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LA 4.ª Y ÚLTIMA parte de la novela comienza
transcurridos siete días de la entrevista
entre el príncipe y Aglaya en el banco verde
del parque. El inicio tiene lugar sobre las
diez y media de la mañana, con Varvara
Ardaliónovna de regreso de casa de las
Yepánchinas, ensimismada en sus
pensamientos.
El novelista usufructúa los primeros
párrafos para hacer algunas agudas
consideraciones sobre el papel y la
necesidad de los personajes secundarios en
las novelas, seres vulgares, ordinarios, que
no pueden eliminarse porque hilvanan los
acontecimientos de la vida y porque
restarían verosimilitud a la narración.
Entre esos individuos vulgares de nuestra
novela, el narrador cita a Gavrila, a su
hermana Varvara y al marido de esta, Ptitsin.
Otro personaje vulgar y de alma ruin es, sin
duda, Lebédev.
Los capítulos I y II ocupan ese primer día
con el que da comienzo esta 4.ª parte. Los
capítulos III y IV narran los tres últimos
días de estancia del general Ivolguin en la
dacha de Lebédev, tres días en los
que el general adquiere un protagonismo
inesperado en la historia. La ruptura con
Lebédev, del que se ha hecho un fiel
camarada de borracheras, tiene su causa en
la desaparición de 400 rublos propiedad de
Lebédev, que ha robado Ivolguin, pero,
espoleado por su conciencia, ha vuelto a
colocarlos en su debido sitio.
La postrera jornada de estancia del general
Ivolguin en la dacha de Lebédev,
alrededor de las doce del mediodía —todos
terminan recurriendo a Mischkin, bien sea a
desahogarse, bien sea a confiarle los
secretos de su alma, bien sea porque saben
que el príncipe sabe escuchar—,
mantiene una larga conversación con el
príncipe (capítulo IV), al que le refiere
fantásticas historias de cuando tenía unos
diez años en septiembre de 181292 y se convirtió en paje
de Napoleón Bonaparte en Moscú93. La conversación finaliza sobre las dos de
la tarde. La noche de ese día la pasa ya
Ivolguin en casa de Ptitsin, y, a la mañana
siguiente, se exaspera con su hija y con su
yerno y se lanza a la calle, donde le
sobreviene un ataque en compañía de su hijo
menor Kolia, que no se separa de su padre,
temiendo pueda sucederle cualquier cosa como
consecuencia de su afición a la bebida.
En este punto sería conveniente hacer un
excurso a modo de interpretación, o, si se
prefiere, hipótesis cronológico-temporal de
esta parte de la novela, ya que el autor,
con mano maestra, deja solo pistas
desperdigadas aquí y allá, que es necesario
tener en cuenta para proceder a esa
reconstrucción temporal de los
acontecimientos, un método que,
injustamente, ha sido criticado con dureza
por algunos comentaristas como ejemplo de
confusión en la ordenación estructural de la
obra. Si hay confusión, ella es
responsabilidad exclusiva del lector.
Ya se ha hecho referencia al primer día de
esta 4.ª parte, que da comienzo justo una
semana después de la cita del banco verde.
Ese primer día es también el primero de la
estancia del general Ivolguin en casa de su
yerno Ptitsin y de su hija Varvara, adonde
se ha trasladado dejando la dacha de
Lebédev. También ese día es el día en que
Ivolguin se enfurece con su familia, sobre
todo con su hijo Gavrila (que se abochorna
del comportamiento y los escándalos de su
padre), y decide abandonar la casa de su
hija, aunque Kolia no lo dejará solo. Nina
Aleksándrovna, la sufrida y paciente esposa,
cinco años más joven que él, tampoco lo
abandona, sino todo lo contrario: va tras él
y se lo perdona todo, pues sabe que no actúa
con mala fe. Naturalmente, lo trasladan
inmediatamente de nuevo a casa de Ptitsin,
donde ya permanecerá enfermo hasta su
muerte.
El día de la velada en la dacha de
las Yepánchinas (acontecimiento fundamental
en la novela por las palabras pronunciadas
allí por el príncipe), a la que Mischkin
llega sobre las nueve de la noche, es el
mismo día en que el príncipe se levanta a
las nueve de la mañana (capítulo VI),
después de haber pasado una noche con
pesadillas y delirios como consecuencia de
la conversación mantenida con Aglaya la
noche anterior, en la que la joven le
intimida respecto a cómo debe comportarse en
la recepción del día siguiente con los
invitados (capítulo VI). Ese día de la
velada, por la mañana, cuando se levanta el
príncipe a las nueve, hacía ya tres días que
Ivolguin había dejado la dacha de
Lebédev.
Si el primer día de la 4.ª parte (capítulo
I) es cuando al general Ivolguin le da el
ataque en la calle en presencia de Kolia,
después de dejar la casa de su hija, y si en
el capítulo VI se nos aclara que el día de
la velada hacía ya tres días que Ivolguin
había dejado la dacha de Lebédev, eso
significa que el día en que tiene lugar la
velada han transcurrido ya tres días desde
que le diese el ataque a Ivolguin, lo que,
al mismo tiempo, implica que el día en que
arranca la 4.ª parte tiene lugar exactamente
tres días antes de la velada de marras.
Toda esa tarde del mismo día de la fiesta,
el príncipe la pasa junto al enfermo general
Ivolguin y junto a Nina Aleksándrovna.
Después de levantarse ese día, como hemos
dicho, a las nueve de la mañana, recibió el
príncipe, a las diez, la visita de Lebédev,
un encuentro muy desagradable en el que se
entera que Lebédev le ha estado enviando
anónimos a Lizaveta Prokófievna en relación
con Aglaya, así como ha estado ejerciendo de
vil espía engañando y sonsacándole cosas a
su inocente hija Viera Lukiánovna, que,
ignorante de la gravedad del asunto, ha
estado sirviendo de correo de Aglaya a
distintos destinatarios. Por la misma Viera
se entera después el príncipe, a la que ha
hecho llamar (aunque quien lo aclara entre
paréntesis es el narrador), que «más de una
vez les había servido de medianera, en
secreto, a Rogochin y a Aglaya Ivánovna
[pero] ni por un momento se le había
ocurrido que con ello pudiera causar el
menor daño al príncipe…».
Entre las cartas que escribe Aglaya, hay
tres que han sido dirigidas a Rogochin, a
Ippolit Teréntiev y a Gavrila Ardaliónovich.
Esta última, sin embargo, se la roba Lebédev
a su hija (a quien se la había entregado la
misma Aglaya), y es la que ahora el
funcionario le entrega al príncipe,
intentando congraciarse con él y conseguir
su estima, cosa prácticamente imposible,
pues Mischkin se da plena cuenta, espantado,
de su ruindad y bajeza.
La carta ni mucho menos la abre el príncipe
cuando se queda solo, sino que, por medio de
Kolia, la hace llegar a su destinatario,
Gavrila (capítulo VI). Convendría recordar
aquí que, por esos mismos días, Varvara
mantiene una larga conversación con su
hermano, con motivo de los esfuerzos que ha
hecho por ganarse la confianza de las
Yepánchinas a fin de que Gavrila sea objeto
de la atención y del interés de Aglaya, en
el curso de la cual le lanza a la cara que
Aglaya, a pesar de sus extravagancias y de
ser ridícula (para ella, claro está), «es
mil veces más noble que tú» (capítulo II).
En el capítulo V se describen diversos
encuentros del príncipe con Aglaya en la
dacha de esta, coincidencias en las que
Aglaya parece burlarse del príncipe,
desconcertando por completo a sus padres e
incluso irritando a su madre.
Una de esas
supuestas burlas es un regalo que le hace
llegar, después de haberle costado cierto
esfuerzo conseguirlo: un erizo94,
un extraño presente que, cuando se entera
Lizaveta Prokófievna, la sorpresa se muda en
enojo por la ignorancia de lo que eso pueda
significar, ya que no entiende absolutamente nada del
comportamiento de su caprichosa hija, como
tampoco comprende nada el padre, el general
Iván Fiodórovich.
En el curso de uno de estos encuentros, en
presencia de todos los Yepánchines, el
príncipe le dice de sopetón a Aglaya que la
ama: «Yo la amo a usted, Aglaya Ivánovna; yo
la amo a usted mucho;
yo no amo a nadie sino a usted, y… no lo
tome usted a broma, por favor: yo la amo a
usted mucho». Después de varias confidencias
con sus padres, Lizaveta le confiesa a su
marido que Aglaya no es que lo ame, es que
está loca de amor por el príncipe. Parece
que no queda más remedio que sobreponerse y
resignarse a lo inevitable.
No olvidemos que los padres de Aglaya no
vieron nunca con buenos ojos esta posible
relación con el príncipe, no, por supuesto,
por el rango de este, ni por su fortuna,
mucho más mermada de lo que en un principio
creían, sino por su enfermedad, por
su rareza, por su extraña forma de
conducirse, tan ajena a cualquier uso de
sociedad. Lo estiman, lo aprecian mucho,
incluso lo quieren, sobre todo Lizaveta,
pero no lo consideran un buen partido
para su hija. Aglaya se disculpa ante
Mischkin, por su alocado comportamiento, y
él se marcha henchido de felicidad y de
renovadas esperanzas. Pero al día siguiente
ya estaba otra vez Aglaya riñendo con el
príncipe. |
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En el curso de uno de estos encuentros,
en presencia de todos los Yepánchines,
el príncipe le dice de sopetón a Aglaya
que la ama: «Yo la amo a usted, Aglaya
Ivánovna; yo la amo a usted mucho; yo no
amo a nadie sino a usted, y… no lo tome
usted a broma, por favor: yo la amo a
usted mucho». |
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Antes de la velada, y también antes de
aquella revelación de Lebédev a Mischkin
sobre su ruin proceder de alcahuete, tiene
lugar un último encuentro entre el príncipe
y Teréntiev, provocado por este último.
Asistimos, por parte de Ippolit, a un duelo
psicológico, como si quisiese con toda su
alma justificarse ante el príncipe, pero
este no le recrimina nada, aunque sí le
responde, ante la apreciación de Ippolit de
que se siente indigno de su propio
sufrimiento, que «quien más puede sufrir es
por eso digno de sufrir más»95. Pero Ippolit se
tortura sin remedio. Le inquiere a su
interlocutor si él cree que sería capaz de
soportar un suplicio como el de Stepán
Glébov96, y el príncipe, «desconcertado», le
responde que no ha tenido la intención de
compararlo con Glébov, puesto que él,
Ippolit, «habría sido mejor en aquel
[remoto] tiempo…».
Teréntiev le
replica que no trate de consolarlo, y cuando
por fin le solicita su opinión sobre «cuál
sería para mí el mejor modo de morir. Para
irme lo… más virtuosamente posible»,
Mischkin le contesta con una frase
inmarcesible, otra de las frases más
asombrosas y sublimes de toda la novela:
«Pase de largo ante nosotros y perdónenos
nuestra felicidad —dijo el príncipe en voz
queda».
Resulta tremendo: Perdónenos nuestra
felicidad. A pesar de su risa irónica e
insincera, Ippolit se queda desarmado.
¿Habrá pretendido Dostoyevski burlarse de su
héroe, como presupone León Chestov? Porque,
se interroga el pensador existencialista
ruso, ¿pueden hacerse preguntas semejantes?
¿Es posible salir airoso en la respuesta?
Chestov subraya la manera de preguntar de
Ippolit: «para que resulte lo más virtuoso
posible». Es como si Dostoyevski «no hubiera
podido resistirse al deseo de sacarle la
lengua a su propia sabiduría». A la osadía
de Ippolit, la respuesta «escandalosa» del
príncipe. Continúa Chestov: «Dostoievski no
tuvo la audacia de obligar al pobre muchacho
a que se inclinara ante la impudente
santidad del príncipe. Y la voz tierna, que
en tales circunstancias no deja de surtir
efecto nunca, no dio en este caso resultado
alguno, al igual que la palabra mágica
“perdone”»97.
Según Chestov, una de las diferencias más
importantes entre Dostoyevski y Tolstói, que
en este pasaje puede advertirse con
meridiana claridad, es que mientras el
primero «deseaba obtener una respuesta real
a la pregunta hecha por Ippolit, y no
solamente ofrecer al público una obra de
arte», el segundo «en cambio […] está
profundamente convencido de que no hay
respuesta posible y de que, por
consiguiente, es necesario levantar entre la
realidad, por una parte, y el lector y él
mismo, por otra, una ficción artística»98.
Como si de un mal presagio se tratase,
Aglaya, la víspera misma de la velada, ya
muy tarde, a eso de las doce de la noche,
aprovechó el momento en que el príncipe se
marchaba de la dacha de las
Yepánchinas en dirección a la suya, para
despedirlo a solas y hacerle algunas
advertencias, en previsión de su modo de
proceder al día siguiente, delante de unos
invitados tan importantes. El príncipe
insiste en que no tiene nada que temer, que
no se moverá de su sitio, que no hablará de
nada que pueda alterarlo, que no hará gestos
inoportunos con los brazos y con las manos.
