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1.
Norberto Barleand
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Por cierto, he vivido muchas
situaciones irrisorias, algunas
para comentar; otras, tal vez,
no. Hace muchos años asistí a la
presentación de un libro. En la
mesa, el autor, el invitado a
referirse a la obra y el
coordinador del ciclo dentro del
cual se produciría la
presentación del libro.
Para mi sorpresa, la crítica
aguda, filosa del presentador,
casi como que no era de su
agrado el libro (lo que no sería
una actitud para censurar en
tanto se puede tomar como de
honestidad intelectual ), generó
incomodidad.
Reflexiones: la costumbre de
halagos, elogios, cierto
facilismo en la interpretación,
lleva a caminos que (a veces) no
acostumbramos a transitar. Ha
sido aquel un acontecimiento
diferente. Debo señalar que el
presentador hizo una valoración
elevada, con sólida
argumentación y de modo
elocuente del autor, no así del
libro que presentaba. Más allá
de la situación que generó en el
momento, hubo una apertura hacia
un espacio distinto donde la
crítica puede ser un juicio
severo, no siempre favorable,
para atender y considerar.
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2. Marcelo di Marco
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Esta anécdota que protagonicé
hace unos veinte años sirve para
recordar aquello de que el
contexto manda. Al poco tiempo
de la aparición de las primeras
ediciones de Atreverse a
escribir y Atreverse a
corregir, el Departamento de
Literatura para Niños y
Jóvenes de Sudamericana nos
convocó a Nomi y a mí a dar una
charla en el mítico edificio de
Humberto Primo, hoy remozado y
convertido en el cuartel general
de Penguin Random House. La
charla que debíamos dar mi
esposa y coautora y yo estaba
dirigida a docentes, potenciales
usuarios, en sus aulas, de esos
dos libros nuestros. Gigliola
Zecchin, más conocida
como Canela, creadora del
mencionado Departamento, nos iba
presentando a los docentes a
medida que llegaban a la sala.
—Ella es jardinera —comentó,
refiriéndose a una de las
participantes, y mi respuesta
imbécil no se hizo esperar:
—¡Qué bien! Hace unos años, vi
un cartel detrás del mostrador
de un vivero que decía: “Si
quieres ser feliz una semana,
cásate. Si quieres ser feliz
toda la vida, hazte jardinero”.
—Ella es maestra jardinera
—aclaró Canela, indulgente.
—¡Ah!
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3. Fernando G. Toledo
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No por ser pocas, sino por ser
muchas es que no recuerdo
ninguna en particular. Ahora se
me presenta la siguiente: Tras
alguna indisciplina en la
escuela secundaria, la
preceptora y su peor cara me
dijeron: “Mañana, si no venís
con tu mamá, no entrás a la
escuela”. Yo le repliqué, para
cambiarle la cara: “Es que mi
mamá está en el cielo”. Esperé a
que su cara cambiara y, cuando
iba a pronunciar algo, me di
vuelta y le completé: “Es
azafata”. A pesar de todo, ha de
haberle parecido bueno el
chiste, porque no volvió a
pedirme la compañía de mis
padres para seguir en el
colegio.
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4. Daniel Arias |
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Corría el año 1978. En pleno
Proceso Militar, ya se había
disuelto “El Círculo de los
Poetas” como organización
cultural poética, y muchos de
nosotros nos fuimos alejando
como un big bang de cabotaje:
Dejamos de vernos casi todos los
días para encontrarnos de vez en
cuando en alguna peña o en los
salones de la Galería Meridiana
o en la Casona de Iván Grondona,
pero algunos seguimos el viaje
juntos persiguiendo ensueños.
Tal es el caso de mi amigo poeta
Daniel Cejas, hoy desaparecido,
con el cual compartí una
experiencia insólita.
Daniel se entera de que en la
Sociedad Argentina de Escritores
se habían organizado talleres
literarios de poesía. En esa
época mi esposa, Beatriz Arias,
era madre por segunda vez y, con
los niños chiquitos, mucho no
podíamos hacer; por lo tanto, el
elegido para averiguar fui yo.
