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LA 2.ª PARTE DE la novela comienza el 29 de
noviembre, viernes, y en ella se da cuenta
de que este mismo día se marcha Mischkin
para Moscú, para tomar posesión de una
cuantiosa herencia, ciudad en la que
permanecerá seis meses, regresando a San
Petersburgo sobre la primera semana de
junio, cuando las Yepánchinas no han hecho
más que trasladarse a su dacha de los
alrededores de la ciudad, en Pávlovsk. El
narrador nos aclara algunos sucesos de ese
ínterin temporal. Por ejemplo, que Adelaida
se ha comprometido durante la primavera con
el príncipe Tsch***, celebrándose
la boda, que debe posponerse por diversas
circunstancias, a mediados del verano; que
Varvara se ha casado con Ptitsin, llevándose
a vivir con ella a su madre y a su hermano
Gavrila; que Nastasia Filíppovna se ha
escapado hasta tres veces del lado de
Rogochin, la tercera «casi al pie mismo del
altar», y, por último, que hacia Semana
Santa, por mediación de Kolia, recibe Aglaya
una corta, extraña y «absurda» misiva del
príncipe Mischkin, en donde, entre otras
cosas, le confiesa: «Usted me es muy
necesaria, muy necesaria. No tengo nada que
escribirle a usted respecto a mi persona, no
tengo nada que contarle. Tampoco es eso lo
que yo quería; lo que yo deseo enormemente
es que usted sea feliz. ¿Lo es usted? He ahí
todo lo que yo quería decirle. Su hermano,
P.[ríncipe] L.[iov] Mischkin». Ella se
ruboriza al leerla y la guarda sin
premeditación alguna en el interior de un
grueso volumen del Quijote.
En el II capítulo nos encontramos ya a
primeros de junio. Todo este capítulo II, el
III, el IV y el V, están dedicados a narrar
un solo día de primeros de junio, el día en
que el príncipe Mischkin llega a San
Petersburgo procedente de Moscú. En primer
lugar, se traslada a visitar a Lebédev, en
cuya casa permanece hasta las doce del
mediodía. Desde esa hora hasta pasadas las
siete de la tarde, la narración se centra en
la densa, extraña y delirante relación del
príncipe con Parfén Rogochin, al que primero
visita en su casa, donde mantienen una larga
y profunda conversación, pero al que después
deja, no sin que Rogochin lo persiga
sigilosamente durante horas (sus
centelleantes ojos llega a verlos Mischkin
por tres veces ese día, sintiendo
estremecido cómo lo observan, la primera vez
entre la multitud, cuando llega a la
estación), hasta
que, finalmente, en la escalera de la fonda
donde se aloja Mischkin, intenta apuñalarlo
Rogochin, si bien este se queda de pronto
como paralizado ante el ataque de epilepsia
que le sobreviene de súbito al príncipe.
Rogochin huye y Mischkin es socorrido por
Kolia Ivolguin.
Pero reconstruyamos los hechos decisivos de
ese día de primeros de junio en la capital
imperial. El principal tema de conversación
entre el príncipe y Rogochin en casa de
este, gira, naturalmente, en torno a
Nastasia, cuyo amor hacia Mischkin, con el
que ha convivido durante un mes
aproximadamente entre esas vecindades y
huidas del lado de su inicuo amante, provoca
que Rogochin sienta unos celos devastadores
y enfermizos, preñados de instintos
criminales. Mischkin,
no obstante, le dice: «Ya te expliqué una
vez que yo no la amo con amor,
sino con piedad». Rogochin le
cuenta cómo Nastasia lo ha abandonado en
distintas ocasiones y cómo le ha referido la
historia, que él desconocía, como tantas
otras, por completo, de la penitencia y
humillación del emperador Enrique IV Staufen
ante el papa Gregorio VII en el castillo de
Canossa, en enero de 107735. Del
mismo modo que Enrique juró vengarse de
Hildebrando, supone, al concluir Nastasia de
contar el episodio histórico, que bien
podría Parfén estar pensando en vengarse de
ella cuando se casen. Con absoluta
sinceridad le confirma Rogochin al príncipe
ese destino intuido por Nastasia tan
certeramente. En un momento del diálogo, Rogochin le responde al príncipe: «Lo más
cierto de todo es que tu piedad parece
todavía más fuerte que mi amor». También le
confiesa al príncipe que Nastasia huyó de
él, de Mischkin, por lo mucho que le ama,
porque no quiere mancillarlo, ella, que se
considera una vulgar prostituta. Todo esto,
como hemos dicho, lo está carcomiendo por
dentro, lo está envenenando de un modo
pervertido y maléfico.
Un poco más tarde, en el capítulo IV, el
príncipe repara en una copia que hay en la
sombría casa de Rogochin, encima del dintel
de una puerta, de la célebre tabla de Hans
Holbein ‘el Joven’, representando el
impresionante cuerpo de Cristo muerto
tendido, del Museo de Basilea (1521), copia
que le lleva a exclamar: «¡Ese cuadro puede
hacerle perder la fe a más de una persona!»36.
No es frecuente en las novelas de
Dostoyevski, sino más bien todo lo
contrario, que el autor reflexione, por boca
de sus personajes, acerca de excelsas obras
de arte del pasado. Tampoco él mismo, en su
peregrinaje por Europa, dispone de mucho
tiempo para visitar detenidamente los
principales monumentos de las maravillosas
ciudades en las que reside, como Florencia,
Dresde, París, Londres, Turín, Milán,
Ginebra, Basilea u otras, ni tampoco sus
museos, ocupado permanentemente como está,
por sus constantes necesidades de dinero, en
escribir febrilmente, encerrado en hoteles o
en habitaciones alquiladas, donde llena con
su letra menuda centenares y centenares,
millares de hojas. Una labor ciertamente
titánica, casi únicamente comparable en la
literatura europea a la de Honoré de Balzac,
que, es verdad, escribió un volumen de
páginas bastante mayor, pero que no alcanza
la profundidad filosófica y religiosa y la
cosmovisión metafísica que encontramos en
las enrarecidas, densas, morbosas,
atormentadas y sobrecogedoras novelas
dostoyevskianas. Y esto lo decimos sin
restar un ápice a la grandeza inmensa de
Balzac, otro titán de la literatura
universal, cuya Eugenia Grandet será
siempre, aunque transcurran miles y miles de
años, una obra inmortal que no podrá
apagarse nunca del corazón de las almas
sensibles. |
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Este alto en el camino que hace el novelista
ruso respecto de la muy oblonga tabla del
pintor del Renacimiento alemán, es, sin
duda, una de esas pocas excepciones,
confirmada aún más por el hecho insólito
que, bastante más avanzada la novela, en el
capítulo V de la 3.ª parte, vuelva sobre
ella, aunque no a través de Mischkin, que
había hecho ese agudísimo pero también
desconcertante comentario de la desvencijada
reproducción en casa de Rogochin, sino por
mediación de uno de los personajes más
espinosos espiritualmente de la novela, el
joven tísico Ippolit [Hipólito] Teréntiev,
de unos 17 o 18 años, amigo de Kolia e hijo
de Marfa Borísovna, viuda de unos 40 años
que ha sido amante del general Ivolguin. En
una suerte de Declaración, titulada por él
mismo Mi explicación indispensable, a
la que nos habremos de referir en su lugar
correspondiente de la 3.ª parte, Ippolit,
que también conoce el cuadro, se refiere a
él en unos términos que constituyen, sin
duda, uno de los acercamientos más profundos
que pueden hacerse respecto de la esencia
última de una suprema obra artística, una
aproximación que, además de incidir en los
aspectos plásticos y estéticos, incide
particularmente en los espirituales, en los
que trascienden ese trajín material de los
pigmentos, del dibujo, de la forma y del
color, y penetran en la terra incognita
de la Verdad, de la verdad del Arte, no de
la pintura, por muy excelsa y excelente que
esta sea, sino del Arte, que se encuentra
del otro lado de la pintura, porque ya no es
ámbito meramente humano, sino trascendente.
El comentario de Ippolit es solo comparable
a ese tipo de comentarios que son capaces de
revelarnos secretos y arcanos muy
escondidos, que son capaces de desvelarnos
la esencia íntima más profunda de la
auténtica obra artística, que, como puede
comprenderse, no es ya de carácter estético,
sino espiritual. Entre esos comentarios
podríamos recordar aquí el que hace Ramón
Gaya del Niño de Vallecas velazqueño37,
donde la «luz igualatoria» de sus cuadros se
«quedará prendada […] de la divina bobería
de su rostro, de su divino rostro […]
convirtiéndose […] en una luz más alta, más
elevada», y haciendo realidad «una faz,
diríase, naciente, como una luna naciente,
dolorosamente luminosa, y también dichosa,
plena como una hostia alzada y redentora»,
llegando a ser «el altar mayor de su obra»,
donde se ha producido «el sacrificio de la
realidad, y también el sacrificio del arte»
y donde la belleza no es ya estética sino
ética; o el de Walter Pater, de
noviembre de 1869, sobre la Gioconda,
enmarcada por «un círculo de rocas
fantásticas, con una luz débil y como
submarina», cuya cabeza «es la cabeza en que
todos los extremos del mundo se encuentran
[…] una belleza elaborada desde el interior
de la carne, el depósito, celdilla por
celdilla, de extrañas ideas y fantásticos
ensueños y exquisitas pasiones […] más vieja
que las piedras entre las que posa…»38;
o el de Joris-Karl Huysmans sobre el
Políptico del Altar de Isenheim, hoy en el
Museo de Colmar, pintado por Matías
Grünewald hacia 1511-151639.
A este grado de penetración tan
absolutamente infrecuente es al que llega
Ippolit Teréntiev. Sobre el óleo de Holbein,
cuyas dimensiones del original son 30,5 x
200 centímetros, y que, sin duda, como anotó
su esposa, debió impactar sobremanera a
Dostoyevski en Basilea (de hecho es más
sobrecogedor que el insuperable y
atrevidísimo escorzo del Cristo muerto
de Andrea Mantegna del Brera de Milán), dice
ese joven nihilista que en él no queda
rastro de la belleza del semblante de
Cristo, sino que «era enteramente el cadáver
de un hombre que ha padecido torturas
infinitas antes de ser crucificado […] la
cara está tratada sin piedad; allí solo hay
naturaleza, y, en verdad, así debe ser el
cadáver de un hombre, fuese quien fuese,
después de tales suplicios […]; los que
creían en Él […] ¿cómo pudieron creer, a
vista de tal cadáver, que aquel despojo iba
a resucitar? Entonces se adquiere la
comprensión de que, si tan terrible es la
muerte y tan poderosas las leyes de la
Naturaleza, ¿cómo dominarlas? […] La
Naturaleza se aparece, al mirar ese cuadro,
como una fiera enorme, inexorable y muda […]
que […] se tragó, sorda e insensible, a
aquel Ser grande e inapreciable, un Ser que
Él solo valía por toda la Naturaleza y todas
sus leyes, por toda la Tierra, la cual es
posible que únicamente fuera creada para la
sola aparición de ese Ser […] Aquellas
figuras que rodean al moribundo, y de las
que ni una sola aparece en el cuadro,
debieron de sentir una pena y un desaliento
atroces aquella noche al ver defraudadas de
una vez todas sus ilusiones y casi toda su
fe». Palabras tremendas estas de Ippolit,
que ya ve próximo su final, pues está minado
por la tuberculosis, que escuchará extasiado
nuestro príncipe Mischkin, y que le
recordarían, sin duda, lo que había dicho a
bote pronto nada más ver la reproducción del
cuadro a la luz de una lámpara entre las
sombras, como una aparición o una
fantasmagoría escalofriante, muchísimo más
qué las de Gustave Moreau con el tema de
Salomé y la cabeza del Bautista, tan
magistralmente descritas por Huysmans en
Á rebours, máximo ejemplo de la novela
decadente publicada en 188440.
Las referidas palabras de Ippolit Teréntiev
sobre el cuadro de Holbein no podían pasarle
desapercibidas a Merejkovsky, quien ve en
ellas un punto esencial de contacto entre
Dostoyevski y Nietzsche acerca de la
verdadera clave de bóveda de la fe
cristiana, que no es otra que la creencia en
la Resurrección41. ¿Cómo podían,
efectivamente, creer los discípulos de Jesús
y las mujeres que lo habían acompañado
durante tres años, que ese cuerpo macerado,
magullado y deformado por los golpes y por
tan espantosos sufrimientos, ese auténtico
cadáver tumefacto, podía resucitar?
Tiene razón Merejkovsky al calificar la
creencia en la Resurrección de Cristo como
la creencia esencial, sin la cual,
como diría San Pedro, toda la fe en Jesús se
desmoronaría. Ese espectáculo lastimoso, esa
muerte de criminal y de delincuente común,
es la que para Nietzsche constituye el
aspecto más débil del Evangelio, su
«fatalidad»: «—La fatalidad del evangelio se
decidió con la muerte, —quedó colgada de la
“cruz”… Solo la muerte, esa muerte
ignominiosa y no aguardada, solo la cruz, la
cual estaba en general reservada únicamente
a la canaille [gentuza], —solo esa
horrorosísima paradoja enfrentó a los
discípulos con el auténtico enigma: “¿quién
fue?, ¿qué fue?” […] —Y a partir
de ese instante surgió un problema absurdo,
“¡cómo pudo Dios permitir eso!”»42
Más adelante habré de referirme de nuevo a
la extraña sintonía espiritual entre el
escritor ruso y el pensador alemán, pero
aquí lo decisivo es destacar que mientras
Dostoyevski asume, con todas sus
consecuencias, la doble naturaleza,
divina y humana, de Cristo, y, cuando
decimos «humana», estamos diciendo «humana»
sin ningún tipo de edulcoración, esto es, en
la que el sufrimiento físico es insoportable
durante la Pasión, pero que, a pesar de
ello, cree firmemente en que Jesús
resucitó con su cuerpo y con su espíritu
a la vida eterna, Nietzsche no puede aceptar
algo que va en contra de las leyes de la
Naturaleza, tan apuntaladas desde los días
del Renacimiento con el desarrollo de la
física. Aunque, como asimismo sostiene
Merejkovsky, en realidad aquel problema no
era un problema absurdo para
Nietzsche, sino un problema de dimensiones
infinitas al que se resiste a mirar cara a
cara, porque enfrentarse con ese problema
puede hasta «aniquilar al espíritu humano»43.
Dostoyevski acepta plenamente lo que para
muchos es una contradicción insalvable:
la necesidad mística del milagro de la
Resurrección vence a su imposibilidad
natural. Por eso, a pesar de los
nobilísimos y loables esfuerzos llevados a
cabo con un rigor intelectual inencontrable
en nuestros tiempos, por parte de Benedicto
XVI para conciliar fe y razón, como se
esforzó también en llevar a cabo ese titán
inconmensurable del pensamiento teológico
que fue Santo Tomás de Aquino, quizás
tuviese razón León Chestov cuando entendía y
sentía que esa deseable conciliación es
prácticamente imposible. Este es uno de los
principales puntos de encuentro,
precisamente, entre Chestov y su
admiradísimo Søren Kierkegaard44.