Ella, un poco irónicamente, pero sin maldad
alguna, le dice que, si tiene
irremediablemente que suceder algo que sea
al valioso jarrón de China, pues eso hará
que su madre se eche a llorar delante de
todos. Que, por tanto, se siente lo más
cerca posible del jarrón y lo haga añicos. A
estas ironías, Mischkin le asegura que se
sentará lo más lejos posible del valioso
objeto y que permanecerá quietecito.
Al final del breve diálogo, en el que se ha
reforzado su personalidad orgullosa y
rebosante de pudor, Aglaya, que está otra
vez a punto de estallar, pues él le insinúa
que lo mejor es que no vaya a la fiesta, que
se quede en su casa, cuando, en realidad,
todo se ha organizado por él, con el fin de
presentarlo a los invitados de sus padres,
se contiene ante las, como siempre,
inesperadas palabras del príncipe: «A mí me
gusta la mar que usted sea una niña así:
¡una niña tan buena, tan buena! ¡Ah, y qué
hermosísima puede usted ser, Aglaya!». ¡Cómo
va a enfadarse ante esto! Querría, «pero, de
pronto, un sentimiento inesperado para ella
misma apoderose de toda su alma en un
momento». Sin querer, se pone colorada, y,
en cuanto puede, aprovechando que la llaman,
vuelve al lado de sus padres.
Lejos de haber quedado tranquilizado, el
príncipe, como recordábamos antes, pasó una
noche muy agitada. Por fin llega la tan
esperada velada en casa de las Yepánchinas
(capítulo VII), tan cuidadosamente preparada
por Lizaveta Prokófievna, pues a la
recepción, además de otros encopetados e
insulsos personajes, asisten un no menos
vulgar viejo dignatario, al que el
general Iván Fiodórovich Yepanchin está muy
interesado en agradar, y una tal
Bielokónskaya, una señora de edad avanzada y
perteneciente a la nobleza, que es madrina
de Aglaya y ha considerado siempre a
Lizaveta Prokófievna, a la que ve como muy
inferior a ella, como su protegida, y a la
que la propia generala se desvive también en
complacer, en perfecta coincidencia en este
punto con su marido, hasta rayar casi en la
adulación.
El príncipe llega sobre las nueve de la
noche. Al principio, durante un buen rato,
está tranquilo, sosegado, incluso un tanto
aislado, aunque respondiendo muy cortésmente
a cuantas preguntas le formulan los anodinos
invitados. Pero, finalmente, sucede lo que
tenía que suceder, como algo inevitable,
como un fátum inexorable que pareciera
perseguirlo y contra el que es inútil
oponerse.
Todo sucede por algunas opiniones
intrascendentes emitidas por el viejo
dignatario acerca de los jesuitas,
encarándose directamente con el príncipe,
sin sospechar siquiera su reacción, y
comentarle sin maldad alguna que tiene
entendido que es un hombre muy religioso. Lo
que se produce en Mischkin es, literalmente
hablando, una transformación, una
metamorfosis completa, una
transfiguración. Nunca lo habíamos visto
así antes ni lo veremos después. Hasta choca
comprobar la calma aparente que mantendrá
algunos días más tarde delante del cadáver
de Nastasia Filíppovna en presencia de su
asesino. Pero ese impreciso tema de índole
religiosa que se apodera, sin pretensión
expresa de nadie, de la conversación hace de
él otra persona, absolutamente ida,
enajenada, casi un profeta, un visionario,
alguien que está poniendo tal pasión en lo
que dice, está tan absorto y entregado a su
espontáneo razonamiento, que hasta puede dar
miedo.
En esta memorable intervención, la más
destacada de carácter religioso, político y
socio-histórico de toda la novela, Mischkin
expone algunos de sus más profundos
pensamientos, que no tienen por qué
coincidir exactamente, pero que tampoco
sería exagerado afirmar que muchos de ellos
son los del propio Dostoyevski. Es la única
vez que vemos al príncipe agitado, transido
de cierta violencia en las palabras, por ese
nervio vehemente que las atraviesa como un
afilado cuchillo,
y esta actitud, sin que podamos evitarlo,
nos evoca esa única vez en que Jesús pierde
su habitual calma interior, esa paz infinita
que emanaba de su figura inundándolo todo, y
empuña con energía el látigo para expulsar a
los mercaderes del atrio del Templo de
Jerusalén (Jn 2, 13-22).
Su excitación y su transporte son tales,
que, al final, termina por romper el valioso
jarrón chino de la estancia en que se
encuentra, tal y como había pronosticado el
día anterior Aglaya. Esto maravilla
sobremanera al príncipe, precisamente por el
hecho de que, a pesar del sumo cuidado que
había puesto en que tal cosa no sucediera,
terminó acaeciendo, cual si de una profecía
se tratase. Y eso que, como dijimos más
arriba, había estado toda la noche anterior
sobrecogido ante esa posibilidad,
resolviéndose a evitarla como fuese. Sin
embargo, ocurrió.
Además, su grado de excitación y de
enajenación al hablar fueron tales, que,
ante el asombro general y la impotente pena
de Lizaveta Prokófievna y de Aglaya, terminó
por darle un ataque epiléptico, delante de
todos, si bien «leve» (como se dice un poco
más adelante, en el capítulo VIII), pero que
lo postró en la alfombra. Aglaya, al intuir
que este desenlace era inminente, «con
horror, con el rostro descompuesto de pena»,
después de acercarse a él y cogerle la mano,
«oyó el salvaje grito del espíritu que
sacudía y derribaba al desgraciado».
La disertación del príncipe es,
esencialmente, de carácter religioso y
espiritual, contraponiendo lo que él
considera el verdadero cristianismo, el
cristianismo ortodoxo ruso, al falso
cristianismo, el catolicismo de la Iglesia
romana, un catolicismo que, precisamente por
su fariseísmo, por su históricamente
comprobada ambición de poder temporal99, por su desnaturalización del mensaje
original de Jesús, ha incubado en su seno el
ateísmo y el socialismo ateo. El príncipe
llega incluso a decir que «el catolicismo
romano es todavía peor que el propio
ateísmo», precisamente por su falsedad, por
su afrenta a Cristo, por su anhelo
insaciable de dominio universal, pues «cree
que sin el dominio universal no podrá
subsistir la Iglesia en el mundo: grita:
Non possumus!100».
El catolicismo romano no es más que una
continuación del Imperio romano de
Occidente, y hasta el dogma católico está
subordinado a esa idea. En el Papa de Roma,
además de haber «empuñado la espada», se
encierra «la mentira, la picardía, el
engaño, el fanatismo, la superstición y el
crimen», habiéndolo vendido todo por el afán
de riquezas temporales. El ateísmo, el
socialismo ateo, nacen de la
«desesperación», «de la oposición al
catolicismo en sentido moral, para ocupar el
puesto del perdido poder moral de la
religión, para apagar la sed espiritual de
la Humanidad sedienta y salvar a esta, no
por Cristo, sino por la fuerza…»; ambos, el
ateísmo y el socialismo ateo, están
dominados por la fuerza, por la imposición.
El príncipe defiende un pensamiento
profundamente cristiano, evangélico101, pero también de carácter eslavófilo,
rusófilo, es decir, que Rusia, la santa
Rusia, está llamada a liberar
espiritualmente a Europa y al mundo. «¡Es
menester —dice el príncipe a sus incrédulos
oyentes— que refulja, en contraposición al
Occidente, nuestro Cristo, que hemos
conservado, y al cual ellos no conocen!».
Más adelante, siguiendo con su ardiente
plática, Mischkin habla de lo fácil que es
que el ruso se haga ateo, y ello no se debe
solo a una cuestión de vanidad, «sino de
dolor de alma», «de nostalgia por un objeto
supremo», «por una patria en la que [los
rusos] han dejado de creer», porque nunca la
han conocido. De ahí que el ateísmo sea para
el ruso una nueva fe, una nueva religión.
Como decía un mercader de la secta de los
viejos creyentes, «quien de su tierra
reniega, de Dios reniega», recuerda el
príncipe. «Porque basta pensar que, entre
nosotros,
personas muy instruidas se han hecho
jlisti102.
¿Y en qué, después de todo, es peor el
jlistismo que el nihilismo, el
jesuitismo103 o el ateísmo? ¡Hasta es posible que sea
más profundo!». Al hombre ruso hay que
revelarle el mundo ruso; «mostradle
en lo por venir la renovación de toda la
Humanidad y su resurrección, quizá por el
solo pensamiento ruso, por un Dios y un
Cristo rusos, y veréis qué gigante fuerte y
justo, sabio y dulce se desarrolla ante el
Universo…».
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En esta memorable intervención, la más
destacada de carácter religioso,
político y socio-histórico de toda la
novela, Mischkin expone algunos de sus
más profundos pensamientos […]. Es la
única vez que vemos al príncipe agitado,
transido de cierta violencia en las
palabras, por ese nervio vehemente que
las atraviesa como un afilado cuchillo… |
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También se detiene a reflexionar
unos momentos sobre la nobleza
rusa, sobre la clase
aristocrática, de la que duda
que todavía exista en su sentido
de guía espiritual y moral del
pueblo ruso. Por último, al
final de su encendida alocución,
aflorará, asimismo, su
inconmensurable humildad, el
creerse ridículo, incapaz de
expresar una idea, una idea
capital: «…porque la
sinceridad no vale por el
gesto». Es decir, no porque
gesticule y parezca ridículo,
deja de ser sincero. Incluso
dice que «yo soy a veces un
villano, porque pierdo la fe».
Para alcanzar la perfección hay
que empezar por no comprender
muchas cosas. «Consagrémonos a
servir».
Todas estas apretadas y
densísimas palabras del
príncipe, en las que sin duda
hay mucho del pensamiento de
Dostoyevski, aunque, como bien
indica E. H. Carr, sería un
grave error confundir de modo
simplista al escritor con sus
personajes104, requerirían una
prolija explicación, en realidad
un nuevo ensayo, pues en ellas
están contenidas cuestiones
esenciales que preocupaban a
Dostoyevski, y todas están tan
enlazadas entre sí, que unas nos
llevarían necesariamente a las
otras; esto es, lo que dice
Mischkin nos remitiría a lo que
dicen otros personajes
dostoyevskianos de otras novelas
suyas, y así hasta adentrarnos
de tal modo en el pensamiento
del novelista, que nos apartaría
por completo del propósito de
estas líneas, que deben
concentrarse en El idiota.
Sin
embargo, sí resulta ineludible hacer
algunas precisiones y dar
ciertas explicaciones en
relación con las palabras del
príncipe, a fin de evitar, en la
medida de lo posible,
malentendidos, aunque también
conviene resaltar que el
pensamiento político-religioso
de Dostoyevski ofrece notorias
contradicciones, y, sobre todo,
en lo que se refiere a las
relaciones entre la Iglesia y el
Estado, el papel de Rusia en el
mundo como faro espiritual, las
tensiones entre Rusia y el
Occidente, y el significado
concreto de «pueblo» y de un
«Cristo ruso»105 no se articula en un conjunto
sistemáticamente estructurado,
sino todo lo contrario,
disperso, a veces confuso, donde
las opiniones parecen entrar en
conflicto unas con otras, y, lo
que resulta aún más
descorazonador, donde las
opiniones vertidas en su
extensísimo Diario de un
escritor, a veces por el
modo como han sido redactadas,
pueden prestarse fácilmente a
simplificaciones excesivas o a
acusaciones de burda ideología
reaccionaria y ultramontana.
A mi juicio, este tipo de
conclusiones resultan muy
injustas con Dostoyevski, que es
un autor que no puede ser
gratuitamente
descontextualizado; sobre todo,
que no puede ser apartado de
Rusia, de su tradición histórica
y de la acelerada evolución de
las ideas en su propia época,
evolución a la que él contribuye
de una manera decisiva. Por eso,
me parece improcedente la
apreciación de Hallett Carr,
que, en realidad, va dirigida
principalmente contra Nicolás
Berdiaev, cuando afirma que «los
críticos que ven en Dostoievski
por encima de todo a un pensador
no tienen mucho que hacer con
El idiota, ya que los pocos
pasajes que dedica a cuestiones
filosóficas son los más flojos
del libro»106.
Ni creo que esos pasajes sean
flojos, sino más bien muy
escasos, ni estimo que puedan
separarse de manera clara en
Dostoyevski, como da a entender
el historiador británico, la
ética y la religión; más bien
diría que son inseparables,
aunque es evidente, y así lo he
reconocido en el propio título
de este ensayo, que a
Dostoyevski le preocupa sobre
todo en El idiota
perfilar el ideal ético107, mientras que la
problemática religiosa, el
ateísmo y el nihilismo, se
agudizarán extraordinariamente
en
Demonios
y en Los hermanos
Karamazov.
