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HUGO TOSCADARAY NACIÓ el 26 de agosto de 1957 en la ciudad de Buenos Aires, la Argentina, y alterna su residencia entre su ciudad natal y la ciudad de San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires. Integró los grupos literarios “El Taller del Sur. Resistencia Cultural”, “Tome y Traiga” y “La Sociedad de los Poetas Vivos”. Poemas suyos fueron incluidos, por ejemplo, en las antologías Testigos de tormenta (1995), Cuerpo de abismo (1999), Poesía en tierra (2004) y Canto a un prisionero. (Antología de poetas americanos: Homenaje a los presos políticos en Turquía) (2005). Obtuvo primeros premios en España y Brasil, y, entre otras distinciones, la Mención de Honor del Premio Hispanoamericano del diario La Nación, en 1998. Colaboró en las revistas argentinas Amaru, La Carta de Oliver, El Aleph; en Babel de Venezuela; en Prometeo de Colombia; en El Lagarto Verde de México, etc. Fue co-coordinador de dos cafés literarios en la década de los noventa. Publicó los poemarios 10 Tangopoemas y 3 (Ediciones El Cañón Oxidado, 1989), La isla de la sirena de las escamas de fuego (Colección Elefante en el Bazar, 1995), Naufragario (Editorial Turkestán, 1997), La balada del lobo (Ediciones Canto Rodado, 1997), Amantes zodiacales, Premio Diario La Nación (1999); El nadador unánime (Fondo de Cultura Económica, 2004), La balada del pájaro tinto (Ediciones del Viento, 2005), Los pasajeros de Renca (Ediciones del Viento, 2006), Fuego negro (Editorial Turkestán, 2011) y Elogios o las alucinaciones del derrumbe (Ediciones Homo Ludens, 2015).

  

1. —¿Cómo has ido (y venido)? ¿Cómo vas?...

H. T.— Cuando cumplí cincuenta años me miré en el espejo, entonces vi señales de que antes no estaban. Pero me dije: El tiempo no existe. Luego recibí un llamado por el que supe que un amigo muy querido había muerto. Pero me dije: El tiempo no existe. Después llegó mi pequeña hija casi hecha mujer. Pero me dije: El tiempo no existe. Finalmente giré la cabeza y vi que el camino hacia atrás era mucho pero mucho más largo que el que tenía por delante. Pero ya no me importó porque lo que había detrás era tan fuerte, tan poderoso, como aquello que aún estaba por venir.

Como he manifestado en otras oportunidades, nací en el barrio de Villa Luro. Porteño por nacimiento y andanza, virginiano por naturaleza y cronopio por decantación mágica (o, al menos, es lo que me dijo Cortázar en el ’84, tocándome el hombro).

Mi infancia (sus increíbles tesoros) y mi barrio son mi andamiaje, mi única patria y mi bandera.

Soy un muchacho triste que siempre anda contento.

He vivido en muchos barrios de mi ciudad natal, pero he dormido en todos.

También he vivido en el faldón del Cerro Uritorco, entre hippies y alucinados. Y, además, en la ciudad capital de la provincia de San Luis, donde conocí el insomnio y la desesperanza.

He trabajado en el puerto de Buenos Aires muchos años junto a los barcos que alimentaron mi sed. Tengo un máster en supervivencia y otro en soñar despierto. Fui publicista, vendedor de perfumes sofisticados, fundidor de iniciativas comerciales, burócrata y coordinador de talleres literarios, empezando por centros barriales, hasta la Universidad Nacional de San Luis. También, ejerciendo el periodismo en diferentes espacios, como las llamadas, en su momento, FM Truchas o en la FM Universidad, y en distintas revistas y periódicos barriales. Hoy lo sigo haciendo en una radio cultural y en desperdigados impresos.

Por definición callejera, fui un atorrante desde la adolescencia, es decir, una especie de fauno que deambulaba por los bares en las noches de la gran ciudad, hasta que vino el fantasma del paso del tiempo y me anunció con su matraca el fin del recreo.

Amigo fervoroso, bohemio incorregible, dionisíaco en las mesas e intrépido en los funerales; simpático a veces, cabrón muchas y melancólico siempre hasta la pesadilla.

Olvidé cada fracaso para reincidir después en cada uno, tanto hasta lograr corporizar al dolor para que fuera mi amigo.

Amo el rumor de los pájaros, la solemnidad de los escarabajos, la música del agua y los abrazos, la rebelión de los abrazos. Amo la lluvia, el perfume de las hojas quemadas en otoño y las tormentas. Amo la noche, los bodegones hundidos en la noche, los barcos y los puertos, las cocinas humeantes, las asambleas populares y el canto colectivo.

No hablo del odio, el rostro aciago del amor, porque voto al amor y su faena; mas desprecio la injusticia y la violencia cotidiana de los poderosos sobre los que no tienen nada. Aborrezco además a los automóviles porque matan al hombre más que las fieras; a los teléfonos porque carecen de piel y de temblores y a los aviones porque despojaron del misterio a las enormes distancias.

No creo en dios alguno, pero parafraseando a Robert Desnós “Tengo un profundo sentido de lo infinito, lo que me hace tan religioso como cualquiera”. Pienso, por otra parte, que sin misticismo no hay arte. Todo poeta es místico.

Además de todo esto, voy enamorado.

  

  

  

  

  

Por definición callejera, fui un atorrante desde la adolescencia, es decir, una especie de fauno que deambulaba por los bares en las noches de la gran ciudad, hasta que vino el fantasma del paso del tiempo y me anunció con su matraca el fin del recreo.

  

  

  

2.— ¿Qué programas radiales estás conduciendo? ¿Qué te demanda cada uno en su producción?

H. T.— Cuatro son los programas a mi cargo en la FM Origen —Radio Cultural— 102.9: “Las Cosas y los Días”: periodístico de noticias, lunes a viernes de 11 a 13 horas; “Alrededor de la Medianoche”: dedicado al jazz, lunes, miércoles y viernes de 22 a 24 horas; “El Caballo en el Tejado”: dedicado a la poesía, martes de 22 a 24 horas; “Casa de Náufragos”: sobre el hombre y su entorno, jueves de 22 a 24 horas.

