioteca
familiar —mi lugar en el mundo—,
medianamente surtida (repertorio clásico,
digo hoy, en hogares de clase media), que yo
frecuentaba mucho y tal vez por eso sigue
vigente en mi memoria; la poesía obligada:
Gustavo Adolfo Bécquer, Gabriela Mistral,
Alfonsina Storni; el infaltable Martín
Fierro (José Hernández); Mis montañas
(Joaquín V. González), Los miserables
(Victor Hugo), Amalia (José Mármol),
Las mil y una noches —se leía a dos
columnas, volumen grande y gordo, de
Editorial Tor, un sello por entonces de gran
circulación, de tiradas rústicas y
económicas—. Una novela que nunca leí, tapa
blanda, blanca: El abad de Monte Zoraya
(busqué la fecha de edición en Internet:
1946), de Arnaldo de Ruiseñada; también
Rebecca (Daphne du Maurier), que sí leí,
y varias veces, una historia inquietante
publicada en 1938, llevada magistralmente al
cine en 1940 por Alfred Hitchcock;
Cumbres borrascosas (Emily Brontë),
leído y releído en diversas etapas de mi
vida. El resto eran unos libritos de mi
padre (llevaban su firma), una serie de
Editorial Lautaro, publicada en los años 40,
que reflejaba, en la selección y prólogo de
sus compiladores, el pensamiento de Juan
Bautista Alberdi, Bernardo de Monteagudo y
Domingo F. Sarmiento, entre otros. No me
olvido de los diccionarios, alguna
biografía, manuales de secundario, un
compendio de Filosofía; La razón de mi
vida, de Eva Perón, material obligatorio
en el secundario de una de mis hermanas: tal
el faro letrado que por entonces me atraía.
A la sombra de un ciruelo, en el fondo
selvático de la casa paterna, me interné en
las maravillosas recopilaciones de Andersen
y Perrault. Recuerdo una mítica docena de
libros de cuentos que un 6 de enero encargué
por carta manuscrita y decorada con flores
pequeñas, a los no tan ricos Magos de
Oriente, quienes, junto a mis guillerminas
blancas, dejaron solo tres cuentos de tapa
dura y un juego de té de plástico que nunca
pedí.
Mis lecturas tempranas, las de casi todos
los que fuimos adolescentes a fines de los
50 y comienzos de los 60: Historia en dos
ciudades (Charles Dickens), Príncipe
y mendigo (Mark Twain), Ivanhoe
(Walter Scott), la saga de Sandokán y sus
piratas por Emilio Salgari, pequeña
colección que habían formado mis hermanas.
Sumé Jane Eyre, de Charlotte, la otra
hermana Brontë; Mujercitas y otras
novelas juveniles de Louisa May Alcott,
Papaíto piernas largas (Jean Webster),
Corazón, de Edmundo de Amicis (leído
y vuelto a leer), la historia que allí se
cuenta me producía una melancolía y tristeza
extremas; El pequeño escribiente
florentino, por ejemplo, su vida
sacrificada, cada línea rezuma nostalgia;
tal vez por eso dejó marca y hoy lo incluyo
en esta lista. La colección amarilla Robin
Hood sumaba ejemplares al ritmo que crecían
mis ahorros.
La primaria en escuela pública y la
secundaria en colegio de monjas.
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A la sombra de un ciruelo, en el fondo selvático de la casa paterna, me interné en las maravillosas recopilaciones de Andersen y Perrault. |
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2.— Y de las monjas a la universidad.
MO.—
Con el título de Maestra Normal Nacional
bajo el brazo, a estudiar Letras en la
Facultad que por entonces se llamaba de
Filosofía (hoy, de Humanidades y Artes).
Significó un salto cualitativo, una
inmersión en el abismo del conocimiento.
Toda la cursada, además de la fascinación
derivada del cruce de mi subjetividad con la
Literatura y materias afines, estuvo signada
por las revueltas en el país (y el telón
internacional: la guerra de Vietnam),
empezando por el golpe de Estado de Onganía
en 1966 y secuelas posteriores:
manifestaciones, tomas de facultades por los
alumnos, interrupción de clases,
evacuaciones y todo el folklore relacionado
en tiempos de ideologías contrastadas,
tiempo intenso en el que, como se sabe, se
restringieron al límite las libertades
individuales.
Más de una vez, al bajar del colectivo —yo
vivía, como te dije, en un barrio de la zona
sur de Rosario, tenía unos veinte minutos
para llegar al centro y dos cuadras para la
facultad— me vi envuelta en corridas de la
policía a estudiantes, había que correr y
rogar que te abrieran una puerta salvadora
de los gases lacrimógenos, porque en esos
casos llevar libros te hacía inmediatamente
sospechoso. Yo no pertenecía a ninguna
agrupación estudiantil, pero el riesgo era
para todos. Tiempos de sucesos convulsos que
abrieron el camino a la letal dictadura a
partir del 76.
Durante ese período trabajé como maestra en
una escuela precaria, por entonces ubicada
en una villa de emergencia, Bajo Saladillo
(fundada por un cura obrero). Con cinco años
de antigüedad y el aval del mejor promedio
como docente, fui nombrada directora, cargo
al que renuncié en 1975. En 1972 me recibí,
obtuve el título de Profesora y Licenciada
en Letras por la UNR. Me casé en 1973 (un
matrimonio que duró casi cuarenta años,
hasta que la muerte de mi esposo,
literalmente, nos separó). Tengo tres hijos,
un Norte por partida triple: Evangelina,
Agustín y Candela. Mucho podría decir del
capítulo maternidad, de lo importante que
fue para mí. Mucho que decir también del
mundo especialísimo que se abrió con el
nacimiento de Agustín, marcado por el
síndrome de Down, de los aprendizajes que no
cesan, pero esa es otra historia, de las
muchas que componen una vida.
Hice algunos reemplazos en secundaria, pero
no me atrajo lo suficiente la docencia
institucional. Integré grupos de estudio con
diferentes colegas y temáticas. Siempre
escribí, desde chica, era y es mi cable a
tierra, escribir, o leer, así como para
otros lo es dibujar o pintar o cantar o
componer música. Mi vinculación con la
escritura es estructural, necesaria,
obsesiva, un aspecto muy marcado de mi
identidad. Elegir y estudiar Letras
condicionó ese vínculo a partir de la
lectura de algunas cumbres literarias
—particularmente de Borges, Cortázar, Juan
Carlos Onetti—. Sentí que no tenía objeto
querer escribir a la sombra de tales padres
literarios, me parecía que todo estaba dicho
y muy bien dicho, que lo mío era superfluo,
innecesario. El bloqueo duró un buen
período, me incliné a la crítica, de hecho,
la Facultad estimulaba más la crítica que la
escritura creativa. Al mismo tiempo la
carrera aportó la temprana incorporación de
autores que daban cuerpo, sentido y
contenido a la literatura. El tejido que
describe Roland Barthes se estaba
construyendo. Siendo muy joven leí la
llamada nueva novela con identidad
latinoamericana (José María Arguedas, Juan
Rulfo, Carlos Fuentes, García Márquez, Alejo
Carpentier, el Vargas Llosa de La ciudad
y los perros y de La casa verde,
Miguel Ángel Asturias, en fin, los del
boom), y poesía española y sur y
centroamericana, y la suma de referentes
clásicos: William Faulkner, Proust, Kafka,
Joyce, Virginia Woolf, Cervantes, y más.