Combiné con Daniel Cejas y nos
fuimos a la SADE Central, en la
calle Uruguay. Nos indican que
la clase de ese día ya había
comenzado y nos tiramos el lance
de ingresar a ella. Golpeamos
suavemente la puerta alta y con
lentitud la abrimos, pasamos,
cerramos y nos quedamos de pie,
muy quietos. Enfrentado a la
puerta de entrada, sentado,
detrás de un escritorio estaba
un señor alto y calvo de ojos
claros, rodeado de mesas y
sillas con veinte o treinta
participantes del taller.
Interrumpimos sin decir una sola
palabra y el silencio fue
inmenso. Todos se dieron vuelta
para ver quien entró.
El señor se levanta, también él
sin decir una sola sílaba, y se
acerca resuelto hacia nosotros y
nos pregunta: “¿¡Qué quieren
acá!?”, y sus ojos nos clavaron
contra la pared. De inmediato,
extrajo del bolsillo de su saco
un revolver plateado y nos
apuntó al medio del pecho y a
menos de cincuenta centímetros.
Daniel dijo algo que nadie
entendió y yo, mudo, con la mano
derecha detrás de mi espalda
logré alcanzar el picaporte, lo
giré, abrí la puerta y nos
deslizamos afuera, bajamos por
las escaleras corriendo y nos
fuimos. Todavía estamos
corriendo por la avenida Santa
Fe, y juro que nunca más iré a
un curso del poeta Osvaldo
Rossler.
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5. Aldo Luis Novelli |
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Situaciones irrisorias, miles o
más, pero a la mayoría no las
puedo contar porque la memoria
es sabia y se las regaló al
olvido. De las que recuerdo, hay
una de cuando me dedicaba a la
caza mayor, eso fue hace mucho
tiempo. Después, perseguido por
ecologistas y veganos
enfervorizados, decidí dedicarme
a la caza fotográfica de
pájaros.
Dado que intento poetizar todo
en la vida, logrando resultados
que bien podrían ser parte de
situaciones irrisorias, te dejo
el poema que relata dicha
situación.
el ars poética del hipopótamo
tus labios de fresa
tus dientes de marfil
tu saliva de licor
esa boca tan cursi
que me provoca
como a un hipopótamo en celo.
de hipopótamos
supe ir de cacería
me escondía detrás de un arbusto
y cuando se acercaba la manada
a beber en la aguada
le aparecía de improviso al
último
y con un grito descomunal
le provocaba el susto más grande
de su vida.
desaparecido el hipo
el pótamo es un animal
manso y sumiso
casi doméstico
como tu boca.
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6. Carlos María
Romero Sosa |
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No sé, a veces pienso
benevolente conmigo, que mi
timidez ha sido algo así como un
antídoto contra el ridículo.
Pero quizá para muchos no debe
haber algo más ridículo que una
persona tímida que, por serlo,
suele tener gestos torpes.
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7. Daniel Barroso |
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Era abril de 1983 y habían
matado a Raúl Clemente ‘El
comandante Roque’ Yager. Nos
organizamos, pocos días después,
para efectuar una interferencia
de Canal 11 a una hora de buena
audiencia.
Cada uno se haría cargo de una
parte del equipo (básicamente,
por si caía alguno, que no
cayera todo el equipo). El
primero en llegar fui yo, que
empezaría a armar la antena y
probar la batería; luego, los
dos restantes, con el
transmisor, el casete, cables y
etcéteras de conectividad.
Cuando ya estábamos dentro de la
casa, en el barrio de Villa
Pueyrredón, con todo en trámite
de preparación, suena el timbre
y Marisa (la compañera dueña de
casa), con cara de pánico, nos
mira paralizada.
—Atendé, le dije secamente.
—¡Mis suegros!, logró decir
entre ahogos.
Todos se miraron al unísono y
empezaron a guardar donde podían
poner todo lo que habían
llevado. “De aquí en más hay que
improvisar”, dijo uno de
nosotros y todos asentimos.
“Pero ¿qué podemos improvisar
tres tipos desconocidos en la
casa de la nuera cuando el
marido no está?”, dije, mientras
rebotaba con la batería desde el
bajo mesada al baño y viceversa.
—Ya bajo, entonó, casi en un
lamento, a quien llamaremos
Marisa.
