|
DOSTOYEVSKI INCLUYÓ «LA mansa» en las
páginas de Diario de un escritor
correspondientes a noviembre de 1876. El
título en ruso es «Krotkaya» («Krotkaïa»
traducen los franceses). Me remito a la
traducción, directamente del ruso, de Rafael
Cansinos Asséns para la legendaria edición
de Aguilar de las Obras Completas del
inmortal novelista, publicada por vez
primera en 1936. He manejado la edición de
1961, donde aparece en el tercer y último
tomo, con una extensión de treinta páginas,
que vendrían a ser unas noventa en una
edición normal. El título de esta breve
narración ha sido traducido en otros idiomas
como «La dulce», «La tímida» o «La sumisa».
Me atengo, insisto, a la versión del eximio
literato y polifacético traductor sevillano.
Estas interpolaciones estrictamente
literarias ocurren otras tres veces en el
Diario: «Bobock. Anotaciones de cierto
individuo», publicado originalmente en 1876,
en el núm. 6 de la revista El Ciudadano;
«El campesino Marei», de febrero de 1876, un
entrañable y conmovedor recuerdo de infancia
del propio novelista; y «Sueño de un hombre
ridículo», de abril de 1877, otra
indiscutible obra maestra como «La mansa»;
en esta ocasión, una reveladora alegoría en
torno al pecado original y al mito de la
caída, así como al de la Edad de Oro, en
consonancia con la profunda fe evangélica
del escritor.
El propio autor nos advierte al principio,
en una a modo de introducción, que ha
querido hacer una excepción respecto de los
habituales contenidos del monumental
Diario, en el que vertía sus opiniones
personales sobre la actualidad política y
cultural, junto con numerosos y extensos
artículos de sagaz y aguda crítica
literaria. Dice que ha estado trabajando en
la «novelita» el mes entero, que es tanto
como afirmar que la ha elaborado muy
concienzudamente, considerando también
necesario justificar o explicar sucintamente
por qué la ha subtitulado «Relato
fantástico», donde fantástico no alude tanto
al fondo de la historia como al modo en que
está escrita, alterando libremente las
nociones espacio-temporales y otorgando
prioridad absoluta a la visión subjetiva, de
manera similar a como procedió Víctor Hugo
en su obra maestra El último día de un
sentenciado a muerte, de 1829. |
«La mansa» está narrada en primera persona
por el protagonista varón de la historia,
convirtiéndose en un dilatado y
pormenorizado monólogo que transcurre ante
el cuerpo amortajado, colocado sobre una
mesa, de su jovencísima esposa, quien se ha
suicidado, arrojándose por la ventana, seis
horas antes de ese mismo domingo por la
mañana en que el marido comienza a cavilar
sombríamente, sentado en una silla, al lado
del cadáver de quien está convencido haber
amado, tratando de encontrar una explicación
lógica a tan fatal e incomprensible
desenlace. En ningún momento sabemos cuál es
el nombre de ambos esposos, riguroso
anonimato que ya había hecho suyo
Dostoyevski como aspecto inseparable de la
técnica narrativa en su imprescindible
Memorias del subsuelo (1864).
La pregunta fundamental que se hace el
marido, y con él el lector, es por qué su
mujer se ha matado. Quizá sea esta la
narración dostoyevskiana, a pesar de su
reducido tamaño y de que muchos podrían
juzgarla como una obra muy menor, donde, de
manera deliberada, se omite de modo más
contundente una respuesta satisfactoria, una
explicación racional, quiero decir, donde
más persiste el enigma existencial cuando
hemos terminado su lectura. El arcano del
suicidio de la muchacha es, en más de un
aspecto, consecuencia de la reserva que
envuelve ambas personalidades. Eso no quiere
decir que Dostoyevski no ahonde con casi
intolerable profundidad en los abismos del
alma de cada uno de los esposos; lo hace,
pero manteniendo zonas en penumbra, recodos
dificilísimos de atisbar, secretos que
permanecen escondidos en la más oculta
intimidad. De ahí las múltiples
interpretaciones a que se presta no sólo el
espantoso suceso, sino también la vida
interior de los cónyuges, una palmaria
incógnita. El lector permanece, después de
haber leído el relato, con un extraño y
amargo sabor de boca, pues deberá hallar por
sí mismo la solución a un acertijo, si es
que tal solución verdaderamente es posible,
y sin olvidar que el acertijo está
construido en relación con un problema
moral, vital, existencial, puramente
individual, en ningún caso social.