Agregar nombres es seguir creando
exclusiones involuntarias.
3.— Mencionaste grupos de estudio.
MO.—
En distintos momentos de mi vida integré
grupos de estudio, de trabajo, de producción
cultural. El primero, recuerdo, éramos tres
colegas, nos reuníamos semanalmente con el
objetivo único de profundizar la obra de
Borges. Después hice un par de experiencias
de taller. La primera, con Imelda Ferrero,
colega: fue un pasaje óptimo que me ayudó a
des-contracturar mis textos. Luego vinieron
los grupos de reflexión sobre género y
literatura con la escritora Angélica
Gorodischer. De otra manera, se abrió una
etapa riquísima en mi formación; incorporé
especialmente la literatura escrita por
mujeres, cuando muchas autoras notables
empezaban a ser recuperadas del olvido al
que las había sometido el mercado, que
privilegiaba nombres masculinos. Influyó en
mi narrativa la lectura de Katherine
Mansfield, de Clarice Lispector, de Cristina
Peri Rossi, Silvina Ocampo, Virginia Woolf.
También Italo Calvino, leído por entonces. Y
si pienso en la línea de la poesía, durante
algunos meses asistí, con un libro inédito
bajo el brazo, al taller de la poeta
Concepción Bertone, otra experiencia válida.
Pienso en las marcas, las que dejó Alejandra
Pizarnik, por ejemplo; leía poemas suyos
fotocopiados, alguien que tenía contacto con
ella me los acercó (así conocí su escritura,
a fines de los sesenta); me impresionó tanto
esa letra lúcida que reflejaba dolor,
desolación, soledad y ese asirse a la
palabra, ancla. A la lectura de los poetas
españoles y latinoamericanos sumé la poesía
de Sylvia Plath, W. Stevens, Bukowski,
Raymond Carver, Emily Dickinson (poeta esta
última que representó otra con-moción,
alguien que vivió como un símbolo de su
época, recluida y sin embargo la
extraordinaria dimensión vanguardista de su
arte…), el Neruda de Alturas de Machu
Picchu, Olga Orozco, Juanele Ortiz,
Beatriz Vallejos, Aldo Oliva, Juan Gelman.
Joseph Brodsky, entre los maravillosos
poetas rusos. Recuerdo su bellísimo libro
Marca de agua. Llevo esa marca como
tatuada. Y la suma de poetas actuales,
interminable lista. Dicen que somos lo que
hemos leído; yo creo que es tan importante
la lectura en mi vida, que en los textos
leídos puedo reconstruir etapas.
Coordino desde hace trece años un taller de
‘Lectura y Escritura’
, con énfasis en la
narrativa, particularmente en el cuento, y
otro de
‘Lectura’
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Pienso en las marcas, las que dejó Alejandra Pizarnik, por ejemplo; leía poemas suyos fotocopiados, alguien que tenía contacto con ella me los acercó (así conocí su escritura, a fines de los sesenta). |
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4.— Ampliemos, Marta, lo
relativo a la colección de
narrativa.
MO.—
Asumirme “coleccionista”, en el
sentido de sumar textos para
armar una colección, fue otra
gran instancia que me hizo
descubrir cuánto me atrae la
edición de libros. En 2010, con
la escritora Gloria Lenardón,
aceptamos la dirección de
Narrativas Contemporáneas, una
colección de narrativa, como su
nombre lo indica, para la
rosarina Editorial Fundación
Ross. Queríamos que,
básicamente, nuestra serie
reuniera las condiciones que le
pedimos a un libro a la hora de
elegir qué leer. Hicimos una
selección de voces diversas,
desde las más instaladas a las
menos visibles y las emergentes,
dentro de la región y fuera de
ella. La idea era relevar las
tendencias en permanente
evolución. No sólo nos preocupó
y ocupó la excelencia del
contenido, sino también la
estética, el libro como objeto.
Prestigiamos por igual (y fue
uno de los aspectos distintivos
de la colección), la tapa y la
contratapa, utilizando dos
fotografías originales de valor
equivalente. Para todos los
libros que editamos contamos con
el apoyo incondicional de la
fotógrafa Cecilia Lenardón.
Entre los años 2010 y 2013,
editamos siete volúmenes.
Co-compilamos dos antologías
temáticas: Mi madre sobre
todo y El río en catorce
cuentos; en la primera, el
eje fue la relación madre-hijo,
privilegiando una mirada
apartada del estereotipo
dominante; en la segunda se
eligió el río como paisaje y
también como símbolo. Para Mi
madre... convocamos
autores de la región (Osvaldo
Aguirre, Angélica Gorodischer,
Jorge Barquero, Patricio Pron),
y de otras provincias (Guillermo
Saccomanno, María Teresa
Andruetto, Liliana Heer, Susana
Szwarc, Irma Verolín, Mempo
Giardinelli, Luisa Valenzuela,
Oliverio Coelho). Para El río…
contamos con los trabajos de
catorce autores en su mayoría
rosarinos y santafesinos de
diversas localidades (Beatriz
Vignoli, Jorge Riestra, Sonia
Catela, Beatriz Actis, Carlos
Roberto Morán, Alicia Kozameh,
Alberto Lagunas, entre otros) y
la excepción: Horacio Convertini
(Buenos Aires).
En diciembre de 2011 vieron la
luz Tirabuzón, novela de
Angélica Gorodischer, y
Santos y desacrosantos,
cuentos de Enrique Butti, y en
2013 y con el apoyo del Programa
Espacio Santafesino del
Ministerio de Innovación y
Cultura de la provincia (en este
caso estímulo a la producción
editorial local), editamos dos
novelas: La prueba viviente,
de Patricia Suárez, y Shopping,
de Gloria Lenardón, y mi libro
de cuentos, Colección de
arena. El trabajo de edición
es cien por ciento creativo,
tiende puentes, moviliza, crea
paisajes nuevos, ofrece nuevas
posibilidades de lectura. No lo
doy por cerrado.