La llegada de los suegros de
Marisa nos encontró sentados
alrededor de la mesa del
comedor, hablando de lo difícil
que resultaba cazar avestruces
en esa época del año. Casi
tropezándose, nos levantamos
para saludar a la pareja, de
aspecto “bodas de plata”, a
quienes saludábamos
estrechándoles la mano, pero con
el cuerpo (de la cintura para
arriba) torcionado hacia Marisa,
haciendo imposible el recorrido
sin atropellar sillas o quedar
con distensión del nervio
ciático. La sonrisa de nosotros
tres era una mueca entre
chaplinesca y de minusvalía
mental, mientras nos
amontonábamos como haciendo una
barrera para aguantar un chutazo
de tiro libre del panadero Díaz.
—Bueno, decile a (supongamos)
Orlando que nos vemos cuando
regrese, así arreglamos la
salida a San Pedro, dijo con
desgano uno de nosotros.
—Eso, las carpas ya están
aseguradas, remarcó, casi
inaudible (digamos) Benjamín.
—Ha sido un gusto, dije yo,
mientras nos volvíamos a
estrechar las manos en un cruce
a lo Laurel y Hardy.
Marisa nos acompañó hasta la
puerta, nos despidió casi a los
gritos, no dejaba de suspirar;
en realidad, estaba al borde del
colapso por angustia.
Por suerte, los suegros se
fueron enseguida. Habían llevado
“el postre que le gusta a
Orlando” para cuando regresara
de su comisión de trabajo en el
sur.
Imprudentemente, el operativo de
interferencia se hizo igual, un
rato después y un par de
llamadas telefónicas de por
medio, atendidas como
equivocadas por parte de la
compañera. El poco tiempo de
espera fue en un bar con
teléfono de las inmediaciones.
Algunos de los parroquianos
miraban con asombro a tres
dementes que entraron por
separado, que ocupaban mesas
distintas y que no paraban de
reírse.
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8. Rogelio Ramos Signes |
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Siempre tuve la costumbre de
hacer brevísimas introducciones
antes de leer un poema en algún
recital; no para explicar algo
(nada hay que explicar), sino
para cortar el clima del poema
anterior y empezar de nuevo. Eso
mismo hacían mis compañeros de
lectura durante muchos años:
Maísi Colombo, Ricardo Gandolfo
y Manuel Martínez Novillo.
Una vez, durante una lectura
frente a un público
increíblemente multitudinario,
una señora que estaba sentada
junto a la poeta Fátima Gatti le
dijo en tono confesional: “Me
gusta mucho más lo que cuentan
antes de cada poema, que los
poemas en sí”.
Jajajá. ¡Fracaso total!
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9.
Alejandro Margulis |
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Había un muchacho que iba a
poner un restó en la esquina de
casa, que da a una avenida de
tránsito pesado y rápido donde
ningún negocio funciona. A mí me
gusta pintar y quería vender un
cuadro. Mi argumento para que me
comprara una obra hecha
especialmente para él fue que,
de ese modo, con pinturas como
esa, iba a conseguir que su
boliche fuese un sitio de
referencia, y que así los
clientes iban a acercarse a
conocerlo por su decoración, ya
que estaba demasiado a trasmano.
El muchacho me miró torcido
cuando dije eso. Para
convencerlo de mi propuesta, le
ofrecí hacerle una prueba,
aprovechando que todavía estaban
refaccionando el lugar y que los
acrílicos donde el dueño
anterior había colocado
gigantografías de hamburguesas
ahora estaban vacíos. Yo
pintaría uno de los acrílicos y
él vería después cómo quedaba.
Aceptó a regañadientes. Así que
ese Yom Kipur, en vez de ir a
compartir la celebración con mi
familia, me quedé en casa y
durante la noche copié, de una
imagen que encontré navegando en
la computadora, unas playas
inmensas. Pinté el cuadro con un
acrílico especial. Y lo titulé
NICE. Cuando lo terminé,
fui a llamar al muchacho del
restorán, le insistí para que
viniese a casa a verlo y hasta
accedí a corregir algunos
detalles cuando descubrí el
desinterés en su cara. Al día
siguiente, se lo llevé terminado
al restorán; como el desinterés
seguía, le propuse que lo dejase
durante todo el fin de semana
expuesto para que el cuadro
pudiese defenderse por sí mismo.