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El principal tema de
conversación entre el príncipe y Rogochin en
casa de este, gira, naturalmente, en torno a
Nastasia, cuyo amor hacia Mischkin (...) provoca que Rogochin sienta unos celos devastadores y enfermizos, preñados de instintos criminales. Mischkin,
no obstante, le dice: «Ya te expliqué una
vez que yo no la amo con amor,
sino con piedad». (...)
En un momento del diálogo, Rogochin le responde al príncipe: «Lo más
cierto de todo es que tu piedad parece
todavía más fuerte que mi amor». |
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Después,
volviendo de nuevo a ese
prolongado encuentro de varias
horas entre Mischkin y Rogochin,
continúan una serie de
reflexiones de carácter
religioso por parte del
príncipe, como cuando refiere lo
que le ha dicho hace un rato una
joven mujer: «Tan grande como la
alegría de una madre que
contempla la primera sonrisa de
su hijito es la de Dios cuando
ve que un pecador se arrodilla y
reza»45. Mischkin
considera que esas palabras
encierran un sentimiento
religioso muy profundo, incluso
la esencia misma del
cristianismo; es decir, que el
hombre sin Dios dejaría de ser
hombre, renegaría de su
humanidad más genuina, pues esta
está hecha a semejanza de
Aquel. Mischkin le confiesa a
Rogochin que la esencia de la
religión no puede aprehenderse a
través de la razón, así como
tampoco le afecta a esa esencia
la maldad del hombre o su
ateísmo; por eso, esa esencia es
soslayada por los ateos.
Ya en el
siguiente capítulo, en el V,
Mischkin deja la casa de
Rogochin sobre las tres y media
de la
tarde. Durante varias horas,
hasta después de las siete de la
tarde, el príncipe va
sumergiéndose paulatinamente en
un estado de trastorno, de
delirio, deambulando casi como
un sonámbulo por las calles de
San Petersburgo, sin rumbo fijo.
En
realidad, está preparándose el
advenimiento de un ataque
epiléptico46, que el
novelista describe primero
incidiendo en ese segundo
inmediatamente anterior al
ataque, ese supremo instante
por el que, piensa para sí
Mischkin, «daría yo toda la
vida»47. Se trata de
un «segundo definitivo»,
«insufrible», aunque, al mismo
tiempo, «era realmente
belleza y visión divina»,
«la suprema síntesis de la
vida», un momento en el que
«se me hace comprensible esa
frase extraordinaria de que
ya no habrá más tiempo».
Repárese en la plausible
apreciación escatológica, esto
es, en la probable alusión al
final de los tiempos. Mischkin
dase cuenta que empezaba a tener
fe apasionada en el alma rusa48.
También piensa, en su delirio,
que la piedad instruirá a
Rogochin. «La piedad es lo
esencial y acaso la única ley de
la vida de todo el género
humano». Pensamiento interior,
desde luego, decisivo, quizás el
más decisivo y determinante de
toda la obra, el que
verdaderamente sintetiza lo más
profundo que guarda en su
sagrario íntimo el príncipe
Mischkin. Sin la piedad no puede
entenderse nada de este espíritu
que no parece ser de este mundo49.
Finalmente,
cuando Rogochin, que como
siempre acecha y se esconde con
inquietante sigilo, va a
apuñalarlo en el rellano del
primer piso de la fonda en que
se aloja Mischkin, este sufre el
ataque.
La
descripción que hace Dostoyevski
de este ataque epiléptico es
estremecedora, de una exactitud
más que científica, y, al mismo
tiempo, impregnada de un halo
irracional, religioso, místico.
En ese medio segundo
inmediatamente anterior, «una
extraordinaria claridad
interior iluminó su alma»,
y, después, un grito
ensordecedor, inhumano,
imposible de comprender, como si
hubiese sido lanzado por otro
hombre «metido dentro» del
hombre que grita, esto es,
dentro del propio Mischkin50.
Ante ese grito, Rogochin queda
paralizado, detiene su mano con
el puñal, y, unos segundos
después, está ya en la calle,
dejando el cuerpo de Mischkin,
que ha rodado por las escaleras,
rodeado de un charco de sangre.
La escena, la descripción del
ataque, es pavorosa, imborrable,
morbosa, enfermiza, pero trazada
con precisión de experto
cirujano.
Me parece oportuno aprovechar
este momento para hacer tres
breves referencias acerca del
significado de los ataques
epilépticos del príncipe
Mischkin. Una es de Luigi
Pareyson, otra de Sigmund Freud
y la tercera de Merejkovsky. El
conocido teórico de la estética
italiano opina que en esos
instantes inmediatamente
anteriores al ataque epiléptico,
Mischkin vive la experiencia de
una «eterna armonía» (que nada
tiene que ver con ese mismo
concepto en boca del epiléptico
Kirillov51 de
Demonios), en la que
«coexisten una felicidad
perfecta y una alegría más
intensa que el amor y que el
perdón. Por otra parte se da un
conocimiento total y revelador
de la verdad acompañada por un
acto de consentimiento y de
aceptación de la belleza y
bondad de cada cosa»52.La
segunda referencia, la del padre
del psicoanálisis, según las
consideraciones de carácter
general que lleva a cabo en su
conocido ensayo sobre
Dostoyevski, indica que la
epilepsia del novelista (que,
con muchas reservas, se puede
hacer extensible a la padecida
por Mischkin, no en el sentido
de que el príncipe padeciese la
misma y supuesta enfermedad de
Dostoyevski, sino en el sentido
de que este dotaría a su
personaje de una enfermedad
en su acepción de
hipersensibilidad y
predisposición para el
sufrimiento) sería una
epilepsia «afectiva» más que una
epilepsia «orgánica», es decir,
más propia de un neurótico que
de un enfermo del cerebro53,
lo que no es óbice, y esta es
una observación clínica que nos
interesa en el caso de Mischkin,
que esos ataques puedan aquejar
no solo a personas con defectos
cerebrales, sino «a personas que
manifiestan un pleno desarrollo
psíquico y una extraordinaria
afectividad, insuficientemente
dominada en la mayoría de los
casos»54.
Lo que de ningún modo podríamos
aplicar a Mischkin son las
controvertidas conclusiones del
gran médico vienés acerca de las
causas profundas de la epilepsia
de Dostoyevski, enfermedad, no
obstante, que Freud reconoce
honestamente que no se puede
determinar con exactitud en
cuanto a su grado y su alcance
en el escritor ruso, pues
carecemos de datos suficientes
sobre su intensidad, su precisa
descripción, su frecuencia, etc.55.
Pero se inclina a pensar, con
los datos biográficos
disponibles y con las
conclusiones que pueden
extraerse del carácter
psicológico de sus atormentados
personajes, que la epilepsia de
Dostoyevski, que era una persona
con un «fortísimo instinto de
destrucción»56, tiene
que ver, en primer lugar, con
sus tempranos miedos, siendo
todavía un niño, a la muerte,
esto es, al convencimiento de
que iba a caer en un estado
letárgico que le conduciría
inexorablemente a la muerte57;
en segundo lugar, con los
instintos criminales de desear
matar a su padre, siendo así la
epilepsia una manifestación
compensatoria y un modo de
expiar el sentimiento de culpa
de su conciencia58;
y, en tercer término, con sus
larvadas inclinaciones
homosexuales, o, al menos, con
su bisexualidad, que Freud
deduce, por un lado, de la
lectura de parte de su
correspondencia y de la estrecha
amistad que mantiene con
determinados hombres, como, por
otro, una vez más de la
psicología de algunos de sus
personajes. Muchos de estos
personajes, además, recuerda
Freud, eran asesinos, pecadores
y hombres malvados y amorales,
algo que ni mucho menos puede
considerarse casual, sino como
una manifestación de los propios
instintos reprimidos del
escritor59, muy
tenuemente sádico hacia afuera y
muy sádico consigo mismo, esto
es, un masoquista. El mayor
trauma de su vida, según Freud,
quizá fuese el asesinato real de
su padre por unos malhechores,
cuando el escritor contaba con
diecisiete años. Precisamente,
como él mismo albergada
tendencias parricidas, la muerte
del padre generó en él un
sentimiento de culpa muy
profundo. Si pudiera
demostrarse, observa Freud, que
Dostoyevski no sufrió de ningún
ataque epiléptico durante sus
cuatro años de trabajos forzados
en Siberia, ello confirmaría que
aquella culpabilidad se vería
redimida por la pena impuesta
por las autoridades, mientras
que, una vez recobrada la
libertad, el sentimiento de
culpa retornaría, y, con ello,
la enfermedad60. En
lo que se refiere a la
bisexualidad, la argumentación
de Freud es bastante débil, pues
solo aduce un hipotético
enamoramiento del padre, una
relación amor-odio, pero sin
aportar pruebas concluyentes y
satisfactorias61.
También lleva a cabo una audaz y
polémica asociación entre la
afición al juego, a la ruleta, y
la masturbación, en el sentido
de que el juego —y aquí
subraya el papel de las manos
basándose en una hermosísima
narración corta de Stefan Zweig,
Veinticuatro horas en la vida
de una mujer— sublimaría la
fuerte inclinación onanista62.
La última referencia al
significado de los ataques
epilépticos del príncipe
Mischkin, es, a mi juicio, la
más interesante, con diferencia,
de las tres. Es la
interpretación de Dmitri
Merejkovsky, que, naturalmente,
se inspira en una atentísima
lectura de las propias palabras
del príncipe explicando o
tratando de traducir en palabras
su transporte y arrobamiento.
Para empezar, Merejkovsky lleva
a cabo una interpretación doble,
ambivalente, pero
complementaria, acerca de la
causa y de la consecuencia de la
enfermedad. De un lado,
esa lucidez, esa «luz» que
percibe el príncipe en el
segundo anterior al ataque, y
que sería una «consecuencia» de
la enfermedad. Es decir, el
conocimiento espiritual como
resultado de un defecto
de la constitución
físico-genética del individuo.
Pero, de otro lado, la «idiotez»
como consecuencia de la suprema
síntesis de la vida, de ese
instante en el que Mischkin
parece intuir y comprender el
misterio último del mundo y de
la existencia63. La
«idiotez» sería, pues, el precio
que habría de pagar por ese
instante único, donde todos los
extremos del mundo se juntan,
que, en su sentido espiritual,
es una referencia a Cristo. |
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Pero Merejkovsky va aún más
lejos cuando insinúa que ese
«instante» supremo, ese
«instante» de existencia
superior, podría significar o
referirse al fin de los tiempos
(por eso hemos hablado antes del
aspecto escatológico de la
experiencia intransferible de
Mischkin); mejor aún, un
equivalente del fin de la
Historia y de las edades del
mundo, según la mística del
propio cristianismo. Expresado
de otro modo: lo que Dostoyevski
está planteando aquí es nada
menos que la profunda
preocupación del Cristianismo
por la muerte64;
antes del Cristianismo no había
verdadera conciencia de la
muerte65, porque no
había tampoco conciencia de la
trascendencia del hombre
individual, una trascendencia
espiritual que está vinculada a
las Personas del Verbo. No se
está hablando aquí de una idea
de la muerte referida
exclusivamente al individuo
concreto y singularísimo, sino a
una noción de la muerte que
afecta de lleno al decurso mismo
de la humanidad entera, esto es,
que habrá un último día.
Antes de que llegue ese
último día, se habrá
realizado el Reino de Dios sobre
la tierra, el reino de Cristo,
que es precisamente lo contrario
al Estado como poder temporal y
a la Iglesia como institución,
sea católica u ortodoxa, pues
ese Reino de Cristo se basa solo
en la realización del Amor, y,
para ello, es la propia
sociedad, que no debe
confundirse con el Estado66,
la que se identifica con la
Iglesia, pero entendida ahora
como cuerpo místico de
Cristo.
No obstante, el inmenso teólogo
y estudioso de todo el universo
humanístico que fue Hans Urs von
Balthasar (1905-1988), el hombre
«plus cultivé de son temps», en
palabras de Henri de Lubac67,
interpreta con desusada
originalidad la enfermedad del
príncipe como una manera de
ocultar su cristianismo, entre
otras razones porque el
verdadero cristianismo siempre
resultará incomprensible para la
mayoría, adquiriendo a sus ojos
tintes entre patéticos y
ridículos, consecuencia,
precisamente, de su misma
esencia, tan ajena a todo lo
material y terreno. Dice así el
eminente teólogo suizo, en uno
de los quince tomos de su
monumental, y probablemente casi
insuperable, trilogía
Estética, Teodramática
y Teológica, lo
siguiente: «La enfermedad de
Mischkin tiene […] una función
de velación: de ocultar el
misterio cristiano ante los ojos
propios y ajenos. Es el misterio
de la gloria del amor absoluto
que penetra desde arriba». Lo
que sobre todo distingue al
príncipe es su sencillo amor, un
«amor simple y puro que no tiene
derecho de ciudadanía aquí
abajo, que no puede aclimatarse
ni instalarse en este mundo, que
Aglaya lo llama “platónico amor
del caballero medieval”, y que,
sin embargo, se distingue
claramente del eros
trascendental originario, puesto
que este es sabio y el amor
crucificado cristiano es necio
y, en su forma terrena,
ridículo»68.
El capítulo VI empieza tres días
después de ese ataque epiléptico
(por lo que continuamos a
principios de junio), con el
príncipe ya recuperado y alojado
en la dacha de Lebédev en
Pávlovsk, donde también están de
veraneo las Yepánchinas. Todo
ese primer día de Mischkin en la
dacha de Lebédev, ocupa
los capítulos VI, VII, VIII, IX
y X. Al día siguiente, en el
capítulo XI, Mischkin recibe la
visita de Adelaida Ivánovna y
del príncipe Tsch***.
El segundo día de estancia de
Mischkin en Pávlovsk ocupa
prácticamente todo este capítulo
XI, hacia cuyo final se inicia
el tercer día de estancia del
príncipe en la dacha de
Lebédev, que ocupa todo el
capítulo XII, con el que
finaliza la 2.ª parte de la
novela.
Aunque en todos esos capítulos
ocurren multitud de cosas y se
perfeccionan los rasgos
psicológicos de varios
personajes secundarios, nosotros
debemos circunscribirnos
especialmente al triángulo
amoroso de Mischkin-Nastasia-Aglaya,
a sus caracteres espirituales y
psicológicos, y también a los
actos, pensamientos y
manifestaciones de otros
personajes que nos ayuden a
dibujar con cierta nitidez el
alma del príncipe. En este punto
resulta necesario hacer una
precisión relacionada con la
concepción o la idea que
Dostoyevski tenía de la
psicología, a la que no puede
considerarse en su caso
exactamente de «psicología
explicativa», pues lo que en
última instancia mueve a sus
grandes creaciones literarias, a
sus personajes más
característicos, está de una u
otra manera relacionado con el
problema de la libertad, un
problema que, para Dostoyevski,
constituye un enorme misterio,
uno de los misterios supremos de
la existencia; de ahí que no
pueda abordarse, pues, de lo
contrario, el misterio se
diluiría y dejaría de ser tal,
con un método prosaicamente
racional, sino irracional,
esto es, un método que permita
acceder a las realidades
esenciales, que son las
realidades espirituales69.
