LA 4.ª Y ÚLTIMA parte de la novela comienza transcurridos siete días de la entrevista entre el príncipe y Aglaya en el banco verde del parque. El inicio tiene lugar sobre las diez y media de la mañana, con Varvara Ardaliónovna de regreso de casa de las Yepánchinas, ensimismada en sus pensamientos.

El novelista usufructúa los primeros párrafos para hacer algunas agudas consideraciones sobre el papel y la necesidad de los personajes secundarios en las novelas, seres vulgares, ordinarios, que no pueden eliminarse porque hilvanan los acontecimientos de la vida y porque restarían verosimilitud a la narración. Entre esos individuos vulgares de nuestra novela, el narrador cita a Gavrila, a su hermana Varvara y al marido de esta, Ptitsin. Otro personaje vulgar y de alma ruin es, sin duda, Lebédev.

Los capítulos I y II ocupan ese primer día con el que da comienzo esta 4.ª parte. Los capítulos III y IV narran los tres últimos días de estancia del general Ivolguin en la dacha de Lebédev, tres días en los que el general adquiere un protagonismo inesperado en la historia. La ruptura con Lebédev, del que se ha hecho un fiel camarada de borracheras, tiene su causa en la desaparición de 400 rublos propiedad de Lebédev, que ha robado Ivolguin, pero, espoleado por su conciencia, ha vuelto a colocarlos en su debido sitio.

La postrera jornada de estancia del general Ivolguin en la dacha de Lebédev, alrededor de las doce del mediodía —todos terminan recurriendo a Mischkin, bien sea a desahogarse, bien sea a confiarle los secretos de su alma, bien sea porque saben que el príncipe sabe escuchar—, mantiene una larga conversación con el príncipe (capítulo IV), al que le refiere fantásticas historias de cuando tenía unos diez años en septiembre de 181292 y se convirtió en paje de Napoleón Bonaparte en Moscú93. La conversación finaliza sobre las dos de la tarde. La noche de ese día la pasa ya Ivolguin en casa de Ptitsin, y, a la mañana siguiente, se exaspera con su hija y con su yerno y se lanza a la calle, donde le sobreviene un ataque en compañía de su hijo menor Kolia, que no se separa de su padre, temiendo pueda sucederle cualquier cosa como consecuencia de su afición a la bebida.

En este punto sería conveniente hacer un excurso a modo de interpretación, o, si se prefiere, hipótesis cronológico-temporal de esta parte de la novela, ya que el autor, con mano maestra, deja solo pistas desperdigadas aquí y allá, que es necesario tener en cuenta para proceder a esa reconstrucción temporal de los acontecimientos, un método que, injustamente, ha sido criticado con dureza por algunos comentaristas como ejemplo de confusión en la ordenación estructural de la obra. Si hay confusión, ella es responsabilidad exclusiva del lector.

Ya se ha hecho referencia al primer día de esta 4.ª parte, que da comienzo justo una semana después de la cita del banco verde. Ese primer día es también el primero de la estancia del general Ivolguin en casa de su yerno Ptitsin y de su hija Varvara, adonde se ha trasladado dejando la dacha de Lebédev. También ese día es el día en que Ivolguin se enfurece con su familia, sobre todo con su hijo Gavrila (que se abochorna del comportamiento y los escándalos de su padre), y decide abandonar la casa de su hija, aunque Kolia no lo dejará solo. Nina Aleksándrovna, la sufrida y paciente esposa, cinco años más joven que él, tampoco lo abandona, sino todo lo contrario: va tras él y se lo perdona todo, pues sabe que no actúa con mala fe. Naturalmente, lo trasladan inmediatamente de nuevo a casa de Ptitsin, donde ya permanecerá enfermo hasta su muerte.

El día de la velada en la dacha de las Yepánchinas (acontecimiento fundamental en la novela por las palabras pronunciadas allí por el príncipe), a la que Mischkin llega sobre las nueve de la noche, es el mismo día en que el príncipe se levanta a las nueve de la mañana (capítulo VI), después de haber pasado una noche con pesadillas y delirios como consecuencia de la conversación mantenida con Aglaya la noche anterior, en la que la joven le intimida respecto a cómo debe comportarse en la recepción del día siguiente con los invitados (capítulo VI). Ese día de la velada, por la mañana, cuando se levanta el príncipe a las nueve, hacía ya tres días que Ivolguin había dejado la dacha de Lebédev.

Si el primer día de la 4.ª parte (capítulo I) es cuando al general Ivolguin le da el ataque en la calle en presencia de Kolia, después de dejar la casa de su hija, y si en el capítulo VI se nos aclara que el día de la velada hacía ya tres días que Ivolguin había dejado la dacha de Lebédev, eso significa que el día en que tiene lugar la velada han transcurrido ya tres días desde que le diese el ataque a Ivolguin, lo que, al mismo tiempo, implica que el día en que arranca la 4.ª parte tiene lugar exactamente tres días antes de la velada de marras.

Toda esa tarde del mismo día de la fiesta, el príncipe la pasa junto al enfermo general Ivolguin y junto a Nina Aleksándrovna. Después de levantarse ese día, como hemos dicho, a las nueve de la mañana, recibió el príncipe, a las diez, la visita de Lebédev, un encuentro muy desagradable en el que se entera que Lebédev le ha estado enviando anónimos a Lizaveta Prokófievna en relación con Aglaya, así como ha estado ejerciendo de vil espía engañando y sonsacándole cosas a su inocente hija Viera Lukiánovna, que, ignorante de la gravedad del asunto, ha estado sirviendo de correo de Aglaya a distintos destinatarios. Por la misma Viera se entera después el príncipe, a la que ha hecho llamar (aunque quien lo aclara entre paréntesis es el narrador), que «más de una vez les había servido de medianera, en secreto, a Rogochin y a Aglaya Ivánovna [pero] ni por un momento se le había ocurrido que con ello pudiera causar el menor daño al príncipe…».

Entre las cartas que escribe Aglaya, hay tres que han sido dirigidas a Rogochin, a Ippolit Teréntiev y a Gavrila Ardaliónovich. Esta última, sin embargo, se la roba Lebédev a su hija (a quien se la había entregado la misma Aglaya), y es la que ahora el funcionario le entrega al príncipe, intentando congraciarse con él y conseguir su estima, cosa prácticamente imposible, pues Mischkin se da plena cuenta, espantado, de su ruindad y bajeza.

La carta ni mucho menos la abre el príncipe cuando se queda solo, sino que, por medio de Kolia, la hace llegar a su destinatario, Gavrila (capítulo VI). Convendría recordar aquí que, por esos mismos días, Varvara mantiene una larga conversación con su hermano, con motivo de los esfuerzos que ha hecho por ganarse la confianza de las Yepánchinas a fin de que Gavrila sea objeto de la atención y del interés de Aglaya, en el curso de la cual le lanza a la cara que Aglaya, a pesar de sus extravagancias y de ser ridícula (para ella, claro está), «es mil veces más noble que tú» (capítulo II).

En el capítulo V se describen diversos encuentros del príncipe con Aglaya en la dacha de esta, coincidencias en las que Aglaya parece burlarse del príncipe, desconcertando por completo a sus padres e incluso irritando a su madre. Una de esas supuestas burlas es un regalo que le hace llegar, después de haberle costado cierto esfuerzo conseguirlo: un erizo94, un extraño presente que, cuando se entera Lizaveta Prokófievna, la sorpresa se muda en enojo por la ignorancia de lo que eso pueda significar, ya que no entiende absolutamente nada del comportamiento de su caprichosa hija, como tampoco comprende nada el padre, el general Iván Fiodórovich.

En el curso de uno de estos encuentros, en presencia de todos los Yepánchines, el príncipe le dice de sopetón a Aglaya que la ama: «Yo la amo a usted, Aglaya Ivánovna; yo la amo a usted mucho; yo no amo a nadie sino a usted, y… no lo tome usted a broma, por favor: yo la amo a usted mucho». Después de varias confidencias con sus padres, Lizaveta le confiesa a su marido que Aglaya no es que lo ame, es que está loca de amor por el príncipe. Parece que no queda más remedio que sobreponerse y resignarse a lo inevitable.

No olvidemos que los padres de Aglaya no vieron nunca con buenos ojos esta posible relación con el príncipe, no, por supuesto, por el rango de este, ni por su fortuna, mucho más mermada de lo que en un principio creían, sino por su enfermedad, por su rareza, por su extraña forma de conducirse, tan ajena a cualquier uso de sociedad. Lo estiman, lo aprecian mucho, incluso lo quieren, sobre todo Lizaveta, pero no lo consideran un buen partido para su hija. Aglaya se disculpa ante Mischkin, por su alocado comportamiento, y él se marcha henchido de felicidad y de renovadas esperanzas. Pero al día siguiente ya estaba otra vez Aglaya riñendo con el príncipe.

  

  

 

 

En el curso de uno de estos encuentros, en presencia de todos los Yepánchines, el príncipe le dice de sopetón a Aglaya que la ama: «Yo la amo a usted, Aglaya Ivánovna; yo la amo a usted mucho; yo no amo a nadie sino a usted, y… no lo tome usted a broma, por favor: yo la amo a usted mucho».

  

  

Antes de la velada, y también antes de aquella revelación de Lebédev a Mischkin sobre su ruin proceder de alcahuete, tiene lugar un último encuentro entre el príncipe y Teréntiev, provocado por este último. Asistimos, por parte de Ippolit, a un duelo psicológico, como si quisiese con toda su alma justificarse ante el príncipe, pero este no le recrimina nada, aunque sí le responde, ante la apreciación de Ippolit de que se siente indigno de su propio sufrimiento, que «quien más puede sufrir es por eso digno de sufrir más»95. Pero Ippolit se tortura sin remedio. Le inquiere a su interlocutor si él cree que sería capaz de soportar un suplicio como el de Stepán Glébov96, y el príncipe, «desconcertado», le responde que no ha tenido la intención de compararlo con Glébov, puesto que él, Ippolit, «habría sido mejor en aquel [remoto] tiempo…». Teréntiev le replica que no trate de consolarlo, y cuando por fin le solicita su opinión sobre «cuál sería para mí el mejor modo de morir. Para irme lo… más virtuosamente posible», Mischkin le contesta con una frase inmarcesible, otra de las frases más asombrosas y sublimes de toda la novela: «Pase de largo ante nosotros y perdónenos nuestra felicidad —dijo el príncipe en voz queda».

Resulta tremendo: Perdónenos nuestra felicidad. A pesar de su risa irónica e insincera, Ippolit se queda desarmado. ¿Habrá pretendido Dostoyevski burlarse de su héroe, como presupone León Chestov? Porque, se interroga el pensador existencialista ruso, ¿pueden hacerse preguntas semejantes? ¿Es posible salir airoso en la respuesta? Chestov subraya la manera de preguntar de Ippolit: «para que resulte lo más virtuoso posible». Es como si Dostoyevski «no hubiera podido resistirse al deseo de sacarle la lengua a su propia sabiduría». A la osadía de Ippolit, la respuesta «escandalosa» del príncipe. Continúa Chestov: «Dostoievski no tuvo la audacia de obligar al pobre muchacho a que se inclinara ante la impudente santidad del príncipe. Y la voz tierna, que en tales circunstancias no deja de surtir efecto nunca, no dio en este caso resultado alguno, al igual que la palabra mágica “perdone”»97.

Según Chestov, una de las diferencias más importantes entre Dostoyevski y Tolstói, que en este pasaje puede advertirse con meridiana claridad, es que mientras el primero «deseaba obtener una respuesta real a la pregunta hecha por Ippolit, y no solamente ofrecer al público una obra de arte», el segundo «en cambio […] está profundamente convencido de que no hay respuesta posible y de que, por consiguiente, es necesario levantar entre la realidad, por una parte, y el lector y él mismo, por otra, una ficción artística»98.