André Gide, en su libro Dostoïevsky,
publicado originalmente en 1923 (Barcelona,
José Janés, 1950), decía que el escritor
ruso sigue siendo el hombre «del que nadie
sabe cómo valerse», y que nos damos cuenta,
al despertar de la lectura de sus grandes
obras, que acaba de hacer blanco en algún
punto secreto «que pertenece a nuestra
verdadera vida», explicación del porqué, a
juicio del controvertido autor francés,
algunos hombres inteligentes, en nombre de
la cultura occidental, recusan el genio de
Dostoyevski. No debemos, pues, sorprendernos
del sinnúmero de rechazos que el inabarcable
novelista suscita. La razón aducida por Gide
es muy sólida en este aspecto concreto que
tiene que ver con el lector. Dostoyevski nos
resulta incómodo, demasiado incómodo. Hurga
en grado extremo, casi con morbosidad, por
entre los intersticios de nuestra alma a
través de los de sus personajes, incluso por
aquellos que no queremos reconocer ante
nosotros mismos, que nos espanta el siquiera
pasar de lejos ante ellos. Nos desnuda por
completo. Nos deja inermes. Nos obliga a
encarar con decisión y dignidad quiénes
somos. De otro lado, la vida íntima es más
importante que las relaciones de los hombres
entre sí. A juicio de Gide esta sería otra
de las causas de las afinidades y rechazos
que provoca la lectura de su obra. |
Algo de esto se desprende de
nuestra «novelita». El marido es
un hombre de cuarenta y un años,
orgulloso, que ejerce como
prestamista. Semejante actividad
no es que le entusiasme, pero se
ha visto obligado a ella por un
desagradable incidente que tuvo
lugar en su regimiento, pues la
vida militar había sido su
sincera vocación desde la
juventud. Lo que ocurrió no fue
más que un malentendido. Los
compañeros del regimiento
creyeron sin fundamento alguno
que no los había representado
dignamente, que no los había
defendido con gallardía cuando
un teniente de un regimiento de
húsares, estando borracho, los
había desacreditado delante del
público y de otros oficiales. Es
más, nuestro hombre había
abandonado el local sin proferir
ninguna palabra, siendo él
también un oficial. A modo de
descargo, los camaradas del
regimiento le conminaron a
batirse en duelo con el
provocador, único modo de
resarcir la afrenta sufrida.
Pero él se niega, no por
cobardía, sino porque no acepta
imposiciones de nadie. Además,
el asunto, estima él, no le
concierne en absoluto. Ante la
hostilidad de sus compañeros,
decide incorporarse a la vida
civil.
Este hombre conoce a la que
luego se convertiría en su
mujer, en su tienda de empeño,
una amplia estancia que es aneja
a la vivienda. Cuando la
muchacha acude por vez primera
al establecimiento, no tiene más
que quince años y nueve meses.
Desde el primer instante se hace
visible su extremada reserva, su
timidez, su carácter huidizo y
asustadizo. No obstante, es
orgullosa y no le falta
voluntad, determinación. De
cabello rubio, es menuda, bien
proporcionada y de hermoso
rostro. Sus grandes ojos son
«azules» y «pensativos». Regresa
varias veces, siempre con
idéntico propósito: empeñar
baratijas, aunque para ella
poseen un elevado valor
sentimental. Durante un tiempo,
el prestamista lleva a cabo
ciertas pesquisas sobre la
joven, averiguando que es
huérfana de padre y de madre
desde tres años atrás, y que
vive con dos tías carnales,
hermanas entre sí, la mayor una
viuda con seis hijos y la menor
una «solterona feísima». En la
casa hay una criada, Lukeria
[Gliceria], muy fiel a la
muchacha, hasta el punto de irse
a vivir con los recién casados
cuando el matrimonio
eclesiástico tuvo lugar. |
El lector también sabrá, a
través del monólogo del
prestamista, que la joven es
tratada peor que una sirvienta
en casa de sus tías, que está
malnutrida, incluso que ha sido
maltratada físicamente. Debe
desempeñar los trabajos más
onerosos, como fregar
arrodillada el suelo a mano.
Hasta la obligan a impartir
lecciones a sus díscolos e
impertinentes primitos. Pero
todo esto, aun siendo grave, no
es lo peor. El novelista pasa
como de puntillas sobre un hecho
decisivo, si bien el prestamista
lo explicita con claridad
meridiana: «De todo lo cual
resultó que la pobre muchacha
decidió sencillamente venderse».
Lo que encierra la frase no se
vuelve a mencionar nunca más, de
tal manera que pareciera algo
que nada tuviese que ver con
nuestra historia, como si fuese
un hecho por completo
intrascendente y ajeno al curso
de los acontecimientos. Pero el
lector atento no puede olvidar
esa frase escueta, sorprendente,
imprevista, que golpea la
conciencia. Supone que la
angustia, la desesperación, la
indigencia de la joven la han
conducido a prostituirse, aunque
haya sido alguna vez, muy
esporádicamente, casi como
ocurre con una estrella fugaz
que atraviesa el firmamento sin
que podamos apenas percatarnos
de ello. Sin embargo, no cabe
duda de que ese hecho ha debido
dejar una huella profunda,
imborrable, en la muchacha; más
aún, que ha depositado en su
alma un atormentado sentimiento
de culpa. Fijémonos bien. La
mansa es inequívocamente pura,
honesta, pudorosa, hasta un
grado ilimitado. Pero esta
pureza sin mácula no es óbice
para haber pecado. Puede parecer
una paradoja, pero, gracias a
haber pecado, puede uno
redimirse. Sólo los pecadores se
redimen. Por desgracia, la mansa
no se redime, o, más bien, está
convencida en lo más profundo no
ser posible para ella redimirse.