Las tres hermanas, junto con su
madre, una vez se enteran de que
el príncipe se encuentra en
Pávlovsk restableciéndose de la
enfermedad que ha vuelto
a sobrevenirle, deciden hacerle
una visita, pues sienten una
sincera estima por él, que, en
el caso de Aglaya es puro amor,
aunque su orgullo y su pudor lo
mantienen escondido; de igual
modo que saben de la pretérita
convivencia juntos del príncipe
con Nastasia, que, naturalmente,
reprueban, aunque por discreción
y respeto no le digan nada. No
obstante, Lizaveta Prokófievna
sí se atreve a preguntarle si
está solo, es decir, si no ha
llegado a casarse, dudas que
quedan inmediatamente despejadas
con la pronta respuesta del
príncipe, que se sonríe ante la
ingenuidad de la pregunta. No,
no está casado. |
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Cuando Rogochin, que como siempre acecha y se esconde con inquietante sigilo, va a apuñalarlo en el rellano del primer piso de la fonda en que se aloja Mischkin, este sufre el ataque. [...] Ante ese grito, Rogochin queda paralizado, detiene su mano con el puñal, y, unos segundos después, está ya en la calle, dejando el cuerpo de Mischkin, que ha rodado por las escaleras, rodeado de un charco de sangre. La escena, la descripción del ataque, es pavorosa, imborrable, morbosa, enfermiza, pero trazada con precisión de experto cirujano. |
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De otra
parte, desde hace
aproximadamente un mes antes de
la llegada del príncipe a la
localidad veraniega residencial,
las tres hermanas han adquirido
la costumbre de referirse en sus
conversaciones privadas a un
misterioso pobre caballero,
que, como es lógico, es el
príncipe, uso
que empieza a extenderse entre
otros personajes de nuestra
historia, como la cada vez más
atractiva —en lo que se refiere
a la nobleza de sus
sentimientos— hija adolescente
de Lebédev y su recién fallecida
esposa Yelena, la hermosa
muchacha de trece años Viera
Lukiánovna (Viera Lebédeva),
que, además, siente una honda
devoción y admiración por
Mischkin; o el propio Kolia; o
el novio de Adelaida, el
príncipe Tsch***, así
como un amigo de éste, Yevguenii
Pávlovich Radomskii. La que no
sabe nada del significado de ese
apodo es Lizaveta Prokófievna, y
eso la enoja, por lo que un día,
harta de tanto secreto, haciendo
gala de su franco carácter,
pregunta sin tapujos qué
significa, a lo que de
pronto Aglaya se ruboriza. Ésta
estaba ya también empezando a
irritarse de las bromas a cuenta
de la ingenuidad del
príncipe, que le hacen ya muy
poca gracia. Pero, por disimular
su sentimiento hacia Mischkin,
si lo ve necesario, también se
ríe de su modo de ser. Aglaya,
según
se ha dicho, es muy orgullosa y
tiene mucho amor propio, lo que
a veces, dada la firmeza de sus
decisiones, o lo resolutivo de
su conducta, que puede, sin
embargo, variar radicalmente en
pocos minutos, puede dar la
impresión de inmadurez, de
inconstancia o de una manera de
ser caprichosa. Nada más lejos
de la realidad. Es plenamente
madura y sabe muy bien lo que
quiere. Y ese saber incluye
querer saber con certeza qué
quieren los demás de ella o qué
sienten hacia ella, es decir,
qué quiere exactamente el
príncipe y qué siente. Pero esto
habrá de resolverse más
adelante.
Durante
esa visita al príncipe en la
dacha de Lebédev, como
saliera de nuevo a relucir lo
del pobre caballero, y se
repitiera la pregunta de la
generala, y se liase el asunto
en nexo fortuito a los temas de
los cuadros que pintaba
Adelaida, actividad a la que era
aficionada, y como quiera que
cada vez más crecientemente le
pareciese todo eso del
pobre
caballero
una «sandez» a Lizaveta
Prokófievna, puesto que nadie se
lo aclaraba en medio de tantas
chanzas y complicidades ajenas a
ella, de pronto, de improviso,
como correspondía a su carácter
más profundo, Aglaya le replica
a su madre que «no hay tal
sandez, sino tan solo la mayor
estimación», respuesta que aún
enojó más a la generala, que,
interrogando a su hija qué
quería decir eso de la «mayor
estimación», encontró esta
respuesta de Aglaya, expresada
con la mayor gravedad: «Pues
porque la hay […], porque en
esos versos [unos de Pushkin] se
describe primero a un hombre
capaz de sentir un ideal, y
luego cómo, habiendo sentido una
vez ese ideal, cree en él, y, ya
animado de esa fe, le consagra
toda su vida […] Yo, al
principio, no comprendía, y me
reía; pero ahora amo al pobre
caballero, y, lo principal,
estimo sus proezas». El
príncipe, en la terraza de la
dacha de Lebédev, que era
donde estaba sucediendo el
diálogo, asistía atónito. Es la
primera
vez que Aglaya, bien es cierto
que, de modo enigmático, ha
expresado su amor. El único que
la ha entendido es el
destinatario de ese amor. Aglaya
estaba refiriéndose a los versos
de la famosa Balada del pobre
caballero de Alejandro
Pushkin, que, inmediatamente
después, una vez que Radomskii
se ha sumado a la reunión,
recitará la joven delante de
todos en una intervención
ciertamente memorable.
Dostoyevski nos describe
magníficamente el milagroso
momento; cómo se va operando,
frente a los que puedan creer
que se trata de una afectación
de Aglaya, una profunda
compenetración de ella con los
versos que declama. ¡Es que está
declamando una declaración de
amor a su amado, que está
delante mismo de ella! Los
románticos versos de Pushkin
hacen alusión a un «misérrimo
hidalgo», imbuido de un alto
ideal, que ama a una mujer
desinteresadamente, un explícito
homenaje de Pushkin y de
Dostoyevski a Don Quijote70.
Aglaya, como acabamos de decir,
se está dirigiendo al príncipe
Mischkin, y tiene la increíble
habilidad de alterar las
iniciales que hay insertas en el
poema de Pushkin por las
iniciales de Nastasia Filíppovna
(N. F. B.)71.
Mischkin es el único de los
circunstantes que se da cuenta
de ello inmediatamente. Aquel
pobre caballero al que todos
se referían hasta entonces,
pertenece a la misma familia
espiritual que el hidalgo
de la balada de Pushkin que tan
maravillosamente recita Aglaya.
Aquel pobre caballero, ya
lo hemos dicho, es Mischkin, un
personaje que Dostoyevski está
modelando con un paralelismo
espiritual con Don Quijote, los
dos más grandes personajes de la
literatura universal que
encarnan un «ideal»,
naturalmente, decíamos al
principio, cristiano,
evangélico. Por eso le hablaba
Aglaya a su madre instantes
antes del «ideal». Entre Aglaya
y el príncipe, en todo este
pasaje lleno de amor, pero
también de amargura (repárese en
la sutil alteración de las
iniciales), hay unos
intercambios de miradas y una
sintonía extraordinaria. Ambos
se ponen encarnados en más de
una ocasión durante el
transcurso de esta intensa
escena de amor puro y platónico. |
|
Aunque el tema del nihilismo
ruso se roza muy de soslayo en
esta novela, ya que será en
Demonios y en Los
hermanos Karamazov donde
Dostoyevski aborde con
profundidad jamás alcanzada toda
la problemática intelectual,
política y religiosa que esa
corriente fundamental de la
intelligentsia rusa
presentaba en su tiempo,
anunciando de manera profética
los horrores del bolchevismo,
sin embargo, coincidiendo con la
estancia del príncipe en la
dacha de Lebédev, se van
agregando una serie de
personajes, al calor de un
turbio y equívoco asunto en el
que se pretende conseguir una
importante cantidad de dinero
del príncipe72, en
los que pueden advertirse
embrionarios rasgos nihilistas,
pero que, ni mucho menos,
ofrecen la nitidez ni la
profundidad, ni tampoco la
maldad, de los quinqueviros de
Demonios dirigidos por
Piotr Stepánovich Verjovenski.
De todos
ellos, el más interesante, a
notable distancia del resto, es
el ya referido Ippolit Teréntiev,
que en esta cuestión solo tiene
rasgos intelectuales
tangenciales con el nihilismo,
aunque de inusual profundidad si
tenemos en cuenta su jovencísima
edad.
La
vehemente Lizaveta Prokófievna,
que advierte espantada el
ateísmo de que se jactan,
irritada ante las risas irónicas
y burlonas que de modo constante
manifiestan, ante su descarada
altivez, acaba explotando, y,
cual atacada de incontrolado
histerismo, lanza una extensa
andanada contra ellos, en la
que,
además de decirle a Kolia, que
está influido sobre todo por su
amigo Ippolit, que, en vez de
discutir, con lo joven que es,
sobre el problema femenino,
lo que debe hacer es portarse
«humanamente» con su sufrida
madre, exclama: «¡Locos!
¡Vanidosos! No creen en Dios, no
creen en Cristo. Pero hasta tal
punto estáis corroídos de
vanidad y orgullo, que acabaréis
comiéndoos los unos a los otros,
desde ahora os lo digo»
(capítulo IX). No solo los
quinqueviros de Demonios
terminarán devorándose a sí
mismos, sino que solo hay que
reparar en la terrible lucha por
el poder que se desata en la
Unión Soviética después de la
muerte de Lenin en enero de
1924, de qué modo todos los
principales revolucionarios de
la primera hora son
neutralizados y apartados, y,
después, cuando las
circunstancias sean propicias,
en el decenio de 1930,
detenidos, encerrados y
eliminados físicamente por orden
de José Stalin. Todo lo que
ocurre en Rusia posteriormente a
su muerte en 1881, está
profetizado de modo sobrecogedor
y espeluznante por Dostoyevski,
pero no porque fuese profeta, al
modo de los profetas del Antiguo
Testamento, sino porque conoce
como nadie la idiosincrasia del
pueblo ruso y lo que se esconde
detrás del nihilismo ruso.
Ippolit Teréntiev, que sabe que
su fin está próximo, pues la
tuberculosis lo carcome,
pretende llamar la atención
sobre su persona, e incluso
quiere aparentar lo que a veces
en el fondo no es. Por ejemplo,
cuando, poco después de esa
acalorada intervención de la
generala, le comenta que «aunque
no tengo nada de sentimental»,
celebra que aquel turbio asunto
de marras en relación con la
fortuna del príncipe, se haya
resuelto satisfactoriamente. Sí
que es un sentimental. Y por eso
mismo es, como mucho, un
aspirante a nihilista. Los
verdaderos nihilistas, como
Verjovenski, o como Nikolái
Vsevolódovich Stavroguin, no
pueden permitirse tener
sentimientos. Tienen que ser
implacables, sin compasión
alguna. A mi juicio, Ippolit,
sobre todo por sus actos, pero
también por sus palabras, es un
muchacho con corazón, al que le
obsesiona la muerte, y también
la idea del suicidio,
naturalmente sin punto de
comparación con esa convulsiva y
enfermiza obsesión por ese acto
del Kirillov de Demonios,
pues lo que el ingeniero
Aléksieyi Nilich Kirillov
pretende con su «suicidio
lógico» es demostrar que Dios no
existe.
Me parece necesario subrayar lo
que se refiere al sentimiento,
porque el primer nihilista
literario, el extraordinario
Evgueni [Eugenio] Vasílich
Basárov de la novela Padres e
hijos de Iván Turguéniev73,
aunque pretenda dar una imagen
en sentido contrario, de hombre
frío, desapasionado, analítico,
cerebral, científico,
observador de las leyes de la
naturaleza, quiere, aunque se
resista a mostrarlo
explícitamente, muchísimo a sus
padres, sobre todo a su madre, a
pesar del desapego e
independencia con que se conduce
ante ella; asimismo, al margen
de su curiosidad científica,
coopera todo lo que sea
necesario en la salvación de
vidas humanas, como dicta su
código ético de médico, y esa
actitud es la que acabará
contagiándole el tifus de un
desgraciado mujik
(campesino pobre), a
consecuencia de lo cual morirá;
pero, ante todo, es capaz de
amar, de enamorarse apasionada y
desinteresadamente de una mujer,
de la hermosa y seductora Anna
Serguiéievna Odintsova, que,
finalmente, no le corresponde en
su amor, pero que acudirá a su
lecho de muerte, acompañada de
un afamado doctor para hacer un
último intento por curarle, de
todo punto inútil, y que
mantendrá con el moribundo una
inolvidable y conmovedora
conversación, digna de ese otro
genio del arte de narrar que es
Turguéniev. |
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Es la
primera vez que Aglaya …], de modo
enigmático, ha expresado su amor. El único
que la ha entendido es el destinatario de
ese amor. Aglaya estaba refiriéndose a los
versos de la famosa Balada del pobre
caballero de Alejandro Pushkin, que […]
recitará la joven delante de todos en una
intervención ciertamente memorable. […] Se
trata de una afectación de Aglaya, una
profunda compenetración de ella con los
versos que declama. ¡Es que está declamando
una declaración de amor a su amado, que está
delante mismo de ella!
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Conviene, no obstante, aclarar que Ippolit expresa
opiniones inequívocamente nihilistas, lo que no
significa que lo sea por completo o que, como acabo de
indicar, no tenga sentimientos. De nuevo, dirigiéndose a
Lizaveta Prokófievna, afirma: «… Pues a lo que más le
temen ustedes es a nuestra sinceridad, y eso que nos
desprecian». La generala,
viendo que la tos acude con inusitada y arrolladora
fuerza a su garganta, y observando su estado como de
delirio extático, se emociona toda entera, rogándole que
se calme, que descanse, que no se fatigue; pero él no
puede ya detenerse: «¡Sí, la Naturaleza es una guasona!
Porque, si no —continuó con súbita vehemencia—,
¿por qué crea a los seres superiores para luego reírse
de ellos? Al único ser que en la Tierra se ha reconocido
perfecto diole por misión la Naturaleza decir palabras
que han hecho correr torrentes de sangre, en los que
habría podido ahogarse la Humanidad entera si toda esa
sangre se hubiese vertido de una vez […] Yo quería vivir
para la dicha de todos los hombres; para la búsqueda,
para la difusión de la verdad […] ¿Saben que si no
estuviese tísico me mataría?...» (capítulo X). Solo
quisiera aquí que el lector reparase sucintamente en
varios detalles: Ippolit es honesto intelectualmente
hablando, cree firmemente en la sinceridad; más que como
«guasona», parece ver a la Naturaleza como una
madrastra; la alusión a los «seres superiores»
inmediatamente nos evoca a Rodion Románovich Raskólnikov;
a Cristo, como equivocadamente piensa Ippolit, no le ha
dado ningún mandato ni le ha conferido ninguna misión
«la Naturaleza», sino su Padre que está en los cielos;
es muy cierto que las palabras de Cristo han provocado
océanos de sangre; la dicha de los hombres que desea
Ippolit no tiene nada que ver con el pérfido y
destructivo anhelo del Gran Inquisidor (en los
Karamazov) para con aquellos, pues la dicha y
felicidad de la que le habla a Jesús en los calabozos de
la Inquisición en Sevilla conduce a la más absoluta
negación de la libertad y de la dignidad del hombre;
Ippolit cree honradamente que se puede encontrar una
«verdad» terrenal, que sería la única verdad,
como, también honradamente, pero muy equivocadamente,
creyó Federico Nietzsche.