Como si de un mal presagio se tratase, Aglaya, la víspera misma de la velada, ya muy tarde, a eso de las doce de la noche, aprovechó el momento en que el príncipe se marchaba de la dacha de las Yepánchinas en dirección a la suya, para despedirlo a solas y hacerle algunas advertencias, en previsión de su modo de proceder al día siguiente, delante de unos invitados tan importantes. El príncipe insiste en que no tiene nada que temer, que no se moverá de su sitio, que no hablará de nada que pueda alterarlo, que no hará gestos inoportunos con los brazos y con las manos. Ella, un poco irónicamente, pero sin maldad alguna, le dice que, si tiene irremediablemente que suceder algo que sea al valioso jarrón de China, pues eso hará que su madre se eche a llorar delante de todos. Que, por tanto, se siente lo más cerca posible del jarrón y lo haga añicos. A estas ironías, Mischkin le asegura que se sentará lo más lejos posible del valioso objeto y que permanecerá quietecito.

Al final del breve diálogo, en el que se ha reforzado su personalidad orgullosa y rebosante de pudor, Aglaya, que está otra vez a punto de estallar, pues él le insinúa que lo mejor es que no vaya a la fiesta, que se quede en su casa, cuando, en realidad, todo se ha organizado por él, con el fin de presentarlo a los invitados de sus padres, se contiene ante las, como siempre, inesperadas palabras del príncipe: «A mí me gusta la mar que usted sea una niña así: ¡una niña tan buena, tan buena! ¡Ah, y qué hermosísima puede usted ser, Aglaya!». ¡Cómo va a enfadarse ante esto! Querría, «pero, de pronto, un sentimiento inesperado para ella misma apoderose de toda su alma en un momento». Sin querer, se pone colorada, y, en cuanto puede, aprovechando que la llaman, vuelve al lado de sus padres.

Lejos de haber quedado tranquilizado, el príncipe, como recordábamos antes, pasó una noche muy agitada. Por fin llega la tan esperada velada en casa de las Yepánchinas (capítulo VII), tan cuidadosamente preparada por Lizaveta Prokófievna, pues a la recepción, además de otros encopetados e insulsos personajes, asisten un no menos vulgar viejo dignatario, al que el general Iván Fiodórovich Yepanchin está muy interesado en agradar, y una tal Bielokónskaya, una señora de edad avanzada y perteneciente a la nobleza, que es madrina de Aglaya y ha considerado siempre a Lizaveta Prokófievna, a la que ve como muy inferior a ella, como su protegida, y a la que la propia generala se desvive también en complacer, en perfecta coincidencia en este punto con su marido, hasta rayar casi en la adulación.

El príncipe llega sobre las nueve de la noche. Al principio, durante un buen rato, está tranquilo, sosegado, incluso un tanto aislado, aunque respondiendo muy cortésmente a cuantas preguntas le formulan los anodinos invitados. Pero, finalmente, sucede lo que tenía que suceder, como algo inevitable, como un fátum inexorable que pareciera perseguirlo y contra el que es inútil oponerse.

Todo sucede por algunas opiniones intrascendentes emitidas por el viejo dignatario acerca de los jesuitas, encarándose directamente con el príncipe, sin sospechar siquiera su reacción, y comentarle sin maldad alguna que tiene entendido que es un hombre muy religioso. Lo que se produce en Mischkin es, literalmente hablando, una transformación, una metamorfosis completa, una transfiguración. Nunca lo habíamos visto así antes ni lo veremos después. Hasta choca comprobar la calma aparente que mantendrá algunos días más tarde delante del cadáver de Nastasia Filíppovna en presencia de su asesino. Pero ese impreciso tema de índole religiosa que se apodera, sin pretensión expresa de nadie, de la conversación hace de él otra persona, absolutamente ida, enajenada, casi un profeta, un visionario, alguien que está poniendo tal pasión en lo que dice, está tan absorto y entregado a su espontáneo razonamiento, que hasta puede dar miedo.

En esta memorable intervención, la más destacada de carácter religioso, político y socio-histórico de toda la novela, Mischkin expone algunos de sus más profundos pensamientos, que no tienen por qué coincidir exactamente, pero que tampoco sería exagerado afirmar que muchos de ellos son los del propio Dostoyevski. Es la única vez que vemos al príncipe agitado, transido de cierta violencia en las palabras, por ese nervio vehemente que las atraviesa como un afilado cuchillo, y esta actitud, sin que podamos evitarlo, nos evoca esa única vez en que Jesús pierde su habitual calma interior, esa paz infinita que emanaba de su figura inundándolo todo, y empuña con energía el látigo para expulsar a los mercaderes del atrio del Templo de Jerusalén (Jn 2, 13-22).

Su excitación y su transporte son tales, que, al final, termina por romper el valioso jarrón chino de la estancia en que se encuentra, tal y como había pronosticado el día anterior Aglaya. Esto maravilla sobremanera al príncipe, precisamente por el hecho de que, a pesar del sumo cuidado que había puesto en que tal cosa no sucediera, terminó acaeciendo, cual si de una profecía se tratase. Y eso que, como dijimos más arriba, había estado toda la noche anterior sobrecogido ante esa posibilidad, resolviéndose a evitarla como fuese. Sin embargo, ocurrió.

Además, su grado de excitación y de enajenación al hablar fueron tales, que, ante el asombro general y la impotente pena de Lizaveta Prokófievna y de Aglaya, terminó por darle un ataque epiléptico, delante de todos, si bien «leve» (como se dice un poco más adelante, en el capítulo VIII), pero que lo postró en la alfombra. Aglaya, al intuir que este desenlace era inminente, «con horror, con el rostro descompuesto de pena», después de acercarse a él y cogerle la mano, «oyó el salvaje grito del espíritu que sacudía y derribaba al desgraciado».

La disertación del príncipe es, esencialmente, de carácter religioso y espiritual, contraponiendo lo que él considera el verdadero cristianismo, el cristianismo ortodoxo ruso, al falso cristianismo, el catolicismo de la Iglesia romana, un catolicismo que, precisamente por su fariseísmo, por su históricamente comprobada ambición de poder temporal99, por su desnaturalización del mensaje original de Jesús, ha incubado en su seno el ateísmo y el socialismo ateo. El príncipe llega incluso a decir que «el catolicismo romano es todavía peor que el propio ateísmo», precisamente por su falsedad, por su afrenta a Cristo, por su anhelo insaciable de dominio universal, pues «cree que sin el dominio universal no podrá subsistir la Iglesia en el mundo: grita: Non possumus!100». El catolicismo romano no es más que una continuación del Imperio romano de Occidente, y hasta el dogma católico está subordinado a esa idea. En el Papa de Roma, además de haber «empuñado la espada», se encierra «la mentira, la picardía, el engaño, el fanatismo, la superstición y el crimen», habiéndolo vendido todo por el afán de riquezas temporales. El ateísmo, el socialismo ateo, nacen de la «desesperación», «de la oposición al catolicismo en sentido moral, para ocupar el puesto del perdido poder moral de la religión, para apagar la sed espiritual de la Humanidad sedienta y salvar a esta, no por Cristo, sino por la fuerza…»; ambos, el ateísmo y el socialismo ateo, están dominados por la fuerza, por la imposición. El príncipe defiende un pensamiento profundamente cristiano, evangélico101, pero también de carácter eslavófilo, rusófilo, es decir, que Rusia, la santa Rusia, está llamada a liberar espiritualmente a Europa y al mundo. «¡Es menester —dice el príncipe a sus incrédulos oyentes—  que refulja, en contraposición al Occidente, nuestro Cristo, que hemos conservado, y al cual ellos no conocen!».

Más adelante, siguiendo con su ardiente plática, Mischkin habla de lo fácil que es que el ruso se haga ateo, y ello no se debe solo a una cuestión de vanidad, «sino de dolor de alma», «de nostalgia por un objeto supremo», «por una patria en la que [los rusos] han dejado de creer», porque nunca la han conocido. De ahí que el ateísmo sea para el ruso una nueva fe, una nueva religión. Como decía un mercader de la secta de los viejos creyentes, «quien de su tierra reniega, de Dios reniega», recuerda el príncipe. «Porque basta pensar que, entre nosotros, personas muy instruidas se han hecho jlisti102. ¿Y en qué, después de todo, es peor el jlistismo que el nihilismo, el jesuitismo103 o el ateísmo? ¡Hasta es posible que sea más profundo!». Al hombre ruso hay que revelarle el mundo ruso; «mostradle en lo por venir la renovación de toda la Humanidad y su resurrección, quizá por el solo pensamiento ruso, por un Dios y un Cristo rusos, y veréis qué gigante fuerte y justo, sabio y dulce se desarrolla ante el Universo…».

  

  

 

 

En esta memorable intervención, la más destacada de carácter religioso, político y socio-histórico de toda la novela, Mischkin expone algunos de sus más profundos pensamientos […]. Es la única vez que vemos al príncipe agitado, transido de cierta violencia en las palabras, por ese nervio vehemente que las atraviesa como un afilado cuchillo…

  

  

También se detiene a reflexionar unos momentos sobre la nobleza rusa, sobre la clase aristocrática, de la que duda que todavía exista en su sentido de guía espiritual y moral del pueblo ruso. Por último, al final de su encendida alocución, aflorará, asimismo, su inconmensurable humildad, el creerse ridículo, incapaz de expresar una idea, una idea capital: «…porque la sinceridad no vale por el gesto». Es decir, no porque gesticule y parezca ridículo, deja de ser sincero. Incluso dice que «yo soy a veces un villano, porque pierdo la fe». Para alcanzar la perfección hay que empezar por no comprender muchas cosas. «Consagrémonos a servir».

Todas estas apretadas y densísimas palabras del príncipe, en las que sin duda hay mucho del pensamiento de Dostoyevski, aunque, como bien indica E. H. Carr, sería un grave error confundir de modo simplista al escritor con sus personajes104, requerirían una prolija explicación, en realidad un nuevo ensayo, pues en ellas están contenidas cuestiones esenciales que preocupaban a Dostoyevski, y todas están tan enlazadas entre sí, que unas nos llevarían necesariamente a las otras; esto es, lo que dice Mischkin nos remitiría a lo que dicen otros personajes dostoyevskianos de otras novelas suyas, y así hasta adentrarnos de tal modo en el pensamiento del novelista, que nos apartaría por completo del propósito de estas líneas, que deben concentrarse en El idiota.

Sin embargo, sí resulta ineludible hacer algunas precisiones y dar ciertas explicaciones en relación con las palabras del príncipe, a fin de evitar, en la medida de lo posible, malentendidos, aunque también conviene resaltar que el pensamiento político-religioso de Dostoyevski ofrece notorias contradicciones, y, sobre todo, en lo que se refiere a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el papel de Rusia en el mundo como faro espiritual, las tensiones entre Rusia y el Occidente, y el significado concreto de «pueblo» y de un «Cristo ruso»105 no se articula en un conjunto sistemáticamente estructurado, sino todo lo contrario, disperso, a veces confuso, donde las opiniones parecen entrar en conflicto unas con otras, y, lo que resulta aún más descorazonador, donde las opiniones vertidas en su extensísimo Diario de un escritor, a veces por el modo como han sido redactadas, pueden prestarse fácilmente a simplificaciones excesivas o a acusaciones de burda ideología reaccionaria y ultramontana.

A mi juicio, este tipo de conclusiones resultan muy injustas con Dostoyevski, que es un autor que no puede ser gratuitamente descontextualizado; sobre todo, que no puede ser apartado de Rusia, de su tradición histórica y de la acelerada evolución de las ideas en su propia época, evolución a la que él contribuye de una manera decisiva. Por eso, me parece improcedente la apreciación de Hallett Carr, que, en realidad, va dirigida principalmente contra Nicolás Berdiaev, cuando afirma que «los críticos que ven en Dostoievski por encima de todo a un pensador no tienen mucho que hacer con El idiota, ya que los pocos pasajes que dedica a cuestiones filosóficas son los más flojos del libro»106. Ni creo que esos pasajes sean flojos, sino más bien muy escasos, ni estimo que puedan separarse de manera clara en Dostoyevski, como da a entender el historiador británico, la ética y la religión; más bien diría que son inseparables, aunque es evidente, y así lo he reconocido en el propio título de este ensayo, que a Dostoyevski le preocupa sobre todo en El idiota perfilar el ideal ético107, mientras que la problemática religiosa, el ateísmo y el nihilismo, se agudizarán extraordinariamente en Demonios y en Los hermanos Karamazov.