Con relación a la producción de cada uno —porque soy el productor de mis propios programas—, lo que me demandan es tiempo, concentración y —lo que más me exijo— el buen gusto. Hay programas como el de 11 a 13, que me ocupa toda la mañana, ya que debo levantarme muy muy temprano, leer las noticias, elegir las que me parecen relevantes pero que además se ocultan en los grandes medios, masticarlas, reflexionar sobre cada una y, a partir de allí, armar el discurso comunicacional. A todo eso debo agregar la elección de la música para cada una de esas noticias.

El caso del programa de jazz es bien diferente porque lo que hago es elegir uno o dos intérpretes, buscar el material biográfico sobre cada uno y, luego, la mejor parte: seleccionar la música. En el caso del de poesía, el modus operandi es similar: opto por la obra de un poeta, selecciono el material para dos horas de programa y le sumo un intérprete para la música, generalmente instrumental, que acompañará los textos.

Finalmente, “Casa de Náufragos”, que es el que más disfruto y —por los muchos y diversos comentarios que recibo— el que más disfrutan los oyentes. Es un programa de tono intimista, lo que se denomina “un programa de autor”. En él tomo un tema diferente en cada entrega, que van desde La Soledad o La Infancia hasta La Guerra o Los Medios de Comunicación, desde El Vino o El Tabaco hasta La Democracia o La Explotación. Siempre es un tema central, desde el cual expongo mis sentires y mirares. También es el programa que mayor producción requiere, ya que cuenta con unos veinte textos para cada noche de jueves y la particularidad del eclecticismo en la música; nunca repito un mismo género en cada emisión: hay un tango, una cueca, un landó peruano, música gitana, jazz, fado, chansón, en fin, trato de acompañar cada texto con lo que emotivamente me lleva a una música y, muchas veces, a una región particular.

Como verás, Rolando, podríamos decir que es insalubre, pero eso sí: me mantiene despierto y muchas veces exultante.

  

3.— Siendo un veinteañero formaste parte de “El Taller del Sur — Resistencia Cultural”. ¿Con quiénes, cómo resistían en plena dictadura cívico-militar?

H. T.— Yo militaba en una organización de izquierda (lo hice desde el 74, en la secundaria, hasta iniciado el nuevo siglo) y estaba de novio con la que fue mi primera pareja. Ella es pintora y vivía en Sarandí-Avellaneda. Nos movíamos en ese entorno de artistas y bohemios. En el 79 decidimos estar en la calle con lo que cada uno hacía, de ese modo tomábamos, por ejemplo, el Parque Domínico y montábamos la muestra de pintores y la lectura de poemas, habitualmente parados en los viejos bancos de mármol del parque. A veces, alguien cantaba y otras, alguien bailaba. Esto lo hacíamos itinerante, mudábamos la muestra cada domingo. Cuando aparecían “caras extrañas”, nos íbamos. Te debo los nombres, alguien podría ofenderse con estos recuerdos, es gente que dejé de ver hace mil años.

Lo que podría agregar es que, hacia el final de esta etapa y por contactos surgidos de ella, comencé a frecuentar las oficinas de la Editorial Botella al Mar. Allí conocí y confraternicé hasta su fallecimiento con Arturo Cuadrado; y con Francisco Madariaga, Élida Manselli, Alejandrina Devescovi, Irene Marks, Francisco Squeo Acuña, Carmen Bruna, Horacio Laitano, Eduardo Biravent, Carlos Giovanolla (quien publicó mi primer poemario en su Editorial El Cañón Oxidado), y otros cuyos nombres ahora se me escapan. El caso es que los jueves a la tarde/noche, en la oficina de la calle Viamonte, se armaban unas reuniones formidables en las que las conversaciones y la risa eran el centro.

  

  

  

  

  

Amo el rumor de los pájaros, la solemnidad de los escarabajos, la música del agua y los abrazos, la rebelión de los abrazos. Amo la lluvia, el perfume de las hojas quemadas en otoño y las tormentas. Amo la noche, los bodegones hundidos en la noche, los barcos y los puertos, las cocinas humeantes, las asambleas populares y el canto colectivo.

  

  

  

4.— Pocos años después, durante el gobierno de Raúl Ricardo Alfonsín, integraste “Tome y Traiga”, el grupo multicultural dirigido por los poetas Armando Tejada Gómez (1929-1992), Héctor Negro (1934-2015) y Hamlet Lima Quintana (1923-2002). ¿Cómo eran ellos entonces, de quién te sentías más próximo, con qué palabras los evocarías?

H. T.— El “Tome y Traiga” duró poco, una pena, era un buen proyecto. Nos juntábamos al inicio en el sótano de “LiberArte” y, al fin, terminamos en el sótano de una pizzería en Villa Crespo, que se inundaba con las lluvias porque estaba a la altura del arroyo Maldonado, sobre la Avenida Juan B. Justo. Probablemente, lo más significativo de esa experiencia para algunos de nosotros haya sido que funcionó como embrión de lo que muy poco después fue la conformación de La Sociedad de los Poetas Vivos. En el “Tome y Traiga” nunca sacamos la cuenta real del número de artistas y escritores, pero éramos un montón. Había de todo, poetas, narradores, músicos, bailarines, plásticos. En fin, era una movida que iniciaron quienes nombrabas, tipos con un prestigio bien ganado como poetas, pero también como militantes del campo popular.

Tanto Armando Tejada como Héctor Negro fueron siempre generosos y abiertos conmigo. Con Armando discutíamos bastante, “sin perder jamás la ternura”, pero bastante. Era habitual que reclamara de mí un “compromiso con la poesía popular” —cosa que invariablemente yo desestimaba— y enfatizaba, además: “Dejá el surrealismo porque eso distrae”. Cuando terminaban esas pequeñas trifulcas, me abrazaba y me repetía que “a pesar de todo” le gustaban mis poemas. Discutíamos, sí, pero también nos reíamos mucho. Con Negro fortalecimos la relación con el paso del tiempo. Tuvimos encuentros con más frecuencia en los últimos años que al inicio. Con quien siempre me sentí más hermanado fue con Hamlet. Creo que tiene que ver con el simple hecho de que Hamlet andaba más por el centro, por los bares que yo frecuenté casi toda mi vida y era muy común, casi cotidiano juntarnos alrededor de una ginebra y quedarnos hasta el amanecer hablando de las cosas de la vida, como hacen los amigos.

