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Para Paula, mi hija, que, como Arkadii
Makárovich, ha transitado con inteligencia y
elegancia desde la adolescencia a la
madurez. |
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I
COMENZADA A ESCRIBIR durante el invierno de 1874-75 en la
localidad de Stáraya Rusa, a orillas del lago Ilmen, cerca
de Novgorod, y publicada, mientras iba siendo redactada,
durante 1875 en los Otechéstvenyi Zapiski (Anales
Patrióticos o Anales Patrios) que dirigía Nikolai
Nekrasov [1], El adolescente (Podrostok) es
una novela de honda penetración psicológica que, aunque
ningún crítico eminente niega que se encuentra entre las
cinco grandes construcciones literarias de su autor, no ha
sido, ni mucho menos, tan leída ni es tan conocida como las
otras cuatro; más precisamente, es la menos conocida de
ellas y la menos estudiada. Es el propio editor quien le
propone al escritor este nuevo proyecto, a pesar de los
prolongados años de distanciamiento entre ambos, después de
una fructífera colaboración que se remonta a mayo de 1845,
cuando Nekrasov, a la sazón director de El Contemporáneo
(Sovremennik), conoce, por mediación de Dmitri
Vasílievich Grigórovich, amigo de Fiodor Mijaílovich, el
manuscrito de Pobres gentes (Biednie liudi),
y, gracias al favorable veredicto del influyente crítico
Vissarion Grigórievich Bielinski (a veces, Bielinskii), lo publica en 1846 en la
revista El Almanaque petersburgués (Petersburgski
sbórnik).
La segunda novela de Dostoyevski, El doble
(Dvoinik),
también la publica Nekrasov, en febrero de 1846, en los
Anales Patrióticos. Pero esta colaboración duraría muy
poco. El todopoderoso y voluble Bielinski reprueba
ardientemente, como si se tratasen de las creaciones de un
loco, tanto La patrona (Josiaika) como
Niétochka Nezvanova, comenzadas ambas a escribir en
octubre de 1846. No obstante, estas dos novelas, así como
Noches blancas (Bielia nochi), también son
publicadas por la revista de Nekrasov. La ruptura entre el
escritor y el editor sobreviene a raíz de la detención de
Dostoyevski, el 23 de abril de 1849, y su posterior condena
por conspirar contra la seguridad del Estado [2]. En cuanto
a Bielinski, su recuerdo no abandonó posiblemente nunca a
Dostoyevski. Todavía en una fecha tan tardía como 1875, si
la ponemos en relación con el prematuro fallecimiento del
famoso crítico en 1848, surge su espectro en El
adolescente, en apariencia como de pasada, casi sin
importancia, pero en el fondo de manera muy reveladora. Ello
ocurre cuando el protagonista, Arkadii, se sienta
maquinalmente en un diván en casa del príncipe Seríocha, y
abre un libro escrito por Bielinski [3] que, casualmente,
ve encima de la mesa que tiene delante (2.ª parte, cap. II,
III).
En 1875, la situación de Dostoyevski ha variado
extraordinariamente. Nadie duda ya de su posición
preeminente en las letras rusas, después de haber publicado,
entre otras novelas, Crimen y castigo (Prestuplenie
i nakazanie), El idiota (Idiot) y
Demonios (Biesi), todas ellas pertenecientes a lo
que el pensador existencialista cristiano ruso León Chestov
denominó el segundo y último periodo del escritor, cuyo
inicio está señalado por las Memorias del subsuelo (Zapiski
iz padpolia, 1864), una revolución espiritual que supuso
abandonar el humanitarismo filantrópico anterior y encararse
con la terrible y cruel verdad de la existencia, sin
almidonados idealismos, sino con toda la tragedia que
conlleva, una tragedia que supone ahora para el escritor
enfrentarse al problema del mal, al problema de Dios y al
problema de la libertad [4]. Según Chestov, Dostoyevski y
Nietzsche están emparentados, unidos, por esta visión que es
la filosofía de la tragedia. Con Dostoyevski, la filosofía
de Kant y la concepción del mundo de Tolstói son puestas del
revés, abriéndose así la región que para Kant había
permanecido herméticamente cerrada: la «cosa en sí» (Ding
an sich) [5]. Esa transferencia que hacen Kant y Tolstói
de los «problemas perturbadores de la existencia» al
«dominio de lo incognoscible» [6], Dostoyevski los afronta
sin tapujos, abriéndonos a una realidad nueva, inaudita.
Nadie antes de él se había atrevido a tanto, nadie había
tenido nunca pensamientos semejantes, tan desesperados [7];
tampoco, como hemos podido comprobar desde entonces, después
de él.
Su vida conyugal se ha estabilizado junto a la maternal Anna
Grigórievna Snitkina. Es ella la que, según algunos
biógrafos, interviene para que Nekrasov abone doscientos
cincuenta rublos por folio a Dostoyevski [8]. A pesar del
prestigio de Dostoyevski, por esa misma época Tolstói
cobraba quinientos rublos por folio de Anna Karénina
y el escritor Iván Turguéniev se cotizaba a unos
cuatrocientos rublos por folio [9]. Otro dato biográfico de
interés es que, durante la redacción de El adolescente,
en agosto de 1875, Anna Grigórievna tuvo su último hijo,
Alíoscha (diminutivo de Aleksiei), que heredaría la
enfermedad epiléptica de su padre y moriría con tan sólo
tres años de uno de esos ataques [10].
Antes de decidirse a escribir definitivamente El
adolescente, Dostoyevski albergó el propósito de
redactar una novela cuyo tema principal fuera el del
alcoholismo, intención antigua que puede demostrarse por una
carta de 8 de julio de 1865 al publicista Krayevski (Andrei
Alexandrovich Kraevsky, 1810-1889), en la que le anticipa
incluso el título, Los beodos, y en la que quiere
profundizar en este tema que ya había tratado en Crimen y
castigo, a través del padre borracho empedernido de
Sonia Semíonovna Marmeládova, a saber, Semión Zajárich
Marmeládov. La prueba más concluyente de lo que digo es un
episodio inédito de esa proyectada y nunca realizada novela,
cuando todavía no se había decantado el escritor por la que
finalmente sería El adolescente, episodio que es un
esbozo de capítulo y que reproduce Cansinos Asséns en su
Paralipómena [11] (o Paralipomena, esto es, «cosas
omitidas») de El adolescente.
Las primeras vagas alusiones de lo que con el tiempo será
El adolescente, se las comunica Fiodor a su esposa,
desde la ciudad alemana de Ems, durante los meses de junio y
julio de 1874. Al célebre balneario de Ems, hoy en
Renania-Palatinado, al oeste de Coblenza, había acudido
Dostoyevski para intentar curarse una vez más de sus ataques
epilépticos, aunque allí mismo le sobreviene otro que le
dura cuatro días. Son de indudable interés las cartas
enviadas durante ese tiempo a su esposa para comprender la
gestación de nuestra novela, en especial la importancia que
el novelista concedía a la elaboración de un plan de
trabajo: «Lo principal es el plan, que luego el trabajo es
fácil» [12]. En realidad, si no queremos faltar a la verdad,
y aun a riesgo de contradecir al propio novelista, nunca fue
fácil el trabajo, esto es, la redacción misma del relato,
para Dostoyevski. Escribía febrilmente, pero las páginas en
blanco se rellenaban siempre con considerable esfuerzo.
Algunos días más tarde, vuelve a escribirle: «En teniendo ya
el plan, todo el trabajo irá como sobre ruedas» [13].
Algunos comentaristas, empezando por Edward Hallett Carr y
continuando con Cansinos Asséns, se han referido al
deslavazado nudo argumental de la novela [14], y el caso es
que el propio autor, corrigiendo las galeradas, no estaba
muy satisfecho de lo que había realizado: «He corregido en
su casa [en la de Nekrasov] parte de las galeradas, y el
resto me las he traído. En las pruebas no me ha gustado
mucho la novela […] Después fui a cenar, a las siete, con
Máikov… Me recibió con gran cordialidad, al parecer, pero no
tardé en advertir que algo raro ocurría. También acudió
Strájov. De mi novela, ni palabra, y seguramente por no
ofenderme… Avsieyenko ha despotricado en El Mundo Ruso
sobre El adolescente. Pero Máikov dijo que era una
cosa estúpida. No he leído el artículo de El Mundo Ruso…»
[15]. Existen numerosos testimonios, sobre todo de los
últimos años de su vida, de que a Dostoyevski le afectaban
mucho las opiniones de los críticos sobre sus obras, y en
este sentido la abnegada Anna hizo un papel de filtro y de
dique de contención, a fin de preservar la frágil salud de
su querido esposo. |
¿Cuál
es el principal argumento de Hallett Carr para afirmar lo que dice? La opinión
no es desdeñable, puesto que su estudio, publicado en Londres en 1931, maneja
ya una considerable masa documental, que, en lo verdaderamente decisivo, no ha
sido incrementada posteriormente. La opinión de Cansinos Asséns, también es muy
temprana, de 1936 [16].
Hallett Carr advierte, en primer lugar, de la disonancia que él ve entre el
pensamiento político-religioso que a mediados del decenio de 1870 distinguía a
Dostoyevski, supuestamente conservador y eslavófilo, y la línea progresista y
prooccidental de la revista en la que se publica la novela. En segundo lugar —y
ya he tenido ocasión de criticar esta apreciación, a mi juicio errónea—, el
historiador británico considera a Dostoyevski un pésimo filósofo y un excelente
psicólogo. Por no extendernos sobre esta cuestión, estimamos que, por citar
sólo un estudio fundamental, el gran ensayista ruso Nicolás Berdiaev dejó
suficientemente demostrado que Dostoyevski era un formidable pensador, una
efervescente mente creadora de nuevas y poderosas ideas [17]. Por
esas mismas fechas en que escribe Berdiaev, en septiembre de 1921, concluye
León Chestov un sugerente ensayo sobre Dostoyevski y Tolstói en el que pondera
la inmensa profundidad filosófica de Dostoyevski, así como su inagotable y
potentísima dialéctica de las ideas [18].
Y ello, a pesar de la supuestamente escasa formación científica y filosófica,
en sentido académico, o como simple conocedor de la historia de la filosofía,
de Dostoyevski. Por ejemplo, pensemos en Kant. El conocimiento que de él
pudiese tener Dostoyevski era quizás insuficiente;
al decir de Chestov, en realidad Dostoyevski no tenía ninguna necesidad de tal
conocimiento ni de leer directamente a Kant para saber el alcance de lo que
quería decir. Reparemos en la Crítica de
la razón pura y en la pregunta que se formula Kant sobre si es posible una
ciencia metafísica cuya estructura lógica sea idéntica a la de las ciencias
positivas. Dado que las reglas generales, inmutables y necesarias, propias de
las ciencias positivas, no pueden aplicarse más que dentro de los límites de la
experiencia, la metafísica, que, por su propia naturaleza, tiende a sobrepasar
tales límites, no es posible. Para León Chestov, la «experiencia humana y sus
límites», tal como la entiende Kant, no es para Dostoyevski otra cosa «que el
recinto de una prisión construida para nosotros por un desconocido». Esos
«límites de la experiencia» han constituido a lo largo del siglo XIX una
auténtica muralla contra la curiosidad humana [19].
Pero León Chestov conduce su razonamiento más lejos aún, temerariamente lejos,
aunque es posible que se aproxime a la verdad. Me refiero a cuando afirma que
la verdadera crítica de la razón pura no la escribió el filósofo de Königsberg,
sino Dostoyevski con su «hombre del subsuelo», comprendiendo perfectamente así
el escritor ruso cuál es el problema principal de la filosofía (más tarde, en
1942, Albert Camus dirá en El mito de
Sísifo que ese problema es el del suicidio, respondiendo, pues, de un modo
más próximo al literato ruso que al pensador prusiano). Más que hacer una
crítica de la razón pura, lo que hace Kant, en palabras de Chestov, es su
apología: «si verdaderamente hubiera querido despertarse [del “sueño dogmático”
del que lo despertó David Hume] y criticar, habría planteado, ante todo, la
cuestión de saber si las ciencias positivas se hallan justificadas por el
éxito, es decir, por los servicios que han prestado a los hombres. No pueden,
por lo tanto, ser juzgadas; las que juzgan son ellas. Si la metafísica quiere
existir, debe ante todo requerir la sanción y la bendición de las matemáticas y
de las ciencias naturales» [20].
En Dostoyevski, en cambio, es la metafísica la que juzga a las ciencias
positivas [21].
Mientras que para Kant son las leyes las que le «son dictadas al hombre y a la
naturaleza por las leyes mismas», Dostoyevski, en cambio, se pregunta con
renovados bríos si la metafísica es posible como ciencia. Ésta última
«presupone, como condición necesaria, la existencia de juicios universalmente
admitidos. La ciencia no tiene necesidad ni le interesan los hechos
particulares. Lo que ella busca es aquello que transforme el hecho particular
en “experiencia”» [22].
¿Cuál es, entonces, el problema fundamental de la filosofía para Dostoyevski?
¿Cuál es el problema decisivo del hombre? No hace falta que León Chestov nos lo
diga explícitamente, aunque lo insinúa: el problema de la libertad, es decir,
el problema del mal; dicho de otro modo: el problema de Dios. Rápidamente
surgirá una pléyade de filósofos académicos que replicarán ásperamente y con
acritud: ¿pero si el problema de la libertad es el máximo problema filosófico
para Kant? Cierto, pero con una diferencia terminante: que lo que Kant entiende
por libertad no es lo mismo que entiende Dostoyevski, puesto que la libertad
para el escritor ruso está indisolublemente ligada al mensaje de Jesús, Jesús
como el Verbo encarnado, como la Palabra que da la Vida, la vida eterna. El
mensaje moral de Jesús de Nazaret, la moral cristiana, tal y como se formula en
el Evangelio, especialmente el de Juan, no puede desligarse del sentido
trascendente del hombre, de la creencia en la inmortalidad, en la resurrección
de la carne, puesto que el espíritu no muere nunca. Esta concepción estaba ya
en El idiota, a través de Mischkin, y
estará en El adolescente, a través de
ese personaje enigmático, equívoco, escurridizo, desdoblado, que es Versílov.
Pero esa concepción estará, ante todo, presente en el texto capital de
Dostoyevski, en su escrito decisivo y fundamental, que no podemos analizar
aquí: en la «Leyenda del Gran Inquisidor», que brota de las entrañas mismas de Los hermanos Karamásovi. Por eso tiene parte de razón León Chestov cuando dice,
a modo de conclusión sobre Dostoyevski en el ensayo que estamos citando: «A
Dios no se le puede demostrar. No se le puede buscar en la Historia. Dios es el
“capricho” encarnado que rehúsa todas las garantías. Está fuera de la Historia»
[23].
Como se ve fácilmente, una opinión que sólo puede provenir de un entusiasta de
Kierkegaard, quien se refería a Dios como la «Paradoja absoluta». Si de
paradojas hablamos, Cristo, en cierto sentido, está fuera de la Historia, pero,
al mismo tiempo, es el centro de ella.
A
pesar de la opinión de Chestov, en parte demasiado subjetiva, lo que sí es
incuestionable es que Dostoyevski se interesó por leer a Kant y a Hegel. En el
caso de Kant, precisamente la Crítica de
la razón pura, y en el de Hegel sus Lecciones
sobre historia de la filosofía, que fueron publicadas después de su muerte
en 1831. En la muy célebre y extensa carta que le escribió Dostoyevski a su
hermano Mijaíl nada más abandonar el penal de Omsk donde estuvo recluido cuatro
años, misiva fechada en la citada ciudad siberiana el 22 de febrero de 1854, le
pide expresamente que le envíe esos dos libros en concreto, además del Corán y otras obras en general de
historiadores y de economistas, de los Padres de la Iglesia, de la Historia de
la Iglesia, de Giambattista Vico, de Leopold von Ranke, de François Guizot y de
Louis Adolphe Thiers. El que leyese finalmente la Crítica de Kant, es conjeturable, aunque sí sabemos que las ideas
de Hegel las conocía relativamente bien desde la época en que trató asiduamente
a Bielinski, esto es, por el tiempo en que publicó Pobres gentes. Sobre esa carta ha llamado especialmente la atención
el teólogo de origen ruso Pavel Evdokimov (1901-1970), quien añade, además, que
en la localidad de Semipalatinsk, hoy en Kazajstán, que será donde conozca en
marzo de aquel año a su primera esposa, Maria Dmítrievna, concibe Dostoyevski
el proyecto de traducir textos de Hegel y del pintor y naturalista alemán Carl
Gustav Carus (1789-1869), proyecto apoyado entusiásticamente por su protector
el barón Alexander Egorovich Wrangel (1833-1915), quien le entregó dinero en
diversas ocasiones, era un incondicional admirador de su obra y mantuvo una
interesante relación epistolar con el escritor que se extiende al menos hasta
1865 [24].
Con
una intención diferente, pero con un similar apasionamiento al ensayo de León
Chestov, es la virulenta crítica contra la filosofía académica que lleva a cabo
el escritor italiano Giovanni Papini (1881-1956) en El crepúsculo de los filósofos, un temprano libro con vocación
polémica y de indudables resonancias nietzscheanas que ya estaba terminado en
septiembre de 1905, mucho antes de la conversión de Papini al catolicismo. En
él dice que la filosofía se encamina «a aumentar el poder del hombre». Más que
como «reunión de ciencias particulares», la filosofía interesa «como tentativa
de una sistematización universal del mundo […] Representa en cierto modo el
“estadio absurdo” de la ciencia». El filósofo ha creído que podía imitar los
métodos de la ciencia, y que estos métodos le proporcionarían resultados
prácticos. «Pero el filósofo se ha engañado». Ha intentado sustituir el mundo
«de lo eterno, de lo único, de lo inmortal […] El filósofo, viendo cómo las
leyes particulares del científico han sido eficaces, ha creído que descubriendo
la única ley, el hombre sería omnipotente, pero no se dio cuenta que esta única
ley, precisamente por ser única, no dice nada y por lo tanto no sirve para
nada» [25].
Concluye haciendo una crítica a la filosofía por su «codicia de universalidad».
Sólo cabe la existencia de la filosofía «como género literario» [26]
.