Mischkin afirma que la Iglesia romana ha incubado en su seno el ateísmo y el socialismo ateo, precisamente por su ambición de poder temporal y su afán de riquezas, y la mejor prueba de ese ateísmo, no son precisamente las palabras del príncipe, que no demuestran nada, pues están expresando una idea, sino lo que le confiesa el Gran Inquisidor a Jesús en Los hermanos Karamazov, que constituye un proyecto perfectamente planificado de Estado totalitario. Aunque las palabras del anciano nonagenario haya que interpretarlas, ante todo, en clave rusa, son, asimismo, extensibles a Occidente. Pero la vehemente y compulsiva exposición de Mischkin, que sin duda hace de manera muy explícita a la Iglesia de Roma responsable del ateísmo que se ha ido desplegando en el Occidente cristiano, especialmente desde el Renacimiento y la Reforma protestante, ya que entrambos magnos sucesos propiciarán un tipo de Humanismo cada vez más alejado de Dios, y, por consiguiente, más próximo a un endiosamiento o divinización del hombre, esto es, un proceso que conducirá paulatinamente de la creencia en el Dios-Hombre a la creencia en el hombre-dios108, progreso que hallará su culminación, primero, entre los materialistas franceses de la Ilustración y del siglo XVIII, y, segundo, en el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel (cuyo camino había sido desbrozado esencialmente por Spinoza, pero también por Lessing), hasta desembocar, por un lado, en la corriente materialista y dialéctica de Feuerbach-Marx109, y, por otro, en la corriente vitalista de Schopenhauer-Nietzsche, sin olvidarnos de Augusto Comte y el positivismo como transmutación de la Ciencia en una nueva religión, aquella exposición de Mischkin, decíamos, no puede ensombrecer lo que él mismo afirma muy poco después, a saber, que también el ateísmo y el socialismo ateo están apoderándose de Rusia; ahora bien, esta creciente ideología anticristiana en Rusia, más que deberse a la influencia europea, que ni mucho menos puede descartarse en precursores del nihilismo como Bielinsky o en revolucionarios como Alexander Herzen o el propio Mijaíl Bakunin, ante todo hunde sus raíces en la propia historia de Rusia, porque el nihilismo ruso, que es intrínsecamente ateo y que se va a convertir en el modo de pensar característico de la intelligentsia rusa del siglo XIX, es imposible de entender sin conocer lo que ocurrió en Rusia en la esfera político-religiosa desde el siglo XVI en adelante. Intentaré resumirlo a grandes rasgos.

De una parte, en ese siglo XVI, están las enseñanzas del monje Filoteo (Filofej), que, en 1524, desde el monasterio de San Eleazar (San Lázaro) de la ciudad de Pskov, envía una carta al Gran Príncipe Basilio III, hablándole de Moscú como de la Tercera Roma, una vez caída la segunda en 1453, que ha sido Constantinopla, y sin posibilidad alguna de que pueda haber una cuarta110; de otra parte, y de mucha mayor trascendencia, está la reforma religiosa emprendida por Nikon —Patriarca de Moscú entre 1652-1666— con el apoyo del zar Alejo I Románov y de la jerarquía eclesiástica, una reforma que consistirá primordialmente en permitir la influencia de la Iglesia ortodoxa griega en Rusia, en modificar los contenidos de los libros santos y ciertos aspectos de la liturgia, de tal manera que muchos la consideran una traición y terminan provocando un cisma. Aparece un reino ortodoxo «invisible», que se retira al desierto, huyendo de la persecución. Berdiaev señala que «la forma exagerada del cisma, el Bespopóvstvo o la comunidad sin sacerdotes, que reniega de toda jerarquía eclesiástica, está empapada de elementos apocalípticos» (esperanza ferviente en una salvación futura) «y escatológicos» (el fin de los tiempos), «al mismo tiempo que nihilistas con respecto a la Iglesia organizada, el Estado y la cultura». Ya tenemos, pues, esta forma embrionaria de nihilismo estrechamente emparentada con el apocalipticismo en Rusia111.

Lo que acontece desde ese momento hasta el decenio de 1860-1870, que es cuando toman cuerpo las ideas del populismo ruso y del nihilismo, lo ha sintetizado con gran rigor y penetración Berdiaev. Ante todo, que «el monarquismo de los viejos creyentes se trueca en anarquismo». En segundo lugar, que los síntomas profundos del cisma, tales como la ruptura entre el pueblo y el poder eclesiástico, entre el pueblo y las capas cultas de la sociedad, se vuelven cada vez más tremendos. La Reforma de Pedro I el Grande (1689-1725), tan implacable, acentuó este proceso. Las reformas, continuadas después por Catalina II la Grande (1762-1796), potenciaban la occidentalización frente a las tradiciones rusas.

Es muy interesante esta observación psicológica: «La actividad de las masas con respecto al poder se vuelve huraña, desconfiada y hostil». Pero esas tendencias cismáticas y escatológicas se secularizan en el siglo XIX, afectando a la minoría intelectual, a la intelligentsia rusa. Esta intelligentsia del siglo XIX es disidente y vive de espaldas al presente, a la Rusia imperial, volviendo sus ojos a un pasado idealizado anterior a Pedro el Grande. Esta minoría intelectual y cultivada se distancia cada vez más del pueblo, y, además, en su estructura psíquica se opera la espera en una catástrofe final, donde «lo negativo» se convierte «en absoluto» y se acentúan las «tendencias extremistas». «La energía social creadora —sostiene Berdiaev— no podía realizarse libremente en las condiciones de vida de los rusos del siglo XIX, es decir, no estaba dirigida hacia una construcción social concreta, y así se replegó en sí misma, transformando la estructura del alma y provocando una tendencia apasionada hacia el ensueño social, hacia la utopía, acumulando así en el inconsciente elementos explosivos».

El único que vio esto con total claridad fue Dostoyevski. Se dio cuenta de que «el socialismo ruso era», en realidad, «un problema religioso, relativo a Dios y a la inmortalidad, a la transformación completa y radical de la vida humana, no un problema político». La mayoría de la minoría intelectual rusa del siglo XIX profesaba el socialismo entendido como una nueva religión, determinando así todos sus criterios morales112. Ahora sí se comprenden perfectamente las palabras de Mischkin de que el ateísmo sea para el ruso una nueva fe, una nueva religión.

No podemos entrar aquí ni siquiera en un somero análisis de por qué se produce en Rusia, y no en ninguna otra parte, el fenómeno del bolchevismo. Pero sí debemos constatar, al menos, dos cosas: la primera, que el bolchevismo es una consecuencia directa de ese nihilismo que se ha apoderado de la intelligentsia rusa, un nihilismo ya no solo ateo, sino de un extremismo atroz y resuelto a pasar a la acción revolucionaria con una lógica fría, calculadora y matemática, dando pasos muy meditados, aunque en ocasiones hubiese que improvisar y cambiar la orientación inicial transitoriamente113. La segunda, que Dostoyevski ve con una lucidez espantosa todo lo que se avecina; punto por punto, toda la actuación bolchevique está ya contenida en la manera de proceder de los quinqueviros de Demonios y en la ideología del Gran Inquisidor. Esto, naturalmente, no aparece en El idiota, puesto que su propósito es otro, pero conviene no olvidarlo.

Dostoyevski es, efectivamente, un profeta o un visionario que se adelanta decenios a lo que vendrá, pero esa dimensión profética del contenido de sus últimas grandes novelas se debe principalmente a su profundo conocimiento del mundo de las ideas en Rusia y de la evolución espiritual e intelectual de la intelligentsia rusa, a su asombroso conocimiento, sin duda sin punto de comparación posible con nadie, de las tendencias más hondas y esenciales del alma rusa, del pueblo ruso, que le permitirán prever el destino de Rusia en el futuro a una distancia de decenios.

Creo que todo esto debe subrayarse, entre otras razones, porque con frecuencia se olvida la inmensa equivocación de Carlos Marx, quien estaba convencido de que la revolución socialista habría de producirse necesariamente primero en los países más industrializados, en Gran Bretaña y en Alemania, precisamente porque, según su reduccionismo dialéctico de la lucha de clases como motor de la historia, y su, hasta cierto grado, determinismo económico, sería en esas adelantadas naciones donde las insoportables contradicciones de clase terminarían por provocar el ansiado estallido revolucionario socialista. Jamás se le ocurrió pensar en Rusia. Lo hubiese considerado un insulto a su inteligencia, y a la, para él, muy fundamentada opinión propia de cómo funcionaba el sistema económico capitalista. Uno de los más graves errores de Marx es haberle concedido una preeminencia prácticamente absoluta a la economía frente al mundo de las ideas, que, para él, carecía de autonomía propia.

La otra gran cuestión que plantea Mischkin en su sorprendente intervención ante la atónita concurrencia, es la cuestión del papel de Rusia en la evolución religiosa y espiritual futura del mundo, el destino de la que él llama la «santa Rusia» a este respecto, cuya máxima concreción y expresión quizá sea esa extraña idea, o, más bien, extraña creencia en un «Cristo ruso», que, a su vez, plantea el arduo y casi insoluble problema de la eslavofilia o de la rusofilia religiosa de Dostoyevski, ideas nacionalistas político-religiosas que parecen desprenderse de las palabras del príncipe y que supuestamente habrían sido profesadas sin fisuras por el propio escritor.

Sin propósito alguno de incidir en el error de confundir a Dostoyevski con el príncipe Mischkin, no creo que tampoco pueda juzgarse descabellado pensar que la mayor parte de las cosas que dice el protagonista de la novela son opiniones personales del escritor, y más en este delicado asunto, por el que Dostoyevski era ya no solo muy conocido en Rusia, sino que en más de un aspecto era un referente ideológico fundamental para un creciente número de intelectuales cristianos de su país. Pero suponiendo que así fuera, esto es, que exista una razonable correlación entre las ideas del novelista y las del personaje literario del príncipe, el problema, en vez de resolverse o entrar en vías de solución, se agrava y se enrarece aún más. ¿Por qué? Pues porque, en lo que atañe a la idea de Dostoyevski sobre el supuesto liderazgo religioso de Rusia en el mundo, sobre su papel mesiánico evangelizador respecto de una Europa cada vez más descreída, sobre el «destino de Rusia» y qué significa exactamente eso de un «Cristo ruso», su obra está plagada de contradicciones, de ambigüedades, e incluso, como es palpable en el Diario de un escritor (1873-1874), de «chovinismo», un término probablemente muy duro para aplicarlo a un espíritu tan universal como era Dostoyevski, pero que Berdiaev, que siente por él una admiración incomparable con cualquier otro escritor, filósofo o artista que haya existido, no duda en emplear114.

  

  

   

La otra gran cuestión que plantea Mischkin en su sorprendente intervención ante la atónita concurrencia, es la cuestión del papel de Rusia en la evolución religiosa y espiritual futura del mundo, el destino de la que él llama la «santa Rusia» a este respecto, cuya máxima concreción y expresión quizá sea esa extraña idea, o, más bien, extraña creencia en un «Cristo ruso», que, a su vez, plantea el arduo y casi insoluble problema de la eslavofilia o de la rusofilia religiosa…

  

  

Estoy de acuerdo con Berdiaev en que, en el fondo, más que plantearse el problema religioso como el fundamental de las grandes obras de Dostoyevski, incluido el ateísmo y la creencia en Dios, lo que de verdad subyace en ellas es, ante todo, el intento de resolver un problema de carácter antropológico que tiene que ver con el destino del hombre y con su libertad. Es decir, que lo que de verdad tortura a esa alma incandescente que era la de Dostoyevski, es el enigma del espíritu humano115, del destino de la criatura humana, arrojada a este valle de lágrimas. Esto significa, y es importante subrayarlo, sobre todo frente a quienes han pretendido llevar a cabo una distorsión manipuladora de su pensamiento en sentido reaccionario, que a Dostoyevski, más que la teología, le preocupa la antropología116.