Mischkin afirma que la Iglesia
romana ha incubado en su seno el
ateísmo y el socialismo ateo,
precisamente por su ambición de
poder temporal y su afán de
riquezas,
y la mejor prueba de ese
ateísmo, no son precisamente las
palabras del príncipe, que no
demuestran nada, pues están
expresando una idea, sino lo que
le confiesa el Gran Inquisidor a
Jesús en Los hermanos
Karamazov, que constituye un
proyecto perfectamente
planificado de Estado
totalitario. Aunque las palabras
del anciano nonagenario haya que
interpretarlas, ante todo, en
clave rusa, son,
asimismo, extensibles a
Occidente. Pero la vehemente y
compulsiva exposición de
Mischkin, que sin duda hace de
manera muy explícita a la
Iglesia de Roma responsable del
ateísmo que se ha ido
desplegando en el Occidente
cristiano, especialmente desde
el Renacimiento y la Reforma
protestante, ya que entrambos
magnos sucesos propiciarán un
tipo de Humanismo cada vez más
alejado de Dios, y, por
consiguiente, más próximo a un
endiosamiento o divinización del
hombre, esto es, un proceso que
conducirá paulatinamente de la
creencia en el Dios-Hombre a la
creencia en el hombre-dios108,
progreso
que hallará su culminación,
primero, entre los materialistas
franceses de la Ilustración y
del siglo XVIII, y, segundo, en
el Idealismo alemán de Fichte,
Schelling y Hegel (cuyo camino
había sido desbrozado
esencialmente por Spinoza, pero
también por Lessing), hasta
desembocar, por un lado, en la
corriente materialista y
dialéctica de Feuerbach-Marx109, y, por otro, en la corriente vitalista de
Schopenhauer-Nietzsche, sin
olvidarnos de Augusto Comte y el
positivismo como transmutación
de la Ciencia en una nueva
religión, aquella exposición de
Mischkin, decíamos, no puede
ensombrecer lo que él mismo
afirma muy poco después, a
saber, que también el ateísmo y
el socialismo ateo están
apoderándose de Rusia; ahora
bien, esta creciente ideología
anticristiana en Rusia, más que
deberse a la influencia europea,
que ni mucho menos puede
descartarse en precursores del
nihilismo como Bielinsky o en
revolucionarios como Alexander
Herzen o el propio Mijaíl
Bakunin, ante todo hunde sus
raíces en la propia historia de
Rusia, porque el nihilismo ruso,
que es intrínsecamente ateo y
que se va a convertir en el modo
de pensar característico de la
intelligentsia rusa del
siglo XIX, es imposible de
entender sin conocer lo que
ocurrió en Rusia en la esfera
político-religiosa desde el
siglo XVI en adelante. Intentaré
resumirlo a grandes rasgos.
De una parte, en ese siglo XVI,
están las enseñanzas del monje
Filoteo (Filofej), que, en 1524,
desde el monasterio de San
Eleazar (San Lázaro) de la
ciudad de Pskov, envía una carta
al Gran Príncipe Basilio III,
hablándole de Moscú como de la
Tercera Roma, una vez caída la
segunda en 1453, que ha sido
Constantinopla, y sin
posibilidad alguna de que pueda
haber una cuarta110; de otra parte, y de
mucha mayor trascendencia, está
la reforma religiosa emprendida
por Nikon —Patriarca de Moscú
entre 1652-1666— con el apoyo
del zar Alejo I Románov y de la
jerarquía eclesiástica, una
reforma que consistirá
primordialmente en permitir la
influencia de la Iglesia
ortodoxa griega en Rusia, en
modificar los contenidos de los
libros santos y ciertos aspectos
de la liturgia, de tal manera
que muchos la consideran una
traición y terminan provocando
un cisma. Aparece un reino
ortodoxo «invisible», que se
retira al desierto, huyendo de
la persecución. Berdiaev señala
que «la forma exagerada del
cisma, el Bespopóvstvo o
la comunidad sin sacerdotes, que
reniega de toda jerarquía
eclesiástica, está empapada de
elementos apocalípticos»
(esperanza ferviente en una
salvación futura) «y
escatológicos» (el fin de los
tiempos), «al mismo tiempo que
nihilistas con respecto a la
Iglesia organizada, el Estado y
la cultura». Ya tenemos, pues,
esta forma embrionaria de
nihilismo estrechamente
emparentada con el
apocalipticismo en Rusia111.
Lo que acontece desde ese
momento hasta el decenio de
1860-1870, que es cuando toman
cuerpo las ideas del populismo
ruso y del nihilismo, lo ha
sintetizado con gran rigor y
penetración Berdiaev. Ante todo,
que «el monarquismo de los
viejos creyentes se trueca en
anarquismo». En segundo lugar,
que los síntomas profundos del
cisma, tales como la ruptura
entre el pueblo y el poder
eclesiástico, entre el pueblo y
las capas cultas de la sociedad,
se vuelven cada vez más
tremendos. La Reforma de Pedro I
el Grande (1689-1725),
tan implacable, acentuó este
proceso. Las reformas,
continuadas después por Catalina
II la Grande (1762-1796),
potenciaban la occidentalización
frente a las tradiciones rusas.
Es muy interesante esta
observación psicológica: «La
actividad de las masas con
respecto al poder se vuelve
huraña, desconfiada y hostil».
Pero esas tendencias cismáticas
y escatológicas se secularizan
en el siglo XIX, afectando a la
minoría intelectual, a la
intelligentsia rusa. Esta
intelligentsia del siglo XIX
es disidente y vive de espaldas
al presente, a la Rusia
imperial, volviendo sus ojos a
un pasado idealizado anterior a
Pedro el Grande. Esta
minoría intelectual y cultivada
se distancia cada vez más del
pueblo, y, además, en su
estructura psíquica se opera la
espera en una catástrofe final,
donde «lo negativo» se convierte
«en absoluto» y se acentúan las
«tendencias extremistas». «La
energía social creadora
—sostiene Berdiaev— no podía
realizarse libremente en las
condiciones de vida de los rusos
del siglo XIX, es decir, no
estaba dirigida hacia una
construcción social concreta, y
así se replegó en sí misma,
transformando la estructura del
alma y provocando una tendencia
apasionada hacia el ensueño
social, hacia la utopía,
acumulando así en el
inconsciente elementos
explosivos».
El único que vio esto con total
claridad fue Dostoyevski. Se dio
cuenta de que «el socialismo
ruso era», en realidad, «un
problema religioso, relativo a
Dios y a la inmortalidad, a la
transformación completa y
radical de la vida humana, no un
problema político». La mayoría
de la minoría intelectual rusa
del siglo XIX profesaba el
socialismo entendido como una
nueva religión, determinando así
todos sus criterios morales112. Ahora sí se comprenden perfectamente las
palabras de Mischkin de que el
ateísmo sea para el ruso una
nueva fe, una nueva religión.
No podemos entrar aquí ni
siquiera en un somero análisis
de por qué se produce en Rusia,
y no en ninguna otra parte, el
fenómeno del bolchevismo. Pero
sí debemos constatar, al menos,
dos cosas: la primera, que el
bolchevismo es una
consecuencia directa de ese
nihilismo que se ha
apoderado de la
intelligentsia rusa, un
nihilismo ya no solo ateo, sino
de un extremismo atroz y
resuelto a pasar a la acción
revolucionaria con una lógica
fría, calculadora y matemática,
dando pasos muy meditados,
aunque en ocasiones hubiese que
improvisar y cambiar la
orientación inicial
transitoriamente113.
La segunda, que Dostoyevski ve
con una lucidez espantosa todo
lo que se avecina; punto por
punto, toda la actuación
bolchevique está ya contenida en
la manera de proceder de los
quinqueviros de Demonios
y en la ideología del Gran
Inquisidor. Esto, naturalmente,
no aparece en El idiota,
puesto que su propósito es otro,
pero conviene no olvidarlo.
Dostoyevski es, efectivamente,
un profeta o un visionario que
se adelanta decenios a lo que
vendrá, pero esa dimensión
profética del contenido de sus
últimas grandes novelas se debe
principalmente a su profundo
conocimiento del mundo de las
ideas en Rusia y de la evolución
espiritual e intelectual de la
intelligentsia rusa, a su
asombroso conocimiento, sin duda
sin punto de comparación posible
con nadie, de las tendencias más
hondas y esenciales del alma
rusa, del pueblo ruso, que le
permitirán prever el destino de
Rusia en el futuro a una
distancia de decenios.
Creo que todo esto debe
subrayarse, entre otras razones,
porque con frecuencia se olvida
la inmensa equivocación de
Carlos Marx, quien estaba
convencido de que la revolución
socialista habría de producirse
necesariamente primero en los
países más industrializados, en
Gran Bretaña y en Alemania,
precisamente porque, según su
reduccionismo dialéctico de la
lucha de clases como
motor de la historia, y su,
hasta cierto grado,
determinismo económico,
sería en esas adelantadas
naciones donde las insoportables
contradicciones de clase
terminarían por provocar el
ansiado estallido revolucionario
socialista. Jamás se le ocurrió
pensar en Rusia. Lo hubiese
considerado un insulto a su
inteligencia, y a la, para él,
muy fundamentada opinión propia
de cómo funcionaba el sistema
económico capitalista. Uno de
los más graves errores de Marx
es haberle concedido una
preeminencia prácticamente
absoluta a la economía
frente al mundo de las ideas,
que, para él, carecía de
autonomía propia.
La otra gran cuestión que
plantea Mischkin en su
sorprendente intervención ante
la atónita concurrencia, es la
cuestión del papel de Rusia en
la evolución religiosa y
espiritual futura del mundo, el
destino de la que él llama la
«santa Rusia» a este respecto,
cuya máxima concreción y
expresión quizá sea esa extraña
idea, o, más bien, extraña
creencia en un «Cristo ruso»,
que, a su vez, plantea el arduo
y casi insoluble problema de la
eslavofilia o de la rusofilia
religiosa de Dostoyevski, ideas
nacionalistas
político-religiosas que parecen
desprenderse de las palabras del
príncipe y que supuestamente
habrían sido profesadas sin
fisuras por el propio escritor.
Sin propósito alguno de incidir
en el error de confundir a
Dostoyevski con el príncipe
Mischkin, no creo que tampoco
pueda juzgarse descabellado
pensar que la mayor parte de las
cosas que dice el protagonista
de la novela son opiniones
personales del escritor, y más
en este delicado asunto, por el
que Dostoyevski era ya no solo
muy conocido en Rusia, sino que
en más de un aspecto era un
referente ideológico fundamental
para un creciente número de
intelectuales cristianos de su
país. Pero suponiendo que así
fuera, esto es, que exista una
razonable correlación entre las
ideas del novelista y las del
personaje literario del
príncipe, el problema, en vez de
resolverse o entrar en vías de
solución, se agrava y se
enrarece aún más. ¿Por qué? Pues
porque, en lo que atañe a la
idea de Dostoyevski sobre el
supuesto liderazgo religioso de
Rusia en el mundo, sobre su
papel mesiánico evangelizador
respecto de una Europa cada vez
más descreída, sobre el «destino
de Rusia» y qué significa
exactamente eso de un «Cristo
ruso», su obra está plagada de
contradicciones, de
ambigüedades, e incluso, como es
palpable en el Diario de un
escritor (1873-1874), de
«chovinismo», un término
probablemente muy duro para
aplicarlo a un espíritu tan
universal como era Dostoyevski,
pero que Berdiaev, que siente
por él una admiración
incomparable con cualquier otro
escritor, filósofo o artista que
haya existido, no duda en
emplear114.
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La otra gran cuestión que plantea
Mischkin en su sorprendente intervención
ante la atónita concurrencia, es la
cuestión del papel de Rusia en la
evolución religiosa y espiritual futura
del mundo, el destino de la que él llama
la «santa Rusia» a este respecto, cuya
máxima concreción y expresión quizá sea
esa extraña idea, o, más bien, extraña
creencia en un «Cristo ruso», que, a su
vez, plantea el arduo y casi insoluble
problema de la eslavofilia o de la
rusofilia religiosa… |
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Estoy de acuerdo con Berdiaev en
que, en el fondo, más que
plantearse el problema religioso
como el fundamental de las
grandes obras de Dostoyevski,
incluido el ateísmo y la
creencia en Dios, lo que de
verdad subyace en ellas es, ante
todo, el intento de resolver un
problema de carácter
antropológico que tiene que ver
con el destino del hombre y con
su libertad. Es decir, que lo
que de verdad tortura a esa alma
incandescente que era la de
Dostoyevski, es el enigma del
espíritu humano115,
del destino de la criatura
humana, arrojada a este valle de
lágrimas. Esto significa, y es
importante subrayarlo, sobre
todo frente a quienes han
pretendido llevar a cabo una
distorsión manipuladora de su
pensamiento en sentido
reaccionario, que a Dostoyevski,
más que la teología, le preocupa
la antropología116.
Para resolver el problema de
Dios hay necesariamente que
pasar por el hombre, o, dicho de
otra manera, que el misterio de
Dios se revela para él a través
del misterio de lo que sucede en
las profundidades del alma
humana117. En este sentido, nadie
ha capuzado, por parafrasear a
Walter Páter cuando nos habla de
la dama submarina del Louvre, en
mares más profundos,
profundidades abisales, que
producen vértigo y hasta
espanto. No puede extrañarnos,
pues, la honda impresión que su
lectura causó en otro inmenso
espíritu intempestivo, en
Federico Nietzsche. Si el
solitario de Sils Maria intuyó
por vez primera en agosto de
1881 (medio año después de la
muerte del novelista ruso) lo
que él llamaba su «pensamiento
más abismal», la idea del
«eterno retorno», Dostoyevski
había explorado, a su vez, las
más recónditas e inaccesibles
profundidades del alma humana,
donde se elaboran las grandes
pasiones, las grandes creencias
y los grandes descreimientos.