   

5.— Como Lima Quintana, Tejada Gómez y Héctor Negro, también poemas de tu autoría fueron musicalizados, en tu caso por Carlos Andreoli, por Moncho Mierez. ¿Nos contás sobre esta arista?

H. T.— Sí, y también por Hugo Pardo y por Juan Carlos Muñiz. Yo no soy letrista, siempre lo puntualizo; soy un poeta que algunas veces escribe un poema para ser cantado. Y eso es todo. No conozco las reglas de la letrística ni me desvela conocerlas. Desde la infancia he tenido una asombrosa facilidad para la rima. En mi casa natal se escuchaban canciones todo el día y deduzco que mi oreja se acostumbró a eso. Para mí escribir una letra es un recreo; lo lúdico, me distrae, y especialmente me saca de ese lugar fangoso del poema. Obviamente que este comentario no va en detrimento de los letristas, entre quienes tengo amigos entrañables, ni debo aclararlo, pero escribir la letra de una canción no me quita el sueño. El poema sí me quita el sueño.

   

6.— Aunque probablemente no te has esmerado en difundirlos, tenés tu experiencia como bloguero: ¿cuántos blogs tuviste, tenés, con qué perfil cada uno?

H. T.— ¡Ah! Los blogs, claro, nunca lo menciono ni hago hincapié porque, seguramente, me resulta algo natural. Un blog, para mí, es como sentarme con amigos a beber algo y contarles qué poetas me gustan. Tengo uno de poesía contemporánea: “El Naufragario”. Otro de poesía argentina: “Las Cosas y el Delirio”. Otro de poesía del mundo: “Infierno Alegre”. Y otro en el que voy desde poemas más extensos hasta ensayos o crítica poética: “La Nube Centrífuga”. Pero hay más: uno con poemas míos que muy raramente expongo; otro con textos de mi programa radial: “Casa de Náufragos”; y otro muy querido: “Andanzas y Abismos de Monsieur Saralegui”, en el que aparece toda mi veta callejera, toda la cosa del barrio; en fin, el humor que me ha salvado la vida infinidad de veces.

  

  

  

  
  

No hablo del odio, el rostro aciago del amor, porque voto al amor y su faena; mas desprecio la injusticia y la violencia cotidiana de los poderosos sobre los que no tienen nada.

  

  

  

7.— ¿Observaciones, anécdotas originadas en encuentros de poetas en los que hayas participado?

H. T.— Concurrí a encuentros de poetas desde muy temprano. En Capilla del Monte, Chilecito, Monteros, Luján de Cuyo, Rosario, Gualeguay, Santa Fe, Mendoza, San Juan, Neuquén, distintas ciudades del interior de la provincia de Buenos Aires: desde hace más de treinta años que ando con la mochila llena de gente. En las anécdotas no voy a detenerme porque podría llenar un libro con ellas. Pero puedo contar una a modo de ejemplo: El primer encuentro nacional de poetas al que es invitada La Sociedad de los Poetas Vivos se realizó en Luján de Cuyo, provincia de Mendoza, en 1991. Hacia allí partimos Marcos Silber, Carlos Carbone, Jorge Propato y yo. Eugenio Mandrini, que es como decir “mi padre”, siempre reacio a viajar lejos, se quedó en Buenos Aires, y en Mendoza nos esperaba el otro integrante del grupo, Carlos Levy (años después, ya en este nuevo siglo, se sumó Santiago Espel). La cosa es que cuando el micro —en el que viajaban cuatro monjas y siete gendarmes, detalle que nos llevó a bromear todo el trayecto— efectuó la primera parada en Pergamino, pedimos papas fritas. Nos trajeron un paquete de papas saladas y no hubo modo de que el mozo entendiera que era otra cosa lo que habíamos pedido. En la segunda parada, en Villa María, sucedió exactamente lo mismo: un calco. Cuando llegamos a la terminal de Mendoza, ya desesperados por una fuente de papas fritas, nos metimos en el primer comedero que encontramos. Pedimos una fuente de papas fritas y nos trajeron un paquete de papas saladas. Fue una larga semana sin esas papas y nuestro deseo había cobrado ribetes de desproporciones, se convirtió en un tema central. El último día, parados frente a la combi que nos llevaría a Mendoza, nos llamó la atención que Marcos —el más puntual de nosotros— no apareciera. Minutos después hizo Marcos su entrada épica: portaba una enorme bolsa con papas fritas, después de convencer al dueño de una rotisería que las hiciera cuando el hombre ya estaba cerrando su negocio. Nunca sabremos cuánto le costó esa fritanga.

Pienso que los encuentros sirven para eso, para encontrarse con seres con los que uno termina hermanado y también, vale decirlo, con desencuentros con otros seres. A mí personalmente (y eso que soy de Buenos Aires y uno erróneamente da por sentado que en Buenos Aires estamos todos) me ha servido para conocer en otros sitios gente maravillosa, a la que quisiera ver más seguido. En resumen, los encuentros sirven para escuchar y conocer otras voces, otros tonos bien diferentes al de uno y entre sí, pero fundamentalmente para entrelazar afectos que han de ser, muchas veces, indestructibles.

  

8.— Hay un Toscadaray dramaturgo. De refilón he sabido que una pieza tuya se titula Paradero Singapur. Contanos, Hugo, sobre ella, si se estrenó, de qué trata, y, eventualmente, sobre otras que pudieras haber escrito.

H. T.— ¡Uh, bueno! Durante mi residencia en el barrio de San Telmo (casi dos décadas), me relacioné con personas de teatro vinculadas al Teatro Escuela. Cuando supieron que escribía, uno me pidió un monólogo para presentar en clase. Ese gustó y llegó otro pedido. Y luego otro. Así es como empecé a escribir monólogos. Hasta que una muy querida amiga con un cargo en el Instituto Nacional de Cine y muy conectada con ese ambiente, me preguntó si me animaba a escribir una obra de teatro. Yo era joven e inconsciente y le dije que sí. La obra en cuestión se llamó Paradero Singapur. En el fondo, no era otra cosa que un pariente de Esperando a Godot, pero estaba bien y le gustó al productor cuyo nombre —gracias a los dioses— he olvidado. El productor en cuestión, un día, desapareció con el original (era el único ejemplar, porque en esos tiempos era caro hacer cien fotocopias), y, por más que con mi amiga lo buscamos, el tipo y la carpeta se hicieron humo. Es el motivo por el cual no quise escribir nunca más teatro. Seguramente, el espíritu de Molière debe estar muy agradecido.

