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ANTES DE COMENTAR las copiosas y torrenciales ideas de
Versílov, coherentes unas veces, deslavazadas y
contradictorias otras, sumidas en una dialéctica inagotable
siempre, hay que hacer una breve, pero importante parada. Es
para refrescarle la memoria al lector acerca de quién fue el
primero en Rusia que reflexionó seriamente sobre la
situación presente y sobre el destino de su país. Esa
persona fue Piotr Chaadaev, que finalizó en Moscú, el 1 de
diciembre de 1829, su extraordinario texto Primera carta
filosófica a una dama, publicado por vez primera, quizá
sin su consentimiento (aunque el texto circulaba desde hacía
tiempo con fluidez de forma manuscrita), en la revista
moscovita Teleskop, en 1836, originando un enorme
revuelo, que, dada la elevada posición social del autor,
quedóse en la retirada del texto y en que el régimen
autocrático de Nicolás I lo considerase una persona
trastornada, que había perdido transitoriamente el juicio,
si bien el editor de la publicación, Nikolai Ivanovich
Nadezhdin, fue deportado a Siberia, la revista clausurada y
el censor oficial correspondiente cesado en el cargo [176].
Lo que dice en ese texto Chaadaev, que no gustó a muchos
intelectuales rusos, incluso presumiblemente progresistas,
no sólo fue decisivo para que Rusia comenzara a tomar
conciencia espiritual de su posición en el mundo, para que
adoptase una posición autocrítica, para que despertase, como
reclamaría más tarde Alexander Herzen desde el exilio, sino
que puede también iluminarnos, indirecta y paradójicamente,
sobre la hora presente de Europa, al final de este
turbulento y sangriento estío de 2013. En cualquier caso,
Dostoyevski lo leyó con suma atención, y, sin duda, influyó
en él. En una carta que le escribe Dostoyevski desde Dresde
a su amigo Apollon Nikoláyevich Máikov el 25 de marzo de
1870, relacionada con su proyecto de escribir una novela
titulada Vida de un gran pecador, alude, nombrándolo,
a Chaadaev [177]. |
Para Chaadaev hay un supremo principio de unidad, Cristo, de
igual modo que la creencia de la fe en Cristo está por
encima de los usos, normas y costumbres de la Iglesia (él se
refiere, claro está, a la ortodoxa griega). Rusia se ha
quedado material y culturalmente atrasada. Rusia no
pertenece ni a Oriente ni a Occidente. Rusia es la
consecuencia de una cultura de importación, de imitación. No
ha tenido un desarrollo propio y su saber es superficial.
Pero Rusia—y esto lo suscribiría Dostoyevski casi letra por
letra—es un destino, una nación que sólo existe para dar al
mundo una gran lección. Rusia debe aprender de los pueblos
de Europa, que tienen una fisonomía común. Hasta no hace
mucho, Europa era todavía la Cristiandad [178]. En Europa ha
primado el contacto íntimo de las inteligencias, que ha
hecho realidad ideas como el Deber, el Derecho, la Justicia
y el orden. Las mejores ideas de las mentes rusas han
quedado paralizadas. Los rusos son demasiado
individualistas, inconstantes, fluctuantes, indiferentes al
riesgo, y, por eso mismo, indiferentes al bien y al mal.
¿Quién piensa en Rusia? ¿Qué le ha dado Rusia al mundo? Todo
lo ha tomado hasta ahora de fuera. Rusia no ha contribuido
al progreso. Para hacerse notar se ha hecho con una
superficie enormemente grande. En vez de mirar hacia el
Occidente cristiano, Rusia ha mirado a Bizancio (el
cesaropapismo). El cristianismo no ha madurado en Rusia.
Durante quince siglos los europeos han tenido un solo idioma
para hablar con Dios. Han caminado juntos. Es necesario que
Rusia reanime su fe y dé un nuevo impulso a su cristianismo.
En Occidente, todo lo ha hecho el cristianismo. Las ideas
deben estar por encima de los intereses. Las revoluciones
deben ser, ante todo, revoluciones morales, no políticas.
Europa posee sólidos cimientos morales y religiosos
cristianos. Su futuro está asegurado en cuanto que tiene un
proyecto moral. La necesidad material debe ser sustituida
por la necesidad moral. La razón cristiana está exenta del
prejuicio nacionalista [179].
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En estos pensamientos de Chaadaev hay, sin duda, ideas
acertadas, otras demasiado idealizadas y también las hay
claramente equivocadas. Al menos, hay dos circunstancias
históricas que no pueden ser olvidadas para comprender y
calibrar en sus justos términos lo que dice Chaadaev. En
primer lugar, por supuesto, el atraso económico e industrial
de Rusia. La verdadera modernización, la occidentalización
del país (aunque prescindiendo por completo de los
principios políticos del parlamentarismo británico), a
sangre y fuego, comenzó a partir del último cuarto del siglo
XVII, con Pedro I, continuó con accidentadas intermitencias
durante el siglo siguiente, desde 1725 en que murió el
creador de San Petersburgo, y tomó otro gran impulso, muy
despótico pero menos opresor y más tolerante que con Pedro,
con Catalina la Grande, en los últimos treinta años
del siglo XVIII. Alejandro I intentó una reforma de índole
espiritual y religiosa, pero se quedó prácticamente en nada.
De nuevo la autocracia y el régimen policial a partir de
1825, cuyo pistoletazo de salida fue la conspiración de los
Decembristas. Por eso tenía en parte razón Herzen cuando
afirmaba que la verdadera historia de Rusia comenzaba con el
reinado de Pedro, es decir, con la decidida convicción de
que había que occidentalizar el inmenso país, costase lo que
costase. «Desde Pedro el Grande el problema está planteado
entre Rusia y Europa», comenta Madaule [180]. Pero el precio
que hubo que pagar por ello fue demasiado alto, y, después
del opresivo e insoportable reinado de Iván IV el
Terrible, contemporáneo de nuestro Felipe II, el reinado
de Pedro constituyó la gran experiencia político-policial
que desbrozaría el camino a la tiranía sanguinaria de José
Stalin. En segundo lugar, Chaadaev escribe todavía a finales
de la Restauración salida del Congreso de Viena de 1815, es
decir, unos ocho meses antes de la Revolución liberal
burguesa de 1830 en Francia, que supuso la caída del
ultramontano Carlos X y trajo a Luis Felipe de Orleáns, el
rey burgués, o, lo que es lo mismo, el triunfo de las
altas finanzas, de la especulación y de la Bolsa, tan
maravillosamente descrito en algunas de las mejores novelas
de Honoré de Balzac. Lo más revolucionario que existía en la
Europa de 1829 era el pensamiento de los socialistas
utópicos, pues el anarquismo, salvo por las ideas de William
Godwin, aún estaba en mantillas, y el comunismo, aunque no
pueden despreciarse las ideas igualitarias de François Nöel
Babeuf (ejecutado, sin embargo, en 1797, después de haber
intentado materializar la idea de la «dictadura
revolucionaria» de Jean-Paul Marat) e incluso algunas del
conde Claude Henri de Saint-Simon, estaba todavía en
pañales. Chaadaev, con la mejor intención del mundo, quiere
que Rusia sea ella misma, que despierte de su letargo de
siglos, de su ignorancia, de su fanatismo religioso
(piénsese en los viejos creyentes surgidos del Raskol
[cisma] a mediados del siglo XVII), de sus prejuicios, que
se desarrolle económicamente, que se entregue a una fe
cristiana verdadera, esto es, ni formal ni meramente ritual,
pero también, simultáneamente, que se mire en Europa, que la
tome como modelo. Éste, creo yo, es uno de sus principales
errores, y eso que había certeramente intuido que Rusia ni
pertenecía a Occidente ni a Oriente, sino que se hallaba
entre ambos. El occidente de Europa, primordialmente Gran
Bretaña, lo que hoy es Bélgica y Francia, podía ser un
modelo para el desarrollo económico, aunque este primer
capitalismo industrial era sumamente injusto con los
trabajadores, despreciaba sus derechos y hacía caso omiso de
sus miserables condiciones materiales de vida y de sus
legítimas reivindicaciones políticas, sociales y sindicales.
Pero donde más yerra Chaadaev, y este error no va a
cometerlo Dostoyevski, es en creer, primero, que existía
solidaridad entre las distintas naciones de Europa, que el
veneno del nacionalismo estaba neutralizado por el antídoto
del cristianismo, cuando lo cierto es que el nacionalismo
avanza a marchas forzadas en toda Europa bajo la cobertura
filosófica e ideológica del Romanticismo alemán, e incluso
antes, pues ya se prepara desde los tiempos del Sturm und
Drang en el decenio de 1770, y, sobre todo, desde los
Discursos a la Nación alemana de Johann Gottlieb Fichte
en 1807; en segundo lugar, en creer que el cristianismo
europeo era sólido, firme, con un proyecto de futuro, cuando
el cristianismo, la fe verdadera en Cristo, en la que sí que
creía Chaadaev como principalísimo acicate de regeneración
de Rusia, estaba en franco retroceso en Europa, en un
alarmante proceso de disolución, que continuaría imparable
hasta que el Papado, demasiado tarde por cierto, reaccionase
enérgicamente bajo León XIII, pero para entonces la pérdida
del proletariado para la fe cristiana era un hecho casi
irreversible. Chaadaev aún ve sólo un espejismo, pensando
que hay una sólida trabazón de ideas cristianas entre las
naciones de Europa, casi como en esa Edad Media cristiana
tan añorada por Novalis, que sí percibió tres decenios
antes, en 1799, aquella disolución, comenzada, como ha
analizado con gran rigor crítico Berdiaev, desde los tiempos
del nominalismo de Guillermo de Occam y la inmediatamente
siguiente época del Humanismo y del Renacimiento, en Italia
y en los Países Bajos. No; Europa no era cristiana en 1829;
todo lo más lo era formalmente, como aquella religión
mosaica denunciada por Jesús. El cristianismo de la
burguesía europea del tiempo de Chaadaev no estaba
comprometido con nada auténticamente cristiano: redentor,
salvífico, escatológico. Europa caminaba hacia un
materialismo positivista, hacia un cientificismo, hacia
nuevos modelos religiosos: la Ciencia, el Estado, el
Capital, el Socialismo. Estos gigantescos y potentísimos
campos de experimentación, en los que será ahogada la
libertad del hombre y su naturaleza trascendente de origen
divino, serán a partir de entonces—y no han dejado de serlo,
muy perfeccionados por cierto—los nuevos credos religiosos
de Europa, del patéticamente llamado «Occidente cristiano».
Pero Chaadaev sí acierta en lo esencial; se equivoca en el
diagnóstico de Europa, pero sí ve la luz respecto de la
medicina que debe tomar Rusia, y esto, por supuesto que
habrán de tenerlo en cuenta muchos escritores e
intelectuales cristianos rusos que vengan detrás, entre
ellos Dostoyevski. Acierta en que percibe con absoluta
claridad que ese abandono de Rusia del atraso económico,
cultural y religioso no podrá lograrse, o que ese
anquilosamiento, esa dependencia externa, no podrá superarse
con las solas fuerzas de la razón, de la ciencia, de la
tecnología, de la democracia parlamentaria, aun siendo como
son poderosísimas fuerzas, sino que habrá que salir del
tremebundo agujero, necesariamente, gracias a mecerse, a
adentrarse en el seno de una fe en Cristo regenerada,
auténtica, algo en sí mismo dificilísimo por el reto que
supone a la integridad y a la realización plena del ser, y
esto significa—y dense ustedes cuenta lo profundamente que
Dostoyevski asimiló esta idea—que Rusia tiene que avanzar,
progresar y desarrollarse siendo ella misma, es decir,
atendiendo a algo muy auténtico que hay, como escondido, en
su útero materno más íntimo: la fraternidad entre los
hombres, la justicia social, el amor al prójimo, pero no en
abstracto, no formalmente, sino en concreto, de manera real,
constatable y verificable. Por eso el texto de Chaadaev es
tan oportuno hoy, en este 2013, ante el desconcierto, el
relativismo moral y la pérdida de orientación que atraviesa
Europa, esta Europa entumecida, acomplejada, inactiva, que
se resiste a reconocer sus raíces cristianas, como ha
proclamado sin ser escuchado Benedicto XVI, regenerándolas,
enriqueciéndolas, viviéndolas desde el interior de las
personas, pues no hay otro modo de encontrar una salida
fructífera y digna a la encrucijada que amenaza con
llevarnos a la catástrofe moral; la superación de la prueba,
que dura ya muchos decenios, pasa por el mensaje evangélico,
que es sinónimo de respeto profundo a la dignidad del
hombre, a su libertad individual irrenunciable, que es
libertad de elección y ética de la responsabilidad, y a su
naturaleza trascendente, hecha a imagen y semejanza de Dios;
a su creencia en Cristo, en el Verbo hecho carne, en Dios,
pues de esa creencia, de esa Verdad, y sólo de ella, derivan
y dependen la libertad, la auténtica libertad que no impone
nada, ni siquiera el bien, y la dignidad de la criatura
humana. Esta es la soberana lección, entre líneas, que se
desprende del intenso ensayo de Piotr Chaadaev, tenido muy
presente por Dostoyevski y por Vladimir Soloviev, su joven,
cultivado, deslumbrante y místico amigo, el que muy
probablemente, en las interminables conversaciones que
mantenían ambos, le inspirase, o incluso le esbozase, el
máximo escrito dostoyevskiano, La Leyenda del Gran
Inquisidor, a mi modo de ver, después del Evangelio de
San Juan, y junto con el Quijote, el texto
fundamental y decisivo—ontológica, existencial y
religiosamente hablando—escrito por un ser humano. Ahí se
encierra el enigma, el trágico enigma de nuestra existencia,
pero también está en él la solución a ese enigma, que nunca
puede ser definitiva, puesto que el hombre es una misteriosa
e indescifrable mixtura de fe y de duda. Si algo no he
acertado en toda mi vida a comprender, es que un espíritu
tan profundo y tan insondable como Nietzsche, tanto como el
propio Dostoyevski (su hermano espiritual en más de
un sentido), no aceptase ni captase, con su poderosísima
intuición, lo que encerraba la Leyenda que Iván
Karamásov le narra a su querido hermano Alíoscha. El
sentido de la tierra le impidió comprender, pero con las
razones del corazón, no con los silogismos de la razón, el
misterio de la Cruz, el único verdadero misterio que
hay en todo el Universo. |
En las ideas que Versílov va exponiéndole a su hijo, podemos
comprobar la existencia de una relación ambivalente, dual,
equívoca, ambigua, contradictoria con Europa, en la que la
admiración se mezcla con el desprecio y el amor con el odio.