En cuanto al tema de Rusia y a
su supuesta eslavofilia,
Berdiaev opina que a Dostoyevski
no se le puede imaginar fuera de
Rusia, ya que él encarna como
nadie el espíritu de Rusia. Su
concepción de lo que él llamaba
el «pueblo ruso» es una
concepción mesiánica, y por
«pueblo ruso» entendía
principalmente que era el que
estaba compuesto por los
mujiks, esto es, por los
campesinos pobres118. El pueblo ruso es para él el pueblo
«portador de Dios»119.
Pensaba, como se ha dicho antes,
que las naciones de la Europa
occidental se habían apartado de
Dios y del cristianismo, pero su
relación con Europa es
ambivalente, contradictoria120,
una relación conflictiva de
amor-odio. Él mismo viajó mucho
por Europa y llega a afirmar que
cuanto más europeo se siente un
ruso, más ruso es. Pero entre
los rusos y los europeos
occidentales existen para él
diferencias casi insalvables.
Una de ellas es que mientras el
alma rusa es mística y
apocalíptica, mientras que los
rusos no saben controlar sus
pasiones, los europeos son
disciplinados en materia
religiosa y en materia cultural.
Para Berdiaev, el «populismo
religioso» de Dostoyevski se
aparta del populismo de la
intelligentsia rusa, así
como de las dos corrientes
principales del populismo: la
materialista y la religiosa121.
A diferencia de la mayor parte
de los críticos y estudiosos de
Dostoyevski, Berdiaev no lo
considera exactamente un
eslavófilo, o, al menos, un
eslavófilo en el sentido normal
y corriente del término. Una de
las mayores discrepancias que
mantiene con los eslavófilos122 (Alexei Stepánovich Jomiakov, Konstantin
Sergueevich Aksakov y su hermano
Iván Sergeyevich Aksakov, Iván
Vasilyevich Kireevsky y su
hermano Piotr) es que él ya
pertenece a «una época que se
vuelve religiosamente hacia el
Apocalipsis»123. El mesianismo de Dostoyevski no es
nacionalista. La concepción que
tiene del pueblo ruso como del
pueblo «portador de Dios», es
una concepción mesiánica
universal, no nacionalista124. Pero Berdiaev entiende
que la falta de claridad y la
confusión de Dostoyevski en
relación con la idea de «pueblo»
está en que entendía como
«pueblo» un organismo místico
constituido por los campesinos
pobres. Pero esa pretendida
«verdad popular» no la extrae en
realidad Dostoyevski del pueblo,
sino de las profundidades de su
propio espíritu. «El destino del
hombre ruso —nos recuerda
Berdiaev que dice Dostoyevski—
es indiscutiblemente ser europeo
y universal […]. Para un
auténtico ruso, Europa y toda la
gran tribu aria son igual de
valiosas que la misma Rusia, que
la propiedad de su tierra natal,
porque nuestro destino es un
destino universal»125.
Precisamente, Dostoyevski lo que
hace es advertir del peligro de
la conciencia mesiánica
populista, nacionalista, no
universal, aunque, a veces,
sucumbe a la tendencia pagana de
la ortodoxia, subordinando el
universalismo cristiano al
nacionalismo religioso, el
logos universal al
elemento popular126.
Ya hemos hecho mención del
notabilísimo ensayo de crítica
literaria escrito por Dmitri
Merejkovsky, entre 1900-1901,
sobre Tolstói y Dostoyevski. En
1906, con motivo del veinticinco
aniversario del fallecimiento de
Dostoyevski, escribió
Merejkovsky otro ensayo sobre el
escritor, relativamente breve,
de menos de doscientas páginas,
pero extraordinariamente denso y
profundo, al que ya nos hemos
referido, titulado El profeta
de la revolución rusa127.
La inmensa mayoría de las citas
de Dostoyevski contenidas en el
ensayo pertenecen a Demonios,
a Los hermanos Karamazov
y al Diario de un escritor128.
No es este el lugar, ni mucho
menos, de hacer una semblanza
biográfico-intelectual del
brillante crítico, novelista,
pensador, místico y escritor
ruso Merejkovsky, asociado al
movimiento del simbolismo en
Rusia129, como tampoco la hemos hecho de su amigo
Nicolás Berdiaev, con el que
mantenía, sin embargo, sonoras
diferencias en su interpretación
del pensamiento de Dostoyevski.
Pero no está de más advertir al
lector que se trata, en el caso
de Merejkovsky, de una
personalidad espiritual
extremadamente compleja, con
multitud de rasgos que lo
emparentan, a veces en una
relación casi patológica, con
Dostoyevski y con Vladímir
Soloviev130 (1853-1900), cuyas
obras, las de ambos, conocía con
una profundidad que, a mi
juicio, solo es equiparable a la
de Berdiaev. Este es uno de los
problemas, pero también una de
las indiscutibles ventajas de
apoyarse en este tipo de
autores; a saber, que se trata
de pensadores profundos que
hablan sobre un pensador más
profundo todavía, Dostoyevski,
que, como ellos mismos
reconocen, es, en el caso de
Berdiaev, el autor que más ha
influido en su vida, y, en el
caso de Merejkovsky, el más
querido por él, el que más ama131.
Una de las mayores dificultades
para comprender correctamente a
Dostoyevski, según Merejkovsky,
es que, bajo la máscara de la
reacción, de un pensamiento a
veces ultraconservador, se
escondía un profeta de la
revolución, de la revolución
religiosa y místico-espiritual,
claro está, aunque también
anuncie con pavorosa exactitud
la otra revolución, la
anticristiana y bolchevique,
incubada ya en las entrañas
mismas del nihilismo ruso. La
envoltura exterior de
Dostoyevski puede parecernos a
veces muerta, algo así como una
«mentira transitoria», pero el
corazón de ese fruto es un
corazón de «verdad eterna»,
puesto que él, más que ningún
otro, nos ha mostrado el camino
hacia el Cristo que habrá de
llegar, esto es, el reino de
Dios sobre la tierra, que,
cuando se aproxime, será
fácilmente confundible con el
reinado del Anticristo132.
¿Cuál es, según Merejkovsky, la
idea fundamental de Dostoyevski,
y cuál es, al mismo tiempo, su
error capital? La idea
fundamental es que el
campesinado pobre es el
cristianismo, o, si se
quiere, que el cristianismo es
el campesinado pobre. El error,
que el pueblo ruso, ese
campesinado pobre, es para él
ortodoxo religiosamente
hablando, lo que implica que
quien no comprenda la ortodoxia
no podrá nunca comprender al
pueblo ruso133.
Es decir, que Dostoyevski
confunde, al menos aparentemente
y si solo nos dejamos guiar por
una lectura literal o
superficial de sus anotaciones y
reflexiones en el Diario de
un escritor, la verdad del
cielo, el supuesto cristianismo
auténtico por venir, con la
verdad de la tierra, que no
sería otra que la supuesta
verdad de la ortodoxia de la
Iglesia rusa, íntimamente
vinculada a la autocracia
zarista. Esa ansiada unión,
pues, sería imposible, nunca se
produce. Tiene toda la razón del
mundo el príncipe Mischkin
cuando se refiere a la ambición
de poder temporal de los
pontífices romanos, y cómo, de
este modo, el Papado ha
traicionado la esencia misma del
mensaje evangélico de Cristo,
pero también la Iglesia rusa
ortodoxa, en su alianza con la
autocracia zarista —aunque esto
no lo dice ya el príncipe, sino
Merejkovsky basándose en
múltiples textos dostoyevskianos—,
ha traicionado a Cristo y ha
hecho posible un reino que más
bien parece el del Anticristo.
El «Cristo ruso» es el zar ruso134, y esto no tiene ya nada que ver con el
cristianismo, sino con los
jlisti. La autocracia es el
Anticristo135.
Según Merejkovsky, al final
diose cuenta Dostoyevski de «que
era imposible descubrir un
sentido universal en el Cristo
ruso, ateniéndose al terreno de
la ortodoxia»136. A la postre, triunfa
su universalismo cristiano, su
creencia profunda en Cristo
Jesús, el Hijo del Hombre, el
Resucitado. Las palabras
traicionan a Dostoyevski por no
explicarlas a veces
suficientemente, como cuando
opone «teocracia» a
«democracia», que son términos
que, para él, no tienen el
significado que habitualmente
les damos los occidentales.
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…El
príncipe Mischkin […] se refiere a la
ambición de poder temporal de los
pontífices romanos, y cómo, de este
modo, el Papado ha traicionado la
esencia misma del mensaje evangélico de
Cristo, pero también la Iglesia rusa
ortodoxa, en su alianza con la
autocracia zarista… |
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La democracia, para Dostoyevski,
ha permitido el reino del
demonio, del afán ilimitado de
riquezas materiales, de la
explotación del humilde, del
alejamiento de Dios, de la
deificación del hombre y de la
ciencia, apartando al hombre de
Cristo y del reino del Espíritu,
alejando al hombre de los
sencillos y humildes, de los
pobres de espíritu, de los
niños, de los humillados y de
los ofendidos, de los pecadores,
de los lisiados, de los
enfermos, de los «idiotas». La
teocracia no es en Dostoyevski,
como nosotros creemos cuando nos
referimos a ella al hablar del
antiguo Egipto faraónico, o de
Israel bajo los asmoneos, o de
la Ginebra de Calvino, el
gobierno de los sacerdotes, el
dominio temporal del clero, sino
el reino de Dios sobre la
tierra, el reino de Cristo,
basado en el amor, en la
fraternidad, en la compasión,
alejado por completo del deseo
de bienes materiales superfluos,
de la violencia, del poder de
unos sobre otros, sobre todo de
los poderosos sobre los débiles.
Por eso se ha hablado con razón
de un ideal utópico en
Dostoyevski, una especie de
anarquismo cristiano, pero
donde el término «anarquismo»
equivale a ausencia de
imposición: no se puede
imponer la verdad revelada. Pero
el cristianismo de Dostoyevski
—y esto lo vincula
paradójicamente con Nietzsche,
aunque en un sentido muy
distinto del pensamiento que
tenía Nietzsche sobre esta
cuestión esencial, además de
tener en cuenta que mientras que
el autor del Zaratustra
había leído, si bien en malas
traducciones, a Dostoyevski,
este ni siquiera sabía de la
existencia de aquel— no
renuncia ni traiciona a la
tierra, ya que supone una nueva
fidelidad a ella, un nuevo amor
y un nuevo abrazo, que consiste,
nada menos, en que no podemos
amar por separado el cielo y la
tierra (como Mischkin no podía
amar por separado a Aglaya y a
Nastasia), que no podemos optar
por uno o por la otra, sino que
cielo y tierra están
inextricablemente unidos, esto
es, la verdad del cielo es
inseparable de la verdad de la
tierra.
Esta es la gran revelación del
cristianismo a la cultura rusa y
universal, una revelación hecha
a través de Dostoyevski. De ahí
las extraordinarias palabras de
Merejkovsky intentando explicar
lo que Dostoyevski quería
decirnos cuando hablaba de que
«el misterio terrestre entra en
contacto con el misterio de las
estrellas»: «Mientras no amemos
el cielo o la tierra hasta el
extremo límite, nos parecerá,
como a Tolstói y a Nietzsche,
que uno de esos amores excluye
al otro. Sin embargo, es
necesario amar la tierra hasta
el fin, hasta el extremo borde
del cielo; hasta la tierra.
Solamente entonces
comprenderemos que se trata de
un único amor y no de dos; que
el cielo está unido a la tierra
y la abraza»137.
Es en aquel «contacto» del que
habla Dostoyevski «donde reside
la esencia, si no del
cristianismo histórico, al menos
de la doctrina de Cristo». No
«asaltar los cielos»138,
como anhelaba el poeta-filósofo
Hölderlin, a fin de transmutar
al hombre en un dios, sino creer
en las palabras del
Padrenuestro: ¡Venga a nos el
Tu reino! ¡Hágase Tu voluntad
así en la tierra como en el
cielo! «Entonces, cielo y
tierra no serán dos, sino uno,
al igual que Yo y mi Padre
hacemos Uno. Es la sal de la
doctrina cristiana»139. Esto fue lo que Dostoyevski «anunció con
extraordinaria fuerza»140,
una fuerza desconocida que no
volverá a darse probablemente
nunca en hombre alguno.
Dejamos en este punto las
reflexiones en torno a las
palabras pronunciadas por el
príncipe durante la velada sobre
su particular visión de la
religión, y retomamos el hilo de
la narración.
El día siguiente a la velada,
muy avanzada la tarde, tiene
lugar el encuentro, requerido
por Aglaya Ivánovna, entre esta
y Nastasia Filíppovna, en
presencia del príncipe y de
Rogochin, en la casa que Daria
Aleksiéyevna posee en Pávlovsk
(capítulo VIII). Asistimos a una
lucha sorda y soterrada sin
igual entre ambas rivales, en la
que Aglaya manifiesta de modo
ostensible signos de
superioridad, si bien hace
esfuerzos por mantener la
dignidad sin ser traicionada por
los celos, pero estos acaban por
impedirle el autodominio que se
había impuesto a sí misma.