Dostoyevski no ve necesario en
este caso insistir en tan
delicada cuestión, hasta el
punto de que un lector
descuidado puede olvidarse
fácilmente de ella. No obstante,
la mansa es una hermana
espiritual menor de esas
sublimes encarnaciones
dostoyevskianas, únicas en toda
la literatura universal, que
son, por poner los tres ejemplos
más señeros, Sonia Marmeladov,
Nastasia Filíppovna y Katerina
Nikoláyevna, esas prostitutas de
corazón puro, de alma limpia, de
increíble integridad moral, que
encontramos entre las páginas de
Crimen y castigo, de
El idiota y de El
adolescente. En el caso
concreto de Katerina, no es
exactamente una prostituta, ni
siquiera ocasional, aunque
mantiene relaciones ilícitas con
Versílov, el padre biológico de
Arkadii, el adolescente. Puede
haber quien piense que lo que
acabo de decir sea una
contradicción, una paradoja,
pero así son esas criaturas
dostoyevskianas que nos mueven a
la piedad y a la compasión;
mejor aún, con las que nos
identificamos plenamente, pues
siempre que surgen estas
encarnaciones femeninas en la
novelística de Dostoyevski
remiten inexcusablemente a María
Magdalena, su modelo inigualable
e imperecedero para el corazón
de los hombres. El novelista no
insiste en esta ocasión, no se
recrea en tan problemático
aspecto; de ahí que haya dicho
que la mansa sería una hermana
menor de aquellas otras tres
supremas personificaciones, tan
complejas las dos últimas. |
Desde el primer momento en que
tiene trato con ella, el
prestamista está decidido a
alcanzar un ascendiente sobre la
mansa, a mantener una relación
de superioridad, a triunfar
«sobre la pobre chica». Se
complacía en imponerse a ella,
en agigantarse «a sus ojos». Ya
hemos recordado que era
orgullosa. Sobre esta faceta tan
destacada del carácter en las
mujeres, piensa él: «Las
orgullosas están particularmente
bien cuando…, bueno, cuando no
podemos dudar de nuestro
ascendiente sobre ellas».
Finalmente, se decide a
desposarse con la muchacha. Esta
tiene por entonces un
pretendiente que la acecha desde
hace un año, un comerciante
cincuentón que posee dos tiendas
de ultramarinos, un individuo
repulsivo y lascivo que ha
enviudado dos veces, con hijos
de ambas mujeres, a las que
maltrató hasta que ellas
murieron. Todo este plan de
matrimonio interesa
particularmente a las tías de la
mansa, quienes presuponen que
pueden obtener algún beneficio
económico de ello, aunque
aparenten hipócritamente un leve
desagrado. De hecho, el
prestamista las compensará con
unos pocos centenares de rublos,
a fin de evitar cualquier
oposición. Ahora bien, ¿qué
piensa de todo esto la joven?,
¿desea verdaderamente casarse?
El prestamista es insistente,
forzando de una manera suave,
aunque sin dejar, al fin y al
cabo, de apremiar que elija
entre uno de los dos, que tome
una resolución definitiva. La
chica, que quizás carezca aún de
suficiente madurez, que está en
cierto modo bloqueada, que
malvive junto a sus insensibles
tías, que sufre interiormente,
acaba cediendo, optando, como si
dijéramos, por el mal menor, a
saber, por el prestamista, de
quien, ni mucho menos, está
enamorada. Tampoco él parece
estarlo, sino que todo apunta a
que se casa por conveniencia,
por estabilizar su vida, por no
continuar estando solo.
Dostoyevski elude
conscientemente hablar de
motivaciones groseramente
carnales, sensuales. No cabe
duda alguna, en este sentido, de
que el prestamista respeta en
todo momento a la muchacha, que
la trata con educación, que es
considerado. Pero, y esto no
puede ser desdeñado si queremos
esclarecer mínimamente las
causas del suicidio de la mansa,
no sólo está aquella cuestión
decisiva de querer imponerse a
su esposa, mostrar una suerte de
superioridad moral, «hacer el
papel de un salvador», lo cual
conlleva inexorablemente una
humillación hacia la joven, sino
que, de manera a todas luces
insólita, ha decidido que ella
debe descubrir, por sí misma,
quién es él, qué secretos guarda
su corazón, qué idea tiene de la
existencia. Es como si quisiera
domarla, poseerla anulando la
propia personalidad de la moza.