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Lo de excelente psicólogo, no hace falta
ponderarlo; es algo en lo que coinciden todos los
comentaristas. Pero sería un grave error quedarse en eso, en
considerar a Dostoyevski, principal y casi únicamente, como
un psicólogo. Dostoyevski es muchísimo más que eso; más aún:
es un psicólogo porque, ante todo, es un antropólogo, un
«pneumatólogo», en la finísima acepción de Berdiaev. La
opinión de Berdiaev, esto es, que la preocupación central de
Dostoyevski es el hombre y su destino, lo que implica
inexcusablemente una preocupación por Dios, pues el problema
de Dios está inscrito en el interior más profundo del
hombre, la corroboran, entre otros, Dmitri Merejkovski,
Romano Guardini y Luigi Pareyson, juicios que considero de
extraordinaria relevancia y con los que estoy
sustancialmente de acuerdo. Para Hallett Carr, El
adolescente no plantea ningún problema vital decisivo,
o, si lo plantea, lo deja sin resolver. Trataremos de
demostrar que este juicio está también equivocado en buena
medida. Pero, sobre todo, según Carr, a la novela le falta
trabazón, coherencia, ilación, y, además, está condicionada
por un argumento equívoco, inconexo, frágil, inconsistente,
impuesto por la premura en entregar los folios destinados a
la publicación periódica. Para nadie es un misterio que la
novela mejor estructurada de Dostoyevski es Crimen y
castigo, publicada en 1866. Tampoco voy a insistir aquí
sobre la dicotomía Dostoyevski-Tolstói, en cuanto que el
segundo, para muchos críticos solventes y bien autorizados,
es mejor «artista» que el primero; tal discusión nos
apartaría de nuestro asunto. Pero de lo que sí estoy seguro
es de que los personajes de Dostoyevski, preferentemente los
masculinos, si bien los femeninos no se quedan a la zaga,
ofrecen una profundidad y complejidad espirituales que, muy
probablemente, no tengan equivalente en ninguna literatura
del mundo. La supuesta inconsistencia de El adolescente,
la sostiene Carr, y después de él otros, en que su hilo
argumental es demasiado ficticio, o que incluso no presenta
un verdadero hilván respecto de su trama. Es cierto que,
después de una primera lectura, se puede extraer esa
impresión, pero si se hace una segunda, incluso una tercera,
aquella impresión comienza a desdibujarse, y todos aquellos
infundados barruntos que pueden inducirnos a creer, en un
principio, que el novelista se ha valido de una trama
endeble, demasiado forzada, que incluso incurre en aparentes
contradicciones, o, más exactamente, en la que presenta dos
hilos argumentales paralelos, uno de los cuales terminará
desapareciendo o perdiendo toda importancia, en realidad
acabarán por diluirse cuando nos terminamos percatando de
que toda esa trama argumental no es otra cosa que una
excusa, un grandioso pretexto para poder definir, precisar y
aquilatar lo que, en última instancia, preocupa al
novelista: el itinerario espiritual de los personajes
principales, la exposición de determinadas ideas, sobre el
hombre, sobre Dios, sobre Rusia; la plasmación de la tensión
y el conflicto entre las almas, entre el «ser» y el
«parecer», entre la moral y la religión, de un lado, y el
temperamento o el carácter, de otro. Aunque Dostoyevski
suele valerse de ciertas argucias argumentales en algunas de
sus mayores novelas —como, por ejemplo, que el criminal
dilate la confesión de su crimen, caso de Raskólnikov, a
pesar de que el magistrado Porfirii Petróvich, sin prueba
inculpatoria alguna, ha adivinado quién ha sido el autor del
doble asesinato; o cuando nos mantiene en vilo sobre la
sigilosa y misteriosa actuación de algún personaje en
concreto, caso de Rogochin en El idiota; o como
cuando concede una relativa importancia al modo de
conducirse de sus criaturas, a los móviles de sus actos,
cual es el caso de los quinqueviros en Demonios; o
cuando mantiene cierta suspensión acerca de una determinada
acción, como es el caso de la doble autoría, intelectual y
material, del parricidio en los Karamásovi—, lo
determinante no será para él este u otro hilo conductor,
sino las pasiones, las ideas, los sentimientos de sus
personajes, en algunos de ellos, y no creo exagerar al
decirlo, insondables, abismales, de una negrura o de una
turbiedad que provoca auténtico pavor, o de una ternura y de
una capacidad de amar tan supremos y elevados que nos
transportan hacia lo inefable. Además, por establecer una
somera comparación con otras producciones literarias que
ofrecen más de un denominador común, ¿es que existe, por
poner un ejemplo paradigmático, hilo argumental, al modo de
una trama de intriga, en el Quijote, un libro que
incluso puede leerse, en muchísimas circunstancias, por
cualquier capítulo, al igual que la Biblia? Lo
decisivo de la inmortal novela cervantina, amén, claro está,
de su forma estilística inmarcesible, son los diálogos entre
el hidalgo manchego y su escudero, las reflexiones, los
monólogos, los discursos, es decir, el itinerario vital,
existencial, espiritual de los dos protagonistas, sin
parangón en las letras del orbe. Quiero decir, la presencia
del ideal. Tampoco hay un argumento, en el sentido
normal que otorgamos a este término, en Niebla o en
San Manuel Bueno, mártir, de Don Miguel de Unamuno.
Las preocupaciones del eximio catedrático de Salamanca eran
otras, naturalmente de carácter
existencial-religioso-filosófico, como también eran otras
zozobras muy distintas a lo que se entiende vulgarmente por
argumento las de Azorín en La voluntad o las de Pío
Baroja en Camino de perfección. Los ejemplos podrían
multiplicarse indefinidamente, desde el Joris-Karl Huysmans
de Á rebours hasta el Gabriel Miró de El humo
dormido y Años y leguas.
De
lo que acabo de decir en el párrafo anterior, no debe
inferirse que condesciendo con Hallett Carr en lo que
concierne a la deficiente trabazón estructural de El
adolescente. La extraordinaria importancia del perfil
psicológico de los personajes no autoriza a minusvalorar la
arquitectura interna del relato. Uno de los intelectuales
europeos que más tempranamente valoraron y se dieron cuenta
de la importancia que adquiere la forma y la estructura en
las novelas de Dostoyevski, fue don José Ortega y Gasset,
que, en mi opinión, quizás por querer enfatizar aquellos dos
aspectos, sustrae, injustamente, importancia a la entidad
espiritual de los personajes. Pero el lúcido comentario de
Ortega, que es de 1925 y está contenido en su penetrante
ensayo Ideas sobre la novela, no puede ser pasado por
alto. En un capítulo de ese ensayo, bajo el epígrafe «Dostoyewsky
y Proust», escribe: «Así acaece que se ha hablado mucho de
lo que pasa en las novelas de Dostoyewsky, y apenas nada de
su forma. Lo insólito de la acción y de los sentimientos que
este formidable escritor describe, ha detenido la mirada del
crítico y no le ha dejado penetrar en lo más hondo del libro
que, como en toda creación artística, es siempre lo que
parece más adjetivo y superficial: la estructura de la
novela como tal […] Sin lograrlo del todo, yo he intentado
muchas veces convencer a Baroja de que Dostoyewsky era,
antes que otra cosa, un prodigioso técnico de la novela, uno
de los más grandes innovadores de la forma novelesca…» [27]
.
Ortega no menciona ninguna novela de Dostoyevski en
concreto, pero no es nada aventurado afirmar que está
dirigiendo su apreciación crítica a todas las grandes
novelas del gigante ruso, incluida, naturalmente, El
adolescente. Sobre esta ardua cuestión de la armonía
profunda entre forma y contenido que debe existir en toda
auténtica obra artística, he tenido oportunidad de referirme
en otro lugar, al comienzo de un artículo sobre la película
Ordet de Dreyer [28]. |
El
propio Dostoyevski admite que lo que podríamos calificar de
argumento de la novela tiene su origen en una accidentada
herencia familiar, una herencia nada ficticia, sino muy
real, vinculada a una tía materna suya, la señora Kumánima
(o Kumanin), cuyo marido, el tío Kumanin, ya le había dejado
a Fiodor tres mil rublos al morir en noviembre de 1863. Su
viuda, en 1864, les entregó a Fiodor y a su hermano mayor,
Mijaíl, diez mil rublos a cada uno, a fin de que pudiesen
sacar adelante el proyecto de la revista La Época (Epoja),
autorizada por la censura el 24 de enero de ese último año
[29].
Las
relaciones de Dostoyevski con sus familiares más inmediatos,
habían comenzado a deteriorarse aceleradamente desde el 15
de febrero de 1867, que fue el día en que se casó con su
segunda y última esposa, Anna Grigórievna Snitkina. Desde
ese momento, algunas personas que se lucraban de las
generosas ayudas económicas aportadas con gran esfuerzo
gracias a la benevolencia del escritor, y que continuarían
beneficiándose de ellas durante muchos años después,
creyeron ver amenazada su situación, por una supuesta e
infundada intromisión de la joven esposa, que en absoluto
responde a la verdad, pero que fue odiada con creciente
sentimiento, como si de una intrusa egoísta y acaparadora
del genio se tratase. Entre esas personas deben consignarse
muy especialmente Paul Isáyev [30]
,
el hijo que, antes de conocer a Dostoyevski en la primavera
de 1854, había tenido la que sería su primera esposa,
Maria Dmítrievna Isayevna Konstant, con su
marido Aleksandr;
Emilia Fiodorovna, esposa del muy querido hermano mayor de
Fiodor, Mijaíl, fallecido el 10 de julio de 1864, a los
pocos meses de iniciado el esperanzador proyecto de Época;
y Nikolai, hermano menor del escritor, nacido en 1831. Esas
tensas relaciones de algunos de los familiares de
Dostoyevski con su amada esposa Anna, que producen un gran
desasosiego en el escritor, constituyen la base principal de
la valiente decisión adoptada por Anna Grigórievna:
marcharse con su marido al extranjero, cosa que hicieron el
día de Viernes Santo de 1867, cuando tomaron un tren para
Berlín. No regresarían a Petersburgo hasta después de cuatro
años y tres meses [31].
Pues bien, en la primavera de 1871 murió la
tía Kumánima, poco antes del regreso de Dostoyevski de su
periplo europeo en compañía de su esposa. En agosto de 1869,
creyendo que Kumánima había muerto, le escribe Apollon
Máikov a Dostoyevski, que estaba entonces en Dresde,
comunicándoselo, e informándole de paso que la extravagante
y piadosa señora había dejado una fortuna de cuarenta mil
rublos a un monasterio. Durante un tiempo el revuelo es
notorio, intentando Dostoyevski, a través de su amigo
Apollon, anular tales disposiciones testamentarias. Pero la
noticia, como acabamos de consignar, era falsa; mejor dicho,
se había tratado de un malentendido. Lo cierto es que la
rica viuda, que no tenía hijos, había dejado un testamento
muy complicado, sobre todo en lo referente a una extensa
propiedad de la provincia de Riazán, pues era preceptivo
reunir a todos los herederos y proceder a la partición. Esto
ocurre en 1879, y es precisamente la malquista Anna
Grigórievna la que actúa, con pleno consentimiento de él, en
nombre de su marido, que se halla en Ems en una de sus
periódicas curas. El más controvertido problema que
planteaba la herencia era que aquella propiedad de Riazán,
por ser de bienes raíces, sólo podía ser transmitida a los
tres hermanos Dostoyevski vivos, Fiodor, Andrei (nacido en
1825) y Nikolai, así como a los descendientes varones del
desaparecido Mijaíl. Como consecuencia de ello, van a ser
ahora las hermanas del escritor —Varvara
Mijaílovna Karenin [32],
Vera Mijaílovna Dostoevskaya [33] y Aleksandra Mijaílovina
Schaviakova [34]—
las que entren en liza, por sentirse gravemente
perjudicadas. El espectro de este desagradable asunto
acompañó al escritor hasta el final de su vida [35]
.
Tanto es así que el domingo 25 de enero de 1881, después de
un breve altercado con Orest Fyodorovich Miller (1833-1889),
Profesor de Literatura Rusa, en relación a una conferencia
sobre Puschkin que debía pronunciar Dostoyevski el día 29,
recibe la desagradable visita de sus hermanas Varvara y
Vera, con motivo, una vez más, de la litigiosa herencia de
marras. Del encuentro no dice nada la biografía oficial,
pero lo conocemos con detalle gracias a la biografía que de
su padre escribió su hija Liubova [36],
publicada en Munich en 1920. Esa misma noche, escribe
Hallett Carr, se le «rompió una arteria del pulmón, y
durante el día siguiente tuvo hemorragias de un modo
intermitente». Murió a las ocho y media de la tarde del día
28, la víspera de la conferencia que debía haber pronunciado
sobre su admirado poeta Puschkin, cuando aún le faltaban
bastantes meses para cumplir los sesenta años.
¿Cuáles serían, entonces, aquellos dos leitmotiven de
la novela, inspirados difusamente en la azarosa historia de
la herencia de la tía Kumánima? Debemos recordar que muchos
pasajes, acontecimientos y actuaciones ocurridos en las
novelas de Dostoyevski, tienen su origen en hechos
autobiográficos, transmutados, naturalmente, con genial
habilidad por el escritor, es decir, de tal modo que no
dejan de beber del inagotable hontanar de su imaginación
creadora. El primero de esos leitmotiven, que, según
hemos indicado, irá diluyéndose progresivamente y perdiendo
importancia a medida que avanza la novela, es el pleito que
(como consecuencia de una carta escrita por un tal Stólviev)
Versílov, padre del adolescente, mantiene con los príncipes
Sokolskii, un litigio que terminará ganando en los
tribunales, pero renunciando, a su vez, a cobrar la
cuantiosa herencia de sesenta mil rublos que le
correspondía, entregándosela íntegra a los mencionados
príncipes, una muestra concluyente de su contradictoria
personalidad, de las paradojas de su carácter, pero también
de su generosidad y de su desprendimiento, que terminarán
por fascinar por completo a su hijo, el adolescente, el
joven Arkadii. El biógrafo londinense insinúa una posible
vinculación entre el hecho de incluir este pleito en la
novela y la complicada relación de Dostoyevski con sus
hermanas Varvara y Vera, a propósito de la cuantiosa
herencia de la tía Kumánima [37].
El segundo de esos leitmotiven es
mucho más relevante y bastante más accidentado, irregular y
tortuoso. Se trata de la más que probable tormenta que puede
desencadenar una carta que, en un momento de irreflexión, ha
escrito Katerina Nikoláyevna, hija del viejo príncipe
Nikolai Ivánovich Sokolskii, perteneciente a una familia
distinta con la que mantiene el pleito Versílov. Esa carta
se la había escrito Katerina a
Aléksieyi
Nikanórovich Andrónikov, apoderado de los asuntos de
Versílov, y en ella se pone en duda la salud mental del
príncipe, con el fin de que sirva de testimonio favorable
para que sea recluido en una institución psiquiátrica, y
que, de este modo, no continúe derrochando dinero como viene
haciéndolo. Naturalmente, si esa misiva cayese en manos del
anciano aristócrata, podría determinarlo a desheredar a su
hija, que es, además, la única que tiene. De ahí que
Katerina, arrepentida sinceramente después de lo que ha
hecho, entre otras razones porque ella ama de verdad a su
padre, busque desesperadamente esa breve epístola para
destruirla. María Ivanovna, esposa de Nikolai Semíonovich y
sobrina carnal de Andrónikov, a la muerte de éste último, se
había hecho con la susodicha carta y se la entregó a Arkadii.
La explicación de esa entrega puede entenderse si tenemos en
cuenta que una parte de la vida de Arkadii, que es hijo
natural de Versílov, ha transcurrido en casa de Nikolai
Semíonovich, nombrado tutor suyo en Moscú. De manera hábil y
atrevida, Hallett Carr, en su estudio crítico-biográfico,
establece una relación entre esa carta que tan ansiosamente
busca Katerina, con las cartas enviadas por Dostoyevski
desde Dresde, a partir de agosto de 1869, a su amigo Apollon
Máikov, así como a algunos otros parientes y abogados [38],
con el propósito de invalidar las disposiciones
testamentarias de la tía Kumánima, erróneamente dada por
muerta por Máikov, cartas que, posteriormente, teme, como es
lógico, lleguen a manos de su tía, a quien aún le restaban
casi dos años para morir. En cuanto a la carta escrita por
Katerina, que cae, involuntariamente, en manos de Arkadii,
sólo adelantaremos que éste termina perdiéndola, creyendo
así que se queda por completo inerme ante la crudeza de los
acontecimientos. Lo que finalmente ocurra con la carta, que
se dirá en el momento oportuno, no tiene en el fondo ninguna
relevancia, pues, como ya hemos dicho, ese leitmotiv
es un maravilloso pretexto para dibujar unos inmarcesibles
caracteres psicológicos.
|
II
Analicemos
ahora, de modo esquemático, la estructura y la concepción
del tiempo de la novela. Consta ésta de tres partes, la
primera de diez capítulos, la segunda de nueve y la tercera
de trece, subdivididos, a su vez, en apartados o
subcapítulos. Pero hagamos, en primer lugar, un resumen del
desarrollo de la acción, sin entrar en detalles ni en
caracterizaciones de los personajes que se mencionen, pues
sólo estamos interesados en mostrar el tempo del
relato, esto es, el propio fluir del tiempo y la presencia
de las elipsis. Téngase en cuenta que en la edición de
Aguilar (en papel biblia, a dos columnas cada página y con
una letra más bien pequeña) la obra suma 395 páginas, es
decir, lo que serían 700 u 800 de cualquier otra edición
normal. Pues bien, el tiempo real transcurrido, salvo el
último capítulo de la tercera parte, que desvela muchas
cosas, abarca un arco cronológico que va de un 19 de
septiembre hasta mediados de diciembre. Pero repárese en
que, en tan corto periodo de tiempo, se produce, a su vez,
una elipsis de casi dos meses, con lo que el número real de
días, unos veinticinco, cuyos acontecimientos se narran, es
verdaderamente reducidísimo en comparación con el tamaño del
libro. Como había hecho antes en El idiota, esta
concepción del fluir temporal se adelanta notablemente a
Marcel Proust. Sobre este modo de proceder de Dostoyevski,
también repara con gran precocidad Ortega y Gasset, y ahora
nos explicamos el que haya vinculado en el mismo capitulito
de Ideas sobre la novela al gran escritor ruso con
uno de los últimos gigantes de las letras francesas: «No hay
ejemplo mejor —escribe aludiendo sólo al narrador eslavo—
de lo que he llamado morosidad propia a este género. Sus
libros son casi siempre de muchas páginas, y, sin embargo,
la acción presentada suele ser brevísima. A veces necesita
dos tomos para describir un acaecimiento de tres días,
cuando no de unas horas. Y, sin embargo, ¿hay caso de mayor
intensidad? Es un error creer que ésta se obtiene contando
muchos sucesos. Todo lo contrario: pocos y sumamente
detallados, es decir, realizados» [39]
.
Los tres días que más páginas ocupan son el 19 de
septiembre, el 15 de noviembre y el primer día de la salida
de Arkadii después de su convalecencia, con 82, 53 y 47
páginas, respectivamente, de la edición de Aguilar. La
observación de Ortega, aunque incidiendo en el concepto de
un espacio y un tiempo de carácter netamente espiritual en
la narrativa dostoyevskiana, la percibió también con gran
agudeza el pensador existencialista cristiano italiano Luigi
Pareyson (1918-1991), quien habla de que hay días en esas
novelas que, cada uno por separado, constituye una «época
entera», por no mencionar aquella inverosímil condensación:
lo fundamental de El idiota transcurre en nueve días,
y, en el caso de los Karamásovi, en siete [40].
En el capítulo primero de la
primera parte, el protagonista nos presenta a algunos de los
principales personajes de la historia que va a contar, así
como nos informa acerca de sus orígenes, esto es, quiénes
son sus padres biológicos y quién ha sido su tutor.
La narración autobiográfica
(o autodiegética, como ya había hecho Dostoyevski en
Noches blancas) propiamente dicha de Arkadii da
comienzo, según acabamos de precisar, un 19 de septiembre
(primera parte, capítulos 2, 3, 4, 5, 6 y 7), continuando
ininterrumpidamente el 20 (capítulos 8 y 9) y el 21 del
mismo mes (capítulo 10). Inmediatamente después de terminar
la primera parte, se produce en el relato un salto de casi
dos meses, y Arkadii lo retoma el 15 de noviembre, aunque el
primer capítulo de la segunda parte lo aprovecha para hacer
una serie de consideraciones y transcribir diálogos que
hacen comprensible lo que narra a continuación. Ese 15 de
noviembre ocupa los capítulos 2, 3, 4, 5 y 6 de la segunda
parte. Prosigue el relato el día 16 de noviembre, que
transcurre durante el capítulo 7. El capítulo 8 da comienzo
con un sueño que tiene Arkadii la noche del 16 al 17 de
noviembre, pero ya en el segundo párrafo comienza el día 17,
que transcurre durante todo ese capítulo y el siguiente,
hasta que se termina el sueño de Arkadii en el portalón de
una callejuela (final del apartado II de ese capítulo 9). El
día siguiente, 18 de noviembre, comienza cuando Arkadii
despierta bruscamente de su sueño y se encuentra de sopetón
con su antiguo condiscípulo Lambert, y sólo ocupa el aludido
final de aquel apartado y el apartado III del mismo capítulo
9. Al inicio del apartado IV del capítulo 9 comienza el 19
de noviembre, en el mismo instante en que de nuevo se
encuentra en casa de su padre Versílov y de su madre Sofía.
El día anterior, el 18, lo había pasado en la habitación
alquilada de Lambert y de su amante francesa Alphonsine,
adonde aquél le había llevado después de encontrarlo en la
calle. La segunda parte concluye el día 29 de noviembre,
pues Arkadii permaneció sin conocimiento en casa de sus
padres durante diez días.