  

  

  

  

  

Aborrezco además a los automóviles porque matan al hombre más que las fieras; a los teléfonos porque carecen de piel y de temblores y a los aviones porque despojaron del misterio a las enormes distancias.

  

  

  

9.— Un domingo por la tarde, mateando en mi casa con cuatro personas más, algo nos empezaste a contar sobre una novela que te gustaría escribir, sobre personajes de ella de los que te valés para expresar ciertas ideas y opiniones y aspiraciones. Ahora tenés todo el espacio para pormenorizar sobre esa novela y sus personajes.

H. T.— Sí, recuerdo la charla. Aquí valdría una introducción. Tengo una teoría sobre mí mismo, y es la siguiente: de pibe yo quería ser músico, mis padres me mandaron al conservatorio y era muy bueno en solfeo y teoría, pero mis manitas no obedecían, y, aunque incursioné en alguna banda barrial de rocanrol, desistí. Derrotado por mi torpeza, decidí que debía ser pintor, amo la pintura. Mi ex mujer es pintora y, además, nieta de Miguel Diomede, uno de los padres del impresionismo argentino, pero mi torpeza de nuevo me indicó que no me alcanzaba con los parentescos prestados y me decidí por la escritura. Comencé con la narrativa, relatos fantásticos y siempre breves. Algunos llegaron a publicarse en revistas literarias, de esas barriales. Pero si tenía que extender el relato, lo dejaba a medio hacer. Me agotaba. Así descubrí que lo mío era la poesía. O como decía un narrador chileno amigo mío: la poesía es fácil porque hay que escribir poquito. Es decir: llegué a la poesía de la mano del puro fracaso, fue mi último recurso.

Ahora en serio: creo que soy poeta porque pasé por todas esas disyuntivas sin las cuales no hubiera encontrado mi propia voz, pero fundamentalmente lo soy porque la palabra es lo que mejor me define.

Lo de la novela —y lo anterior venía a cuento— es una idea de muchos años que nunca termino de comenzar por el esfuerzo que —descuento— me implicaría. Los personajes son los mismos que aparecen en uno de los blogs que ya mencioné: “Andanzas y Abismos de Monsieur Saralegui”. Y ellos son personajes que me acompañan desde hace décadas, personajes que he utilizado no solo en la escritura de relatos, no solo en las redes sociales, sino también en uno de mis programas de radio. Monsieur Saralegui, don Lupercio, Joe Cannabis, Nina Molotov, el viejo Torrejona o el ñato Partagás, entre otros, son personajes que se desenvuelven en un mundo de conversaciones bizantinas, divagaciones variadas y acciones bizarras. Tengo muchos capítulos por terminar y lo más importante: tengo el inicio, el nudo y el remate, es decir, una historia que contar. Pero por todo lo que enumero antes, me da fiaca. Quizá algún día pueda sentarme y terminarla.

Ya que lo pedís, Rolando, y como muestra, dejo aquí uno de los breves diálogos que se dan entre capítulo y capítulo:

  

«¡Vamos a armar un poco de bardo, hablemos de arte! Dijo en alta voz Monsieur Saralegui mirando de reojo a don Lupercio y a Joe Cannabis que se apoderaban sin disimulo de unos bocadillos vascos rellenos de anchoas y se servían sin detención un borgoña bien grueso que estaba sobre el mostrador del bar Los Bizantinos, valiéndose de que el viejo Torrejona —agachado y sin poder verlos— acomodaba sus célebres almorranas. ¡Ojo, lo van a destronar, Saralegui! Gritó el japonés Brailowsky mientras, aprovechando la distracción del adversario, “repatriaba” en el tablero un alfil que le habían comido 5 minutos antes.

—Le cuento, don Lupercio, que, en el locutorio de las hermanitas Molotov, Cannabis y yo escuchamos decir a uno que es poeta o algo así, y el tipo gritaba en la cabina que no lo inviten a lecturas ni encuentros ni festivales de poesía porque “él está en el futuro”. Qué paparulo, ¿no? ¡Si está en el futuro cómo lo van a invitar ahora! ¿Usted qué piensa?

—No le puedo decir nada, Saralegui, yo miro una botella estacionada y me da vértigo. ¿Quién era el poeta?

—No sé, no lo conocemos, don Lupercio. Usted sabe que yo me la paso leyendo y leo y leo tanto poeta minimalista, tanto fen shui, tanto sushi, tanto poema bambú y no me lo creo. Qué sé yo, no sé si será amarretismo expresivo o pura moda o las dos cosas juntas. No hay extrañeza, no hay revelación, no hay impulso. Pienso en los poetas que me acercaron a la poesía y me entra una tristeza que ni le cuento. Y claro, a esta época le conviene que los poetas sean unos dormidos, no vaya que se les dé por romper algo. ¿Y usted qué me dice de este tópico, don Lupercio?

—Lo que yo puedo decirle es esto, Cannabis: la heladera Siam 90 fue lo más bendito que este país nos ha dado.

—Cambiando de tema, hace tiempo le quiero hacer una pregunta: ¿Usted alguna vez tuvo automóvil, don Lupercio?

—¡Pero no, Saralegui, si yo siempre viví en Villa Luro!»

    

10.— ¿Qué es lo que más te ha importado —por así decir— y te importa de la poesía?

HT.— Lo que más me ha importado siempre es la poesía (quienes me conocen lo saben y algunos hasta lo han sufrido), pero la poesía en su estado vital, algo de ella que no se momifica en la escritura, sino que se continúa y extiende: las impresiones, las emociones, los gestos, lo sutil y lo espeso, lo que flota o se arrastra. Lo que rechaza o abraza. Los datos, los números, lo probatorio de los objetos siempre han sido para mí un obstáculo o una prueba por demás insuficiente de lo inatrapable. Es decir, descarto, me quedo al fin con lo que más me interesa: la búsqueda de la trasparencia.

  

  

  

  

  

No creo en dios alguno, pero parafraseando a Robert Desnós “Tengo un profundo sentido de lo infinito, lo que me hace tan religioso como cualquiera”. Pienso, por otra parte, que sin misticismo no hay arte. Todo poeta es místico.

  

  

  

11. — Rozás el tema de que no poseés ni un ejemplar de algunos libros de tu autoría.