Al lector le cuesta comprender
los oscuros y retorcidos
propósitos del esposo: «Yo
notaba muy bien que ella estaba
todavía terriblemente triste,
pero… agravé aún más, con toda
intención, la cosa»; adviértele
de que no ha de faltarle nunca
de comer, pero que de ir al
teatro o a bailes, esto es, de
divertirse, por ahora nada:
«Aquel tono severo me
encantaba». Él odiaba en
realidad la tienda de préstamos,
y, de algún modo, quería
«vengarse de la sociedad». La
mansa lo ha adivinado, más por
intuición que por neta
inteligencia. La facultad de la
intuición vinculada a la
experiencia vital no sólo es
fundamental en el propio
Dostoyevski respecto de la
pretendida superioridad del
encumbrado conocimiento
racional, sino también en muchos
de sus más consumados
personajes. Sobre esta cuestión,
abordada por multitud de
críticos, se detiene
particularmente el pensador y
teólogo laico ruso Pablo
Evdokimov en su librito
Introducción a Dostoyevski: en
torno a su ideología,
escrito a principios del decenio
de 1940 (Cartagena, Murcia,
Athenas Ediciones, 1959). El
caso es que la apesadumbrada
muchacha lo ha intuido, y ha
acertado, como no tiene por
menos que admitir su esposo: «De
suerte que su aguda observación
de aquella tarde sobre si yo me
vengaba, no había estado tan
fuera de lugar». |
Cuando ella, al principio de
hacerse novios, se sinceraba con
él, le hablaba de sus padres,
mostraba algún tipo de emoción,
el prestamista respondía de modo
distante, desapacible: «Pero yo
echaba inmediatamente un jarro
de agua fría sobre su
entusiasmo. Precisamente en eso
estribaba mi plan. A sus
primeros arrebatos respondía yo
con mi silencio». Ansiaba
«parecerle un enigma». Pero,
ante el cadáver de la
desgraciada, reconoce
tímidamente su error: «Para
obligarla a adivinar este
enigma, no pude yo acaso hacer
gala de mayor necedad. En primer
término, seriedad…». Aspecto
esencial del comportamiento del
prestamista ante la muchacha es
el silencio, el cual derivaba
directamente de su orgullo. El
silencio entendido como un arma
de dominación, de sumisión, de
anonadamiento. Durante los
iniciales ejemplos consecutivos
de semejante actitud del esposo,
ella le contradecía, le
contestaba, pero, al poco
tiempo, «fue callando
paulatinamente, hasta terminar
por no decir nada». En la
inicial rebeldía de la joven
jugaba un papel importante la
«puerca tacañería» del esposo,
la suma importancia que este
concedía al dinero, ejerciendo
un férreo control sobre la
contabilidad doméstica. Había
establecido rígidamente el gasto
diario a tan sólo un rublo, al
que, como una benevolente
concesión, añadió de propina
treinta copeicas [el kopek o
kopeika era entonces y es
todavía la centésima parte del
rublo]. La más destacada muestra
de rebelión ocurrió en cierta
ocasión en que, habiéndose
quedado ella al cuidado de la
tienda, pues él confiaba en que
habría de seguir a rajatabla las
instrucciones dadas respecto del
comportamiento con los clientes,
accedió a entregar más dinero
del permitido a una mujer que
vino a cambiar un objeto
personal previamente empeñado.
La esposa había estado presente
cuando el marido negose a
semejante canje, y, no obstante,
habiéndose ausentado
accidentalmente aquel, y dado
que la mujer había vuelto, la
mansa actuó por su cuenta,
apiadándose, quién sabe, de esa
desconocida, en la que había
podido observar su previo estado
de zozobra. El hombre no
reaccionó con especial
severidad, cosa que, por lo
demás, nunca hacía, pero sí la
apartó de esa tarea.
Hemos mencionado, y no es
baladí, la proverbial mezquindad
del marido. Sin embargo, en este
aspecto, como en muchos otros,
mostraba una ostensible
contradicción. Esta se puso
claramente de manifiesto durante
la grave enfermedad de ella, que
la tuvo postrada seis semanas en
la cama, con mucha fiebre, lo
que la hacía delirar, temiéndose
seriamente por su vida. No se
apartó apenas de su lado,
cuidándola como si fuera su
hija, haciéndose relevar
únicamente por Lukeria, que le
profesaba un entrañable cariño a
su señorita. No reparó en
gastos. Hizo llamar a un médico
alemán de cierta notoriedad, un
tal Schröder, a quien abonaba
por cada visita a la enferma la
cantidad de diez rublos. |
Pero antes de la enfermedad, la rebelión de la esposa
manifestose en un asunto muy concreto que deterioró
notablemente unas relaciones ya de por sí difíciles, sin
contar con la independencia mostrada unilateralmente en
la tienda respecto del valor concedido a los objetos que
empeñaban los clientes. El caso fue que la chica conoció
a aquel teniente del regimiento de húsares contra quien
habíase negado el prestamista a batirse en duelo cuando
era aún oficial. Se lo hizo saber. Estaba confundida.