Por lo que se refiere a la
tercera parte, el apartado I del capítulo primero (en el
que, un tanto contradictoriamente, escribe Arkadii «después
de nueve días de inconsciencia») abarca desde el momento en
que recobra la consciencia, es decir, desde el mencionado 29
de noviembre, hasta el 3 de diciembre. Este último día
ocupa, asimismo, lo que resta del primer capítulo y el
primer apartado del capítulo segundo, capítulo prácticamente
dedicado a lo que acontece durante el día 4. El apartado V
de ese segundo capítulo nos relata una recaída de Arkadii en
su enfermedad y un nuevo sueño del protagonista, que
permanece en ese estado de semiinconsciencia y de delirio
tres días. El capítulo tres está por entero dedicado a la
jornada del día 7 de diciembre, y centra su atención casi
exclusivamente en la caracterización del personaje de Makar
Ivánovich Dolgorukii. Los dos primeros breves apartados del
capítulo cuatro hacen referencia a un indeterminado periodo
temporal que comprende desde el día 7, en que hemos dicho
que Arkadii se ha recuperado de su recaída, hasta su primera
salida a la calle, de la que no se precisa el día concreto,
salida que tiene lugar nada más iniciarse el apartado III
del referido capítulo cuatro. Desde este instante, las
sucesivas salidas se enumeran por días. Además, a partir de
aquí se precipitan los acontecimientos y la novela se
desarrolla en un clima de intensidad creciente y de extrema
agitación por parte de los personajes, especialmente Arkadii
y su padre Versílov. En total son cinco días. Todo ese
primer día ocupa los apartados III y IV del capítulo cuatro
y los capítulos cinco, seis, siete y ocho. El segundo día en
que Arkadii está en la calle después de su enfermedad, ocupa
el capítulo nueve. El tercer día comienza en el apartado II
del capítulo diez (el apartado I de este capítulo lo dedica
Arkadii a aclarar algunas circunstancias que hagan
comprensible al lector su narración autobiográfica), y
termina hacia la mediación del apartado I del capítulo once,
que es cuando comienza el cuarto día, al despertarse Arkadii
en casa de Lambert a las diez de la mañana. Este cuarto día
ocupa lo que resta del capítulo once y el capítulo doce
hasta la mediación del apartado II. Desde aquí hasta el
final del capítulo doce, transcurre el quinto día y último.
El capítulo trece de la tercera parte, que es el último de
la novela, se inicia casi medio año después de ocurrida la
escena postrera. Por ese capítulo trece, en el que Arkadii
completa algunos detalles del desenlace y nos informa sobre
el destino ulterior de los personajes principales, sabemos
que aquella última escena con la que se cerraban sus
Memorias había tenido lugar a mediados de diciembre,
pues ese «casi medio año después» se sitúa a mediados del
mes de mayo siguiente. En realidad, han transcurrido cinco
meses (de ahí la frase «casi medio año después»). Poco más
adelante, también averiguamos que el día de aquella primera
salida de Arkadii a la calle después de la convalecencia,
tuvo lugar cinco días antes de aproximadamente
mediados de diciembre, es decir sobre el día 11 (los cinco
últimos días serían, pues, los días 11, 12, 13, 14 y 15 de
diciembre). El capítulo trece finaliza, y la novela toda,
con la reproducción de una carta a Arkadii de su antiguo
tutor Nikolai Semíonovich, que es una respuesta a la lectura
de las Memorias, recién concluidas, que Arkadii le ha
enviado. |
Las
ideas elevadas, piensa Arkadii, están por encima del dinero,
pues sin aquéllas la sociedad no puede fundamentarse sobre
bases sólidas. A uno de los personajes más sórdidos de la
novela, Stebélkov, especulador, prestamista usurero, ruin,
miserable y hombre sin escrúpulos morales, le espeta el
adolescente: «Lo primero es una alta idea, y luego el
dinero, pero sin una idea elevada con dinero la sociedad
resbala» (1.ª parte, cap. VIII, II). El tema del ideal, como
veremos más adelante, está muy presente en los razonamientos
de Versílov y en muchos de los diálogos que mantiene con su
hijo, pero tampoco podemos olvidar el carácter preeminente
que el ideal, principalmente ético, tuvo pocos años antes en
El idiota, una recurrente preocupación de Dostoyevski
que, entre otros grandes autores, le viene de su admirado
Alejandro Puschkin y, por supuesto, del inmortal hidalgo
manchego cervantino. Pero cuando las ideas se transforman en
obsesiones, cuando se apoderan por completo de la mente del
individuo, pueden acabar originando actitudes y
comportamientos patológicos, enfermizos. El que una idea se
convierta sólo en eso, en una idea, persistente,
obsesiva, que te martillea la cabeza y no te permite poder
vislumbrar con nitidez cuanto te rodea, es, sin duda, algo
peligroso. Las novelas dostoyevskianas están plagadas de
personajes de este tipo, siendo su quintaesencia más
elaborada, inquietante y perturbadora la del ingeniero
Aléksieyi Kirillov de Demonios. Afortunadamente,
Arkadii se da pronto cuenta de ese mortal peligro, que puede
encerrarlo en un círculo vicioso infernal y autodestructivo.
Por eso razona con buen juicio para sí mismo: «… deduje
directamente que, teniendo en la cabeza algo fijo, perenne,
intenso, que nos ocupa de un modo horrible…, parece que te
alejas con eso por completo de todo el mundo en la soledad,
y todo cuanto ocurre pasa como de través ante lo principal»
(1.ª parte, cap. V, IV). La idea podía consolarlo de
la «ignominia», hacerlo diferente, creerse con ella más
fuerte, pero, por encima de todo, podía cercenar su contacto
con el mundo, con las personas, convertirlo en un esclavo de
ella, en un alienado. La «idea» puede desencadenar un
desenlace fatal. Por ejemplo, en un conocido de Arkadii,
llamado Kraft, quien termina suicidándose por ese motivo,
por el dominio que sobre él ejerce una determinada «idea».
De forma vaga le relata Arkadii el hecho acaecido a Olia
[64],
la muchacha de destino trágico a la que se encuentra en el
rellano de la escalera donde viven Sonia y Versílov, pues la
joven, según tendremos ocasión de narrar concisamente más
adelante, se dirige al piso de ambos para saber exactamente
las razones por las que Versílov les ha dejado dinero a ella
y a su madre,
Daria [65]
Onisímovna. Mientras suben las escaleras que conducen al
departamento, impresionado como está Arkadii por el reciente
suicidio de Kraft, le dice a Olia: «Cuando es preciso, el
hombre generoso sacrifica hasta la vida; Kraft [al que
también conocía muy ligeramente Olia] se ha pegado un tiro;
Kraft, por la idea, fíjese usted, un joven, renunció a las
ilusiones […] Cuando una idea seduce…, cuando hay una idea…
La idea es lo principal; en la idea está todo…» (1.ª parte,
cap. IX, I).
El desconocido paradero de la carta que compromete a
Versílov en su pleito con los príncipes Sokolskii, conduce a
Arkadii a casa de un tal Dergáchov, pues allí espera
encontrar, como de hecho así ocurre, a Kraft, que es quien
está, por extraños avatares que no vienen al caso, en
posesión de ella, y que, de motu proprio, se la
entrega a Arkadii. En casa de ese Dergáchov, que es
ingeniero, se reúnen algunos jóvenes nihilistas, quienes
hablan y hablan sin parar de los asuntos políticos y
sociales que les preocupan, terminando Arkadii por terciar
en la confusa, incoherente y pintoresca conversación. Las
ideas nihilistas que profesan no están, ni mucho menos,
puesto que no es ése el propósito del novelista, tan
perfiladas y aquilatadas como en Demonios, aunque
queda constancia de su ateísmo y se traslucen sus quiméricas
aspiraciones por transformar Rusia, librándola de la
flagrante injusticia que la oprime. Resulta más que
significativo que el impulso decisivo de las ideas
nihilistas en Rusia no se haya producido bajo el reinado del
zar Nicolás I, un verdadero autócrata que ejerció el poder
con energía hasta su muerte en 1855, guiándole «la misma
idea de un Estado “reglamentado” y “policial” que a Pedro el
Grande» [66],
sino bajo el reinado del reformista Alejandro II, asesinado
en un atentado minuciosamente preparado por varios miembros
del grupo revolucionario Narodnaya volia (Libertad o
Voluntad del pueblo) el 1 de marzo de 1881[67]. Alejandro II
compartía con su padre los ideales del absolutismo
ilustrado, «pero su manera de ser era mucho más suave y
tolerante»; además, «había sido educado con un espíritu
mucho más humano», gracias a que su preceptor fue el poeta
prerromántico ruso Vasili Andréyevich Zhukovsky (1783-1852)
[68].
Uno de esos jóvenes asistentes a la tertulia de Dergáchov—tertulia
que ofrece ciertas concomitancias con la que se reúne en
torno al jovencísimo Ippolit Teréntiev en El idiota—,
y de los más conspicuos, es quien se apellida Tijomírov, que
lanza una larga perorata sobre la situación presente de
Rusia y su destino, que es al mismo tiempo el destino de la
Humanidad toda, pues uno y otro están irremisiblemente
unidos para él. La inminente transformación del mundo está
vinculada a la fusión de toda la Humanidad, sin distinción
de razas ni de pueblos. Y esto es algo inevitable, pues, de
lo contrario, la propia «Rusia dejará de existir un día». La
misión de los pueblos, y es evidente que se está refiriendo
a la de Rusia, es la de emitir ideas a la Humanidad, un
material que posteriormente pueda ser aprovechado, porque la
vida de los pueblos se extingue, termina agotándose, por muy
poderoso que un pueblo sea, cual si se tratase de una ley
histórica; ahí está, para demostrarlo, el caso de Roma: «los
pueblos, aun los más dotados, viven, por junto, mil
quinientos años; a lo más, dos mil años» (1.ª parte, cap.
III, III). Repárese en el hecho de que la opinión de
Tijomírov, cuya naturaleza está relacionada con la Filosofía
de la Historia, tiene, en líneas generales, su fundamento de
verdad, sobre todo si sustituimos «pueblos» por
«civilizaciones». Muchas de ellas, con una suma de siglos
similar o algo superior a la señalada por Tijomírov, han
desaparecido por completo de la faz de la Tierra, asunto del
que se ocupó extensamente el historiador británico Arnold
Joseph Toynbee (1889-1975) en su monumental Study of
History, publicado entre 1934 y 1954, y en el que
identifica 21 civilizaciones [69].
Una de ellas es la europea, que, conviene recordar, se
remonta rigurosamente al siglo VIII, esto es, el tiempo en
que los francos carolingios oriundos de Austrasia
sustituyeron en el poder a los francos merovingios, proceso
magníficamente descrito por el gran historiador belga Henri
Pirenne (1862-1935) en su clásico libro Mahoma y
Carlomagno, que dejó manuscrito a su muerte, preparando
fielmente la edición póstuma [70]
su discípulo Fernand Vercauteren, auxiliado por la esposa y
por el hijo del historiador, el también historiador Jacques
Pirenne. En rigor, pues, la civilización europea cristiana
occidental tiene algo más de mil doscientos años.
Estamos autorizados a creer que algunas de las ideas de
Tijomírov son las del propio Dostoyevski, tal como podemos
leer en las páginas del Diario de un escritor,
elaborado entre 1861 y 1881. En la misma Introducción, III,
podemos ya leer: «…el carácter ruso se diferencia
rotundamente del europeo […] lo que principalmente descuella
en él es la capacidad de síntesis, de conciliación de
contrarios, de universalidad humana. El ruso […] simpatiza
con la Humanidad toda, sin distinción de nacionalidades,
sangre ni tierras» [71]. |
Las ideas de Kraft, otro de los jóvenes que acuden a esas
reuniones semiclandestinas, y al que ya nos hemos referido,
son ideas propias, originales, pesimistas, ideas que
detectan la penosa ausencia de ideas morales en Rusia,
sumergida como está en unos «tiempos de la áurea medianía e
insensibilidad, pasión por la ignorancia, pereza,
incapacidad para los negocios y necesidad de tenerlo todo
listo. Nadie piensa; es raro que nadie se asimile una idea».
Se desespera, como constata Arkadii, por la suerte de Rusia,
por su futuro, por la falta de sensibilidad hacia sus
riquezas naturales, sobre todo los bosques, pues, para él,
Rusia «es…, es…, la cuestión más esencial que pueda haber»
(1.ª parte, cap. IV, I). Todos se dan cuenta del nerviosismo
con que ha pronunciado esas palabras. Kraft es un espíritu
sensible, incapaz de hacer daño, taciturno, solitario,
obsesionado por una idea, y, según hemos señalado, esa idea
acabará siendo trágica para él, pues la vida se le ha
convertido en un suplicio; de ahí su decisión definitiva: el
suicidio pegándose un tiro.
Otro miembro esporádico del grupo es Vasin, hijastro de
Stebélkov y amigo de Kraft, que, al igual que éste, es un
hombre de indudable integridad moral. Termina enamorándose
de Lizaveta Makárovna, con la que es más que probable que
acabe iniciando una relación estable y rehaciendo su vida,
según insinúa Arkadii en el último capítulo de la novela.
Son dignas de mención las palabras que Vasin pronuncia, y
que lo definen muy bien, a propósito de unos versos del
poema El héroe (The Hero / en ruso: Geroi),
escrito en 1830 por Alejandro Puschkin [72],
que «encierran un axioma sagrado» para Arkadii:
«Probablemente la verdad—le contesta Vasin a un Arkadii que
se ha mostrado tan seguro de la verdad que encierran los
versos del gran poeta romántico ruso—, como siempre, estará
en el medio: es decir, que en un caso será sagrada una
verdad, y en otro, una mentira» (1.ª parte, cap. X, I).
En medio del bullicioso diálogo de los jóvenes nihilistas en
casa de Dergáchov, afloran como de improviso los
sentimientos humanitarios de Arkadii, cuando narra una breve
pero conmovedora historia acerca de un general retirado que
se muere, completamente abatido y entristecido por la pena,
seis meses después de fallecer dos pequeñuelos que tenía
(1.ª parte, cap. III, III). Las opiniones siguen caldeando
el ambiente; uno de los presentes, por ejemplo, defiende
sólo su libertad personal, la de él solo, que es lo único
que ocupa el primer plano, evocándonos lejanamente ese
egoísmo de los yoes individuales de que habla Max Stirner en
El Único y su propiedad (1844). Finalmente, Arkadii
estalla. Les expresa, todo trémulo, que, considerando lo que
acaba de oír, es muy posible que él tenga ideas mucho más
útiles acerca de la Humanidad que todos ellos juntos.
Aquejado de un extraño nerviosismo, que se acentúa ante las
risitas de los circunstantes, Arkadii les pregunta sobre qué
le ofrecen para que se resuelva a seguirles. Lo que ellos
pretenden construir, en esa hipotética sociedad futura de la
que tanto hablan, es un «cuartel», una prisión: «Ustedes
pondrán un cuartel, viviendas comunes, strict nécessaire,
ateísmo y comunidad de mujeres sin hijos…; he ahí adonde van
a parar ustedes, porque estoy enterado» (1.ª parte, cap.
III, V). Estas opiniones de Dostoyevski, muy apresuradas
ahora en boca del adolescente, pues ya podrá explayarse
sobre ellas a través de Versílov, no son en absoluto nuevas;
nos las habíamos encontrado en El idiota, y, sobre
todo, en Demonios, lo que corrobora su don profético,
cómo se anticipa al Estado totalitario que anegará Rusia con
una marea gigantesca e incontenible con la Revolución
bolchevique, una de cuyas claves, si no la mayor, está
precisamente en ese término, «ateísmo», que pronuncia
Arkadii, puesto que estos jóvenes nihilistas rusos, ateos y
de altos ideales morales, son los cachorros del bolchevismo,
cuya pretensión es sustituir la creencia religiosa en Dios
por una religión laicista; peor aún, aunque parezca un
oxímoron, por una religión atea, según supo comprender con
una lucidez inigualable Nicolás Berdiaev en varios de sus
ensayos, especialmente en dos que ya hemos citado aquí:
El espíritu de Dostoyevski y El cristianismo y el
problema del comunismo. Por eso pudo Dmitri Merejkovski
hablar con toda la razón del mundo de Dostoyevski como del
auténtico profeta de la revolución rusa, anticipándose en
decenios a ella [73].
La
denuncia de Arkadii no es óbice para que a veces, muy pocas,
manifieste ideas anarquistas, pero en un contexto y con un
sentido por completo diferentes de esas ideas verdaderamente
inicuas que pululan por la Rusia de la intelligentsia
nihilista. Por ejemplo, cuando se le ocurre pensar, cuando
los hechos se han precipitado de un modo vertiginoso e
incontrolable, en los capítulos finales de la novela, que «la
propieté c’est le vol», inequívoca referencia al célebre
ensayo, publicado en 1840, ¿Qué es la propiedad?, del
teórico y hombre de acción anarquista francés Pierre-Joseph
Proudhon, en cuyo primer párrafo responde con contundencia
que la propiedad «es el robo» [74]
(3.ª parte, cap. VI, II). ¿Y los hechos? Los hechos
preocupan extraordinariamente al adolescente, abrumándolo
por entero (3.ª parte, cap. IX, III), siendo para él tan
importantes como lo eran para el historiador Guizot
(1787-1874) [75].
Pero terminemos con esos personajes de vida
desordenada que pululan por la novela y con los que Arkadii
mantendrá a veces una relación incómoda, tumultuosa, aunque
en otras le presten ayuda. Además de Stebélkov, está también
Lambert, que había sido compañero de Arkadii en el internado
de Touchard. Lambert es un individuo que también se dedica
al chantaje y a la extorsión, siendo una suerte de jefecillo
de poca monta de un grupo de personajes pintorescos,
empezando por la joven francesa con la que comparte
habitación y que le sirve de anzuelo para sacar partido a
sus sórdidos proyectos: Alphonsine Karlovna. Cuando el
adolescente ha conseguido la carta que tanto compromete a
Katerina, él mismo se la cose en el forro del bolsillo
interior de su chaqueta, a fin de no perderla (1.ª parte,
cap. IV, III), pues para él también es un arma que en
cualquier momento podrá utilizar contra Katerina si es
necesario, aunque en realidad no sabe muy bien por qué se le
vienen a las mientes esos malos pensamientos. La verdad es
que nunca los pondrá en práctica, y, en el fondo, nunca ha
tenido tampoco el más mínimo propósito de hacerlo. Su
razonamiento tiene que ver tanto con que Versílov se
interese por esa mujer, algo que lo perturba por completo,
como por el hechizo que también ella ejerce sobre él, y de
ahí se explica ese modo de razonar, como si dijéramos, por
despecho, puesto que ella lo trata como lo que todavía es:
un joven bisoño. Pero la fatalidad hará que Lambert se
atraiga astutamente a Arkadii, ofreciéndole su apartamento
después de encontrárselo en un estado de semiinconsciencia
en plena calle, donde ha tenido el sueño del que hemos
hablado antes. Los días que Arkadii pase en casa de Lambert
serán fatales, pues la Karlovna conseguirá, aprovechando en
cierta ocasión que se encuentra profundamente dormido,
sustituir la carta de marras por un trozo de papel en
blanco, a fin de que, cuando él se palpe, sienta el tacto de
un papel a través de la tela, y crea ingenuamente que la
carta continúa en su poder. Lambert, que no tiene
escrúpulos, intentará chantajear a Katerina, logrando que
ésta acceda a acudir ante su inmunda presencia (en casa de
Tatiana Pávlovna, que es donde convienen en encontrarse),
pero ella, sin perder nunca la calma, esa calma
aristocrática y majestuosa que la envuelve, no cede. Aunque
«visiblemente asustada», acaba escupiéndole en la cara y
hace un intento de salir de la estancia. Entonces, Lambert
saca un revólver, y es en ese momento cuando intervienen
Versílov, que estaba aguardando en el corredor, pues
ruinmente, dejándose llevar por el fatídico «doble» que le
persigue inmisericorde, se había confabulado con Lambert,
sólo para martirizar a esa mujer que lo tiene embrujado, y
Arkadii, ocurriendo lo que se dirá después (3.ª parte, cap.