H. T.— Soy un tipo sumamente descuidado en estas cuestiones, y a tal punto lo soy que, en efecto, ni siquiera he guardado para mi biblioteca un ejemplar de cada uno de mis libros (ni qué hablar de revistas y artículos en diarios). Como ejemplo de esto creo que es significativo que jamás guardé ni diplomas ni objetos ni premios que fui desperdigando en las manos de las personas que quiero. Es decir, que hay libros míos que yo no tengo, con excepción de Tangopoemas y Naufragario, porque mis viejos conservaron un ejemplar de cada uno, y de Fuego negro, porque es el más cercano en el tiempo y mezquiné los últimos ejemplares.

  

12.— ¿Thelonious Monk (1917-1982), Ella Fitzgerald (1917-1996), Django Reinhardt (1910-1953), Nina Simone (1933-2003), Enrique “Mono” Villegas (1913-1986) o Billie Holiday (1915-1959)?...

H. T.— Al “Mono” Villegas tuve la suerte de escucharlo muchas veces en vivo y el mejor de esos recuerdos fue durante un ciclo que hizo Manolo Juárez con diferentes pianistas. Una noche compartieron el escenario, la música y los chistes dos tipos geniales, uno era el “Mono”, el otro, el “Cuchi” Leguizamón. Aquello fue de antología.

Con respecto a las cantantes tengo una particular debilidad por el estilo desgarrado de Billie Holiday y gran admiración por la capacidad de la Fitzgerald —como de Sarah Vaughan—, especialmente cuando encaran el scat. Pero mi cantante de jazz preferida es Carmen McRae porque al escucharla a ella sola, las escucho a todas. De Django Reinhardt puedo decir que la mixtura entre su enorme talento y su historia personal, es decir: las dificultades que limitaban su expresión, lo convirtieron en un músico indispensable, aunque —debo ser sincero— el hot jazz no es de mi preferencia.

Ahora, si de todos los admirados músicos e intérpretes que mencionás debo elegir a uno para hablar de jazz, sin pestañear lo elijo a Monk. Porque Monk define el espíritu de lo que en mí sucede frente a la magia de la improvisación y especialmente en el bebop, que es —dentro de mi canal emotivo— el jazz por excelencia. Estos locos que un día inventaron una música para que los blancos no se la robaran como había sucedido con el swing, entraron en mi adolescencia con una coctelera de fuego. Bird, Dizzy, Monk, Bud Powell, Mingus y algunos otros me señalaron los caminos de la rebelión del espíritu, como lo hicieron casi al mismo tiempo los poetas surrealistas. Gracias a esa etapa entre los catorce y los diecisiete años aprendí que en el espacio entre mi cabeza y mi corazón cabía todo lo que podía imaginar y también lo que aún no había imaginado. Al fin y al cabo, fue Monk quien dijo: “Hay luz porque siempre es de noche”. Ahí está el poema.

  

13.— El vino y la ginebra son un par de bebidas alcohólicas que ya han sido nombradas. Y un poemario tuyo que permanece inédito se titula El whisky desnudo. ¿Nos contás de ese whisky, de esa desnudez? ¿Otros libros tenés ya cerrados y a la espera de difusión?

H. T.— Bueno, si vamos a tocar este punto, antes debo decir que mi libro Naufragario, publicado en 1997, es un largo trayecto no solo por los puertos, no solo por las diferentes partes del cuerpo femenino, sino, además, un largo recorrido por todas las bebidas alcohólicas que conozco. Ahora bien, El whisky desnudo, que no refiere ya a alcoholes sino a la condición humana, es una sucesión de poemas muy breves y forma parte de un libro aún inédito que consta de seis poemarios.

Mientras espero de alguna editorial la absolución para este libro, sigo trabajando en otros dos flancos: uno es Elogios, al que estoy dejando escanciar ya que, si la palabra es tirana conmigo, no lo soy menos con ella cuando dejo en un cajón poemas para que se aburran y entiendan que si quieren volver a salir al recreo tendrán que hacerlo con los bracitos abiertos. Y otro muy reciente que nace de una estadía durante el verano con mi compañera, la poeta Laura Ponce, en la selva misionera, en el llamado “corredor verde de la selva paranaense”. Una experiencia —para mí— de gran conmoción, en el medio de la nada o, mejor dicho, justo en el centro del todo.

  

  

  

  

  

Tengo una teoría sobre mí mismo, y es la siguiente: de pibe yo quería ser músico, mis padres me mandaron al conservatorio y era muy bueno en solfeo y teoría, pero mis manitas no obedecían, y, aunque incursioné en alguna banda barrial de rocanrol, desistí.

  

  

  

14.— ¿Cuáles son tus preferencias en el terreno de la narrativa en castellano y tus autores favoritos?

H. T.— A ver. Nací en una casa en la cual mi padre leía el diario todos los días y mi madre coleccionaba recetarios de cocina, pero era una casa sin libros. Aprendí a leer de las revistas de historietas, cuando comencé la primaria lo hacía de corrido. Mis padres, por suerte, notaron, por un lado, que mi tempranísima verborragia respondía a alguna cosa extraña que me llevaba a degustar y repetir ciertas palabras como si fueran chocolates, y, por el otro, advirtieron mi avidez por encerrarme a leer. Fue así que compraron la colección Robin Hood y una enciclopedia en tres tomos que devoré en el trascurso de esos primeros años. Y esos eran los únicos libros que había en mi casa. Al cumplir doce años, recibí un regalo que me llevó a descubrir que había “otra” literatura, un libro de cuentos de Julio Cortázar: Todos los fuegos el fuego, que leí y releí hasta que alguien se dio cuenta que debía ampliar mi biblioteca.

Aquí me detengo y hago una observación: estamos hablando de la década del ‘60, pleno auge de la literatura latinoamericana o el “Boom”, como se lo llamaba entonces. Esto significa que de Cortázar pasé a Gabriel García Márquez y de ahí a Alejo Carpentier, Manuel Scorza, Augusto Roa Bastos, y aquí me detengo para no seguir una lista de nombres esperables. Pero esos mismos nombres —su escritura—, como es de suponer, me llevaron al otro lado del océano, a otros mundos posibles y también hacia el propio territorio, hacia adentro. Y así me enamoré de la escritura de Leopoldo Marechal, quien también me llevó a otros territorios. Y Borges, el narrador, que llegó para quedarse. Luego aparecieron Haroldo Conti, Daniel Moyano, Juan José Saer. Más cerca en el tiempo, Andrés Rivera o Ricardo Piglia. En fin, diré una obviedad: quien ama leer tiene muchos súper héroes.