Creía ingenuamente que su marido se había comportado
como un cobarde. No acertaba a comprender por qué no se
había sincerado con ella, ocultándole el incidente desde
el noviazgo. Él le expresó con rotundidad que se
equivocaba, que la valentía había consistido
precisamente en no entrar al trapo, en perseverar en su
autonomía de criterio, aunque ello le hubiese obligado a
abandonar el servicio y vivir miserablemente durante
tres años, hasta que heredó de su madrina tres mil
rublos, parte de los cuales invirtió en abrir la casa de
empeños.
La chica se las arregló para concertar una cita con
aquel individuo, el susodicho teniente, un tal
Yefímovich. Pero el marido no se quedó atrás. Logró
esconderse, sin duda con la ayuda de alguna patrona, en
la habitación contigua a la de la entrevista, pudiéndolo
oír todo. En los encendidos elogios que él, en su
monólogo, dirige a la joven en relación con esta cita
secreta, en la que se dejan traslucir las lúbricas
intenciones del despreciable Yefímovich, volvemos a
estrellarnos de nuevo con las irracionales
contradicciones de un hombre enigmático y oscuro. Dice
que, durante una hora, asistió «a la lucha interior de
una mujer, la más noble y casta de este mundo, con el
ser más corrompido y depravado», que aquella a quien él
había tenido hasta entonces por una «pazguata», una
«inocentona» y una «inexperta», se condujo con «aquel
santo desprecio que a la criatura dotada de pureza
inspira el vicio». Concluye afirmando «que pude
cerciorarme de la aversión que me tenía; pero también
pude comprobar hasta qué punto era inocente y pura».
Sale él de su escondite, el degenerado queda
desconcertado, profiere algunas palabras con tintes de
bravuconería fatua, y los esposos regresan silenciosos a
casa. ¿Cómo se compadecen semejantes encarecimientos con
el hecho de que esa noche fuese la primera en que no se
acostaron ambos cónyuges en la misma cama, terminando
ella por echarse en un diván situado junto a la pared?
Bien es verdad que la decisión fue de la chica, pero
¿por qué no trató él de disuadirla?, ¿por qué ese
lacerante silencio?, ¿por qué no le comunicaba con toda
franqueza que la estimaba, incluso que la amaba,
pudiendo libremente disponer ella de su persona, aunque
fuera para abandonarlo? Esto último, la verdad sea
dicha, siempre se lo concedió él. Si ella permanecía a
su lado era por su propia voluntad, sin coacción de
ningún tipo. |
Asimismo, con anterioridad a la enfermedad, aconteció un
hecho decisivo, el auténtico punto de inflexión de toda
la historia, pues si algo lo caracteriza es que pudieron
ambos, en secreto, delante el uno del otro, pero sin
revelar nada de sus pensamientos más íntimos, medir sus
respectivas fuerzas, sus escondidas intenciones, sus
individuales capacidades; en suma, hasta dónde estaba
dispuesto a llegar cada uno. En realidad, el lector
nunca tendrá la certeza absoluta del conocimiento que,
de la casi inverosímil situación creada, cada uno de los
esposos poseerá respecto de los propósitos del otro,
especialmente ella, que es posible que siempre
permanezca en la duda sobre si él finge o no. ¿O lo
había descubierto todo, es decir, había calado hasta lo
más recóndito esa supuesta personalidad enigmática del
marido, guardando para sí tan revelador hallazgo? El
prestamista acabará por admitir esto último, y el
lector, posiblemente, asentirá con él.
El caso es que un día, sobre las ocho de la mañana,
estando él todavía en la cama, aunque despierto, abrió
por un instante los ojos y vio a su esposa de pie en la
habitación con un revólver en la mano, el mismo que el
prestamista había adquirido para protegerse en la tienda
y que previamente había mostrado sin tapujos a su mujer.
Él cerró los ojos de nuevo, simulando continuar dormido,
pero al pronto sintió el frío del acero del cañón del
arma sobre una de sus sienes. Transcurrieron unos
minutos. De improviso, él abrió sus ojos, encontrándose
con los de ella durante un segundo. Otra vez volvió a
cerrarlos, decidido a no volverlos a abrir, ocurriese lo
que ocurriese. ¿Pudo ella pensar que en realidad estaba
dormido y que los abrió mecánicamente, como en un sueño?