El tipo del aristócrata ruso que encarna Versílov, desea
sinceramente modernizar su país, siente pena del atraso de
Rusia, y, en su impotencia, se marcha, vagabundea por
Europa, con el propósito también de aprender, de nutrirse
con sus enseñanzas, pero, al mismo tiempo, para…
enterrarla, pues sabe, en el fondo de su ser ruso, que
Rusia no es Europa, que Rusia debe levantarse de su
postración con su solo esfuerzo, porque ella así lo haya
decidido, pero sin renunciar tampoco a lo que la distingue
de verdad, a esa creencia en la fe ortodoxa, que tiene que
ser una fe auténtica, sincera, no farisaica ni propia de
hipócritas sepulcros blanqueados. En Rusia han ido
depositando los siglos un tipo de cultura, no sólo singular,
único, sino muy elevado, como no se ha dado en ninguna otra
parte del mundo, y eso tiene que ver con su capacidad de
sufrimiento, la del pueblo ruso, la de los campesinos rusos,
cual si les fuese intrínseca una sed redentora de
sufrimiento, así como con que Rusia tiene una predisposición
especial, también inencontrable en lugar alguno de la
tierra, para comprender a las otras naciones, fundirse con
ellas, reconciliarlas, y, aunque parezca paradójico y
difícil de entender, con el hecho de que Rusia se hace más
Rusia, un ruso es más ruso, cuanto más acepta a Europa,
cuanto más viaja y se asimila lo europeo, porque ello le
permitirá a Rusia descubrirse a ella misma, y a un ruso ser
también más él mismo. Rusia no aspira a la hegemonía en
términos geopolíticos, Rusia no quiere el dominium mundi,
como lo han querido el Papado romano o el Sacro Imperio
Romano Germánico en la época medieval, sino que desea la
reconciliación universal, la fraternidad entre las naciones,
que deben sentirse hermanadas en Cristo. Con palabras
parecidas, lo expresa Dostoyevski en su Diario de un
escritor (Introducción, II y III): la ignorancia en que
también viven los europeos respecto de Rusia; su
extraordinaria singularidad; el que la «fusión espiritual
universal» sea su verdadera «argamasa»; la tendencia de los
rusos a la síntesis, a la reconciliación; su innata simpatía
por los demás pueblos [181]. Lo volverá a decir en el
discurso en homenaje a Puschkin: ser un ruso auténtico es
conciliar las antítesis europeas, mostrar a Europa la
fraternidad según la evangélica ley de Cristo [182]. |
Rusia, continúa Versílov, no vive para sí, sino para la
«idea»; hace casi un siglo que vive «para Europa». Es
verdaderamente difícil interpretar a Andrei Petróvich, pues
pareciera estar hablando como si estuviese en estado de
trance, poseído de un cierto delirio. La «idea» es esa idea
de reconciliación universal; el que haga casi un siglo que
vive para Europa, en cierto modo significa que, desde el
reinado de Catalina, que era de origen alemán, Rusia ha
servido, demasiado indignamente quizás, a los intereses
europeos (por ejemplo, el primer reparto de Polonia, en
1788-1791, tan deseado por Prusia, al que terminó plegándose
primero Austria y después Rusia, reinando en ésta Catalina,
que también accedió a un segundo reparto, en connivencia con
Prusia, en 1794; todavía habría un tercero y definitivo, en
1795, dos años antes de morir Catalina, que suprimiría
Polonia del mapa europeo), como si fuese una criada, una
simple sirvienta, y eso que Rusia, aun pudiendo vencer,
tiene como destino el no vencer nunca en Europa (éstas
últimas palabras están extraídas del Diario de un
escritor, abril de 1876, cap. I) [183]. Vivir para
Europa puede también interpretarse como no atender
suficientemente la cuestión eslava, la obligación de Rusia
de defender a los eslavos oprimidos, bien fuese en el
territorio del Imperio turco otomano o en cualquier otro
lugar del este de Europa. Hay una gran cantidad de páginas
en el Diario de un escritor en las que Dostoyevski se
pronuncia con toda claridad y sin ambages acerca de la
defensa de los eslavos, aunque en la inmensa mayoría de esas
páginas se puede observar una idea reconciliadora, una
predisposición al entendimiento, un respeto mutuo entre los
pueblos y las diferentes creencias religiosas. En otras, las
menos, es verdad que se aprecia una equivocada beligerancia,
una toma de partido eslavófila intransigente, incluso
ciertos conatos de imperialismo, como cuando se empecina en
diversos artículos en que Rusia debe hacerse con
Constantinopla, conquistarla, pues se trata de un verdadero
símbolo para comprender el desarrollo de la historia de
Rusia [184]. Hay un pasaje de la novela Anna Karénina
que desagradó profundamente a Dostoyevski, y le hizo en
cierta medida cambiar de opinión sobre el personaje de Levin,
ya que ese pasaje aparece en la innecesaria e impostada
última parte de la inmortal novela de Tolstói, en la octava,
concretamente en el capítulo XVI. Por esa octava parte,
principalmente, Dostoyevski considerará a Levin, y
posteriormente dirá lo mismo Thomas Mann, como un alter
ego del propio Tolstói [185]. Sobre tal pasaje, que es
un diálogo que mantienen Levin, su hermano de madre Serguiéi
Ivánovich Koznyshov, Fiodor Vassilyevich Katávasov (amigo
intelectual de Levin de su época universitaria), el príncipe
Alexander Dmitrievich Scherbatski (el padre de Kiti, la
esposa de Levin) y Dolli (la hermana de Kiti), han llamado
la atención diversos críticos, mereciendo la pena recordar
especialmente a León Chestov [186]. En ese diálogo, ante
ciertas palabras del príncipe que suponían una
ridiculización y una mofa del papel de las tropas rusas en
la guerra balcánica de 1876, cuando Rusia acudió en ayuda de
Serbia y otros territorios frente a Turquía, Serguiéi
Ivánovich le reprende, pero Levin interviene diciendo que
«yo no veo en eso ninguna chanza». Como Serguiéi le
interrumpiera y dijese, entre otras cosas, que «hoy, el
pueblo ruso, pronto a sacrificarse y levantarse como un solo
hombre para salvar a sus hermanos, hace oír su voz unánime»,
Levin le replica «tímidamente»: «Perdón. No se trata sólo de
sacrificarse, sino de matar turcos. El pueblo está dispuesto
a hacer bastantes sacrificios cuando se trata de su alma,
pero no a cumplir una misión mortífera» [187]. En el
Diario de un escritor (año 1877, julio – agosto, cap. I,
I), como acabo de indicar en una nota al pie, habla
Dostoyevski de la publicación de esa octava parte, que ha
sido rechazada por la dirección de El Mensajero Ruso
(Ruskii Vestnik), precisamente por cómo se trata en
ella «la cuestión de Oriente y la guerra del año pasado»
[188]. Pero es en el cap. II, I, del año y meses citados del
Diario, donde Dostoyevski vierte su nueva opinión
sobre Levin y sobre el modo, inaceptable para él, en que
Tolstói se burla de los soldados rusos. Dice que continúa
creyendo, «invariablemente, en la pureza de su corazón», el
de Levin, que es lo que había expresado con anterioridad,
antes de que se publicase la octava parte de marras. Pero ya
no lo considera «pueblo», ya no ve a Levin identificado con
el pueblo ruso. «No es Levin—dice ahora Dostoyevski—una
personalidad actual, viva, sino sólo una figura fantástica,
creada por el escritor; pero ese escritor, que tiene un
talento enorme, un ingenio notable y es hombre al que estima
toda la Inteligencia rusa, encarga a esa figura fantástica
de exponer también sus ideas personales, las del autor, lo
que se advierte, sobre todo, en esa parte última, poniéndose
en abierta contradicción con la actual realidad rusa […] …al
hablar del inexistente Levin hablamos realmente de las ideas
de uno de los principales rusos de nuestro tiempo. Y esas
ideas se refieren a la actual gesta rusa: la guerra
balcánica. Lo esencial de esas ideas se reduce, si he
entendido bien al autor, a decir que nuestro pueblo no
comparte en modo alguno nuestro llamado movimiento nacional
en pro de los hermanos eslavos, y más todavía: no lo
comprende. Por donde vemos que también Levin, el hombre de
corazón puro, se descuaja y aparta de la gigantesca mayoría
de los rusos» [189]. |
En lo que atañe a una de las cuestiones más controvertidas
de la llamada «Idea Rusa» en Dostoyevski, que está latente
en las palabras de Versílov, como en las de otros personajes
del novelista en varias de sus obras, y que es la cuestión
del «mesianismo», la concepción «mesiánica» de Rusia como
pueblo elegido, ya la abordé, como dije antes, en mi ensayo
sobre El idiota, donde resumí la valoración que hace
Berdiaev de esta concepción en su estudio El espíritu de
Dostoyevski. No cabe duda de que se trata de un asunto
estrechamente vinculado a la disciplina que llamamos
Filosofía de la Historia, y en este sentido no está de más
recordar que fue precisamente Berdiaev, en el pequeño
Prefacio a su libro El sentido de la Historia, el que
dijo que los pensadores rusos se habían ocupado sobre todo
de Filosofía de la Historia durante el siglo XIX, siendo su
vocación «la de construir una filosofía religiosa de la
historia» [190]. Sólo quiero añadir que, como he tratado de
mostrar en las frases de Dostoyevski del discurso sobre
Puschkin, no puede eludirse en él una evolución de su idea
mesiánica sobre Rusia, en cuanto que se muestra mucho más
conciliador y mucho menos integrista o nacionalista que
algunos destacados eslavófilos que lo tomaban a veces como
su jefe de filas. Esta evolución, este alejamiento de la
idea reduccionista sobre Rusia en el último Dostoyevski, la
admite sin reservas Berdiaev. La había subrayado con
anterioridad, en un brevísimo ensayo de 1915, El alma de
Rusia, en el que afirma: «Dostoyevski proclamó
directamente que el hombre ruso es un hombre universal, que
el espíritu de Rusia es un espíritu universal, interpretando
la misión de Rusia de una manera contraria a como la
entienden los nacionalistas» [191]. Aun siendo tan breve, se
trata de un ensayo en el que Berdiaev hace una formidable
síntesis, muy pedagógica, de las ideas de los rusos sobre
Rusia, y como se trata de un pensador que por encima de todo
persigue la búsqueda de la verdad, esto es, la no
tergiversación de las ideas, ni su manipulación tendenciosa,
no tiene ningún escrúpulo en reconocer que Rusia es, al
mismo tiempo, el país menos chovinista del mundo y el más
nacionalista. Incluso se muestra muy crítico con su
admiradísimo Dostoyevski, al admitir que el gran escritor
propagó a veces un nacionalismo muy sofisticado, en el que
no sólo llamaba a la persecución de los judíos y los
polacos, sino que le niega «al Occidente cualquier derecho
de pertenecer al mundo cristiano» [192]. Estas últimas
palabras entrecomilladas, se basan, naturalmente, no sólo en
lo que afirman algunos personajes de Dostoyevski, por
ejemplo el príncipe Mischkin, sino en lo que escribió en el
Diario de un escritor (mayo-junio 1877, cap. III) el
novelista acerca de que el Papado de Roma, con sus deseos
impúdicos de poder temporal, es la plasmación viva de una de
las tentaciones de Jesús en el desierto, y que la idea del
Papado y la idea religiosa son, no ya distintas, sino
antagónicas [193]. El propio Berdiaev—así como antes de él
Soloviev— se pronunciará en contra de estas opiniones,
diciendo que Dostoyevski fue injusto con el catolicismo
romano. |
Llegados a este punto, sí quiero hacer de nuevo un inciso
que me parece importante. La amistad entre Dostoyevski y
Vladímir Soloviev se inició en 1873. Éste último tenía tan
sólo veinte años, pues había nacido en enero de 1853. Por
entonces, sus conocimientos de Historia, Filosofía,
Literatura, Teología, Física y Matemáticas eran bastante
considerables. Después de Dostoyevski, y en un plano desde
luego muy distinto, probablemente haya sido el mayor
pensador que ha dado Rusia al mundo. Desde luego, el más
original, junto con su inmortal amigo Fiodor Mijaílovich.
Entre las conversaciones que mantenían, Rusia debía estar
muy presente. No estamos autorizados a afirmar que las ideas
sobre Rusia de Soloviev pudiesen haber influido de manera
decisiva en Dostoyevski, pues todavía era aquél muy joven.
Sí influyeron en materia religiosa; mejor dicho, en la
relación entre el problema de Dios, el del mal y el de la
libertad. En cualquier caso, las ideas de Soloviev sobre
Rusia han de ser tenidas en consideración al hablar de las
ideas de Dostoyevski sobre esta delicada y controvertida
cuestión. Soloviev fue un espíritu muy abierto, que
evolucionó considerablemente durante toda su vida. El 23 de
mayo de 1888 dictó una conferencia en París, titulada La
Idea Rusa [194], que no sólo es un texto de presentación
de su célebre, extenso y meditado estudio Rusia y la
Iglesia Universal [195], sino que marca un cambio de
orientación en su pensamiento, que se hace aún más
ecuménico, que ya lo era, y más escatológico, más
apocalíptico, como demostrará abiertamente en sus textos
finales, en concreto Los tres diálogos y el Relato del
Anticristo [196]. He citado en nota estos escritos,
basándome en las ediciones que poseo. En 1875, mientras
El adolescente iba siendo redactado, Soloviev fue
invitado a Yasnaia Poliana, ejerciendo una clara influencia
en León Tolstói, como reconoció el propio conde en una carta
al crítico literario Nikolay Strájov (1828-1896) fechada el
25 de agosto de ese año [197]. No es propósito de este
ensayo ocuparse de Soloviev, pues nos apartaríamos por
completo de su principal objetivo. Pero no está de más
recordar algunas de las principales ideas que tenía Soloviev
sobre Rusia en 1888, a pesar de que debían haber cambiado
respecto a las que pudiera haber profesado en los años en
que mantuvo su amistad con Dostoyevski, que, en realidad,
sólo se rompió por la muerte del novelista. En realidad,
durante esos años de amistad con el escritor, las ideas de
Soloviev sobre Rusia no se habían aún concretado ni tomado
carta de naturaleza. A principios del decenio de 1880,
muerto ya Dostoyevski, se interesa Soloviev por la cuestión
polaca y por el judaísmo, acentuándose su pensamiento
ecuménico, que, seguramente, hubiese ofrecido puntos de
discrepancia con la visión de Dostoyevski sobre estos
asuntos tan espinosos. |
Lo que yo quiero resaltar de la mencionada conferencia de
Soloviev de 1888, es únicamente lo siguiente (cito
textualmente o bien resumo con la mayor concisión posible):
«La idea de la nación no es lo que ella misma piensa sobre
sí en el tiempo, sino lo que Dios piensa sobre ella en la
eternidad». Soloviev se muestra contrario al nacionalismo
burdo y excluyente, que es una nueva forma de idolatría. Las
naciones, como los seres humanos individuales, son también
seres morales. Para saber los verdaderos intereses de una
nación y su real misión histórica, el único medio seguro es
preguntarle al pueblo de esa nación qué opina sobre ello.
Tal medio empírico es inaplicable allí donde la opinión de
la nación se fragmenta. Esta opinión, en Rusia, en 1888, es,
como mínimo, triple: a) la del presente, esto es, la
oficial; b) la del pasado, es decir, la de los «viejos
creyentes»; c) la del futuro, o sea, la de los nihilistas.
«El sentido de la existencia de las naciones no está en
ellas mismas, sino en la humanidad». La verdadera idea
substancial de la humanidad «se encarnó cuando el
centro absoluto de todos los seres se abrió en Cristo». Para
Cristo, todas las naciones «existían sólo en su unión moral
y orgánica, como los vivos miembros de un solo cuerpo
espiritual y real». En el pensamiento eslavófilo de Iván
Aksakov (1823-1720) [198] hay sin duda aspectos positivos.
La posición de Aksakov se dirige contra la estatalización de
la Iglesia y también se muestra claramente contrario a
cualquier forma de persecución religiosa. Soloviev está
completamente a favor de la reconciliación con Polonia y de
detener la rusificación de este país de mayoría católica. La
Iglesia universal debe admitir la diversidad existente entre
las naciones y los Estados. La Idea Rusa consiste en
reconstruir en la tierra la imagen de la Santísima Trinidad.
Para la realización de esta Idea, Rusia no tiene «que actuar
en contra de las otras naciones sino con ellas y
para ellas. Porque la Verdad es solamente la forma del
Bien, y el Bien no conoce la envidia».
Sobre el supuesto antijudaísmo de Dostoyevski, en cuya
valoración no podemos tampoco entrar aquí, remito al lector
a lo que el propio autor dice en su descargo sobre tan grave
acusación en el Diario de un escritor (marzo 1877,
cap. II), contestando a «una carta de un hebreo cultísimo,
que me ha interesado extraordinariamente», que le inculpa de
«mi “odio a los hebreros como pueblo”» [199]. Dostoyevski,
deliberadamente, mantiene en secreto el nombre de ese judío,
que no es otro que Avraam Uri Kovner (1842-1909),
identificado con el nombre de Albert Kovner por Cansinos
Asséns en una nota al pie. Por cierto, resulta muy
clarificadora otra nota al pie de Cansinos, en esa misma
página del Diario, en donde llama la atención del
lector sobre el distinto significado que tiene en
Dostoyevski, en un mismo texto, el término «hebreo» (ausente
de carga despectiva) y el vocablo «judío» (que sí entraña
una crítica). Sí estimo oportuno, no obstante, en relación
con el «antijudaísmo» de Dostoyevski, rememorar que, en las
páginas del capítulo del Diario a las que me estoy
refiriendo, el novelista arguye que está fuera de duda el
sometimiento al punto de vista judío de la política
conservadora británica del primer ministro Benjamín Disraeli
(llamado siempre por Dostoyevski, quien recuerda su
ascendencia judaico-española, lord Beaconsfield, pues tal
era el título nobiliario que le concedió su admiradora la
reina Victoria) [200], al igual que afirma que los hebreos
han conseguido reducir a la población rusa indígena de las
regiones fronterizas a una situación de dependencia
económica, sin óbice de reconocer que han sabido aprovechar
admirablemente las circunstancias que se les ofrecían. Pero
ocho o diez líneas antes, sí les hace a los judíos de las
fronteras una gravísima acusación, pues ya no les recrimina
sólo esa capacidad para subordinar económicamente a sus
intereses a aquella población indígena, sino que los inculpa
de impedir por todos los medios la elevación del nivel
cultural de las masas campesinas rusas, evitándoles el
acceso a la ciencia y a la educación en general, pues, a
diferencia de otros pueblos, «los hebreos, dondequiera que
se han afincado, han rebajado y pervertido todavía más al
pueblo, dondequiera se ha encorvado más la humanidad y ha
bajado más el nivel de la cultura, cundiendo una miseria
negra, inhumana, y con ella la desesperación» [201]. Incluso
les atribuye una grave responsabilidad en la extensión
desmedida del materialismo económico por Europa durante el
siglo XIX. ¿Seré yo, por ventura, un judeófobo?, se pregunta
unos párrafos más adelante Dostoyevski. Y se contesta a sí
mismo que está dispuesto a que se amplíen los derechos de
los judíos en Rusia, que los rusos no sienten ningún odio
religioso específico contra los judíos, y que son éstos, con
su soberbia y engreimiento de creerse el único pueblo de la
Tierra elegido por Dios, los que están plagados de
prejuicios contra los empobrecidos mujiks rusos. Al
final del capítulo aboga por una reconciliación entre rusos
y hebreos, pues, a no ser que tras el pueblo hebreo se
oculte una misteriosa razón histórica que lo impida, la
desigualdad jurídica entre rusos y judíos «no tardará en
desaparecer, y unos y otros vivirán en perfecta armonía y
fraternidad, ayudándonos mutuamente y laborando de consuno
en una magna empresa: la de servir a nuestra tierra, a
nuestra nación y nuestra patria» [202]. Por supuesto que, a
pesar de esta aspiración sincera, Dostoyevski está
convencido, y lo dice en el mismo párrafo, que el mayor
esfuerzo para conseguir esa armonía, lo habrán de hacer los
hebreos, no los rusos, que, por su idiosincrasia misma,
están predispuestos a ello. La cuestión judía se había
planteado con cierta crudeza en Rusia desde el siglo XVIII.
Tanto la división de Polonia como la anexión de territorios
en el sudeste, supusieron la incorporación de numerosos
súbditos judíos a Rusia. En 1804, bajo Alejandro I, se
promulgaron leyes que impidieron a los judíos establecerse
en las regiones centrales de Rusia. En las provincias
occidentales y meridionales, un «estatuto de residencia»,
fijaba con precisión el asentamiento de la población judía.
No obstante, bajo Alejandro III, muerto ya Dostoyevski, las
leyes que regulaban estos asentamientos judíos fueron aún
más restrictivas [203]. Tampoco puede ser olvidado el hecho
de que un número significativo de revolucionarios y de
destacados miembros de la intelligentsia rusa del
siglo XIX eran de origen judío. Por ceñirnos sólo a la época
en que estuvo activo como escritor Dostoyevski, recordemos a
Nikolai Isaakovich Utin (1841-1883), adversario de Bakunin y
entusiasta de Marx, emigrado forzoso en 1863; numerosos
judíos de la segunda etapa (desde 1876) de la organización
revolucionaria clandestina Zemlia i volia («Tierra y
libertad»); Mark Andreyevich Natanson (1850-1919), a cuyo
alrededor, en octubre de 1869, surgió la llamada «comuna de
la Malaya Vul’fovaya» (por el nombre de la calle de
Petersburgo donde tenía su sede), cofundador de la segunda
época de Zemlia i volia y alma del grupo populista
revolucionario de los chaikovtsy; Leo Jogiches (Leon
Tyszka, 1867-1919), marxista de origen lituano y compañero
durante algunos años de Rosa Luxemburgo; Aaron Samuel
Liebermann (1845-1880), destacado socialista de origen
lituano que se mostró muy activo en torno a 1876; Rosalia
Markovana Bograd, compañera sentimental de Georgi Plejánov
(1856-1918), fundador del marxismo en Rusia; Lev Deutsch,
deportado a Siberia en 1884; Pavel Axelrod (1850-1928),
primero bakuninista y después marxista que llegó a ser
dirigente menchevique; así como muchos otros [204]. |
Como dije en un párrafo anterior, algunos destacados
pensadores y ensayistas liberales europeos han mostrado un
grave desconocimiento del pensamiento de Dostoyevski,
haciendo de él una caricatura esperpéntica, y en parte se ha
debido a que, más que leer con atención sus novelas y
valorar la extraordinaria dialéctica de las ideas que
contienen, se han dejado llevar por una lectura plagada de
prejuicios del Diario de un escritor, donde
Dostoyevski, si se lee entero, matiza también
considerablemente algunas de sus más polémicas,
controvertidas e inaceptables ideas. El caso más
representativo de lo que digo es el del gran historiador de
las ideas y ensayista liberal inglés—nacido en Riga en el
seno de una acomodada familia rusa judía—Isaiah Berlin,
cuyos más conocidos estudios acerca de los pensadores rusos
del siglo XIX fueron compilados por Henry Hardy, ayudado por
la señora Aileen Kelly, especializada en cultura rusa de la
decimonona centuria, y publicados en inglés en 1978. Este
mismo volumen ha sido publicado en español bajo el título de
Pensadores rusos. Pues bien, llaman al menos la
atención, amén de otras menos relevantes, dos cosas; la
primera es que en todos los textos, conferencias y artículos
recopilados, Berlin no sólo habla poquísimo de Dostoyevski,
dedicándole en total menos de una página, sino que traza de
él una suerte de caricatura, pues lo aborda muy
superficialmente. El que no lo mencione puede tener una
explicación, que no comparto, pero que respeto: el que
Isaiah Berlin, como su compatriota Hallett Carr, no
considere a Dostoyevski un pensador; ya lo hemos dicho, y no
vamos a insistir más en ello: no es, por supuesto un
filósofo académico, un filósofo sistemático (como tampoco lo
fueron Herzen, o Bakunin o Tolstói, a los que sí dedica
enjundiosas páginas Isaiah Berlin en ese mismo volumen),
pero muchos estamos convencidos de que se trata del más
grande pensador de toda la historia de Rusia. La segunda
observación, es que Berlin falta a la verdad, precisamente
por simplificar en exceso y hablar de oídas. En el Apéndice
del libro, afirma estar de acuerdo con la opinión de los
liberales contemporáneos de Dostoyevski, quienes lo
califican de «leal partidario de la autocracia y un
irremediable reaccionario» [205]. Pocas veces he asistido a
un despropósito semejante, y más viniendo de una
inteligencia lúcida como la del citado ensayista británico.