Aglaya, en efecto, está devorada
por los celos, y quiere resolver
de manera definitiva sus
insufribles dudas sobre si el
príncipe siente amor por
Nastasia, o, más precisamente,
cuál es en concreto la relación
que mantiene con ella. Aglaya le
suelta a su competidora, en un
duelo en el que todo se tensa a
medida que avanza el diálogo
entre ambas, que solo se ama a
sí misma, y la prueba de ello
son las tres cartas que le ha
enviado; «usted solo puede amar
a su propio oprobio y el
constante pensamiento de que
está usted deshonrada y de que
la han ofendido. Si su ignominia
fuese menor o no existiese en
absoluto, sería usted
desgraciada». Pero Nastasia, que
permanece sentada, se mantiene
en calma, casi imperturbable,
recibiendo la cascada de
acusaciones como si se las
mereciese, como una penitencia
autoimpuesta. Un poco más
adelante, Aglaya le lanza que el
propio príncipe le ha dicho que
solo siente piedad por ella, por
Nastasia, «y que cuando se
acordaba de usted, su corazón
parecía como si estuviese
traspasado para siempre».
Pero, de modo gradual, nos vamos
dando cuenta de que Aglaya ha
juzgado demasiado severamente a
Nastasia, sobre todo en lo que
se refiere a que sea una mujer
vanidosa y una perdida. Nastasia,
en el fondo, como indica tan
oportunamente el narrador, es
una «soñadora» y posee mucho de
«fantástica».
A todo este lance, Rogochin
asiste en silencio, mientras que
el príncipe va sumiéndose en un
estado de creciente dolor e
impotencia. Nastasia, sin perder
el sosiego, al menos
aparentemente, le responde que
cómo se atreve a juzgarla; que
ella, Aglaya, ha concertado esta
cita por miedo, por miedo a
ella, a Nastasia, y a quien se
teme no se le desprecia. Si se
ha presentado ante ella, es
porque anhela desesperadamente
saber a quién de las dos quiere
el príncipe, ya que los celos no
le permiten vivir. Su actitud la
ha decepcionado, pues se la
había imaginado más inteligente,
y, además, está mintiendo cuando
afirma que el príncipe ya no la
ama. Sin embargo, está dispuesta
a perdonarla. Hay un breve
momento de debilidad por parte
de Nastasia, dejándose llevar
por el llanto, pero, de pronto,
inesperadamente, se desata la
tormenta, como un terrible
vendaval que todo lo arrasa.
Nastasia, como una loca, como
una trastornada, reta con
energía inusitada a Aglaya,
quien termina por asustarse y
decide abandonar de inmediato la
casa. Pero antes de que eso
ocurra, Nastasia le recuerda al
príncipe que le ha prometido que
no la dejaría nunca, y, sin
dejar de dirigirse a él, se
pregunta cómo puede Aglaya
afirmar que es una perdida, por
qué se ha conducido con ella
como si lo fuese.
Reparemos un instante en esta
importantísima apreciación: una
pecadora como es ella, para
Dostoyevski, no puede ser nunca
una perdida, como no lo fue
nunca María Magdalena para
Jesús. En un arrebato que
conmociona y deja perplejos a
los presentes, Nastasia echa
literalmente de la casa a
Rogochin, casi a empellones, y
reta al príncipe a que se
acerque a ella y elija
definitivamente. El príncipe,
aturdido, excitado, con un
inmenso sufrimiento141,
se dirige a Aglaya, señalando a
Nastasia, con estas solas
palabras: «Pero ¿es posible?
¡Con lo… desgraciada que es!».
Esto es suficiente para Aglaya,
esta mínima —casi
imperceptible— duda, este
sentimiento de piedad, y en ese
instante, con odio y
profundamente humillada,
abandona la casa. El príncipe
pretende seguirla, intentando
reparar lo que ya no tiene
arreglo, pero Nastasia lo
retiene, se desmaya en sus
brazos, y el príncipe se queda
con ella. Mischkin, el alter
Christus, ha elegido a la
pecadora. El príncipe sienta con
infinito mimo a Nastasia y le
acaricia suavemente la cabeza y
las manos, como a una niña, como
a una pequeña criatura desvalida
y sola en el mundo.
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El día
siguiente a la velada, muy avanzada la
tarde, tiene lugar el encuentro,
requerido por Aglaya Ivánovna, entre
esta y Nastasia Filíppovna, en presencia
del príncipe y de Rogochin, en la casa
que Daria Aleksiéyevna posee en Pávlovsk… |
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El capítulo IX comienza
transcurridas dos semanas
después de la borrascosa
entrevista entre las dos
adversarias. El narrador, en un
preámbulo aclaratorio, nos
informa acerca de cómo los
rumores han ido deformando en
ese tiempo, casi desde el primer
instante, la realidad de los
acontecimientos, y cómo se
piensa en todo Pávlovsk que el
príncipe ha dejado a una
muchacha decente y de buena
familia por una cualquiera. Los
vecinos opinan en su mayoría que
el príncipe es un nihilista, un
hombre amoral, y que todo lo
tenía madurado, sin alcanzar a
explicarse cómo ha podido
hacerle eso a la familia de las
Yepánchinas, por qué se decidió
y qué razones le condujeron a
convertirse en novio de Aglaya.
Esta y su familia, por
descontado, rompen toda relación
con él, así como todos sus
allegados y conocidos. El
príncipe, una hora después de la
entrevista, acude en pos de
Aglaya, pero ya es demasiado
tarde. Lo fue desde el momento
en que mostró piedad por
Nastasia delante de su novia.
Los días siguientes acude
invariablemente a rondar la
dacha de las Yepánchinas,
pero estas no solo no le dan
cara, sino que terminan dejando
el pueblo residencial y
trasladándose a la localidad de
Kolmino, a una residencia que
poseen cerca de Petersburgo.
Todo esto sobreviene ya a
principios de julio.
Quien sí le visita, seis o siete
días después de la tumultuosa
conferencia entre Aglaya y
Nastasia, es Radomskii, que
mantiene con el príncipe una
larga conversación que va a
constituir el núcleo capital de
este capítulo IX, pues en el
transcurso de ella se desvelarán
las verdaderas razones que han
llevado al príncipe a conducirse
de esa manera tan incomprensible
para la mayoría. Radomskii hace
gala de una retórica brillante,
de un análisis psicológico
aparentemente profundo de la
situación, intentando mostrar al
príncipe los motivos que
explican lo sucedido, pero a
medida que avanzan sus reproches
hacia Mischkin, nos percatamos
de que lo que está haciendo,
como no puede ser de otra
manera, es someter a análisis,
con las reglas de la lógica y de
la pura racionalidad, algo que
trasciende lo racional, que está
más allá de la lógica y de
cualquier explicación normal y
sensata. ¿Cómo es posible, si
cree que Nastasia está loca y le
tiene susto, que pretenda
casarse con ella, incluso no
amándola? Pero Mischkin le
contesta: «¡Oh, no; yo la amo a
ella con toda mi alma! Porque
ella… es una niña; ahora es una
niña, enteramente una niña. ¡Oh…,
usted no sabe nada!». ¡Claro que
no sabe nada! ¡Nadie sabe aquí
nada, salvo Mischkin!
Radomskii, en su diálogo
argumentativo, se conduce
solo con lógica, con sentido
común, pero para rozar siquiera
la tempestad inabarcable que
tiene lugar en el corazón del
príncipe, no sirven de nada ni
la lógica ni el sentido común,
no valen las explicaciones
racionales. ¿Cómo es posible, le
dice Radomskii al príncipe, que
ame a la vez a dos
mujeres? El príncipe no lo
niega; al revés, lo afirma
reiteradamente. Pero, a su vez,
requiere a Radomskii que Aglaya
lo sepa todo, tiene que
saberlo todo,
irremisiblemente: «¿Por qué no
podremos nunca saberlo todo de
otro, cuando hace falta, cuando
ese otro es culpable?». El
príncipe se siente a sí mismo
culpable, responsable de lo
sucedido. «Aquí —continúa
diciéndole Mischkin a Radomskii—
hay de por medio algo que no
puedo explicarle a usted».
Radomskii termina por creer que
el príncipe no ha amado nunca ni
a Nastasia ni a Aglaya. ¿Cómo es
posible amar a las dos? «¿Con
amores distintos?». Pero esto es
ya un misterio que le está
vedado a Radomskii y a la
inmensa mayoría de los hombres,
a prácticamente todos nosotros.
El príncipe, con ese doble amor142, ha cruzado la frontera de la realidad
terrenal de aquí abajo, pues
está instalado —aunque no se dé
cuenta de ello, ya que su
inocencia y pureza son absolutas
(como Velázquez tampoco se daba
cuenta al pintar al Niño de
Vallecas que lo estaba
redimiendo de la grosera
realidad de la pintura, pues lo
dejaba simplemente estar,
tal cual él era, como una
«hostia consagrada», todo
«redondo en su ser central»143)—
en el otro lado, el lado de la
eternidad, del mismo modo que
Velázquez lo estaba en el de la
Verdad; esto es, Mischkin
también está situado en el lado
de la Verdad, del Espíritu, en
el lado de Dios, en el lado del
Amor, y en ese lado es posible
amar por igual a dos criaturas,
como Jesús amó a María Magdalena
y a María de Betania, la hermana
de Lázaro. Pero ese amor no es
ya de este mundo, es un amor de
naturaleza divina, inexpresable,
incomprensible, propio de ese
absolutamente otro, como
diría el hermano Kierkegaard,
que era como llamaba al pensador
danés nuestro Miguel de Unamuno.
Los hombres no pueden comprender
este tipo de amor, pues no se
trata de amor, sino del Amor,
pero no en abstracto, cuidado
con esto, sino en concreto,
individualizado, personal, a dos
seres, distintos solo
superficialmente, puesto que
ambos son criaturas de Dios. La
orgullosa, inocente y pudorosa
Aglaya, sin embargo, no ve
tampoco la profunda ternura e
inocencia que guarda como un
tesoro escondido la pecadora.
Esto solo puede verlo Mischkin,
el alter Christus.
En los tres últimos capítulos de
esta 4.ª parte se desencadena la
tragedia. La boda entre el
príncipe y Nastasia se fija para
una semana después del diálogo
entre Mischkin y Radomskii, y
habrá de tener lugar en el
propio Pávlovsk. En esa semana
de ínterin, muere el general
Ivolguin. En la iglesia donde se
celebran los funerales por el
general, el príncipe cree haber
visto los ojos de Rogochin,
escrutándole, como siempre, de
manera clandestina y misteriosa.
Todo ese mismo día y aquella
noche, en cambio, Nastasia
estuvo alegre. Al día siguiente
del funeral, el príncipe recibe
la visita de Keller, que, junto
con Burdovskii144,
serán los padrinos de la boda.
La última vez que se ven el
príncipe y Nastasia antes de la
boda, es la noche anterior a
esta.
Muy poco antes de la jornada
fijada para los desposorios,
Ippolit, que las intuye con
preclara lucidez, advierte al
príncipe respecto de las oscuras
intenciones de Rogochin. Este
aviso excita sobremanera al
príncipe. Sin embargo, cree
sinceramente que, con su ayuda,
Nastasia todavía puede
resucitar. El amor que siente
hacia ella tiene mucho que ver
con el que se siente hacia un
niño desvalido y enfermo, al que
hay que cuidar. También es
consciente que Nastasia sabe sin
ambages lo que para él significa
Aglaya. Quizás ello influyera en
el estado de desasosiego de
Nastasia durante los días
inmediatamente anteriores a la
boda. La víspera de esta, por la
noche, dejó el príncipe a
Nastasia muy animada. Ella
soñaba con delectación con que
Aglaya, o cualquier emisario
suyo, pudiera verla altiva y
resplandeciente en la ceremonia.
El príncipe y Nastasia se
separaron a las ocho de la
noche, pero antes de que diesen
las doce tuvo que acudir
Mischkin precipitadamente de
nuevo a casa de Nastasia (que,
como se recordará, era la de su
amiga Daria Aleksiéyevna en
Pávlovsk), pues le comunicaron
que le había dado un ataque de
histerismo. Entró en su alcoba,
ella se abrazó llorando a sus
pies y terminó por fin
tranquilizándose. El príncipe
regresó a su casa (la dacha
de Lebédev).