XII, V). Sólo anticipar que la carta será recuperada y por
fin destruida. |
Entre los restantes compinches de Lambert
está también
Nikolai
Semíonovich Andréyev, un individuo larguirucho, violento,
grasiento y sucio que acaba pegándose un tiro; Semión
Sidórovich, con la cara picada de viruelas, y un amigo de
Andréyev, llamado Pétia [diminutivo de Piotr, o sea, Pedro]
Trischátov, un joven de mediana estatura, atildado y guapo,
que acabará volviendo por el buen camino, tratando así de
enmendar su dudoso comportamiento anterior; prueba de ello
es cómo hace todo lo posible por ayudar al final a Arkadii,
una vez que éste se percata de que ha perdido la epístola
que llevaba cosida, auxilio cuyo fin no es otro que evitar
la inminente catástrofe. Pero lo verdaderamente emotivo, lo
que constata de manera fehaciente la sensibilidad y los
buenos sentimientos de Trischátov, es el encendido y
maravilloso elogio que le hace confidencialmente a Arkadii
(pues a pesar de la barahúnda de camaradas que les rodea, es
como si estuviesen completamente solos, confesándose el uno
al otro), en un restaurante de la Mórskaya («Calle del
mar»), cerca del río Neva, de un delicadísimo pasaje de
La tienda de antigüedades de Charles Dickens [76]
,
un novelista, como es bien sabido, muy querido de
Dostoyevski. Lo relevante es cómo ese pasaje ha calado en el
alma de Trischátov, que no acierta, piensa él, a expresar
con precisión lo que quiere transmitirle a su reciente
conocido, pero que ¡claro que acierta!, ¡y de qué modo!, con
esa técnica narrativa tan dostoyevskiana de los puntos
suspensivos, de la insinuación, del hablar entrecortado y
nervioso, propio de personalidades patológicas, enfermizas,
hipersensibles. La novela de Dickens la había leído Arkadii,
y por eso se sorprende aún más del morboso interés de
Trischátov en ponderarla, porque él no recuerda haber
encontrado en ella nada de particular. Es entonces cuando
Pétia le responde, haciendo un supremo esfuerzo por
condensarle lo que él considera más esencial: «… ¿Recuerda
usted aquel paso, al final, en que ellos…, aquel viejo
chiflado y aquella chica encantadora de trece años, su
nieta, después de su fuga y correría fantástica vienen a
encontrarse, finalmente, no sé dónde al cabo de Inglaterra,
junto a no sé qué catedral gótica de la Edad Media, y a la
muchacha le dan allí un empleo para que enseñe el templo a
los visitantes?... Y de pronto va y se pone el sol, y la
muchacha en el pórtico de la catedral, toda bañada en sus
últimos rayos, en pie, contempla el ocaso con pensativo,
manso arrobo en su alma infantil, en su alma maravillada,
cual si tuviese delante algún enigma, porque esto y lo otro
vienen a ser enigmas…: el sol, como idea de Dios, y la
catedral, como idea humana…, ¿no es verdad? ¡Oh, yo no
acierto a expresarlo, pero Dios sólo gusta de esos primeros
pensamientos de los niños… Y de pronto, junto a ella, en la
escalinata, el vejete chiflado, su abuelo, se queda
mirándola con los ojos fijos… Mire usted: no tiene nada de
particular ese cuadro de Dickens, absolutamente nada, pero
en toda la vida no lo olvida usted, y ha quedado en la
memoria de toda Europa… ¿Por qué? ¡Porque eso es sublime!
¡Ésa es la inocencia!» (3.ª parte, cap. V, III). Por mucho
que uno busque, hay muy pocos ejemplos en toda la obra de
Dostoyevski en los que se asista a tan vehemente encomio de
la obra de otro escritor (sólo se me ocurren ahora los
nombres de Cervantes, de Puschkin y de Shakespeare, aunque
sé que hay otros); más precisamente, de un determinado
pasaje, un trozo que demuestra la perspicacia y hondura de
Dostoyevski en captar lo esencial, lo fundamental de lo que
leía, pues en esas líneas que resume Trischátov está todo
Dickens, el espíritu entero del genial escritor inglés. Ni
el propio Joris-Karl Huysmans, después de su conversión al
catolicismo, hubiese sido capaz de decir tanto del
sobrenatural misterio de una catedral gótica en tan pocas
palabras, y eso que su novela La Cathédrale, de 1898,
es probablemente el epítome más acabado que se haya hecho en
la literatura del significado simbólico y espiritual [77] de
esa Jerusalén celeste que es la fábrica catedralicia de
Chartres, con su luz, no natural, sino sobrenatural [78],
gracias a ese prodigioso filtro que son las vidrieras,
creando una interpenetración de espacios entre las naves
fluida, enigmática, armónica y trascendente. Decía que ni el
propio Huysmans es capaz de tan soberbia condensación, pero
ésta corresponde, en realidad, a Dostoyevski, y la clave se
encuentra en que toda esa emoción, en que todo ese «cuadro»
indescriptible, todo ese sentimiento pleno de sublimidad que
experimenta la doncella ante la obra divina y la obra
humana, es sinónimo de inocencia; ésa es la inocencia para
Dostoyevski, ciertamente un misterio, otro misterio más que
sólo puede desvelar el espíritu del hombre que se convierte
en un niño, porque inocencia equivale a pureza, a limpieza
de alma, a blancura de corazón, como esos blanquísimos
trapos tendidos que aparecen en la primera escena de
Ordet (1955), que nos anuncian ya el limpio corazón de
Johannes y la inocencia de su pequeña sobrina, la única que
cree de verdad, pero con una fe infinitamente sencilla, que
su tío, al que todos tienen por loco por creerse Jesús de
Nazaret, puede resucitar a su madre, la candorosa Inger que
acaba de morir después de un parto en el que la criatura
también ha nacido muerta; y, en efecto, precisamente porque
Maren tiene fe en la Palabra (eso es lo que significa
«Ordet»: «la Palabra») de su tío, una fe que proviene,
naturalmente, de su inocencia, su tío atenderá a su ruego y
resucitará a su madre, el único milagro auténtico de toda la
historia del cine, el único que no se contamina de ridículo
o de esperpento, pues hasta los no creyentes sienten que ahí
ha ocurrido algo inexplicable para la razón, pero que ha
ocurrido no puede ponerse en duda [79].
Tampoco es una casualidad que el realizador, el danés Carl
Theodor Dreyer, fuese un voraz lector de Kierkegaard, como
lo es Johannes en la obra teatral de Kaj Munk que sirve de
base al film.
Esta reflexión sobre la inocencia nos lleva directamente a
uno de los soliloquios más penetrantes del adolescente: el
significado que para él tiene la risa, un significado sobre
el que piensa después de haber contemplado una sonrisa queda
y casi imperceptible en el semblante de Makar Ivánovich, a
quien de improviso ha descubierto, después de varios días
sin advertirlo, compartiendo el cuarto contiguo al suyo en
casa de Sofía Andréyevna. Del modo como se ríe un hombre,
podemos deducir los más oscuros secretos de su alma. No digo
aquí nada nuevo si confieso que los dos autores de toda la
historia de la literatura del mundo que siempre me han
provocado una risa más espontánea, menos artificial, más
sana, más liberadora, son Cervantes y Dostoyevski. Es una
risa tan auténtica, que basta para medir su intensidad el
hecho de encontrarse uno solo, en la más estricta intimidad,
leyendo el Quijote o alguna de las grandes novelas de
Dostoyevski; de pronto, estalla uno en una sonora carcajada,
prolongada, franca, que se resiste a abandonarte, porque,
cada vez que te acuerdas del pasaje en cuestión, la risa
vuelve impetuosa, inocente, como un viento fresco y lozano
que todo lo limpia, que todo lo vuelve prístino, originario.
Y lo más increíble en el caso de Dostoyevski es que esa risa
se apodera de nosotros, de manera completamente inesperada,
incluso pocas líneas o párrafos después de haber leído un
suceso muy trágico, o un pensamiento desolador; no obstante,
el genio, y en pocas capacidades se advierte más la
auténtica genialidad, nos sorprende de improviso con una
situación absolutamente divertida, reparadora, como si se
tratase de un bálsamo que lubrificase la represión escondida
que lleva uno dentro de sí y la dejase correr, liberada, por
los espacios infinitos de su alma; y más nos sorprende
todavía que esas situaciones que nos apremian a esa risa
incontenible, esa que produce un indefinible dolor en el
vientre, son situaciones en las que el personaje objeto de
nuestra hilaridad ha sufrido una desgracia; es decir, la
desgracia o torpeza ajena nos produce un efecto cómico, como
cuando alguien va a sentarse en una silla, y, literalmente,
sin apercibirse de su movimiento maquinal e involuntario, da
con su trasero en el suelo: el efecto instantáneo, si no se
ha hecho ningún daño físico, es una risa tremenda, que
indigna, claro está, al sujeto motivo de la misma, pero que
no podemos evitar; a veces, hasta tenemos que abandonar un
determinado lugar o dejar de estar delante de cierto
individuo conocido o que acabamos de conocer, porque la risa
que nos produce su cómico semblante, o que nos provoca uno
de esos percances ajenos sin consecuencias, hace que se nos
empañen los ojos de lágrimas y que se apodere de nosotros
una risa nerviosa, que fluye como una corriente de agua
caudalosa y que no podemos domeñar. Dostoyevski es un
verdadero maestro para provocar en nosotros ese movimiento
de la boca, circunstancia que también pone de relieve la
paradoja, no ya de su biografía existencial como hombre y
como escritor, sino, asimismo, la de los personajes que
pueblan los miles de páginas de su inagotable imaginación. |
El filósofo vitalista y espiritualista francés Henri Bergson
se ocupó de la risa en un breve ensayo de 1900, La rire,
que agrupaba tres artículos publicados en la Revue de
Paris. En él nos dice que la risa no existe fuera del
ámbito humano; que un síntoma de la risa es «la
insensibilidad»; que «lo cómico sólo puede producirse
cuando recae en una superficie espiritual y tranquila» y que
«su mayor enemigo es la emoción»; que lo cómico «exige como
una anestesia momentánea del corazón», dirigiéndose «a la
inteligencia pura»; y, por último, que «no saborearíamos lo
cómico si nos sintiésemos aislados», pues «la risa necesita
un eco». Más adelante, precisa: «Es cómico todo incidente
que atrae nuestra atención sobre la parte física de una
persona cuando nos ocupábamos de su aspecto moral» [80]
.
Bergson se detiene en numerosos ejemplos extraídos de
diversas obras literarias, siendo el autor más veces citado
Molière, aunque el ejemplo máximo es para él sin duda alguna
Cervantes: «Una distracción sistemática como la de Don
Quijote es lo más cómico que se puede imaginar en el mundo:
es lo cómico mismo, tomado lo más cerca posible de su
fuente» [81].
La risa, piensa para sí el adolescente con una precisión de
profundo y atento psicólogo impropia de su edad, nos permite
detectar tanto un alma ruin como otra noble y sincera:
«Pienso que cuando ríe el hombre, las más de las veces
resulta desagradable mirarlo [82].
Es lo más frecuente que en la risa de la gente se trasluzca
algo ruin, algo que rebaja al que ríe, aunque el propio
riente no se percate en absoluto de la impresión que produce
[…] La risa necesita, ante todo, de sinceridad, ¿y dónde
anda entre los hombres la sinceridad? La risa sincera y sin
malicia es… alegría, ¿y saben los hombres alegrarse? […] Hay
caracteres que no comprendemos; pero que se ría el hombre
con sinceridad alguna vez, y todo su carácter se nos
revelará como en la palma de la mano […] Cuando el hombre
ríe bien… quiere decir que es bueno el hombre […] Pero
comprendo, sí, que la risa es la prueba más segura del alma.
Mirad a un niño; sólo los niños saben reírse absolutamente
bien…, por lo que resultan tan encantadores. El niño que
llora es para mí repelente [83]; pero el que ríe y está
alegre es un rayo de luz del Paraíso, es… la revelación del
futuro, en que el hombre será, finalmente, tan puro e
ingenuo como los niños [84]» (3.ª parte, cap. I, III).
Hay un encuentro entre Arkadii y Katerina (1.ª parte, cap.
VIII, III) que resultó ser muy fugaz y desafortunado, por la
equivocada impresión que pudo causar en ella su inesperada y
furtiva aparición. Él había acudido, sin ningún propósito
fijo, a casa de Tatiana Pávlovna, pero, al no encontrarla,
decidió esperar. Estando en ello, oyó al rato que entraba
Tatiana acompañada de otra mujer, cuya voz ya conocía por
haberla oído en casa del príncipe Nicolai; se trataba de
Katerina Nikoláyevna. Irreflexivamente, decidió esconderse,
lo que motivó que escuchase involuntariamente una
conversación entre ambas mujeres en torno a la carta de
marras. De pronto, al oír que Kraft se había pegado un tiro,
salió de improviso de su escondite preguntando si era verdad
lo que acababa de escuchar. Tatiana encolerizóse por tan
imprevista presencia, y Katerina no acertó a hacerse una
idea precisa de qué había originado el modo de proceder del
impulsivo joven. Todo ocurrió muy deprisa, y él no pudo
tampoco, o no atinó, a explicar la razón de por qué estaba
escuchando—sin haberlo pretendido premeditadamente—escondido
detrás de unos cortinajes.
Uno de los principales leitmotiv de la narración es
precisamente el supremo interés de Arkadii por descifrar lo
que Versílov siente por Katerina Nikoláyevna, pues intuye
algo oscuro, irracional, extremadamente pasional en esa
relación tan inquietante y perturbadora. En uno de sus
encuentros con su padre, se arma de valor y tiene la osadía,
además de la franqueza, de rogarle que no hablen de ella, lo
cual puede parecer contradictorio con su íntima curiosidad y
sus interminables pesquisas. Pero eso lo dice Arkadii por
pudor. La sola idea de que Versílov pueda amar a esa
mujer, es una tremenda ofensa para él, pues supondría una
infidelidad para con su madre Sofía Andréyevna. Durante toda
la conversación se advierte el nerviosismo y la agitación
del joven, mientras que Versílov mantiene la calma y la
compostura, empleando diminutivos cariñosos y enternecedores
con su hijo. De hecho, no está mintiéndole. Lo que ocurre es
que Versílov, que ama tiernamente y de verdad a Sonia,
siente al mismo tiempo una irreprimible atracción por
Katerina, de la que él es plenamente consciente y quisiera
poder superar. Esta es una faceta más de su desdoblamiento.
En un momento del diálogo, le dice Arkadii: «…ese tema,
entre nosotros, sería indecoroso […] estos últimos días, más
de una vez me dije: “¿Qué sería si usted amase, aunque sólo
fuese un poquito, a esa mujer, aunque sólo fuese un minuto?”
[…] ¡Oh! […] de su recíproca hostilidad y de su aversión,
por decirlo así, recíproca, de uno para el otro, de todo eso
estoy enterado». La respuesta de Versílov no se la espera el
adolescente: «Pero esa mujer, ¿no figurará también en
la lista de tus recientes amigas?» A Arkadii le temblaba la
voz, pero estaba decidido a no amilanarse: «… esa mujer es
lo que antes decía usted en casa de ese príncipe [se refiere
Arkadii a lo que había dicho Versílov en casa del príncipe
Seríocha en el cap. II de la 2.ª parte] respecto a la
vida viva…, ¿recuerda? Decía usted que esa vida viva es
algo hasta tal punto franco y sencillo; hasta tal punto se
nos muestra diáfana, que precisamente por esa franqueza y
claridad resulta imposible creer que sea eso, y no otra
cosa, lo que toda la vida con tanto afán vamos buscando…
Bueno, pues con ese criterio se encontró usted una mujer…,
el ideal en su perfección, y en el ideal reconoció usted…,
todos los vicios. Para que se vea lo que es usted».
Versílov le responde como si fuesen dos auténticos
cómplices, dos confidentes que comparten un secreto, y su
respuesta está llena de suavidad, de afectuosidad, de una
voz «acariciante», resplandeciendo su rostro, como
«involuntariamente» irradiaba también el de Arkadii, que se
resuelve a contestarle: «… ¡Mire usted, palomito, querido
papá mío (usted me permitirá le llame papá): no sólo entre
padre e hijo, sino con nadie es posible hablar de las
relaciones con una mujer, ¡incluso la más pura! ¡Es más,
cuanto más honradas sean tanto más hay que guardar el
secreto! ¡Revelar eso es una villanía!» (2.ª parte, cap. V,
II).
Es esa enigmática atracción de Versílov por Katerina, la que
provoca que en ocasiones diga el adolescente cosas
incoherentes, que en el fondo no siente, sobre las mujeres,
como cuando le confiesa a Lambert: «Amar, amar con pasión,
con toda la generosidad de que es capaz el hombre y nunca
serán capaces las mujeres…» (3.ª parte, cap. VI, I). |
III
El
eje vertebrador de todo el relato son las tensas relaciones de Arkadii con su
padre, que, a medida que vaya avanzando la narración, irán paulatinamente
trocándose en admiración profunda del hijo, que no dejará de sorprenderse de
las imprevisibles, desconcertantes y paradójicas actuaciones de Versílov.
Cuando Arkadii comienza a escribir lo que él mismo llama «esta historia de mis
primeros pasos por la carrera de la vida», tiene veinte años, es decir, que
todavía es muy joven, siendo su inexperiencia la que autorice plenamente a que
el escritor le haya dado ese título a su novela. Por un momento el lector puede
confundirlo con Rodion Románovich Raskólnikov, el inmortal estudiante de Crimen y castigo, pero muy pronto
reparamos en que no, que entre el «imponente» señor Raskólnikov, como lo
calificase una vez Cansinos Asséns, y Arkadii, hay enormes distancias
intelectuales y espirituales. Arkadii no es un alma tortuosa, ni es capaz de
llegar a convertirse en un criminal. Tampoco se cree un superhombre, por encima
del bien y del mal. Lo que sí le caracteriza es su rebeldía juvenil; ese
malhumor que le persigue cual si fuese su sombra cuando está en casa de su
sumisa y abnegada madre; su pizca de vanidad y de soberbia; creerse que puede
comerse el mundo y convertirse en un nuevo Rothschild [41],
hasta el punto de hacer un meticuloso aunque fantástico plan de ahorro, que
consistirá en no gastar prácticamente nada y comenzar una lenta pero inflexible
acumulación de capital; el rencor y la hostilidad que parece mostrar contra
todo y contra todos; el que se crea un hombre hecho y derecho, con las ideas
claras y un proyecto decidido de vida. Lo que él quiere es independencia,
liberarse de la que considera ignominiosa ligadura económica con su familia,
especialmente con su madre, un hecho que le avergüenza, pero también con quien
ya barrunta que es su padre. Independizarse no sólo por ansias de libertad y de
llevar una vida autónoma, sino por no continuar viendo sufrir en silencio a su
madre, a la que adora, aunque no se lo demuestre, pues su comportamiento
distante y áspero para con ella semeja indicar lo contrario. Aunque, con quien
de verdad está enfurecido Arkadii es consigo mismo, pues ¿cómo sigue
permitiendo, a su edad, que Versílov trate de esa manera a su madre,
anulándola, minusvalorándola, empequeñeciéndola, cuando ella lo ha sacrificado
todo, lo ha entregado todo por él,
hasta su propia dignidad y su propia decencia? Pero, claro, como irá
evidenciando el lector, esta es la primeriza y precipitada impresión de
Arkadii, que tendrá que ir descubriendo poco a poco quién es él, quién es en
realidad Versílov y cuáles son sus verdaderos sentimientos para con su compañera
y los hijos que con ella ha tenido, cómo es su madre, cómo se ha conducido
respecto a él, a Arkadii, en el pasado, y qué misteriosa relación mantiene
exactamente con ese hombre, cómo son sus hermanos, es decir, su hermana de
padre y madre y sus otros dos hermanos, un joven fatuo y una hermosa muchacha,
que lo son sólo de padre; en fin, cómo es el mundo y la multiplicidad de
personas que le rodean.
En
más de un sentido El adolescente es
una novela de aprendizaje, eso que los alemanes llaman Bildungsroman, y cuyo máximo exponente sería el Wilhem Meister de Goethe, iniciada en
1777 y finalizada en 1796. Pero Los años
de aprendizaje de Guillermo Meister, como ha sabido ver muy bien José María
Valverde, es una «novela pedagógica», esto es, no una «novela en el sentido
normal de la palabra», pues en ella se nos revela «el mundo de ideas y las
actitudes de Goethe, puesto ante la vida para “formarse” y a su vez ordenar
luego la vida con la práctica beneficente basada en su experiencia»; de ahí que
el libro del egregio olímpico alemán no pretenda ponernos en contacto con la
realidad misma de la vida, sino diseccionar ésta como un científico, «en el
sentido dieciochesco, como un naturalista del espíritu y de la educación» [42].