5.— ¿Qué es posible que nos
anticipes respecto de los
inéditos: un volumen de cuentos,
tu primera novela, poemario en
etapa de elaboración?
MO.—
No demasiado, son libros a la
espera de un editor. La novela
tiene que ver con las
migrancias. Desde los ancestros
de muchos en Argentina, que
vinieron a estas tierras de
allende el mar a hacerse la
América, a los nietos que
repitieron el circuito, pero al
revés, lo cerraron, cuando las
papas quemaron aquí. Si a esta
realidad tangible le sumo que mi
hija mayor en 2009 decidió
probar la vida en otros países,
otras realidades, y que hoy vive
en Melbourne, Australia, cierro
yo misma ese círculo que me
incluye a mí como punto de
partida o de llegada, siempre
sesgada, dado que mis raíces son
hondas, adheridas a mi espacio,
carente de cualquier clase de
nomadismo. Todos estos elementos
son parte de un texto que gira
en torno a personajes mujeres,
en su mayoría. Es raro que yo
haya escrito una novela, no sé
si habrá otras. Me muevo más
cómoda en la poesía y el relato
o cualquier formato de narrativa
breve. Los cuentos no son
recientes, salvo dos, abordan
temáticas ligadas en su mayoría
a mundos cotidianos. Y la
poesía… work in progress.
Yo escribo poemas, nunca pienso
en un libro de poesía. Con el
devenir esos poemas se
arraciman, un hilo común aparece
y entonces es posible inferir
que pueden reunirse en un Libro
de Poesía. En esa etapa estoy,
reuniendo y retrabajando esos
materiales.
6.— ¿Retomamos el capítulo
maternidad y esos aprendizajes
que no cesan…?
MO.—
Retomamos, hasta donde puedo. No
hay secreto alguno, es como
decir que la vida es un
aprendizaje que no cesa;
obviamente la maternidad es uno
de esos aprendizajes, no nacemos
sabiendo cómo es ser padre o
madre. Y para mí fue fuerte por
dos razones. La primera porque
me tomó seis años, pongamos que
cinco años literales de
búsqueda, llegar al punto
deseado de acunar en mis brazos
a Evangelina, y otros cinco
después del nacimiento de
Agustín, conocer a Cande, mi
hija menor. La otra razón —o
sinrazón, según cómo se la
mire—: Agustín nació con el
síndrome de Down, instancia
difícil a primera vista, que
jaqueó todos mis conocimientos
previos sobre el tema. Volví a
ser primeriza, en este caso de
un niño especial. El paso del
tiempo (y no sé por qué, pero
siempre que digo “el paso del
tiempo”, asocio con el
maravilloso título del libro de
Marguerite Yourcenar El
tiempo, gran escultor),
conocer a mi hijo y a mis dos
hijas, cuidar y acompañar la
relación entre ellos, de
nosotros padres con ellos, con
cada uno individualmente y con
el conjunto, y el trabajo
constante con profesionales fue
allanando, facilitando.
Aprendimos y sutilmente fuimos
modificando una realidad que
parecía, también a primera
vista, adversa. Fue difícil
porque el camino estaba sembrado
de prejuicios sociales que
enfrentamos con mi marido y nos
ocupamos, además, de desmontar
paso a paso, con palabras,
gestos, acciones. Difícil por
las manifestaciones
desagradables de ese prejuicio,
por la increíble connotación que
acompaña a la palabra
“mogólico”, entre otras
variantes, que me ocupé de
reflejar, con todos los efectos
que causó en mí, en una nota que
titulé “Nombrar” y que publiqué
en mi blog.
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Es raro que yo haya escrito una novela, no sé si habrá otras. Me muevo más cómoda en la poesía y el relato o cualquier formato de narrativa breve. Los cuentos no son recientes,
salvo dos, abordan temáticas ligadas en su mayoría a mundos cotidianos. |
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Y digo aprendizaje en todos los
sentidos, porque conocer el
mundo de las personas con otras
capacidades y llegar a sentir
con naturalidad que formamos
parte de ese mundo, fue otra
vivencia de esas que hacen
crecer de golpe y que no tienen
precio. Desde mi lugar de
escritora tuve la oportunidad de
escribir dos cuentos para
jóvenes que se incluyeron en un
libro de lecturas ideado y
escrito por la psicóloga Adriana
Wilson (hoy directora del
Programa para Jóvenes en la
institución que frecuenta mi
hijo), que se llama Un libro
para mí y que editó Homo
Sapiens en 1999. Cuando ella
trabajaba los contenidos, me
preguntó si me animaba a
escribir un cuento para Agustín,
a incluir en un apartado
literario. Fue un desafío, no
había incursionado en la
escritura para niños y/o jóvenes
y menos para un público lector
tan especial con el que yo
estaba tan involucrada. Pensé
entonces qué le interesaba más a
mi hijo, cómo atraerlo, y así
surgió mi Cuento con
superhéroes para Agustín,
apelando a una de sus más
grandes pasiones. Se publicaron
dos relatos míos en la sección
mencionada. Y si uno de los
muchos miedos que enfrenté
(apoyada en el prejuicio del
que, por supuesto, nadie está
exento antes de la experiencia),
fue que Agustín no pudiera
aprender a leer y escribir, él
mismo y el trabajo conjunto
familia-profesional me
demostraron que sí, que podía
aprender a leer, a escribir y a
hablar muy bien, entre otras
capacidades desarrolladas.
En resumen, la maternidad (y
aquí traigo a mis tres hijos
sabiendo que somos una familia
especial), fue y es un aspecto
importante y riquísimo en mi
vida. Pero excede ampliamente
los límites de esta entrevista,
queda para un libro de memorias,
si llego a escribirlo un día.
7.— Contemos sobre esos dos CD
en los que participás con
textos.
MO.—
El CD “Pérdida de tiempo” (2009)
fue un proyecto de la actriz
rosarina Mónica Alfonso, con
auspicio de la Secretaría de
Cultura y Educación de la
Municipalidad de Rosario, con la
idea de llevar y difundir la
escritura de narradoras también
rosarinas al registro oral. Ella
seleccionó cuentos de Angélica
Gorodischer, María Laura
Frucella, Alma Maritano, Marta
Ortiz, Delia Crochet y Clara
Rozin. El conjunto refleja
personajes ciudadanos fácilmente
reconocibles. Los efectos
sonoros creados especialmente
pertenecen al músico Germán
Rofler y hubo una serie
fotográfica alusiva a los
textos, original de Federico
Tinivella. Dentro de mis
escritos, Mónica Alfonso eligió
el que abre “El vuelo de la
noche”: Vida regalada. La
idea era también favorecer que
personas no videntes pudieran
escuchar relatos que no están
traducidos al braille. Este
último concepto anima también al
Servicio de Lectura Accesible
para personas con discapacidad
de la Biblioteca Argentina de
Rosario. Dicho servicio cumplió
veinte años de trabajo en 2014 y
lo festejó grabando el CD
“Palabras al oído”, coordinado
también por Mónica Alfonso y
Humberto Lobbosco y Teresa
Montero. Aquí intervinieron
varios lectores y los autores
leídos, también rosarinos,
corresponden a una selección que
abarcó a Emilia Bertolé, Delia
Crochet, Roberto Fontanarrosa,
Marta Ortiz, Ebel Barat, Clara
Rozin.