Para resolver el problema de Dios hay necesariamente que pasar por el hombre, o, dicho de otra manera, que el misterio de Dios se revela para él a través del misterio de lo que sucede en las profundidades del alma humana117. En este sentido, nadie ha capuzado, por parafrasear a Walter Páter cuando nos habla de la dama submarina del Louvre, en mares más profundos, profundidades abisales, que producen vértigo y hasta espanto. No puede extrañarnos, pues, la honda impresión que su lectura causó en otro inmenso espíritu intempestivo, en Federico Nietzsche. Si el solitario de Sils Maria intuyó por vez primera en agosto de 1881 (medio año después de la muerte del novelista ruso) lo que él llamaba su «pensamiento más abismal», la idea del «eterno retorno», Dostoyevski había explorado, a su vez, las más recónditas e inaccesibles profundidades del alma humana, donde se elaboran las grandes pasiones, las grandes creencias y los grandes descreimientos.

En cuanto al tema de Rusia y a su supuesta eslavofilia, Berdiaev opina que a Dostoyevski no se le puede imaginar fuera de Rusia, ya que él encarna como nadie el espíritu de Rusia. Su concepción de lo que él llamaba el «pueblo ruso» es una concepción mesiánica, y por «pueblo ruso» entendía principalmente que era el que estaba compuesto por los mujiks, esto es, por los campesinos pobres118. El pueblo ruso es para él el pueblo «portador de Dios»119. Pensaba, como se ha dicho antes, que las naciones de la Europa occidental se habían apartado de Dios y del cristianismo, pero su relación con Europa es ambivalente, contradictoria120, una relación conflictiva de amor-odio. Él mismo viajó mucho por Europa y llega a afirmar que cuanto más europeo se siente un ruso, más ruso es. Pero entre los rusos y los europeos occidentales existen para él diferencias casi insalvables. Una de ellas es que mientras el alma rusa es mística y apocalíptica, mientras que los rusos no saben controlar sus pasiones, los europeos son disciplinados en materia religiosa y en materia cultural. Para Berdiaev, el «populismo religioso» de Dostoyevski se aparta del populismo de la intelligentsia rusa, así como de las dos corrientes principales del populismo: la materialista y la religiosa121.

A diferencia de la mayor parte de los críticos y estudiosos de Dostoyevski, Berdiaev no lo considera exactamente un eslavófilo, o, al menos, un eslavófilo en el sentido normal y corriente del término. Una de las mayores discrepancias que mantiene con los eslavófilos122 (Alexei Stepánovich Jomiakov, Konstantin Sergueevich Aksakov y su hermano Iván Sergeyevich Aksakov, Iván Vasilyevich Kireevsky y su hermano Piotr) es que él ya pertenece a «una época que se vuelve religiosamente hacia el Apocalipsis»123. El mesianismo de Dostoyevski no es nacionalista. La concepción que tiene del pueblo ruso como del pueblo «portador de Dios», es una concepción mesiánica universal, no nacionalista124. Pero Berdiaev entiende que la falta de claridad y la confusión de Dostoyevski en relación con la idea de «pueblo» está en que entendía como «pueblo» un organismo místico constituido por los campesinos pobres. Pero esa pretendida «verdad popular» no la extrae en realidad Dostoyevski del pueblo, sino de las profundidades de su propio espíritu. «El destino del hombre ruso —nos recuerda Berdiaev que dice Dostoyevski— es indiscutiblemente ser europeo y universal […]. Para un auténtico ruso, Europa y toda la gran tribu aria son igual de valiosas que la misma Rusia, que la propiedad de su tierra natal, porque nuestro destino es un destino universal»125. Precisamente, Dostoyevski lo que hace es advertir del peligro de la conciencia mesiánica populista, nacionalista, no universal, aunque, a veces, sucumbe a la tendencia pagana de la ortodoxia, subordinando el universalismo cristiano al nacionalismo religioso, el logos universal al elemento popular126.

Ya hemos hecho mención del notabilísimo ensayo de crítica literaria escrito por Dmitri Merejkovsky, entre 1900-1901, sobre Tolstói y Dostoyevski. En 1906, con motivo del veinticinco aniversario del fallecimiento de Dostoyevski, escribió Merejkovsky otro ensayo sobre el escritor, relativamente breve, de menos de doscientas páginas, pero extraordinariamente denso y profundo, al que ya nos hemos referido, titulado El profeta de la revolución rusa127. La inmensa mayoría de las citas de Dostoyevski contenidas en el ensayo pertenecen a Demonios, a Los hermanos Karamazov y al Diario de un escritor128. No es este el lugar, ni mucho menos, de hacer una semblanza biográfico-intelectual del brillante crítico, novelista, pensador, místico y escritor ruso Merejkovsky, asociado al movimiento del simbolismo en Rusia129, como tampoco la hemos hecho de su amigo Nicolás Berdiaev, con el que mantenía, sin embargo, sonoras diferencias en su interpretación del pensamiento de Dostoyevski. Pero no está de más advertir al lector que se trata, en el caso de Merejkovsky, de una personalidad espiritual extremadamente compleja, con multitud de rasgos que lo emparentan, a veces en una relación casi patológica, con Dostoyevski y con Vladímir Soloviev130 (1853-1900), cuyas obras, las de ambos, conocía con una profundidad que, a mi juicio, solo es equiparable a la de Berdiaev. Este es uno de los problemas, pero también una de las indiscutibles ventajas de apoyarse en este tipo de autores; a saber, que se trata de pensadores profundos que hablan sobre un pensador más profundo todavía, Dostoyevski, que, como ellos mismos reconocen, es, en el caso de Berdiaev, el autor que más ha influido en su vida, y, en el caso de Merejkovsky, el más querido por él, el que más ama131.

Una de las mayores dificultades para comprender correctamente a Dostoyevski, según Merejkovsky, es que, bajo la máscara de la reacción, de un pensamiento a veces ultraconservador, se escondía un profeta de la revolución, de la revolución religiosa y místico-espiritual, claro está, aunque también anuncie con pavorosa exactitud la otra revolución, la anticristiana y bolchevique, incubada ya en las entrañas mismas del nihilismo ruso. La envoltura exterior de Dostoyevski puede parecernos a veces muerta, algo así como una «mentira transitoria», pero el corazón de ese fruto es un corazón de «verdad eterna», puesto que él, más que ningún otro, nos ha mostrado el camino hacia el Cristo que habrá de llegar, esto es, el reino de Dios sobre la tierra, que, cuando se aproxime, será fácilmente confundible con el reinado del Anticristo132.

¿Cuál es, según Merejkovsky, la idea fundamental de Dostoyevski, y cuál es, al mismo tiempo, su error capital? La idea fundamental es que el campesinado pobre es el cristianismo, o, si se quiere, que el cristianismo es el campesinado pobre. El error, que el pueblo ruso, ese campesinado pobre, es para él ortodoxo religiosamente hablando, lo que implica que quien no comprenda la ortodoxia no podrá nunca comprender al pueblo ruso133. Es decir, que Dostoyevski confunde, al menos aparentemente y si solo nos dejamos guiar por una lectura literal o superficial de sus anotaciones y reflexiones en el Diario de un escritor, la verdad del cielo, el supuesto cristianismo auténtico por venir, con la verdad de la tierra, que no sería otra que la supuesta verdad de la ortodoxia de la Iglesia rusa, íntimamente vinculada a la autocracia zarista. Esa ansiada unión, pues, sería imposible, nunca se produce. Tiene toda la razón del mundo el príncipe Mischkin cuando se refiere a la ambición de poder temporal de los pontífices romanos, y cómo, de este modo, el Papado ha traicionado la esencia misma del mensaje evangélico de Cristo, pero también la Iglesia rusa ortodoxa, en su alianza con la autocracia zarista —aunque esto no lo dice ya el príncipe, sino Merejkovsky basándose en múltiples textos dostoyevskianos—, ha traicionado a Cristo y ha hecho posible un reino que más bien parece el del Anticristo. El «Cristo ruso» es el zar ruso134, y esto no tiene ya nada que ver con el cristianismo, sino con los jlisti. La autocracia es el Anticristo135. Según Merejkovsky, al final diose cuenta Dostoyevski de «que era imposible descubrir un sentido universal en el Cristo ruso, ateniéndose al terreno de la ortodoxia»136. A la postre, triunfa su universalismo cristiano, su creencia profunda en Cristo Jesús, el Hijo del Hombre, el Resucitado. Las palabras traicionan a Dostoyevski por no explicarlas a veces suficientemente, como cuando opone «teocracia» a «democracia», que son términos que, para él, no tienen el significado que habitualmente les damos los occidentales.

  

  

   

…El príncipe Mischkin […] se refiere a la ambición de poder temporal de los pontífices romanos, y cómo, de este modo, el Papado ha traicionado la esencia misma del mensaje evangélico de Cristo, pero también la Iglesia rusa ortodoxa, en su alianza con la autocracia zarista…

  

  

La democracia, para Dostoyevski, ha permitido el reino del demonio, del afán ilimitado de riquezas materiales, de la explotación del humilde, del alejamiento de Dios, de la deificación del hombre y de la ciencia, apartando al hombre de Cristo y del reino del Espíritu, alejando al hombre de los sencillos y humildes, de los pobres de espíritu, de los niños, de los humillados y de los ofendidos, de los pecadores, de los lisiados, de los enfermos, de los «idiotas». La teocracia no es en Dostoyevski, como nosotros creemos cuando nos referimos a ella al hablar del antiguo Egipto faraónico, o de Israel bajo los asmoneos, o de la Ginebra de Calvino, el gobierno de los sacerdotes, el dominio temporal del clero, sino el reino de Dios sobre la tierra, el reino de Cristo, basado en el amor, en la fraternidad, en la compasión, alejado por completo del deseo de bienes materiales superfluos, de la violencia, del poder de unos sobre otros, sobre todo de los poderosos sobre los débiles.

Por eso se ha hablado con razón de un ideal utópico en Dostoyevski, una especie de anarquismo cristiano, pero donde el término «anarquismo» equivale a ausencia de imposición: no se puede imponer la verdad revelada. Pero el cristianismo de Dostoyevski  —y esto lo vincula paradójicamente con Nietzsche, aunque en un sentido muy distinto del pensamiento que tenía Nietzsche sobre esta cuestión esencial, además de tener en cuenta que mientras que el autor del Zaratustra había leído, si bien en malas traducciones, a Dostoyevski, este ni siquiera sabía de la existencia de aquel—  no renuncia ni traiciona a la tierra, ya que supone una nueva fidelidad a ella, un nuevo amor y un nuevo abrazo, que consiste, nada menos, en que no podemos amar por separado el cielo y la tierra (como Mischkin no podía amar por separado a Aglaya y a Nastasia), que no podemos optar por uno o por la otra, sino que cielo y tierra están inextricablemente unidos, esto es, la verdad del cielo es inseparable de la verdad de la tierra.

Esta es la gran revelación del cristianismo a la cultura rusa y universal, una revelación hecha a través de Dostoyevski. De ahí las extraordinarias palabras de Merejkovsky intentando explicar lo que Dostoyevski quería decirnos cuando hablaba de que «el misterio terrestre entra en contacto con el misterio de las estrellas»: «Mientras no amemos el cielo o la tierra hasta el extremo límite, nos parecerá, como a Tolstói y a Nietzsche, que uno de esos amores excluye al otro. Sin embargo, es necesario amar la tierra hasta el fin, hasta el extremo borde del cielo; hasta la tierra. Solamente entonces comprenderemos que se trata de un único amor y no de dos; que el cielo está unido a la tierra y la abraza»137.