  

15.— ¿Adónde pudieran llevarte los vocablos “crudívoro”, “razonable”, “provecta”, “inercial” y “estaca”?

H. T.— No necesariamente todas las palabras me llevan a un lugar en particular, y cuando una palabra me traslada, es desde el sonido, no desde el sentido. En más de una ocasión he planteado que las palabras no son otra cosa que artefactos, artefactos para alzar o derribar el poema. Elijo cada palabra por el sentido de lo que se quiere significar, pero no es eso lo que la sostiene dentro del poema, sino su resonancia. La suma de palabras —sonidos— hacen al ritmo y el ritmo es primordial para que el poema cobre vuelo o se derrumbe. Si además agrego que la búsqueda de la transparencia es para mí sustancial en un poema, difícilmente tropiece con palabras que yo sienta que lo enlodan o al menos trato de evitarlo. Aquí agregaría que esos artefactos, las palabras, conllevan en algunos casos elementos que podría llamar cósmicos o directamente mágicos y que —por destino ya del mundo espiritual, ya del inconsciente, nunca sabré la procedencia— me disparan hacia territorios inesperados. Pero, insisto, eso ocurre con algunas palabras, no con todas y no siempre.

  

  

  

  

  

...Como decía un narrador chileno amigo mío: la poesía es fácil porque hay que escribir poquito. Es decir: llegué a la poesía de la mano del puro fracaso, fue mi último recurso.

  

  

  

16.— ¿Causas perdidas?: tuyas o no únicamente tuyas.

H. T.— ¡Quienes me conocen bien sostienen que yo mismo soy una causa perdida! Ahora, en serio, hoy no visualizo causas perdidas en lo personal. Quizá en lo colectivo, seguramente, y digo quizá porque en algún punto no las siento perdidas sino en estado de permanente espera, en constante vigilia. Aquello a lo que algunos llaman utopía, eso que me sigue desvelando —hoy con menos energía en el cuerpo que ayer, pero con la misma convicción— y que continúa siendo para mí primordial, es decir, la búsqueda del camino hacia un porvenir humano verdaderamente justo, equitativo, libre, solidario.

  

17.— ¿Acordarías con la poeta Patricia Díaz Bialet en que, de las corrientes poéticas del siglo XX, las más interesantes son “el creacionismo y el surrealismo”?

H. T.— Adhiero plenamente, claro. Son vanguardias, además, que estuvieron hermanadas en algún punto: de un lado, el creacionismo exponía la idea de una creación pura, producto de la invención y de alcanzar la belleza a través de la imagen. Del otro, el surrealismo proponía por medio del azar o la escritura automática, lo onírico y el humor, privilegiando el lugar del inconsciente como disparador y alejado de lo racional, también alcanzar la belleza a través de la imagen. Pero el surrealismo hizo un aporte fundamental, fue más allá. En el surrealismo lo más importante, lo más vanguardista, no fueron sus “técnicas” o aquello que Bretón convirtió en “escuela”, sino el hecho de quitar la divinidad del centro y en su lugar poner al hombre. El surrealismo encarna “una concepción total del hombre y del universo”, como decía Enrique Molina. Y eso fue lo revolucionario.

  

18.— El silencio, la gravitación de los gestos, la oscuridad, las sorpresas, la desolación, el fervor, la intemperancia: ¿cómo te resultan? ¿Cómo reordenarías con algún criterio, orientación o sentido?

H. T.— El silencio, como lo sorprendente, son aspectos cardinales, la combinación de ambos me impulsa a la escritura y refuerza lo místico que hay en mí. Hasta diría que no me imagino sin ellos. El fervor es una característica importante en mi poesía del mismo modo que lo es en mi forma de ver el mundo y de transitarlo. No la oscuridad, pero sí la penumbra es una vieja y querida compañera por la que me siento abrigado siempre. La gravitación de los gestos, para alguien tan detallista como lo soy, tienen un componente principal a la hora de conectarme tanto con la escritura como con el entorno. El sentimiento de desolación y del que soy totalmente consciente porque la vida me ha enseñado a reconocerlo bien, me arrastra a la tristeza, motivo por el cual trato de apartarlo, aunque inútilmente muchas veces. En cuanto a la intemperancia, la dejo para el final porque me reconozco (y se me reconoce en el ámbito de lo íntimo) como una persona intolerante y lo soy, pero solo frente a las cosas que —según mi visión— atentan contra lo humano.

  

  

  

  

  

...Sigo trabajando en otros dos flancos: uno es Elogios, al que estoy dejando escanciar ya que, si la palabra es tirana conmigo, no lo soy menos con ella cuando dejo en un cajón poemas para que se aburran y entiendan que si quieren volver a salir al recreo tendrán que hacerlo con los bracitos abiertos.

  

  

  

19.— ¿Qué significa para vos —y elijo aquel cuyo título me entusiasma— tu libro El nadador unánime?

H. G.— El nadador unánime es una serie de poemas breves, un recorrido por una parte sustancial de mi infancia y un homenaje a mis abuelos maternos. Mis abuelos vascos tenían un pequeño tambo en las afueras del pueblo y muy cerca del río en San Antonio de Areco, a 100 kilómetros de Buenos Aires. En las vacaciones de verano me quedaba con ellos, ya que mi padre atendía su negocio y mi madre y mi hermana regresaban con él a la capital. También las vacaciones de invierno y los fines de semana largo eran en Areco. Para un pibe urbano como yo, aquel era un mundo de fantasía. Esos altos montes, la vastedad de la llanura, los pájaros, los insectos (que me siguen maravillando), los animales de granja y los otros, ese río (en el que aprendí a nadar) y su paisaje; en fin, todo un concierto de asombros. Y ese mundo diferente que me rodeaba presidido por mis abuelos, mis dos más grandes y amados fantasmas.