8. — Traducido al alemán, tu
cuento “Sicómoro” integra la
antología “Argentinische
Erzählerinnen des 20.
Jahrhunderts”.
MO.—
“Sicómoro” es un cuento
entrañable para mí, un buceo
arqueológico en la que fue mi
infancia. Con selección y
prólogo de María Teresa
Andruetto, integró la antología
Narradoras argentinas del
siglo XX, editada en Berlín,
en 2014, a través de Editorial
Trafo. Los textos fueron
traducidos por un equipo que
dirigió el Dr. Marcel Vejmelka,
profesor del doctorado de
traducción de la Universidad
Johannes Gutenberg (Mainz,
Alemania). El corpus previsto
incluyó narradoras reconocidas
(algunas ya desaparecidas y
otras en actividad): Tununa
Mercado, Lilia Lardone, Luisa
Axpe, Delia Crochet, Andrea
Rabih, Estela Smania, Irma
Verolín, Amalia Jamilis,
Patricia Suárez, Paula Wajsman,
Liliana Heker, Angélica
Gorodischer, Liliana Heer,
Esther Cross, Libertad
Demitrópulos y Elvira Orphée.
Fue una experiencia hermosa que
agradezco a la selección de
María Teresa y al excelente
trabajo del profesor Vejmelka y
su gente.
9.— ¿El único guion que has
escrito es el de un espectáculo
titulado “Zoo…nando-”?
MO.—
Sí, fue el único, a pedido del
prestigioso conjunto “Pro Música
de Rosario. Música para Niños”,
que me divirtió mucho hacer. En
realidad, mi trabajo consistió
en hilvanar la selección musical
del espectáculo en los tramos de
un cuento que titulé “El
casamiento de la pulga Diamela
con el señor Ciempiés”; los
personajes son animales de toda
laya que recorren variadas
distancias para llegar al
casamiento; cada párrafo
corresponde a un tema musical
que incluye ritmos diversos
(rock, chacarera, jazz,
bagualas, metros medievales y
renacentistas) y, al final, se
arma el gran baile, bailan los
animalitos y los pequeños
espectadores. “Zoo… nando” fue
el nombre que el conjunto le dio
a su espectáculo didáctico
musical que se presentó en 2008
en Rosario y recorrió el país,
incluso el extranjero: una gira
por ciudades de Colombia.
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...Conocer el mundo de las personas con otras capacidades y llegar a sentir con naturalidad que formamos parte de ese mundo, fue otra vivencia de esas
que hacen crecer de golpe y que no tienen precio. |
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10.— ¿Te cuento cuál es el poema
que más me conmovió de tu “Casa
de viento”?: “Caña de bambú”,
dedicado “a la memoria de
Mosameet Hena, ejecutada en
Naria, Bangladesh, el 2 de
febrero de 2011”.
MO.—
No es para menos, la historia de
la absurda muerte de Mosameet
Hena me conmovió a mí al punto
de necesitar escribirla, tenía
que revertir, de algún modo,
tanto dolor. Fue una noticia
periodística, naturalmente,
vivimos en la antípoda de
Bangladesh, no es que lo
presencié, quiero decir, nada de
eso; pero comprobar que en
alguna parte del mundo existen
tales aberraciones (que acá
también existen, son otras
variantes no menos dolorosas, no
en vano se acuñó en 2015 el lema
“Ni Una Menos”) fue demasiado
para mi capacidad de asombro.
Esta menor de catorce años,
acusada de “relación ilícita”
con un primo de cuarenta años
(en realidad, su violador, un
hombre con antecedentes incluso
de violaciones), fue condenada a
cien azotes de caña de bambú.
Con ochenta azotes, ella se
desvaneció, fue internada y
murió una semana después. Fue
víctima de un tribunal islámico
clandestino. Hay mucha tela para
cortar detrás de estas
historias, pero, en realidad, yo
quise rendirle un homenaje,
convertir en belleza eso que era
cruel e irracional, darle un
lugar en lo que acabó siendo un
poema con una cierta estructura
dramática, fragmentado en
escenas y desenlace.
Algo semejante me sucedió cuando
leí una noticia similar, en el
año 2012, relato que intenté
reflejar en el poema “Flores
ácidas”, también con el
objetivo, además de difundir, de
agregar belleza a lo oscuro y
monstruoso. Otra niña musulmana,
Anusha, también de catorce años,
murió en Saidpur Bela, aldea
pakistaní, tras ser atacada con
ácido por sus propios padres por
el único crimen de haber mirado
a un joven del lugar con quien
ellos sospechaban que su hija
sostenía una relación. Un
“crimen de honor” habitual en la
zona, orientado a evitar una
supuesta “deshonra”.
11.— Dedicado a Antón Chéjov
tu cuento El cofre verde (de
“Colección de arena”, 2013) es,
seguramente, otro homenaje.
MO.—
Sí, Rolando, lo es, a un autor
que admiro sobre todo por lo que
significó para la evolución del
cuento como género, porque se
apartó de la clásica
circularidad con final cerrado y
sorpresa, y fue el gran
precursor de los finales
abiertos, esos que permiten
respirar, imaginar, reponer,
sugerir, al texto y al lector.
Finales que son mis finales,
porque no me gustan los cierres
con moño, esos que obturan otras
posibilidades, del mismo modo
que no me gustan los cierres en
la vida, donde poca cosa se ata
con moño, poca cosa es clausura.
La muerte, sí, tal vez la única
clausura, pero también allí el
final luce abierto, no sabemos
en qué consiste, nadie volvió
para contarlo, entonces se abre
un terreno fértil, infinito, a
la imaginación.