Es en aquel «contacto» del que habla Dostoyevski «donde reside la esencia, si no del cristianismo histórico, al menos de la doctrina de Cristo». No «asaltar los cielos»138, como anhelaba el poeta-filósofo Hölderlin, a fin de transmutar al hombre en un dios, sino creer en las palabras del Padrenuestro: ¡Venga a nos el Tu reino! ¡Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo! «Entonces, cielo y tierra no serán dos, sino uno, al igual que Yo y mi Padre hacemos Uno. Es la sal de la doctrina cristiana»139. Esto fue lo que Dostoyevski «anunció con extraordinaria fuerza»140, una fuerza desconocida que no volverá a darse probablemente nunca en hombre alguno.

Dejamos en este punto las reflexiones en torno a las palabras pronunciadas por el príncipe durante la velada sobre su particular visión de la religión, y retomamos el hilo de la narración.

El día siguiente a la velada, muy avanzada la tarde, tiene lugar el encuentro, requerido por Aglaya Ivánovna, entre esta y Nastasia Filíppovna, en presencia del príncipe y de Rogochin, en la casa que Daria Aleksiéyevna posee en Pávlovsk (capítulo VIII). Asistimos a una lucha sorda y soterrada sin igual entre ambas rivales, en la que Aglaya manifiesta de modo ostensible signos de superioridad, si bien hace esfuerzos por mantener la dignidad sin ser traicionada por los celos, pero estos acaban por impedirle el autodominio que se había impuesto a sí misma. Aglaya, en efecto, está devorada por los celos, y quiere resolver de manera definitiva sus insufribles dudas sobre si el príncipe siente amor por Nastasia, o, más precisamente, cuál es en concreto la relación que mantiene con ella. Aglaya le suelta a su competidora, en un duelo en el que todo se tensa a medida que avanza el diálogo entre ambas, que solo se ama a sí misma, y la prueba de ello son las tres cartas que le ha enviado; «usted solo puede amar a su propio oprobio y el constante pensamiento de que está usted deshonrada y de que la han ofendido. Si su ignominia fuese menor o no existiese en absoluto, sería usted desgraciada». Pero Nastasia, que permanece sentada, se mantiene en calma, casi imperturbable, recibiendo la cascada de acusaciones como si se las mereciese, como una penitencia autoimpuesta. Un poco más adelante, Aglaya le lanza que el propio príncipe le ha dicho que solo siente piedad por ella, por Nastasia, «y que cuando se acordaba de usted, su corazón parecía como si estuviese traspasado para siempre». Pero, de modo gradual, nos vamos dando cuenta de que Aglaya ha juzgado demasiado severamente a Nastasia, sobre todo en lo que se refiere a que sea una mujer vanidosa y una perdida. Nastasia, en el fondo, como indica tan oportunamente el narrador, es una «soñadora» y posee mucho de «fantástica».

A todo este lance, Rogochin asiste en silencio, mientras que el príncipe va sumiéndose en un estado de creciente dolor e impotencia. Nastasia, sin perder el sosiego, al menos aparentemente, le responde que cómo se atreve a juzgarla; que ella, Aglaya, ha concertado esta cita por miedo, por miedo a ella, a Nastasia, y a quien se teme no se le desprecia. Si se ha presentado ante ella, es porque anhela desesperadamente saber a quién de las dos quiere el príncipe, ya que los celos no le permiten vivir. Su actitud la ha decepcionado, pues se la había imaginado más inteligente, y, además, está mintiendo cuando afirma que el príncipe ya no la ama. Sin embargo, está dispuesta a perdonarla. Hay un breve momento de debilidad por parte de Nastasia, dejándose llevar por el llanto, pero, de pronto, inesperadamente, se desata la tormenta, como un terrible vendaval que todo lo arrasa. Nastasia, como una loca, como una trastornada, reta con energía inusitada a Aglaya, quien termina por asustarse y decide abandonar de inmediato la casa. Pero antes de que eso ocurra, Nastasia le recuerda al príncipe que le ha prometido que no la dejaría nunca, y, sin dejar de dirigirse a él, se pregunta cómo puede Aglaya afirmar que es una perdida, por qué se ha conducido con ella como si lo fuese.

Reparemos un instante en esta importantísima apreciación: una pecadora como es ella, para Dostoyevski, no puede ser nunca una perdida, como no lo fue nunca María Magdalena para Jesús. En un arrebato que conmociona y deja perplejos a los presentes, Nastasia echa literalmente de la casa a Rogochin, casi a empellones, y reta al príncipe a que se acerque a ella y elija definitivamente. El príncipe, aturdido, excitado, con un inmenso sufrimiento141, se dirige a Aglaya, señalando a Nastasia, con estas solas palabras: «Pero ¿es posible? ¡Con lo… desgraciada que es!». Esto es suficiente para Aglaya, esta mínima —casi imperceptible—   duda, este sentimiento de piedad, y en ese instante, con odio y profundamente humillada, abandona la casa. El príncipe pretende seguirla, intentando reparar lo que ya no tiene arreglo, pero Nastasia lo retiene, se desmaya en sus brazos, y el príncipe se queda con ella. Mischkin, el alter Christus, ha elegido a la pecadora. El príncipe sienta con infinito mimo a Nastasia y le acaricia suavemente la cabeza y las manos, como a una niña, como a una pequeña criatura desvalida y sola en el mundo.

  

  

   

El día siguiente a la velada, muy avanzada la tarde, tiene lugar el encuentro, requerido por Aglaya Ivánovna, entre esta y Nastasia Filíppovna, en presencia del príncipe y de Rogochin, en la casa que Daria Aleksiéyevna posee en Pávlovsk…

  

  

El capítulo IX comienza transcurridas dos semanas después de la borrascosa entrevista entre las dos adversarias. El narrador, en un preámbulo aclaratorio, nos informa acerca de cómo los rumores han ido deformando en ese tiempo, casi desde el primer instante, la realidad de los acontecimientos, y cómo se piensa en todo Pávlovsk que el príncipe ha dejado a una muchacha decente y de buena familia por una cualquiera. Los vecinos opinan en su mayoría que el príncipe es un nihilista, un hombre amoral, y que todo lo tenía madurado, sin alcanzar a explicarse cómo ha podido hacerle eso a la familia de las Yepánchinas, por qué se decidió y qué razones le condujeron a convertirse en novio de Aglaya. Esta y su familia, por descontado, rompen toda relación con él, así como todos sus allegados y conocidos. El príncipe, una hora después de la entrevista, acude en pos de Aglaya, pero ya es demasiado tarde. Lo fue desde el momento en que mostró piedad por Nastasia delante de su novia. Los días siguientes acude invariablemente a rondar la dacha de las Yepánchinas, pero estas no solo no le dan cara, sino que terminan dejando el pueblo residencial y trasladándose a la localidad de Kolmino, a una residencia que poseen cerca de Petersburgo. Todo esto sobreviene ya a principios de julio.

Quien sí le visita, seis o siete días después de la tumultuosa conferencia entre Aglaya y Nastasia, es Radomskii, que mantiene con el príncipe una larga conversación que va a constituir el núcleo capital de este capítulo IX, pues en el transcurso de ella se desvelarán las verdaderas razones que han llevado al príncipe a conducirse de esa manera tan incomprensible para la mayoría. Radomskii hace gala de una retórica brillante, de un análisis psicológico aparentemente profundo de la situación, intentando mostrar al príncipe los motivos que explican lo sucedido, pero a medida que avanzan sus reproches hacia Mischkin, nos percatamos de que lo que está haciendo, como no puede ser de otra manera, es someter a análisis, con las reglas de la lógica y de la pura racionalidad, algo que trasciende lo racional, que está más allá de la lógica y de cualquier explicación normal y sensata. ¿Cómo es posible, si cree que Nastasia está loca y le tiene susto, que pretenda casarse con ella, incluso no amándola? Pero Mischkin le contesta: «¡Oh, no; yo la amo a ella con toda mi alma! Porque ella… es una niña; ahora es una niña, enteramente una niña. ¡Oh…, usted no sabe nada!». ¡Claro que no sabe nada! ¡Nadie sabe aquí nada, salvo Mischkin!

Radomskii, en su diálogo argumentativo, se conduce solo con lógica, con sentido común, pero para rozar siquiera la tempestad inabarcable que tiene lugar en el corazón del príncipe, no sirven de nada ni la lógica ni el sentido común, no valen las explicaciones racionales. ¿Cómo es posible, le dice Radomskii al príncipe, que ame a la vez a dos mujeres? El príncipe no lo niega; al revés, lo afirma reiteradamente. Pero, a su vez, requiere a Radomskii que Aglaya lo sepa todo, tiene que saberlo todo, irremisiblemente: «¿Por qué no podremos nunca saberlo todo de otro, cuando hace falta, cuando ese otro es culpable?». El príncipe se siente a sí mismo culpable, responsable de lo sucedido. «Aquí —continúa diciéndole Mischkin a Radomskii— hay de por medio algo que no puedo explicarle a usted». Radomskii termina por creer que el príncipe no ha amado nunca ni a Nastasia ni a Aglaya. ¿Cómo es posible amar a las dos? «¿Con amores distintos?». Pero esto es ya un misterio que le está vedado a Radomskii y a la inmensa mayoría de los hombres, a prácticamente todos nosotros.

El príncipe, con ese doble amor142, ha cruzado la frontera de la realidad terrenal de aquí abajo, pues está instalado —aunque no se dé cuenta de ello, ya que su inocencia y pureza son absolutas (como Velázquez tampoco se daba cuenta al pintar al Niño de Vallecas que lo estaba redimiendo de la grosera realidad de la pintura, pues lo dejaba simplemente estar, tal cual él era, como una «hostia consagrada», todo «redondo en su ser central»143)—   en el otro lado, el lado de la eternidad, del mismo modo que Velázquez lo estaba en el de la Verdad; esto es, Mischkin también está situado en el lado de la Verdad, del Espíritu, en el lado de Dios, en el lado del Amor, y en ese lado es posible amar por igual a dos criaturas, como Jesús amó a María Magdalena y a María de Betania, la hermana de Lázaro. Pero ese amor no es ya de este mundo, es un amor de naturaleza divina, inexpresable, incomprensible, propio de ese absolutamente otro, como diría el hermano Kierkegaard, que era como llamaba al pensador danés nuestro Miguel de Unamuno. Los hombres no pueden comprender este tipo de amor, pues no se trata de amor, sino del Amor, pero no en abstracto, cuidado con esto, sino en concreto, individualizado, personal, a dos seres, distintos solo superficialmente, puesto que ambos son criaturas de Dios. La orgullosa, inocente y pudorosa Aglaya, sin embargo, no ve tampoco la profunda ternura e inocencia que guarda como un tesoro escondido la pecadora. Esto solo puede verlo Mischkin, el alter Christus.

En los tres últimos capítulos de esta 4.ª parte se desencadena la tragedia. La boda entre el príncipe y Nastasia se fija para una semana después del diálogo entre Mischkin y Radomskii, y habrá de tener lugar en el propio Pávlovsk. En esa semana de ínterin, muere el general Ivolguin. En la iglesia donde se celebran los funerales por el general, el príncipe cree haber visto los ojos de Rogochin, escrutándole, como siempre, de manera clandestina y misteriosa. Todo ese mismo día y aquella noche, en cambio, Nastasia estuvo alegre. Al día siguiente del funeral, el príncipe recibe la visita de Keller, que, junto con Burdovskii144, serán los padrinos de la boda. La última vez que se ven el príncipe y Nastasia antes de la boda, es la noche anterior a esta.

Muy poco antes de la jornada fijada para los desposorios, Ippolit, que las intuye con preclara lucidez, advierte al príncipe respecto de las oscuras intenciones de Rogochin. Este aviso excita sobremanera al príncipe. Sin embargo, cree sinceramente que, con su ayuda, Nastasia todavía puede resucitar. El amor que siente hacia ella tiene mucho que ver con el que se siente hacia un niño desvalido y enfermo, al que hay que cuidar. También es consciente que Nastasia sabe sin ambages lo que para él significa Aglaya. Quizás ello influyera en el estado de desasosiego de Nastasia durante los días inmediatamente anteriores a la boda. La víspera de esta, por la noche, dejó el príncipe a Nastasia muy animada. Ella soñaba con delectación con que Aglaya, o cualquier emisario suyo, pudiera verla altiva y resplandeciente en la ceremonia. El príncipe y Nastasia se separaron a las ocho de la noche, pero antes de que diesen las doce tuvo que acudir Mischkin precipitadamente de nuevo a casa de Nastasia (que, como se recordará, era la de su amiga Daria Aleksiéyevna en Pávlovsk), pues le comunicaron que le había dado un ataque de histerismo. Entró en su alcoba, ella se abrazó llorando a sus pies y terminó por fin tranquilizándose. El príncipe regresó a su casa (la dacha de Lebédev).