Aunque en más de un aspecto El adolescente
es una novela de iniciación, puesto que nos está contando en primera persona un
arduo y accidentado itinerario espiritual y vital, aquí no asistimos a un
«experimento» científico, a una disección quirúrgica ilustrada, de la que, por cierto, don Miguel de Unamuno ironizaría
en su novela Amor y pedagogía, de
1902, sino al encuentro consigo mismo del sujeto humano individual, al hallazgo
de su verdadero ser, y para ello no tiene que trasladarse a ningún otro lugar
fuera de la ciudad donde vive, sino que lo que tiene que hacer es ir escuchando
atentamente las llamadas de su propia conciencia, el imborrable cincelado de
ese sentido ético que ha sido puesto en el hombre desde su mismo nacimiento [43],
así como prestar atención al comportamiento de los otros, tratando de penetrar
en sus almas, en su más recóndita intimidad, especialmente en la de ese hombre
que le obsesiona, que odia y ama a un tiempo, que admira y desprecia: Versílov.
El adolescente de Dostoyevski, frente
a los intereses de Goethe, tiene, en cambio, muchos puntos de contacto con lo
que después hará don Miguel de Unamuno en sus novelas, o en sus nivolas, que, como él mismo dijo, era
una forma de referirse a las primeras en un momento de mal humor. Lo dijo en el
prólogo-epílogo a la segunda edición de Amor
y pedagogía, en 1934, menos de dos años antes de morir. Decía en ese lugar
el insustituible Rector de la Universidad de Salamanca que esas novelas suyas
eran «relatos dramáticos acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin
bambalinas ni realismos en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad,
la realidad de la personalidad. Y he seguido desarrollando con más sosiego
acaso, pero no con menos dolor, las visiones de estas “profundas cavernas del
sentido”, que dijo San Juan de la Cruz» [44].
En efecto, la realidad eterna y verdadera es la realidad personal e
intransferible de cada individuo de carne y hueso; ésa es la que le interesa
desvelar a Dostoyevski, del mismo modo que acercarse también a esas «profundas
cavernas del sentido» [45]
de las que hablaba el inefable místico abulense, «sentido» de lo trascendente y
de lo divino, claro está. Antes que Unamuno, lleva a cabo Dostoyevski una
búsqueda de Dios en sus obras, una búsqueda que le conduce directamente al
interior del hombre, que no es otro a su vez que el fondo de él mismo, del
hombre Dostoyevski, pues es en lo más escondido de todo ser humano donde se
halla Dios, como supo ver muy bien, a propósito de nuestro escritor, el
pensador ruso Nicolás Berdiaev [46].
|
Arkadii Makárovich Dolgorukii, el adolescente, es hijo de
Andrei Petróvich Versílov y de Sofía Andréyevna, aunque su
padre ante la ley es Makar [Macario] Ivánovich Dolgorukii.
Éste último es un siervo emancipado, que se ha dedicado a
labores de jardinero, cuyo antiguo señor era Versílov. Antes
de morir el padre de Sofía, en su lecho de muerte, «un
cuarto de hora antes de exhalar el último suspiro», hízole a
Makar la solemne petición de que la criase, pues había
muerto ya la madre de la mozuela, y la tomase posteriormente
por esposa. Seis años después, cuando Sofía había cumplido
los dieciocho, Makar, que era ya cincuentón, manifestó su
propósito de casarse con la hermosa joven, cumpliendo así el
deseo del padre de la muchacha. Pero Arkadii, en ese primer
capítulo en donde clarifica sus orígenes, advierte sobre la
causa real de la decisión finalmente tomada por Makar: pudo
ser por «cumplir con un deber», o por tener una «gran
satisfacción», o «que lo hiciera en una disposición de ánimo
del todo indiferente». En cualquier caso, una vez casados,
trató siempre a Sofía con extrema delicadeza y cariño, cual
si fuese su propia hija, siendo difícil precisar si se
consumó o no el matrimonio. Desde la muerte del padre de
Sofía, quien la había tenido siempre a su lado era Tatiana
Pávlovna Prútkova, un singular personaje de la novela, que
pronto se hace querer del lector, a pesar de su ocasional
carácter desabrido, tía de Versílov (aunque este parentesco
no se dilucida con certeza en ningún momento del relato),
que tenía tierras colindantes con las de Andrei Petróvich, y
que siempre defendió, antes de su instalación en
Petersburgo, haciendo las veces de administradora, los
intereses de Versílov. Más adelante, Arkadii insinuará que
Tatiana está secreta e íntimamente enamorada de Andrei
Petróvich, pero que jamás lo admitiría ni ofrecería la más
mínima señal de ello. Así es, en efecto, según irá
descubriendo el lector, pues esta refunfuñona y mandona
Tatiana Pávlovna quiere con locura a Sofía, consolándola
solícita ante el extraño y anticonvencional comportamiento
de Versílov, y no digamos a Arkadii, al que regaña
constantemente e increpa, echándole en cara su falta de
madurez, su vida de parásito y su desidia para asumir las
responsabilidades que ya le corresponden, pero al que, sin
embargo, quiere en el fondo de su corazón como si fuese hijo
suyo, quién sabe si porque lo es de Versílov.
A los seis meses justos de celebrada la boda entre Makar y
Sofía Andréyevna, presentóse el amo en la propiedad, seduce
a la muchacha y se la lleva a vivir con él en la capital
imperial. El bueno de Makar, que, como tendremos ocasión de
comprobar, representa en esta novela la bondad profunda, el
amor desinteresado, la santidad rusa, recibe el duro
golpe sin rechistar. Él ama a Sonia [47],
pero no quiere violentar la voluntad de la joven; por otro
lado, comprende el atractivo que Versílov puede ejercer en
ella: es más joven que él, apuesto, culto, refinado y
elegante. En el momento en que Arkadii está redactando su
Memoria autobiográfica, es decir, con veinte años, su
madre tiene cuarenta y su padre cuarenta y siete. Eso
significa que Sonia se convirtió en madre de Arkadii con
veinte años, mientras que su hacendado amante tenía
alrededor de veintisiete.
No es el propósito de este ensayo extenderse
injustificadamente en el perfil psicológico y espiritual de
los personajes de la novela, pues su interés, como deja
patente su título es otro; no obstante, para comprender el
comportamiento y las ideas de Versílov, resulta
imprescindible proporcionar ciertos datos acerca de las
personas que le rodean. Este es el caso, en primer lugar, de
Sofía [48]
Andréyevna. Sabía escribir con dificultad. Tatiana le había
enseñado «a coser, cortar un traje, emplear modales
señoriles y hasta leer un poco». Una de las principales
quejas de Arkadii, el mayor reproche que le hace a su madre,
es que apenas ha estado con ella, tan sólo desde un año
antes de los hechos que se narran. Por comodidad de
Versílov, estuvo siempre en manos extrañas. Arkadii cree que
su madre, por la época en que fue seducida por su padre, no
era tan guapa, pero la verdad es que había sido una mujer
muy hermosa, aunque de mejillas chupadas. Aún le
desconcierta más lo que una vez le confesó Versílov, con ese
«aire de mundana indolencia» que a veces se permitía con el
muchacho: «que mi madre era una de esas criaturas tan
desvalidas, que no es que te enamores—nada de eso, todo
lo contrario—, sino que de pronto, sin saber por qué, te
apiadas de ellas, por su mansedumbre o vaya usted a
saber por qué» (1.ª parte, cap. I). Él mismo reconocerá
atormentar a su madre y admitirá en sus pensamientos que,
aunque la quiera, aunque siempre la quiso, «pasaba eso que
suele pasar: a quien más quieres es a quien primero ofendes»
(3.ª parte, cap. I, I). Pero las dudas de Arkadii se
acumulan: ¿cómo es posible que su madre, instruida en la
fidelidad marital, respetando tan sinceramente a Makar
Ivánovich, haya podido abandonarlo de esa manera, cual si
fuese una corrompida cualquiera? En el capítulo nueve de la
segunda parte, cerca del bulevar petersburguense de la
Guardia Montada, se queda Arkadii dormido, acurrucado entre
un portalón y un muro de una solitaria travesía, y, mientras
permanece en ese estado, tiene un extraño sueño muy
revelador respecto de sus sentimientos para con su madre. El
sueño se retrotrae a la época en que Arkadii estaba interno
en la pensión Touchard, y acude su madre a visitarlo. Ella,
con todo el cariño del mundo, le ha llevado un paquetito con
comida, pero su «raído trajecito oscuro; sus manos, bastante
ordinarias, casi de obrera; sus zapatos, enteramente bastos,
y su cara, muy enflaquecida» provocan la vergüenza del hijo
ante sus compañeros de internado, acentuada por el
apocamiento, por la timidez, por los balbuceos y por el
aspecto general de sometimiento, de sumisión, de Sofía. Con
lágrimas en los ojos y con una «profunda reverencia» de
despedida, la madre implora a los dueños del internado que
protejan a su hijo, que no lo abandonen, pues se trata de un
«huérfano». Al irse, él la acompaña, pero siente clavados
los ojos fisgones de sus camaradas. La madre se despide con
ese tipo de bendiciones tan características de las creyentes
y sencillas gentes del pueblo ruso. Cuando ya iba a dejarlo,
sin dejar de repetir la expresión «¡Palomito mío!», le
entrega «un pañuelo azul, a cuadros, con los picos muy
atados», conteniendo «cuatro monedas de dos grívenes» [49],
seguramente ahorrados con el mayor esfuerzo. Aunque Arkadii
le reitera que está bien atendido, ella insiste en que se
las quede. Después, volvió a despedirse de su hijo, lo
santiguó, «balbució una como plegaria», y, algo que
impresionó extraordinariamente al muchacho, le hizo una
reverencia como a los mismos dueños del colegio. Exactamente
igual. Seis meses después, todavía inmerso en el ilógico
fluir temporal de su sueño, «descubre» las monedas, y se
vuelve a acordar de su madre, deseando tenerla a su lado, a
pesar de haberse avergonzado de ella ante todos.
Si analizamos el sueño de Arkadii, resulta evidente la
ausencia de cariño del chico, de afecto maternal, y, por
supuesto, también paterno. No es que Sofía no lo quiera,
pero está muy lejos físicamente de él, y el chico se siente
huérfano. Adviértase, además, el sentimiento de culpabilidad
de la madre, que sabe que no se está portando de manera
correcta con su hijo, pues no le está dando lo más
importante para él en esa edad: su cariño. Pero se conduce
así tanto por no desobedecer a Versílov como porque su hijo
reciba la instrucción de la que ella carece. Cuando Arkadii
alberga dudas acerca de si su madre lo visitaba en el pueblo
donde se crió hasta los seis o siete años, ella le responde
sin ambages que sí, que claro que estuvo allí visitándolo
tres veces: cuando tenía «apenas un añito», cuando ya había
«cumplido cuatro» y cuando «ya estabas en los seis» (1.ª
parte, cap. VI, III). Entre las pruebas más concluyentes del
amor que siente Sofía por su hijo, un amor puro y lleno de
gratuidad, está la respuesta que le da a Arkadii al decir
éste que «el amor es necesario merecerlo»: «Pues mientras
haces por merecerlo, aquí me tienes a mí, que te quiero por
nada» (2.ª parte, cap. V, I). Uno de los comentaristas que
con mayor hondura se han acercado a este personaje tan
vulnerable de Sofía Andréyevna es el gran teólogo Romano
Guardini, quien vislumbró con ajustada veracidad que la
posición de Sofía en el mundo está determinada «por la
situación en que se encuentra con respecto» a su esposo
legítimo, Makar Dolgorukii, y con respecto a Versílov [50]
.
Su azoramiento, su permanente inquietud, son descritas
magistralmente por el hijo, como nos recuerda Guardini: «Se
puso toda encarnada. Decididamente, su cara resultaba muy
atrayente… Tenía un semblante ingenuo, pero no simplote; un
poco pálido, exangüe […] Me placía también que en su rostro
no hubiese nada de triste ni de inquieto, pues, por el
contrario, su expresión habría sido hasta alegre de no
haberle entrado con frecuencia aquellos sustos, a veces sin
motivo, azorándose y saltando de su asiento, a menudo sin
razón, o escuchando inquieta las palabras de cualquiera que
sonasen a novedad, en tanto no le aseguraban que todo iba
bien, como antes. Todo bien…, eso precisamente significaba
para ella que todo iba como antes. ¡Con tal que nada
cambiase, que no sobreviniese nada nuevo, aunque fuese para
dicha!...» (1.ª parte, cap. VI, I). Pero también son muy
precisas las palabras de Versílov sobre su compañera,
dirigidas a su hijo: «Mansedumbre, sumisión, timidez y, al
mismo tiempo, energía, verdadera energía, ésas son las
características de tu madre. Advierte que es la mejor de
cuantas mujeres conocí en este mundo. Y de que atesora
energía…, de eso puedo yo dar fe. He visto, incluso, cómo
esa energía la sustentaba. En tratándose, no diré de
convicciones…, convicciones verdaderas no puede tenerlas,
pero sí de lo que por convicciones tiene y considera hasta
sagrado, es incluso capaz de soportar tormentos» (1.ª parte,
cap. VII, II). Cuando Versílov hace ante su hijo uno de sus
particulares elogios del pueblo ruso sencillo, está pensando
en Sofía Andréyevna, esta mujer aparentemente sumisa,
resignada, callada, asustadiza, pero que «a veces también
habla, sólo que habla de un modo que te admiras […] te sale
con las objeciones más inesperadas […] tiene, a su modo,
talento, y hasta muchísimo talento» (1.ª parte, cap. VII, II).
Por eso dice Romano Guardini del personaje de Sofía
Andréyevna que en él «sentimos la fuerza, la callada y
profunda energía» 51. Siempre le guardará reverencia y hondo
respeto a su legítimo esposo, que adquirirá ante sus ojos
una imagen de «dimensiones misteriosas de santidad»,
mientras que ella misma siente por lo que ha hecho, por
haberlo abandonado por Versílov, una especie de «santa
culpa» [52]. Guardini insiste en la complejidad de la
personalidad de este personaje femenino, de quien no puede
decirse que partan iniciativas en su vida, «sino que padece
las de las demás. Pero hay tal entrega de sí misma en esa
actitud, tanta sencillez, tanta energía y tanta profundidad
de sentimiento, que Sonia se eleva calladamente a una esfera
superior […]; gracias a la limpia energía de su carácter,
reduce la totalidad de su existencia a unas pocas realidades
relacionadas con el acontecimiento fundamental de su vida»:
que Versílov haya reparado en ella. «Para ella—continúa
Guardini—, destino, culpa y necesidad parecen por modo
extraño constituir una misma cosa. No parece arrepentirse de
nada, pero conoce su culpa y se condena con sinceridad». Su
destino con Versílov es como un fatum. Sabe que su
comportamiento contradice los principios morales de la
religión cristiana en la que tan lealmente cree, pero no se
ve con fuerzas para actuar de otro modo. Gracias a la
conducta de su santo esposo, Sonia lo «eleva todo, y aun a
ella misma, a una esfera religiosa». Es plenamente
consciente de su pecado, pero, sin embargo, «siente cerca de
sí la mano de Dios». Su fe en Cristo es muy profunda. En
cierta ocasión, después de rogarle a Arkadii que dejase la
ruleta, y como éste hiciese un verdadero propósito de
enmienda, añadiendo que quería «mucho a Cristo», le contestó
sonriéndole: «Cristo, Arkascha [53], todo lo perdona, y
perdonará tu blasfemia [se refiere a unas palabras
pronunciadas por Arkadii días antes]. Cristo es… padre;
Cristo no necesita nada, e iluminará hasta la más densa
tiniebla» (2.ª parte, cap. V, I). Puede resultar paradójico,
y de hecho lo es, pero lo cierto es que la conciencia que
Sonia tiene del pecado no la aparta de su improcedente
conducta. Pero, como observa tan afiladamente Romano
Guardini, en ello consiste su extraña y aparentemente
incomprensible «piedad religiosa», en permanecer en un
«doloroso» destino del que no puede apartarse, no puede
evadirse, como si estuviese atrapada en la inextricable
maraña de un mundo que la supera y la desborda: «El padecer
lo insoluble e incomprensible de su situación parece
constituir la condición propia de la vida de Sonia». El
sentido de la existencia de Sonia es el padecimiento. Por
eso, con impecable razonamiento de creyente, afirma Guardini
que «nunca se podrá elaborar sobre esto una teoría, un
pensamiento conceptual». Por fortuna para la preservación de
la libertad del hombre, éste es un territorio en el que no
tienen cabida los discursos lógicos, los argumentos de la
razón discursiva. Sonia, «en su voluntad de salvarse nunca
pretendería desmentir el claro juicio: “No está bien que
permanezcas con Versílov”, pues el que esa afirmación quede
intacta es la condición de su vida» [54]. |
Por las indicaciones que nos proporciona de forma
desperdigada el novelista, deducimos que cuando Versílov
seduce a Sonia tiene unos veinticinco años, y no hace apenas
nada que ha enviudado de la Fanariótova, de la que ha tenido
dos hijos, Andrei Andréyevich y Anna Andréyevna Versílovna.
El primero es un joven altivo y presuntuoso. Pero Anna, que
tiene tres años más que su hermano de padre, es una hermosa
joven cuya presencia se acentúa y engrandece a medida que
avanza la novela. El escritor se detiene morosamente en ella
en el cap. III, II de la 2.ª parte. El viejo príncipe
Nicolai Ivánovich Sokolskii, en cuya casa encontrará empleo
Arkadii, es un buen hombre entre cuyas manías está la de
empecinarse en casar bien a todo el que conoce y le es
simpático, no escatimando sumas importantes de dinero para
tan extravagante fin. Precisamente, entre esas uniones con
las que se complace, está la que ha concebido entre Anna, a
quien ha conocido Arkadii en casa de su riquísimo protector,
y el atormentado príncipe Serguieyi Petróvich Sokolskii
(Seríocha), perteneciente a la familia con la que pleitea
Versílov. Éste le confiesa al adolescente que su hermana
tiene el suficiente talento como para prescindir de ajenos
consejos. A Arkadii, sin embargo, le desconcertaba que,
aunque era Anna (quien vivía con su abuela Fanariótova) la
que mandaba buscarlo, siempre se hacía la sorprendida con su
llegada. Anna Andréyevna, tal como nos la describe su
hermano Arkadii cuando la ve por vez primera en casa de su
protector el viejo príncipe Nicolai, es «alta» y «un poquito
flaca», con «una cara entre larga y de notable blancura»,
con «el pelo negro, vistoso; ojos oscuros, grandes, mirar
hondo; finos y sonrosados los labios, fresca la boca […] La
expresión de su rostro no era enteramente bondadosa, pero sí
grave», sin parecido externo con Versílov, aunque sí
presentaba, «algo raro, una extraordinaria semejanza con él
en la expresión del rostro» (1.ª parte, cap. II, IV). Mujer
independiente, que vivía como «una condesa» en casa de su
abuela, en dos habitaciones separadas, a quien su padre no
le entregaba ninguna manutención, a Arkadii le gustaba mucho
su «modestia», su aspecto «conventual». Aunque «era poco
locuaz […] hablaba siempre con ponderación y sabía muy bien
escuchar». Si Arkadii le insinuaba que le recordaba a
Versílov, se ruborizaba ligeramente, «particularidad de su
semblante», el que se pusiese casi siempre un «poquitín»
colorada, que gustaba mucho a su sensible hermano. Ante
ella, Arkadii quedábase, como si dijéramos, un tanto
desarmado. Podía haber varias razones: una, el que ella se
interesase por las noticias del príncipe Seríocha, aunque la
verdad que por nada en especial, quizá sólo por encontrarse
cómoda con la cháchara de su hermano; otra, que leyese más
que él, que fuese una mujer culta [55]
.
Pero lo cierto era que Anna se mostraba muy reservada; nunca
hablaban los hermanos, por ejemplo, de su estrecho
parentesco; no obstante, Arkadii no podía evitar lo
confortable que le resultaba su compañía, sentimiento que
era mutuo en Anna. En cierta ocasión, en casa de la propia
Anna, sin poder evitar la agitación, se decide Arkadii a
confesarle la alta estima en que la tiene: «… No puedo menos
de decírselo a usted hoy. Quiero confesarle a usted que
varias veces he elogiado la bondad y delicadeza con que me
ha invitado a visitarla… En mí, su conocimiento ha ejercido
poderosa impresión… En su casa se diría que me limpio el
alma y salgo de ella mejor que cuando entré. Es verdad.
Cuando estoy al lado de usted, no sólo no puedo hablar de
nada malo, sino que ni pensamientos malos puedo tener,
desaparecen ante usted, y si por un instante me acuerdo de
algo malo, en su presencia me intimido y me ruborizo en el
alma. Y, sépalo usted, me ha agradado de un modo especial
encontrar hoy en su casa a mi hermana… [se refiere a Liza,
hermana de padre de ambos] Esto testimonia su nobleza de
usted… y unas relaciones excelentes… En una palabra: usted
ha mostrado algo de fraternal, si es que puedo permitirme
desarrollar esa idea que yo…» (2.ª parte, cap. III, III).