No tengo más remedio que traer aquí a colación—podría traer
muchas más—unas palabras de Dostoyevski que reproduce
Pareyson: «Le diré que soy un hijo del siglo, hijo de la
incredulidad y de la duda: lo soy hoy y lo seré hasta la
tumba. Cuántos atroces tormentos me ha costado y me cuesta
esta sed de creer, tanto más fuerte en mi alma cuanto más
encuentro en mí argumentos contrarios. // Esos bellacos me
han echado en cara mi fe retrógrada en Dios. Aquellos
imbéciles no han visto ni siquiera en sueños una potencia de
negación similar a la que he plasmado en mi Leyenda del Gran
Inquisidor y en el capítulo que la precede. Su estupidez no
podrá jamás imaginar el poder de negación que yo he
conocido. Toca precisamente a ellos darme la lección. En
materia de duda ninguno me vence. No es como un niño que yo
profeso a Cristo. ¡Mi hosanna ha pasado a través del
crisol de la duda!» [206]. Esta misma lucha, este mismo
debate interno, esta duda y este inexistente maniqueísmo,
también lo hallamos cuando Dostoyevski se refiere a Rusia y
su destino. Pensamientos contradictorios, sí, pero no
simplistas, ni reduccionistas, ni mucho menos
fundamentalistas o nacionalistas. Calificar de integrista o
de reaccionario a un hombre como Dostoyevski, en materia
religiosa, política, estética o social, es signo evidente de
una profunda ignorancia sobre un autor tan grande, tan
inabarcable e incapaz de ser reducido a cómodas, y, por lo
general, falsas taxonomías ideológicas. |
Después de referirse a Rusia, es cuando Versílov le habla a
su hijo del ateísmo. «Ellos» son los europeos, que ya han
comenzado a apartarse de Dios. Aquí inserta Dostoyevski una
de sus más profundas y hermosas, al tiempo que dolorosas
reflexiones sobre una Humanidad sin Dios, en la que los
hombres sentirían una inmensa orfandad, se sentirían
enormemente solos y desvalidos, y por eso se apretujarían
unos contra los otros, como buscando consuelo, un imposible
consuelo aquí, en la tierra, desprovista ya de todo sentido
de la trascendencia y definitivamente olvidada del molde
divino con el que el hombre está hecho. Esos hombres, que no
tienen fe ya en la vida eterna y en la resurrección de la
carne, sólo podrán contentarse, como lo más parecido a la
inmortalidad del espíritu, aunque no deje de ser una simple
caricatura, con guardar todo el tiempo que puedan el
recuerdo de otros hombres que conocieron, pero ese recuerdo
terminará, indefectiblemente, también por desvanecerse, por
diluirse, y de tales hombres no quedará entonces nada. Estas
reflexiones de Versílov sobre el ateísmo se sitúan entre
Demonios (1870) y Los hermanos Karamásovi (1879),
es decir, entre las dos obras capitales que abordan el
tremendo problema del ateísmo, íntimamente vinculado al
problema del mal, que ya había sido estudiado de una manera
muy profunda en Crimen y castigo (1866). En
Raskólnikov nos hallamos ante un individuo que se cree un
superhombre, que mata a la vieja usurera, quien
supuestamente está esquilmando a personas buenas y humildes
como su madre y su hermana, para demostrarse a sí mismo que
está por encima de las leyes divinas y humanas, pero,
finalmente descubre que no es más que un hombre corriente;
menos aún: un piojo. Raskólnikov, y en ello cumple un papel
muy importante el ejemplo de Sonia Marmeládov, esa María
Magdalena rusa, sólo al final reconoce su culpa, se
arrepiente sinceramente y acepta el merecido castigo de ser
deportado a Siberia. Raskólnikov ha elegido, pues, el camino
del arrepentimiento y del bien, diciéndonos el novelista, al
final de la narración, que comenzaba para él y para Sonia
una nueva vida, abriéndose de par en par la puerta de la
esperanza. La creencia en Cristo es determinante para que
comience a removerse la conciencia de culpa de Rodion
Románovich. En Demonios nos encontraremos con los
nihilistas ateos más arquetípicos de Dostoyevski hasta ese
momento, hombres que, precisamente por su ateísmo, son
capaces de encarnar el mal en estado puro, absoluto, cual es
el caso de Piotr Verjovenski, y, sobre todo, de
Nicolai Vsevolódovich Stavroguin, que terminarán por
diluirse en la nada, suicidándose. El ingeniero Aléksieyi
Kirillov, a diferencia de Verjovenski y de Stavroguin, está
absolutamente obsesionado con el problema de la existencia
de Dios, pues, para él, si Dios existe el hombre no es
libre, y si Dios no existe el hombre sí es libre, y el único
modo de poder demostrar esa libertad es matándose,
quitándose el hombre la vida. Esta es la «idea» de esta
patética y atormentada encarnación dostoyevskiana, pues a
Kirillov se lo «tragó su idea»; su suicidio es un suicidio
«lógico», y, al mismo tiempo, absurdo: también acabará
diluyéndose en la nada. Después viene, en 1879, la
gigantesca y extraordinaria figura de Iván Karamásov, otro
ateo, un intelectual, pero en su caso, lo que no disminuye
un ápice el profundo error de su increencia, un ateo que,
como le dice a su hermano Alíoscha, no puede creer en Dios
por el inútil sufrimiento que padecen los hombres,
especialmente los niños, sufrimiento que sería permitido por
ese Dios en el que creen Alíoscha y el stárets Zósima.
Iván, asimismo, se disolverá también en la nada, pero no a
través del suicidio, sino de la locura en la que se
internará para siempre. |
Versílov, por su parte, está convencido de que ese día
llegará, el día en que la Humanidad europea abrace el
ateísmo, y ése será el día postrero, último, de la
Humanidad. ¿De verdad se está refiriendo Versílov sólo a
Europa? No lo creo; es más: ni siquiera fundamentalmente.
Versílov-Dostoyevski está pensando en Rusia, en el futuro de
Rusia, y por eso tenía tanta razón Dmitri Merejkovski al
calificar a Dostoyevski de profeta, de profeta de la
Revolución rusa, que él prevé como nadie en Rusia y en el
mundo, y la prevé porque está atento al comportamiento de
esos «demonios», esos jóvenes nihilistas que creen en la
justicia social y en la igualdad, pero no creen en Dios, y
tanto la justicia social, como la igualdad, pero, sobre
todo, la libertad, no son posibles sin Dios. El ateísmo
entraña una profunda animadversión a Cristo y al Reino de
Dios, como ha sabido ver el filósofo alemán Reinhardt Lauth
[207]. El adolescente no entra en las abismales
profundidades de las otras dos novelas en relación al
problema del mal, del ateísmo y de la libertad, que, en el
fondo, se resumen en el problema de Dios, que es el problema
capital y decisivo para Dostoyevski. Esto lo ha entendido
muy bien, a mi juicio, Luigi Pareyson, como también lo
comprendieron antes de él León Chestov y Nicolás Berdiaev.
Pero es Pareyson el que más insiste en la decisiva
importancia que tiene la libertad para Dostoyevski, pues sin
libertad no existe Dios y sin Dios no hay tampoco libertad.
La libertad del hombre, y esto se puede deducir
perfectamente de las grandes novelas dostoyevskianas—Henri
Troyat decía que «como todas las grandes novelas de
Dostoyevski, El adolescente es la historia de una
lucha por la libertad» [207]—, no deber ser, y, de hecho, no
es ilimitada, siendo su principal facultad la de poder
elegir entre el bien y el mal, entre creer en Dios y en
Cristo, que le conducirá a la paz, a la unidad del ser y a
la salvación en el amor al prójimo, o no creer más que en el
hombre, un hombre-dios que se cree por encima de cualquier
ley, y que, por eso mismo, acaba cayendo en la
arbitrariedad, en la amoralidad, en la destrucción de la
vida, en la negación de la unidad ontológica del ser y en el
abandono en la nada materialista y en la intrascendencia.
Dios prefiere que el hombre lo niegue, a que el hombre
pierda su libertad intrínseca, connatural, insustituible, su
más preciado tesoro, aquello que, en última instancia, lo
distingue de cualquier otra criatura. La libertad es,
esencialmente, libertad de elegir, esto es, una moral de la
responsabilidad, pero el bien no puede ser impuesto, porque,
como muy bien argumenta Pareyson, el bien como imposición
deja de ser bien para convertirse en algo malvado y
perverso. Dios prefiere ser negado, inmolado por el hombre,
con tal de que éste no pierda su auténtica libertad [208].
Al final siempre vence el bien, e incluso un ateo auténtico
es preferible a un tibio o a un indiferente en relación a la
creencia en Dios, pues el ateo, o la persona malvada, aún
puede arrepentirse y elegir el camino del bien. Ésta es la
pavorosa tragedia del hombre, que escrutó como nadie en el
mundo Dostoyevski, la tragedia de la libertad que permite al
hombre elegir entre Cristo o el demonio, una criatura esta
última que es primordialmente parasitaria, parasitaria del
hombre y de la realidad de la unidad del ser, y que sólo
puede rozar la realidad a costa de destruir la integridad
trascendente y divina que hay en el ser humano. La tragedia
de la libertad, que es al mismo tiempo la tragedia del
hombre y que presupone inexcusablemente la existencia de
Dios y el infinito sacrificio de Cristo, es lo que niega,
rechaza, desprecia y trata de borrar de la faz de la Tierra
el ateísmo, el totalitarismo, el nihilismo, el comunismo,
cuya más arquetípica encarnación literaria es el anciano
inquisidor español, el nonagenario cardenal que, en la
Sevilla del siglo XVII, habla y habla y habla ante el Verbo
que ha vuelto de nuevo, por una sola vez, antes de su última
venida; el Verbo, el auténtico Hijo del Hombre, que
permanecerá mudo durante horas delante de ese símbolo del
Poder, de la negación de la libertad y de la negación de la
trascendencia divina que hay en el hombre. Un silencio
tremendo, que paraliza el movimiento de los astros y detiene
por un instante el curso de la vida, un silencio como no lo
ha habido antes ni lo habrá nunca después, un silencio
infinitamente elocuente, ensordecedor, que desesperará a
quien no puede comprender que el Verbo hecho carne, Cristo,
se haya atrevido a venir otra vez a la Tierra, a estar entre
los hombres, a incrementar aún más si cabe la protección
hacia esa libertad que Él defiende para la criatura humana,
y no lo entiende porque esa libertad supone infelicidad,
desasosiego, angustia, ineludible necesidad de elegir,
cuando los hombres, para ese anciano aparentemente inocente
e inofensivo, pero que representa el mal, no necesitan para
nada la libertad, sino estar contentos, ser felices, pues
ellos son como niños a los que hay que guiar; mejor aún, no
como niños, sino como un rebaño, como un inmenso hormiguero.
Ese mismo hormiguero acabará creciendo y creciendo con la
Revolución bolchevique, vaticinada por Dostoyevski como por
ningún otro espíritu europeo, y es que el veneno de la
Revolución estaba ya inoculado en el ateísmo nihilista de
muchos intelectuales de la intelligentsia rusa de la
época en que escribía el genial novelista. Varias décadas
después, otro poco conocido y prematuramente desparecido,
pero gran escritor, el austriaco de origen húngaro Ödön von
Horváth (1901-1938), lo plasmó en su magnífica novela
Juventud sin Dios (1937), en la que un maestro, un
educador, representante de una de las profesiones más nobles
que existen, asiste al desprecio más absoluto de los valores
morales más elementales en una sociedad en la que crece el
monstruo del nacionalsocialismo, del nazismo alemán, un
monstruo infinitamente malvado que destruye la esencia misma
del hombre convirtiéndolo en un mero instrumento, en el
engranaje de una maquinaria infernal y diabólica que será
capaz, nada menos, que de convertir el crimen en un asunto
de eficacia científica y de asesinar en masa a millones de
seres humanos por el solo hecho de pertenecer a una raza
considerada inferior. En su última novela, Un hijo de
nuestro tiempo (1938), publicada ya después de su
muerte, Ödön von Horváth aborda de nuevo el odio que se
apodera del ser humano en una sociedad alienada, en una
sociedad sin Dios, como la que construye la Alemania
hitleriana [209]. Todo este horror ilimitado, producto de la
libertad aviesamente entendida del hombre, ya lo previó
Dostoyevski. Fue Camus, en El hombre rebelde, quien
dijo aquello de que una libertad ilimitada conduce a un
despotismo ilimitado. Es el hombre, con su trágica capacidad
de elegir, el único que puede comprometerse con el bien y
con la verdad, optando por Cristo, por el amor a Cristo, que
es optar por el amor al hombre concreto, individual y
personal. Al hacer esta elección, libremente, sin coacción
ni imposición alguna, el hombre pone freno a esa libertad
ilimitada, y es entonces cuando acepta el orden divino, la
unidad del ser, la vida vivificante de la salvación en
Cristo. Pero, aunque la libertad ha sido reconducida, ha
sido orientada al seno del Padre, continúa siendo libertad,
que, en cualquier momento puede producir un brusco giro en
la conducta del hombre. Por eso dice Dostoyevski que no
concibe la fe sino en el piélago proceloso de la duda, una
duda que lo acompañará siempre, hasta el momento mismo de su
muerte corporal. La libertad, pues, es asumir la propia
responsabilidad. Por eso enfatiza Pareyson que Dios prefiere
que el hombre lo niegue a que el hombre pierda su libertad.
La libertad del hombre es también la libertad de Dios. En
sus novelas, en sus escritos, en sus cartas, como en aquella
que le escribe en 1854 a Madame von Vizine, se diferencia
sustancialmente Dostoyevski de los eslavófilos, pues en
éstos pesaban sobre todo la tradición, las costumbres
religiosas, la fe de los antepasados, la fe ortodoxa de
Rusia, y en Dostoyevski la fe se cimenta sobre la duda, como
en nuestro don Miguel de Unamuno. La fe y la duda son dos
abismos inseparables. Decía Santa Teresa de Jesús que no
temía el infierno por sus penas, sino porque es un sitio
donde no se ama. El amor al prójimo, el amor desinteresado,
servicial y profundo a tu prójimo, que es tu hermano, aunque
sea tu enemigo. Parece una doctrina moral inhumana, pero así
lo ha dispuesto Dios, de tal modo que el hombre elija con
absoluta libertad ese sentido del amor; si no lo elige, se
estará condenando a sí mismo, se adentrará en ese infierno
imaginado por la gran mística de Occidente, nuestra santa de
Ávila, un infierno seco, estéril, sin vida, pues se halla
desprovisto de amor, que es lo único que puede redimir al
hombre y hacerlo verdaderamente hombre, no un homúnculo, un
malvado, un instrumento, un robot o un alienado. |
No puedo compartir, y me parece que es fruto de una lectura
superficial o de una preocupante incomprensión, la opinión
del historiador polaco Waliszewski al afirmar que «Dostoyevski
es esencialmente comunista. La libertad y el
perfeccionamiento individuales le importan poco» [210]. A no
ser que emplee el término «comunista», cosa que no creo, en
su sentido originario de «comunidad de bienes», como ocurría
en la Urgemeinde (Comunidad cristiana primitiva de
Jerusalén, dispersada en el año 70 de nuestra era), decir
que Dostoyevski es un comunista es un despropósito. Sus
palabras contra el Socialismo ateo y contra los comunistas
en el Diario de un escritor son, a este respecto,
inequívocas. En las páginas del Diario
correspondientes a marzo de 1876, cap. I, IV, antes de
arremeter contra la burguesía francesa revolucionaria de la
época de la Convención republicana, leemos: «Por lo demás,
también la República [Francesa] está abocada a una lucha, si
no con Alemania, sí con un enemigo todavía más peligroso:
con el enemigo de toda Europa: el comunismo y el socialismo»
[211]. Y eso que tampoco tiene empacho en reconocer, como lo
hace en ese mismo capítulo del Diario, unas líneas
más adelante, que la República burguesa surgida en Francia
después del destronamiento de Luis XVI, fue la forma más
eficaz y el más formidable dique de contención frente al
comunismo. En efecto, ni Robespierre, ni Saint-Just ni los
otros miembros del Comité de Salvación Pública eran
comunistas, sino defensores de la propiedad privada. Aún más
increíble, sin embargo, es tachar a Dostoyevski de
indiferente hacia la libertad y la perfectibilidad moral del
ser humano. Todas sus grandes novelas demuestran lo
contrario, todos sus escritos. Junto con Cervantes,
Dostoyevski es, probablemente, el más ardiente defensor de
la libertad que haya existido en la literatura en todo el
mundo, pero, claro está, como ya hemos insinuado, de una
libertad originaria, no vicaria ni subordinada; una libertad
radicalmente libre, no una parodia de ella. Si algo nos
enseñan los torturados personajes de Dostoyevski es que,
para alcanzar el bien, es necesario, casi siempre, pasar por
la experiencia del mal (hay poderosas excepciones, entre
otras el príncipe Mischkin, el obispo Tijón o el stárets
Zósima). Su deseo es que el hombre se haga mejor, más
perfecto moralmente, y, para ello, no tendrá más remedio que
expiar sus pecados a través del castigo y del sufrimiento.
No es posible la libertad ni la perfección moral sin el
sufrimiento. En este caso, no el sufrimiento inútil al que
se refiere Iván Karamásov, sino el sufrimiento que nos
redime de las culpas una vez que nos hayamos sinceramente
arrepentido. |
En 1930, Ortega y Gasset fue uno de los espíritus europeos
que con mayor clarividencia enjuiciaron la perversión moral
y política que se escondía tras los regímenes totalitarios
entonces triunfantes, a saber, Italia y Rusia: «Bajo las
especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez
en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni
quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra
resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el
derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón» [212]. Y,
más adelante, dice lo siguiente sobre el marxismo del
régimen soviético: «Así, en Moscú hay una película de ideas
europeas—el marxismo—pensadas en Europa en vista de
realidades y problemas europeos. Debajo de ella hay un
pueblo, no sólo distinto como materia étnica del europeo,
sino—lo que importa mucho más—de una edad diferente de la
nuestra. Un pueblo aún en fermento; es decir, juvenil. Que
el marxismo haya triunfado en Rusia—donde no hay
industria—sería la contradicción mayor que podía sobrevenir
al marxismo. Pero no hay tal contradicción, porque no hay
tal triunfo. Rusia es marxista aproximadamente como eran
romanos los tudescos del Sacro Imperio Romano» [213].