La boda estaba fijada para las ocho de la mañana. Desde las siete de la mañana, ya estaba preparada Nastasia. A las siete y media, el príncipe se dirigió en coche a la iglesia, y esperó a su novia en el altar. El gentío y la expectación eran enormes. Pero cuando, poco después de las siete y media, Nastasia llegó en coche a la iglesia, con esa deslumbrante belleza connatural a ella, ante el asombro y estupefacción generales, viendo entre la turba a Rogochin, se fue inexplicablemente con él, sin que nadie pudiese reaccionar, en el mismo coche donde había llegado de casa de Daria, y se dirigieron a toda prisa a la estación para coger el tren de Petersburgo. Al llegar ella a él, le dijo: «¡Sálvame!... ¡Llévame contigo a donde quieras, ahora mismo!» La decisión tomada a la entrada de la iglesia no es una decisión premeditada, planificada de antemano. Se trata de un dictamen irracional, impulsivo, vehemente, desenfrenado, trágico, pero, ante todo, de la aceptación inevitable del destino. De un destino que viene trazado por la renuncia de la pecadora, de esta pecadora desbordante de pureza, a sacrificar al inocente, al espíritu puro e inmaculado encarnado en Mischkin. Eso es lo que ella cree que haría si se desposase con el príncipe: enlodazarlo; nunca se ha creído de verdad digna de él. Su amor es tan grande que se encamina a su propio sacrificio sin miedo alguno, con una dignidad infinita. El único en comprenderlo de inmediato es el príncipe, y por eso la buscará donde cree que está. No se equivocó, aunque Rogochin jugase al escondite y tratase de impedir, al menos durante todo un día, que la hallase. Cuando la encuentra, todo se ha cumplido. Consummatum est (Jn 19, 30).

El príncipe, ante el asombro de sus conocidos e invitados, reaccionó con extraña serenidad, como si esperase desde lo más íntimo de su ser una salida parecida por parte de su novia. A las diez y media de la mañana, logró finalmente quedarse solo. Lo estuvo todo el día. A las ocho de la mañana del día siguiente, Viera Lukiánovna, que estaba desolada y a la que el príncipe besó antes de acostarse las manos y la frente en señal de consuelo y agradecimiento, llamó a la puerta de su habitación, según él le había indicado. A las nueve de la mañana ya estaba el príncipe en Petersburgo y a las diez en casa de Rogochin. Este se esconde deliberadamente durante todo el día, impidiendo que el príncipe dé con él. Las gestiones resultan infructuosas, debido a las instrucciones dadas por Rogochin a sus sirvientes.

  

  

   

Radomskii se conduce solo con lógica, con sentido común, pero para rozar siquiera la tempestad inabarcable que tiene lugar en el corazón del príncipe, no sirven de nada ni la lógica ni el sentido común, no valen las explicaciones racionales. ¿Cómo es posible, le dice Radomskii al príncipe, que ame a la vez a dos mujeres? El príncipe no lo niega; al revés, lo afirma reiteradamente.

  

  

El príncipe, después de visitar a una profesora amiga de Nastasia en cuya casa cree que su novia ha podido refugiarse, cada vez más desanimado, se hospeda de nuevo en la fonda donde cinco semanas antes, en su oscuro corredor de la primera planta, agazapado entre las sombras, Rogochin intentara asesinarlo. Por indicación de la profesora, acude también a casa de una alemana amiga de Nastasia, por si estuviera allí. Nada. Vuelve a casa de la profesora y observa detenidamente los dos espaciosos cuartos que ocupase Nastasia cuando vivía allí, en uno de los cuales, sobre un velador, estaba abierto por una determinada página la novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert145. El príncipe se lleva el libro, teniendo cuidado de doblar la página por la que estaba abierto.

Siendo ya noche cerrada, llega de nuevo a su fonda. Su angustiosa intranquilidad le impide estar mucho tiempo, y se lanza de nuevo a la calle. Nada más salir, a cincuenta pasos de la fonda, una voz queda le llama: es Rogochin. Él había sido la persona que el príncipe creyó ver tras los visillos, de nuevo como un espectro, cuando miró hacia arriba del inmueble de Rogochin, a las ventanas, por la mañana, después de que la fiel y vieja criada Pafnútievna le hubiese dicho que el señor no estaba en la casa (también se entera poco después que Rogochin ha estado hace unas horas en el mismo corredor oscuro de la pensión, acechándolo).

A las diez de la noche, caminando por aceras opuestas, llegaron a casa de Rogochin. Le hace pasar, y, finalmente, lo conduce a la habitación donde se encuentra Nastasia, tendida en una cama, cubierta con un hule y con una sábana y rodeada de frascos de perfume, para amortiguar el hedor. Yace muerta desde las cuatro de la madrugada de la noche anterior, que es cuando Rogochin la ha asesinado clavándole un puñal en el corazón que le provoca una hemorragia interna y la muerte inmediata, sin apenas brotar sangre, solo «media cucharada sopera». Es decir, que cuando Mischkin llegó a Petersburgo a las nueve de la mañana, ya llevaba muerta Nastasia cinco horas. Rogochin la asesina la noche del día de la boda, pero muy avanzada la madrugada. Nadie se ha enterado, ni la madre de Rogochin, ni la vieja sirvienta, ni el portero de la casa.

Rogochin desea fervientemente pasar toda la noche, junto al príncipe, velando el cadáver. Su deseo es sincero. La amaba. Pero solo amaba su hermosísimo cuerpo, no su alma, no la extraordinaria belleza de su espíritu. La tristeza del príncipe es infinita. Poco a poco le flaquean las piernas y siente un paulatino trastorno general. La escena es sobrecogedora, traspasa como un dardo de fuego el corazón del lector146. El asesino y el alter Christus juntos, como dos hermanos. Resulta verdaderamente difícil entender lo que está ocurriendo. Dostoyevski nos está conduciendo al límite mismo de la comprensión humana en lo que se refiere al sentimiento de la compasión. Es como si la estancia en penumbra, alumbrada solo por las velas, se hubiese convertido en un pequeño templo, en una iglesia, en un lugar sagrado. Las tres almas permanecen durante varias horas juntas, aunque la de Nastasia hace ya tiempo que ha abandonado su cuerpo. Por fin se ha liberado. Las preguntas del príncipe al asesino, desvelan con todos los pormenores cómo ha ocurrido el terrible hecho. Cuando ya ha amanecido por completo, el príncipe incluso acaricia los cabellos y la cara de Rogochin, que ha entrado en una fase de delirio, en la que profiere intermitentes gritos. Sobre las once de la mañana, entra la Policía.

En el juicio posterior, en el que Rogochin no oculta nada y despeja cualquier duda respecto a la posible implicación del príncipe, el asesino es condenado, con eximentes, a quince años de presidio en Siberia. Sus cuantiosos bienes pasan a su hermano Semión Semiónovich Rogochin. A las dos semanas justas de la muerte de Nastasia Filíppovna, muere Ippolit Teréntiev. Kolia tiene trazas de convertirse en un hombre bueno. Radomskii se hace cargo del príncipe y se ocupa de trasladarlo de nuevo a la clínica del doctor Schneider en Suiza. El propio Radomskii emprenderá un largo viaje y una prolongada estancia en Europa, visitando mensualmente al príncipe. Entre Radomskii y Viera Lukiánovna se establece una correspondencia epistolar que apunta a algo más que a una mera amistad. Aglaya, para disgusto de su familia, se casa con un falso conde polaco, que ni es conde ni posee ninguna fortuna, como había hecho creer. Un sacerdote amigo del supuesto conde polaco propicia la conversión de Aglaya al catolicismo. Adelaida Ivánovna y el príncipe Tsch*** terminarán uniendo sus destinos. Lizaveta Prokófievna, que ha perdonado por completo al príncipe, en compañía de sus hijas, Adelaida y Aleksandra, lo visitan en Suiza, pero Mischkin no las reconoce ya a ninguna de ellas. Su recaída es completa. Tiene seriamente dañados los órganos cerebrales y la posibilidad de cura es muy remota.

  

  

   

…Finalmente, lo conduce a la habitación donde se encuentra Nastasia, tendida en una cama, cubierta con un hule y con una sábana y rodeada de frascos de perfume, para amortiguar el hedor. Yace muerta desde las cuatro de la madrugada de la noche anterior, que es cuando Rogochin la ha asesinado clavándole un puñal en el corazón…

  

  

Solo dos observaciones finales. La primera es que la conversión religiosa de Aglaya, que solamente se constata, sin ninguna explicación, me parece el único error destacable de toda la novela. Mejor dicho: la presiento como una decisión injusta del novelista. Ya hemos podido comprobar qué opinión le merecía el catolicismo romano a Dostoyevski, así como al propio príncipe Mischkin. El extraordinario personaje femenino de Aglaya, que tan simpático se le hace al lector por su pureza, pudor, gallardía, nobleza, autonomía y despierta inteligencia, a pesar de su orgullo y de sus celos, no se había hecho merecedor de este fin, entre otras razones porque puede terminar dando la impresión de ser una persona inconstante y voluble. Además, su personalidad y su carácter no tenían nada de jesuíticos. ¿Es este el castigo a su excesivo orgullo? El novelista permanece mudo. Mudo para siempre.

La segunda tiene que ver con la recaída, prácticamente irreversible, del príncipe. Es natural que muchos críticos y comentaristas hayan hablado del profundo carácter desesperanzado, trágico y desazonador de esta novela, con este final tan amargo. De un lado, hemos podido comprobar que la pureza del príncipe, en vez de aplacar las oscuras potencias de los individuos, en buena medida, de modo completamente involuntario, las exalta. Mischkin desea que Nastasia, que Aglaya y que Rogochin sean enteramente libres, pero no consigue su propósito, en gran medida debido a la propia enajenación del hombre. Por eso dice Jacques Madaule: «Lo que Mishkin quisiera devolverles es el ejercicio de su libertad soberana; pero eso es lo que el hombre no puede devolver al hombre una vez que él lo ha enajenado [una vez que el hombre ha enajenado al hombre]. En ninguna obra de Dostoievski se muestra con tanta fuerza la derrota inexpresable de la libertad, y ninguna, por consiguiente, es más desesperada que El idiota…»147. ¿Será ése final tan doloroso, en el fondo, el fracaso al que se refiere Reinhard Lauth? Quizás Dostoyevski nos esté transmitiendo un profundo y oculto mensaje: los seres humanos no están todavía espiritualmente preparados ni predispuestos para poseer como un don preciado en su seno a un hombre sencillo y bueno, un «pobre de espíritu». Ha transcurrido casi siglo y medio desde que la novela fue terminada, y continúan sin estarlo. ¿Lo estarán algún día?

  

  

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Málaga, 4 de noviembre de 2012. Festividad de la Beata Teresa Manganiello, laica de la Orden Tercera de San Francisco, analfabeta, pero que respondía con sabiduría a quienes le preguntaban. Murió el 4 de noviembre de 1876 con tan solo 27 años, la misma edad del príncipe Mischkin en El idiota.

  

  

  

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NOTAS

  

92. Si presumimos, como por otro lado no es infrecuente, que la narración, aunque el autor no menciona en ningún momento el año, discurre en una ficción situada por los mismos años en que es escrita, esto es, entre 1867 y 1869, y tenemos en cuenta que Ivolguin es presentado en la novela como un hombre de unos 55 años, resultaría que habría nacido, como muy tarde, en ese año de 1812 en que dice tener diez.