Casi a renglón seguido, Liza le da a entender a Arkadii lo
contrario de lo que él piensa, es decir, que si Anna tiene
tanto interés en recibirlo es porque quiere enterarse de
cosas y murmurar a sus espaldas. Pero ella misma, al
autocalificarse de «mala» ante su hermano por decirle estas
cosas, revela los celos de hermana que siente, al creer que
su hermano prefiere a Anna a ella misma, quizás porque Anna
es de más elevada posición social. Aunque todo quedará con
el paso del tiempo en nada, ya que Liza, que posee un fondo
bueno, comprenderá y comprobará con sus propios ojos que no
existe la más mínima doblez en la conducta de Anna
Andréyevna Versílovna, «uno de los caracteres más
interesantes del libro» [56].
El viejo príncipe Sokolskii, que en realidad no es tan
anciano (aún no ha cumplido los setenta), en cuya casa
encuentra un difuso e inconcreto empleo el
adolescente—naturalmente, a través, como siempre, del
omnipresente y ubicuo Versílov, habilísimo en ocultar
también su presencia cuando lo considera aconsejable u
oportuno, cosa nada inhabitual en él—, es un hombre
pusilánime, hipocondriaco, asustadizo, que tiene verdadero
miedo ante determinadas situaciones, o que, sencillamente,
prefiere no enfrentarse con gallardía a la realidad. Es
verdad que puede tener arrebatos espontáneos, en los que
asoma una desagradable irritabilidad, pero son rarísimos.
Confía plenamente en Arkadii, al que dispensa un trato
condescendiente y amable, cual si se tratase de su propio
hijo, pero esa confianza disminuye notablemente respecto de
Anna Andréyevna, que quiere casarse con él, y también teme
de un modo casi enfermizo que su hija, a la que adora,
albergue la intención, según rumores muy vagos que le han
llegado, de deshacerse de él. Esta última circunstancia
constituye el máximo ejemplo de a qué tipo de hechos
prefiere Nicolai Ivánovich no encararse con valentía y
resolución. Eso no es óbice para que el príncipe, que tiene
una curiosa opinión sobre las mujeres en general, considere
a su hija una «soberbia mujer» de la que se siente
«orgulloso; pero con frecuencia, con harta frecuencia, amigo
mío—le confiesa a Arkadii—me ofende…» (cap. II, III de la
1.ª parte). En esa misma conversación, el príncipe, que
intercala numerosas frases en francés, como era habitual
todavía entre los miembros de la aristocracia rusa, le dice
a Arkadii, y por eso hablábamos de curiosa opinión sobre las
mujeres, lo siguiente: «Créeme: la vida de toda mujer es…
una eterna búsqueda de alguien a quien someterse… Por así
decirlo, está sedienta de someterse. Y tenlo presente: sin
excepción alguna». Es decir, que, a pesar del elogio que
hará a continuación de su hija Katerina, su opinión parece
no ofrecer dudas. Sin embargo, no debe tomarse al príncipe
Nicolai como una persona autoritaria o que sienta
menosprecio por las mujeres. Ni mucho menos. Es más; en él
encarna Dostoyevski a un personaje bastante inofensivo,
desconfiado, sí, pero por falta de cariño, aunque también es
verdad que es caprichoso y voluble. Eso que acaba de decirle
tan solemnemente a Arkadii puede perfectamente desmentirlo a
renglón seguido, y hace muy bien el avispado joven en
seguirle la corriente y no entrar con él en una discusión de
envergadura. Según podemos leer en el último capítulo de la
novela, un mes después aproximadamente de transcurridos los
acontecimientos que narra Arkadii en sus Memorias, es
decir, a mediados de enero, el viejo príncipe Nicolai muere
de un ataque de nervios. La famosa carta que tanto hubiese
comprometido a Katerina Nikoláyevna, finalmente no es
conocida por el príncipe, heredando de este modo su hija una
inmensa fortuna. |
Sobre las intenciones de Anna Andréyevna de casarse con el
viejo príncipe Nicolai, trata de explicárselas al
adolescente en una extensa conversación que tiene con su
hermano. Anna, «poniéndose encarnada y bajando los ojos», le
empieza diciendo a Arkadii que este deseo de sincerarse con
él sobre un asunto tan enojoso y tan maliciosamente enredado
por otros, es porque él tiene un «corazón sumamente puro,
fresco» y porque sabe de la devoción que él siente por ella,
a la que quiere corresponder «con gratitud eterna». Anna
está muy agradecida al príncipe Nicolai, que hizo para con
ella las veces de padre, pues su verdadero padre, Versílov,
la abandonó cuando todavía era una niña, hasta el punto de
que «nosotros, los Versílov…, un linaje ruso antiguo,
soberbio, hemos llegado a ser unos vagabundos». Por eso sus
pretensiones no son perversas, y eso bien lo sabe Dios, que
es el único que puede ver y juzgar sus sentimientos.
Ella—continúa diciéndole a Arkadii—no tiene intención alguna
de aprovecharse del príncipe, sino que quiere romper las
maquinaciones que se están urdiendo en torno al anciano (en
referencia a la carta de Katerina Nikoláyevna) y sólo desea
desposarse con el príncipe Nicolai para convertirse en su
aya, en su enfermera, para cuidarlo como una hija cuida a su
padre. Pero, a pesar de tan prolijas explicaciones, Arkadii
no termina de fiarse de ella, siente en su interior que hay
una parte de Anna que está mintiéndole, aunque sea de modo
inconsciente o involuntario. Por eso, le pregunta casi de
sopetón: «Anna Andréyevna, ¿qué es, a punto fijo, lo que de
mí aguarda?» Continúan hablando del príncipe, de Versílov,
de las supuestas intenciones de Katerina, y, sintiendo que
lo trataban como un chiquillo inmaturo, Arkadii decide
acabar la charla, malhumorado, enojado, harto de todo y de
todos (3.ª parte, cap. V, I). Pero, naturalmente, es sólo un
momento pasajero de indignación. Está decidido a descubrir
el secreto de Versílov, esto es, descifrar el enigma que se
guarece en el fondo de su alma.
Katerina Nikoláyevna es un personaje muy complejo, a mi modo
de ver el personaje femenino más complicado de toda la obra,
a pesar de su engañosa simplicidad. Jacques Madaule
(1898-1993) llega a afirmar, lo cual quizá sea excesivo para
algún que otro intérprete, aunque yo no veo la exageración,
que se trata probablemente de la más compleja encarnación
femenina de Dostoyevski [57].
Es una mujer sumamente hermosa, elegante y atractiva,
todavía joven, pues su edad no llega a los treinta. Se
encuentra en la plenitud de sus facultades. Tanto Versílov
como Arkadii mantienen con respecto a ella una relación de
atracción-repulsión, de amor-odio, aunque el amor terminará
imponiéndose. El amor que siente Versílov hacia ella está en
buena medida dominado por el apetito sexual, por la
sensualidad [58]. Esta inclinación aproxima a Versílov a
Rogochin, el asesino de Nastasia Filíppovna en El idiota,
pero su alma no está ni tan devorada por los celos, ni por
un absoluto e inexorable deseo egoísta de posesión, ni
tampoco por una maligna premeditación criminal, aunque sí
habrá en él un intento de matarla, bien es verdad que
arrebatado y primordialmente impulsivo. En el caso de
Versílov, ese amor acabará, después de la escena más tensa,
violenta, caótica y angustiosa de toda la novela, en un
cariño casi paternal, pues Andrei Petróvich ha decidido
volver al regazo de la mujer que lo ama infinitamente,
Sonia, y por la que él también siente un amor sincero,
aunque ese otro yo que anida dentro de él como una hidra,
haya impedido que se diese cuenta de ello con la suficiente
clarividencia. La abnegación, la fidelidad de Sonia,
terminan venciendo todos los escollos. Ella será, por fin,
para Versílov, la amante, la esposa, la madre de sus hijos,
la mujer que definitivamente ha conquistado su corazón. El
que Versílov no sienta un amor sensual por Sonia tiene mucho
que ver en el hecho de que finalmente encuentre la salvación
junto a ella [59].
En cuanto a Arkadii, su inmaduro comportamiento con Katerina
está en gran parte determinado por el modo de proceder del
padre. En su fuero interno lo rechaza, abomina vivamente que
Versílov pueda amar o interesarse por otra mujer que no sea
su madre, que tan desprendidamente se ha entregado, se ha
inmolado, sufriendo en silencio; pero, al mismo tiempo, es
tal la fascinación que siente Arkadii por su progenitor, por
ese hombre apuesto, culto, inteligente, imprevisible,
desconcertante, generoso, egoísta, que su anhelo más íntimo
es emularlo, hacer lo que él hace, conocer a quienes él
conoce. Por eso Katerina es también para él como una
obsesión, y, aunque haga verdaderos esfuerzos por
presentarse ante ella como si fuese un hombre maduro y con
experiencia, lo cierto es que ella adivina al instante su
denodado esfuerzo por mostrarse como en realidad no es;
ella, Katerina, percibe muy pronto que Arkadii tiene un
corazón limpio y que su mente no está poseída por ese
desdoblamiento tan perturbador, incluso demoníaco, que
atenaza a Versílov, si bien éste logrará, al fin, arrancar
esa tarasca venenosa y destructiva de sus entrañas y
serenar, dentro de lo razonable, su atormentado espíritu.
Katerina Nikoláyevna, a pesar de su juventud, está viuda, al
haber muerto su esposo, el general Ajmákov, quien, por su
pasión por el juego [60],
ha perdido toda la dote de su esposa. Con anterioridad a su
casamiento con Katerina, había tenido una hija, Lidia, una
muchacha de diecisiete años, enferma y desequilibrada
emocionalmente, con la que mantiene una relación muy
afectuosa su madrastra, pero que terminará sus días
suicidándose con fósforo. Esta Lidia Ajmákova, que pasa
temporadas en la ciudad-balneario de Ems, se ha enamorado
(prueba de su inmadurez) de Versílov, aunque éste, muy
juiciosamente, no le corresponde. Por una errónea
interpretación de los hechos, el príncipe Seríocha, que ha
mantenido una fugaz relación amorosa con Lidia cuyo
resultado ha sido el nacimiento de una niña, proporciona una
bofetada a Versílov, que más adelante Arkadii querrá vengar
batiéndose en duelo con el dislocado príncipe. Por si fuera
poco, Seríocha se convierte también en amante de Lizaveta
[Isabel] Makárovna, llamada casi siempre Liza en la novela,
que es la hermana de padre y de madre de Arkadii. De esa
relación secreta, se queda Liza embarazada, aunque aborta
como consecuencia de caer accidentalmente por unas
escaleras. Pocos meses después de ocurridos los hechos
narrados por Arkadii, que, como hemos señalado, finalizan a
mediados de diciembre, muere Seríocha, a mediados del mes de
mayo siguiente. Es, sin lugar a dudas, un personaje
trastornado y profundamente desdichado.
En sus contados encuentros con Versílov o con Arkadii, nunca
pierde los nervios Katerina Nikoláyevna, ni la dignidad, ni
el aplomo, ni la entereza. Pero para poder referirnos a
ellos, hay que empezar por dibujar el carácter y los
pensamientos de Arkadii Makárovich, quien, a pesar de
aquellas aparentemente firmes, aunque en el fondo
inconsistentes intenciones de convertirse en un nuevo
Rothschild, manifiesta un genuino desprendimiento por el
dinero, llegando a pensar en su fuero interno que, después
de acumular millones, sería capaz de entregarlo todo, no la
mitad, sino «hasta la última copeica, porque al quedarme
hecho un mendigo me encontraría de pronto más rico que
Rothschild» (1.ª parte, cap. V, III). Este pensamiento
íntimo de nuestro adolescente, el de relacionar
paradójicamente la verdadera riqueza con la pobreza, es más
hondo de lo que a simple vista pudiera parecer, y no creo
descabellado traer aquí a colación una sentencia dicha o
atribuida a Friedrich Hölderlin que dice así:
«Entre nosotros, todo se concentra sobre lo espiritual, nos
hemos vuelto pobres para llegar a ser ricos». La frase fue
objeto de un amplio comentario llevado a cabo por Martin
Heidegger en una conferencia que pronunció sobre «la
pobreza» (Die Armut), el 27 de junio de 1945, en el
castillo de Wildenstein, sobre las alturas del Jura suabo,
no lejos de su Messkirch natal [61]
,
y sobre la que me he detenido en otro lugar, a fin de
intentar arrojar alguna luz en torno a una de las
Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt
5, 3), una sentencia que, esencialmente, alude a los
sencillos, a los humildes. De ahí que seguramente no sea el
pasaje evangélico más adecuado para comprender lo que Jesús
quería decir al ensalzar la pobreza. Ese pasaje podría ser
el del joven rico. No obstante, lo que me interesa aquí es
clarificar someramente lo que significa la «pobreza» en
contraposición a la «riqueza». Decía yo, aproximadamente,
que lo que quiere decir Heidegger en su exégesis es que «ser
verdaderamente pobre», sin ningún doble sentido de las
palabras y sin ironía alguna, es tenerlo todo, esto es, todo
tipo de bienes materiales, pero, sin embargo, carecer de lo
que de verdad importa, que son los bienes espirituales. La
persona rica en bienes materiales, no se percata de que, en
el fondo, es pobre, mientras que aquella que posee bienes
espirituales, esto es, lo no-necesario, lo que no proviene
de la coacción, sino de la libertad, es la que es
verdaderamente rica, según la bella sentencia atribuida al
poeta-filósofo de la región del río Neckar, puesto que se ha
liberado de lo aparente, de lo «útil», de lo que únicamente
es accesorio [62]. Asimismo, también resultan muy
clarividentes los comentarios emitidos por el místico renano
Enrique Suso (Constanza, ca. 1295/1297 – Ulm, 1366), uno de
los principales discípulos del Maestro Eckhart, quien, en un
texto compuesto en los años de su vejez, titulado Vida,
en el capítulo 51, citando la aludida bienaventuranza y
fundamentándose en una frase de San Pablo—«Vivo, mas ya no
yo» [Gal 2, 20]—, relaciona la pobreza con el hecho de que
el hombre no se deje llevar por la posesión, que no se
aferre a nada, que se des-haga de sí mismo, a fin de que
sólo le inunde el Espíritu de Dios. La pobreza de espíritu,
pues, como renuncia a todo egoísmo, a toda posesión, como
olvido de uno mismo, de tal modo que el Espíritu de Dios,
uno y trino, lo envuelva. Ya no soy yo quien vive en mí,
sino que soy yo quien vive en Cristo [63]. |
Un encuentro decisivo, y anhelante para el embriagado
lector, de Arkadii con Katerina Nikoláyevna, tiene de nuevo
lugar en casa de Tatiana Pávlovna Prútkova (2.ª parte, cap.
IV, I-II). El estado de inseguridad del adolescente es
magistralmente descrito por Dostoyevski, permitiendo que el
lector pueda conocer el más leve gesto de su rostro, el más
escondido sentimiento de su corazón. El propio Arkadii nos
informa: «No alcé en absoluto los ojos a ella; mirarla
equivalía a anegarse en luz, alegría, felicidad, y yo no
quería ser dichoso». Pero al fin se decide a hablar, aunque,
como ella misma reconoce, intimidándola, produciéndole algo
de miedo, por los temblores y los balbuceos entrecortados
del adolescente. Le confiesa que ha estado todo un mes
contemplado el retrato de ella que se halla en el gabinete
de su padre el príncipe. «La expresión de su rostro—le dice
Arkadii— es de infantil travesura e ingenuidad infinita […]
¡Oh, usted sabe también mirar con altivez y anonadar con la
mirada! […] Su retrato no se le parece ni remotamente; usted
no tiene los ojos oscuros, sino claros, y sólo por las
largas pestañas semejan oscuros […] Usted tiene un alma
alegre, pero sin adorno de ninguna clase… Hasta me agrada el
que nunca deje la sonrisa: es… mi paraíso. Me gustan también
hasta su serenidad, su suavidad, y eso de que pronuncie
usted las palabras fluida, tranquila y casi perezosamente
[…] Yo me la figuraba a usted el colmo del orgullo y la
pasión, y ya van dos meses justos que ambos conversamos como
dos estudiantes… Nunca me pude imaginar que tuviese una
frente así, un poco baja, como las estatuas, pero blanca y
tierna, como mármol bajo los copiosos cabellos. Tiene usted
el pecho alto, el andar ligero; es usted una belleza
extraordinaria, pero orgullo no tiene ni pizca» [85].
El diálogo continúa y va desarrollándose con matices
exquisitos, pleno de sugerencias entre dos seres que se
atraen irresistiblemente, aunque él trate de convencerla
denodadamente que no es un espía de nadie y que no tiene la
más mínima pretensión de perjudicarla con la carta, y aunque
ella no termine de fiarse de él. En realidad, Arkadii miente
a Katerina, pero su mentira es completamente inocua, incluso
piadosa. Le miente porque le dice que no posee la carta,
siendo lo cierto que se la ha dejado en su casa, aunque
piensa para sí mismo, con absoluta sinceridad, que, si la
poseyese en ese preciso instante, se la entregaría de
inmediato a ella; además, no pretende hacer ningún mal uso
de la misiva. Consigue retenerla y ofrecerle todo tipo de
minuciosas explicaciones sobre tan inextricable embrollo.
Siente Arkadii que le arde la frente. Katerina, por su
parte, parece impresionada, y de hecho lo está, y no tardará
en ruborizarse. Ante un Arkadii atónito, confiesa sentirse
culpable respecto de él, por haberlo juzgado mal, del mismo
modo que reconoce que nunca debería haber escrito esas
líneas tan impropias de una hija para con su padre. Ante
tales confesiones, entremezcladas con rubores en el rostro
de Katerina que la hacen aún más hermosa, el adolescente se
siente aturdido, fascinado, hasta el punto de que «el
corazón me dio un vuelco». Después de una prolija
intervención de Katerina, en la que muestra a todas luces
sus curiosidades políticas e intelectuales, sale
inevitablemente a relucir Versílov, de quien ella se queja
de que no la cree porque «decía que en mí anidaban todos los
vicios.
—¡De los cuales no tiene usted ninguno!
—No, alguno sí tengo.
—Versílov no la amaba a usted; por eso no la creía—exclamé,
echando fuego por los ojos.
Su rostro se contrajo.
—Deje usted eso, y nunca vuelva a hablarme de… ese
hombre—añadió con vehemencia y firme resolución—. Pero
basta, es tarde—se levantó para irse—. Conque me perdona
usted, ¿no? —dijo, mirándome claramente.
—¡Yo… a usted…, perdonarla!»
Aun conociendo, inmediatamente después de lo que acabo de
transcribir, por boca de la propia Katerina, que piensa
casarse con un tal barón Bioring, un personaje fatuo y de
alma vulgar, el adolescente, que cree vivir como en un
sueño, le contesta: «… sólo le diré una cosa: que Dios le dé
a usted toda suerte de dichas, toda suerte de dichas que
usted anhele…, por haberme hecho ahora feliz, en esta sola
hora. Usted quedará ya grabada en mi alma para siempre. He
encontrado un tesoro: la idea de su perfección. Yo
sospechaba astucia, burda coquetería, y me sentía
desdichado…, porque no puedo unirla a usted con esa idea […]
pensaba que iba a encontrarme con jesuitismo [86],
astucia, con una sierpe escrutadora, y resulta que he dado
con el honor, la franqueza, con una estudiante. ¿Se ríe
usted? ¡Bueno, bueno! Pero usted es… sagrada, usted no puede
reírse de lo que es sagrado…». Ella le contesta de manera
encantadora, inexpresable; toda la atmósfera, todo el
ambiente de este diálogo central de la novela es uno de esos
momentos únicos, irrepetibles, en los que Dostoyevski maneja
con una sutilidad infinita los resortes del enamoramiento,
de la atracción entre los amantes… Pero todavía tiene
Arkadii escondida una de esas enormes sorpresas dialécticas
que elevan la trémula conversación a su punto quizás más
elevado, si es que puede elevarse aún más. Es cuando le dice
a Katerina, al final de un largo párrafo: «Versílov dijo una
vez que Otelo no mató a Desdémona, y luego se mató él mismo,
porque tuviera celos, sino porque le habían robado el ideal…
Yo lo comprendí, porque también a mí me han restituido hoy
mi ideal». La respuesta de Katerina no es menos intensa:
«Demasiado comprendo cómo se ha formado su alma». Katerina
no sólo comprende eso, cómo se ha formado el alma del
adolescente, sino que adivina sus más secretos pensamientos.