En esta 2.ª parte, para finalizar ya con ella, existen
también nítidas alusiones evangélicas, como cuando
Ippolit se permite sugerir que Lizaveta Prokófievna tome
con su marido y con sus hijas una taza de té en casa del
príncipe (no olvidemos que la dacha de Lebédev,
al alojarse allí una persona del rango social de
Mischkin, es como si fuese la casa de este, pues para el
funcionario es todo un honor contar con ese invitado), a
lo que la generala responde, dirigiéndose al príncipe,
que «yo no soy digna de tomar té en tu casa»74
(capítulo IX). También asistimos al progresivo
encariñamiento del príncipe con los niños, por ejemplo,
con la hijita todavía de pecho de Lebédev, Líubochka,
hermanita de Viera Lebédeva. O cómo Keller, un oficial
retirado de origen alemán, que mantuvo una fugitiva
relación con Nastasia Filíppovna en el pasado, solo con
el propósito de darle celos a Rogochin, le confiesa al
príncipe que «había perdido todo vestigio de moral
(únicamente por no creer en el Altísimo)», y, un poco
más adelante, en el mismo capítulo, le reconoce al
propio príncipe dos cosas muy significativas: «… Mire
usted, príncipe: tiene usted una sencillez de alma, una
inocencia como ni en la Edad de Oro las hubo, y de
pronto, al mismo tiempo, penetra usted a través del
hombre como una flecha, con la más profunda observación
psicológica» (capítulo XI). Estas últimas palabras de
Keller corroboran la certera observación de Jacques
Madaule acerca de esa capacidad de penetración
psicológica, «a pesar suyo», de Mischkin: «Ningún
secreto es tan vergonzoso ni está tan escondido que no
lo descubra al instante, o mejor dicho que no se le
descubra como a pesar suyo y sin que él lo busque»75.
Keller, un grandullón al que se le llama «el boxeador»,
unido al círculo de Ippolit Teréntiev, y que ha
publicado un artículo en una revista, a cuenta de aquel
turbio asunto del dinero que la estrambótica banda
quiere sonsacarle al príncipe, artículo cuyo objetivo no
era otro que desacreditar a Mischkin delante de la
sociedad petersburguesa, este Keller, que aparenta ser
un vulgar matón, no resulta después tal, y, lo que es
aún más elocuente, ha percibido con total clarividencia,
no solo la inocencia y pureza del príncipe, que salta a
la vista, sino su inteligencia y agudas dotes
psicológicas de observación. En efecto, Mischkin suele
observarlo todo en silencio, como si estuviese ido o
como ajeno a los acontecimientos que ocurren a su
alrededor, pero de todo lo importante dase cuenta, de
todo lo relevante—por sutil que sea, por escondido que
esté— que tenga que ver con la vida y con la evolución
espiritual de las personas que le rodean. Nadie le es
indiferente.
En el capítulo XII, que comienza a las siete de la tarde
del tercer día de estancia del príncipe en la dacha
de Lebédev en Pávlovsk,
estando Mischkin en la terraza de la vivienda, se
presenta de improviso Lizaveta Prokófievna (su dacha
y la de Lebédev distaban unos trescientos metros tan
solo), para saber exactamente qué decía aquella breve
misiva que el príncipe le había hecho llegar a Aglaya y
que ésta había guardado en un volumen del Quijote,
una carta de cuya existencia acaba de enterarse la
generala. El príncipe, ante los requerimientos de
la madre, se la recita de memoria, ya que la recuerda
muy bien, y, como él mismo afirma, no tiene
inconveniente en hacerlo ni tiene que ocultar nada, por
lo que no va a ponerse colorado al referirla, aunque lo
cierto es que se pone doblemente colorado, pero como
aquella dudase, no tanto del contenido de la carta, que
le ha parecido un galimatías incomprensible, sino de las
palabras del príncipe de que la escribió como si fuera
un hermano de la joven, Mischkin, a la pregunta de
Lizaveta de si le ha mentido, le responde seco y
tajante: «Yo no miento». Ante la insistencia de la
generala, aunque elude hábilmente la pregunta de si se
encuentra en Pávlovsk por Nastasia Filíppovna, sí le
corrobora que no se ha presentado allí con la pretensión
de casarse con la amante de Rogochin. La generala,
finalmente, después de pedirle que le dé un beso, pues
confía plenamente en él y lo estima muchísimo, le
recuerda, no obstante, que Aglaya no lo quiere y que
ella, como madre, ha tomado sus medidas para que su hija
no sea nunca suya.
* * * *
* *
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Los primeros párrafos del primer capítulo de la tercera
parte sirven al novelista para hacer unas
consideraciones generales acerca del excesivo número de
funcionarios inútiles en Rusia, sobre la carencia común
de originalidad entre las personas (que suele faltar
entre las personas con sentido práctico) y sobre el
desprecio que, en general, se tiene en Rusia por los
genios y los inventores. También dice el narrador: «Pero
cierta estupidez espiritual parece ser la condición
indispensable, o poco menos, si no de todo hombre
práctico, por lo menos de todo serio acumulador de
dinero».
Aquel tercer día de estancia del príncipe en Pávlovsk
continúa en la tercera parte, y se extiende durante los
capítulos I, II y III. Casi al final de este capítulo
III, siendo ya más de las doce de la noche, se inicia el
cuarto día en Pávlovsk, que continuará durante el
capítulo IV, prolongándose toda esa noche. Ese cuarto
día de la estancia del príncipe Mischkin en Pávlovsk es
el día de su cumpleaños, y está cargado de manera
intensísima de acontecimientos. Se prolonga hasta el
final del capítulo X, cuando, de madrugada, se entra en
el quinto día, que apenas tiene duración en la novela.
Durante el aludido cuarto día es cuando Ippolit
Teréntiev lee su elocuente Explicación. En ese
mismo día, tan preñado de sucesos, entre las siete y las
ocho de la mañana, tiene lugar, en un banco verde de un
parque junto a la dacha de Lebédev, la
extraordinaria conversación entre Mischkin y Aglaya, en
la que esta, a pesar de su orgullo, deja traslucir
claramente el inmenso amor que siente por él.
Una vez que el narrador, que siempre habla en tercera
persona, ha hecho la mencionada introducción a la 3.ª
parte de la novela, en la que, además de referirse a
algunos aspectos muy generales en relación a la escasa
eficacia de la Administración imperial y sobre
determinadas actitudes de los rusos en lo que atañe a la
innovación y la mejora de la industria y de la economía,
y donde también aprovecha para aclarar ciertas
impresiones, oscilantes estados de ánimo y moderadas
esperanzas sobre el curso de los acontecimientos por
parte de Lizaveta Prokófievna, naturalmente en lo que se
refiere al destino más o menos próximo de sus
queridísimas hijas, se relata una conversación que tiene
lugar en la dacha de Lebédev (recordemos, como
acabamos de indicar, que ya estaba muy avanzada la noche
de ese tercer día en Pávlovsk), en la que, por supuesto,
está presente el príncipe, pero que tiene la
particularidad de girar en torno a un tema de carácter
político, en concreto el significado del liberalismo en
Rusia.
La intervención más destacada y detallada es la de
Radomskii, que, en síntesis, viene a concluir que una de
las principales tragedias del liberalismo en Rusia es la
de no haber sido capaz de entroncar y mantener lo mejor
de la tradición, y, por eso, constituye ese liberalismo
un ataque frontal a la «sustantividad» de Rusia. En
ninguna parte —Radomskii debe estar pensando sobre todo
en Inglaterra— puede darse el caso de que un liberal
odie a su patria; sin embargo, eso es lo que ocurre en
Rusia. Nótese que Dostoyevski está introduciendo, aunque
no le interesa hacerlo con excesiva profundidad en esta
novela, pues su centro de gravedad es otro, el arduo
problema de la occidentalización de Rusia, de la
europeización de Rusia, iniciada por Iván IV el
Terrible en la segunda mitad del siglo XVI —al mismo
tiempo que somete de manera implacable a los campesinos
pobres y sienta las bases sólidas de la autocracia
imperial—, continuada de manera despótica y cruel por
Pedro el Grande a finales del XVII y principios
del XVIII, e impulsada de modo asimismo autocrático y
absoluto, pero sin tan extrema brutalidad, por Catalina
la Grande en la segunda mitad del siglo XVIII.
Esos liberales rusos a los que se está refiriendo
Radomskii como intelectuales europeizantes, forman la
flor y nata de la intelligentsia, y entre ellos
hay ya por entonces, hacia 1870, que es el año de
nacimiento de Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), numerosos
nihilistas.
A Dostoyevski, lo que le preocupa, lo que rechaza
abiertamente, es que, en aras de esa occidentalización,
se traicione el «alma de Rusia», se disuelvan sus
tradiciones más profundas, las arraigadas creencias
religiosas del pueblo ruso. Esto es lo que teme
Dostoyevski, que precisamente habla con Alexander Herzen
en Londres, en julio de 1862, de ese pueblo ruso, un
pueblo que, según juicio erróneo de Edward Hallett Carr,
no conocía bien Dostoyevski76. Si algo
conocía bien el incomparable novelista, mejor aún que
pudiera conocerlo el propio Tolstói, era al pueblo ruso,
es decir, la más íntima esencia de ese pueblo, que no
puede desligarse de su religiosidad profunda. Aunque
debe admitirse que ese conocimiento se sustenta,
primordialmente, en la experiencia espiritual del
escritor, en la observación del «pueblo» ruso a través
del espejo donde se reflejan las turbulencias de su
propia alma en llamas, en permanente estado de agitación
subterránea, como un volcán que puede entrar en erupción
en cualquier momento.
El príncipe, ante la «pasión y vehemencia» de las
palabras de Radomskii, interviene para decirle que en
parte tiene razón, que puede ser que el liberalismo
tienda «hasta cierto punto, a odiar a la misma Rusia»,
pero que sería injusto aplicar ese criterio a todos los
liberales. En este mismo momento, el narrador hace una
penetrante observación sobre el carácter del príncipe,
una de sus principales cualidades, «que consistía en la
extraordinaria ingenuidad de la atención con que siempre
escuchaba cuanto despertaba su interés y de las
contestaciones que daba cuando, en esos casos, le hacían
directamente preguntas. En su cara, y hasta en la
actitud de su cuerpo, parecían traslucirse esa
ingenuidad, esa buena fe que no sospechaban ni burlas ni
humorismos».
La conversación va discurriendo por diversos vericuetos,
siendo uno de ellos el ensañamiento con que se conducen
determinados criminales comunes, a lo que el príncipe,
después de que uno de los presentes informe del elevado
número de asesinatos que es capaz de cometer este tipo
de individuos, responde haciendo una agudísima
observación de psicología criminal, en la que lo
importante, para él, no es tanto el número de víctimas,
que por supuesto que lo es, sino la ausencia absoluta de
arrepentimiento: «Pero yo hube de observar entonces [en
su recorrido por algunos penales] que el criminal más
nato y empedernido no deja de saber que es un
criminal; es decir, que su conciencia le dice que no
ha obrado bien, aunque no sienta el menor remordimiento»77. |
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…Estando Mischkin en la terraza de la
vivienda, se presenta de improviso Lizaveta
Prokófievna […] para saber exactamente qué
decía aquella breve misiva que el príncipe
le había hecho llegar a Aglaya y que esta
había guardado en un volumen del Quijote,
una carta de cuya existencia acaba de
enterarse la generala.
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Aglaya no deja de observarlo en
todo momento, aunque intentando
que nadie se dé cuenta de ello;
el único que lo percibe es el
príncipe. De vez en cuando,
también ella se ruboriza. Cuando
él, dirigiéndose a Lizaveta
Prokófievna, trata de
tranquilizarlos a todos,
indicándoles que no teman por
que pueda darle un nuevo ataque,
pues se retirará en seguida, en
medio de este párrafo acierta a
expresar: «Hay ideas elevadas,
de las que yo no debo ponerme a
hablar, porque infaliblemente
les hago reír a todos…»;
entonces, Aglaya, temiendo que,
efectivamente, puedan reírse de
él, se encara con él: «Pero ¿por
qué se expresa usted aquí de ese
modo? ¿Por qué les dice usted
eso a ellos? ¡A ellos! ¡A
ellos!» Y, echando fuego por los
ojos, como correspondía a su
carácter en determinados
instantes decisivos e intensos,
a la inmaculada sinceridad de
sus sentimientos, al sacrosanto
amor y respeto que profesa a esa
criatura tan increíblemente
auténtica, pura, inocente y
buena que es Mischkin, dijo,
dirigiéndose a todos los
presentes, que se quedaron
estupefactos, sobre todo su
madre,
pues sabía de lo resolutiva que
era y de lo que era capaz su
hija: «Aquí no hay ni una sola
persona digna de esas palabras
[las que acaba de pronunciar el
príncipe sobre las ideas
elevadas]. ¡Aquí no hay nadie,
nadie, que valga su dedo meñique
ni tenga su inteligencia ni su
corazón! ¡Usted es más honrado
que todos, más noble que todos,
mejor que todos, más inteligente
que todos! Aquí hay quien es
indigno de agacharse y recoger
del suelo el pañuelo que
deja usted caer78…
¿Por qué se humilla usted así y
se rebaja ante ellos? ¿Por qué
ha de despreciar usted todo lo
suyo, por qué no ha de tener
usted orgullo?» (capítulo II).
Frente al orgullo, que Aglaya lo
posee en alto grado, aunque con
humanísima y serena dignidad, el
príncipe, su naturaleza más
profunda, no puede manifestar
sino humildad, porque la
humildad y la piedad son la
argamasa impoluta y virginal,
sin adulteración alguna, que ha
servido para modelar
indeleblemente su espíritu. A
Aglaya le cuesta entenderlo,
quizás rechace tanta humildad en
su fuero interno, pero siente
una admiración sin límite por un
hombre así, y este modo de ser,
a pesar de que muchas veces
pueda molestarla, en parte
porque pueda ser, como de hecho
es, objeto de burlas y de
chanzas, en el fondo la absorbe
por completo, la embriaga de un
dulce y puro amor.
Pero Aglaya continúa escondiendo
sus sentimientos, a pesar de
aquella volcánica explosión. No
solo los esconde, sino que
vuelve a mostrar desdén e
indiferencia por el príncipe,
insegura como está de lo que
Mischkin siente verdaderamente
por ella. En ese mismo capítulo
hay un cruce de miradas entre
ambos, encontrándose de pronto
los ojos de ella centelleantes,
echando chispas, ante lo que
acaba de ver, y lo que ha visto
con sus propios ojos es cómo el
príncipe ha vuelto la cabeza
para contemplar a Nastasia
Filíppovna, que ha pasado por
delante de la dacha, con
el único fin de provocar, por
ese despecho que la está
destruyendo por dentro. Pero,
aunque Aglaya no lo sepa, aunque
se resistiera a admitirlo caso
de que el príncipe se lo
confesase, lo cierto es que
Mischkin continúa sintiendo por
esa María Magdalena literaria
—muchísimo más real que tantos
seres reales mediocres y
vulgares que somos la mayoría de
nosotros y que nos rodean todos
los días— una piedad infinita.