93. Napoleón entró en Moscú el 14 de septiembre de 1812, día en que entró en la capital de imperio ruso el grueso de la Grande Armée. La ciudad estaba desierta; todos sus habitantes, menos unos pocos miles de las 275 000 personas que la poblaban habían desaparecido. Moscú permanecería ocupada hasta el 19 de octubre.

94. Alain Gheerbrant, en el mencionado Diccionario de los símbolos, pág. 453, afirma que, entre los turco-mongoles, el erizo es un símbolo ígneo, solar y civilizador.

95. En la novela El adolescente, el extraordinario personaje de Andrei Petróvich Versílov, el padre de Arkadii, del adolescente, vendrá a decirnos que la libertad es consecuencia del sufrimiento. Véase el mismo tomo de la edición citada de El idiota, que también incluye esta otra novela, pág. 1854 (parte 3.ª, cap. VII).

96. Amante de la primera esposa de Pedro el Grande de Rusia, la ex emperatriz Eudoxia. Fue mandado empalar en 1718 por orden del zar. El suplicio, según asevera Mischkin, duró unas quince horas. Eudoxia Fiódorovna Lopujiná, o Praskovia Ilariónovna Lopujina (1669-1731), fue la madre del zarévich Alexis Petróvich. Eudoxia pertenecía a una secta rigorista, los viejos creyentes (raskólniki, esto es, «cismáticos», «disidentes»), por lo que se opuso a las reformas de su marido, lo que le valió ser encerrada en un convento, donde profesó con el nombre de Elena en 1698. Más tarde, volvió a la vida pública, intentando casarse con su amante, Stepán Glébov, cosa que no consiguió. Pretendiendo asegurar los derechos de su hijo, preparó un complot contra Pedro el Grande, que la mandó encerrar (1718–1727), decapitó a su hermano Abraham, empaló a Glébov y asesinó también al hijo de ambos, el zarévich Alexis Petróvich.

97. León Chestov, La filosofía de la tragedia. Dostoievsky y Nietzsche, Buenos Aires, Emecé, 1949, pág. 84. La edición original rusa es de 1903.

98. Ibídem.

99. Acerca de la elaboración teórica del gobierno temporal de la Iglesia en la Edad Media, de la plenitudo potestatis papal y de la calidad imperial del Papa como «príncipe primero que mueve y dirige todo el gobierno de la Cristiandad (primus princeps movens et regulans totam politiam Christianam)», véase Ernst Hartwig Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Madrid, Akal, 2012, especialmente las págs. 210-221. La cita corresponde a la pág. 218. Más centrado en el poder temporal del Papa es el estudio, cuatro años posterior, de 1961, de Walter Ullmann, Principios de Gobierno y Política en la Edad Media, Madrid, Revista de Occidente, 1971, ya que dedica toda la primera parte solo al Papa y a los fundamentos teológico-jurídicos de su poder temporal (págs. 33-117).

100. Literalmente, «no podemos», «no nos es posible». Esta fue la respuesta de Pedro y de Juan cuando fueron conminados por «la estirpe de sumos sacerdotes» del Sanedrín a «que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el nombre de Jesús» (Hch 4, 1-20). Era también la frase de los primeros cristianos cuando se les obligaba a un acto de idolatría; por ejemplo, adorar al emperador, así como la expresión con que el Papa se niega a autorizar algo; verbigracia, el divorcio, en 1529, de Enrique VIII de Inglaterra de Catalina de Aragón, que no le había dado ningún hijo varón, a fin de poder casarse con Ana Bolena. Pero, sobre todo, la aludida frase la haría célebre Pío IX en 1860, respondiendo así al consejo que le daba Napoleón III de ceder a Italia la Romaña, provincia italiana que pertenecía a los Estados Pontificios. Sobre el proceso matrimonial de Enrique VIII, véase, Erwin Iserloh, «El cisma inglés y la Reforma protestante en Inglaterra», en Hubert Jedin (dir.), Manual de Historia de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1986, tomo V, especialmente las págs. 462-467. Sobre el uso del término en Pío IX, véase, Rudolf Zinnhobler, «De Pío IX a Benedicto XV», en Josef Lenzenweger y otros, Historia de la Iglesia católica, Barcelona, Herder, 1989, sobre todo las págs. 516-518.

101. La relación Mischkin-Dostoyevski resulta aquí inevitable. Coincido con Henri de Lubac cuando afirma del novelista, frente a quienes dudan de ello, que «su cristianismo es auténtico, es, en su fondo, el mismo Evangelio, y es este cristianismo el que, por encima de sus dotes prodigiosas de psicólogo, da tanta profundidad a su visión del hombre». El drama del humanismo ateo, pág. 281.

102. En el citado libro de Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, la traductora, Olga Trankova Tabatadze, en la nota 25 de la pág. 119, explica con admirable precisión quiénes eran estos jlysty (así lo transcribe ella), «palabra compuesta sobre la base de jristy (“cristos”), nombre que se daban a sí mismos la “gente de Dios”, una secta religiosa que nació en Rusia a finales del siglo XVII entre los campesinos del sur del país. Los jlysty no reconocían a los sacerdotes ni a los santos, rechazaban todo tipo de libros eclesiásticos y no acudían a las iglesias ortodoxas. Su fe se basaba en la posibilidad de una comunicación directa del hombre con el Espíritu Santo, y de la encarnación del Espíritu en personas concretas, que se convertían, para ellos, en “cristos” y en “madres de Dios”. Lo principal de esta ideología religiosa fue la predicación del ascetismo. En la Rusia del siglo XX, antes de la Revolución, se contaban aproximadamente 40.000 jlysty».

103. En la última de un ciclo de conferencias dictadas en Moscú en el invierno de 1878, decía Vladímir Soloviev: «Y esta falta de fe, que al principio fue un mero germen oculto en el catolicismo, se ha ido exteriorizando posteriormente. Así, por ejemplo, en el jesuitismo (que constituye la expresión extrema y más pura del principio católico-romano), la causa agente es ya directamente el afán de poder, y no el celo cristiano; los pueblos no se someten ya a Cristo, sino al poder eclesiástico, y de ellos no se exige ya la confesión real de la fe cristiana: basta con que reconozcan al Papa y se sometan a los poderes eclesiásticos». Vladímir Soloviov, Teohumanidad. Conferencias sobre filosofía de la religión, Salamanca, Sígueme, 2006, págs. 207-208.

104. Edward Hallett Carr, pág. 125.

105. Stefan Zweig, en el citado estudio crítico sobre Dostoyevski (Tres maestros, pág. 221), ve en el príncipe Mischkin un esbozo del Cristo ruso.

106. Edward Hallett Carr, pág. 188.

107. Ibídem, pág. 187, en donde dice que la religión es, respecto de la ética, secundaria en esta novela.

108. Nicolás Berdiaeff, Una nueva Edad Media. Reflexiones acerca de los destinos de Rusia y de Europa, Barcelona, Apolo, 1938, págs. 11-19, pág. 21 y pág. 42. La edición original es de 1924.

109. La corriente materialista dialéctica, cuyo máximo exponente es Carlos Marx, ha estado especialmente incapacitada para penetrar en los aspectos más profundos de la obra artística, entre otras razones por su rechazo de la vida del espíritu. Es universalmente conocido que ni Marx ni Lenin dedicaron escritos monográficos ni ensayos específicos a cuestiones de arte y de literatura, aunque en sus voluminosas obras hay esparcidos numerosísimos comentarios sobre ellas, así como también escribieron breves artículos en periódicos y revistas. Ciñéndonos a un único materialista dialéctico ruso, como es el caso de Lenin, cabe decir que su filosofía subordina todo el mundo de la alta cultura todo el mundo de la alta cultura a los intereses revolucionarios y proletarios; la alta cultura es un producto burgués, individualista y reaccionario, que no sirve a los objetivos de la Revolución y al bienestar material de las masas. Incluso cuando admite la indiscutible genialidad de escritores como Tolstói, inmediatamente enumera simultáneamente una retahíla de sus «errores» artísticos, místicos y religiosos. Si hay algo que Lenin odie de manera profunda es la religión, el auténtico espíritu religioso, que considera un auténtico veneno para la formación de las masas revolucionarias. De los innumerables ejemplos que podrían aducirse, solo recojo dos. En un artículo muy conocido titulado «Tolstoi, espejo de la revolución rusa», publicado en el periódico bolcheviqueProletari el 11 de septiembre de 1908, al mismo tiempo que enumera los logros del gran escritor, pues no tiene más remedio que admitir la evidencia palmaria, como su denuncia de la explotación de los campesinos, la estulticia de la aristocracia, el despotismo de la autocracia zarista, denuncia también sus inmensos «defectos», que lo inhabilitan para estar de verdad al lado de los oprimidos. El principal de ellos, naturalmente, su espíritu religioso. Al final de la larga retahíla, dice, como a modo de conclusión y remate: «Por una parte, el realismo más lúcido, que arranca todas las máscaras, sean cuales sean; por otra, la prédica de una de las cosas más innobles que puedan existir en el mundo, a saber: la religión, la tendencia a poner, en lugar de los popes funcionarios de Estado, a popes por convicción, es decir, una propaganda a favor del reino de los popes bajo la más refinada de las formas, y, por consiguiente, la más abyecta». Véase, Vladímir Ilich Uliánov, Escritos sobre la literatura y el arte, Barcelona, Península, 1975, pág. 124. Imagínense ustedes a Lenin leyendo la novela Resurrección y las reproducciones finales de extensos pasajes evangélicos. Pero a quien de verdad despreciaba Lenin era a Dostoyevski, al que considera un auténtico reaccionario, además de un traidor. Lenin no podía penetrar en los misterios del alma humana individual. Esa preocupación era para él una simple pose burguesa, reaccionaria y contrarrevolucionaria. La auténtica revolución, la del espíritu, le estaba vedada. En un artículo titulado «A propósito de los “Vieji”», publicado el 13 de diciembre de 1909 en el periódicoNovyi Dien, dirigido contra antiguos marxistas, como Berdiaev, esto es, Vieji (Los jalones), que se han desengañado del ateísmo intrínseco del socialismo ruso, escribe Lenin: «Es completamente natural que […] los Vieji lleven una campaña incansable contra el ateísmo de los intelectuales y se esfuercen, de la manera más resuelta, por restablecer plenamente la concepción religiosa del mundo. Es completamente natural que, habiendo anulado a Chernishevski como filósofo, los Vieji anulen a Bielinski como publicista. Bielinski, Dobroliubov, Chernishevski, son los jefes de los “intelectuales”. Chaadáev, Vladimir Soloviev, Dostoievski, “no son en absoluto intelectuales”». Vladímir Ilich Uliánov, Escritos sobre la literatura y el arte, pág. 109.

110. Wilhelm Lettenbauer, Moscú, la Tercera Roma, Madrid, Taurus, 1963, págs. 41-44 y 53. Sin embargo, el texto en el que Filoteo elabora más concienzudamente su concepción es en la carta dirigida por esas mismas fechas al nuevo gobernador de Pskov, la «Epístola a M. G. Misur Munejin [Misiur Munekhin] contra las profecías astrológicas de Nicolaus Bülew y con la exposición de la teoría de la Tercera Roma». Esta carta está reproducida íntegramente, traducida por Olga Novikova, que es a su vez la responsable de la magnífica selección, en el volumen La Tercera Roma. Antología del pensamiento ruso de los siglos XI a XVIII, Madrid, Tecnos, 2000, págs. 109-117.Escribe Filoteo (pág. 115):«Diremos unas pocas palabras sobre el actual imperio ortodoxo de nuestro luminosísimo soberano [Basilio III], que ocupa el altísimo trono, el cual, en todo el orbe, es el único emperador de los cristianos y director de las riendas de los santos tronos de Dios, de la santa Iglesia universal apostólica que, en lugar de la romana y de la constantinopolitana, está en la ciudad de Moscú salvada por Dios […] Sabe, amante de Cristo y de Dios, que todos los imperios cristianos se han unido al final en el único imperio de nuestro soberano, según los libros de los profetas, es decir, el Imperio romano. Porque dos Romas han caído, pero la tercera está firme y no habrá una cuarta». Misiur Munekhin falleció en 1528.