Después de la caída del Muro de Berlín (9 de noviembre de
1989) y de la desintegración de la Unión Soviética (25 de
diciembre de 1991), parece que el tiempo le ha dado la razón
a Ortega. En cuanto a Dostoyevski, es lo más probable que no
se hubiese sorprendido, caso de haberlo conocido, del
marxismo soviético como ideología que quiere arrancar en el
hombre la idea de Dios, sustituyéndola por la nueva religión
comunista, pues él previó esa etapa de la historia de Rusia,
pero sí hubiese pensado en el carácter epidérmico de ese
mismo marxismo entre las amplias capas del campesinado y del
pueblo ruso, como de hecho así ha sido.
La íntima conexión entre los regímenes totalitarios de la
primera mitad del siglo veinte—el bolchevismo soviético, el
fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán—, ha sido
estudiada con rigor histórico por varios autores
sobradamente conocidos, entre los que destaca especialmente
Hannah Arendt, aunque la pensadora alemana de origen judío
matiza con inusual objetividad que, a pesar de lo orgulloso
que se sentía Mussolini de la expresión «Estado totalitario»
aplicada a su régimen, «no intentó establecer un completo
régimen totalitario, y se contentó con una dictadura y un
régimen unipartidistas» [214]. En apoyo de lo que dice,
aduce que la «prueba de la naturaleza no totalitaria de la
dictadura fascista es el número sorprendentemente pequeño y
las sentencias relativamente suaves impuestas a los acusados
de delitos políticos» [215]. Hannah Arendt tiene completa
razón en su análisis y en los datos que ofrece, aunque, sin
ánimo, ni mucho menos, de corregirla, sí debe admitirse que
el régimen fascista italiano es, al menos en teoría,
totalitario, pues se cumplen los dos requisitos básicos
aducidos por el filósofo Jacques Maritain (en su ensayo
Humanismo integral) para que tal régimen político sea
posible y exista: que el Partido único se identifique con el
conjunto del Estado, y que el individuo concreto sea
sacrificado a la consecución de fines estatales. Pero a
quien yo quería mencionar aquí, con el fin de apuntalar
aquella conexión, sobre todo entre el totalitarismo
comunista soviético y el nacionalsocialista alemán, es al
ilustre sociólogo Waldemar Gurian (1902-1954), que,
siguiendo los pasos dados por Nicolás Berdiaev, demuestra
rigurosamente el carácter religioso del bolchevismo y
del hitlerismo, esto es, el propósito demoniaco de sustituir
la religión de Cristo por un nuevo culto y una nueva
Iglesia, atea, laicista y amoral, sustentada en
horrendos crímenes y en un inenarrable Estado policíaco.
Todo ello, como hemos reiterado, lo entrevió con prístina
claridad y lucidez extrema Dostoyevski con su Gran
Inquisidor [216]. |
Versílov se define a sí mismo, delante de su hijo, como un
«deísta filosófico», esto es como un hombre que cree en Dios
como si Dios fuese una necesidad de la razón, al modo de
Voltaire y otros philosophes de la Ilustración
francesa; pero esta opinión que Versílov tiene de sí mismo
es inexacta y demasiado modesta. El desarrollo de la novela,
las mismas palabras que acaba de decir ante Arkadii sobre
una Humanidad sin Dios, nos lo muestran, no como un
«deísta», sino como un teísta, un hombre que cree en un Dios
personal. Su hijo (3.ª parte, cap. IX, I) lo consideraba
como un misionero, un hombre que «llevaba en el corazón el
Siglo de Oro y conocía el porvenir del ateísmo, […] un tipo
de hombre que renunciaba a todo y se erigía en vocero de la
ciudadanía universal y del principal pensamiento ruso, de la
fusión de todas las ideas».
En aquella conversación a que hemos aludido ya en que, como
muestra palpable del desdoblamiento y del pensamiento
contradictorio y equívoco frecuente en Versílov, éste le
dice a su hijo aquello de la imposibilidad del hombre de
amar a su prójimo, también le manifiesta: «…porque nuestro
ateo ruso, cuando es ateo de veras y con algún talento…, es
el hombre mejor del mundo, siempre propende a dar gusto a
Dios, porque es infaliblemente bueno, y es bueno porque se
halla inconmensurablemente satisfecho de ser… ateo». El
propio Arkadii se da cuenta inmediatamente de la inmensa
bruma que planeaba sobre estas frases, de lo escurridizo que
resultaba su padre en materia de religión. No lo fue, sin
embargo, o mucho menos, al evocarle ese hipotético pero
factible futuro de una Humanidad sin Dios.
|
VIII
Uno de los aspectos más complejos de El adolescente
en general y del personaje de Versílov en particular, es la
figura o presencia del «doble», en alemán Doppelgänger,
que en Dostoyevski constituye uno de los recursos
fundamentales, desde el punto de vista literario,
psicológico, metafísico y espiritual, de algunas de sus
novelas más importantes, si bien lo aborda desde dos
perspectivas que ofrecen distinta intensidad, o, si se
prefiere, planos diferentes: el primero, como sucede
principalmente en su pequeña novela El doble, supone
una innegable manifestación de desdoblamiento del sujeto,
que incluso terminará por desembocar en la locura, pero ese
desdoblamiento, esa convicción del protagonista en la
existencia de otro yo igual que él mismo, aún se mantiene
muy alejado de cualquier connotación demoníaca, malvada,
perversa; el segundo, sí entraña ya una profunda inmersión
en la más inicua de las facetas del alma, aquella que la
vincula estrechamente al mal, a lo demoníaco, dirigiéndola a
la denigración, al ejercicio de la crueldad, del sufrimiento
inútil, hasta que, finalmente, termina abismándose en la
locura o en el suicidio, resultado y conclusión lógica del
espantoso vacío existencial en que ha transcurrido la vida
de la persona. A esta segunda constelación es a la que
pertenecen individuos como Iván Karamásov o Nicolai Vsevolódovich Stavroguin, éste último,
probablemente, su más despiadada y abyecta encarnación.
También Versílov ofrece una faz de su personalidad que lo
relaciona con lo demoníaco, con lo autodestructivo, con la
vaciedad, la indolencia, la pereza y la disgregación del
individuo en la nada; pero, por fortuna, terminará
controlando esta terrible inclinación de su alma,
domeñándola, reduciéndola a unos cauces en los que no pueda
volver a desatarse, y ello es así, ello es posible porque,
en el fondo de esa alma desdoblada, hay todavía una llama
religiosa, durante mucho tiempo extremadamente débil, pero
que se mantiene lo suficientemente luminosa para que nunca
se extinga por completo la creencia en Cristo, de igual modo
que asimismo acabará por triunfar el bien en un espíritu tan
lacerado por la contienda que se libra en su seno entre el
bien y el mal como el de Dmitrii Fiodórovich Karamásov, pues
en él conviven, quizás más arquetípicamente que en cualquier
otro personaje dostoyevskiano, de modo simultáneo el bien y
el mal, la generosidad y la mezquindad, la ruindad y la
nobleza, sobreponiéndose, finalmente, el bien, es decir, esa
parte pura, generosa y honesta que anida en su desdoblado
carácter. El caso de Versílov, como ya hemos tenido en parte
ocasión de comprobar, es enormemente complejo por la propia
ambigüedad y el carácter y modo de proceder equívoco,
sigiloso, escurridizo, del personaje, aunque, insistimos, al
terminar la novela podemos estar seguros que su lado
positivo ha vencido definitivamente a su lado negativo,
oscuro y más tenebroso. En este sentido, el final de El
adolescente, como ha sabido ver Henri Troyat, nos evoca
el de Crimen y castigo. En el último capítulo de la
novela, piensa para sí Arkadii: «Ahora ya ha transcurrido
casi medio año […] muchas cosas han cambiado del todo, y
para mí hace ya mucho tiempo que empezó una nueva vida». Lo
que viene después de las Memorias que acaba de
escribir, pertenece ya a otra etapa de su vida, una vida que
presumimos nueva y llena de esperanza. Es muy posible que se
decida a entrar en la Universidad. ¿Y Versílov? ¿Qué ha sido
de él transcurridos esos seis meses y después de los
dramáticos hechos ocurridos entre él y Katerina Nikoláyevna,
tal y como se narran al final del capítulo XII de la última
parte? Arkadii nos informa con la suficiente precisión que
su padre se ha restablecido bastante, que no se aparta del
lado de Sonia, que incluso ha guardado, después de treinta
años, la vigilia del tiempo de Cuaresma, con la consiguiente
satisfacción de Sofía Andréyevna. Es verdad que rompió
pronto el ayuno—«Amigos míos, yo amo mucho a Dios, pero… de
eso soy incapaz»—; no obstante, su relación con Sonia ha
cambiado por completo. Ella le habla y le habla, mientras él
escucha apaciblemente, besándole las manos a su amada,
cogiendo el retrato fotográfico de Sonia que una vez besase
y ponderase ante su hijo, y lo besa inundándosele los ojos
de lágrimas. Es decir, que también se abre una nueva vida
para el cincuentón de Versílov, una vida abierta a la
esperanza, al calor de la vida hogareña; para él, un hombre
que muchas veces ha estado a punto de caer para siempre por
el precipicio. Pero es la creencia en Cristo la que lo ha
salvado, así como el inmenso amor que le profesa su querida
Sonia. El amor salva. En este caso lo ha hecho. Como lo hizo
con Rodion Románovich. Dostoyevski dosifica el destino
trágico, fatal, tenebroso, de sus personajes; de lo
contrario, no dejaría entreabierta ninguna puerta hacia la
redención del hombre, hacia su potencial capacidad para ser
bueno y elegir libremente el bien y la moralidad. Pero de lo
que no tiene duda Arkadii es que su padre, al que ahora
quiere con toda su alma, ha sido víctima del desdoblamiento.
Lo escribe al final de sus Memorias, en ese último
capítulo de la novela: Versílov, a pesar de la escena con
Katerina, no ha padecido «una locura verdadera, tanto más
cuanto que… tampoco ahora está loco. Pero lo del doble,
eso sí, lo admito sin ningún género de duda. Pero, ¿qué es
eso del doble? El doble […] no es otra cosa que el primer
grado de cierto trastorno, ya grave, del espíritu, que puede
conducir a un final bastante desastroso». |
André Gide, en su conocido libro sobre Dostoyevski,
publicado originalmente en 1923, se ha referido a la figura
del «doble» en el gran novelista ruso, dejando claro que los
personajes dostoyevskianos afectados por el desdoblamiento
no tienen nada en común con esos otros de la literatura en
los que hallamos casos patológicos «en que una segunda
personalidad, injertada en la primera, alterna con ella», de
tal manera que «se crean … dos personalidades distintas, dos
huéspedes del mismo cuerpo». El ejemplo más conocido sería
el que ofrece Robert Louis Stevenson en su novela El
extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1720). Para
Gide, en cambio, «lo que en Dostoievsky resulta
desconcertante es la simultaneidad con que se produce tal
desdoblamiento, y el hecho de que sus personajes sean
plenamente conscientes de sus inconsecuencias y de su
dualidad» [217]. Un consumado ejemplo de ello sería
Versílov.
La más antigua mención del «doble» se remonta, casi con toda
seguridad, a la Meteorologica de Aristóteles, en
donde habla del caso de un hombre cuya vista era débil y
confusa, siendo frecuente que creyese ver, al caminar por la
calle, una imagen semejante a la de su persona frente a él
[218]. Esta experiencia de encontrarse con el «doble» de uno
mismo, que se denomina también «autoscopia», es algo similar
a una aparición, adquiriendo la forma de una imagen
especular de la persona en cuestión, y de ahí que
Aristóteles mencione varias veces el espejo en el referido
pasaje. En cuanto a Sigmund Freud, la atención que prestó a
este fenómeno es marginal en el conjunto de sus
investigaciones. Las precisas definiciones y rasgos
distintivos del «yo», del «super-yo» y del «ello», no se
concretan en el caso del «doble». El «yo» es ese sector de
nuestra vida psíquica que garantiza la supervivencia del
sujeto y hace de mediador entre el mundo exterior y el
«ello», estando determinado por las vivencias propias del
individuo; el «super-yo» es una instancia especial del «yo»
que se forma en el individuo como consecuencia del largo
periodo de convivencia con los padres, aunque también se
agregan a él modelos de otra índole (educadores, personas
ejemplares), de tal manera que su función principal es la de
restringir las satisfacciones primarias o instintivas; el
«ello», cuya única similitud con el «super-yo» es que
representa las influencias del pasado (heredadas en el caso
del «ello» y recibidas de los demás en el caso del «super-yo»),
lo que pretende es satisfacer las necesidades innatas del
organismo, pero no las que tienen relación con mantenerse
vivo, que es función del «yo», sino las vinculadas con los
instintos, particularmente con los dos instintos básicos: el
Eros y el instinto de destrucción (este
segundo también llamado instinto de muerte). Freud
define los instintos a los que acabamos de aludir como «las
fuerzas que suponemos tras las tensiones causadas por las
necesidades del ello» [219]. El fenómeno del «doble»
lo estudia principalmente Freud en un breve artículo de 1919
titulado Das Unheimliche (Lo siniestro; en
inglés, The Uncanny). Las opiniones que a nosotros
nos interesan aquí las extraeré de una reconocida traducción
francesa del artículo completo [220]. Lo primero que hay que
decir es que lo que Freud estudia bajo ese término de lo
«siniestro» no es ni mucho menos exactamente lo que
Dostoyevski aborda en sus novelas bajo el concepto o la
figura del «doble». En síntesis, Freud viene a decir que lo
«siniestro» es un retorno de lo reprimido y supone una lucha
entre el «yo» y el «ello». Lo «siniestro» es lo que
inconscientemente nos recuerda nuestro «ello», es decir, los
impulsos reprimidos, que nuestro «super-yo» percibe como una
fuerza amenazadora. Lo inquietante, lo extraño, el
desdoblamiento, tienen para Freud su origen en los fantasmas
inconscientes que se despiertan, quizás por una impresión
exterior, después de haber estado mucho tiempo reprimidos
desde la infancia, o bien cuando ciertas convicciones
primitivas, relacionadas por lo tanto con el «ello» y que
parecían superadas, encuentran una nueva confirmación. Desde
el primer momento Freud admite que no dispone, por razones
evidentes (las dificultades derivadas presumiblemente del
caótico periodo subsiguiente al final de la Gran Guerra), de
los materiales bibliográficos necesarios para poder llevar a
cabo con todo el rigor deseable su concisa investigación.
Después de hacer una serie de precisiones de carácter
filológico y etimológico sobre el término motivo de su
análisis, y aun reconociendo sus discrepancias de fondo con
el estudio del psiquiatra alemán Ernst Jentsch sobre lo
«siniestro» (On the Psychology of the Uncanny, 1906)
[221], Freud parte de este artículo pionero, tomando también
muy en consideración algunos cuentos de Ernst Theodor
Amadeus Hoffmann, al que llega a calificar, especialmente
por su narración Der Sandmann [222] (1817), como
maestro insuperable de lo «siniestro». Otro ejemplo
memorable de Hoffmann que cita Freud es la novela Los
elixires del diablo (1815-1816) [223]. A continuación se
refiere Freud a un célebre trabajo sobre el «doble» escrito
por el psicoanalista austriaco Otto Rank [224], que, como
bien indican en nota al pie Marie Bonaparte y Madame Edouard
Marty, parte del análisis del original y brillante guión
cinematográfico escrito por Hanns Heinz Ewers para la
película El estudiante de Praga, dirigida por Paul
Wegener en 1913. El gran historiador del cine expresionista
alemán Siegfried Kracauer admite sin reparos que Ewers
«poseía un auténtico sentido fílmico», pero que también
llegó a ser un «aliado natural de los nazis, para quienes
escribiría, en 1933, la obra cinematográfica oficial sobre
Horst Wessel» [225], esto es, el que fuera destacado jefe de
una sección de la tristemente célebre SA (Sturmabteilung o «Sección de Asalto») y autor de la letra del himno del
Partido Nacional-Socialista Alemán. Kracauer, que resume muy
bien el argumento de la película, en la que el pobre
estudiante Baldwin firma un pacto con el extraño hechicero
Scapinelli (el demonio, su otro «yo»), resultando «obvio que
el doble no es sino una de las dos almas que habitan en
Baldwin», afirma que «Der Student von Prag introdujo
en el cine un tema que se tornaría en una obsesión de la
pantalla alemana: una preocupación temerosa y profunda por
el trasfondo del “yo”» [226]. |
Ya nos hemos referido a la advertencia de Freud respecto de
la escasa literatura clínica especializada de que disponía
para escribir su artículo. No obstante, resulta
significativa la importancia, en absoluto inmerecida,
otorgada a Hoffmann, y el silencio que mantiene sobre la
novela El doble de Dostoyevski, que ni siquiera
nombra. Sí menciona, en cambio, para continuar poniendo
ejemplos de lo «siniestro» en la literatura, un cuento del
escritor romántico alemán Wilhelm Hauff, Die Geschichte
von der abgehauenen Hand (Historia de la mano cortada,
1826) [227], y el poema El anillo de Polícrates, de
Friedrich Schiller [228]. Al comentar el trabajo de Otto
Rank, se refiere también Freud al «doble» (ka) que
acompañaba al faraón difunto en la vida de ultratumba en el
antiguo Egipto [229]. El silencio sobre El doble de
Dostoyevski tiene difícil explicación si advertimos que ya
hay una versión alemana de esta novela del escritor ruso
publicada por la editorial Piper de Munich en 1913,
acompañada con sesenta ilustraciones del escritor, pintor,
dibujante y grabador simbolista y expresionista austriaco
(nacido en Bohemia) Alfred Kubin (1877-1959). Menos
sorprendente, aunque también puede resultar extraño dada su
repercusión en los ambientes intelectuales centroeuropeos de
la época de los comienzos de la República de Weimar, es que
Freud no mencione la película Das Kabinett des Dr.