Después acontece un desagradable
episodio en la estación de
ferrocarril de la pequeña ciudad
veraniega, un incidente en el
que incluso se produce un
relampagueante conato de vivo
revuelo, en el que Nastasia
cruza el semblante de un
pretendido ofensor, un joven
oficial amigo de Radomskii, con
un bastoncito de junco, oficial
que, sin pensárselo dos veces,
se abalanza contra ella,
acudiendo el príncipe de
inmediato en su auxilio y
recibiendo, como era de esperar,
un fuerte revés en el pecho por
mano del joven militar. Todo
el incidente ha tenido su origen
en ciertas descaradas y
provocativas palabras de
Nastasia, que está en Pávlovsk
en un estado de excitación
creciente, pues a ella también
la devoran los celos pensando
que el príncipe está enamorado
de Aglaya. Lo paga con quien
sea, especialmente con el grupo
de amistades de Mischkin, ante
la consiguiente indignación
general.
Nastasia, hermosísima,
deslumbrante, paseando su
inefable belleza física, es un
alma insatisfecha, torturada,
que se desprecia a sí misma, y
que ama al príncipe aún más
todavía que antes, pero ella sí
que es consciente, a diferencia
de la virginal Aglaya, de que
ese amor no es posible, es más,
de que ella está destinada a
morir por mano de su «lujurioso»
y «sanguíneo»79
amante, Rogochin, una muerte que
la redimirá de todos sus
pecados, como los años de
trabajos forzados en Siberia, en
compañía de Sonia, otra
prostituta de corazón puro, otra
María Magdalena literaria, la
primera del escritor, redimirán
a Raskólnikov del terrible
crimen que ha cometido contra la
vieja usurera Aliona Ivánovna y
su hermana Lizaveta80.
Terrible porque ha matado por
una idea, porque ha matado para
demostrarse a sí mismo que es un
individuo superior, que su deber
moral es librar a la sociedad de
un parásito que chupa la sangre
de sus víctimas, y porque él
piensa que está por encima de
las leyes divinas y humanas. |
|
|
Después del incidente de la estación, ya oscurecido del
todo, y habiéndose quedado solo el príncipe en la
terraza de la dacha,
acercósele Aglaya,
manteniendo con él un breve diálogo, en el que, ante la
pregunta de ella de si él se defendería si fuese
atacado, si él, en definitiva, era un cobarde, Mischkin
responde: «Cobarde es quien no tiene miedo y huye; pero
quien tiene miedo y no huye, ese no es cobarde».
Al final del diálogo, en el que hablaron, entre otras
cosas, del duelo que le costó la vida a Pushkin, él es
consciente de que solo le importa la presencia de ella:
«Pero todo se le voló del pensamiento, salvo la idea de
que ella estaba allí, ante él y él la miraba, siéndole
casi en absoluto indiferente en tal instante que ella le
hablase de una cosa o de otra». Cuando se despidieron y
ella le ofreció la mano, probablemente fue entonces
cuando deslizó entre sus dedos un dobladito billete,
que, poco después, el príncipe pudo leer, y en el que lo
citaba en el banco verde del parque a las siete en punto
de la mañana, para hablarle de «un asunto sumamente
principal», por lo tanto, al amanecer del cuarto día de
estancia del príncipe en Pávlovsk.
Pero esa noche va a ser muy larga. Para empezar, el
príncipe, que había salido a dar un paseo poco después
de la medianoche, es decir, nada más comenzar el cuarto
día, encuentra de pronto la sigilosa figura de Rogochin,
que, como es su costumbre, surge de pronto de entre las
sombras, como una aparición inquietante y perturbadora.
Pero el príncipe —ya se lo ha dejado entrever antes a
Aglaya— no es precisamente un cobarde; su calma y
serenidad no se disipan. Es entonces cuando tiene ese
pensamiento respecto a Rogochin que ya hemos transcrito,
a saber, que «en el alma aquel hombre no podía cambiar».
El príncipe se franquea con él: «Y aunque sea yo
inocente como un ángel para contigo, tú, a pesar de
todo, no me podrás sufrir, porque pensarás que ella no
te quiere a ti, sino a mí». Así es, en efecto. Aunque
Mischkin intenta sinceramente persuadirlo de que ella,
Nastasia, en realidad a quien quiere es a él, a Rogochin,
pero que gusta de mortificarlo y de hacerle sufrir, pues
tal es su carácter, Rogochin no puede dejar de creer con
todas sus fuerzas que el corazón de Nastasia ha elegido
al príncipe. No se equivoca. Lo que no puede comprender
es que Mischkin no la ama en el sentido que normalmente
concedemos a ese sentimiento, sino que lo que siente es
solo piedad.
Cuando el príncipe regresa de nuevo a la dacha en
compañía de Rogochin, la animación de la nutrida
concurrencia crece por momentos. La madrugada avanza,
pero los presentes se enzarzan en debates en los que
manifiestan apasionadamente sus opiniones. Uno de los
más vehementes en expresarlas es el dueño de la
vivienda, Lebédev, sobre todo cuando afirma que «la ley
de la propia conservación y la ley de la propia
destrucción son las únicas fuerzas de la Humanidad. El
diablo, mediante una y otra, domina y dominará hasta un
límite de tiempo aún desconocido […] porque el espíritu
impuro [el demonio] es un grande y poderoso espíritu»
(capítulo IV). Por su parte, Radomskii emite una opinión
sobre el príncipe que más pareciera que estuviese
dirigida a Federico Nietzsche: «¿Verdaderamente,
príncipe, fue usted quien dijo una vez que el mundo se
salvaría por la belleza?»81. Mischkin
se limita a no responder.
Pero el acontecimiento decisivo de esa madrugada, antes
de que amanezca y el príncipe se encuentre con Aglaya en
el banco verde del parque, es la Declaración de
Ippolit Teréntiev. Tiene razón Edward Hallett Carr al
definir a Ippolit como un personaje excepcionalmente
maduro para su joven edad, un personaje en el que el
novelista ha pretendido reflexionar muy profundamente
sobre el dolor y el sufrimiento, pues sabe que se está
muriendo, un personaje que considera su «muerte injusta
y absurda» y que está, quizás por ello mismo, necesitado
de «autoafirmación». Pero yerra, a nuestro juicio, el
insigne historiador británico cuando opina que Ippolit
es un personaje que no «nos conmueve del todo»82,
opinión que se sustenta probablemente en creer que
Ippolit se conduce con cierta afectación, cuando lo
cierto es que, con independencia de que esté necesitado
de comprensión y de cariño, habla con absoluta
sinceridad y no creemos que su actitud moral e
intelectual sea una simple pose.
Esta Declaración, leída por él en voz alta en la
terraza de la dacha de Lebédev, en presencia del
príncipe, de Rogochin, de Radomskii, de Kolia, de Keller
y otros más, y que ocupa varias apretadas y densas
páginas, la titula su autor Mi explicación
indispensable. Après moi, le déluge [Después de mí,
el diluvio], y en ella hace profundas y originales
consideraciones sobre su concepción de la vida y de la
existencia, teniendo en cuenta que está convencido de
que va morir pronto por efecto de su tuberculosis,
planteándose abiertamente la posibilidad del suicidio.
Relata un extenso y extrañísimo sueño, que con toda
seguridad conocía el excepcional escritor praguense
Franz Kafka83, grandísimo admirador del
novelista ruso, un sueño que también nos evoca algunas
imágenes animales monstruosas de ciertos cuadros del
pintor simbolista suizo Arnold Böcklin, como por ejemplo
La plaga, de 1898 (Basilea, Kunstmuseum). Habla de
una convicción suprema, que parece consistir en
que, aunque al principio despreciaba la vida, después
quiere aferrarse a ella y «vivir fuere como fuere» […]
«porque yo, efectivamente, empecé a vivir al
saber que ya me era imposible empezar». Pone como
ejemplo a Cristóbal Colón y a su afán por descubrir el
Nuevo Mundo, diciendo que lo importante no es el
descubrimiento en sí, sino la búsqueda. Lo mismo ocurre
en la vida. La vida es búsqueda constante, sempiterna.
También afirma que es imposible «comunicar a nadie lo
más principal de vuestra idea», que siempre se muere el
hombre, cualquier hombre, sin haber podido transmitir
algo esencial de su pensamiento que se lleva a la tumba,
por mucho que lo haya intentado y por muchos volúmenes
que haya escrito. Establece, asimismo, una distinción
entre la caridad individual y la caridad
pública. La primera es una necesidad del individuo y
existirá siempre. La semilla de la caridad individual
puede ser muy pródiga en el transcurso del tiempo, no
conociéndose exactamente su alcance y la parte que pueda
tener en la resolución de los destinos de la Humanidad.
Más adelante lleva a cabo aquella hondísima reflexión,
ya resumida antes por nosotros, acerca de la copia del
Cristo muerto de Hans Holbein el Joven que
hay en casa de Parfén Rogochin. También cuenta un
extraño suceso que le ocurrió con este último, cuando se
deslizó como un fantasma dentro de su habitación
completamente en sombras, solo iluminada por una
lamparita que había delante de un icono, observándole
callado, sin pronunciar palabra, cual un espectro
inquietante o amenazante84. |
Por acabar con este interesante personaje,
Ippolit, ya en la 4.ª y última parte de la
novela, en el capítulo II, deja la dacha
de Lebédev y se traslada a la casa de
Ptitsin y de su esposa Varvara en la misma
Pávlovsk. La tensión con Gavrila, el hermano
de Varvara, se acrecienta, profesándole
Gavrila un encendido desprecio e incluso
odio. En buena medida, porque Ippolit, que
también odia a Gavrila, le dice claramente
lo que piensa de él: que es un ser fatuo,
vil, ruin y ordinario, un ser rutinario,
incapaz de originalidad alguna,
infinitamente envidioso y profundamente
frustrado y resentido.
Por fin, a las siete de la mañana del cuarto
día de estancia del príncipe en Pávlovsk
(3.ª parte, capítulo VIII), tiene lugar la
cita de Mischkin con Aglaya en el banco
verde del parque, desarrollándose entre
ambos un diálogo extraordinario y sublime,
para el que el novelista ha ido preparando
al lector de modo gradual, un diálogo en el
que ambos muestran gran entereza y
serenidad, aunque Aglaya, profundamente
enamorada, no se atreve a manifestarle
abiertamente su amor, pues cree que el
corazón del príncipe pertenece a Nastasia.
Pero Aglaya tiene oportunidad de decirle
muchas cosas. Una de ellas, de enorme
hondura moral, es que la justicia, por sí
sola, puede ser, y de hecho es, injusta85.
También le dice que la inteligencia
principal, que es la que importa, es en él
más grande y mejor que en todos los demás
que ella conoce, inteligencia que esos
mismos no pueden ni siquiera soñar porque
carecen también del alma principal y solo
poseen un alma secundaria. Aglaya está con
ello expresando la idea, que forma parte de
su íntimo convencimiento, de que en las
personas hay dos almas, pero solo una de
ellas importa, y precisamente es esa alma la
que posee el príncipe86.
Asimismo, le manifiesta su deseo de
sincerarse con una persona en el mundo, y
esa persona ha decidido que sea él. Una
persona con la que no puede tener secretos.
Le revela que anhela viajar por Europa,
conocer Roma, París, gabinetes científicos y
catedrales góticas, pero que, sobre todo,
desea fundar una escuela con él donde
instruir a los niños, pues ella sabe de la
predilección y dulzura del príncipe para con
los niños. Es evidente que Dostoyevski nos
está trazando el perfil psicológico y la
original personalidad de la más entusiasta y
ardiente defensora de la modernización de
Rusia de todas sus novelas, sensible tanto a
las bellezas del arte como a los avances de
la ciencia. Algunos críticos incluso han
llegado a sugerir que quien también estaba
silenciosamente enamorada del novelista, aún
más quizás que la propia Anna Vasilevna
Korvin-Krukovskaya, que sin duda lo estaba e
inspira, como hemos comentado antes, el
personaje de Aglaya, era su hermana de menor
edad, Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya,
privilegiado intelecto matemático87.
En este diálogo incomparable, el príncipe le
refiere a Aglaya su atormentada relación con
Nastasia, con la que ha vivido un mes
entero, haciendo alguna que otra referencia
al pasaje evangélico de la mujer adúltera88,
sobre la que nadie tiene derecho a arrojar
ninguna piedra: «Esa desdichada mujer está
profundamente convencida de ser la criatura
más perdida, más vil de este mundo. ¡Oh, no
la maltrate usted, no le arroje piedras!
¡Demasiado se atormenta ella misma con la
consciencia de su inmerecido oprobio!».
En su sinceridad, que le ha demandado sin
reservas la propia joven, le manifiesta a
Aglaya que esa relación con Nastasia le ha
producido un dolor tan grande que no podrá
curarse nunca de él. Antes amaba a Nastasia;
ahora ya no la ama; solo siente una infinita
piedad por ella. Nastasia, continúa
explicándole, se vilipendia a sí misma sin
motivo alguno, se tortura a sí misma de una
manera espantosa, como si fuese el ser más
despreciable del mundo. Hay en ello, en
opinión de Mischkin, algo profundamente
antinatural. Todo deriva del amor
inmarcesible que Nastasia siente por él,
pero no quiere hacerlo desgraciado, y,
creyendo que Mischkin ama a Aglaya,
consiente sin resentimiento alguno en
sacrificar su amor y propiciar la unión del
príncipe con la más joven de las Yepánchinas.
Para ello, Nastasia Filíppovna ha llegado
incluso, en su desvarío amoroso, a
escribirle y hacerle llegar a Aglaya
Ivánovna tres cartas, tres misivas
incalificables y conmovedoras hasta el
límite humanamente soportable, que Aglaya
entrega al príncipe, y que este leerá, en un
estado en el que el sueño y la realidad
llegarán a confundirse, poco después, cuando
ya se encuentre solo, al final de este casi
eterno cuarto día (que sin solución de
continuidad se ha enlazado con el anterior,
habiéndose mantenido el príncipe
prácticamente todo ese tiempo, lo que
resulta casi físicamente incomprensible,
despierto, sobre todo si reparamos en la
tensión acumulada entre tantos
acontecimientos extremos —solo le venció el
sueño en el banco verde un par de horas
antes de la llegada de Aglaya—), en el
último capítulo de la 3.ª parte. Aglaya le
descubre a Mischkin que Nastasia está
prendada de ella, que ve en ella solo pureza
e inocencia, mientras que ella, Nastasia, se
ve a sí misma en esas cartas como una
persona impura que no puede compararse, ni
lo pretende, con la joven Aglaya Ivánovna.