111. Nicolás Berdiaev, El cristianismo y el problema del comunismo, Madrid, Espasa-Calpe, 1961, pág. 85. Sobre la reforma religiosa de Nikon, su personalidad y el cisma subsiguiente, también debe consultarse el libro de Alexis Marcoff, El alma del pueblo ruso y su evolución histórica, Barcelona, Tipografía La Educación, 1945, págs. 138-168. Resulta más que notable que, en la época histórica en la que Palestina estaba bajo el dominio de Antíoco IV Epifanes, soberano helenístico de la dinastía seléucida que conquistó Jerusalén poco después del 168 a. C., se gestase en el territorio del antiguo reino de Israel un feroz movimiento de resistencia dirigido por los Macabeos, familia que pertenecía al grupo de los llamados hasidim o «piadosos», que defendían los valores religiosos tradicionales frente a las innovaciones helenísticas, imprimiendo un fuerte sello nacionalista a la rebelión. Lo verdaderamente notable, sin embargo, está en que, una vez que los Macabeos se adueñan del poder y se consolidan en él, un número impreciso de esos hasidim se sentirá ajeno al nuevo estatus adquirido por los antiguos defensores de la tradición y se retirará al desierto, donde será guiado por el llamado «Maestro de justicia». La nueva secta, que se contrapondrá así a la religión oficial del templo de los asmoneos, es la de los esenios, desde hace algunos decenios bien conocidos por los manuscritos de Kirbet Qumrán, en el Mar Muerto, una secta que desarrollará de manera extraordinaria el género apocalíptico contenido ya entre los hasidim y que, asimismo, incubará en su seno sólidas creencias escatológicas, además de poseer una fuerte conciencia de inmortalidad. Muchos prestigiosos exégetas bíblicos estiman que estos esenios pudieron influir en las enseñanzas de Jesús. Véase, Helmut Köster, Introducción al Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, 1988, págs. 268-279 y 295-301. La fuente más importante quizá sea la ya citada obra de Flavio Josefo, La guerra de los judíos, Libro II, § 119-161, correspondientes a las págs. 207-217.

112. El cristianismo y el problema del comunismo, págs. 86-88.

113. Recuérdese, sin ir más lejos, la Nueva Política Económica defendida decididamente por Lenin a partir de marzo de 1921, en el X Congreso del Partido Comunista, una vez ganada la Guerra Civil por el Ejército Rojo, liberalizando en parte la economía, defendiendo a los campesinos, tan reacios en general a la colectivización de la tierra promovida por la Revolución, e incluso permitiendo la prosperidad de los kulaks, los campesinos acomodados. Véase, Edward Hallett Carr, Historia de la Rusia soviética. La Revolución bolchevique (1917-1923). 2. El orden económico, Madrid, Alianza, 1972.

114. El espíritu de Dostoyevski, pág. 174.

115. Ibídem, pág. 19.

116. Ibídem.

117. Ibídem, págs. 19-20.

118. Ibídem, pág. 182.

119. Ibídem, pág. 173.

120. Ibídem, pág. 174.

121. Ibídem, pág. 180.

122. Sobre los más destacados eslavófilos, como los aquí citados, además del libro de Franco Venturi, El populismo ruso, 1, págs. 43-47, debe consultarse el capítulo sobre «La filosofía rusa» en el siglo XIX que escribe Bernard Jeu en Yvon Belaval (dir.), Las filosofías nacionales, siglos XIX y XX, Madrid, Siglo XXI, 1981, especialmente las págs. 254-259, y el libro de Isaiah Berlin, Pensadores rusos, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2008, sobre todo el capítulo titulado «Rusia y 1848», págs. 33-64.

123. El espíritu de Dostoyevski, pág. 185.

124. Ibídem, pág. 194.

125. Ibídem, pág. 197.

126. Ibídem, págs. 200-201.

127. Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946. El ensayo fue revisado por el autor en 1936, coincidiendo con el 55 aniversario de la muerte de Dostoyevski, que se cumplía el 28 de enero, según el antiguo calendario juliano, vigente en Rusia hasta 1918, es decir, después del triunfo de la Revolución de Octubre de 1917. La edición de Argonauta es una traducción de esa revisión.

128. La edición manejada por mí de la novela Demonios corresponde a ese mismo tomo en que está publicado El idiota en Aguilar.En cuanto a los Karamazov y al Diario de un escritor, se incluyen en el ya mencionadotercer volumen de sus Obras completas, Madrid, Aguilar, 1961.

129. Un acercamiento riguroso y espléndido es el de Jutta Scherrer, «Pour une théologie de la révolution. Merejkovski et lesymbolisme russe», Archives des sciences sociales des religions, N. 45/1, 1978, págs. 27-50. La revista forma parte de la actividad editorial de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de Francia, que posee una magnífica página web.

130. Además de las ya citadas conferencias agrupadas bajo el título de Teohumanidad, son fundamentales, en relación con los asuntos aquí discutidos, otros dos títulos de Soloviev. El primero es su ensayo, concluido en París en mayo de 1888, «La idea rusa», editado en el volumen La idea rusa, Granada, Nuevo Inicio, 2009, págs. 137-182 (el libro es una recopilación de tres ensayos íntegros, correspondientes a Piotr Chaadaev, Vladímir Soloviev y Nikolay Berdiaev). El segundo es Vladímir Soloviev, Los Tres Diálogos y el Relato del Anticristo, Barcelona, Scire/Balmes, 1999. Vladímir Soloviev fue, desde 1873, amigo y fecundo interlocutor de Dostoyevski.

131. Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, pág. 9.

132. Ibídem.

133. Ibídem, pág. 12.

134. Ibídem, pág. 45.

135. Ibídem, pág. 55.

136. Ibídem, pág. 18.

137. Ibídem, pág. 184.

138. Friedrich Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Pamplona, Ediciones Peralta, 1978, pág. 71. Ver también, Rafael Argullol, El Héroe y el Único. El espíritu trágico del Romanticismo, Madrid, Taurus, 1984, pág. 77.

139. Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, pág. 184.

140. Ibídem, pág. 185. Repárese en cómo da la vuelta Dostoyevski, según Merejkovsky, a ese «sentido de la tierra» que, desde Empédocles, ha pasado, a través de Hölderlin y de Nietzsche, a Albert Camus y otros pensadores ateos de insobornable honestidad y elevadísima conciencia moral. Más correcto, quizá, sería decir cómo Dostoyevski integra y fusiona el sentido del cielo, del espíritu, con el sentido de la tierra, de lo corporal.

141. El significado del «sufrimiento» en Dostoyevski es muy complejo. Casi todos los grandes estudiosos de su pensamiento se han ocupado de él. Una primera aproximación puede ser el capítulo que dedica Reinhard Lauth a este tema en su ensayo La filosofía de Dostoievski expuesta sistemáticamente (Die Philosophie Dostojewskis. In systematischer Darstellung, Munich, Piper, 1950), capítulo incluido en la mencionada web dedicada a Lauth (https://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html). En ese capítulo se afirma: «Si el sufrimiento adopta el carácter de la compasión, entonces profundiza el amor en el hombre. Todo verdadero amor en la tierra está hermanado con el sufrimiento. A un hombre a quien se ama, en el sufrimiento todavía se le ama más íntima y profundamente. Y a uno a quien no se ama en absoluto, en el sufrimiento quizá se le puede llegar a amar».

142. El espíritu de Dostoyevski, pág. 127.

143. Repito de nuevo las palabras de Ramón Gaya reproducidas antes.

144. Antip Burdovskii (llamado en la novela el hijo de Pávlischev) es un joven de unos 22 años que aparece al final del capítulo VII de la 2ª parte. Perteneciente a la célula nihilista de Ippolit Teréntiev, Burdovskii, junto con sus compinches, tratan, según hemos esbozado antes, de arrebatarle a Mischkin una buena parte de su herencia, pretextando que esa herencia, en realidad, le corresponde a Burdovskii, supuesto hijo natural del ya fallecido y adinerado Pávlischev, amigo del padre de Mischkin y protector suyo durante su estancia en Suiza. La farsa es un burdo y perverso montaje de tales sujetos, quienes se embravecen ante la que ellos creen ingenuidad del príncipe.

145. La altura moral de Nastasia Filíppovna no tiene punto de comparación con Emma Bovary, un personaje trágico pero vulgar, que ni ha sabido asimilar las lecturas que ha hecho ni sabe lo que es el amor. Al mismo tiempo, las diferencias entre Dostoyevski y Flaubert son abismales. Flaubert opinaba que el mundo solo podría ser redimido por la belleza estética. Le concede a la «forma» una atención patológica y enfermiza, preocupado como está por la «perfección» literaria de sus obras. Acabó sus días ciertamente desesperado, enemistado con el mundo. En una carta a la escritora George Sand, le confiesa: «No soy cristiano». Flaubert es víctima del error de creer que el cristianismo, en su defensa de la igualdad, ha destruido la noción de la justicia. Si Jesús de Nazaret tenía arraigado un principio ético de manera sólida, ése era desde luego el de la justicia. El descreimiento de Flaubert y su divinización de la belleza, son en buena medida responsables de sus amargas horas finales. Véase, Compañeros eternos, págs. 202-203.Por su parte, Arnold Hauser ha señalado cómo, en las principales novelas de Dostoyevski, «la crítica de la Europa racionalista y materialista, su apoteosis de la solidaridad humana y del amor, no tienen otro sentido que el impedir un proceso que había de conducir al nihilismo de Flaubert». Historia social de la literatura y el arte, tomo III, pág. 172.

146. Así lo reconoce Jacques Madaule: «Nada iguala en la literatura del mundo, si no es la muerte de Desdémona, a la velada fúnebre de Natacha Filípovna por el príncipe Mishkin y Rogozhin». El cristianismo de Dostoievsky, pág. 66.

147. El cristianismo de Dostoievsky, pág. 68.

  

  

  

   

   

   

    

   

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media desde 1982 hasta 2016. Profesor asociado del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga durante los cursos 2006-2011. Licenciado en Filosofía y Letras en 1979, se especializó en Historia Medieval. Su Memoria de Licenciatura, leída a finales de 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre El socialismo postrevolucionario anterior a Karl Marx: Charles Fourier, Henri de Saint Simon, Robert Owen y Pierre-Joseph Proudhon. Su Tesis Doctoral, defendida en el año 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, se centró en Los orígenes del arte cibernético en España. La experiencia del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX (1997), reelaborado y ampliado en 2011 bajo el título Las artes plásticas en Málaga en la segunda mitad del siglo XX. Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Cuadernos Hispanoamericanos, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, Arte y Parte y Fedro. Revista de Estética y Teoría de las Artes (Universidad de Sevilla).

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Coordinador de la Sala de Exposiciones de la Universidad de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz. Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herráiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición El arte de construir el arte, con los fondos del Colegio de Arquitectos de Málaga. Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI, y del catálogo de la exposición El discreto encanto de la tecnología, celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë y Miguel de Unamuno, así como sobre películas de Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel y Leopold Jessner. Colaborador del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre «Ordet», de Carl Theodor Dreyer.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 3. Página 15. Año XXI. II Época. Número 111. Abril-Junio 2022. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2022 Enrique Castaños Alés. © Las imágenes de la tercera y última entrega corresponden a sendos fotogramas de los capítulos 15 (imagen 1), 18 (imagénes 2, 3 y 4), 19 (imagen 5) y 20 (imágenes 6 y 7) de la serie televisiva “El idiota”, producida y emitida por RTVE a finales de 1976, y se utilizan exclusivamente como ilustraciones del texto. Todos los derechos de autor, pues, que pudieran concurrir sobre las mismas pertenecen exclusivamente a sus autores. El guion fue elaborado por Hermógenes Sainz, basado en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski, y tiene a Emilio Gutiérrez Caba, José Sancho y Marta Angelat como primeros actores. La realización corrió a cargo de Antonio Chic. Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2022 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana. Castillón, 3, Ático G. 29730.Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

 

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