Caligari, realizada en 1919 por Robert Wiene, cuya
génesis y extraordinario contenido sintetiza admirablemente
Kracauer en el capítulo 5 de su libro sobre el cine
expresionista alemán. La extrañeza proviene del hecho de que
esta película aborda de manera genial y revolucionaria el
tema del «doble», pues, al identificar al final al siniestro
empresario de barracón de feria Caligari, que maneja a su
antojo al sonámbulo Cesare a fin de poder perpetrar
impunemente sus crímenes, como el mismo director de la
institución psiquiátrica donde está internado su infeliz
instrumento, los autores de la historia, el checo Hans
Janowitz y el austriaco Carl Mayer, están proponiéndole al
espectador que «la razón maneja al poder irracional, [y por
tanto] la autoridad vesánica [demente] es simbólicamente
abolida» [230]. El subversivo guion es milagrosamente
aceptado por Erich Pommer, un alto responsable de la Decla-Bioscop,
pero, al encargársele la dirección a Wiene, lo altera (con
el consentimiento de Fritz Lang), eliminando por completo el
elemento crítico y antiautoritario. ¿Cómo? Pues haciendo que
todo sea el sueño de un loco, Francis, el estudiante
enamorado de Jane en el film. Por eso en la primera escena
vemos a Francis, en el manicomio, que va a contarle a otro
loco la historia de Jane, otra de las dementes que se hallan
internadas. Lo que viene a continuación es la historia tal
como la concibieron los guionistas originalmente, pero
cuando esa historia termina, de nuevo nos encontramos con
Francis, que acaba de terminar su narración. Por el patio
deambulan seres entristecidos, entre ellos Cesare. Es
entonces cuando aparece desde el fondo el director médico,
con los mismos rasgos del Caligari de la película, un hombre
ahora apacible e inofensivo: «Francis confunde al director
con el personaje de pesadilla que ha creado y acusa a ese
demonio imaginado de ser un demente peligroso. Grita y lucha
enfurecido con los enfermeros. La escena se traslada a una
sala de enfermos donde se ve al director colocándose unos
anteojos de carey, que inmediatamente le cambian el aspecto:
pareciera ser Caligari quien examina al postrado Francis. Se
quita los anteojos y, todo dulzura, dice a sus colaboradores
que Francis cree que él es Caligari. Ahora que entiende el
caso de su paciente, termina diciendo el director, podrá
curarlo. Y el público se retira con ese mensaje promisorio»
[231]. Supongo que Freud conocería la película; en cualquier
caso, lamentablemente, la omite, a pesar del valioso
material que proporciona, pues no sólo las fuerzas del mal
se encarnan en un psiquiatra, sino que éste hace uso de la
hipnosis para poder dirigir a Cesare, su eficaz, aunque no
culpable, instrumento de sus pérfidas acciones criminales. |
Pero digamos ahora unas palabras sobre la novela El doble
(Dvoinik), comenzada a escribir por Dostoyevski en
1845. Por su argumento y la problemática psicológica y
espiritual que entraña, debería pertenecer a ese segundo
periodo «trágico» de la producción de Dostoyevski señalado
por Chestov, pues El doble constituye, sin lugar a
dudas, un ejemplo singular, avant la lettre, de lo
que vendrá más tarde, aunque todavía de modo embrionario y
sin la presencia de lo demoniaco, de la ruindad moral y de
la abyección. El protagonista de la novela, el consejero
titular Yakov Petróvich Goliadkin, sufre de manía
persecutoria, de una neurosis obsesiva que le hace creer, en
un claro desdoblamiento de su personalidad, que otra persona
exactamente igual que él ocupa otro puesto en la oficina, si
bien Dostoyevski tiene la habilidad de mantener una
calculada ambigüedad entre realidad e imaginación, entre lo
que es objetivo y verificable y lo que pertenece al mundo de
la más pura subjetividad. Aunque, como afirma Cansinos
Asséns en el Prólogo que dedicó a la novela, El doble
«plantea enormes problemas metafísicos», tales como «la
realidad del mundo exterior» y «las relaciones entre el
sueño y la vida», y aunque el señor Goliadkin, finalmente,
debe ser internado en un manicomio, «donde ingresa conducido
por la figura apocalíptica del doctor Krestian Ivánovich
Rutenspitz»—una razón más para haber relacionado la novela
de Dostoyevski con la película Caligari—, lo cierto
es que, como se desprende de la lectura del relato y nos
anticipa Cansinos Asséns, «el señor Goliadkin es, en el
fondo, un hombre bueno, amoroso, efusivo, y de ahí le viene
su desgracia» [232]. A ese «doble» del inofensivo señor
Goliadkin, podría denominársele también alter ego
(literalmente: «otro yo»), aunque es preceptivo aclarar que
el término alter ego ha conseguido un amplio
desarrollo en otras dos direcciones, a saber, como personaje
principal de una obra literaria en la que no es más que un
trasunto del autor de la misma (en el caso del escritor
portugués Fernando Pessoa, sus célebres heterónimos), o como
creación de lo que podría denominarse un ejercicio de
«travestismo» intencionadamente transgresor y
anticonvencional en determinados artistas de la vanguardia
histórica del primer tercio del siglo pasado, siendo el caso
más relevante, sin duda, el de Marcel Duchamp, quien creó en
Rrose Sélavy («el amor es la vida»), que no era otro que él
mismo travestido como una mujer, un alter ego de sí
mismo, un trasunto equívoco, sin dejar de ser una broma, de
su compleja personalidad, al que supo dar genuina expresión
estética la cámara fotográfica de Man Ray [233]. |
De ahí que la mejor manera de abordar e intentar comprender
el significado de la figura del «doble» en Dostoyevski, sea
remitiéndose el lector, como en tantos otros inabarcables y
poliédricos aspectos de su obra, al texto de sus novelas,
para poder extraer de él las conclusiones más fidedignas de
lo que realmente quiso transmitirnos el escritor, si es que
tal hazaña exegética es humanamente posible. Versílov, como
hemos adelantado ya, no posee el alma abyecta de un
Stavroguin o de un Piotr Verjovenski, que los conducirá
ineluctablemente al suicidio, del mismo modo que tampoco
sufre ese desdoblamiento torturado y sufriente de Iván
Karamásov, quien, asimismo, terminará internándose en el
reino de las sombras, es decir, en la locura. Yerra, a
nuestro parecer, Cansinos Asséns, cuando califica—en el
Prólogo a nuestra novela—de maniqueo a Dostoyevski, pues esa
lucha entre el bien y el mal que, cual una tempestad
apocalíptica, se desata con tanto ímpetu en el alma y en el
corazón de algunos de sus personajes, no significa que
Dostoyevski reduzca ese combate a una mera dualidad
simplificadora del bien por un lado y del mal por otro, ya
que en todo hombre anida de manera simultánea lo angelical y
lo demoniaco, que se entremezclan y debaten en una tensión
dialéctica en la que jamás se anula la libertad humana, esto
es, la responsabilidad de elegir de un modo absolutamente
libre e intransferible que sólo compete al ser humano. En
todo el Universo, sólo el hombre es libre, sólo él puede
elegir con plenitud de conciencia y de voluntad. Cansinos
Asséns, que es un finísimo analista de la cosmovisión
dostoyevskiana, a veces yerra, es verdad que en escasísimas
ocasiones, y eso suele sucederle cuando hace demasiado caso
a ciertas observaciones de Edward Hallett Carr, un buen
biógrafo y un excelente historiador de la Rusia soviética, y
que también está muy acertado en numerosas páginas de su
entusiasta libro Los exiliados románticos, pero que
no supo comprender el fondo último de las grandes novelas de
Dostoyevski, precisamente porque antepone el psicólogo al
antropólogo o al pneumatólogo, y, también, como hemos dicho
ya, porque minusvalora extraordinariamente la capacidad
filosófica y metafísica de Dostoyevski, que, aun cuando no
era un filósofo académico, es, a no dudarlo, el más grande
pensador ruso que haya existido, y porque—tampoco debo
callarlo—mantiene una inconfesada resistencia a admitir la
profunda religiosidad cristiana de algunos de los personajes
dostoyevskianos, que Hallett Carr prefiere calificar de
seres imbuidos casi exclusivamente de una escueta dimensión
«ética». En principio no tengo nada que objetar a esa
acepción, pero lo que no puede ocultarse es la íntima
conciencia religiosa cristiana, con todo el sentido de
creencia en la trascendencia espiritual del hombre y de fe
en Jesús, de esos personajes, que, o bien encarnan
primordialmente el bien, cosa muy rara en Dostoyevski, o
bien terminan orientándose hacia él, como es el caso de
Dmitrii Karamásov. El triunfo del bien en Dostoyevski se
produce precisamente a través de la omnipresencia del pecado
y del mal; puede parecernos una paradoja, pero es que toda
la obra de Dostoyevski está llena de paradojas, de
contradicciones, de tensión dinámica y dialéctica de las
ideas, que es llevada hasta el límite de lo soportable, no
como si esas ideas fuesen tratadas cual frías y lógicas
abstracciones, ya lo decíamos antes, sino como concreciones
encarnadas en individuos que sufren, sienten, aman y odian.
Por eso tiene profunda razón Luigi Pareyson al subrayar que
Dostoyevski no es ni un maniqueo, ni un optimista, ni un
pesimista [234], sino un alma «trágica», esto es, que, como
bien supo apreciar León Chestov, en la novelística
dostoyevskiana se encarna una inconmensurable «filosofía de
la tragedia». También se equivoca, a nuestro entender, aun
reconociéndole algunas penetrantes observaciones, Juan
Manuel Almarza Meñica, cuando afirma: «Cristo y el Gran
Inquisidor son dos visiones del mundo, dos propuestas de
humanidad, dos modos de superar lo trágico de la existencia.
Representan los polos extremos del profundo maniqueísmo
que domina toda la narración» [235]. |
Cuando la personalidad se desdobla y hay una parte de ella
que se orienta decididamente hacia el mal y hacia la
abyección, cayendo así en la amoralidad, sí puede afirmarse
que esa parte está de uno u otro modo relacionada con el
mundo de los instintos primarios, con el «ello», como
comprendió Thomas Mann al vincular estrechamente el «ello»
con la amoralidad: «Pues el inconsciente, el “ello”, es
primitivo e irracional, es puramente dinámico. No conoce
valoración alguna, no conoce ni el bien ni el mal, no conoce
moral» [236].
El desdoblamiento de los personajes de Dostoyevski es una
compleja consecuencia, pues no se trata de una mera o
mecánica relación causa-efecto, del propio desdoblamiento
del escritor, que tanto esfuerzo y tanto sufrimiento le
costó, si es que alguna vez lo logró por completo,
domesticar, pues parece constatado que ese «doble» lo
acompañó hasta el final de sus días, no teniendo más remedio
que convivir con él. En su retrato espiritual del escritor
ruso, llevado a cabo en un breve capítulo de su magno libro
Juicio Universal, lo percibe con gran agudeza
Giovanni Papini. El escritor italiano simula que son los
propios grandes hombres de la Historia, los que, cuando ya
no existe el Tiempo, hablan sobre ellos mismos, ante los
Ángeles, decidiendo únicamente Dios el veredicto final: la
salvación o la condenación. Ante el Ángel que le llama,
dice, entre otras cosas, Dostoyevski, sin asomo alguno de
doblez o de mentira, incluso de un modo excesivamente severo
para con él mismo: «Habitaban, en suma, dentro de mí un
criminal y un santo: un criminal mal domado y un santo
fallido […] Si yo no hubiese llegado a ser un escritor
habría sido uno de los más desgraciados delincuentes de mi
tiempo […] Volqué en los personajes de mi imaginación la
turbia espuma de mi maldad, la obsesión de mis deseos
homicidas, el refluir de mi libídine, el delirio de mi
orgullo reprimido, la hez de mi vileza y de mi hipocresía
[…] Hoy aquí soy también un pordiosero que pide caridad,
pero la espera sólo de Aquel que conoció, lo mismo que yo,
la Transfiguración y la Flagelación» [237]. |
El desdoblamiento que atenaza a Andrei Petróvich Versílov es
intermitente y transitorio, pero real y efectivo. En
determinados momentos llega incluso a rozar la demencia. El
«doble» que persigue a Versílov como si se tratase de su
sombra, es el mundo de lo irracional, de los bajos
instintos, de lo demoniaco, de lo perverso, de lo
autodestructivo que hay en el interior del hombre, aunque,
como hemos aclarado suficientemente, el «doble» no adquiere
en Versílov, ni remotamente, las connotaciones absolutamente
amorales y abyectas que asume en Verjovenski o en
Stavroguin, o la inclinación hacia el mal y la potencia
autodestructiva que observamos en Iván Karamásov. En
Versílov, el fenómeno del «doble» toma ciertas
intransferibles particularidades fantásticas, pasionales,
pues buena parte de la expresión de su desdoblamiento está
motivada por la incontrolada pasión que siente por Katerina
Nikoláyevna. Esta compleja creación femenina dostoyevskiana,
quizás no suficientemente acabada, y, por eso mismo, aún más
sugerente, misteriosa y equívoca, despertará el amor del
adolescente, dejando la novela, como decíamos, abierta la
posibilidad de un futuro reencuentro entre ambos. Arkadii,
que pronto se olvida de su «idea», a saber, la de
convertirse en un nuevo Rothschild, tiene dos grandes
leitmotiven: uno es descubrir el enigma de su padre,
desentrañar su secreto; lo conseguirá, es decir, alcanzará a
descifrar la personalidad tan evasiva de su padre,
comprobará que su fondo es bueno, y esto lo reconciliará
completamente con él, amándolo sinceramente como hijo; la
otra motivación que le impulsa es Katerina, que le atrae no
sólo por ella misma, por su extraordinaria hermosura y su
personalidad elegantemente aristocrática, distante, aunque a
veces también inexplicablemente vulnerable, sino porque su
padre siente una irrefrenable pasión por ella, finalmente,
por fortuna para todos, superada.
El desdoblamiento de Versílov se muestra de diversas
maneras: en sus misteriosas e imprevisibles huidas, en las
que vagabundea y deambula como alguien necesitado de una
soledad y una libertad absolutas; en los efectos negativos
que a veces acompañan sus acciones, incluso cuando éstas
tienen un sincero propósito loable; en los cambios asimismo
imprevisibles e incontrolados de su carácter, en los que
puede dar pruebas de una gran irascibilidad; en la
sensualidad de su temperamento.
El mejor ejemplo que ofrece la novela de aquellos efectos
negativos y contrarios a unas buenas intenciones, es la
desgraciada y trágica historia en torno a Olia, quien, junto
con su madre, Daria Onisímovna, había llegado de Moscú a
Petersburgo para resolver cierto enojoso asunto económico
con un comerciante con el que había tratado el difunto
marido de Daria Onisímovna. El negocio, lejos de resolverse,
se embrolla aún más, haciéndose crecientemente difícil,
hasta límites casi insoportables, la situación económica de
madre e hija, que viven en un pequeño departamento
alquilado. Olia, por diversos avatares, entra en
conocimiento de la familia de Arkadii, intenta ganarse la
vida dando clases, y es en este momento preciso cuando
interviene Versílov, quien se presenta de improviso en el
departamento de la joven y le entrega una sustanciosa suma
de dinero a cambio de nada. La madre no está, y ella,
confundida y desconcertada, acepta el ofrecimiento. Las
intenciones de Versílov son decididamente buenas, sin doblez
alguna. Pero la joven, después de pensarlo mejor a solas,
interpreta negativamente el gesto de Andrei Petróvich, uno
de cuyos rasgos de carácter era precisamente el
desprendimiento y la generosidad, pues no le daba ninguna
importancia al dinero, y decide presentarse en casa de Sofía
Andréyevna, donde hace una escena, llevada sin duda del
histerismo, mezclado con el orgullo, un cierto desequilibrio
nervioso y acompañado todo ello del malentendido que
obnubila su entendimiento. Arroja violentamente el dinero
dado, insinúa graves acusaciones, completamente infundadas,
contra Versílov, regresa a su departamento, y, al poco
tiempo, tratando de que su madre no sospeche nada, como
efectivamente así ocurre, le escribe una patética carta de
despedida, pidiéndole perdón por lo que va a hacer,
implorando que Dios la perdone, y que también la perdone
ella, su queridísima madre, y se ahorca. Es la madre la que
descubre el cuerpo inerte de su hija. Se trata de una escena
sobrecogedora, que sólo podía ser descrita así por un
espíritu como el de Dostoyevski. Esta dramática historia
pone de relieve cómo la fatalidad parece acompañar a
Versílov en muchas de las cosas que emprende. En cuanto a
Daria Onisímovna, que casi enloquece de dolor por la pérdida
de su joven hija, se convertirá desde ese instante en una
mujer protegida por el entorno familiar de Versílov,
especialmente por Tatiana Pávlovna Prútkova. |
El segundo gran episodio en el que se muestra con
escrupulosa meticulosidad clínica el desdoblamiento de la
personalidad de Versílov, es el que transcurre en casa de
Sofía Andréyevna, en cierta ocasión en que él estaba
especialmente alterado, agitado, irritado y desesperado,
aunque externamente, al principio, no se le notaba, pues
toda esa lava incandescente recorría de manera arrolladora
pero silenciosa las interioridades de su ser. Se describe
muy al final de la novela (3.ª parte, cap. X, II), el tercer
día en que Arkadii sale a la calle después de su
convalecencia (es decir, menos de cuarenta y ocho horas
después de haber tenido padre e hijo aquella extraordinaria
conversación sobre el destino de Rusia y una Humanidad sin
Dios, que siguió a la reflexión estética de Versílov acerca
del retrato fotográfico de Sofía Andréyevna que estaba
colgado en la pared de su despacho), ocurriendo todo a
partir de las cinco de la tarde, que es cuando Versílov
irrumpe en casa de Sonia. El adolescente describirá la
escena, como he dicho, con la minuciosidad de un
especialista en psiquiatría clínica. La atmósfera resulta
cada vez más densa, más impenetrable, más cortante,
palpándose con las manos la tensión que ensombrece
tenebrosamente todo el ambiente. Al comienzo, nadie parece
notar nada; por supuesto, el que menos, el propio Arkadii.
Es Sofía la única que siente los pasos de Versílov al
llegar. Entra con un ramillete de flores, pues es el día del
cumpleaños de Sonia, y ésta es la razón que aduce Andrei
Petróvich para excusarse por no haber estado en el
cementerio, ya que es también el día en que ha sido
enterrado Makar Ivánovich, con la sola asistencia de Sonia,
sus hijos Liza y Arkadii, y Tatiana Pávlovna. El primer
estremecimiento lo tiene Sonia cuando Versílov dice, sin que
nadie atine a comprender en un primer momento el alcance o
el significado de sus palabras, que ha estado a punto de
arrojar el ramillete de flores sobre la nieve y pisotearlo
con fuerza ante de presentarse en casa de su compañera. A
partir de ahí, las incoherencias de Versílov se acrecientan.
La situación estalla con motivo de tomarle una inquina
extraña, irracional y dañina a un antiguo icono que
representaba dos cabezas de santos con sendas coronas, que
el difunto Makar había tenido por una imagen milagrosa.