Se establece entonces una nueva vuelta de
tuerca que convierte el diálogo entre ambos
jóvenes enamorados en algo sumamente
complejo y sutil, pues Aglaya quiere que el
príncipe entienda que Nastasia, en realidad,
está loca de amor por él, y eso significa
intrínsecamente que, del mismo modo que
Nastasia está dispuesta a sacrificarse toda
entera, también Aglaya lo está, para que el
príncipe y Nastasia vivan eternamente
juntos.
Dostoyevski está dibujando, como nunca lo
había hecho antes ni volverá a hacerlo
después, dos almas femeninas de una nobleza
absolutamente inconmensurable, de una
grandeza que deja al lector completamente
trastornado, espiritualmente absorbido por
la fuerza infinita de la que es capaz el
amor humano. Ambas mujeres son rivales, y lo
saben, pero están dispuestas a sacrificar lo
más sagrado que hay para ellas, su amor a
Mischkin, y se predisponen a hacerlo
precisamente porque lo aman con locura, lo
aman por encima de todo lo imaginable, lo
aman físicamente, pero, antes de nada, de un
modo sagrado, espiritual, pues, a través de
ese amor, que permite nada menos que sea la
otra, la competidora, la que disfrute del
amado, se están redimiendo como seres
humanos, esto es, Dostoyevski está
redimiendo a sus criaturas como nadie lo
había hecho nunca antes ni podrá volver a
hacerlo89.
Es verdad que después llegarán a enfrentarse
ambas, sobre todo por culpa del orgullo de
Aglaya, pero lo importante ahora es subrayar
la grandeza del corazón humano a través de
estas dos mujeres sencillamente sublimes.
¿Cómo pueden, Dios mío, las feministas
radicales detectar alienación en este
comportamiento de ambas mujeres? Solo se
comprende en quien no cree en la persona
como en un ser trascendente, creado para
encontrarse con Dios, con Cristo, al final
de los tiempos. Solo se comprende en quien
no puede comprender la esencial naturaleza
espiritual del hombre, infinitamente
superior a su naturaleza física. |
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…En la estación de ferrocarril de la pequeña
ciudad veraniega, [acontece un desagradable
episodio,] un incidente en el que incluso se
produce un relampagueante conato de vivo
revuelo, en el que Nastasia cruza el
semblante de un pretendido ofensor, un joven
oficial amigo de Radomskii, con un
bastoncito de junco, oficial que, sin
pensárselo dos veces, se abalanza contra
ella... |
|
|
Pero, ¿y el príncipe? El amor de Mischkin no parece ser
de este mundo; ni el que siente por Nastasia ni el que
siente por Aglaya. A ambas las ama. A Nastasia, ya hemos
dicho que, en vez de amarla, ahora siente piedad
por ella. Pero no olvidemos que esa piedad es también
una forma de amor, extraordinariamente intenso, en el
que no puede obviarse el elemento sagrado, puesto que la
criatura humana está hecha a semejanza de Dios. Pero, ¿y
por Aglaya? Pareciera como si el amor del príncipe fuese
como el amor de Cristo por aquellas mujeres que más
íntimamente le rodeaban, por ejemplo, María Magdalena,
o, en ciertos momentos, María de Betania, la hermana de
Lázaro. El amor del príncipe no es un amor posesivo,
egoísta, carnal, sino que es un amor que no parece
humano por lo mucho que tiene de divino, porque se funda
en la piedad, en la compasión, en la justicia, en la
clemencia, en el perdón absoluto, en la incapacidad de
reprochar nada a una pecadora. Aunque todo esto parece
estar más relacionado con Nastasia que con Aglaya. A
esta, debemos admitirlo, la ama, de manera diversa, pues
no podemos decir que haya en ese amor aquel sentimiento
de piedad (es como si el mismo amor cualitativo se
manifestase en Mischkin de maneras 5055 distintas), y,
sin embargo, ese amor es tan puro, es tan virginal, es
tan ideal, sin dejar de ser tampoco físico, que por eso
digo que no parece de este mundo. Todo esto resulta
imposible de traducir para el crítico, para el
estudioso, para el lector; solo es posible sentirlo.
Solo es posible sentirlo, porque Mischkin ama a
Aglaya, con todas las fuerzas de su alma y de su cuerpo,
pero, indisolublemente también, la ama en un sentido
espiritual, y esto ya nos resulta de todo punto ajeno al
discurso lógico, al discurso racional, que es al que
estamos acostumbrados y para el que se nos ha preparado,
mientras que hemos reprimido sistemáticamente el mundo
de los sentimientos más hondos, el mundo más recóndito
de nuestro corazón, el sanctasanctórum donde se
atesora nuestro amor por una criatura, por un ser de
carne y de hueso, por una mujer en este caso. Hay un
momento, solo un instante, en que Aglaya se da cuenta
perfectamente, intuye con una agudeza femenina
inexpresable, que el príncipe ha sentido amor por ella,
que Mischkin la ama; lo que ya no acierta a comprender
es de qué naturaleza está hecho ese amor. Finalmente,
despechada, da por concluida la conversación diciéndole,
delante ya de Lizaveta Prokófievna que ha llegado hasta
ellos sin que lo advirtiesen, que a quien ella ama y con
quien se casará es con Gavrila.
Aquellas tres cartas, en efecto, rebasan toda medida.
Mischkin, al leerlas la noche del cuarto día (capítulo
X), cree estar asistiendo a una pesadilla. Lo que
Nastasia le ha escrito a Aglaya en esas tres cartas no
es que sea perturbador, es que es absolutamente
purificador, conduciéndonos a una redención completa de
la mujer pecadora. La mujer pecadora es la más pura de
todas las mujeres. Nastasia se ve inferior a Aglaya, en
quien se encarna para ella la inocencia más auténtica:
«… hasta tal punto no tengo paridad ninguna con usted,
que nunca podría ofenderla, aunque quisiese […] pero
usted, para mí, es… ¡la perfección! […] lo creo como
cosa de fe. |
|
|
 |
|
Aglaya quiere que el príncipe entienda que
Nastasia, en realidad, está loca de amor por
él, y eso significa intrínsecamente que, del
mismo modo que Nastasia está dispuesta a
sacrificarse toda entera, también Aglaya lo
está, para que el príncipe y Nastasia vivan
eternamente juntos. |
|
|
Desde luego que a la perfección solo se la puede mirar
como a tal perfección, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo
estoy prendada de usted. Aunque el amor iguala a las
criaturas, no se asuste usted; yo a usted no la equiparo
conmigo ni aun en mi más recóndito pensamiento». Es
Aglaya, y no ella, quien debe estar para siempre con el
príncipe: «Él a usted sí la ama, desde la primera vez
que la vio. Se acuerda de usted como de la luz90
[…] Yo he vivido un mes entero con él, y he podido
comprender que usted también le ama; usted y él son para
mí uno solo […] ¿Es posible amar a todas las criaturas,
a todos los semejantes? […] Cierto que no, y hasta es
monstruoso. En el amor abstracto a la Humanidad te amas
casi siempre a ti solo91 […] Usted es la
única que puede amar sin egoísmo, usted es la única que
puede amar, no por sí misma, sino por aquel a quien ama
[…] Usted es inocente, y en su inocencia se cifra toda
su perfección». Por eso ella consiente (así se lo dice
en una de las cartas) en marcharse con quien será su
asesino, Rogochin. La intuición de Nastasia es más que
una intuición pasajera o superficial: ella sabe con
absoluta certeza que Rogochin acabará matándola92.
No puede sorprendernos que Mischkin haya quedado
trastornado al leer estas cartas. Este capítulo X
termina con un fugaz encuentro entre el príncipe y
Nastasia, ya pasadas las doce de la noche, es decir, en
la madrugada del quinto día. Nastasia lo ha estado
esperando varias horas, y ahora, vigilada por Rogochin,
que está cerca de ella y lo consiente, se echa a los
pies del príncipe, deseándole con todas sus fuerzas que
sea feliz junto a Aglaya. El príncipe se espanta al
saber por el propio Rogochin que este ha leído el
contenido de las cartas, es decir, que sabe que Nastasia
está convencida de que terminará siendo asesinada por
él. La risilla maligna de Parfén Rogochin al darse
cuenta del horror del príncipe, termina por enojar a
este en lo más hondo de su alma.
* * * *
* * |
|
35.
Este
memorable
acontecimiento,
que se
enmarca
dentro del
debate de
las
investiduras
(prohibición
expresa del
Papa de que
el Emperador
interviniese
en el
nombramiento
de los
obispos en
el
territorio
imperial),
como parte
del
formidable
conflicto
entre el
Papado y el
Sacro
Imperio
Romano
Germánico
por la
supremacía
en el
Occidente
cristiano,
culmina el
28 de enero
de 1077,
cuando,
después de
tres días
vestido de
penitente y
con los pies
desnudos, a
la puerta
del castillo
de Canossa,
en los
Apeninos, al
sur de
Parma,
Enrique
obtiene el
perdón del
enérgico
Hildebrando
(que ese era
su nombre
cuando era
monje
cluniacense
antes de
acceder a la
Silla de
Pedro),
después de
admitir su
arbitraje y
de no
impedir que
viajase a
Alemania.Véase,
Karl Hampe,
«La Alta
Edad Media
occidental»,
en La
Edad Media
hasta el
final de los
Staufen
(400-1250),
tomo III de
la
Historia
universal
dirigida por
Walter Goetz,
Madrid,
Espasa-Calpe,
1933, pág.
451.
36.
En El
drama del
humanismo
ateo,
págs.
264-265,
Henri de
Lubac se
detiene unos
momentos
sobre cómo
llamó la
atención de
Dostoyevski
este cuadro
de Holbein
cuando
visitó el
Museo de
Basilea en
el verano de
1867, en
compañía de
su nueva
esposa, Anna
Grigórievna,
la cual, en
un célebre
texto
biográfico
sobre su
marido que
se publicó
después de
su muerte
acaecida en
Yalta en
junio de
1918, nos
cuenta que
su
anonadamiento
ante este
cuadro fue
tal, y
estuvo tanto
tiempo
contemplándolo,
que, cuando
ella volvió
al cabo de
un rato,
presentaba
iniciales
«síntomas de
un ataque de
epilepsia».
Entre las
observaciones
de Anna
Grigórievna
a algunas
novelas de
su marido,
también se
recoge con
amplitud la
vivísima
impresión
causada por
el cuadro de
Holbeinen el
escritor.
Véase el
mencionado
tomo III de
las Obras
Completas,
págs.
1686-1687.
También el
pensador
marxista de
origen
húngaro
Georg Lukács
muestra una
sincera
sorpresa
ante las
palabras de
Mischkin,
proviniendo
como
provienen de
un hombre
«profundamente
religioso».
Georg Lukács,
Estética,
Barcelona,
Grijalbo,
1967, tomo
IV, págs.
400-401.
37.
Ramón Gaya,Velázquez,
pájaro
solitario,
Valencia,
Pre-textos,
2002, págs.
61-62.
38.
Walter
Pater,El
Renacimiento,
Barcelona,
Icaria,
1982, págs.
100-102.
39.
Joris-Karl
Huysmans,Grünewald.El
retablo de
Isenheim,
Madrid,
Casimiro,
2010.
Publicado
originalmente
en Trois
Primitifs,
París,
Messein,
1905.
40.
Joris-Karl
Huysmans,A
contrapelo,
Madrid,
Cátedra,
2007, págs.
176-182.
41.
Dostoievsky: profeta de la
revolución
rusa, pág. 154.
42.
Friedrich
Nietzsche,
El
Anticristo.
Maldición
sobre el
cristianismo,
Madrid,
Alianza,
1977, § 40,
pág. 70, y §
41, pág. 72.
43.
Dostoievsky: profeta de la
revolución
rusa,
pág. 158.
44.
León Chestov,
Kierkegaard
y la
filosofía
existencial
(Vox
clamantis in
deserto),
Buenos
Aires,
Sudamericana,
1965 (la
edición
original
francesa es
de 1936).
Esta edición
del
maravilloso
ensayo de
Chestov,
que, además,
está
traducido
por José
Ferrater
Mora,
incluye una
Introducción
titulada
«Kierkegaard
y
Dostoievski»,
que es el
texto de una
conferencia
dictada en
París por el
autor, donde
se hacen
apreciaciones
muy agudas
acerca del
hermanamiento
espiritual
entre el
pensador
danés y el
novelista
ruso. En
síntesis, lo
que viene a
decir
Chestov es
que uno de
los
principales
puntos de
aproximación
entre ambos
autores
estriba en
la creencia
kierkegaardiana
de que «Dios
significa
—son
palabras de
Kierkegaard—
que todo es
posible, y
que todo es
posible
significa
Dios. Y solo
aquel cuyo
ser haya
sido
trastornado
hasta el
punto de
convertirse
en espíritu
y concebir
que todo es
posible, se
habrá
aproximado a
Dios». Entre
Kierkegaard
y
Dostoyevski
la vecindad
profunda
tiene que
ver con las
ideas, los
métodos de
investigación
de la verdad
y el
alejamiento
del
contenido de
la filosofía
especulativa,
esto es,
básicamente
Hegel.
Aunque
Dostoyevski
no hubiese
leído a
Hegel
directamente,
cosa muy
probable,
conocía
perfectamente
sus ideas
esenciales a
través de
Bielinsky y
otros
intelectuales
con quienes
se relaciona
en el
decenio de
1840. Al
igual que
Kierkegaard,
Dostoyevski
se inspira
en la
Escritura y
«lucha
desesperadamente
contra la
verdad
especulativa
y la
dialéctica
humana, que
reducen la
“revelación”
al saber
[…]; donde
la filosofía
especulativa
descubre la
“verdad” […]
Dostoievski
no ve sino
una “suma
inepcia”. Se
niega a
tomar la
razón como
guía…». A la
verdad
especulativa,
oponen ambos
la verdad
revelada, de
tal modo,
concluye
Chestov, que
para ellos
«el pecado
no reside en
el ser; no
se halla en
lo que ha
salido de
las manos
del Creador.
El pecado,
el vicio, el
defecto
residen en
nuestro
“saber”».
Ver
especialmente
las págs.
26, 27, 29 y
31 de la
mencionada
Introducción.
45.
Henri de
Lubac llama
especialmente
la atención
sobre este
imponderable
y conmovedor
pasaje.
El drama del
humanismo
ateo,
pág. 315.
46.
El escritor
alemán
Hermann
Hesse, en un
breve texto
de 1919
titulado
«Reflexiones
sobre ‘El
idiota’»,
piensa que,
a través de
estos
ataques
epilépticos,
Mischkin
conoce por
su propia
experiencia
una especie
de sabiduría
mística. V[1]
Arnold
Hauser
califica
estos
instantes en
los que se
aúnan «el
sentimiento
de la mayor
felicidad y
de la más
perfecta
armonía como
[una]
vivencia de
la
intemporalidad»,
esto es,
como una
supresión
absoluta de
lo temporal.
Historia
social de la
literatura y
el arte,
tomo III,
pág. 186.
47.
Arnold
Hauser
califica
estos
instantes en
los que se
aúnan «el
sentimiento
de la mayor
felicidad y
de la más
perfecta
armonía como
[una]
vivencia de
la
intemporalidad»,
esto es,
como una
supresión
absoluta de
lo temporal.