“Colgalo y vemos qué reacción
provoca”, dije. Pasé un fin de
semana en paz conmigo mismo,
satisfecho por haber cumplido
con mi deber de artista, o con
lo que yo pensaba que debía ser
el modo de comportarse de un
artista. Cuando el lunes
temprano pasé por el restorán
las mesas de fórmica habían sido
cubiertas con manteles violetas
largos hasta el piso,
servilletas al tono y centros de
mesa con flores artificiales.
Hacía un calor espantoso y él
estaba en la esquina repartiendo
volantes del nuevo restó,
transpiraba adentro de un
elegante traje negro y llevaba
los pies apretados por unos
zapatos de cuero brillantes de
betún, pero no parecía sentirse
incómodo por ser el único
arreglado de semejante modo en
esa avenida donde ninguno de los
autos particulares, los
camioneros y los taxistas se
detenían ahora que ya no estaba
la hamburguesería al paso. Me
conmovió su entereza y dignidad
frente al inminente fracaso. Y
me felicité por haber hecho un
aporte a su sueño del restorán
perfecto y fino en el peor lugar
de la ciudad. Me acerqué a
preguntarle por los comentarios
que había obtenido con respecto
al cuadro. “No gustó”, dijo.
“¿Cómo que no gustó? ¿A quién no
le gustó?”. “A mi señora”. “Pero
¿qué entiende tu señora de
arte?”, dije. Silencio. Me di
cuenta de que llevaba las de
perder y reculé. “Bueno, me lo
llevo entonces…”. “¿Cómo que te
lo llevás…?”, dijo él, y, por un
instante, pensé que había
entrado en razón. “Sí, me lo
llevo…”. “Ah, no… pero yo
necesito el acrílico…”. Me quedé
mirándolo. Y por encima de su
hombro, al cuadro colocado en la
pared, arriba de la caja. La
verdad que quedaba precioso. “No
entendés”, dije entonces.
“Necesitarás el acrílico, pero
ahora es una pintura. Una obra”,
agregué tímidamente. “Una obra
que tiene un valor por sí
misma”. De pronto, éramos dos
los que estábamos transpirando
en esa esquina de la avenida. El
muchacho dijo en ese momento
algo inesperado: “Cuánto vale”.
Dije un precio. “Bueno”, dijo y
yo pensé que me había quedado
corto con la cifra. “Te lo
compro”. Entonces entendí. “¿Qué
vas a hacer con el cuadro?”,
dije. “Nada. Lo voy a lavar y
voy a volver a poner el
acrílico”, dijo el muchacho.
Casi le pego. Pero me reprimí.
“No… no podés hacer eso…”. Me
pregunté que hubiera hecho Van
Gogh en una situación similar.
Qué hubiera hecho Picasso.
“¿Cuánto cuesta el acrílico?”,
pregunté. El muchacho respondió
con toda seriedad una cifra. Era
el doble de la que había dicho
yo. Pensé que mi cuadro estaba
cotizando en el mercado, o que
ese debía ser el famoso mercado
del arte. “Yo te compro el
acrílico”, dije. Él aceptó
enseguida. Desde ese momento, el
NICE se convirtió en la
pintura por excelencia del
living de casa.
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10. Francisco Romano
Pérez |
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Una mañana fría, en mi jardín, me empapó la
tristeza. Encontré una mariposa en agonía.
La tomé entre mis manos. Gracias, apenas, me
dijo. Te dejo mis alas, me dijo. Y partió.
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11. Julio Aranda |
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No del orden de lo irrisorio, pero sí
curioso. Fue en 1997 o 1998. Nos invitan,
entre otros, a Jorge Montesano y a mí a una
lectura de poemas y nos piden que les
adelantemos el material que íbamos a leer,
cosa que nos pareció extraño...; entre mis
poemas había uno que hacía alusión a los
desaparecidos. Lo que no sabíamos era que la
lectura se realizaba en la sede de un
edificio céntrico que por ese entonces
pertenecía al Círculo Militar. Nos citan un
par de días antes y “gentilmente” me indican
que ese poema no debo leerlo porque el tema
estaba muy trillado y bla-bla-bla, y que no
lo tome como un acto de censura. Ante mi
sorpresa, Jorge Montesano increpa a los dos
hombres que nos atendían, diciéndoles que
“no vamos a permitir” que nos elijan los
poemas, y que si no estaban de acuerdo, que
borraran nuestros nombres del programa. Los
hombres se miraron entre sí, como
consultándose, y juro que temí que todo se
siguiera complicando. Finalmente, nos
devolvieron el material señalándonos que
sólo era una sugerencia. Corolario: me di el
gusto de leer un poema sobre los
desaparecidos en un evento cultural
organizado en un edificio que pertenecía al
Círculo Militar.