Versílov recuerda en voz alta que el viejo en toda su vida
se había separado del icono, heredado de su abuela. Lo coge
entre las manos, y, maquinalmente, lo deja de nuevo sobre la
mesita. Arkadii comienza a sentir escalofríos al contemplar
el semblante de su padre; Sonia fue pasando por varios
estados, desde el miedo a la perplejidad y la compasión;
Liza se puso pálida. Versílov continúa su perorata
incoherente, casi delirante: «Yo, sin embargo, vine sólo por
un minuto; habría querido decirle a Sonia algo bueno, y ando
buscando la frase, y eso que tengo el corazón rebosando
palabras que no acierto a decir; verdaderamente, son todas
palabras muy extrañas. Miren ustedes: a mí me parece que
estoy todo como partido en dos […] De veras que me imagino
estar partido en dos, y le tengo a eso un miedo horrible.
Parece como si al lado tuviera uno a su doble […] Mira
Sonia: vuelvo a coger la imagen—la había cogido y la
revolvía en su mano—, y escucha: me dan ahora unas ganas
tremendas de ir y arrojarla ahora mismo, en este mismo
instante, a la estufa, desde aquí mismo. Estoy seguro de que
del golpe que recibiera se partiría en dos mitades…, ni más
ni menos». Tatiana le insta con energía a que deje la
imagen. Él continúa: «Sonia, yo no vine ni remotamente a
hablarte de esto; vine a decirte algo; pero otra cosa muy
distinta. Adiós, Sonia; vuelvo a dejarte para irme por ahí
vagabundo, como ya otras veces te dejé por la misma razón…
Bueno, desde luego que alguna vez vendré a verte… En este
sentido eres inevitable. ¿Adónde habré de ir cuando todo se
acabe? Creo, Sonia, que vine a verte ahora como a un ángel y
no como a un enemigo. ¡Qué enemigo puedes ser tú para mí,
qué enemigo! No pienses que vine para romper esta imagen,
porque ¿sabes una cosa, Sonia?: que, a pesar de todo, siento
unas ganas enormes de hacerla pedazos». Y lo hizo, ¡vaya si
lo hizo! Con todas sus fuerzas estrelló el icono contra el
pico de la estufa, partiéndolo en dos, al tiempo que todas
sus facciones temblaron: «No lo toméis por una alegoría,
Sonia, yo no he destrozado la herencia de Makar, sino que lo
he hecho por que sí… ¡Y, sin embargo, a ti me vuelvo, al
último ángel! ¡Aunque, después de todo, tomadlo, tomadlo por
una alegoría, porque, irremisiblemente, ha sido así! ...»
Sonia, presa de espanto, se puso en pie y aún tuvo valor
para decirle sin recriminación alguna: «¡Andrei Petróvich,
vuelve, aunque sea para despedirte, rico!». |
Aquí tenemos, en esta pormenorizada descripción hecha por
Arkadii de lo sucedido, un soberbio ejemplo del
desdoblamiento que aprisiona a Versílov, dividido entre su
amor a Sofía y su pasión irrefrenable por Katerina. Hemos
podido comprobar cómo dice una cosa y la contraria, cómo
afirma algo que, inmediatamente después, desdice con los
hechos; en definitiva, cómo no puede controlar sus actos,
hasta el punto de arrojar con violencia lejos de sí una
imagen sagrada, una imagen muy querida por el peregrino
Makar, y, por tanto, venerada también por Sofía Andréyevna.
Pero Versílov no es dueño en absoluto de sus acciones. Sólo
lo contiene de llegar aún más lejos aquella llama débil,
pero todavía encendida, esa creencia en Cristo que alumbra
su espíritu enfermo y desdoblado. La presencia del «doble»,
nada más terminar la escena y marcharse Arkadii a la calle,
no dejará éste de admitirla: «¡Oh!, a mí habíame parecido
que aquello era una alegoría y que él quería a todo
trance acabar definitivamente con algo como con aquel icono,
y dárnoslo a entender así a nosotros, a mamá, a todos. Pero
también tenía el doble a su lado; sin duda alguna,
eso era incuestionable».
Aún hay un tercer episodio en el que el efecto del «doble»
en Versílov aparece algo atenuado, pero en estado latente.
Me refiero a la entrevista que mantiene con Katerina
Nikoláyevna casi al final de la novela (3.ª parte, cap. X,
IV). Con Katerina había tenido Versílov un desagradable
encuentro en Europa, a orillas del Rin, cuando el marido de
Katerina estaba ya desahuciado por los médicos. Por lo que
su padre le cuenta, incoherente y deslavazadamente, Arkadii
deduce que «desde el primer instante ella le impresionó,
cual si lo hubiese hechizado. Era el fatum. Es de
notar que al escribir y recordar ahora no recuerdo que él
emplease ni una vez siquiera en su relato la palabra amor
ni dijese que estuviese enamorado. La palabra
fatum, ésa sí la recuerdo» (3.ª parte, cap. VIII, II).
La fatalidad consistía, precisamente, en que «no la
quería, no quería amar». Así, al menos, lo piensa el
adolescente, aunque no está muy seguro de si está recogiendo
con fidelidad lo que sentía su padre por esa mujer. El haber
conocido Versílov a Katerina, piensa Arkadii, ha disminuido
la libertad de su padre. Es una mujer de mundo que no le
conviene, precisamente por esa sencillez y franqueza que la
caracterizan, tan extrañas en el gran mundo, pero al mismo
tiempo tan irresistibles. En ese primer encuentro Versílov
no ve la franqueza de Katerina, sino que la estima «falsa y
jesuítica». Esto lo pensaba de ella por ser él «un idealista
que se da de cabezadas con la realidad», que era la opinión
que Versílov tenía de él mismo y que considera justa Arkadii.
Éste también cree que Versílov quería a Sofía Andréyevna
«con un amor, por así decirlo, humano y filantrópico […] y
en cuanto dio con una mujer que amaba con ese amor sencillo,
ya no quería él ese amor…». Tal mujer era Katerina, pero
tampoco estaba seguro de estos pensamientos el adolescente,
ni se los manifestó a su padre por «delicadeza». Parece ser
que Katerina penetró en su secreto y que hasta coqueteó con
Versílov, pero todo terminó en una brutal ruptura, en un
irreprimible deseo de matarla, en odio. A este periodo
siguióle otro en el que Versílov torturóse, como los monjes,
con disciplinas. Se autoconvenció de ese odio hacia ella, y
fue entonces cuando resolvió casarse con la hijastra de
Katerina, la enfermiza Lidia Ajmákova que termina
suicidándose con fósforo. Es verdad que hizo feliz a Lidia,
pero mientras tanto Sofía Andréyevna lo esperaba ansiosa en
Königsberg. La osadía, el desdoblamiento de Versílov, llegan
hasta el punto de pedirle permiso a Sonia para casarse con
Lidia, lo cual resulta inconcebible, con toda la razón del
mundo, para el adolescente, quien dice para sí: «¡Oh! Es
posible que todo esto… fuese tan sólo el retrato de un
hombre libresco, según dijera después de él Katerina
Nikoláyevna; pero ¿por qué, sin embargo, esos hombres de
libros, suponiendo que sean… de libros [238], son
capaces de modo tan positivo de atormentarse y llegar hasta
la tragedia?»
El adolescente está recordando lo que su padre le ha contado
que sucedió en Alemania, junto al Rin, y ahora, dos años
después, Versílov recibe una carta de ella, «una carta de
ella a él», en la que le dice que va a casarse con
Bioring. |
¿Qué ocurre en ese penúltimo encuentro entre Versílov y
Katerina que ya he mencionado? Tiene lugar el mismo día del
entierro de Makar Ivánovich, después del incidente con el
icono en casa de Sofía Andréyevna. Andrei Petróvich y
Katerina se han citado a las siete en punto en un
departamento propiedad de Versílov que ocupa Daria
Onisímovna. La cita tiene lugar en la misma habitación
donde, dos días antes, habían conversado Arkadii y la
Ajmákova. Sin que ambos lo supieran, Arkadii asiste,
escondido en «un cuarto oscuro, contiguo a aquel donde ellos
estaban», gracias al consentimiento de Daria Onisímovna (3.ª
parte, cap. X, IV). El adolescente siente un inexplicable e
incontrolado deseo, después de que Versílov haya hecho
trizas la imagen santa, por conocer más exactamente el
«doble» que anida en su padre, por saber qué cosas le dirá a
Katerina Nikoláyevna. Ella «estaba bellísima y, por lo
visto, tranquila, como siempre». Versílov comienza por
echarse la culpa de todo, aunque también a ella la considera
culpable: «¿No sabe usted que hay culpables sin culpa?» De
nuevo el juego de las ambigüedades, de las insinuaciones.
Indicios de la infinita tortura interior por no poder
manifestar el hombre lo que siente, sea amor, sea odio,
compasión o piedad. Por instantes, Versílov es presa de una
extraña risa, una risa que, piensa para sí Arkadii, «de
haber estado yo en el lugar de su interlocutora, me habría
dado miedo aquella risa». ¿Es que ella ha acudido por
miedo?, le inquiere Versílov. Éste trata de dominarse, le
recuerda que hace dos años que no se ven, pero que, ya que
ella ha accedido voluntariamente a esta cita, debe
responderle a una pregunta: «¿Me ha querido usted alguna vez
o… estoy equivocado?». Poniéndose toda «encarnada», le
responde sin titubear: «Lo he amado». Pero cuando, a renglón
seguido, él vuelve a preguntarle si aún lo ama, ella le
contesta que no: «Ahora no le amo». La contestación va
acompañada de una risa inofensiva, indicadora de que ella
sabía que él iba a preguntarle eso, motivo de más
para que Versílov se la estuviese, literalmente, comiendo
con los ojos. Ahora no le ama, pero lo amó brevemente
durante un tiempo.
«Ya lo sé, ya lo sé; usted vio que no era yo el hombre que
necesitaba, pero… ¿qué es lo que usted necesita?
Explíquemelo usted una vez más...
—¿Es que ya se lo he explicado alguna vez? ¿Qué es lo que yo
necesito? ¡Pero si yo soy la mujer más vulgar…, la mujer…
más tranquila; a mí me gustan…, a mí me gustan las personas
alegres!...
—¿Alegres?
—Vea usted cómo ni siquiera sé hablarle. A mí me parece que
si usted pudiera amarme menos, le amaría yo—tornó a sonreír,
tímidamente».
Como él volviese a insistir, a demandarle claridad, ella,
poniéndose de nuevo encarnada al decirlo, le contestó:
«francamente, ya que le tengo por un alma grande: yo siempre
creí observar en usted algo ridículo». Pero de pronto
corrigió su «grave imprudencia»: «La ridícula soy yo…, tanto
más cuanto que estoy aquí hablando con usted como una
tonta». Entonces él, poniéndose pálido, le dice la verdadera
razón por la que ella ha acudido: recuperar la carta que la
compromete ante su padre el príncipe. La respuesta de
Katerina, coge desprevenido a Versílov, pues le contesta que
«yo he venido no tanto para tratar de convencerle a usted de
que no me persiga, como para verle […] Pero me lo he
encontrado a usted lo mismito que antes». Como él no creyese
que había acudido a su presencia sin miedo, ella rogóle que
no la amenazase, que, si quería, podía matarla allí mismo,
pero que, por favor, no la amenazase. A ello, «él volvió a
levantarse del asiento, y, mirándola con ardientes ojos,
dijo, con entereza: —Usted saldrá de aquí sin haber sufrido
la menor ofensa». Él pareciera como desarmado; le contesta
que va a pensar en ella durante toda la noche
—«¿Atormentarse?», responde Katerina a estas palabras—, que
siempre que acude a tugurios y tabernuchas se la representa
ante sus ojos, aunque en esas apariciones ella semejase
reírse de él. Katerina le responde que no, que nunca se ha
reído de él, y que si ha acudido a esta cita es porque «vine
para decirle a usted que casi le amo… Perdóneme usted, puede
que no haya dicho así—añadió aturrullada». Versílov echóse
inocentemente a reír. |
El diálogo, como puede suponer el lector, y para ello hay
que conocer todo lo que ha ocurrido interiormente en el alma
de estos seres que se aman con un amor imposible e
irrealizable, es de una sutileza, de una penetración
psicológica, de una belleza literaria, indescriptibles. Los
formalistas dirán que un poco desmañado, que deslavazado,
que falto de construcción sintáctica. ¡Pobres críticos,
incapaces de adentrarse en los recovecos misteriosos del
corazón de unos amantes que están marcados por el destino a
ver separarse sus vidas! Ese tipo de críticos, de
comentaristas, subordinan el contenido, el misterio del
arte, lo inaprensible del amor y del espíritu, a la
perfección de la forma, aunque sea gélida, estéril y
aburrida. Por eso tales críticos no me interesan; es más, me
aburren soberanamente. No dedicaría una hora de mi vida a
leer sus académicos y sesudos, pero fríos e inertes,
comentarios.
Ella intentó excusarse, remediar sus maravillosas palabras.
Versílov estaba ya casi fuera de sí, oyéndola «sin apartar
de ella la ardiente mirada». Le manifiesta que, delante de
ella, es un «hombre acabado»; pero da igual que ella esté o
no delante, porque ha sentido por ella una gran pasión, la
ama y la odia, no puede apartarla de su presencia, aunque,
al fin y al cabo «todo me es igual. Lo único que siento es
haber amado a una mujer como usted». Arkadii puede comprobar
cómo el «doble» hace su labor subterránea, heredero como es
del hombre del subsuelo cuya desolada y pervertida
conciencia describiera una vez tan incomparablemente el
novelista. Desde luego, Versílov no es, ni por asomo, ese
hombre del subsuelo que se arrastra como una larva inmunda y
se regodea en su propia abyección moral. Pero tiene que
liberarse del «doble», de ese otro yo que lo está
carcomiendo y destruyendo por dentro. Versílov está
empezando a transformarse. Se auto inculpa delante de ella,
se compara con un mendigo, le implora, se humilla, piensa
que ella siente lástima de él, y que, si pudiera, lo amaría,
pero no puede. Katerina acercósele: «¡Amigo mío! —dijo,
poniéndole la mano en el hombro y con inexpresable
sentimiento—. No puedo escuchar esas palabras. Yo pensaré en
usted toda mi vida como en el más inapreciable, como en el
corazón más generoso, como en lo más sagrado de cuanto yo
pueda respetar y amar […] Separémonos como amigos, y usted
será el pensamiento mío más serio y más grato en toda mi
vida». Pero el «doble», que estaba al acecho, en estado
latente y un poco somnoliento, comenzó a despertarse por
completo. Él ya sólo tiene una idea fija. Lo único que
acierta decirle es que, si así lo desea, que no lo vea más,
«yo seré su esclavo…, si usted lo permite, y en seguida
desapareceré…, si no quiere usted ni verme ni oírme. Sólo…,
¡sólo que no se case usted con nadie!» (está
refiriéndose, naturalmente, a Bioring). El adolescente
asistía escondido a este diálogo sin poder creer en lo que
estaba escuchando, viendo cómo Versílov se arrastraba como
un gusano, imploraba, suplicaba, se degradaba
espiritualmente. Pero, de pronto, sucedió lo que tenía que
suceder. Andrei Petróvich pareció hasta mudar la voz, y, en
un arrebato, en uno de esos aguijonazos del «doble», díjole:
«¡Yo a usted la mato!» Pero Katerina mantuvo la
entereza de ánimo, contestándole: «¡Yo a usted la mato!
[…] y usted se vengará luego de mí todavía mejor de como
ahora me amenaza con hacerlo, porque jamás olvidará que hizo
conmigo de pordiosero». Él trato de disculparse, de pedirle
perdón, temblándole «todas las facciones de su semblante».
Al pedirle él que se fuera, no sin antes insinuarle que
cuando volvieran a encontrarse rememorarían esta escena
entre risotadas, le dice de nuevo a su manera que la ama:
«Yo le escribí una carta de loco y usted accedió a venir a
decirme que “casi me ama” […] Sea usted siempre tan loca, no
cambie, y nos encontraremos como amigos…, se lo pronostico,
se lo juro». Y, ya en el umbral, antes de salir como una
ráfaga, aún le lanzó a Versílov estas palabras: «¡Y
entonces, irremisiblemente, le amaré, porque ya ahora lo
siento!» Son las palabras de una gran mujer, que sabe que
este amor es una quimera, que él debe estar con Sonia, pero
que, en el fondo de su corazón, sabe que siempre sentirá un
amor difícil de expresar hacia ese hombre, un hombre que una
vez la hizo inmensamente feliz. Pero a Katerina, como he
indicado ya, se le abrirá un horizonte de futuro con el
adolescente, aunque el novelista no nos proporciona ninguna
prueba fehaciente de que esa unión sea ni siquiera posible. |
El capítulo XII de la 3.ª parte se desarrolla con una
velocidad frenética, sucediéndose las idas y venidas de una
casa a otra, las simulaciones y engaños de Lambert y
Alphonsine, el intento de Arkadii por deshacer el entuerto
una vez que ha descubierto que le han robado la carta y ha
sido burlado por Alphonsine, la extraordinaria preocupación
de Tatiana Pávlovna, la congoja mayor aún del adolescente
por que su padre sea víctima definitiva del «doble» que se
resiste a abandonar su alma, el peligro en que se halla
Katerina Nikoláyevna. Al fin, Trischátov acude en ayuda de
Arkadii y ambos tratan de llegar a tiempo para que no ocurra
la catástrofe. Lo increíble y cierto es que Versílov,
ahogado por el «doble», habíase puesto de acuerdo con el
canalla de Lambert, que era quien había conseguido, por
medio de su secuaz Alphonsine, sustraerle al adolescente la
preciada carta que llevaba cosida en el forro de la
chaqueta. Lambert había, a su vez, sobornado a la criada de
Tatiana, manteniendo a ésta constantemente vigilada, por si
acaso. Estamos ya en el quinto día posterior a la salida de
Arkadii de su convalecencia, es decir, el 15 de diciembre.
Para ese día, a las once y media en punto, había quedado
Katerina en acudir a casa de Tatiana Pávlovna. Pero Versílov,
inesperadamente, como por una maligna iluminación de su
cerebro provocada por el «doble», urde un astuto plan, de
tal modo que consigue que su hijo y Tatiana, abandonen la
casa de ésta, con trucos y engaños, a fin de verse a solas
con Katerina, en presencia de Lambert, y resolver de una vez
para siempre el asunto del comprometedor documento. Gracias,
como he dicho, a Trischátov, que a su vez ha sido informado
por el picado de viruelas, Semión Sidórovich, que ha
traicionado a su jefecillo Lambert, es por lo que se
presentan de nuevo Arkadii y Tatiana en casa de ésta última.