Él vuelve exultante a su casa. La conversación, según hemos
precisado anteriormente, tiene lugar el 15 de noviembre. El
4 de diciembre siguiente, al enterarse Arkadii de que entre
Katerina y Bioring se ha producido la anhelada ruptura,
entreteje para sí estos pensamientos referidos a tan
deslumbrante mujer: «Desmedida ansia de aquella vida, de
su vida, apoderóse de toda mi alma, y… también otra
dulce avidez, que experimentaba hasta rayar en felicidad y
lacerante dolor» (3.ª parte, cap. II, II). El último
encuentro, aquel en el que coinciden los tres, el padre, el
hijo y la mujer que perturba a ambos, lo expondré muy
abreviadamente al referirme a la idea del «doble» en
Versílov, una idea, mejor dicho, un modo de configuración
del alma, a la que no es ajena el adolescente, pues observa
atentamente las idas y venidas, los extraños y súbitos
entrecruzamientos de la vida de su padre con otras vidas, su
permanente estado de vértigo, su continuo caminar sobre el
filo de la navaja, pudiéndose inclinar tanto hacia el bien
como hacia el mal. Por eso, el 7 de diciembre, después de
levantarse del lecho, piensa para sí: «Además, siempre hubo
misterio, y yo mil veces me admiro de esa facultad del
hombre (y, según parece, del hombre ruso principalmente) de
conciliar en su alma el más sublime ideal con la suprema
villanía y todo con [la] mayor sinceridad» (3.ª parte, cap.
III, I). En efecto, así es Versílov y así son algunas de las
más extraordinarias y subversivas encarnaciones
dostoyevskianas; individuos que se mueven entre varios modos
opuestos de entender el mundo y el hombre, que lo mismo
muestran generosidad, nobleza y humildad, como manifiestan
mezquindad, bajeza moral y soberbia, que igualmente se
sienten atraídos por el bien que por el mal, que lo mismo
pueden convertirse en asesinos, malvados, malhechores o
fanáticos, que en santos, en seres llenos de bondad, de
belleza moral y de una infinita capacidad para amar.
Aún debe mencionarse otro imprevisto encuentro entre el
adolescente y Katerina, el mismo día en que Arkadii se
entera de la muerte de Makar Ivánovich, por lo que acude a
todo correr a casa de Tatiana, con quien se encontraba la
Ajmákova. Tatiana, al saber la triste noticia, se marcha
inmediatamente a casa de Sonia, y este hecho deja solos,
frente a frente, al adolescente con esa mujer enigmática y
terriblemente bella, que él ama en secreto. Tenían las manos
cogidas, sin darse cuenta, y hablaban del anciano que
acababa de morir (3.ª parte, cap. VI, III). Ahora, le
comenta Katerina a Arkadii, tendrá las manos libres Versílov
respecto de Sofía, pues al haber fallecido el esposo
legítimo de Sonia, Andrei Petróvich podrá formalizar su
relación con la que ha sido su amante. Además, se lo ha
prometido al venerable anciano antes de morir éste. Katerina
está convencida que todo esto reconducirá la situación, que
Versílov terminará por serenarse, por estabilizarse, pues él
quiere mucho a Sonia, más que a nadie en el mundo. El
adolescente, sin embargo, sin reparar en la comprometida
pregunta que hace, le inquiere si ella ama a Versílov, a lo
que Katerina responde que «sí, mucho, aunque no del modo que
él quisiera y en el sentido en que usted me lo pregunta». Se
disculpan mutuamente, se piden perdón mutuamente, por los
malentendidos que haya podido haber entre ambos. Ella domina
claramente la situación, mientras que Arkadii está
verdaderamente deslumbrado. También ella perdona a Versílov,
por todo lo pasado, incluso por cierta carta en que se deja
caer una velada amenaza y con la que Versílov quiere
proteger a su hijo. Katerina quiere lo mejor para todos,
incluido Andrei Petróvich, pero «¡que me deje él
vivir en paz!» Versílov tiene que saber, necesariamente, que
ella le ha perdonado: «Además, ¿que cómo no iba a saber que
yo le he perdonado, cuando se sabe de memoria mi alma?
Porque él sabe que yo me parezco a él un poco». Lo
que él haya podido decir de ella ha sido por despecho. La
conversación, como todas las de esta naturaleza entre seres
que se aman, transcurre con medias palabras, insinuaciones,
deseos inconfesables, ambigüedades, y hasta con risas, una
risa histérica, breve pero intensa, que provoca lágrimas en
Katerina. Finalmente, se levantó y desapareció, como un
ángel que aparece de improviso, y, del mismo modo que
irrumpe, desaparece sin dar ninguna explicación. El
adolescente quedóse «atónito» y sintió que «algo parecía
contraerse en mi corazón». Levantóse y se fue, pues aún
tenía mucho que hacer. Es entonces cuando se encuentra con
él, e inician la más intensa conversación entre ambos
de toda la novela, en la que Versílov expresará sus más
excelsas ideas sobre el hombre, sobre Rusia y sobre Dios. |
.../...
|
__________
NOTAS |
1. Los nombres y topónimos
rusos, siempre que sea posible, serán escritos con la
grafía con que aparecen en las Obras Completas de
Dostoyevski de la madrileña editorial Aguilar,
traducidas por Rafael Cansinos Asséns. Todas las citas
reproducidas de cualquier obra del escritor ruso,
empezando por El adolescente, procederán de esa
edición. La edición manejada por mí, en cuanto al año de
publicación, es: tomo I, 1961; tomo II, 1964; tomo III,
1961. La novela El adolescente es la última
incluida en el tomo II. En determinadas ocasiones, se
darán a conocer otras grafías muy extendidas, a fin de
facilitar las consultas pertinentes. Si se cita el
título de la obra de un autor, sea artículo o libro, o
bien se reproduce una cita de cualquier estudioso,
crítico o comentarista, se respetará la grafía que haya
empleado ese autor para todos los nombres, sean reales o
de personajes literarios. Por poner dos ejemplos muy
sencillos: a) el apellido Dostoyevski lo escriben de
forma distinta los numerosos estudiosos que se han
ocupado de él; si un estudioso lo nombra como
Dostoievski, así será reproducido; b) en cuanto a los
personajes literarios, ocurre lo mismo: donde unos
traducen Katerina Nikoláyevna, otros escriben Catalina
Nikolaievna. Si esta segunda grafía es así citada por un
determinado crítico, se respetará la susodicha grafía.
Por lo que atañe a Nikolai Aleksiéyevich Nekrasov
(1821-1877), cuyo apellido lo escribe a veces Cansinos
Asséns con tilde (Nekrásov), fue un poeta, escritor,
crítico, traductor y editor ruso que editó y dirigió la
revista Otechestvennye Zapiski desde 1867.
2. Acerca de los
pormenores de esta detención, juicio, simulacro de
fusilamiento y deportación a Siberia de Dostoyevski,
puede consultarse mi ensayo sobre la novela El idiota
en los n.os 109, 110 y 111 de la revista
Gibralfaro de la Universidad de Málaga, así como en:
<enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm>
3. Acerca del pensamiento
nihilista de Bielinski, que había nacido en 1811, así
como de su papel como pater de la
intelligentsia rusa, léanse las reflexiones de
Nicolás Berdiaev, El cristianismo y el problema del
comunismo, Madrid, Espasa-Calpe, 1961, págs. 89-90.
Bielinski, dice Berdiaev, se vuelve ateo y nihilista por
buscar la verdad y la justicia, pero, y quizás ello
explique la deferencia que para con él tuvo siempre
Dostoyevski, frente a otros que continuaron por esa
senda que desembocará en el bolchevismo, «Bielinsky
conserva aún el culto de Cristo, el de los pobres y
pecadores, que enseña la religión de la piedad». Sus
continuadores no sabrán nada ya de esa piedad, puesto
que reniegan del hombre de carne y hueso y tratan sólo
de llevar a cabo una «ideología». De Bielinski (cuyo
apellido Cansinos Asséns a veces lo escribe Bielinskii),
se ocupa especialmente Dostoyevski en un artículo,
«Gente vieja», publicado en el n.º 1 de la revista El
Ciudadano
(Grachdanin
o Grazhdanin),
en 1873, inserto posteriormente en el Diario de un
escritor (VI, II). Obras Completas, tomo III,
págs. 705-708. Sobre este mismo artículo de El
Ciudadano volveré más adelante.
4. León Chestov, La
filosofía de la tragedia. Dostoievsky y Nietzsche,
Buenos Aires, Emecé, 1949, págs. 33, 59 y 60. La
traducción es de D. J. Vogelman (debe tratarse de una
errata, pues el nombre correcto es David J. Vogelmann,
conocido traductor de Franz Kafka). Lev Isaakovich
Shestov nació en Kiev en 1866 y murió en París en 1938.
8. Así lo relata el
crítico ruso-francés André Levinson en su biografía
Dostoyevski (vida dolorosa), Buenos Aires, Santiago
Rueda, 1943, pág. 224. Sobre esta biografía, véase la
nota 84 de mi citado ensayo sobre El idiota. Por
el contrario, para otros la propuesta económica parte
del propio Nekrasov, no haciendo Dostoyevski más que
consultarlo con su esposa. Esta es la opinión de Henri
Troyat, Dostoyevski, Barcelona, Destino, 1946,
pág. 347. Henri Troyat es el pseudónimo de Levón Aslani
Thorosian (o Lev Aslánovich Tarasov, Moscú, 1911 –
París, 2007). La edición original francesa es de 1940.
9. Dostoyevski (vida
dolorosa), pág. 223.
10. Véase el prólogo de
Rafael Cansinos Asséns a la mencionada edición de El
adolescente, pág. 1527.
11. Véase,
Obras Completas,
tomo III, págs. 1597-1600, donde Cansinos transcribe un
notorio fragmento de la carta a Krayevski.
12. Carta del domingo 5 de
julio (23 de junio) de 1874. Obras Completas,
Madrid, Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1668. La primera
fecha corresponde al calendario gregoriano, mientras que
su equivalente en el calendario juliano aparece entre
paréntesis. El calendario gregoriano, vigente en las
naciones occidentales, no fue implantado en Rusia hasta
el 1 de febrero de 1918. Con anterioridad, la reforma
del antiguo calendario bizantino, la llevó a cabo Pedro
I el Grande (zar entre 1682 y 1725), que «dispuso
que se introdujese el cálculo del calendario juliano
coincidiendo con el 1 de enero de 1700». Véase, Erdmann
Hanisch, Historia de Rusia, Madrid, Espasa-Calpe,
1944, tomo I, pág. 159. La traducción es de Guillermo
Sans Huelin. El Dr. Erdmann Hanisch (1876-1953), alemán,
fue Profesor de la Universidad de Breslau (hoy Wroclaw,
en Polonia). La redacción de todo el libro estaba
completada a finales de 1935.
13. Carta del domingo 26
(14) de julio de 1874. Obras Completas, tomo III,
pág. 1668.
14. Edward
Hallett Carr, Dostoievski, 1821-1881: lectura
crítico-biográfica, Barcelona, Laia, 1972, págs.
229-231. En cuanto a Cansinos Asséns, véase su prólogo a
la novela, edición citada, pág. 1525.
15. De una carta a su
esposa Anna Grigórievna, fechada en Petersburgo el 6 de
febrero de 1875. Obras Completas, tomo III, pág.
1670. Apollon Nikolaevich Máikov (1821-1897), hermano de
Valerian, crítico literario, era un poeta clasicista
ruso que fue íntimo amigo de Dostoyevski. En cuanto a
Nikolai Nikoláievich Strájov (1828-1896), fue un
científico, pensador y crítico literario ruso que
escribió la primera biografía de Dostoyevski. Por
último, Vasily Grigorievich Avsieyenko (o Avseenko)
(1842-1913), fue también otro crítico literario ruso.
16. Véase la nota 21 de mi
ensayo sobre El idiota.
17. Nikolay Berdiaev,
El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio,
2008, págs. 5-6. La traducción es de Olga Trankova
Tabatadze. En realidad, su tesis atraviesa de principio
a fin todo el enjundioso estudio, redactado durante el
invierno de 1920-21.
18. León Chestov, Las
revelaciones de la muerte (Dostoiewski-Tolstoi),
Buenos Aires, Sur, 1938, pág. 42. No especifica el
nombre del traductor. Esta edición en español es una
traducción de la edición francesa (París, Plon, 1923).
19.
Ibídem, págs.
31 y 35.
24. Pablo Evdokimov,
Introducción a Dostoyevski (en torno a su ideología),
Cartagena (Murcia), Athenas Ediciones, 1959, pág. 86. La
traducción es de Alberto Colao. También hace una valiosa
referencia a la mencionada carta, insistiendo en el
interés que muestra en ella Dostoyevski por la Filosofía
de la Historia, Bruce Kinsey Ward,
Dostoyevsky’s critique of
the West.
The Quest for the Earthly
Paradise,
Ontario, Wilfrid Laurier University Press, 1986, pág.
165.
Esta famosa carta ha sido
publicada en diversas ediciones de la correspondencia de
Dostoyevski. La consultada por mí es una de las
ediciones clásicas, que me ha resultado de gran
utilidad; se trata de las Letters of Fyodor
Michailovitch Dostoevsky to his Family and Friends,
New York, The Macmillan Company, 1914. La traductora al
inglés de esta selección de cartas es Ethel Colburn
Mayne, que las acompaña de documentadas y muy
pertinentes notas al pie aclaratorias. La carta a Mijaíl
es la nº XXI del volumen, págs. 53-69.
La misiva, traducida al
francés por Ely Halpérine-Kaminsky y Charles Morice,
está disponible en:
<http://fr.wikisource.org/wiki/Lettre_de_Dosto% C3% AFevski_% C3% A0_son_fr%
C3%A8re_Mikha% C3% AFl,_22_f%C3%A9vrier_1854>.
Una extraordinaria edición
de la correspondencia completa de Dostoyevski, traducida
directamente del ruso al francés, es la llevada a cabo
por Éditions Bartillat de París. La referencia es:
Dostoïevski. Correspondance intégrale. Tome
1, 1832-1864. Tome 2, 1865-1873. Tome 3, 1874-1881. La
traducción es de Anne Coldefy-Faucard, mientras que la
dirección de la ardua empresa y la anotación de los tres
volúmenes es de Jacques Catteau.
25. Giovanni Papini, El
crepúsculo de los filósofos, Buenos Aires, Tor,
1936, págs. 199-200. La traducción es del escritor
argentino Héctor Fuad Miri, nacido en 1906, que fue
amigo personal de Papini.
27. José Ortega y Gasset,
«Ideas sobre la novela», en Obras Completas,
Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo III, pág. 400.
28. «Lenguaje, significado
y heterodoxia. Consideraciones sobre ‘Ordet’»,
Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, nº 18,
1997, pág. 399. El mismo artículo en
http://www.enriquecastanos.com/ordet.htm
29. Edward Hallett Carr,
pág. 225. Ver también la Introducción de Cansinos Asséns
a las Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1961,
tomo I, pág. 91.
30. Pavel (Pasha)
Aleksandrovich Isaev (1848 – 1900). Sobre este hijastro
del escritor, así como sobre sus familiares y amigos,
debe consultarse el documentado libro de Kenneth A.
Lantz, The Dostoevsky Encyclopedia, Westport,
Conneticut, Greenwood Press, 2004. La referencia a Paul
Isáyev está en la pág. 209. Kenneth A. Lantz es
actualmente Profesor de Literatura Eslava en la
Universidad de Toronto.
31. Hallett Carr, pág.
143.
32. Varvara Mijaílovna
Karepina (1822 – 20 de enero de 1893), que murió
asesinada por unos malhechores en su propia casa.
33. Vera Mijaílovna
Dostoevskaya, de casada Vera Ivanova, por haberse casado
con el físico A. P. Ivanov, había nacido en 1829,
falleciendo en 1896, y una hija suya, Sofía (Sonia)
Aleksándrovna Ivanova, nacida en 1846, era la sobrina
favorita de Dostoyevski. Kenneth A. Lantz, págs.
210-211.
34. Nacida en 1835 y
fallecida el 31 de octubre de 1889. Kenneth A. Lantz,
pág. 165.
35. Sobre todo este asunto
de la herencia de la tía Kumánima y los tres días
finales del escritor, he seguido especialmente a Hallett
Carr, págs. 225-227 y 281-282. André Levinson, págs.
264-266, no dice nada de la inoportuna visita de las
hermanas. En cuanto a Henri Troyat, págs. 395-396,
afirma que la única hermana que acude a la casa del
escritor es Vera, situando la visita el lunes 26, a la
hora de la comida. Sí insiste en el asunto de la
herencia y cómo desagradó profundamente a Dostoyevski.
36. Liubova [Amada]
Fiodorovna Dostoyevski, nacida el 14 de septiembre de
1869, falleció en Grise, en el Tirol, el 10 de noviembre
de 1926. Dostoyevski no tuvo ningún hijo con su primera
esposa, María Dmítrievna, fallecida el 15 de abril de
1864. Todos sus hijos los tuvo con Anna Grigórievna.
37. Hallett Carr, págs.
226-227.
38. Hallett Carr, pág.
227.
39. Ideas sobre la
novela, obra citada, pág. 400.
40. Luigi Pareyson,
Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa,
Madrid, Encuentro, 2008, págs. 38-39. La muerte de
Pareyson, en septiembre de 1991, dejó el manuscrito de
su profundo estudio sin publicar. En 1993, esa tarea,
respetando escrupulosamente lo que había escrito
Pareyson, que en realidad estaba ya casi definitivamente
terminado, la llevaron a cabo sus discípulos Giuseppe
Riconda y Gianni Vattimo, según explican en el Prefacio
del libro. La traducción del italiano es de Constanza
Giménez Salinas.
41.
Arkadii se refiere al
barón James Mayer de Rothschild (Francfort del Meno,
1792 – París, 1868), banquero y fundador de la rama de
París de la familia Rothschild. Financió ampliamente a
Luis Felipe de Orleáns, el llamado «rey burgués» entre
1830 y 1848. Contribuyó muy notablemente a la
industrialización de Francia. Patrocinador de
escritores, músicos y artistas plásticos. Al morir dejó
un legado de 150 millones de francos oro.
42. Martín de Riquer y
José María Valverde, Historia de la literatura
universal, Barcelona, Planeta, 1971, tomo II, págs.
448-449. Por no haberle satisfecho el Wilhelm Meister
de Goethe, quién sabe si por la «frialdad racional» que
destilan sus páginas, decidióse el poeta, pensador y
científico alemán Novalis (1772 – 1801), en junio de
1799, a escribir, a modo de contrarréplica, su hermosa
novela Enrique de Ofterdingen, que permaneció
inacabada a su temprana muerte. Novalis, pseudónimo de
Friedrich von Hardenberg, fue un espíritu universal y
una de las cimas indiscutibles del Romanticismo europeo.
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43. Dice Kant: «La ley
moral es dada como un factum de la razón pura del
cual somos conscientes a priori y que resulta
cierto apodícticamente, aunque no quepa hallar en la
experiencia ningún ejemplo de que haya sido cumplida
escrupulosamente. Por lo tanto, la realidad objetiva de
la ley moral no puede verse probada por una deducción,
ni tampoco por un empeño de la razón teórica subvenida
especulativa o empíricamente y, por consiguiente, aun
cuando se quisiera renunciar a la certeza apodíctica,
tampoco podría verse confirmada por la experiencia y
quedar así demostrada a posteriori, pese a todo
lo cual se mantiene firme por sí misma». Immanuel Kant,
Crítica de la razón práctica, Madrid, Alianza,
2007, Parte I, Libro I, cap. 1, § 8 [A 81 – A 82] [˂Ak.
V, 47˃], págs. 122-123. La edición es de Roberto
Rodríguez Aramayo. En el famoso Colofón de la misma
obra, escribe Kant su frase quizás más célebre: «Dos
cosas colman el ánimo con una admiración y una
veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más
frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas:
el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de
mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a
conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre
tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de
mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono
inmediatamente con la consciencia de mi existir».