La tensión llegó a un límite extremo. Se trataba de un
desafío mutuo, particularmente por parte de él, a fin de
hacerle comprender, de una vez por todas, que no era un
cobarde. Ella disponía ahora de plena libertad para
apretar o no el gatillo. Al fin retiró el arma. Cuando
él volvió a abrir los ojos, su esposa había desaparecido
ya de la estancia. ¿Adivinó ella el fingimiento del
marido? ¿Llegó a estar resuelta, aunque fuera fugacísima
o incluso inconscientemente, a deshacerse de él? Más
importante aún que estas preguntas es el nefasto efecto
que el suceso produjo en el alma de la chica, pues, a
diferencia de lo que el prestamista creyó como lo
verdaderamente relevante, a saber, que había dado
muestras de su inequívoca valentía, en realidad había
producido una desastrosa humillación en la muchacha. Él,
ni mucho menos, es ajeno a ello. Todo lo contrario.
Actuó muy conscientemente. Las palabras de su monólogo
lo confirman: «…suponiendo que hubiese ella adivinado la
verdad y supiese que yo no dormía, tenía yo que
humillarla, que anonadarla con mi prontitud a dejarme
matar… ¿Qué me importaba ya la vida a mí después de
haber visto que la criatura que yo adoraba me había
puesto en la sien el revólver?… ¡He vencido, he
vencido…, y la he domado para siempre!». Más aún: «Al
aguantar yo el cañón del revólver contra mi sien me
vengué de todo mi sombrío pasado. Y aunque no lo supiera
nadie, ella sí lo supo, y eso lo era todo para mí…». Ese
mismo día compró una cama de hierro para ella y un
biombo, colocándolos en la alcoba, con el fin de
consumar la ruptura, aunque fuese temporalmente. Aunque
no le dijo nada, «aquella cama vino a decirle que yo lo
había visto y lo sabía todo». Por la noche volvió a
colocar el revólver encima de la mesita. Ella se acostó
en la cama de hierro: «…nuestro matrimonio estaba
deshecho; estaba vencida, pero todavía no se la podía
perdonar». Démonos cuenta del intrincado e inasequible
modo de razonar del prestamista. Advertimos ciertos
paralelismos con la irracionalidad, con la ausencia de
lógica que guía el pensamiento del anónimo personaje de
Memorias del subsuelo. ¿Qué pretendía demostrar
con su actitud ante una muchacha de dieciséis años? Si
era cierto que la quería, que la consideraba pura y
casta, ¿a qué ese inextricable y sinuoso proceder? La
única explicación plausible era algo ya señalado: que
anhelaba conquistar una superioridad moral sobre la
chica, domeñarla, inducirla a que poco menos que lo
reverenciase. Pero, al no tener en cuenta los íntimos y
sagrados sentimientos de ella, al no reparar en que
tenía delante un ser más maduro, más emancipado, más
silenciosamente rebelde de lo que él pudiera nunca
sospechar, originó un enrarecimiento en la relación, una
desconfianza, un inconfesable sufrimiento que
desembocaría en un trágico final. |
Después de este penoso y capital
incidente en el hilo narrativo,
aconteció la grave enfermedad de
la esposa, durante mes y medio
del primer invierno desde el
casamiento. Pasó el invierno y
llegó la primavera, y con ella
el mes de abril. Fue
precisamente a mediados de abril
cuando todo se quebró. Cuando se
restableció de su dolencia,
comenzaron ambos a mirarse a
hurtadillas. Él continuaba con
su obsesivo y fijo juicio: «…el
pensamiento de su humillación me
resultaba, a pesar de todo,
decididamente grato». Y ello a
pesar de que «a veces me
inspiraba compasión». Un mes
antes de mediados de abril
«había notado en ella una
cavilosidad extraña», no sólo
«taciturnidad, sino
ensimismamiento profundo». Un
día de abril púsose,
inesperadamente, ella a cantar
en su presencia, aunque, como
confesó Lukeria, solía hacerlo
cuando su marido se ausentaba.
Este interpretó aquello como una
prueba evidente de que lo había
olvidado por completo, que se
había desentendido de él. Pero
de nuevo vuelven a surgir
aproximaciones efímeras entre
ambos, de todo punto
incomprensibles, por la ternura
que descubren, como cuando él le
susurra que la quería mucho, que
se conforma sólo con besarle la
ropa, que lo único que desea es
adorarla, provocando en ella,
paradójicamente, un susto
ingobernable, que la hace
prorrumpir en «sollozos y
tiritones», presa de «un ataque
de nervios terrible». Al
conducirla él hasta la cama, es
ahora ella quien le ruega que se
tranquilice, que no se
atormente, echándose de nuevo a
llorar. Él no sabe cómo
consolarla. Le confiesa la firme
decisión de traspasar la tienda,
de marcharse juntos, por una
larga temporada, a la localidad
francesa de Boulogne-sur-Mer,
junto al Paso de Calais,
aprovechando los consabidos tres
mil rublos de la herencia de la
madrina, y, al regresar,
comenzar una nueva vida. Ella
continuaba llorando; sin
embargo, le confiesa: «¡Y yo que
pensaba que tú me ibas a dejar
sencillamente!». Pero él está
seguro de que ha dicho esto
«contra su voluntad». |
|
El domingo del suicidio, todo ocurrió muy rápido.