La boda estaba fijada para las
ocho de la mañana. Desde las
siete de la mañana, ya estaba
preparada Nastasia. A las siete
y media, el príncipe se dirigió
en coche a la iglesia, y esperó
a su novia en el altar. El
gentío y la expectación eran
enormes. Pero cuando, poco
después de las siete y media,
Nastasia llegó en coche a la
iglesia, con esa deslumbrante
belleza connatural a ella, ante
el asombro y estupefacción
generales, viendo entre
la turba a Rogochin, se fue
inexplicablemente con él,
sin que nadie pudiese
reaccionar, en el mismo coche
donde había llegado de casa de
Daria, y se dirigieron a toda
prisa a la estación para coger
el tren de Petersburgo. Al
llegar ella a él, le dijo:
«¡Sálvame!... ¡Llévame contigo a
donde quieras, ahora mismo!» La
decisión tomada a la entrada de
la iglesia no es una decisión
premeditada, planificada de
antemano. Se trata de un
dictamen irracional, impulsivo,
vehemente, desenfrenado,
trágico, pero, ante todo, de la
aceptación inevitable del
destino. De un destino que
viene trazado por la renuncia de
la pecadora, de esta pecadora
desbordante de pureza, a
sacrificar al inocente, al
espíritu puro e inmaculado
encarnado en Mischkin. Eso es lo
que ella cree que haría si se
desposase con el príncipe:
enlodazarlo; nunca se ha creído
de verdad digna de él. Su amor
es tan grande que se encamina a
su propio sacrificio sin miedo
alguno, con una dignidad
infinita. El único en
comprenderlo de inmediato es el
príncipe, y por eso la buscará
donde cree que está. No se
equivocó, aunque Rogochin jugase
al escondite y tratase de
impedir, al menos durante todo
un día, que la hallase. Cuando
la encuentra, todo se ha
cumplido. Consummatum est
(Jn 19, 30).
El príncipe, ante el asombro de
sus conocidos e invitados,
reaccionó con extraña serenidad,
como si esperase desde lo más
íntimo de su ser una salida
parecida por parte de su novia.
A las diez y media de la mañana,
logró finalmente quedarse solo.
Lo estuvo todo el día. A las
ocho de la mañana del día
siguiente, Viera Lukiánovna, que
estaba desolada y a la que el
príncipe besó antes de acostarse
las manos y la frente en señal
de consuelo y agradecimiento,
llamó a la puerta de su
habitación, según él le había
indicado. A las nueve de la
mañana ya estaba el príncipe en
Petersburgo y a las diez en casa
de Rogochin. Este se esconde
deliberadamente durante todo el
día, impidiendo que el príncipe
dé con él. Las gestiones
resultan infructuosas, debido a
las instrucciones dadas por
Rogochin a sus sirvientes.
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Radomskii se conduce solo con lógica,
con sentido común, pero para rozar
siquiera la tempestad inabarcable que
tiene lugar en el corazón del príncipe,
no sirven de nada ni la lógica ni el
sentido común, no valen las
explicaciones racionales. ¿Cómo es
posible, le dice Radomskii al príncipe,
que ame a la vez a dos mujeres? El
príncipe no lo niega; al revés, lo
afirma reiteradamente. |
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El príncipe, después de visitar a una profesora amiga de
Nastasia en cuya casa cree que su novia ha podido
refugiarse, cada vez más desanimado, se hospeda de nuevo
en la fonda donde cinco semanas antes, en su oscuro
corredor de la primera planta, agazapado entre las
sombras, Rogochin intentara asesinarlo. Por indicación
de la profesora, acude también a casa de una alemana
amiga de Nastasia, por si estuviera allí. Nada. Vuelve a
casa de la profesora y observa detenidamente los dos
espaciosos cuartos que ocupase Nastasia cuando vivía
allí, en uno de los cuales, sobre un velador, estaba
abierto por una determinada página la novela Madame
Bovary, de Gustave Flaubert145. El príncipe se lleva el libro, teniendo
cuidado de doblar la página por la que estaba abierto.
Siendo ya noche cerrada, llega de nuevo a su fonda. Su
angustiosa intranquilidad le impide estar mucho tiempo,
y se lanza de nuevo a la calle. Nada más salir, a
cincuenta pasos de la fonda, una voz queda le llama: es
Rogochin. Él había sido la persona que el príncipe creyó
ver tras los visillos, de nuevo como un espectro, cuando
miró hacia arriba del inmueble de Rogochin, a las
ventanas, por la mañana, después de que la fiel y vieja
criada Pafnútievna le hubiese dicho que el señor no
estaba en la casa (también se entera poco después que
Rogochin ha estado hace unas horas en el mismo corredor
oscuro de la pensión, acechándolo).
A las diez de la noche, caminando por aceras opuestas,
llegaron a casa de Rogochin. Le hace pasar, y,
finalmente, lo conduce a la habitación donde se
encuentra Nastasia, tendida en una cama, cubierta con un
hule y con una sábana y rodeada de frascos de perfume,
para amortiguar el hedor. Yace muerta desde las cuatro
de la madrugada de la noche anterior, que es cuando
Rogochin la ha asesinado clavándole un puñal en el
corazón que le provoca una hemorragia interna y la
muerte inmediata, sin apenas brotar sangre, solo «media
cucharada sopera». Es decir, que cuando Mischkin llegó a
Petersburgo a las nueve de la mañana, ya llevaba muerta
Nastasia cinco horas. Rogochin la asesina la noche del
día de la boda, pero muy avanzada la madrugada. Nadie se
ha enterado, ni la madre de Rogochin, ni la vieja
sirvienta, ni el portero de la casa.
Rogochin desea fervientemente pasar toda la noche, junto
al príncipe, velando el cadáver. Su deseo es sincero. La
amaba. Pero solo amaba su hermosísimo cuerpo, no su
alma, no la extraordinaria belleza de su espíritu. La
tristeza del príncipe es infinita. Poco a poco le
flaquean las piernas y siente un paulatino trastorno
general. La escena es sobrecogedora, traspasa como un
dardo de fuego el corazón del lector146.
El asesino y el alter Christus juntos,
como dos hermanos. Resulta verdaderamente difícil
entender lo que está ocurriendo. Dostoyevski nos está
conduciendo al límite mismo de la comprensión humana en
lo que se refiere al sentimiento de la compasión. Es
como si la estancia en penumbra, alumbrada solo por las
velas, se hubiese convertido en un pequeño templo, en
una iglesia, en un lugar sagrado. Las tres almas
permanecen durante varias horas juntas, aunque la de
Nastasia hace ya tiempo que ha abandonado su cuerpo. Por
fin se ha liberado. Las preguntas del príncipe al
asesino, desvelan con todos los pormenores cómo ha
ocurrido el terrible hecho. Cuando ya ha amanecido por
completo, el príncipe incluso acaricia los cabellos y la
cara de Rogochin, que ha entrado en una fase de delirio,
en la que profiere intermitentes gritos. Sobre las once
de la mañana, entra la Policía.
En el juicio posterior, en el que Rogochin no oculta
nada y despeja cualquier duda respecto a la posible
implicación del príncipe, el asesino es condenado, con
eximentes, a quince años de presidio en Siberia. Sus
cuantiosos bienes pasan a su hermano Semión Semiónovich
Rogochin. A las dos semanas justas de la muerte de
Nastasia Filíppovna, muere Ippolit Teréntiev. Kolia
tiene trazas de convertirse en un hombre bueno.
Radomskii se hace cargo del príncipe y se ocupa de
trasladarlo de nuevo a la clínica del doctor Schneider
en Suiza. El propio Radomskii emprenderá un largo viaje
y una prolongada estancia en Europa, visitando
mensualmente al príncipe. Entre Radomskii y Viera
Lukiánovna se establece una correspondencia epistolar
que apunta a algo más que a una mera amistad. Aglaya,
para disgusto de su familia, se casa con un falso conde
polaco, que ni es conde ni posee ninguna fortuna, como
había hecho creer. Un sacerdote amigo del supuesto conde
polaco propicia la conversión de Aglaya al catolicismo.
Adelaida Ivánovna y el príncipe Tsch***
terminarán uniendo sus destinos. Lizaveta Prokófievna,
que ha perdonado por completo al príncipe, en compañía
de sus hijas, Adelaida y Aleksandra, lo visitan en
Suiza, pero Mischkin no las reconoce ya a ninguna de
ellas. Su recaída es completa. Tiene seriamente dañados
los órganos cerebrales y la posibilidad de cura es muy
remota.
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…Finalmente, lo conduce a la habitación
donde se encuentra Nastasia, tendida en
una cama, cubierta con un hule y con una
sábana y rodeada de frascos de perfume,
para amortiguar el hedor. Yace muerta
desde las cuatro de la madrugada de la
noche anterior, que es cuando Rogochin
la ha asesinado clavándole un puñal en
el corazón… |
|
|
Solo dos observaciones finales. La primera es que la
conversión religiosa de Aglaya, que solamente se
constata, sin ninguna explicación, me parece el único
error destacable de toda la novela. Mejor dicho: la
presiento como una decisión injusta del
novelista. Ya hemos podido comprobar qué opinión le
merecía el catolicismo romano a Dostoyevski, así como al
propio príncipe Mischkin. El extraordinario personaje
femenino de Aglaya, que tan simpático se le hace al
lector por su pureza, pudor, gallardía, nobleza,
autonomía y despierta inteligencia, a pesar de su
orgullo y de sus celos, no se había hecho merecedor de
este fin, entre otras razones porque puede terminar
dando la impresión de ser una persona inconstante y
voluble. Además, su personalidad y su carácter no tenían
nada de jesuíticos. ¿Es este el castigo a
su excesivo orgullo? El novelista permanece mudo. Mudo
para siempre.
La segunda tiene que ver con la recaída, prácticamente
irreversible, del príncipe. Es natural que muchos
críticos y comentaristas hayan hablado del profundo
carácter desesperanzado, trágico y desazonador de esta
novela, con este final tan amargo. De un lado, hemos
podido comprobar que la pureza del príncipe, en vez de
aplacar las oscuras potencias de los individuos, en
buena medida, de modo completamente involuntario, las
exalta. Mischkin desea que Nastasia, que Aglaya y que
Rogochin sean enteramente libres, pero no consigue su
propósito, en gran medida debido a la propia enajenación
del hombre. Por eso dice Jacques Madaule: «Lo que
Mishkin quisiera devolverles es el ejercicio de su
libertad soberana; pero eso es lo que el hombre no puede
devolver al hombre una vez que él lo ha enajenado [una
vez que el hombre ha enajenado al hombre]. En ninguna
obra de Dostoievski se muestra con tanta fuerza la
derrota inexpresable de la libertad, y ninguna, por
consiguiente, es más desesperada que El idiota…»147. ¿Será ése final tan
doloroso, en el fondo, el fracaso al que se
refiere Reinhard Lauth? Quizás Dostoyevski nos esté
transmitiendo un profundo y oculto mensaje: los seres
humanos no están todavía espiritualmente preparados ni
predispuestos para poseer como un don preciado en su
seno a un hombre sencillo y bueno, un «pobre de
espíritu». Ha transcurrido casi siglo y medio desde que
la novela fue terminada, y continúan sin estarlo. ¿Lo
estarán algún día? |
*
* *
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Málaga, 4 de noviembre de 2012. Festividad de la Beata
Teresa Manganiello, laica de la Orden Tercera de San
Francisco, analfabeta, pero que respondía con
sabiduría a quienes le preguntaban. Murió el 4 de
noviembre de 1876 con tan solo 27 años, la misma edad
del príncipe Mischkin en El idiota. |
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NOTAS
92.
Si presumimos, como por otro
lado no es infrecuente, que la
narración, aunque el autor no
menciona en ningún momento el
año, discurre en una ficción
situada por los mismos años en
que es escrita, esto es, entre
1867 y 1869, y tenemos en cuenta
que Ivolguin es presentado en la
novela como un hombre de unos 55
años, resultaría que habría
nacido, como muy tarde, en ese
año de 1812 en que dice tener
diez.
93.
Napoleón entró en Moscú el 14 de
septiembre de 1812,
día en que entró en la capital
de imperio ruso el grueso de la
Grande Armée. La ciudad
estaba desierta; todos sus
habitantes, menos unos pocos
miles de las 275 000 personas
que la poblaban habían
desaparecido. Moscú permanecería
ocupada hasta el 19 de octubre.
94.
Alain Gheerbrant, en el
mencionado Diccionario de los
símbolos, pág. 453, afirma
que, entre los turco-mongoles,
el erizo es un símbolo ígneo,
solar y civilizador.
95.
En la novela El adolescente,
el extraordinario personaje de
Andrei Petróvich Versílov, el
padre de Arkadii, del
adolescente, vendrá a decirnos
que la libertad es consecuencia
del sufrimiento. Véase el mismo
tomo de la edición citada de
El idiota, que también
incluye esta otra novela, pág.
1854 (parte 3.ª, cap. VII).
96.
Amante de la primera esposa de
Pedro el Grande de Rusia,
la ex emperatriz Eudoxia. Fue
mandado empalar en 1718 por
orden del zar. El suplicio,
según asevera Mischkin, duró
unas quince horas. Eudoxia
Fiódorovna Lopujiná, o Praskovia
Ilariónovna Lopujina
(1669-1731), fue la madre del
zarévich Alexis Petróvich.
Eudoxia pertenecía a una secta
rigorista, los viejos creyentes
(raskólniki, esto es,
«cismáticos», «disidentes»), por
lo que se opuso a las reformas
de su marido, lo que le valió
ser encerrada en un convento,
donde profesó con el nombre de
Elena en 1698. Más tarde, volvió
a la vida pública, intentando
casarse con su amante, Stepán
Glébov, cosa que no consiguió.
Pretendiendo asegurar los
derechos de su hijo, preparó un
complot contra Pedro el
Grande, que la mandó
encerrar (1718–1727), decapitó a
su hermano Abraham, empaló a
Glébov y asesinó también al hijo
de ambos, el zarévich Alexis
Petróvich.