Antes de pasar a lo central de tu pregunta, quisiera detenerme en otro asunto: No puedo hablar por todos, claro, solo hablo de mí y de lo que a mí me pasa. La poesía siempre responde, en primera instancia, a una lógica de las emociones. Entre los pasos inevitables que me llevan finalmente al poema, es decir: la contemplación, la revelación y la aproximación, pasos en donde siempre está presente lo inasible de la belleza, es el niño que vive en mí —el niño como representación de lo instintivo o su rostro más salvaje— quien late, intuye y me empuja a la escritura. Luego el adulto es quién corrige, porque es el adulto el que sabe, el que razona, el que intelectualiza. Pero al poema lo hace el niño, siempre, porque es el niño, aún frente a las cosas más triviales de lo cotidiano, quien avista, se conmociona y traduce a través de la palabra hecha imagen.

Volviendo a El nadador unánime, en un momento que no puedo precisar surgieron estos textos que conformaron el poemario. Fue una irrupción vertiginosa, como suele sucederme, escrito en unas pocas semanas en un estado de inquietud ensoñada que generalmente saca de sus casillas a mi entorno. Y también como suele sucederme, así como la escritura nace intempestivamente, la corrección fue de una lentitud embalsamante. En mi poesía la presencia de la naturaleza es una constante, un elemento permanente en mi discurso poético, pero no lo transcendental; en este poemario sí lo es y para responder en concreto a tu pregunta diría que El nadador unánime es para mí el intento de atrapar la felicidad de aquel mundo perdido. Aunque si lo pienso bien, esa persecución está en toda mi poesía porque, al fin y al cabo, como diría Molina —y lo sigo citando—, la poesía es “el demonio de la insatisfacción permanente”.

 

20.— Santiago Espel, en su Notas sobre la poesía se formula las preguntas que ahora te transfiero: ¿Dónde refleja el poema su época? ¿En el tratamiento del lenguaje o en los temas que aborda?

H. T.— En ese sentido puedo pensar que el poema refleja su época en ambos planos, y podemos encontrar muchas muestras de ello; pero creo que más allá de los sucesos que, parafraseando a Marx, son cíclicos, lo que definitivamente determina la época en el poema es el lenguaje. No obstante, pienso que la buena poesía es atemporal. Voy a ese tipo de ejemplos antipáticos, extremos e inútiles: ¿Podemos imaginar la irrupción del movimiento piquetero del siglo XX descripto en el lenguaje de Quevedo o de Góngora? Al menos nos haría gracia. Trataré de dar otro ejemplo, pero en la dirección que intento responder y para ello regreso a Enrique Molina, para mí quizá el mayor poeta que ha dado nuestro país. Creo y pienso y siento que la mejor poesía es lárica y es lírica. Lo lírico en Molina es claro, está dado por el uso de sus imágenes sorprendentes y la conmoción que de ellas se desprende. En cuanto a lo lárico, Molina no se detiene nunca en una geografía, su lugar es el mundo. ¿Y esto qué tiene que ver con la pregunta? Pues que en la poesía de Molina no hay temas que se vinculen con un tiempo en particular, con sucesos fidedignos, con aspectos de la realidad histórica. La época, el tiempo, para Molina es el de la poesía y lo que lo hace un contemporáneo es justamente su lenguaje.

  

  

  

  

  

Aprendí a leer de las revistas de historietas, cuando comencé la primaria lo hacía de corrido. Mis padres, por suerte, notaron, por un lado, que mi tempranísima verborragia respondía a alguna cosa extraña que me llevaba a degustar y repetir ciertas palabras como si fueran chocolates, y, por el otro, advirtieron mi avidez por encerrarme a leer.

  

  

  

Hugo Toscadaray ha seleccionado unos poemas de su autoría para acompañar esta entrevista.

  

  

SOBRE LOS OBJETOS HALLADOS EN LA COSTA

  

he aquí el zapato negro del negro pájaro de Kansas.

en él se pueden oír:

  

- el abrir y cerrar de los párpados del encantador

  de serpientes

- el dedo del jardinero batiendo la casa de los escarabajos

- la rodadura final en los durísimos labios de un viejo

y cansado trompetista

- el jadeo de una vendedora de cosméticos en la mente

de un hombre desesperado

- el roce de los dedos acariciando la copa en un pub

solitario de la calle 52

- el mortal jaque de un blues clavándose en la ojera

del amante

- el rugido de un cádillac de piernas afiladas demoliendo

la torre del bebop

  

hoy el zapato negro

es un animal delicado de cabellos de sal

flotando sobre la arena

con la arrogancia de una cama de bronce.

  

De La isla de la sirena de las escamas de fuego.

  

  

*

  

  

TRAMO CUARTO:

EL ÍNDICO MIRA CON SU OJO DE TRASATLÁNTICO

QUE SE DESLIZA POR UN SILENCIO DE ALGAS.

  

dice que debo lavar mis ojos en abu qutub

para poder tocar su cuerpo.

la sulamita dice estas y muchas otras cosas.

la sulamita es pequeña

pequeña ante el desierto

              pero es grande

grande la sombra que delatan sus axilas

y fresca y dulce

como duraznos bañados en negro vino grueso.

  

               y su vientre

su vientre es un oasis.

es abu qutub ella cuando hace alivio en mí

cuando hay su sombra en mí

cuando me moja.

  

De Naufragario.

  

  

*

  

  

ADÁN Y EVA ENTRE EL CASTIGO Y EL ÉXTASIS

  

Con la palabra y su filosa piedra construí un hueco donde durmieran.

Con estrellas innumerables les fabriqué un techo para  el amor.

Para que se soltaran puse al mar y su fragancia de sal y puse al viento.

Plantas y animales fueron para que ambos crecieran en los otros.

Y los dos así me pagan probando la esfera deleznable del deseo.

  

Así me han postergado por adorar a venus

después de prodigarme en ofrendarlos.

Sabiendo que jamás tocaré cuerpo de mujer ni hombre.

Sabiendo que jamás nadie ha de tocarme.

Burlándose de mí entre susurros.

Diciendo al señalarme:

padre dios el eunuco.

 

                                       De Amantes zodiacales.

  

  

  

  

  

Tres poemarios de Hugo Toscaraday:

10 Tangopoemas y 3 (Ediciones Cañón Oxidado, 1989)

Naufragario (Editorial Turkestán, 1997)

Fuego Negro (Editorial Turkestán, 2011)

  

  

  

LOS DÍAS MUERTOS

  

Escribo que te amo mientras bebo el secreto licor del desvarío.

Escribo bajo el peso suspendido de tu ausencia

—escorpión alado y mudo—

Escribo que te amo en la noche anegada y afirmo:

                 Tengo corazón que tiembla y suda

como un caballo rojo.