Pero la criada, María, les abre la puerta a Versílov y a
Lambert, quien, como hemos apuntado, había sobornado a la
sirvienta desde hacía pocos días, y dado que Katerina había
acudido puntual a su cita con Tatiana, pues… se encuentra
inevitablemente con los otros dos que habían entrado justo
un minuto antes que ella. Cuando Tatiana y el adolescente
llegan, ya se oyen voces desde la misma entrada. Se nota que
hay una acalorada discusión. El que gritaba era Lambert. En
ese preciso instante, Versílov no estaba presente. Katerina
se hallaba sentada en un diván, y Lambert, de pie delante de
ella, vociferaba blandiendo el documento en la mano. La
pretensión de Lambert no era otra que chantajearla, obtener
de ella treinta mil rublos a cambio de la carta, y, «aunque
visiblemente asustada, lo miraba con cierto despectivo
asombro». ¡Cómo consigue Dostoyevski hacer prevalecer la
aristocracia del espíritu incluso en los trances más
mezquinos e inoportunos! El inmoral y repugnante de Lambert
continúa amenazándola aún más, pero ella «levantóse
impetuosamente del asiento, púsose toda encarnada y…
escupióle a la cara». El pudor de la virtud, aun en estos
momentos tan humillantes, aflora de manera espontánea, y por
eso ella se pone colorada, aunque no le ha faltado un ápice
de valentía para escupirle a quien tan gravemente está
ofendiéndola. Lambert, que es un ser despreciable, se
revuelve ante el escupitajo, la coge por el hombro y enseña
el revólver que traía consigo. Es en ese momento, cuando
Katerina lanza un grito y se deja caer en el diván, cuando
irrumpen al unísono padre e hijo. Versílov golpea en la
cabeza con fuerza a Lambert, haciéndole sangrar. Katerina,
al ver a Versílov, espantóse y púsose pálida, desmayándose.
Entonces, Versílov abalanzóse sobre ella, con los «ojos
inyectados en sangre». El adolescente anota que es muy
posible que su padre ni siquiera se percatase de su
presencia (de la de Arkadii). El «doble» se manifiesta
entonces con toda su fuerza. La coge en vilo, como si fuera
una pluma, y comienza a pasearla por la habitación, de un
extremo al otro, desquiciado, fuera de sí. El revólver de
Lambert lo tenía ahora Versílov, y apuntaba con él al rostro
de Katerina. El adolescente intenta arrebatárselo, pero
Versílov lo rechaza con un codazo y un puntapié. Estaba como
loco, como poseído. Arkadii lo convenció de que la acostase
en la cama, pero él se quedó mirándola, fijamente, durante
un minuto, «y de pronto inclinóse y la besó por dos veces en
sus labios descoloridos. ¡Oh, entonces comprendí,
finalmente, que aquel hombre estaba fuera de sí! De pronto
la amagó con el revólver, pero como adivinando volviólo
luego y le apuntó a la cara. En el acto, con todas mis
fuerzas, lo cogí del brazo y le di un grito a Trischátov.
Recuerdo que ambos nos lanzamos sobre él, pero él logró
zafar su brazo y se disparó el tiro. Quería matarla a ella y
luego matarse él. Pero no habiéndole dejado nosotros matarla
a ella, apuntóse el revólver al mismo corazón; pero yo
acerté a tirarle del brazo hacia arriba, y la bala le dio en
el hombro. En aquel momento entró gritando Tatiana Pávlovna;
pero ya él yacía en la alfombra, sin sentido, al lado de
Lambert». |
Así termina este vertiginoso y enloquecido capítulo XII. Ya
he dicho que el último es una suerte de Epílogo. Sabemos el
final de la historia, mejor dicho, el arranque de una
historia que está por escribirse, como en Crimen y
castigo, pero ésa es una tarea que deja Dostoyevski al
lector. Versílov ha podido domeñar al «doble»; el
adolescente ha madurado y quizás inicie una nueva vida al
lado de Katerina; Sofía Andréyevna ha recuperado al hombre
que ama y que también la ama a ella.
Comenta con bastante agudeza Jacques Madaule que El
adolescente es una novela llena de ambigüedades y de
equívocos, donde el bien y el mal oscilan y fluctúan de modo
extraño, como si la frontera entre ambos se difuminase en
ciertos supremos momentos. Versílov, como he apuntado ya, es
para Madaule un personaje equívoco, el más equívoco quizás
de todos los de Dostoyevski, pero, al final, a pesar de que
«continuamente» está «al borde de la infamia, jamás cae en
ella del todo» [239]. El problema de Versílov, nos dice
Madaule, es el problema de fondo que siempre hay en
Dostoyevski: el problema de Dios: «Versilov es un hombre que
nunca consiguió arreglar sus cuentas con Dios» [240].
Continúa Madaule, y hemos podido comprobar, leyendo la
novela y sintetizando su contenido, que así ha sido: «Casi
todo está a medias tintas en El adolescente y hasta
las violencias ahí son violencias frustradas, lo cual da a
esta obra difícil y compleja una extraordinaria poesía […]
Versilov es el dueño secreto de esta poesía […] Nunca
sabremos quién es Versilov y el misterio permanecerá íntegro
hasta el final del libro […] Su mismo amor por Ajmakova
tiene un carácter accidental, pues Versilov no es un sensual
aunque lo parezca. Lo que ha habido entre Ajmakova y él es
un encuentro de almas […] … lo que Versilov quisiera
alcanzar es el lugar donde está el alma [la de Ajmákova] tal
vez para probarla, tal vez para destruirla. Él la admira y,
sin embargo, la declara llena de todos los vicios. También
ella […] es un enigma. Esto ata a Versilov mucho más que la
deslumbrante hermosura de su rostro. Penetrar este enigma es
para él, quizá, el medio de resolver su propio problema […]
Lo repito: todo es interrogante para Versilov porque él
mismo es una interrogación […] Si Catalina Nikolaievna se
niega a casarse con Versilov, y aun a amarlo, es porque él
le exige demasiado; le exige lo que su hermosura parece
prometer; pero lo que ella es incapaz de dar: la solución de
todos los problemas […] Versilov es un Stavroguin frustrado,
es decir, salvado […] la Providencia salva a Versilov de sí
mismo» [241]. Y concluye: «…queda entonces la perspectiva de
una nueva vida y de una lenta cura física y moral al lado de
Sonia Andreevna […] Nada prueba que Versilov, ya que erró su
propio suicidio, hubiese vuelto efectivamente a la casa del
Padre. Este hijo pródigo continúa hasta el fin inquieto y
equívoco». Aunque es cierto que la novela deja un cierto
regusto «agridulce», de lo que no estoy tan seguro es de que
«la síntesis armoniosa no pudo hacerse y Versílov continuará
doble y desafinado» [243]. Mejor dicho, es posible que así
sea, pero el «doble» está conjurado, creo que para siempre,
en el regazo de Sofía, en el cariño inmenso a sus hijos y en
la creencia en Cristo. En esta novela, Dostoyevski no cierra
de modo definitivo la puerta a la esperanza. Es una puerta
que deja abierta. El lector tiene la última palabra.
__________
NOTAS |
176.
Artur Mrówczynski-Van Allen, «La idea rusa y su
interpretación», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo
Inicio, 2009, pág. 247.
177.
Obras Completas, tomo III, págs. 1679-1680. La
sección donde se reproduce la misiva es el Epistolario que
hay al final del volumen; en este caso, el epistolario sobre
la Vida de un gran pecador. Cansinos Asséns escribe
el nombre de Chaadaev como Piotr Yakolevich Schaadáyev.
178.
Es evidente que aquí está pensando Chaadaev en el famoso
opúsculo del escritor romántico alemán Novalis, La
Cristiandad o Europa, Madrid, Instituto de Estudios
Políticos, 1977, págs. 69-106. Traducido por María Magdalena
Truyol Wintrich, incluye un documentado estudio preliminar
de Antonio Poch Gutiérrez. No obstante, el texto de Novalis
es de una profunda añoranza por esa Cristiandad perdida.
179.
He sintetizado al máximo las ideas de Chaadaev, pensando
sobre todo en nuestra novela y en Dostoyevski. La lectura
completa del texto no deja indiferente a nadie, en uno u
otro sentido. Piotr Chaadaev, «Primera carta filosófica a
una dama», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo Inicio,
2009, págs. 105-136. La traducción es de Marcelo López
Cambronero.
180.
El cristianismo de Dostoievsky, pág. 135.
181.
Obras Completas, tomo III, págs. 611-612 y 614-615.
182.
Ibídem, pág. 1445.
183.
Ibídem, pág. 968.
184.
En Las revelaciones de la muerte (pág. 119),
León Chestov dice, en referencia a la creencia de
Dostoyevski de que Constantinopla pertenecería, más temprano
o más tarde, a Rusia; de que ésta «no conocería la lucha de
clases», y de «que la Europa occidental perecería
sangrientamente e imploraría la ayuda de Rusia», lo
siguiente: «Hoy [septiembre de 1921] vemos qué cruelmente se
equivocó Dostoiewski. Rusia se ahoga hoy en su propia
sangre, Rusia es el teatro de horrores tales como jamás
conoció Europa». La apreciación de Chestov es cierta
especialmente para lo que Dostoyevski afirmó en el Diario
de un escritor, pero es en sus novelas donde la visión
dostoyevskiana es profética, pues prevé con extraordinaria
anticipación tales «horrores» con una exactitud que
sobrecoge y da escalofríos.
185.
La opinión del gran escritor alemán aparece en Thomas Mann,
Freud, Goethe, Wagner, Tolstoi, Buenos Aires,
Poseidón, 1944, página 151 (traducción de Pablo Simón). Tomo
la referencia de la Introducción de Josefina Pérez Sacristán
a la edición de Anna Karénina de la madrileña
editorial Cátedra (1991, pág. 40), donde reproduce las
frases más significativas de Tomas Mann sobre tal parecer.
El primero en emitir esa misma opinión de Thomas Mann fue,
como acabo de decir, Dostoyevski en su análisis de la novela
de Tolstói publicado en el Diario de un escritor
(julio-agosto de 1877). Ver Obras Completas, tomo III,
págs. 1306-1327. La amplia reseña de Dostoyevski sobre
Anna Karénina aparecida en el Diario de un escritor
es casi inmediatamente posterior a la publicación de la
susodicha octava parte de la novela de Tolstói. La séptima
parte la había leído Dostoyevski en la primavera de ese
1877. |
186.
La filosofía de la tragedia, pág. 76.
187.
Lev Tolstoi, Anna Karénina, Madrid, Cátedra,
1991, octava parte, cap. XVI, págs. 983-984. La traducción
es de Alfredo Santiago Shaw y de Leoncio Sureda, revisada y
corregida por Manuel Gisbert. El nombre de Levin lo traducen
Lievin.
188.
Obras Completas, tomo III, pág. 1287. La revista
El Mensajero Ruso había ido publicando las siete
partes anteriores de la novela.
189.
Ibídem, págs. 1303-1304.
190.
Nicolás Berdiaeff, El sentido de la Historia (ensayo
filosófico sobre los destinos de la Humanidad),
Barcelona, Araluce, 1936. No se especifica el traductor. El
origen del libro, publicado por vez primera en 1931, se
encuentra en unas lecciones impartidas por Berdiaev, durante
el invierno de 1919-20, en la Academia Libre de Cultura
Espiritual de Moscú, dos años antes de haber sido obligado a
abandonar Rusia, en septiembre de 1922. Para que el Gobierno
de los Comisarios del Pueblo tomase la decisión de
expulsarlo, fue determinante la entrevista, después de su
arresto, que mantuvo Berdiaev con Feliks Edmúndovich
Dzerzhynski (1877-1926), a petición expresa de este último,
un revolucionario polaco que fue el fundador de la Policía
secreta bolchevique, la temible cheka (Comisión
Extraordinaria), a las seis semanas del triunfo de la
Revolución. Sobre esta minuciosa entrevista y sobre la
decisión final de respetarle la vida a Berdiaev, se demora
Artur Mrówczynski-Van Allen en el estupendo Prólogo a la
edición española del libro de Berdiaev, El espíritu de
Dostoyevski. Por desgracia, la edición española de
Araluce, que es la que poseo, no incluye el mencionado
Prefacio, que, sin embargo, está disponible en la web:
<http://www.laeditorialvirtual.com.ar/pages/Berdiaev_Nicolas/SentidoHistoria_01.html>.
191.
Nikolai Berdiáyev, El alma de Rusia, México, D.
F., Universidad Iberoamericana, 1995, pág. 20. La edición es
de Svetlana Vasílieva.
192.
Ibídem, pág. 21.
193.
Obras Completas, tomo III, pág. 1274.
194.
Vladimir Soloviev, «La Idea Rusa», en La Idea Rusa,
Granada, Nuevo Inicio, 2009, págs. 137-182. La traducción
del ruso es de Olga Tabatadze.
195.
Vladimiro Solovief, Rusia y la Iglesia universal,
Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1946. La
traducción es del Instituto «Santo Tomás de Aquino» de
Córdoba (Argentina). Incluye un interesante Prólogo de
Osvaldo Lira. La edición original francesa es de 1889.
196.
Vladimir Soloviev, Los tres diálogos y el Relato del
Anticristo, Barcelona, Scire, 1999. La traducción es de
Jorge Soley Climent. Estos dos textos fueron publicados el
mismo año de la muerte de Soloviev, en 1900. La primera
lectura pública del Relato del Anticristo la hizo el
propio autor en marzo de ese año.
197.
Artur Mrówczynski-Van Allen, «La Idea Rusa y su
interpretación», en La Idea Rusa, op. cit., págs.
286-287.
198.
Iván Sergeyevich Aksakov participó como orador en los
discursos que tuvieron lugar durante el homenaje a Puschkin
celebrado en Moscú en junio de 1880. Estaba considerado uno
de los líderes eslavófilos más importantes. Dostoyevski se
refiere a él, principalmente en diversas cartas que escribe
en la primavera de 1880, con motivo de la preparación del
discurso sobre Puschkin. Su hermano, Konstantin Sergueievich
Aksakov, también era otro destacado eslavófilo. Acerca de
éste último, es interesante leer lo que de él escribió
Dostoyevski en noviembre de 1861 en la revista Vremia
(donde aludía a ciertos artículos de Konstantin publicados
en el periódico El Día), posteriormente reproducido
en el Diario de un escritor, Introducción, V (Obras
Completas, tomo III, págs. 693-701). |
199.
Obras Completas, tomo III, pág. 1206.
200.
Ibídem, pág. 1208.
201.
Ibídem, pág. 1213.
202.
Ibídem, pág. 1216.
203.
George Vernadsky, Historia de Rusia, pág. 181.
204.
La lista sería interminable. Tomo la información,
fundamentalmente, de Johannes Rogalla von Bieberstein,
Jüdischer Bolschewismus. Mythos und Realität, Dresden,
Antaios, 2002. También del citado El populismo ruso,
de Franco Venturi, así como, en mucha menor medida, de
Sergei Vasilievich Utechin, Historia del pensamiento
político ruso, Madrid, Revista de Occidente, 1968. La
traducción de este último libro es de Benito Seoane Sanjuán.
205.
Isaiah Berlin, Pensadores rusos, México, D. F.,
Fondo de Cultura Económica, 2008, pág. 515. Traducción de
Juan José Utrilla.
206.
Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia
religiosa, págs. 178-179. Estas frases han sido
extraídas de dos lugares distintos, aunque Pareyson no lo
consigna. Las dos primeras frases proceden de la carta que
le escribe Dostoyevski, poco después de salir del penal de
Omsk, a Madame Von Vizine (Mme. N. D. Fonvisin), a
principios de marzo de 1854. Esta carta ha sido publicada en
la ya mencionada edición de las Letters of Fyodor
Michailovitch Dostoevsky to his Family and Friends, New
York, The Macmillan Company, 1914 (la traductora al inglés
de esta selección de cartas, como recordará el lector, es
Ethel Colburn Mayne). La carta a Madame Fonvisin es la nº
XXII del volumen, págs. 69-73. En el Índice del libro,
aparece mencionada así: «To Mme. N. D. Fonvisin: Beginning
of March, 1854». En el encabezamiento, Dostoyevski
especifica que la escribe desde Omsk. Otra importante
referencia a esta carta, reproduciendo parte esencial de su
contenido, es la que hace el crítico ruso Konstantin
Mochulsky (1892-1948) en su importante estudio Dostoevsky:
His Life and Work, Princeton University Press, 1973,
págs. 151-152. La traducción al inglés es de Michael A.
Minihan. La edición original en ruso del libro de Mochulsky
es la de YMCA Press, París, 1947 (YMCA son las siglas de
Young Men’s Christian Association, fundada en Inglaterra en
1844, una de cuyas principales tareas ha sido la publicación
de libros de la cultura y civilización rusas). Natalia
Dmitrievna Fonvisin fue la mujer que, en enero de 1850, en
Tobolsk, le entregó a Dostoyevski el Evangelio que leyó
asiduamente en el penal. La señora Fonvisin era la esposa
del general de división y posterior conspirador decembrista
Mikhail Aleksandrovich Fonvisin (1788-1854), deportado a
Siberia, al ser descubierta y reprimida la revuelta, durante
los largos años de 1826 a 1853, lugar adonde lo acompañó su
valiente y abnegada mujer. En un artículo de Dostoyevski
publicado en el primer número de la revista El Ciudadano,
en 1873, y posteriormente incluido en el Diario de un
escritor (VI, II) bajo el título «Gente vieja» (Obras
Completas, tomo III, pág. 708), se puede leer lo
siguiente: «…en Tobolsk, cuando, en espera de ulterior
destino, nos encontrábamos en presidio aguardando ser
trasladados a otra parte, las mujeres de los decembristas
rogáronle al director de la prisión les concediese una
entrevista con nosotros en su mismo cuarto. Allí vimos a
aquellas grandes mártires que voluntariamente habían seguido
a sus maridos a Siberia. Lo habían dejado todo: nombre,
riqueza, amistades y familia; todo lo habían sacrificado en
aras del más sublime deber moral, del más libre deber que
imaginar se puede. Inocentes de todo, por espacio de
veinticinco años largos sufrieron sus esposos. Nuestra
entrevista duró una hora. Ellas nos echaron la bendición
para el nuevo camino, nos santiguaron, y a cada uno nos
dieron un Evangelio: el único libro consentido en el
presidio. Allí tuve yo el mío cuatro años bajo la almohada». |
Las frases que completan la cita de Pareyson, desde «Esos
bellacos» hasta «duda», proceden de las anotaciones privadas
realizadas entre 1880-1881 por Dostoyevski, a raíz de las
críticas que los sectores llamados «progresistas» y
«occidentalistas» hicieron de los Karamásov y del
discurso sobre Puschkin. Ese fragmento de las anotaciones,
sin indicar el nombre del traductor al español, lo reprodujo
la notable revista madrileña Carta del Este (que
tenía en España los derechos exclusivos de la revista
Kontinent: Alternative Voice of Russia and Eastern Europe,
en la que escribían Alexander Solzhenitsyn, Andrei D.
Sakharov, Andrei Sinyavsky y Joseph Brodsky), fundada y
dirigida por el periodista Gabriel Amiama (la noticia de su
fallecimiento fue publicada en el diario madrileño ABC
el 19 de junio de 1982), en el número triple de abril-junio
de 1981 (Año IV, Segunda época, nos 61, 62 y 63),
donde, en la pág. 40, bajo el epígrafe «Hosanna», reproducía
el fragmento de Dostoyevski. Ese número triple es
particularmente denso, con textos, entre otros, de Nicolás
Berdiaev y Vladimir Lossky. La revista española aclara que
la traducción se ha hecho de la siguiente fuente: F. M.