Desde esta mirada, la lectura de
“Vania” o “Vanka”,
según la traducción, me voló la
cabeza, me con-movió, me
movilizó al punto de lo
expresado por la narradora de El cofre verde:
«…lo que quiero contar no es
para nada fácil de contar: el
relato de los niños tristes, el
cuento de los niños viejos. […]
Escribir: había una vez un
cuento de Antón Chéjov, Vania…
leerlo fue detenerme para
siempre en el umbral de la
tristeza. ¿Cómo sacudirse la
telaraña de congoja tejida en
ese relato?». En la narración de
Chéjov, Vania le escribe una
carta a su abuelo Constantin, le
pide que lo venga a buscar, que
lo libere de los malos tratos
que le da el zapatero Aliajin,
quien remunera su trabajo con
mala comida, alojamiento
precario y castigos. Fatalmente,
la carta se perderá, el niño la
tira al buzón sin dirección y
sin remitente. Solo se lee en el
sobre: «A mi abuelo, en la
aldea». Y ese final permite
medir la dimensión de la
tragedia que ha caído sobre la
indefensa vida de Vania.
Quise, en la reescritura que
intenté, darle un destino
simbólico a la carta, y lo
encontré en el salvataje que, a
través de Internet, llevó
adelante una organización
australiana de ayuda a chicos en
situaciones extremas, tras
recibir un pedido de auxilio por
abuso sexual de una niña
canadiense a quien le bastó
tipear Kids help en el
Google para encontrar ese sitio
ad hoc con una dirección
de correo electrónico, y
entonces pidió ayuda y con solo
presionar enter, el
mensaje llegó a destino.
Funcionó. Yo sentí que,
tecnología mediante, la carta de
Vania —que de algún modo
simboliza la carta que todos los
chicos en situación de riesgo
escribirían—, llegó a destino.
Así lo interpreté en la nota que
leí en el diario “La Nación” el
7 de enero de 2007, que daba
cuenta del caso, y fue el
puntapié inicial de El cofre
verde.
12.— Reanudando un punto al que
ya te has referido, les informo
a nuestros lectores de que en la
prestigiosa “Feminaria” se
difundió un ensayo que titulaste
“El hilo se corta por lo más
delgado o la invisibilidad del
tejido literario de las
mujeres”.
MO.—
Me estás llevando al 2002 y aun
más atrás, ¡mucha agua corrió
bajo el puente! En diversos
aspectos, las cosas cambiaron y
mucho para las escritoras, al
menos en este costado del mapa
mundial. “Feminaria” fue una
revista imprescindible,
medulosa, dedicada a la teoría y
crítica especialmente sobre
literatura escrita por mujeres,
fundada y dirigida por Lea
Fletcher (doctora en Letras y
militante feminista
norteamericana), quien vivió
casi treinta años en Buenos
Aires, y en ese tiempo
desarrolló el doble proyecto de
la revista (1988-2008) y la
Editorial Feminaria.
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Finales que son mis finales,
porque no me gustan los cierres
con moño, esos que obturan otras
posibilidades, del mismo modo
que no me gustan los cierres en
la vida, donde poca cosa se ata
con moño, poca cosa es clausura. |
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El ensayo que mencionás
corresponde a mi período de
trabajo con los grupos de
reflexión sobre género y
escritura que coordinaba
Angélica Gorodischer, y fue
leído en el “Congreso de
Escritoras de América Latina”
(Museo de Arte Latinoamericano
de Buenos Aires), en 2002, y
publicado en “Feminaria”, N.º
26/27, en 2001. Nos
cuestionábamos, las escritoras,
nuestras raíces literarias. Aquí
transcribo un párrafo que puede
aclarar el espíritu de la letra:
«Si en términos generales
nuestra práctica literaria ha
sido moldeada sobre la escritura
de múltiples padres literarios,
cabe preguntarnos qué ocurre
cuando se quiere encontrar un
lenguaje capaz de articular la
mirada de la mujer, de nombrar
aquello que aún no ha sido
nombrado (tal como lo sugiere el
vacío cuantitativo de escritoras
en la historia oficial de la
literatura), y que pertenece a
la experiencia intransferible de
una mujer; qué sucede cuando
miramos atrás en busca de esas
madres literarias que en algún
momento habrán intentado poner
en palabras esas mismas
experiencias y ver de qué manera
la diferencia sexual ha quedado
inscripta en su lenguaje y así,
ir incorporando la historia que
nos antecede. La constante que
encontramos nos remite a una
figura de ausencia,
invisibilidad, olvido. Un vacío
apenas disimulado por algunos
nombres consagrados». El
objetivo que nos animaba era
reconstruir una genealogía,
reponerla y atar con nudos
fuertes el hilo que se cortaba
en lo más delgado, como lo
demostraba ese olvido o no
reconocimiento.
Estos modelos a reponer fueron
la base para crear lugares de
visibilidad. La tarea fue
conjunta, en distintos puntos
del planeta muchas escritoras
encarábamos esta tarea. La
consigna fue “levantar del
olvido”. Me dediqué entonces, en
ese marco, y entre otras
autoras, al estudio y difusión
de la poesía de Irma Peirano,
aunque nacida
circunstancialmente en Chiávari,
Italia, en 1917, rosarina por
adopción, cuya actividad se dio
aproximadamente entre los años
30 y comienzos de los 60 del
siglo XX. Cuando escribí mi
texto, si bien ella vivía en la
memoria de quienes la conocieron
o contaban en su biblioteca con
alguno de sus libros, se hacía
difícil su rastreo, leerla, no
estaba al alcance del público en
general, y es claro que solo
existir en la memoria de unos
pocos no alcanza para que el
hilo literario no se resienta.
Afortunadamente, en el año 2003,
la Editorial Municipal de
Rosario rescató su obra en el
volumen “Poesía reunida” (con
selección y prólogo de Martín
Prieto).
13.— ¿“…el odio es una
enfermedad imparable”, como se
responde un personaje de la
novela “El hombre que amaba a
los perros”, del cubano Leonardo
Padura? ¿El odio es
indestructible?
MO.—
Compleja pregunta; lo que afirma
el personaje de Padura parece
muy cierto si se mira el mapa
mundial de las guerras en el
mundo, la tragedia de los
refugiados, las hambrunas, los
atentados, los dramas de toda
laya que sembraron el siglo
pasado y que florecen en el
actual debidos a la corrupción,
a la insaciable codicia de unos
pocos, a la devaluación de los
Derechos Humanos…
El odio es un sentimiento oscuro
que yo no experimento por nadie;
es decir, lo mío no pasa de la
bronca, la ira, la impotencia a
veces; por ejemplo, ese cliché
que mucho esconde tras la
literalidad y que está
profundamente inscripto en el
lenguaje: “lo/la mataría…”. Y
las broncas pasan, la ira se
atenúa y nunca maté ni mataría a
nadie. Pero que las hay, las
hay, y no son brujas y sí
asesinos, pirómanos que se
ejercitan en especial con
mujeres, entre muchas otras
variedades del horror. El
infierno dantesco se recicla
diariamente. De manera que sí
—teniendo en cuenta y visto el
registro del dolor y el
sufrimiento que arrasan a la
humanidad, aceptando con enorme
desazón que el ser humano es el
peor predador que existe, y a
pesar del denodado trabajo por
la paz que muchos/as llevan
adelante—, el personaje de “El
hombre que amaba a los perros”
dice la verdad.