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12. Luis Alberto Salvarezza
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En París, la familia Desecures nos alquilaba
el departamento donde vivimos estando allí.
A los pocos días de alquilar nos invitan a
cenar. La cena se desarrolló normalmente
hasta el momento que nos presentaron la mesa
de quesos. Del que debíamos probar uno o dos
trozos. Los anfitriones, a través de estos,
nos dijeron después, comprueban si el
invitado ha quedado satisfecho. Con Adriana
probamos pequeños trozos, pero de un montón
de quesos. Lamentablemente, al otro día, en
la clase de Civilización, nos contaron que
debíamos ser discretos en esas ocasiones.
Fuimos y pedimos disculpas y ellos se rieron
un montón. La explicación que dimos fue
ingenua, pero valedera: que no conocíamos
muchos de esos quesos, respuesta que les
resultó simpática.
La primera vez que me preguntaron su gracia:
quedé mirándolo al que me lo preguntó. Un
papelón.
El ridículo lo cometo permanentemente frente
a los avances tecnológicos. Recuerdo las
canillas con censores y mi fastidio: no hay
agua. Las tarjetas magnéticas para abrir
puertas.
Hacerme el popular haciendo mal uso de los
dichos populares y haciendo reír al
auditorio.
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13. Claudio F. Portiglia |
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Viví entre situaciones
irrisorias —no todas
publicables—, pero una se grabó
y me alertó.
Yo escribo desde que tengo
memoria. En una economía de
escasez extrema, los juguetes
que siempre me acompañaron
fueron un cuaderno y un lápiz. A
veces, también, una cajita de
lápices de colores, pero pronto
comprendí que los gastaba en vez
de invertirlos.
La cuestión es que me pasaba las
horas apuntando no sé qué. Solo,
por lo general; o con una
vecinita. A la remanida pregunta
que hacen los adultos acerca de
“qué querés ser cuando seas
grande”, yo respondía que quería
escribir. Mi mamá fantaseaba con
que fuera escribano, porque la
literatura y la poesía eran
ajenas a mi familia nuclear.
Ya en la secundaria y becado por
una institución que entrevió mi
vocación de periodista, se me
recomendó para “practicar” en
uno de los diarios de la ciudad
de Junín; por entonces, el más
modesto y, además vespertino,
que había fundado un reconocido
dirigente radical y que
sobrevivía a duras penas.
Mi primera tarea consistía en
copiar las noticias del diario
“La Razón” de la tarde anterior
o del matutino local y
“arreglarlas” de tal manera que
no parecieran copiadas. Después,
recorría las comisarías en busca
de las policiales que
acreditaban los telegramas y,
luego, pasaba por la secretaría
de prensa municipal para recoger
comunicados.
Hasta que llegó la campaña
electoral, una vez que el
teniente general Lanusse,
presidente de facto, levantara
la veda, y a mí me tocó cubrir
todos los actos de “Cámpora al
Gobierno, Perón al Poder” que se
hacían en los barrios de mi
ciudad.
Era un ascenso, por supuesto.
Pero, aquí lo irrisorio:
No sólo no me pagaron nunca un
centavo por las muchas notas que
escribí, sino que, para leerme a
mí mismo en letras de molde,
tenía que comprar el ejemplar,
porque tampoco me lo regalaban.
Y los compraba, claro. Porque la
vanidad y el orgullo de
“escribir para el diario” podían
más que la conciencia de
explotación.
Y eso que mis notas ni siquiera
salían firmadas. Sólo yo sabía
quién era el autor. Sólo yo con
mi onanismo intelectual de un
chico de 15 años.
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14.