Lukeria estaba sola con su señorita. No le perdía ojo. A
cada momento echaba una mirada al dormitorio. Pareciole
oír un ruido extraño y se acercó sin tardanza. No había
sido nada. Al poco rato, al volver a mirar, vio a la
joven de pie, echada sobre el antepecho, junto a la
ventana, con la mano sobre la mejilla, pensativa, tanto,
que no se dio cuenta de su presencia. Estaba
completamente absorta en sus propios pensamientos.
Lukeria se tranquilizó. Pero no había hecho más que
volver a la cocina, cuando de nuevo escuchó otro ruido.
Esta vez sí. La mansa se había subido al alféizar de la
ventana, de espaldas a la habitación, apretando con
fuerza sobre su pecho un icono que representaba a la
Virgen María. Lukeria gritó. La mansa hizo un ademán
para volverse, pero se arrojó al vacío, «con el icono
apretado contra el pecho». Eso fue todo. Al regresar el
marido, que se culpaba de no haberlo hecho cinco minutos
antes, encontrose con el cuerpo inerte de su esposa
sobre la acera. Es en estos momentos cuando asoma el
Dostoyevski asombrosamente capaz de describir los más
nimios detalles, de manera tan escrupulosa que se nos
hacen insufribles, causándonos una desazón muy honda,
moviéndonos a esa clase de compasión que no acertamos a
explicar, como cuando insiste una y otra vez en la
observación de un vecino, el cual repite pertinazmente
que tan sólo había junto a la cabeza de la suicida «una
cucharada de sangre». El bello rostro de la mansa no
había padecido ningún rasguño, manteniéndose incólume,
sin la más mínima deformación.
Dejemos que el marido se exprese ante el cadáver de su
esposa yacente sobre una mesa: «¿Por qué se ha matado
ella?... Siempre quedará por resolver esa cuestión. Mi
amor la asustó; ella se preguntó concienzudamente:
“¿Debo o no debo aceptarlo?”, y no pudo sufrir esa
pregunta y optó por la muerte… había prometido
demasiado, se asustó; temió no poder cumplirlo…».
¿Quiere decirnos con esto el marido que ella se ha
matado por creer que no era capaz de amar como se debe
amar verdaderamente? Y continúa: «Pero ella era
demasiado honrada, demasiado pura, para contentarse con
un amor como el que necesitaba el tendero; no quería
engañarme de ese modo… No sabría decir si me estimaba o
despreciaba… Yo la atormenté hasta causarle la muerte;
eso es todo». |
A veces pensamos que pretende justificarse; otras, que
se considera sencillamente culpable. No sabemos con qué
carta quedarnos. ¿Es que hay que elegir inexcusablemente
una? Es posible que se matase por pura desesperación,
por no encontrar ninguna salida, por tener que vivir
junto a un hombre que no ama, ella, una muchacha que ha
sufrido mucho, pobre, desamparada, sola. La soledad, esa
es la auténtica desdicha, concluye finalmente el
novelista a través del monólogo de su inaccesible
personaje. Pero aún más impenetrable es la mansa. ¿Se
puede, en verdad, entrar en los recovecos más secretos
del alma? Dostoyevski lo ha conseguido con muchos de sus
más conspicuos personajes. En esta ocasión, sin embargo,
pareciera como si dejara premeditadamente una
interrogatio a la que no es posible responder. |
|
Málaga, 13 de mayo de 2022, festividad de Nuestra Señora de Fátima. |
|
|
|
|
Enrique Castaños Alés
(Málaga, 1956 -
†Málaga, 2024). Profesor
de Instituto de
Enseñanza Media desde
1982 hasta 2016.
Profesor asociado del
Departamento de Historia
del Arte de la
Universidad de Málaga
durante los cursos
2006-2011. Licenciado en
Filosofía y Letras en
1979, se especializó en
Historia Medieval. Su
Memoria de Licenciatura,
leída a finales de 1981
y aprobada con la
calificación de
Sobresaliente por
unanimidad, versó sobre
El socialismo
postrevolucionario
anterior a Karl Marx:
Charles Fourier, Henri
de Saint Simon, Robert
Owen y Pierre-Joseph
Proudhon. Su Tesis
Doctoral, defendida en
el año 2000 con la
calificación de
Sobresaliente cum Laude,
se centró en Los
orígenes del arte
cibernético en España.
La experiencia del
Centro de Cálculo de la
Universidad de Madrid.
Es autor del libro La
pintura de vanguardia en
Málaga durante la
segunda mitad del siglo
XX (Fundación Pablo
Ruiz Picasso,
Ayuntamiento de Málaga,
1997), reelaborado y
ampliado luego bajo el
título Artes
plásticas en Málaga en
el siglo XX (Prensa
Malagueña, 2011) y, un
año más tarde, publicado
formando el vol. 23 de
la Historia del Arte
en Málaga, con el
título “Artes plásticas
en Málaga en el siglo XX.