14.— ¿Qué le hubieses dicho a
Marguerite Yourcenar si la
hubieras conocido?... Y a Joseph
Brodsky, ¿qué le hubieras
preguntado...?
MO.—
¡Qué fiesta! Habría que pensarse
como el personaje escritor de
Woody Allen en “Medianoche en
París”. Esa película nos acercó
el modelo, Rolando, imagino que
los encontraría compartiendo una
mesa de bar de esos que hoy son
célebres porque lo frecuentaron
escritores, pintores, músicos,
con mucho ambiente. No les
hubiera preguntada nada, sólo
compartir con ellos un café o
una copa de vino y dejarlos
hablar y aguzar el oído. Tal vez
me hubiera animado a decirles
que soy fan de los dos y a
pedirles una dedicatoria en los
libros de ambos que casualmente
extraería de mi bolso, así como
un mago saca palomas de la
galera, y no los interrumpiría.
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El odio es un sentimiento oscuro
que yo no experimento por nadie; es decir,
lo mío no pasa de la bronca, la ira, la
impotencia a veces; por ejemplo, ese cliché
que mucho esconde tras la literalidad y que
está profundamente inscripto en el lenguaje:
“lo/la mataría…”. |
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15.— ¿Te ha sucedido que
corrijas poemas o textos
narrativos después de haberlos
leído delante de un público?
MO.—
Sí, muchas veces, la lectura en
voz alta es alcahueta: saltan
las cacofonías, las
redundancias, las erratas, lo
sobrante. De hecho, cuando se
lee un poema o texto narrativo
en público, se supone que el
trabajo alcanzó un estado lo
bastante aceptable como para ser
expuesto. Pero sucede, y no
pocas veces, que una palabra, un
giro, el orden del verso o de la
frase hace un repentino “ruido”
y esa es la luz roja que pide
una revisión. Corregir, acto que
yo llamaría mejor “re-trabajar”,
un texto que pretende ser
literario, es el trabajo mismo
del escritor. La primera versión
es siempre imperfecta; tras ella
viene el pulido, el
reordenamiento, y ese proceso
puede durar horas, días o meses.
Coincido con Abelardo Castillo:
él ha expuesto una suerte de
ética de la forma, la corrección
de un texto no como una tarea
retórica o estilística, sino
como una empresa espiritual de
rectificación de uno mismo. Soy
obsesiva, mi texto para mí es un
ser vivo, algo semejante a la
planta de Felisberto Hernández.
Crecerá si las condiciones son
favorables o se secará si no
valía la pena. Cualquier ocasión
es buena para perfeccionarlo.
16.— ¿En qué poéticas de
pintores, escultores,
dramaturgos, cineastas… percibís
mayor afinidad con tu obra?
MO.—
Creo que puedo relacionar mi
escritura más con la pintura y
el cine que con la escultura o
la dramaturgia. Traigo a cuento
a los pintores impresionistas
por el manejo de la luz y del
instante, por ejemplo. Esa
formulación móvil y cambiante de
la realidad en contraposición a
lo estático de una fotografía. A
Magritte y Dalí, porque
naturalizaron en la imagen el
mundo surreal, onírico, es
decir, mis propios sueños
disparatados. Puedo mencionar en
la misma línea a Remedios Varo y
Leonora Carrington. A Mark
Rothko, a Kandinsky, a Miró,
porque ilustran mis
abstracciones. Creo que el arte
pop de Andy Wharhol se ha metido
también en los intersticios de
mi escritura. Si pienso en la
dramaturgia se apelotonan
imágenes, Shakespeare y buena
parte de autores actuales.
Cineastas, ¡muchos! Por
afinidad, nombro a Fellini y
Almodóvar, Woody Allen, sigo con
Visconti (el detalle, la
atmósfera), Bergman, Kurosawa y
Win Wenders. Menciono al
mexicano Alejandro González
Iñárritu, su modo de contar me
fascina. Y hay más, pero los
nombrados son los que primero
aparecen.
17.— ¿Has ido perfeccionando (o
alterando) el ordenamiento de tu
biblioteca a través de las
épocas? ¿Por géneros? ¿Por
autores argentinos o
extranjeros? ¿Por orden
alfabético? ¿Tenés libros que
has leído una sola vez, medio a
disgusto, solo por “disciplina
lectora”? ¿Tenés algunos que no
has logrado leerlos por completo
y, sin embargo, no te has
deshecho de ellos,
obsequiándolos, donándolos a
bibliotecas, canjeándolos,
vendiéndolos?
MO.—
Eso es lo que me pregunto, ¿cómo
se ordena una biblioteca? Lejos
de perfeccionarlo, el orden que
alguna vez me propuse se fue
alterando y a la larga
perdiendo. Hay un intento de
reunir por géneros, o por
nacionalidad, grandes grupos
donde siempre están los rebeldes
que se resisten a la mutua
compañía. Propósitos vanos que
se quiebran violentados por
intromisiones azarosas.
Definitivamente, esa clase de
método que refieren tus
preguntas no me pertenece, no es
parte de mi naturaleza.
Entiendo por biblioteca un
pequeño cosmos: la totalidad de
los libros que entraron y
entrarán en mi vida, esa masa
que tratamos de hacer visible,
en mi caso, en cuatro espacios
destinados a libros. De lo
expuesto se deduce que mi
biblioteca es caótica, como la
de Babel, al mejor estilo
borgeano. Soñaba con otorgarle
cierto orden, pero los años me
demostraron que es un esfuerzo
inútil, haría falta un
bibliotecario, clasificaciones,
todo eso que no está a mi
alcance temporal. Algunos
ejemplares aparecen enseguida
porque existe una suerte de mapa
mental que me ayuda a ubicarlos.
En otros casos puedo pasar
semanas buscándolos y a veces
creer que lo presté y al cabo de
un tiempo constato que están
allí, emitiendo guiños desde el
estante donde alguna vez los
ubiqué; todo un misterio. Hay
libros que leí una sola vez por
disciplina lectora, otros que
empecé y no terminé porque son
insufribles, libros que aún no
leí y que esperan su turno en
diversas pilas, y libros que sé
que nunca leeré y en algunos
casos esto representa un alivio
y en otros una cierta angustia
porque sé que una vida no
alcanzará para absorber ni
siquiera aquello muy elegido,
las gemas que deseamos leer, los
tiempos de lectura siempre son
los mismos y la oferta es
inabarcable. No regalaría un
libro que no me gusta.
18.— Ernesto Sábato adujo una
vez que a él “el instinto” lo
movía a elegir un tema.