97.
León Chestov, La filosofía de
la tragedia. Dostoievsky y
Nietzsche, Buenos Aires,
Emecé, 1949, pág. 84. La edición
original rusa es de 1903.
98.
Ibídem.
99.
Acerca de la elaboración teórica
del gobierno temporal de la
Iglesia en la Edad Media, de la
plenitudo potestatis
papal y de la calidad imperial
del Papa como «príncipe primero
que mueve y dirige todo el
gobierno de la Cristiandad (primus
princeps movens et regulans
totam politiam Christianam)»,
véase Ernst Hartwig Kantorowicz,
Los dos cuerpos del rey. Un
estudio de teología política
medieval, Madrid, Akal,
2012, especialmente las págs.
210-221. La cita corresponde a
la pág. 218. Más centrado en el
poder temporal del Papa es el
estudio, cuatro años posterior,
de 1961, de Walter Ullmann,
Principios de Gobierno y
Política en la Edad Media,
Madrid, Revista de Occidente,
1971, ya que dedica toda la
primera parte solo al Papa y a
los fundamentos
teológico-jurídicos de su poder
temporal (págs. 33-117).
100.
Literalmente, «no podemos», «no
nos es posible». Esta fue la
respuesta de Pedro y de Juan
cuando fueron conminados por «la
estirpe de sumos sacerdotes» del
Sanedrín a «que de ninguna
manera hablasen o enseñasen en
el nombre de Jesús» (Hch 4,
1-20). Era también la frase de
los primeros cristianos cuando
se les obligaba a un acto de
idolatría; por ejemplo, adorar
al emperador, así como la
expresión con que el Papa se
niega a autorizar algo;
verbigracia, el divorcio, en
1529, de Enrique VIII de
Inglaterra de Catalina de
Aragón, que no le había dado
ningún hijo varón, a fin de
poder casarse con Ana Bolena.
Pero, sobre todo, la aludida
frase la haría célebre Pío IX en
1860, respondiendo así al
consejo que le daba Napoleón III
de ceder a Italia la Romaña,
provincia italiana que
pertenecía a los Estados
Pontificios. Sobre el proceso
matrimonial de Enrique VIII,
véase, Erwin Iserloh, «El cisma
inglés y la Reforma protestante
en Inglaterra», en Hubert Jedin
(dir.), Manual de Historia de
la Iglesia, Barcelona,
Herder, 1986, tomo V,
especialmente las págs. 462-467.
Sobre el uso del término en Pío
IX, véase, Rudolf Zinnhobler,
«De Pío IX a Benedicto XV», en
Josef Lenzenweger y otros,
Historia de la Iglesia católica,
Barcelona, Herder, 1989, sobre
todo las págs. 516-518. |
|
101. La relación Mischkin-Dostoyevski
resulta aquí inevitable. Coincido con
Henri de Lubac cuando afirma del
novelista, frente a quienes dudan de
ello, que «su cristianismo es auténtico,
es, en su fondo, el mismo Evangelio, y
es este cristianismo el que, por encima
de sus dotes prodigiosas de psicólogo,
da tanta profundidad a su visión del
hombre». El drama del humanismo ateo,
pág. 281.
102. En el citado libro de
Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski,
la traductora, Olga Trankova Tabatadze,
en la nota 25 de la pág. 119, explica
con admirable precisión quiénes eran
estos jlysty (así lo transcribe
ella), «palabra compuesta sobre la base
de jristy (“cristos”), nombre que
se daban a sí mismos la “gente de Dios”,
una secta religiosa que nació en Rusia a
finales del siglo XVII entre los
campesinos del sur del país. Los
jlysty no reconocían a los
sacerdotes ni a los santos, rechazaban
todo tipo de libros eclesiásticos y no
acudían a las iglesias ortodoxas. Su fe
se basaba en la posibilidad de una
comunicación directa del hombre con el
Espíritu Santo, y de la encarnación del
Espíritu en personas concretas, que se
convertían, para ellos, en “cristos” y
en “madres de Dios”. Lo principal de
esta ideología religiosa fue la
predicación del ascetismo. En la Rusia
del siglo XX, antes de la Revolución, se
contaban aproximadamente 40.000
jlysty».
103. En la última de un ciclo de
conferencias dictadas en Moscú en el
invierno de 1878, decía Vladímir
Soloviev: «Y esta falta de fe, que al
principio fue un mero germen oculto en
el catolicismo, se ha ido exteriorizando
posteriormente. Así, por ejemplo, en el
jesuitismo (que constituye la expresión
extrema y más pura del principio
católico-romano), la causa agente es ya
directamente el afán de poder, y no el
celo cristiano; los pueblos no se
someten ya a Cristo, sino al poder
eclesiástico, y de ellos no se exige ya
la confesión real de la fe cristiana:
basta con que reconozcan al Papa y se
sometan a los poderes eclesiásticos».
Vladímir Soloviov, Teohumanidad.
Conferencias sobre filosofía de la
religión, Salamanca, Sígueme, 2006,
págs. 207-208.
104. Edward Hallett Carr, pág.
125.
105. Stefan Zweig, en el citado
estudio crítico sobre Dostoyevski (Tres
maestros, pág. 221), ve en el
príncipe Mischkin un esbozo del Cristo
ruso.
106. Edward Hallett Carr, pág.
188.
107. Ibídem, pág. 187, en donde
dice que la religión es, respecto de la
ética, secundaria en esta novela.
108. Nicolás Berdiaeff, Una
nueva Edad Media. Reflexiones acerca de
los destinos de Rusia y de Europa,
Barcelona, Apolo, 1938, págs. 11-19,
pág. 21 y pág. 42. La edición original
es de 1924.
109. La corriente materialista
dialéctica, cuyo máximo exponente es
Carlos Marx, ha estado especialmente
incapacitada para penetrar en los
aspectos más profundos de la obra
artística, entre otras razones por su
rechazo de la vida del espíritu. Es
universalmente conocido que ni Marx ni
Lenin dedicaron escritos monográficos ni
ensayos específicos a cuestiones de arte
y de literatura, aunque en sus
voluminosas obras hay esparcidos
numerosísimos comentarios sobre ellas,
así como también escribieron breves
artículos en periódicos y revistas. Ciñéndonos a un único materialista dialéctico ruso, como es el caso de Lenin, cabe decir que su filosofía subordina todo el mundo de la alta cultura todo el mundo de la alta
cultura a los intereses revolucionarios
y proletarios; la alta cultura es un
producto burgués, individualista y
reaccionario, que no sirve a los
objetivos de la Revolución y al
bienestar material de las masas. Incluso
cuando admite la indiscutible genialidad
de escritores como Tolstói,
inmediatamente enumera simultáneamente
una retahíla de sus «errores»
artísticos, místicos y religiosos. Si
hay algo que Lenin odie de manera
profunda es la religión, el auténtico
espíritu religioso, que considera un
auténtico veneno para la formación de
las masas revolucionarias. De los
innumerables ejemplos que podrían
aducirse, solo recojo dos. En un
artículo muy conocido titulado «Tolstoi,
espejo de la revolución rusa», publicado
en el periódico bolcheviqueProletari
el 11 de septiembre de 1908, al mismo
tiempo que enumera los logros del gran
escritor, pues no tiene más remedio que
admitir la evidencia palmaria, como su
denuncia de la explotación de los
campesinos, la estulticia de la
aristocracia, el despotismo de la
autocracia zarista, denuncia también sus
inmensos «defectos», que lo inhabilitan
para estar de verdad al lado de los
oprimidos. El principal de ellos,
naturalmente, su espíritu religioso. Al
final de la larga retahíla, dice, como a
modo de conclusión y remate: «Por una
parte, el realismo más lúcido, que
arranca todas las máscaras, sean cuales
sean; por otra, la prédica de una de las
cosas más innobles que puedan existir en
el mundo, a saber: la religión, la
tendencia a poner, en lugar de los popes
funcionarios de Estado, a popes por
convicción, es decir, una propaganda a
favor del reino de los popes bajo la más
refinada de las formas, y, por
consiguiente, la más abyecta». Véase,
Vladímir Ilich Uliánov, Escritos
sobre la literatura y el arte,
Barcelona, Península, 1975, pág. 124.
Imagínense ustedes a Lenin leyendo la
novela Resurrección y las
reproducciones finales de extensos
pasajes evangélicos. Pero a quien de
verdad despreciaba Lenin era a
Dostoyevski, al que considera un
auténtico reaccionario, además de un
traidor. Lenin no podía penetrar en los
misterios del alma humana individual.
Esa preocupación era para él una simple
pose burguesa, reaccionaria y
contrarrevolucionaria. La auténtica
revolución, la del espíritu, le estaba
vedada. En un artículo titulado «A
propósito de los “Vieji”», publicado el
13 de diciembre de 1909 en el periódicoNovyi
Dien, dirigido contra antiguos
marxistas, como Berdiaev, esto es,
Vieji (Los jalones), que se han
desengañado del ateísmo intrínseco del
socialismo ruso, escribe Lenin: «Es
completamente natural que […] los
Vieji lleven una campaña incansable
contra el ateísmo de los intelectuales y
se esfuercen, de la manera más resuelta,
por restablecer plenamente la concepción
religiosa del mundo. Es completamente
natural que, habiendo anulado a
Chernishevski como filósofo, los
Vieji anulen a Bielinski como
publicista. Bielinski, Dobroliubov,
Chernishevski, son los jefes de los
“intelectuales”. Chaadáev, Vladimir
Soloviev, Dostoievski, “no son en
absoluto intelectuales”». Vladímir Ilich
Uliánov, Escritos sobre la literatura
y el arte, pág. 109.
110. Wilhelm Lettenbauer, Moscú, la
Tercera Roma, Madrid, Taurus, 1963,
págs. 41-44 y 53. Sin embargo, el texto
en el que Filoteo elabora más
concienzudamente su concepción es en la
carta dirigida por esas mismas fechas al
nuevo gobernador de Pskov, la «Epístola
a M. G. Misur Munejin [Misiur Munekhin]
contra las profecías astrológicas de
Nicolaus Bülew y con la exposición de la
teoría de la Tercera Roma». Esta carta
está reproducida íntegramente, traducida
por Olga Novikova, que es a su vez la
responsable de la magnífica selección,
en el volumen La Tercera Roma.
Antología del pensamiento ruso de los
siglos XI a XVIII, Madrid, Tecnos,
2000, págs. 109-117.Escribe Filoteo
(pág. 115):«Diremos unas pocas palabras
sobre el actual imperio ortodoxo de
nuestro luminosísimo soberano [Basilio
III], que ocupa el altísimo trono, el
cual, en todo el orbe, es el único
emperador de los cristianos y director
de las riendas de los santos tronos de
Dios, de la santa Iglesia universal
apostólica que, en lugar de la romana y
de la constantinopolitana, está en la
ciudad de Moscú salvada por Dios […]
Sabe, amante de Cristo y de Dios, que
todos los imperios cristianos se han
unido al final en el único imperio de
nuestro soberano, según los libros de
los profetas, es decir, el Imperio
romano. Porque dos Romas han caído, pero
la tercera está firme y no habrá una
cuarta». Misiur Munekhin falleció en
1528. |
|
111.
Nicolás Berdiaev, El cristianismo y
el problema del comunismo, Madrid,
Espasa-Calpe, 1961, pág. 85. Sobre la
reforma religiosa de Nikon, su
personalidad y el cisma subsiguiente,
también debe consultarse el libro de
Alexis Marcoff, El alma del pueblo
ruso y su evolución histórica,
Barcelona, Tipografía La Educación,
1945, págs. 138-168. Resulta más que
notable que, en la época histórica en la
que Palestina estaba bajo el dominio de
Antíoco IV Epifanes, soberano
helenístico de la dinastía seléucida que
conquistó Jerusalén poco después del 168
a. C., se gestase en el territorio del
antiguo reino de Israel un feroz
movimiento de resistencia dirigido por
los Macabeos, familia que pertenecía al
grupo de los llamados hasidim o
«piadosos», que defendían los valores
religiosos tradicionales frente a las
innovaciones helenísticas, imprimiendo
un fuerte sello nacionalista a la
rebelión. Lo verdaderamente notable, sin
embargo, está en que, una vez que los
Macabeos se adueñan del poder y se
consolidan en él, un número impreciso de
esos hasidim se sentirá ajeno al
nuevo estatus adquirido por los antiguos
defensores de la tradición y se retirará
al desierto, donde será guiado por el
llamado «Maestro de justicia». La nueva
secta, que se contrapondrá así a la
religión oficial del templo de los
asmoneos, es la de los esenios, desde
hace algunos decenios bien conocidos por
los manuscritos de Kirbet Qumrán, en el
Mar Muerto, una secta que desarrollará
de manera extraordinaria el género
apocalíptico contenido ya entre los
hasidim y que, asimismo, incubará en
su seno sólidas creencias escatológicas,
además de poseer una fuerte conciencia
de inmortalidad. Muchos prestigiosos
exégetas bíblicos estiman que estos
esenios pudieron influir en las
enseñanzas de Jesús. Véase, Helmut
Köster, Introducción al Nuevo
Testamento, Salamanca, Sígueme,
1988, págs. 268-279 y 295-301. La fuente
más importante quizá sea la ya citada
obra de Flavio Josefo, La guerra de
los judíos, Libro II, § 119-161,
correspondientes a las págs. 207-217.