  

¡Oh corazón mío!

¡Caballo palpitante y mojado!

¡Matungo de nubada enrojecida!

  

Le haré una pampa, con éste, tu silencio

escribiendo que te amo,

                inclinado y solo,

                 semejante a un puño hundido en la noche anegada.

  

                                  De La balada del pájaro tinto.

  

  

*

   

   

POEMA PRIMERO

  

Durante la estación de los pájaros que estallan, cuando la creciente sacuda la paz del río y el cielo, todo, brame como un animal herido o madera del monte astillada por el peso del viento que allí se detiene un breve instante. Cuando las flores silvestres y las plantas del trópico entrelazadas rocen a los colibríes machos y a las ranas bombinas de vientre de fuego. Digo, cuando todo esto ocurra: Allí me veréis, desnudo e intacto como un cazador olímpico.

  

De Los pasajeros de Renca.

  

*

  

  

PAGODAS

  

Yukio Mishima ingresó en el pabellón dorado

buscando la huella del samurái perdido.

  

Yukio Mishima solía decir que añoraba el pasado porque amaba el futuro.

Él sabía —o al menos presentía— que esa huella

lo llevaría hasta la barba misma de las tradiciones más puras

que su gente dolorosamente había olvidado.

  

Yukio Mishima comprendía o se esforzaba por imaginar

que con esa búsqueda su pueblo recobraría la felicidad.

   

Yukio Mishima —ahora el poeta Yukio Mishima—

ingresó en el pabellón dorado buscando la huella del samurái perdido

y encontró la rebelión y mudó en harakiri.

  

                                                    De Elogios. (Inédito).

  

  

  

* ENTREVISTA realizada a Hugo Toscaraday por Rolando Revagliatti, a través del correo electrónico, en las ciudades de San Antonio de Areco y Buenos, respectivamente, distantes entre sí unos 115 kilómetros.

   

   

   

   

   

   

    

   

Rolando Revagliatti (Buenos Aires, Argentina, 1945), escritor, poeta y dramaturgo, comienza su quehacer literario colaborando asiduamente con poemas y relatos en diarios y revistas, en soporte digital y papel, y sus textos han sido publicados en numerosos países de América y Europa, donde se han traducido al francés, italiano, holandés, ruso, rumano, albanés, portugués, catalán, vasco, bengalí, asturiano, inglés, búlgaro, esperanto, maltés y alemán.

En la década de los 90, dirige y edita de las colecciones de cuadernillos Musas de Olivari (1994-1995), los pliegos literarios Olivari (1993-1995) y Huasi (1996-2002).

En dramaturgia cabe destacar su ensayo Las piezas de un teatro (RundiNuskin, Editor, 1991; luego reeditado por Nostromo Editores, 2004).

Como narrador, merecen especial mención sus compilaciones de cuentos, relatos, minificciones, tituladas Historietas del amor (1991) y Muestra en prosa (1994).

Revagliatti se inicia en el mundo de la lírica muy joven, publicando sus primeros poemas en el periódico “Alberdi” (1966-1974) y en diversas revistas culturales. Su obra poética, la más extensa de su creación literaria, la componen quince poemarios, con títulos como De mi mayor estigma (si mal no me equivoco) (1993), Trompifai (1997), Fundido encadenado (España, 1998; en Argentina, 1998), Picado contrapicado (1998), Ripio (1999),  Desecho e izquierdo (1999), Propaga (2001), Ardua (Argentina, 2001; Holanda, bilingüe: castellano-neerlandés, Stanza, 2006), Corona de calor (2004), Del franelero popular (en colaboración: “7 Poetas Argentinos”, 2005; y en “Lo Erótico y Otras Yerbas”, 2006), Obras completas en verso hasta acá (2007), Sopita (2008), Pictórica (2011), Tomavistas (2012) y Leo y escribo (2013). Ha sido incluido en antologías publicadas en Argentina, Brasil, Perú, México, Chile, Panamá, Estados Unidos, República Dominicana, Venezuela, España, Alemania, Austria, Italia y la India.

Ha colaborado con poemas en diversas obras antológicas, como Letras Contemporáneas (en portugués, 1998), Poesía en el Subte (1999), Poesía argentina año 2000 (tomo 1, 1999), Poesía hacia el Nuevo Milenio (tomo 2), MeloPoeFant Internacional (bilingüe castellano-alemán; Alemania, 2004), Pequeña Antología de la Poesía Argentina (selección de Jorge Santiago Perednik, 2004), Dramaturgia Latinoamericana: Argentina (en República Dominicana, 2008); Italiani d’Altrove (bilingüe castellano-italiano; Italia, 2010), El Verso Toma la Palabra (México, 2010), El cine y la Poesía Argentina (selección de Héctor Freire, 2011) y Poesía en Libertad (2013), Minificcionistas de ‘El Cuento’. Revista de Imaginación (Ficticia Editorial, México, 2014), entre otras.

Ha publicado tres obras antológicas que recogen una buena selección de su poesía: El Revagliastés (2006), Proponerte que Creas (Caracas, Venezuela, 2008) y Revagliatti. Antología Poética (2009). Es autor también de cuatro poemarios, inéditos en soporte papel, con los títulos Ojalá que te pise un tranvía llamado Deseo, Infamélica, Viene junto con y Habría de abrir, cada uno de los cuales cuenta con dos ediciones-e: en PDF y en FLIP (Libro Flash).

Sus libros han sido editados electrónicamente y se hallan disponibles, por ejemplo, en Revagliatti.

Desde 2013 realiza entrevistas a escritores argentinos a través del correo electrónico, que ven la luz en diversos sitios de internet, una primera selección de los cuales se halla editada, desde noviembre de 2019, con el título Documentales. Entrevistas a escritores argentinos, tomo I.

La obra de Rolando Revagliatti ha sido galardonada con diversos premios y su labor creativa ha sido distinguida en múltiples certámenes de poesía de su país y del extranjero.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 3. Página 13. Año XX. II Época. Número 109 EXTRA. Abril-Diciembre 2021. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2021 Rolando Revagliatti. © Las imágenes se usan exclusivamente como ilustraciones de la entrevista y han sido aportadas en su totalidad por el autor del texto. Cualquier derecho que pudiese concurrir sobre ellas corresponde a sus creadores. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2021 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

 

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