Stevenson admitió que concebía
los temas en sueños. El alemán
Ernst Jünger también, respecto
de sus cuentos. Evelyn Waugh y
Lawrence Durrel, categóricamente
desestimaban las imágenes:
concebían a partir de palabras.
¿Cómo suele ser en tu caso?
MO.—
Más que “elegir” un tema, intuyo
que un tema nos elige. No
desestimo nada, ni la imagen, ni
los sueños. Pero, más que por
las vías que mencionaste, yo
entraría por otra puerta,
Brodsky, de quien citaría de su
“Marca de agua”: «Uno nunca sabe
qué engendra qué: una
experiencia un lenguaje, o un
lenguaje una experiencia». Y esa
es para mí la doble cara que
marca el inicio del acto de
creación.
Lo que Sábato llama instinto yo
lo llamo necesidad profunda. Me
pasa esto: la resonancia o el
simple sonido de una palabra,
una imagen, una historia
contada, una música, un sueño,
una visión fugaz, una tragedia,
una catástrofe, un chispazo
cualquiera enciende la necesidad
de moldear eso que advierto como
a una forma nueva, y, sobre
todo, necesaria, cuando se
transforma en obsesión. Si no la
canalizo, es decir, si no la
convierto en lenguaje, algo de
mí queda sin desarrollar, como
mochado o mutilado. Entonces
procedo: busco la página: papel
o pantalla, y empiezo a dejar
que las palabras se organicen y
caigan allí dibujando sus
grafías, combinándose como
ellas, en realidad, quieren,
porque, aunque responden a mi
deseo, acaban diciendo a su
antojo. Es una sociedad, a veces
bastante pareja y otras,
asimétrica: algo de mí y mucho
de ellas. Por eso comparto la
duda que expresa Brodsky,
difícil saber qué engendra qué,
si el lenguaje una experiencia o
al revés. Ambas posibilidades
coexisten, para mí la escritura
es una vía de conocimiento, se
me aclara lo que quise decir en
la medida que puedo darle forma.
Y —lo sabemos—, no es camino
sencillo, las palabras nos
preexisten y son indómitas, hay
que doblegarlas, sacarlas del
mutismo que implica el idioma o
pozo de silencio donde se
revuelve un caos que es un
cosmos. Siguiendo este hilito de
pensamiento, una cosa es lo que
se quiere decir y otra lo que
podemos decir: hay un abismo
entre ambas instancias, y aquí
cabe una cita de Virginia Woolf
—anillo al dedo porque es muy
gráfica—; escribe en una carta a
su amiga, la organista Ethel
Smith en el libro “Cartas a
mujeres”, recopiladas por Nora
Catelli: «…las frases que una
escribe son solo una
aproximación, una red que se
arroja sobre una perla marina
que puede desaparecer; y si una
logra capturarla, no se parecerá
en nada a lo que vio bajo el
mar».
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...La
lectura en voz alta es alcahueta: saltan las
cacofonías, las redundancias, las erratas,
lo sobrante. De hecho, cuando se lee un
poema o texto narrativo en público, se
supone que el trabajo alcanzó un estado lo
bastante aceptable como para ser expuesto. |
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SELECCIÓN POÉTICA
Marta Ortiz ha seleccionado unos poemas de su autoría
para acompañar esta entrevista:
Cuento de invierno I
a las Madres de los
Jueves (Plaza 25 de Mayo)
El hombre de overol azul
rastrilla hojas caídas,
picotearon de ocres
veredas y macizos. Algunas
resisten el viento
solapadas en los plátanos.
El grupo de madres
aísla su dolor en los pañales
que cubren sus cabezas
resisten
la ronda recortada en el papel de la tarde;
descose palomas,
su flaco envoltorio de cenizas.
El hombre de overol azul
recoge la última hojarasca.
Estancada, la fuente gotea pátinas
y yo leo esmeraldas
al pie de la ninfa.
Los focos de alumbrado bajan estrellas,
entibian.
(de Diario de
la plaza y otros desvíos)
No porque no pueda salir de mi casa
hundirme dócil en la vida diaria
al fin y al cabo es vida conocida.
No porque más allá del umbral
no encuentre el mar azul
sino mareas de herrumbre
o porque no quiera abandonar mi depósito de libros
este mundo de objetos entrañables
crecidos entre mis papeles y yo:
fotografías, cajitas de hojalata:
esa de pastillas
Violet de Flavigny
o la de té:
Alice’s adventures in wonderland, segue Tenniel
en las caras laterales;
o la caja de cartón acanalado donde guardo pétalos
y hojas de roble y otros árboles
que enrojecen los otoños.
Por ninguno de esos motivos
es que no me ausento de mi casa
ni siquiera
por las páginas que leo:
Celan y Chéjov
poemas y cuentos:
“Vania”, por ejemplo.
No por tan antiguo vasallaje
sostengo mi domesticidad,
no salgo por otra razón:
afuera está oscuro
garúa, hace frío.
(de Diario de la plaza y
otros desvíos)
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No se vuelve
«nunca nos recobramos de nuestro lugar de
origen»
William Goyen
No se vuelve
—delta azul que resguardó la infancia—
de un antiguo patio en sombras
de la dama de noche y su corola china
—ruta de la seda en ese mismo patio rojo—
del lila fragante en el aura del paraíso.
No regresa
la que contaba lunas en noches de ronda
y relatos a la luna biselada:
vertiginosa telaraña
increpaba al espejo un gran poeta nacional.
No se vuelve
de la lámpara quemada colgando del techo
que nadie cambiará
de la bisagra desaceitada y la respiración
arrítmica
no del tejido esponjoso de aquella mujer
sus puntos de misterio
escritura de lana
diario de decepciones.
(de Casa de viento)
Dimensiones
Incluso comenté un tópico que afinaba la
Física:
las dimensiones
no las cuatro conocidas
otras, por lo menos hay diez,
lo dijo un físico en televisión
invocaba la no menos lúcida teoría de las
cuerdas
aunque quizá fueran once dimensiones
no retuve el dato preciso.
Quién sabe
—arriesgué—
ahora mismo una mujer agoniza
en un cuarto idéntico a este
a escasos centímetros de tu cama
tu misma cama pero otra,
—aventuremos—
otra dimensión podría caber en el espesor de
un papel
de gramaje suficiente, quizá granulado
o en el espacio que ocupa el volumen de un
corcho
y cabría allí, comprimido
—tal vez—
el prodigio del universo paralelo
donde una mujer agoniza
y otra a su lado le habla incansable de la
física:
existen diez dimensiones,
quién sabe si no once…
(de Casa de
viento)
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Narradora y poeta, Marta Ortiz es autora del
libro de cuentos El vuelo de la noche
(La Editorial, Univ. de Puerto Rico; Primer
Premio de Cuento Bienal Internacional de
Literatura P. R. 2000) y del poemario
Diario de la plaza y otros desvíos
(El Mono Armado, Buenos Aires, 2009). |
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Frases desiertas
Dije,
entre otras frases desiertas:
no permitas que tu jardín se seque.