Historia
social de la
literatura y
el arte,
tomo
48.
Debe tenerse
un cuidado
extremo en
interpretar
este
sentimiento
del «alma
rusa» como
un
sentimiento
nacionalista
excluyente;
es algo
mucho más
arduo y
difícil de
dilucidar,
y, en
cualquier
caso, prima
por completo
lo
espiritual
sobre lo
político y
lo
histórico,
aunque ni
mucho menos
hay que
desecharlos.
Con razón,
una
clarividente
escritora y
ensayista,
emplea ese
término en
su
penetrante
síntesis de
la historia
rusa. Helen
Iswolsky,El
alma de
Rusia,
Buenos
Aires, Emecé,
1954.
49.
Algunos
críticos
eminentes se
han referido
al hecho de
que la
predisposición
hacia el
bien de
Mischkin
puede
causar, y de
hecho lo
hace muchas
veces, un
efecto, si
no
contrario,
sí al menos
involuntariamente
contraproducente
para quienes
le rodean.
No solo por
su
sentimiento
de piedad,
sino por su
sinceridad
en el hablar
y en el
actuar. Uno
de los
escritores
que más
sutilmente
han indagado
en las
posibles
consecuencias
desastrosas
de la
piedad, ha
sido Stefan
Zweig en su
extraordinaria
novelaUngeduld
des Herzens,
traducida en
España comoLa
piedad
peligrosa
(Madrid,
Debate,
1999), o, en
otras
traducciones
(caso de la
editorial El
Acantilado),
como La
impaciencia
del corazón
(más exacta
y que es la
expresión
que,para
calificar
los
sentimientos
de
Hofmiller,emplea
el médico
que trata de
curar a
Edith, en
las págs.
180 y 266 de
la edición
de Debate),
en la que,
en el fragor
de la Gran
Guerra,
asistimos a
la imposible
y trágica
historia de
amor entre
un joven y
bienintencionado
teniente,
Anton
Hofmiller, y
una hermosa
muchacha
inválida,
Edithvon
Kekesfalva.
Imposible y
trágica
porque la
relación de
Hofmiller no
se sustenta
en el amor,
sino en la
piedad, en
una piedad
quizás mal
entendida.
El médico
que intenta
curar a la
joven, el
doctor
Condor, le
hace a
Hofmiller,
en cierto
momento, una
notabilísima
distinción (pág.
180):«… Pero
hay dos
clases de
piedad. Una,
la débil y
sentimental,
no es más
que
impaciencia
del corazón
por librarse
lo antes
posible de
la
embarazosa
conmoción
que padece
ante la
desgracia
ajena; esa
compasión no
es
compasión,
es tan solo
apartar
instintivamente
el dolor
ajeno del
propio
espíritu. La
otra, la
única que
cuenta… la
compasión no
sentimental,
pero
creativa,
sabe lo que
quiere y
está
decidida a
resistir,
paciente y
sufriente,
hasta sus
últimas
fuerzas e
incluso más
allá. Solo
cuando se
llega hasta
el final,
hasta el más
extremo y
amargo
final, solo
cuando se
tiene la
gran
paciencia,
se puede
ayudar a las
personas.
Solo cuando
uno se ha
sacrificado
al hacerlo,
¡solo
entonces!».Aunque
se trate de
dos
sensibilidades
tan
distintas,
la del gran
escritor
vienés y la
del titán
ruso, esa
segunda
clase de
piedad de la
que habla
Condor es la
que más se
aproximaría
a la de
Mischkin,
salvando,
insisto, las
inmensas
distancias
que hay
entre uno y
otro
artista. |
|
50.
No se trata
en absoluto
del grito
proferido
por el
personaje de
la obra
homónima de
1895 del
pintor y
grabador
noruego
Edvard
Munch, de la
que existen
diversas
versiones,
que es un
grito
cósmico, que
expresa la
insoportable
angustia y
ansiedad del
hombre
contemporáneo.
El grito de
Mischkin es
un grito
liberador,
que descarga
la infinita
energía
espiritual
concentrada
en tan corto
espacio de
tiempo en el
que le ha
sido posible
comprender
el
indescifrable
misterio del
mundo, es
decir, rozar
la
comprensión
del misterio
que
representa
Cristo.
Éste, creo
yo, sería el
significado
de esa
«claridad
interior».
51.
La oposición
radical
entre las
experiencias
epilépticas
de ambos
personajes,
Kirillov y
Mischkin, la
enfatiza
Henri de
Lubac en
El drama del
humanismo
ateo,
págs.
322-325.
Pero quien
las analiza
con
insondable
profundidad
es Dimitri
Merejkowsky,
Dostoievsky:
profeta de
la
revolución
rusa,
Buenos
Aires,
Argonauta,
1946, págs.
89-94. ¿Será
cada uno de
ellos,
Mischkin y
Kirillov, un
aspecto de
la
personalidad
de
Dostoyevski?
¿Será
Kirillov el
doble
de Mischkin?
Los
interrogantes
que plantea
Merejkovski,
a modo de
abogado del
diablo, no
los contestó
nunca
Dostoyevski.
En cualquier
caso, como
se verá más
adelante,
sobre lo que
no dejó
dudas
Dostoyevski
es sobre la
naturaleza
evangélica
del príncipe
Mischkin.
Esta
conclusión
también se
desprende
del ensayo
de
Merejkovsky.
52.
Luigi
Pareyson,
Dostoievski:
filosofía,
novela y
experiencia
religiosa,
Madrid,
Encuentro,
2008, pág.
135. En el
prefacio,
los
responsables
de la
edición,
Gianni
Vattimo y
Giuseppe
Riconda,
indican que,
cuando
Pareyson
murió en
septiembre
de 1991,
dejó entre
sus
documentos
el esquema
perfectamente
trazado de
este libro
prácticamente
completado,
que fue el
seguido por
ellos. La
edición
original
italiana es
de 1993.
53.
Sigmund
Freud,
«Dostoievski
y el
parricidio»,
en
Psicoanálisis
del arte,
Madrid,
Alianza,
1991, pág.
218. El
texto
original de
Freud es de
1928.
54.
Ibídem, pág.
217.
55.
A pesar de
las
precauciones
de Freud,
Edward
Hallett
Carr, en su
citado
estudio
sobre
Dostoyevski,
es muy
crítico con
las, para
él, poco
fundamentadas
yprecipitadas
conclusiones
de Freud y
otros
miembros de
la escuela
psicoanalítica.
Para conocer
su opinión
al respecto,
que es muy
sensata y
está bien
documentada,
hay que leer
sobre todo
la nota al
capítulo II
de su
estudio (págs.
34-35).
56.
Psicoanálisis del arte,
pág. 215.
57.
Ibídem, pág.
219.
58.
Ibídem,
págs.
220-221.
59.
Ibídem, pág.
227.
60.
Edward
Hallett Carr
(págs. 23 y
32)
contradice
por completo
la hipótesis
freudiana en
una doble
dirección.
En primer
lugar, que
ni mucho
menos puede
demostrarse
que el
asesinato
del padre de
Dostoyevski
influyese de
manera
decisiva en
el joven, en
el verano de
1839, cuando
se
encontraba
estudiando
ingeniería
militar en
San
Petersburgo,
para que
apareciesen
entonces los
primeros
ataques
epilépticos,
como si
éstos
derivasen,
en una
esquemática
relación
causa-efecto,
de la
violenta
muerte del
padre a
manos de sus
siervos; en
segundo
lugar, que
es
precisamente
en Siberia
donde, en
todo caso,
surgirían
los primeros
ataques, y
no, como
dice Freud,
que sería en
el presidio
donde se
atenuarían.
Y ello sin
entrar en
los
pormenores
científicos
de las
características
clínicas
específicas
de tales
crisis
epilépticas,
pues, además
de no estar
claramente
diagnosticadas
por los
médicos que
lo trataron,
el propio
Dostoyevski
se
contradice
numerosas
veces en las
escasas
cartas en
que habla de
ellas. La
responsabilidad
de las
exageraciones
en torno a
la epilepsia
de
Dostoyevski,
recae en
gran medida
en la poco
fiable en
ciertos
aspectos
biografía
escrita por
su hija
Liubova
Fiodorovna,
publicada en
Munich en
1921 bajo el
título
Dostoyevski
pintado por
su hija.
Liubova
murió en el
Tirol el 10
de noviembre
de 1926.
61.
Psicoanálisis del arte,
págs.
220-221.
62.
Ibídem,
págs.
229-231.
63.
Dimitri
Merejkowsky,
Dostoievsky:
profeta de
la
revolución
rusa,
págs. 87-88.
64.
Ibídem,
págs. 88-89.
65.
Una cultura
tan refinada
como la del
Antiguo
Egipto
podría
servirnos de
ejemplo, a
pesar de que
toda ella
gira en
torno a la
religión y a
la vida de
ultratumba.
De las siete
clases de
«alma» que
los
sacerdotes
egipcios del
Imperio
Antiguo
distinguían
en el
faraón, la
única que
podría tener
un remoto
parecido con
nuestro
concepto de
«alma» era
el ba,
pero mucha
mayor
importancia
revestía el
ka,
que era el
doble del
difunto, y
que el
faraón lo
recibía del
dios Ra. El
ka se
alojaba en
las estatuas
que
representan
al difunto
en las
tumbas. En
la vida de
ultratumba,
elka
se dedicaba
a vagar por
el recinto
funerario,
por ejemplo
el de
Saqqara,
mandado
construir
por Zoser en
la III
dinastía.
Pero lo
significativo
es constatar
que esa vida
de
ultratumba
era una fiel
reproducción
de la vida
que había
tenido lugar
aquí en la
tierra. El
sentimiento
trascendente
y espiritual
de la
inmortalidad
es en los
egipcios,
pues, un
sentimiento
muy débil y
superficial.
Una de las
personas que
mejor ha
estudiado la
evolución
del concepto
del ka
en el Egipto
faraónico,
ha sido la
egiptóloga y
arqueóloga
suiza Úrsula
Schweitzer,
que se formó
en Alemania.
A ella se
remite sobre
esta
cuestión el
monumental
estudio de
Sigfried
Giedion,
El presente
eterno: los
comienzos de
la
arquitectura,
Madrid,
Alianza,
1993, pág.
105. La
literatura
sobre este
tema es muy
amplia, pero
resulta
inevitable
mencionar un
estudio
clásico del
profesor
Henri
Frankfort,
Reyes y
dioses,
Madrid,
Alianza,
2001,
capítulo V,
págs.
85-102,
especialmente
la pág. 89,
en la que
reproduce
una cita
fundamental
del
historiador
y filósofo
de la
religión
holandés
Gerardus van
der Leeuw.
Más adelante
me referiré
a la secta
de los
esenios como
el primer
grupo
religioso
que sí
tendrá una
concepción
de la
inmortalidad
del alma y
una
conciencia
de la muerte
que pueden
ya
equipararse
a la del
cristianismo
posterior. |
|
66.
Dostoievsky: profeta de la
revolución
rusa,
pág. 60.
67.
Henri de
Lubac,
Paradoxe du
mystère de
l’Eglise,
París,
Aubier-Montaigne,
1967, pág.
184.
68.
Hans Urs von
Balthasar,
Gloria.
Una estética
teológica.
5.
Metafísica.
Edad Moderna, Madrid, Encuentro,
1996, págs.
189-190.
69.
El cristianismo de Dostoievsky,
pág. 57.
70.
Ya nos hemos
referido al
principio de
este ensayo
a la sin par
admiración
de
Dostoyevski
por el
Quijote.
También
Pushkin
sentía una
gran
atracción
por el
hidalgo
manchego
cervantino.
A Pushkin,
leprofesabadesde
adolescente
Dostoyevski
un aprecio y
una estima
ilimitados,
y debe
recordarse
aquí que,a
finales de
la primavera
de 1880, el
8 de junio,
poco más de
seis meses
antes de la
muerte del
escritor,
pronunció
Dostoyevski
un caluroso
discurso, un
encendido y
vibrante
panegírico
sobre
Pushkin con
motivo de
inaugurarse
el monumento
al poeta en
Moscú. Sobre
los detalles
del
controvertido
homenaje, en
el que se
encuentran
frente a
frente dos
viejos
enemigos,
Iván
Turguéniev y
Dostoyevski,
véase Rafael
Cansinos
Asséns, «Fiodor
M.
Dostoyevski.
Su vida y su
obra», en
Obras
Completas,
tomo I,
págs.
69-71.De
otro lado,
en la
dacha de
Lebédev, se
nos dice en
ese mismo
capítulo, se
encontraba
la célebre
edición del
crítico
literario
Pavel
Vasilyevich
Annenkov de
las obras de
Pushkin.
71.
Su nombre
completo es
Nastasia
Filíppovna
Baráschkova.
72.
Hermann
Hesse, en el
breve
estudio
antes
citado,
afirma que
durante
estas horas
de presencia
de la turba
de
personajes
nihilistas
en torno al
príncipe,
tratando de
conseguir
dinero de él
mediante el
engaño, es
cuando más
visible se
le hizo la
«soledad
trágica» de
Mischkin.
73.
Iván
Turguenev,Padres
e hijos,
Madrid,
Alianza,
1971. De
esta
traducción
extraigo la
grafía de
los nombres
de los
personajes.
La novela
fue
publicada
originalmente
en 1862, en
la revista
literaria
Ruskii
Vestnik,
y en ella,
como es bien
sabido,
surgen por
primera vez
en la
literatura
universal
los términos
«nihilismo»
y
«nihilista».
74.
Recuérdense
las palabras
del
centurión
cuando Jesús
accede a
entrar en su
casa en
Cafarnaúm
para curar a
su criado
paralítico:
«Señor, no
soy digno de
que entres
bajo mi
techo…» (Mt
8, 8).
75.
El cristianismo de Dostoievsky,
pág. 61.
76.
Edward
Hallett
Carr, pág.
89. Por su
lado, Franco
Venturi
considera a
Herzen como
al verdadero
creador del
populismo
ruso. Una
excelente
síntesis de
las
actividades
y del
pensamiento
de este
eminente
revolucionario,
se halla en
el citado
libro de
Venturi,
págs.
99-148.
77.
Véase, en
consonancia
con esta
cuestión, mi
citado
artículo
Sobre la
prisión
perpetua.
78.
Cuando los
fariseos le
preguntaron
a Juan el
Bautista que
por qué, si
no era el
Cristo, ni
Elías, ni el
profeta,
bautizaba,
«Juan les
respondió:
“Yo bautizo
con agua,
pero en
medio de
vosotros
está uno a
quien no
conocéis,
que viene
detrás de
mí, a quien
yo no soy
digno de
desatarle la
correa de su
sandalia”» (Jn
1, 26-27).
79.
Edward
Hallett
Carr, pág.
192.
80.
En otra de
sus novelas,
Crimen y
castigo
(1866),
Rodión
Raskólnikov,
estudiante,
convencido
de que los
fines
humanitarios
justifican
la maldad,
mata a
hachazos a
Aliona
Ivánovna,
una vieja
usurera, y,
como daño
colateral, a
su sobrina
Lizaveta,
una joven
simple y
buena que
tuvo el
infortunio
de aparecer
en el
escenario en
el momento
equivocado.