2. Últimas posiciones de
la plástica malagueña”
(SUR, Málaga,
2012) y, recientemente
ha aparecido Entre la
belleza y el espíritu
(Ediciones del Genal,
Málaga, 2024), una
excelente y completa
compilación de sus
artículos y ensayos de
literatura, cine y
pintura publicados en
diversas revistas.
Crítico de arte del
diario SUR de
Málaga entre 1996 y
2012. Colaborador de las
revistas “Lápiz”,
“Galería”, “Cuadernos
Hispanoamericanos”,
“Boletín de Arte” (Dpto.
de Historia del Arte,
Universidad de Málaga),
“Arte y Parte”, “Fedro.
Revista de Estética y
Teoría de las Artes”
(Universidad de Sevilla)
y, desde luego,
“Gibralfaro” (Dpto. de
Didáctica de las
Lenguas, las Artes y el
Deporte. Universidad de
Málaga).
Ha sido Director de la
Sala de Exposiciones de
la Diputación de Málaga,
Coordinador de la Sala
de Exposiciones de la
Universidad de Málaga,
Director del
Departamento de
Promoción Cultural de la
Fundación Picasso-Casa
Natal y comisario de
múltiples exposiciones,
entre las que destacan
las antológicas y
retrospectivas dedicadas
a Manuel Barbadillo
Nocea, Stefan von
Reiswitz, Godofredo
Ortega Muñoz, Esteban
Vicente y Francisco
Hernández Díaz. Ha
comisariado exposiciones
monográficas de Tomás
García Asensio, Lugán,
Oriol Vilapuig, Santiago
Mayo, Jordi Teixidor
Otto, Andreu Alfaro,
Manuel Salinas, Pablo
Alonso Herráiz, Dámaso
Ruano Gómez, Manuel
Mingorance Acién y el
Colectivo Palmo de
Málaga. En 1992 fue
comisario de la
exposición El arte de
construir el arte,
con los fondos del
Colegio de Arquitectos
de Málaga. Colaborador
de la muestra «Andalucía
y la modernidad», del
volumen Arte desde
Andalucía para el siglo
XXI, y del catálogo
de la exposición El
discreto encanto de la
tecnología,
celebrada en el MEIAC de
Badajoz y el Museo ZKM
de Karlsruhe.
Ha impartido numerosas
conferencias y ha sido
ponente en diversos
seminarios organizados
por las Universidades de
Málaga y Alicante. Ha escrito y publicado en revistas especializadas amplios artículos sobre diversas novelas de Bram Stoker, Nathaniel Hawthorne, Anne Brontë, Miguel de Unamuno y Fiodor Dostoyevski, así como sobre películas de Leontine Sagan, Leni Riefenstahl, Philippe Claudel, Leopold Jessner, Ludwig Wolff y Paul Czinner. Colaborador del
Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. En 1997 publicó unas
Consideraciones sobre «Ordet», de Carl Theodor Dreyer.
Lamentablemente, Enrique Castaños, mi querido amigo, colaborador asiduo de “Gibralfaro” en sus secciones
de crítica literaria y
de cine, nos ha dejado el pasado 1 de septiembre de 2024. Era domingo. Hace tan sólo unos días. La dolencia que le afectaba desde hacía unos años le ha revelado el final del tiempo y le ha reclamado su estancia entre nosotros, para llevarlo a ese otro sitio en el que él, devoto convencido de una existencia trascendente en la que se dan cita las buenas personas, creía y quería estar, pasado su tiempo.
Su voz, acompasada y serena, aún resuena en mis oídos después de nuestro último contacto vía teléfono el pasado 24 de junio, domingo. Quién iba a imaginarse en ese instante… Parece mentira. Justo ayer, al apearme del coche que me traía de regreso de tierras extremeñas y salmantinas, me asaltó de forma imprevista la noticia de su fallecimiento. No la esperaba. La conmoción me dejó inerte. Durante un buen rato de la tarde no supe qué hacer. Tenía previsto contactar con él para anunciarle la pronta publicación del que, lamentablemente ahora, va a ser su última colaboración en Gibralfaro… este, que acaba de ver la luz en este número. ¡Dios, qué trabajo me cuesta asimilar algunas cosas!...
Enrique, amigo, un adiós que no es sino un hasta luego.
|
| |
|
|
GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral.
Edición no venal. Sección 3. Página 13. Año XXIII. II Época. Número 121.
Octubre-Diciembre 2024. ISSN 1696-9294.
Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2024
Enrique Castaños Alés.
© Las imágenes se usan exclusivamente como ilustraciones de la entrevista
y han sido tomadas de páginas
digitales en las que no se indica
expresamente el propietario
intelectual de las mismas. En todo
caso, cualquier derecho que pudierse concurrir sobre ellas corresponde a sus creadores.
Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2024 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana.
Calle Castillón, 3. 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).
| |
|
| | | |
| | | |