Ibídem [A 289] [˂Ak. V, 162˃], pág. 293.
44. Miguel de Unamuno,
Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951,
tomo II, pág. 340. En cuanto al significado de «nivola»,
uno de los personajes de Niebla, Víctor Goti, lo
explica con relativa precisión, pues el término tiene
mucho que ver con el irremediable afán de Unamuno de
llevar la contraria, en este caso a los críticos y a los
filólogos. Ibídem, pág. 777.
45. San Juan de la Cruz,
«Llama de amor viva», en Obras, Valladolid,
Miñón, sin fecha, pág. 278. El verso citado por Unamuno
corresponde a la canción III. El propio poeta, en su
célebre comentario a las canciones por él mismo
compuestas, hecho en 1584 a requerimiento de doña Ana de
Peñalosa, dice lo siguiente: «Estas cavernas son
las potencias del alma, memoria, entendimiento y
voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de
grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos
que infinito. Las cuales, por lo que padecen cuando
están vacías, echaremos en alguna manera de ver lo que
se gozan y deleitan cuando de Dios están llenas; pues
que por un contrario se da luz del otro». Ibídem,
pág. 337.
46. El espíritu de
Dostoyevski, págs. 19-20.
47. Sonia, en ruso, es el
apelativo cariñoso de Sofía. El más célebre personaje de
Dostoyevski con ese nombre es Sonia Marmeládov, la
prostituta de corazón puro que ama a Raskólnikov, y que
conseguirá convertirlo, acompañándolo al presidio
a Siberia.
48. El nombre de Sofía, en
el Imperio bizantino, primero, y en el mundo eslavo de
religión cristiana ortodoxa después, hace referencia a
la Sabiduría Divina. De ahí el verdadero nombre de la
Catedral de Santa Sofía de Constantinopla, mandada
construir por Justiniano I en el siglo VI: Hagia
Sophia. Igual significado tiene el nombre de la
capital de Bulgaria.
49. La grivna era una
moneda rusa de plata mandada acuñar por Pedro I el
Grande. La grivna equivalía a diez kopeks. Cada
rublo se dividía en cien kopeks (copeicas). La grivna
hunde sus raíces en la moneda denominada grivna
kunaresan durante el periodo de la Rus de Kiev,
conservándose hasta avanzado el siglo XIV, y no es hasta
1317 que se menciona el rublo como moneda de plata.
Véase, Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, tomo
I, pág. 53.
50. Romano Guardini, El
universo religioso de Dostoyevski, Buenos Aires,
Emecé, 1954, pág. 38. La traducción del alemán es de
Alberto Luis Bixio. Sobre Guardini, véase lo que digo en
mi ensayo sobre El idiota, poco antes de la nota
nº 9.
53. Diminutivo cariñoso de
Arkadii. Otras veces le llama Arkáschenka.
54.
El universo religioso
de Dostoyevski, págs. 44-48. En relación al
«padecimiento» de Sonia como el verdadero sentido de su
existencia, ya veremos más adelante la relación que
establecerá Versílov entre la libertad y el sufrimiento.
55. Dostoyevski, que tuvo
relaciones en su vida privada con mujeres instruidas,
incluso muy instruidas, desde Pólina Súslova y las
hermanas Anna Korvin-Krukovskaya y Sofía Vasíliyevna
Kovalévskaya, hasta su propia esposa Anna Grigórievna,
no es un escritor que escatime la presencia en sus
novelas de mujeres cultas, ni mucho menos meras
comparsas, sino auténticos personajes fundamentales. El
caso supremo es el que representan Nastasia Filíppovna y
Aglaya Ivánovna en El idiota.
56. Jacques Madaule, El
cristianismo de Dostoievsky, Buenos Aires, Losada,
1952, pág. 136. La traducción es de Juan Paredes.
57. El cristianismo de
Dostoievsky, pág. 128.
60. Se advierten aquí
algunos rasgos autobiográficos del escritor. Sobre ello
digo algo, al hablar de Pólina Súslova y de la estancia
de Dostoyevski, en agosto de 1865, en Wiesbaden para
calmar su pasión por la ruleta, en mi ensayo sobre El
idiota.
61. Martin Heidegger,
La pobreza, Buenos Aires, Amorrortu, 2006,
especialmente las páginas 107-117. La traducción del
alemán es de Irene Agoff. El pequeño volumen incluye una
extensa y rigurosa presentación de Philippe Lacoue-Labarthe.
63. Heinrich Seuse,
Vida, Madrid, Siruela, 2013, págs. 170-171. La
edición y la traducción del alto alemán medio,
corresponden a Blanca Garí de Aguilera, Catedrática del
Departamento de Historia Medieval de la Universidad
Autónoma de Barcelona. Las ideas del Maestro Eckhart y
de sus discípulos estuvieron muy influidas por la
beguina Margarita Porete, la profunda mística picarda
autora de El espejo de las almas simples,
condenada por hereje relapsa por la Inquisición
francesa, en connivencia con el rey Felipe IV el
Hermoso y la Universidad de París, ante la
indiferencia del papa Clemente V, lo que supuso que
fuera quemada viva en esa ciudad el 1 de junio de 1310.
Desgraciadamente, todavía se ignora en España el papel
decisivo de la mística femenina en la Europa occidental
y central en el siglo XIII, hasta el punto que con estas
mujeres podemos afirmar que se inicia de verdad la
mística en el Occidente cristiano, quiero decir, la
experiencia mística, plasmada en tratados, cartas,
visiones, poesías y canciones. No hubiese existido la
mística renana, en la forma que la conocemos, sin esas
mujeres «feministas» adelantadas a su época. Del siglo
XII deben mencionarse a Isabel de Schönau y María de
Oignies. Pero es el XIII el que atesora sus más excelsas
representantes: Margarita de Oingt, Hadewijch de
Amberes, la no identificada Hadewijch II, Matilde de
Magdeburgo, Beatriz de Nazareth y Margarita Porete.
Todavía en el siglo XIV habría que mencionar, al menos,
a Angela de Foligno.
64. Forma afectuosa de
Olga.
66. George Vernadsky,
Historia de Rusia, Buenos Aires, Losada, 1947, pág.
156. La traducción es de Luis Echávarri. La edición
original es de 1929, basándose esta traducción en la
segunda edición, revisada y ampliada por el autor, de
1944. Georgii Vladimirovich Vernadsky (San Petersburgo,
1887 – New Haven, Connecticut, 1973) era hijo del
científico y naturalista ruso Vladimir I. Vernadsky
(1863-1945). Georgii, que participó en la guerra civil
junto al Ejército blanco, abandonó Rusia en 1920. Fue
Profesor en las universidades de Praga y de Yale. Su
concepción histórica está influida por el pensador
neokantiano alemán Heinrich Rickert.
67. Todas las
circunstancias del atentado están muy bien reconstruidas
en el último capítulo del extenso estudio de Franco
Venturi, El populismo ruso, Madrid, Alianza,
1981, págs. 1043-1057. La traducción es de Esther
Benítez. El historiador Franco Venturi (Roma, 1914 –
Turín, 1994) era hijo del historiador del arte Lionello
Venturi y nieto del también eminente historiador del
arte Adolfo Venturi.
68. George Vernadsky,
Historia de Rusia, pág. 165.
69. Un amplio compendio de
David Churchill Somerwell (1885-1965), en cuatro
volúmenes, supervisado directamente por el autor, ha
sido publicado en español por la editorial Alianza, con
varias ediciones desde 1970.
70. Henri Pirenne,
Mahoma y Carlomagno, Madrid, Alianza, 1989,
especialmente las páginas 164-170, en las que se detiene
en la creciente influencia de los mayordomos de palacio
carolingios en la corte merovingia, el primero de los
cuales con auténtico poder fue Carlos Martel, padre de
Pipino el Breve y abuelo de Carlomagno. La
traducción es de Esther Benítez.
71. Fiodor M. Dostoyevski,
Obras Completas, tomo III, pág. 614.
72. Los versos, traducidos
por Cansinos Asséns, dicen: «Más preciada es la sombra
de las viles verdades que el engaño que nos asalta».
Sobre este poema debe consultarse el magnífico estudio
de Andrew Kahn, Pushkin’s Lyric Intelligence,
Oxford University Press, 2008, especialmente las págs.
246-258 del cap. 7, que se ocupan expresamente del
poema.
73. Para toda esta
cuestión, véase mi aludido ensayo sobre El idiota,
en el que me detengo pormenorizadamente en el pequeño
libro de Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de
la revolución rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946,
cuya traducción se debe a René Astiz y Teba Bronstein.
74.
Pierre-Joseph Proudhon,
¿Qué es la propiedad?, Barcelona, Tusquets, 1977,
págs. 31-32. La traducción es la de Rafael García
Ormaechea de 1903. Sobre este conocidísimo texto del
padre del federalismo autogestionario, me extendí
ampliamente en mi Memoria de Licenciatura, inédita,
dirigida por el Profesor Antoni Jutglar Bernaus, y
titulada Proudhon y el utopismo posrevolucionario:
aproximación al estudio del socialismo anterior a Marx,
Universidad de Málaga, octubre de 1981, especialmente
las págs. 178-182. Quiero manifestar aquí una vez más,
pues ya se lo expresé en vida, mi agradecimiento, por su
inestimable enseñanza y orientación metodológica, al
desaparecido catedrático Antoni Jutglar (Barcelona,
1933-2007), persona de gran calidad humana y uno de los
mayores expertos mundiales en Francisco Pi y Margall y
el federalismo español de la segunda mitad del siglo XIX,
que era por entonces, a pesar de su enfermedad, profesor
a tiempo parcial del Departamento de Historia
Contemporánea de la todavía lozana Universidad
malacitana.
75. François Guizot,
Historia de la civilización en Europa, Madrid,
Alianza, 1990, pág. 20. La traducción es de Fernando
Vela, fiel colaborador y discípulo de don José Ortega y
Gasset. La importancia decisiva de los hechos (primero,
«el estudio de los hechos»; después, «el imperio de las
ideas» y «ante todo la civilización») en Guizot, ha sido
bien analizada por Georges Lefebvre, El nacimiento de
la historiografía moderna, Barcelona, Martínez Roca,
1974, sobre todo las págs. 180-182. Traducción de
Alberto Méndez.
76.
Charles Dickens, La
tienda de antigüedades, Madrid, Nocturna, 2011. La
traducción es de Bernardo Moreno Castillo. El episodio
descrito por Trischátov corresponde al final del
capítulo cincuenta y tres, pág. 562. En su apasionada
disertación, casi en estado de trance, cree que es una
catedral lo que sólo es una pequeña iglesia de pueblo.
77. Joris-Karl Huysmans,
La Catedral, Madrid, Escelicer, 1961. La
traducción es de José García Mercadal, hermano del
notable arquitecto español Fernando García Mercadal. Al
comienzo del capítulo XII (pág. 307) de esta excepcional
novela, preñada de erudición humanística, religiosa y
artística en el más alto sentido, Huysmans critica la
casi nula atención prestada por muchos arqueólogos e
historiadores de la arquitectura a los aspectos
simbólicos, teológicos y espirituales del templo gótico
medieval. Naturalmente, está formulando una crítica al
más estrecho positivismo.
78. Hans Jantzen, La
arquitectura gótica, Buenos Aires, Nueva Visión,
1982, págs. 78-79. La traducción es de José María Coco
Ferraris. Jantzen nació en Hamburgo en 1881 y murió en
Friburgo de Brisgovia en 1967. La edición original
alemana de su libro es de 1957.
79. Véase mi artículo
«Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones
sobre ‘Ordet’ (‘La Palabra’), de Carl Th. Dreyer»,
publicado originalmente en el Boletín de Arte
de la Universidad de Málaga, nº 18, 1997, págs. 399-417.
Publicado también en:
<http://www.enriquecastanos.com/ordet.htm>.
80. Henri Bergson, La
risa, Madrid, Sarpe, 1985, capítulo 1. La
traducción, cedida por Plaza & Janés, es de Amalia Aydée
Raggio. Otras ediciones, como la de Losada de Buenos
Aires de 1939, escriben Haydée el primer apellido de la
traductora.
82. No debiera caerse en
la tentación de confundir la apreciación de Arkadii con
lo grotesco. Uno de los artistas que más exploró este
factor fue el escultor alemán Franz Xaver Messerschmidt
(1736-1783), un caso ejemplar de los problemas
relacionados con los artistas y la locura desde el
estudio que le dedicó el psicoanalista e historiador del
arte Ernst Kris. El escritor Christoph Friedrich
Nicolai, que visitó a Messerschmidt algunas veces,
cuenta cómo trataba de convencerlo de que veía
fantasmas, y que ciertos espíritus lo perseguían, siendo
el de la proporción el más amenazador de todos ellos.
Ideó una complicadísima teoría sobre las proporciones
humanas, que decía le había inspirado el egipcio Hermes
Trismegisto, pero aquel espíritu de la proporción,
celoso, le infligía dolores físicos, por lo que tenía
que pellizcarse continuamente; de ahí que decidiese
elaborar sus célebres estudios de carácter y rostros con
todo tipo de muecas. Nicolai dice que cada treinta
segundos se miraba al espejo y ponía la cara conveniente
a lo que estaba haciendo. En total hizo sesenta y nueve
cabezas de carácter, entre 1770 y 1783. Se han
conservado cuarenta y nueve, la mayoría en plomo, unas
pocas en piedra y otra en madera. Las hay muy
expresivas, raras y extravagantes, o incluso vacías. La
monografía de Kris no está traducida al español, pero el
caso es ampliamente estudiado, y de ahí he hecho el
anterior extracto, por Margit y Rudolf Wittkower,
Nacidos bajo el signo de Saturno. Genio y temperamento
de los artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución
francesa, Madrid, Cátedra, 1982, págs. 123-130. La
traducción es de Deborah Dietrick.
83. Exagera aquí demasiado
su opinión el adolescente, o, al menos, puede resultar
excesivamente radical si la contrastamos con la realidad
o la comparamos con ciertas obras artísticas. Una de las
más notables es una pieza de cera del escultor italiano
Medardo Rosso, La edad de oro (1886), en la que
precisamente investiga el paso, sin solución de
continuidad, de la risa al llanto de un rorro en brazos
de su madre, esto es, el carácter inestable y fugaz de
los sentimientos, su permanente mutabilidad. Por eso es
legítimo considerar a Rosso, en más de un sentido, como
un escultor impresionista. La mencionada escultura, de
medio metro de altura aproximadamente, es propiedad de
la Raymond and Patsy Nasher Collection, Dallas, Texas,
en los Estados Unidos. Una versión anterior, de 1885 y
de 60 cm de altura, guarda el Petit Palais de París.
84. Recuérdese lo dicho
anteriormente sobre Maren, la niña de la película
Ordet. También lo que Jesús dice sobre los niños (Mc
10, 14), más aplicable aún al príncipe Mischkin, al que
tanto gustaba en Suiza de rodearse de niños.
85. A Thomas Mann debieron
causarle una gran impresión estas palabras de Arkadii,
que aquí sólo extractamos, como se desprende de la
inmarcesible declaración fisiológica de amor que
Hans Castorp le hace en francés a la rusa Clawdia
Chauchat en La montaña mágica, justo en la mitad
central de la obra cumbre del inmenso escritor alemán. A
mi modo de ver, la traducción española de Mario
Verdaguer, en la legendaria edición barcelonesa de José
Janés, es difícilmente superable. La edición de mi
biblioteca es la de 1947. De otra parte, no creo que
Dostoyevski conociese en absoluto los escritos del
refinado crítico británico Walter Pater, pero, en la
descripción anatómica del semblante de Katerina que hace
el adolescente, no podemos por menos de acordarnos de la
insuperable descripción del retrato de Mona Lisa que
hizo Pater en un celebérrimo texto sobre la Gioconda
publicado en noviembre de 1869. Walter Pater, El
Renacimiento, Barcelona, Icaria, 1982, págs.
100-102. La traducción es de Antonio Desmonts.
86. Dostoyevski, que es un
implacable crítico del catolicismo romano y del Papado
de Occidente, establecerá en varios pasajes de sus
novelas una equivalencia entre astucia e intriga y
jesuitismo, una explícita referencia a la Compañía de
Jesús, cuyo cuarto voto, como todo el mundo sabe, es el
de obediencia expresa de cada miembro de la Orden al
sucesor de Pedro. El pasaje más memorable en este
sentido corresponde a la novela El idiota, en
concreto unas palabras del príncipe Mischkin
pronunciadas en el transcurso de una velada en casa de
su prometida Aglaya Ivanovna, en que arremete contra la
Iglesia católica casi como un poseído, siendo la única
vez que altera su estado natural de mansedumbre.
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Continúa en el próximo número. |
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Enrique Castaños Alés
(Málaga, 1956). Profesor de
Instituto de Enseñanza Media
desde 1982 hasta 2016.
Profesor asociado del
Departamento de Historia del
Arte de la Universidad de
Málaga durante los cursos
2006-2011. Licenciado en
Filosofía y Letras en 1979,
se especializó en Historia
Medieval. Su Memoria de
Licenciatura, leída a
finales de 1981 y aprobada
con la calificación de
Sobresaliente por
unanimidad, versó sobre
El socialismo
postrevolucionario anterior
a Karl Marx: Charles
Fourier, Henri de Saint
Simon, Robert Owen y
Pierre-Joseph Proudhon.
Su Tesis Doctoral, defendida
en el año 2000 con la
calificación de
Sobresaliente cum Laude,
se centró en Los orígenes
del arte cibernético en
España.
La experiencia del Centro de
Cálculo de la Universidad de
Madrid.
Es autor del libro La
pintura de vanguardia en
Málaga durante la segunda
mitad del siglo XX
(1997), reelaborado y
ampliado en 2011 bajo el
título Las artes
plásticas en Málaga en la
segunda mitad del siglo XX.
Crítico de arte del diario
SUR de Málaga entre 1996 y
2012. Colaborador de las
revistas Lápiz,
Galería, Cuadernos
Hispanoamericanos,
Boletín de Arte de la
Universidad de Málaga,
Arte y Parte y
Fedro. Revista de Estética y
Teoría de las Artes
(Universidad de Sevilla).
Ha sido Director de la Sala
de Exposiciones de la
Diputación de Málaga,
Coordinador de la Sala de
Exposiciones de la
Universidad de Málaga,
Director del Departamento de
Promoción Cultural de la
Fundación Picasso-Casa Natal
y comisario de múltiples
exposiciones, entre las que
destacan las antológicas y
retrospectivas dedicadas a
Manuel Barbadillo Nocea,
Stefan von Reiswitz,
Godofredo Ortega Muñoz,
Esteban Vicente y Francisco
Hernández Díaz. Ha
comisariado exposiciones
monográficas de Tomás García
Asensio, Lugán, Oriol
Vilapuig, Santiago Mayo,
Jordi Teixidor Otto, Andreu
Alfaro, Manuel Salinas,
Pablo Alonso Herráiz, Dámaso
Ruano Gómez, Manuel
Mingorance Acién y el
Colectivo Palmo de Málaga.
En 1992 fue comisario de la
exposición El arte de
construir el arte, con
los fondos del Colegio de
Arquitectos de Málaga.
Colaborador de la muestra
«Andalucía y la modernidad»,
del volumen Arte desde
Andalucía para el siglo XXI,
y del catálogo de la
exposición El discreto
encanto de la tecnología,
celebrada en el MEIAC de
Badajoz y el Museo ZKM de
Karlsruhe.
Ha impartido numerosas
conferencias y ha sido
ponente en diversos
seminarios organizados por
las Universidades de Málaga
y Alicante.
Ha escrito y publicado en
revistas especializadas
amplios artículos sobre
diversas novelas de Bram
Stoker, Nathaniel Hawthorne,
Anne Brontë, Miguel de
Unamuno y Fiodor
Dostoyevski, así como sobre
películas de Leontine Sagan,
Leni Riefenstahl, Philippe
Claudel, Leopold Jessner,
Ludwig Wolff y Paul Czinner.
Colaborador del Diccionario
Biográfico Español de la
Real Academia de la
Historia. En 1997 publicó
unas Consideraciones sobre «Ordet»,
de Carl Theodor Dreyer.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 3. Página 15. Año XXII. II Época. Número 115.
Abril-Junio 2023. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2023
Enrique Castaños Alés.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2023 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte.
Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga
& Ediciones Digitales Bezmiliana.
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Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga). | |
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