El crimen
precipitará
al joven a
una lucha
contra su
conciencia,
y va a ser
la abnegada
Sonia, una
prostituta
de 18 años,
quien le
acompañe en
su tormento.
81.
Entre los
fragmentos
póstumos de
Nietzsche,
incluidos en
la edición
completa de
las obras
del pensador
alemán
llevada a
cabo por
Giorgio
Colli y
Mazzino
Montinari
(Munich,
Deutscher
Taschenbuch
Verlag/De
Gruyter,
1988),
pueden
leerse
algunos
aforismos y
pensamientos,
escritos
entre mayo y
junio de
1888, como
éstos: «El
arte como
única fuerza
superior
contraria a
toda
voluntad de
negación de
la vida,
como el
anticristianismo,
el
antibudismo,
el
antinihilismo
par
excellence.
El arte como
redención
del que
conoce
—del que ve,
que quiere
ver el
carácter
terrible y
problemático
de la
existencia,
del que
conoce
trágicamente.
El arte como
la
redención
del que obra
[…] El arte
como la
redención
del que
sufre…».
Friedrich
Nietzsche,Estética
y teoría de
las artes(prólogo,
selección y
traducción
de Agustín
Izquierdo),
Madrid,
Tecnos,
1999, pág.
76. Es
decir, el
arte y la
estética
como únicas
justificaciones
de la
existencia,
un
pensamiento
que Mischkin
no podría
aceptar,
como tampoco
lo aceptaría
Dostoyevski.
82.
Edward
Hallett
Carr, pág.
198. En
cuanto al
absurdo de
la propia
existencia
—aunque no
tanto del
carácter
absurdo de
la muerte, y
eso que él
sí fue
víctima de
una muerte
absurda en
1960 como
consecuencia
de un
accidente de
automóvil—,
resulta
imprescindible
el célebre
ensayo de
Albert
Camus,El
mito de
Sísifo,
Madrid,
Alianza,
1981. Para
Camus, el
absurdo no
es más que
el silencio
del mundo
ante la
pregunta del
hombre por
el sentido
de la
existencia.
De ahí, ante
ese
silencio,
ante el
sinsentido
de la
existencia,
la solución
del
suicidio, el
único
«problema
filosófico
verdaderamente
serio», en
palabras del
extraordinario
escritor
existencialista
francés, una
solución que
Camus no
acepta ni
comparte. |
|
83.
En la
anotación
correspondiente
al 20 de
diciembre de
1914,
escribe
Kafka en susDiarios:
«Objeción de
Max [se
refiere a su
íntimo
amigo,
biógrafo y
editor Max
Brod] a
Dostoievski,
porque hace
aparecer en
sus obras
demasiados
enfermos
mentales.
Completamente
equivocada.
No son
enfermos
mentales.
Los signos
morbosos no
son otra
cosa que un
recurso de
caracterización,
que resulta
además muy
delicado y
productivo.
Por ejemplo,
basta con
servirse de
la mayor
insistencia
para decir
de una
persona que
es idiota y
simple, y
dicha
persona, si
lleva en su
interior un
núcleo
dostoievskiano,
se verá
literalmente
espoleada a
dar de sí
todo lo que
pueda».
Franz Kafka,
Diarios
(1914-1923),
Barcelona,
Lumen, 1975,
pág. 102.
84.
Resulta
curioso
comprobar la
similitud
espiritual
de ese clima
propenso al
sueño, al
delirio, a
lo
subconsciente
y al
simbolismo,
que se da
tanto en
Rusia como
en el
Occidente
europeo en
los decenios
finales del
siglo XIX,
cuyo más
eminente
precursor
quizás haya
sido el gran
escritor
estadounidense
Edgar Allan
Poe,
desaparecido
en 1849. Una
prueba de
ese clima y
de esa
visión
espectral
que relata
Ippolit es
el famoso
cuadro que
Paul Gauguin
pintó en los
Mares del
Sur, en
Tahití,
titulado
Manao
Tupapau
(«El
espíritu de
los muertos
acecha»), de
1892, un
óleo sobre
arpilleratrasladado
a lienzo que
se conserva
en la
Albright-Knox
Art Gallery
de Buffalo
(Estado de
Nueva York),
que le
explicó por
carta
detalladamente
a su esposa,
y en el que
Gauguin
representó
la visión
espectral
que creyó
percibir su
jovencísima
amante
tahitiana
Tehura
cuando él
entró de
improviso en
la
alcoba.Véase,
John Rewald,
El
Postimpresionismo.
De Van Gogh
a Gauguin,
Madrid,
Alianza,
1982, págs.
414-416.
85.
Repárese,
sin ir más
lejos, en el
juicio a
Sócrates y
su condena a
muerte.
86.
Luigi
Pareyson, en
el estudio
citado, pág.
149, comenta
sobre esta
distinción
clave de la
muy lúcida
Aglaya
Ivánovna:
«Por tanto,
la
inteligencia
fundamental
puede ser
perfectamente
separada de
la
inteligencia
secundaria.
Más aún, no
solamente
prescinde de
la misma,
sino que
incluso la
excluye,
porque la
verdadera
inteligencia
constituye
una síntesis
entre mente
y corazón,
verdad y
bien,
conocimiento
y moralidad:
es el
contacto
directo,
vívido y
originario
con el
principio
infinito e
inagotable
de todo
valor, tanto
cognoscitivo
como moral».
Por su
parte, el
escritor
ruso Henri
Troyat
(pseudónimo
de Levón
Aslani
Thorosian),
dice lo
siguiente
sobre esa
inteligencia
principal:
«Toda la
novela
conduce a
esto: la
incursión de
la
inteligencia
principal en
el dominio
de la
inteligencia
secundaria.
Esta
inteligencia
principal,
que es la
inteligencia
fuera de las
leyes de la
causalidad y
de la
contradicción,
fuera de las
reglas de la
moral, que
es la
inteligencia
subterránea,
la del
sentimiento,
creará
perturbaciones
en el medio
donde va a
ser
trasplantada».
Dostoyevski,
Barcelona,
Destino,
1946, pág.
296. La
edición
original
francesa es
de 1940.
87.
Es la
opinión del
crítico
ruso-francés
André
Levinson en
su biografíaDostoievsky
(Vida
dolorosa),
Buenos
Aires,
Santiago
Rueda, 1943,
pág. 186.Del
mismo año de
la edición
original
francesa,
hay una
edición
española
tituladaLa
patética
vida de
Dostoievsky
(Barcelona,
Apolo,
1931).En
ambas
ediciones el
traductor es
el mismo,
Fabián
Casares.
88.
Jn 8, 2-11.
89.
Ni Miguel de
Cervantes ni
Dante
Alighieri, a
mi juicio
los dos más
grandes
escritores
de todo el
Occidente
cristiano,
han hecho
eso nunca
con una
mujer. Y
cuando digo
grandes, no
lo digo en
un sentido
convencional,
sino que
están a la
misma
altura,
exactamente
a la misma
altura, que
Fiodor
Mijailovich
Dostoyevski.
Ellos, y
solo ellos,
constituyen
el grado
supremo,
inalcanzable,
de la
literatura
universal.
Después
están los
demás. Es
cierto que
hay un nivel
casi al par
de ellos
tres, un
nivel en el
que solo
caben muy
pocos,
poquísimos,
cinco, ocho,
a lo sumo
diez,pero
ese nivel
está ya un
grado por
debajo, por
imperceptible
que sea. La
diferencia
fundamental
estriba en
la hondura
del ideal
cristiano de
su
cosmovisión
o de algunos
de los
personajes
de sus
obras.
90.
El que este
término
aparezca en
cursiva en
el texto
novelístico,
tampoco es
casual.
Aglaya le
evoca a
Mischkin la
luz divina,
porque en
ella hay
parte de esa
substancia
espiritual y
pura,
angelical,
que forma
parte del
ser de Dios.
La luz está
muy presente
en el Nuevo
Testamento,
pero la luz
también
tiene un
gran
significado
espiritual
en la
arquitectura
religiosa
bizantina de
las iglesias
de planta
central, y
en el oro de
los mosaicos
del arte de
Bizancio,
que remite
directamente
a la luz, y,
por ende, a
Dios. Sobre
esta
cuestión,
véase, Jean
Chevalier (dir.),
Diccionario
de los
símbolos,
Barcelona,
Herder,
1988, págs.
663-668.
También,
Richard
Krautheimer,
Arquitectura
paleocristiana
y bizantina,
Madrid,
Cátedra,
1984, págs.
253-257,
referidas a
la basílica
de Santa
Sofía de
Constantinopla.
Incluye
amplia
bibliografía.
No olvidemos
que «Sofía»
significa
aquí
Sabiduría
divina. Por
último, no
puede
desdeñarse,
sino todo lo
contrario,
el
significado
de los
colores y de
la luz en la
pintura rusa
de iconos a
partir del
siglo XV. Un
buen ejemplo
sería el
icono de
autor
anónimo
perteneciente
al siglo XV
que
representa a
Fiodor
Stratilat, y
que se
encuentra en
el
iconostasio
de la
iglesia de
igual nombre
en Nóvgorod,
del que el
historiador
del arte
ruso Víctor
Nicolsky
dice: «Lo
que ante
todo pasma
en esta obra
es el
colorido del
icono, lleno
de luz, de
alegría, de
un espíritu
que pudiera
calificarse
de festival,
de una
ligereza
singular,
aérea».
Véase,
Víctor
Nicolsky,
Arte ruso,
Barcelona,
Labor, 1935,
pág. 97.
91.
Salvando,
naturalmente,
las
distancias,
esta idea
será
desarrollada
posteriormente
por algunos
escritores
existencialistas
ateos, por
ejemplo por
Jean-Paul
Sartre en
1938 en su
novela La
náusea,
donde hace
una feroz
crítica del
pretendido
humanismo
socialista,
encarnado en
el personaje
huero, a
pesar de sus
amplias
lecturas y
grandes
conocimientos
positivos,
del
Autodidacto,
quien se
esfuerza por
convencer al
protagonista,
Antoine
Roquentin,
que el amor
consiste no
en amar a
alguien en
concreto,
sino a la
humanidad
entera.
Jean-Paul
Sartre,
La náusea,
Buenos
Aires,
Losada,
1972, págs.
133-139.
92.
Uno de los
escritores
que de
manera más
explícita
reconoce
este
presentimiento
de Nastasia
Filíppovna
es Stefan
Zweig en el
estudio
crítico que
dedica a
Dostoyevski
en su
conocido
ensayo
Tres
maestros
(Balzac,
Dickens,
Dostoievski),Barcelona,
El
Acantilado,
2011, págs.
174-175. Mi
convicción
acerca de la
certeza de
esa
intuición de
Nastasia, se
remonta a la
primera vez
que leí la
novela, en
1980. |
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Concluye en el próximo número.
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Enrique Castaños Alés
(Málaga, 1956). Profesor
de Instituto de
Enseñanza Media desde
1982 hasta 2016.
Profesor asociado del
Departamento de Historia
del Arte de la
Universidad de Málaga
durante los cursos
2006-2011. Licenciado en
Filosofía y Letras en
1979, se especializó en
Historia Medieval. Su
Memoria de Licenciatura,
leída a finales de 1981
y aprobada con la
calificación de
Sobresaliente por
unanimidad, versó sobre
El socialismo
postrevolucionario
anterior a Karl Marx:
Charles Fourier, Henri
de Saint Simon, Robert
Owen y Pierre-Joseph
Proudhon. Su Tesis
Doctoral, defendida en
el año 2000 con la
calificación de
Sobresaliente cum Laude,
se centró en Los
orígenes del arte
cibernético en España.
La experiencia del
Centro de Cálculo de la
Universidad de Madrid.
Es autor del libro La
pintura de vanguardia en
Málaga durante la
segunda mitad del siglo
XX (1997),
reelaborado y ampliado
en 2011 bajo el título
Las artes plásticas
en Málaga en la segunda
mitad del siglo XX.
Crítico de arte del
diario SUR de Málaga
entre 1996 y 2012.
Colaborador de las
revistas Lápiz,
Galería,
Cuadernos
Hispanoamericanos,
Boletín de Arte de la
Universidad de Málaga,
Arte y Parte y
Fedro. Revista de
Estética y Teoría de las
Artes (Universidad
de Sevilla).
Ha sido Director de la
Sala de Exposiciones de
la Diputación de Málaga,
Coordinador de la Sala
de Exposiciones de la
Universidad de Málaga,
Director del
Departamento de
Promoción Cultural de la
Fundación Picasso-Casa
Natal y comisario de
múltiples exposiciones,
entre las que destacan
las antológicas y
retrospectivas dedicadas
a Manuel Barbadillo
Nocea, Stefan von
Reiswitz, Godofredo
Ortega Muñoz, Esteban
Vicente y Francisco
Hernández Díaz. Ha
comisariado exposiciones
monográficas de Tomás
García Asensio, Lugán,
Oriol Vilapuig, Santiago
Mayo, Jordi Teixidor
Otto, Andreu Alfaro,
Manuel Salinas, Pablo
Alonso Herráiz, Dámaso
Ruano Gómez, Manuel
Mingorance Acién y el
Colectivo Palmo de
Málaga. En 1992 fue
comisario de la
exposición El arte de
construir el arte,
con los fondos del
Colegio de Arquitectos
de Málaga. Colaborador
de la muestra «Andalucía
y la modernidad», del
volumen Arte desde
Andalucía para el siglo
XXI, y del catálogo
de la exposición El
discreto encanto de la
tecnología,
celebrada en el MEIAC de
Badajoz y el Museo ZKM
de Karlsruhe.
Ha impartido numerosas
conferencias y ha sido
ponente en diversos
seminarios organizados
por las Universidades de
Málaga y Alicante. Ha
escrito y publicado en
revistas especializadas
amplios artículos sobre
diversas novelas de Bram
Stoker, Nathaniel
Hawthorne, Anne Brontë y
Miguel de Unamuno, así
como sobre películas de
Leontine Sagan, Leni
Riefenstahl, Philippe
Claudel y Leopold
Jessner. Colaborador del
Diccionario
Biográfico Español
de la Real Academia de
la Historia. En 1997
publicó unas
Consideraciones sobre «Ordet»,
de Carl Theodor Dreyer.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 3. Página 16. Año XX. II Época. Número 110. Enero-Marzo 2022. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2022 Enrique Castaños Alés.
© Las imágenes de esta segunda entrega corresponden a sendos fotogramas de los capítulos 6, 7, 8, 10, 12 y 13 de la serie televisiva “El idiota”, producida y emitida por RTVE a finales de 1976, y se utilizan exclusivamente como ilustraciones del texto. Todos los derechos de autor, pues, que pudieran concurrir sobre las mismas pertenecen exclusivamente a sus autores.
El guion fue elaborado por Hermógenes Sainz, basado en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski, y tiene a Emilio Gutiérrez Caba, José Sancho y Marta Angelat como primeros actores. La realización corrió a cargo de Antonio Chic.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2022 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).
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