112.
El cristianismo y el problema del
comunismo,
págs. 86-88.
113.
Recuérdese, sin ir más lejos, la Nueva
Política Económica defendida
decididamente por Lenin a partir de
marzo de 1921, en el X Congreso del
Partido Comunista, una vez ganada la
Guerra Civil por el Ejército Rojo,
liberalizando en parte la economía,
defendiendo a los campesinos, tan
reacios en general a la colectivización
de la tierra promovida por la
Revolución, e incluso permitiendo la
prosperidad de los kulaks, los
campesinos acomodados. Véase, Edward
Hallett Carr, Historia de la Rusia
soviética. La Revolución bolchevique
(1917-1923). 2. El orden económico,
Madrid, Alianza, 1972.
114.
El espíritu de Dostoyevski, pág.
174.
115.
Ibídem, pág. 19.
116.
Ibídem.
117.
Ibídem, págs. 19-20.
118.
Ibídem, pág. 182.
119.
Ibídem, pág. 173.
120.
Ibídem, pág. 174. |
|
121.
Ibídem, pág. 180.
122.
Sobre los más destacados eslavófilos,
como los aquí citados, además del libro
de Franco Venturi, El populismo ruso,
1, págs. 43-47, debe consultarse el
capítulo sobre «La filosofía rusa» en el
siglo XIX que escribe Bernard Jeu en
Yvon Belaval (dir.), Las filosofías
nacionales, siglos XIX y XX, Madrid,
Siglo XXI, 1981, especialmente las págs.
254-259, y el libro de Isaiah Berlin,
Pensadores rusos, México D. F.,
Fondo de Cultura Económica, 2008, sobre
todo el capítulo titulado «Rusia y
1848», págs. 33-64.
123.
El espíritu de Dostoyevski,
pág. 185.
124.
Ibídem, pág. 194.
125.
Ibídem, pág. 197.
126.
Ibídem, págs. 200-201.
127.
Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky:
profeta de la revolución rusa,
Buenos Aires, Argonauta, 1946. El ensayo
fue revisado por el autor en 1936,
coincidiendo con el 55 aniversario de la
muerte de Dostoyevski, que se cumplía el
28 de enero, según el antiguo calendario
juliano, vigente en Rusia hasta 1918, es
decir, después del triunfo de la
Revolución de Octubre de 1917. La
edición de Argonauta es una traducción
de esa revisión.
128.
La edición manejada por mí de la novela
Demonios corresponde a ese mismo
tomo en que está publicado El idiota
en Aguilar.En cuanto a los Karamazov
y al Diario de un escritor, se
incluyen en el ya mencionadotercer
volumen de sus Obras completas,
Madrid, Aguilar, 1961.
129.
Un acercamiento riguroso y espléndido es
el de Jutta Scherrer, «Pour une
théologie de la révolution.
Merejkovski et lesymbolisme russe»,
Archives des sciences sociales des
religions, N. 45/1, 1978, págs.
27-50. La revista forma parte de la
actividad editorial de l’École des
Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS)
de Francia, que posee una magnífica
página web.
130.
Además de las ya citadas conferencias
agrupadas bajo el título de
Teohumanidad, son fundamentales, en
relación con los asuntos aquí
discutidos, otros dos títulos de
Soloviev. El primero es su ensayo,
concluido en París en mayo de 1888, «La
idea rusa», editado en el volumen La
idea rusa, Granada, Nuevo Inicio,
2009, págs. 137-182 (el libro es una
recopilación de tres ensayos íntegros,
correspondientes a Piotr Chaadaev,
Vladímir Soloviev y Nikolay Berdiaev).
El segundo es Vladímir Soloviev, Los
Tres Diálogos y el Relato del Anticristo,
Barcelona, Scire/Balmes, 1999. Vladímir
Soloviev fue, desde 1873, amigo y
fecundo interlocutor de Dostoyevski. |
131.
Dostoievsky: profeta de la revolución
rusa,
pág. 9.
132.
Ibídem.
133.
Ibídem, pág. 12.
134.
Ibídem, pág. 45.
135.
Ibídem, pág. 55.
136.
Ibídem, pág. 18.
137.
Ibídem, pág. 184.
138.
Friedrich Hölderlin, Hiperión o el
eremita en Grecia, Pamplona,
Ediciones Peralta, 1978, pág. 71. Ver
también, Rafael Argullol, El Héroe y
el Único. El espíritu trágico del
Romanticismo, Madrid, Taurus, 1984,
pág. 77.
139.
Dostoievsky: profeta de la revolución
rusa,
pág. 184.
140.
Ibídem, pág. 185. Repárese en cómo da la
vuelta Dostoyevski, según Merejkovsky, a
ese «sentido de la tierra» que, desde
Empédocles, ha pasado, a través de
Hölderlin y de Nietzsche, a Albert Camus
y otros pensadores ateos de insobornable
honestidad y elevadísima conciencia
moral. Más correcto, quizá, sería decir
cómo Dostoyevski integra y fusiona el
sentido del cielo, del espíritu, con el
sentido de la tierra, de lo corporal. |
141.
El significado del «sufrimiento» en
Dostoyevski es muy complejo. Casi todos
los grandes estudiosos de su pensamiento
se han ocupado de él. Una primera
aproximación puede ser el capítulo que
dedica Reinhard Lauth a este tema en su
ensayo La filosofía de Dostoievski
expuesta sistemáticamente (Die
Philosophie Dostojewskis. In
systematischer Darstellung, Munich,
Piper, 1950), capítulo incluido en la
mencionada web dedicada a Lauth (https://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html).
En ese capítulo se afirma: «Si el
sufrimiento adopta el carácter de la
compasión, entonces profundiza el amor
en el hombre. Todo verdadero amor en la
tierra está hermanado con el
sufrimiento. A un hombre a quien se ama,
en el sufrimiento todavía se le ama más
íntima y profundamente. Y a uno a quien
no se ama en absoluto, en el sufrimiento
quizá se le puede llegar a amar».
142.
El espíritu de Dostoyevski,
pág. 127.
143.
Repito de nuevo las palabras de Ramón
Gaya reproducidas antes.
144.
Antip Burdovskii (llamado en la novela
el hijo de Pávlischev) es un
joven de unos 22 años que aparece al
final del capítulo VII de la 2ª parte.
Perteneciente a la célula nihilista de
Ippolit Teréntiev, Burdovskii, junto con
sus compinches, tratan, según hemos
esbozado antes, de arrebatarle a
Mischkin una buena parte de su herencia,
pretextando que esa herencia, en
realidad, le corresponde a Burdovskii,
supuesto hijo natural del ya fallecido y
adinerado Pávlischev, amigo del padre de
Mischkin y protector suyo durante su
estancia en Suiza. La farsa es un burdo
y perverso montaje de tales sujetos,
quienes se embravecen ante la que ellos
creen ingenuidad del príncipe.
145.
La altura moral de Nastasia Filíppovna
no tiene punto de comparación con Emma
Bovary, un personaje trágico pero
vulgar, que ni ha sabido asimilar las
lecturas que ha hecho ni sabe lo que es
el amor. Al mismo tiempo, las
diferencias entre Dostoyevski y Flaubert
son abismales. Flaubert opinaba que el
mundo solo podría ser redimido por la
belleza estética. Le concede a la
«forma» una atención patológica y
enfermiza, preocupado como está por la
«perfección» literaria de sus obras.
Acabó sus días ciertamente desesperado,
enemistado con el mundo. En una carta a
la escritora George Sand, le confiesa:
«No soy cristiano». Flaubert es víctima
del error de creer que el cristianismo,
en su defensa de la igualdad, ha
destruido la noción de la justicia. Si
Jesús de Nazaret tenía arraigado un
principio ético de manera sólida, ése
era desde luego el de la justicia. El
descreimiento de Flaubert y su
divinización de la belleza, son en buena
medida responsables de sus amargas horas
finales. Véase, Compañeros eternos,
págs. 202-203.Por su parte, Arnold
Hauser ha señalado cómo, en las
principales novelas de Dostoyevski, «la
crítica de la Europa racionalista y
materialista, su apoteosis de la
solidaridad humana y del amor, no tienen
otro sentido que el impedir un proceso
que había de conducir al nihilismo de
Flaubert». Historia social de la
literatura y el arte, tomo III, pág.
172.
146.
Así lo reconoce Jacques Madaule: «Nada
iguala en la literatura del mundo, si no
es la muerte de Desdémona, a la velada
fúnebre de Natacha Filípovna por el
príncipe Mishkin y Rogozhin». El
cristianismo de Dostoievsky, pág.
66.
147.
El cristianismo de Dostoievsky,
pág. 68. |
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Enrique Castaños Alés
(Málaga, 1956). Profesor
de Instituto de
Enseñanza Media desde
1982 hasta 2016.
Profesor asociado del
Departamento de Historia
del Arte de la
Universidad de Málaga
durante los cursos
2006-2011. Licenciado en
Filosofía y Letras en
1979, se especializó en
Historia Medieval. Su
Memoria de Licenciatura,
leída a finales de 1981
y aprobada con la
calificación de
Sobresaliente por
unanimidad, versó sobre
El socialismo
postrevolucionario
anterior a Karl Marx:
Charles Fourier, Henri
de Saint Simon, Robert
Owen y Pierre-Joseph
Proudhon. Su Tesis
Doctoral, defendida en
el año 2000 con la
calificación de
Sobresaliente cum Laude,
se centró en Los
orígenes del arte
cibernético en España.
La experiencia del
Centro de Cálculo de la
Universidad de Madrid.
Es autor del libro La
pintura de vanguardia en
Málaga durante la
segunda mitad del siglo
XX (1997),
reelaborado y ampliado
en 2011 bajo el título
Las artes plásticas
en Málaga en la segunda
mitad del siglo XX.
Crítico de arte del
diario SUR de Málaga
entre 1996 y 2012.
Colaborador de las
revistas Lápiz,
Galería,
Cuadernos
Hispanoamericanos,
Boletín de Arte de la
Universidad de Málaga,
Arte y Parte y
Fedro. Revista de
Estética y Teoría de las
Artes (Universidad
de Sevilla).
Ha sido Director de la
Sala de Exposiciones de
la Diputación de Málaga,
Coordinador de la Sala
de Exposiciones de la
Universidad de Málaga,
Director del
Departamento de
Promoción Cultural de la
Fundación Picasso-Casa
Natal y comisario de
múltiples exposiciones,
entre las que destacan
las antológicas y
retrospectivas dedicadas
a Manuel Barbadillo
Nocea, Stefan von
Reiswitz, Godofredo
Ortega Muñoz, Esteban
Vicente y Francisco
Hernández Díaz. Ha
comisariado exposiciones
monográficas de Tomás
García Asensio, Lugán,
Oriol Vilapuig, Santiago
Mayo, Jordi Teixidor
Otto, Andreu Alfaro,
Manuel Salinas, Pablo
Alonso Herráiz, Dámaso
Ruano Gómez, Manuel
Mingorance Acién y el
Colectivo Palmo de
Málaga. En 1992 fue
comisario de la
exposición El arte de
construir el arte,
con los fondos del
Colegio de Arquitectos
de Málaga. Colaborador
de la muestra «Andalucía
y la modernidad», del
volumen Arte desde
Andalucía para el siglo
XXI, y del catálogo
de la exposición El
discreto encanto de la
tecnología,
celebrada en el MEIAC de
Badajoz y el Museo ZKM
de Karlsruhe.
Ha impartido numerosas
conferencias y ha sido
ponente en diversos
seminarios organizados
por las Universidades de
Málaga y Alicante. Ha
escrito y publicado en
revistas especializadas
amplios artículos sobre
diversas novelas de Bram
Stoker, Nathaniel
Hawthorne, Anne Brontë y
Miguel de Unamuno, así
como sobre películas de
Leontine Sagan, Leni
Riefenstahl, Philippe
Claudel y Leopold
Jessner. Colaborador del
Diccionario
Biográfico Español
de la Real Academia de
la Historia. En 1997
publicó unas
Consideraciones sobre «Ordet»,
de Carl Theodor Dreyer.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 3. Página 15. Año XXI. II Época. Número 111. Abril-Junio 2022. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2022 Enrique Castaños Alés.
© Las imágenes de la tercera y última entrega corresponden a sendos fotogramas de los capítulos 15 (imagen 1), 18 (imagénes 2, 3 y 4), 19 (imagen 5) y 20 (imágenes 6 y 7) de la serie televisiva “El idiota”, producida y emitida por RTVE a finales de 1976, y se utilizan exclusivamente como ilustraciones del texto.
Todos los derechos de autor, pues, que pudieran concurrir sobre las mismas pertenecen exclusivamente a sus autores. El guion fue elaborado por Hermógenes Sainz, basado en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski, y tiene a Emilio Gutiérrez Caba, José Sancho y Marta Angelat como primeros actores. La realización corrió a cargo de Antonio Chic.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2022 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga &
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