(Recuperar las rositas rococó
la mata de lavandas
los agapantos
el malvón)
Una picardía el abandono:
pasto crecido
hormigas al rayo de sol.
Abrí la canilla
conectada a la manguera
en realidad
yo quería reverdecer tu historia
regar tus manías
tu inapetencia
tu desgano.
Que se escurrieran con el agua.
(de Casa de viento)
Río era mi padre y la pala en el puño
:cavar la tierra,
atrapar el revoltijo y lombrices al frasco
:ensartar la carnada
medir la distancia / el punto exacto
tendida la línea al brinco
incauto coleteo acróbata
:nácar / escama / reverbero
—tramposa la muerte entraba por la boca—.
Río
:dilatar el pique
el ojo urbano al paisaje agreste
la arruga del viento erizando el agua
barro en la orilla descalza.
Rí
:aprender que el tiempo es agua
soñar la boga y aceptar la mojarra
su magra resistencia.
Río
:la fuente de pescaditos marinados
crocante arte materno sobre mantel a cuadros
:la cena familiar
fiesta suburbana.
(de Casa de viento)
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Portada de sus otros
dos poemarios: "Colección de arena"
(cuentos, Edit. Fundación Ross, colección
N.C., Rosario, 2013) y "Casa de viento"
(poesía, Alción Editora, Córdoba 2015). |
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ENTREVISTA
realizada a Marta Ortiz por
Rolando Revagliatti a través del correo
electrónico en las ciudades de Rosario y
Buenos Aires, distantes entre sí unos 300
kilómetros. |
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Rolando Revagliatti
(Buenos Aires,
Argentina, 1945), escritor,
poeta y dramaturgo, comienza
su quehacer literario colaborando
asiduamente con poemas y
relatos en diarios y
revistas, en soporte
digital y papel, y sus
textos han sido
publicados en
numerosos países de
América y Europa, donde
se han traducido al
francés, italiano,
holandés, ruso, rumano,
albanés, portugués, catalán,
vasco, bengalí, asturiano,
inglés, búlgaro,
esperanto, maltés y
alemán.
En la década de los 90,
dirige y edita de las
colecciones de
cuadernillos Musas de Olivari
(1994-1995), los pliegos
literarios Olivari
(1993-1995) y Huasi
(1996-2002).
En dramaturgia cabe
destacar su ensayo Las
piezas de un teatro
(RundiNuskin, Editor,
1991; luego reeditado
por Nostromo Editores,
2004).
Como narrador,
merecen especial mención
sus compilaciones de
cuentos, relatos,
minificciones, tituladas
Historietas del amor
(1991)
y Muestra en prosa
(1994).
Revagliatti se inicia en
el mundo de la lírica
muy joven, publicando
sus primeros poemas en
el periódico “Alberdi”
(1966-1974) y en
diversas revistas
culturales. Su obra
poética, la más extensa
de su creación literaria,
la componen quince
poemarios, con títulos
como De mi mayor
estigma (si mal no me
equivoco) (1993),
Trompifai (1997),
Fundido encadenado
(España, 1998; en
Argentina, 1998),
Picado contrapicado
(1998), Ripio
(1999), Desecho e
izquierdo (1999),
Propaga (2001),
Ardua (Argentina,
2001; Holanda, bilingüe:
castellano-neerlandés,
Stanza, 2006), Corona de
calor (2004), Del
franelero popular
(en colaboración: “7
Poetas Argentinos”,
2005; y en “Lo Erótico y
Otras Yerbas”, 2006),
Obras completas en verso
hasta acá (2007),
Sopita (2008),
Pictórica (2011),
Tomavistas (2012) y
Leo y escribo
(2013). Ha sido incluido en antologías
publicadas en Argentina, Brasil, Perú, México, Chile, Panamá, Estados Unidos, República Dominicana, Venezuela, España, Alemania, Austria, Italia y la India.
Ha colaborado con poemas
en diversas obras
antológicas, como
Letras Contemporáneas
(en portugués, 1998),
Poesía en el Subte
(1999), Poesía
argentina año 2000
(tomo 1, 1999),
Poesía hacia el Nuevo
Milenio (tomo 2),
MeloPoeFant
Internacional
(bilingüe
castellano-alemán;
Alemania, 2004),
Pequeña Antología de la
Poesía Argentina
(selección de Jorge
Santiago Perednik,
2004),
Dramaturgia
Latinoamericana:
Argentina
(en República
Dominicana, 2008);
Italiani d’Altrove
(bilingüe
castellano-italiano;
Italia, 2010),
El Verso Toma la Palabra
(México, 2010),
El cine y la Poesía
Argentina
(selección de Héctor
Freire, 2011) y
Poesía en Libertad
(2013),
Minificcionistas de ‘El
Cuento’. Revista de
Imaginación
(Ficticia Editorial,
México, 2014), entre
otras.
Ha publicado
tres obras antológicas
que recogen una buena
selección de su poesía:
El Revagliastés
(2006), Proponerte
que Creas (Caracas,
Venezuela, 2008) y
Revagliatti. Antología
Poética (2009). Es
autor también de cuatro poemarios, inéditos en soporte papel,
con los títulos Ojalá que te pise un tranvía llamado Deseo,
Infamélica, Viene junto con
y Habría de abrir,
cada uno de los cuales
cuenta con dos ediciones-e: en PDF y en FLIP (Libro Flash).
Sus libros han sido editados electrónicamente y se hallan disponibles, por ejemplo, en
Revagliatti.
Desde 2013 realiza entrevistas a escritores argentinos a través del correo electrónico,
que ven la luz en
diversos sitios de
internet, una primera
selección de los cuales
se halla editada, desde noviembre de 2019,
con el título Documentales. Entrevistas a escritores argentinos,
tomo I.
La obra de Rolando
Revagliatti ha sido
galardonada con diversos
premios y su labor
creativa ha sido
distinguida en múltiples certámenes de poesía de su país y del extranjero.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 3. Página 13. Año XIX. II Época. Número 106 EXTRA. Enero-Junio 2020. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2020 Rolando Revagliatti.
© Las imágenes se usan exclusivamente como ilustraciones del
texto de la entrevista y han sido aportadas en su totalidad por el autor del texto. Cualquier derecho que
pudiese concurrir sobre ellas corresponde a sus creadores.
Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2020 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana.
Calle Castillóm, 3, Ático G. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).
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