Pablo Ingberg |
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De recorrida por el Peloponeso
en auto alquilado, llegamos a un
alojamiento en Nafplio. Entre mi
balbuceo de griego moderno y el
de inglés de la dueña, le
pregunto dónde hay un
supermercado para comprar con
qué hacernos la cena. Hay dos,
uno pequeño, cerca y otro
grande, un poco más lejos;
cierran en pocos minutos. Vamos
rápido en el auto a buscar el
grande. En una esquina, no
sabemos si seguir derecho o
doblar. En la misma mezcla de
balbuceos, le pregunto a un tipo
que pasea el perro. Este
balbucea un poco más de inglés.
Me dice que para aquel lado hay
un little. No little,
le digo yo, quiero un big,
uno grande. Sí, sí, big,
para allá, un little. De
nuevo: yo: no little; él:
no little, sí big, little,
para allá. No había tiempo, la
suerte estaba echada: doblamos
por donde nos decía. En un
minuto llegamos, justo a tiempo,
a un enorme supermercado Lidl,
una cadena alemana, desconocida
para mí hasta ese momento, que
después reencontré en muchas
otras partes. Tal vez el tipo
todavía se acuerde de aquel
sordo que entendía little cuando
él claramente decía Lidl.
* *
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15. Carlos Enrique Berbeglia |
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Sí, una digna de tener en
cuenta, hace ya muchos años, en
el mes de enero, a las orillas
del río Cosquín, en la provincia
de Córdoba.
Me encontraba en un campamento,
con mis compañeros estudiantes
universitarios de la Facultad de
Filosofía y Letras, cuando se
desató un temporal nocturno que
hizo salir de cauce al río. A la
mañana siguiente, las aguas ya
habían regresado al lecho
habitual, aunque en algunas
oquedades restaron charcos.
En uno de esos charcos, que se
estaba vaciando porque las aguas
se dispersaban, había un
pescadito de tamaño menor que un
dedo que se debatía,
desesperado, porque se le iba
acabando el elemento donde
sobrevivía.
Procedí a ponerlo entre mis
manos en un cuenco con algo de
agua y depositarlo en el río
propiamente dicho, donde ya no
correría riesgo de asfixia
alguna...
¡De no creer! En vez de alejarse
río adentro, se quedó un buen
rato dando vueltas entre mis
dedos hasta el momento en que
saqué la mano del agua, como
agradeciéndome que le hubiera
salvado la vida; me rozó los
dedos una y otra vez y solamente
se alejó al yo retirar mi mano
de las aguas.
¡Si esa actitud no fue
consciente, que se la cuenten a
la caterva de cuantos todavía se
dan el lujo de ignorar la
existencia de una mente animal,
más valiosa que la de
los políticos, economistas,
jueces o milicos corruptos que
mantienen a la humanidad en el
estado lamentable que le
conocemos!
* *
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16. Marcelo Dughetti |
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En 1997 me habían
invitado a coordinar un
taller de poesía en una
cárcel. Se trataba de
una jornada donde
confluirían diversas
expresiones artísticas
en talleres para los
internos. Con tremendo
temor a cometer torpezas
en las cuales me
perfecciono día a día,
me fui en bicicleta
hasta el penal. Me
acompañaba un perro
chusco que siempre me
esperaba a la puerta de
casa y descargas
eléctricas de una
incipiente tormenta que
le arrugaba el hocico al
más pintado. El penal es
como un buque ominoso y,
por supuesto, opresivo,
encallado en las afueras
de mi ciudad. Abrieron
las puertas los guardias
y también las cerraron:
odio el sonido de las
puertas al cerrarse. Más
o menos se calculaba un
tallercito de 40 minutos
que, combinado con los
otros talleres de
pintura, artesanía,
música y maquetismo,
harían las delicias de
los hombres y mujeres
privados de su libertad.
Cerraría el evento una
banda municipal que
interpretaría algunos
temas de los más
influyentes en la
pampa gringa: por
ejemplo, “¿Quién se ha
tomado todo el vino?”,
de Carlos “La Mona”
Jiménez. No había, en
principio, nadie de la
escuela que me
recibiera, nadie de la
biblioteca del penal,
ninguno de los
directivos. Pensé que
los oficiales o personal
subalterno estaría
enterado, pero no.
Nuestra cárcel es un
cuadro cerrado con
torres de control, pero
que vista desde arriba
semeja una torre de
departamentos, desde
luego, a lo Dante, como
un averno invertido.