Dostoievski. Obras Completas en treinta volúmenes
(Moscú, 1976, volumen XV, pág. 484). El texto reproducido
por la revista madrileña es el siguiente: «Miserables, me
censuran de que mi fe en Dios es una fe subdesarrollada y
retrógrada. Estos imbéciles no podían ni soñar una negación
de Dios de tal fuerza como la del Gran Inquisidor, ni la del
capítulo anterior, cuya respuesta es toda la novela, en su
totalidad. Yo creo en Dios no como un idiota, ni como un
fanático. Y ellos quieren enseñarme y se mofan de mi
subdesarrollo. Sus imbéciles naturalezas jamás pudieron ni
siquiera imaginar una negación de tal fuerza como el paso
dado por mí… Yo no soy como los nihilistas de nuestros días,
que pretenden demostrar su incredulidad sólo con el estrecho
concepto que tienen del universo y con la estupidez de sus
obtusas facultades mentales… El nihilismo ha florecido entre
nosotros porque todos nosotros somos nihilistas. Nos ha
asustado sólo la nueva y original forma en que este
nihilismo se ha manifestado… La conciencia sin Dios es ya un
horror por sí mismo, pero esta conciencia puede extraviarse
más todavía hasta desembocar en la mayor de las
inmoralidades. El Gran Inquisidor es precisamente inmoral,
porque en su corazón y en su conciencia ha madurado la idea
de que es necesario quemar a los hombres vivos… El
Inquisidor y el capítulo dedicado a los niños. Partiendo de
estos capítulos podían, al menos, referirse desde el punto
de vista científico, pero no de forma tan altiva y en lo que
concierne a la filosofía, sabiendo que la filosofía no es mi
especialidad. Tampoco en Europa hay ni hubo manifestaciones
ateas de tal fuerza. Y de ello precisamente se deduce que yo
creo en Cristo y me confieso ante Él no como un niño, sino
que mi hosanna ha pasado por el gran crisol de la duda, como
en esta novela mía exclama el mismo diablo». Las últimas
palabras hacen alusión a la conversación que mantienen Iván
Karamásov y el diablo (4.ª parte, libro XI, cap. IX). |
207.
Esta certera opinión la manifiesta Lauth en el texto de
su conferencia ¿Qué nos dice Dostoievski hoy?, leída
el 15 de marzo de 1989 en el Instituto de Filosofía de la
Academia de las Ciencias de la Unión Soviética. Junto con
Pareyson, Lauth es uno de los más penetrantes analistas del
pensamiento de Dostoyevski de los últimos decenios. El texto
completo, absolutamente recomendable, así como otros más,
puede verse en la web:
<http://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html>.
208.
Henri Troyat, Dostoyevski, pág. 349.
209.
Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia
religiosa, págs. 202-204.
210.
La edición que conozco de ambas novelas es la de Espasa
Calpe, traducidas por Berta Vias Mahou.
211.
Kasimir Klemens Waliszewski, Historia de la
literatura rusa, pág. 258.
212.
Obras Completas, tomo III, págs. 936-937.
213.
La rebelión de las masas, pág. 189.
214.
Ibídem, pág. 240. Sobre la todavía insuficiente
industrialización de Rusia en el momento de terminar su
ensayo Ortega, recuérdese el enconado debate, suscitado a
raíz de la aplicación de la Nueva Política Económica (NEP)
impuesta por Lenin en marzo de 1921 para paliar las
consecuencias desastrosas de la guerra civil, entre los
partidarios de continuar con la NEP y el apoyo que suponía
para los campesinos todavía en 1924 y en 1925, y los
detractores de ella, favorables en cambio a otorgar
prioridad a la industrialización de Rusia, pues el aliado
natural del nuevo Estado comunista no era el campesinado,
sino el proletariado urbano. León Trotski fue desde el
principio sincero en su apoyo a la industria, resumiendo el
conflicto en lo que él llamó, con su brillantez habitual,
«crisis de las tijeras» (una hoja simbolizaba la agricultura
y la otra la industria). José Stalin, en cambio, mantuvo una
calculada ambigüedad hasta marzo de 1926, en que se decidió
a criticar abiertamente la NEP y abogar por la prioridad de
la industria (ya controlaba por entonces con bastante
eficacia y seguridad los resortes esenciales del Poder), a
la que deberán someterse los campesinos a través de los
brutales planes quinquenales. Todo esto lo explica
pormenorizadamente Edward Hallett Carr en su monumental
Historia de la Rusia soviética, en varios volúmenes. El
lector que quiera una rápida y rigurosa comprensión de este
profundo debate en el seno de la cúpula dirigente de la
Revolución bolchevique, deberá acudir al librito de Edward
Hallett Carr, La Revolución rusa: de Lenin a Stalin
(1917-1929), Madrid, Alianza, 2009, especialmente los
capítulos 6, 13 y 14.
215.
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo,
Madrid, Alianza, 2006, pág. 435. Traducción de Guillermo
Solana.
216.
Ibídem, nota 11. Entre otras cifras, Arendt, que
toma los datos del libro del historiador Ernst Kohn-Bramstedt,
Dictatorships and Political Police: The Technique of
Control by Fear (Londres, 1945), recuerda que, entre
1926 y 1932, se impusieron en Italia siete penas capitales
por motivos políticos, 257 sentencias a diez o más años de
cárcel, 1360 de menos de diez años y muchas más sentencias
de condenados al exilio. Hannah Arendt se encarga de
subrayar en esa nota al pie que esas cifran serían
inimaginables, por infinitamente más abultadas, en la Rusia
bolchevique o en la Alemania nazi. |
217.
Waldemar Gurian, Bolchevismo. Introducción al
comunismo soviético, Madrid, Rialp, 1956, especialmente
el apartado del cap. III titulado «Bolchevismo, Fascismo,
Nazismo», págs. 150-155. La edición original en inglés es de
1952. Gurian fue un pensador cristiano ruso, de origen
judío, teórico y estudioso del totalitarismo, que emigró a
los Estados Unidos en 1937. Sobre el traductor de su libro,
Gonzalo Puente Ojea, léase el comentario que le dedico en el
resumen del contenido del célebre ensayo de Jacques
Maritain, Humanismo integral
<http://enriquecastanos.com/maritain_humanismo.htm)>.
218.
André Gide, Dostoievski, Barcelona, José Janés,
1950, pág. 129.
219.
Aristotle, The Works, volume III, «Meteorologica»,
Oxford University Press, 1931, Book III, Chap.
IV, 373 b. La traducción al inglés es de Erwin Wentworth
Webster, fallecido en 1917 en la Gran Guerra. La traducción
española de la editorial Gredos, bajo el título de
Meteorológicos, se debe a Miguel Candel Sanmartín.
220.
Sigmund Freud, «Compendio del psicoanálisis», en
Obras Completas, Barcelona, RBA, 2006, tomo V, págs.
3380-3382. La traducción es la de Luis López-Ballesteros y
de Torres para la editorial Biblioteca Nueva, ponderada por
el propio médico vienés. El didáctico y lúcido «Compendio»,
a pesar de contar el autor con 82 años, lo dejó Freud
inconcluso, por motivo de su dolorosa enfermedad, en julio
de 1938, siendo publicado en la revista Internationale
Zeitschrift für Psychoanalyse und Imago en 1940 (la
revista Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse
y la revista Imago se habían fusionado en Londres en
1939, desapareciendo la nueva publicación muy pronto, en
1941).
221.
Sigmund Freud, L’inquiétante étrangeté.
Traducción del alemán al francés llevada a cabo por Marie
Bonaparte y Mme. Edouard Marty para la editorial Gallimard
en 1933 (disponible en la siguiente dirección web:
<http://classiques.uqac.ca/classiques/freud_sigmund/essais_psychanalyse_appliquee/10_
inquietante_etrangete/
inquietante_etrangete.html>.
Marie Bonaparte, discípula y amiga de Freud, vio ese mismo
año de 1933 publicado en París su estudio psicoanalítico
acerca de Edgar Allan Poe, un «gran poeta patológicamente
afectado», según le escribe Freud en el Prólogo, que también
se interesó por el fenómeno del «doble» en algunas de sus
originalísimas narraciones. Sigmund Freud, Obras
Completas, tomo V, pág. 3223.
222.
El artículo de Ernst Jentsch está disponible en inglés
en
<http://art3idea.psu.edu/locus/Jentsch_uncanny.pdf>.
223.
Der Sandmann ha sido traducido al español como
El hombre de la arena. El cuento está publicado por
la editorial José J. Olañeta y la editorial Valdemar. La de
Olañeta, que es la más conocida, gracias a la labor difusora
de ese tipo de literatura fantástica que hizo Carmen Bravo
Villasante en la editora mallorquina, viene precedida del
artículo de Freud sobre lo «siniestro».
|
224.
E. T. A. Hoffmann, Los elixires del diablo,
Barcelona, Taifa, 1985. Traducción de Sigisfredo Krebs. En
esta extensa novela, en la que también aparece la figura del
«doble», dice Hoffmann en el Prólogo: «… incluso me pareció
que lo que generalmente llamamos sueño e imaginación podría
ser el conocimiento simbólico del hilo misterioso que pasa
por nuestra vida, vinculándola en todas sus condiciones,
pero que se ha de dar por perdido quien cree haber cobrado
con aquel conocimiento la fuerza para romper violentamente
el hilo y para hacer frente a los poderes tenebrosos que
tienen dominio sobre nosotros» (págs. 10-11).
225.
Otto Rank, «Der Doppelgänger», Imago, III, 1914.
226.
Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler. Una
historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós,
1985, págs. 34-35. Traducción de Héctor Grossi.
227.
Ibídem, págs. 35-36.
228.
Guillermo Hauff, Cuentos, Madrid, Calpe, 1920.
Traducción de Carmen Gallardo de Mesa. El volumen recoge
ocho cuentos, entre ellos el que cita Freud.
229.
Friedrich Schiller, L’Anneau de Polycrate, Paris,
Charpentier, 1854, págs.
72-74. Traducción de Xavier Marmier.
Disponible en:
<fr.wikisource.org/wiki/L’Anneau_de_Polycrate (tr.
Marmier)>.
Acerca de Polícrates, hijo de Éaces y tirano de Samos en la
segunda mitad del siglo VI a. C., véase, Heródoto,
Historia, Madrid, Gredos, 1986, Libro III 39-43, págs.
90-97. El autor de la edición, Carlos Schrader, en la nota
222 (pág. 96), al indicar al lector el comienzo de la
narración por Heródoto de la accidentada historia del anillo
de Polícrates, menciona la inmortal balada de Schiller,
Der Ring des Polykrates, escrita en junio de 1797 y
publicada en el Musenalmanach de 1798, probablemente
la adaptación de un cuento popular. La edición española que
he manejado es: Schiller, Poesías líricas, Madrid,
Librería de los sucesores de Hernando, 1907, tomo I, págs.
236-239. Cada poesía lleva en el Índice el nombre del
traductor, siendo Juan Luis Estelrich el de la mayoría del
volumen, además del colector; sin embargo, El anillo de
Polícrates lo traduce Teodoro Llorente. La edición va
acompañada de un Prólogo de Juan Fastenrath.
230.
Acerca de la noción de ka o «doble» del faraón
difunto en Egipto, emanación del dios Ra, véase la nota 65
de mi ensayo sobre El idiota.
231.
De Caligari a Hitler, pág. 66.
232.
Ibídem, pág. 68. Para quien no conozca la
película, cuando el director médico les dice a sus
colaboradores que Francis cree que él es Caligari, debe
aclararse que ese tal Caligari es un personaje malvado
supuestamente real que existió unos siglos antes en
Alemania, que inducía a un sonámbulo a cometer crímenes. En
el despacho del director del manicomio identificado por
Francis con Caligari, es donde se encuentra el grueso
volumen que habla de tan siniestro individuo del pasado.
233.
Obras Completas, tomo I, págs. 203-204.
234.
Juan Antonio Ramírez, Duchamp. El amor y la muerte,
incluso, Madrid, Siruela, 1993, págs. 191-192.
235.
Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia
religiosa, págs. 95-96.
236.
Juan Manuel Almarza Meñica, «El sufrimiento del
inocente en “La leyenda de El Gran Inquisidor” de F.
Dostoievski», en la obra colectiva La religión,
¿cuestiona o consuela? En torno a La leyenda de El Gran
Inquisidor de F. Dostoievski, Barcelona, Anthropos,
2006, pág. 41. La cursiva que aparece en la cita es mía. |
237.
Thomas Mann, «Freud y el porvenir», en Schopenhauer,
Nietzsche, Freud, Barcelona, Bruguera, 1984, pág. 225.
La traducción y la nota preliminar corresponden a Andrés
Sánchez Pascual, quien nos informa que «Freud y el porvenir»
fue en su origen una conferencia pronunciada por vez primera
en Viena el 8 de mayo de 1936, para celebrar los 80 años del
padre del psicoanálisis.
238.
Giovanni Papini, Juicio Universal, Barcelona,
Planeta, 1959, págs. 634-635. La traducción es de Isidoro
Martín. La primera idea del vasto y controvertido libro la
tuvo Papini en 1904, aunque lo dejó inacabado en 1952.
239.
Aun sin compartirlo enteramente, siempre me ha
impresionado vivamente, desde que lo leyera en la salida de
la adolescencia, cómo despacha don Miguel de Unamuno, en su
extraordinario libro Vida de don Quijote y Sancho, el
capítulo VI del Quijote, el del escrutinio de la biblioteca
del hidalgo manchego: «Aquí inserta Cervantes aquel capítulo
6 en que nos cuenta “el donoso y grande escrutinio que el
cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro
ingenioso hidalgo”, todo lo cual es crítica literaria que
debe importarnos muy poco. Trata de libros y no de vida.
Pasémoslo por alto». Obras Completas, Madrid,
Afrodisio Aguado, 1950, tomo IV, pág. 138. Ejemplo máximo de
hombre libresco, y, por tanto, enemigo de la vida,
era Erasmo de Rotterdam para Giovanni Papini, quien afirma:
«La locura de Erasmo es la que se encuentra en mayor o menor
grado en todos los intelectuales de tipo senil y libresco,
pero en él asume contornos particularmente graves.
Principales síntomas: la desconfianza y la hostilidad contra
el mundo real; reducir toda la vida a la cultura y toda la
cultura a los libros; sostener que comprender vale más que
crear, recordar más que obrar, la dialéctica más que la
pasión, la intuición, la inspiración. Estos síntomas se
funden después en uno solo: preferir y buscar lo que se
asemeja y se acerca a la muerte; desconfiar o escarnecer
cuanto se asemeja o se aproxima a la vida». El comentario
procede del libro L’imitazione del Padre (1946), en
el que Papini dedica un breve capítulo a Erasmo centrado en
su libro Laus Stultitiae (Elogio de la locura),
escrito entre 1508 y 1509. El texto de Papini puede
encontrarse en castellano en Descubrimientos espirituales,
Buenos Aires, Emecé, 1951, págs. 100-105, una selección de
los últimos textos del que fuera enfant terrible de
las letras italianas llevada a cabo por Vintila Horia bajo
la supervisión del propio Papini, que sugirió también el
título del volumen.
240.
El cristianismo de Dostoievski, pág. 122.
241.
Ibídem, pág. 126.
242.
Ibídem, págs. 138, 140, 141, 145, 148 y 149.
243.
Ibídem, págs. 150-151. |
|
Málaga, 7 de septiembre de 2013, festividad de Santa Regina, virgen y mártir, nacida en Alesia (Autun), en la antigua
Galia, en el siglo V. |
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| |
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Enrique Castaños Alés
(Málaga, 1956). Profesor de
Instituto de Enseñanza Media
desde 1982 hasta 2016.
Profesor asociado del
Departamento de Historia del
Arte de la Universidad de
Málaga durante los cursos
2006-2011. Licenciado en
Filosofía y Letras en 1979,
se especializó en Historia
Medieval. Su Memoria de
Licenciatura, leída a
finales de 1981 y aprobada
con la calificación de
Sobresaliente por
unanimidad, versó sobre
El socialismo
postrevolucionario anterior
a Karl Marx: Charles
Fourier, Henri de Saint
Simon, Robert Owen y
Pierre-Joseph Proudhon.
Su Tesis Doctoral, defendida
en el año 2000 con la
calificación de
Sobresaliente cum Laude,
se centró en Los orígenes
del arte cibernético en
España.
La experiencia del Centro de
Cálculo de la Universidad de
Madrid.
Es autor del libro La
pintura de vanguardia en
Málaga durante la segunda
mitad del siglo XX
(1997), reelaborado y
ampliado en 2011 bajo el
título Las artes
plásticas en Málaga en la
segunda mitad del siglo XX.
Crítico de arte del diario
SUR de Málaga entre 1996 y
2012. Colaborador de las
revistas Lápiz,
Galería, Cuadernos
Hispanoamericanos,
Boletín de Arte de la
Universidad de Málaga,
Arte y Parte y
Fedro. Revista de Estética y
Teoría de las Artes
(Universidad de Sevilla).
Ha sido Director de la Sala
de Exposiciones de la
Diputación de Málaga,
Coordinador de la Sala de
Exposiciones de la
Universidad de Málaga,
Director del Departamento de
Promoción Cultural de la
Fundación Picasso-Casa Natal
y comisario de múltiples
exposiciones, entre las que
destacan las antológicas y
retrospectivas dedicadas a
Manuel Barbadillo Nocea,
Stefan von Reiswitz,
Godofredo Ortega Muñoz,
Esteban Vicente y Francisco
Hernández Díaz. Ha
comisariado exposiciones
monográficas de Tomás García
Asensio, Lugán, Oriol
Vilapuig, Santiago Mayo,
Jordi Teixidor Otto, Andreu
Alfaro, Manuel Salinas,
Pablo Alonso Herráiz, Dámaso
Ruano Gómez, Manuel
Mingorance Acién y el
Colectivo Palmo de Málaga.
En 1992 fue comisario de la
exposición El arte de
construir el arte, con
los fondos del Colegio de
Arquitectos de Málaga.
Colaborador de la muestra
«Andalucía y la modernidad»,
del volumen Arte desde
Andalucía para el siglo XXI,
y del catálogo de la
exposición El discreto
encanto de la tecnología,
celebrada en el MEIAC de
Badajoz y el Museo ZKM de
Karlsruhe.
Ha impartido numerosas
conferencias y ha sido
ponente en diversos
seminarios organizados por
las Universidades de Málaga
y Alicante.
Ha escrito y
publicado en revistas
especializadas amplios
artículos sobre diversas
novelas de Bram Stoker,
Nathaniel Hawthorne, Anne
Brontë, Miguel de Unamuno y
Fiodor Dostoyevski, así como
sobre películas de Leontine
Sagan, Leni Riefenstahl,
Philippe Claudel, Leopold
Jessner, Ludwig Wolff y Paul
Czinner. Colaborador del
Diccionario Biográfico
Español de la Real Academia
de la Historia. En 1997
publicó unas Consideraciones
sobre «Ordet», de Carl
Theodor Dreyer.
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GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 3. Página 15. Año XXII. II Época. Número 117.
Octubre-Diciembre 2023. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2023
Enrique Castaños Alés.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2023 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte.
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