Bueno, para
sintetizar, tampoco
llegaron los otros
talleristas y la cosa se
puso heavy. Aparecieron
las autoridades, el
director ordenó
continuar con los
talleres, que ahora se
habían reducido sólo a
uno y que, por la
afluencia de
personas, se haría en la
capilla abandonada del
penal. Público cautivo,
nunca mejor dicho. Yo
nunca había tenido tanta
concurrencia en un
taller. Pusieron hombres
de un lado, mujeres del
otro y guardias hasta
los dientes. En ese
contexto, la poesía no
quería salir de su cueva
ni que le pegaran palos.
El taller derivó en una
charla, y en una charla
entre un pichi que, al
lado de los internos,
era un niño de cinco
años, personas repletas
de experiencias de vida
dura y traumática.
Finalizando la charla
fue el desastre, el
sumun de mi torpeza,
porque, animado por el
contexto de capilla y
recordando lo que decía
un viejo cura, se me dio
por decir “Bueno, gente,
pueden ir en paz, los
dejo libres”. Todos se
largaron a reír a
carcajadas por la frase
y la contestación de una
de las reclusas: “Debés
ser el único que nos
deja libres”. Las
risotadas fueron como un
coro de ángeles que,
como una
atmósfera, redujo
presión y hasta los más
fieros guardias
esbozaron una sonrisa
por la ocurrencia del
peor tallerista que
jamás hubiera pisado el
infierno.
* *
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17. Luis Colombini |
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Estando en el inicio de la
preparación de una obra de
teatro, donde se lee
primeramente el texto entre todo
el grupo, y estando todos
sentados alrededor de una mesa,
encuentro en uno de los
bolsillos de mi abrigo la
manivela plástica para levantar
el vidrio del Dodge 1500 que yo
tenía en esa época. No sé por
qué motivo (concentración,
expectativa desmedida) me
encontré mordiendo la parte
giratoria y haciendo girar
lentamente la manivela sin tener
presente que soy un hombre de
barba y bigote. Al tercer giro
empecé a notar que el labio
superior empezaba a estirarse y
el dolor a tornarse un poco
inaguantable. Entonces pensé que
los giros iniciales habían sido
en el sentido opuesto a la
dirección de las agujas del
reloj; “sabiamente” me dije:
ahora vamos a darle en el
sentido del reloj. A todo esto,
sólo se escuchaban las voces de
los actores leyendo el texto.
Comencé a transpirar, el dolor,
inaguantable, y yo, como un
idiota, con un remolino de pelos
atorando la manivela del Dodge
1500. No tuve más remedio que
pegar un grito de auxilio.
Escena 1: Todos mirándome con el
artefacto colgando de mi cara.
Escena 2: Yo corriendo buscando
una tijera que me aliviara.
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18. Nicolás Antonioli |
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Infinidad. Puedo mencionar dos,
relacionadas con mi calidad de
automovilista por las rutas de
Argentina y México. La primera
tuvo lugar en la ruta 151 de la
provincia de La Pampa, también
llamada “de la muerte”, porque
es una de las carreteras más
peligrosas del país, dado que
está plagada de inmensos pozos y
desniveles (de esto me enteré
gracias a un enorme cartel que
había a un costado de la ruta
cuando ya no tenía posibilidad
de retorno). Para resumir, la
ruta no tiene banquina, es doble
mano, muy estrecha y con una
intensidad de tránsito de
camiones de gran porte bastante
fluido. A la altura del pueblo
de Puelén reventamos un
neumático, de esto me di cuenta
varios kilómetros después, ya
que dentro del auto no se sentía
la diferencia. El auto empezó a
corcovear. Con toda la
tranquilidad del mundo me
dispuse a cambiar la rueda
averiada. Cuando intenté extraer
la de auxilio del
compartimiento, advertí que le
había puesto un candado de
seguridad con clave de tres
dígitos. Confiado en mi memoria
para todo lo referido a
contraseñas, coloqué la que
siempre utilizo. Era incorrecta.
Probé con la siguiente posible.
También incorrecta. Seguí
empecinado y fallando en
reiteradas oportunidades. A todo
esto, la noche pampeana caía
espesa y el zumbido de los
camiones dotaba a la escena de
una atmósfera dantesca. Se
hicieron cerca de las 12 de la
noche y los errores se habían
acumulado hasta el borde de la
desesperación. Terminé cediendo
a la idea descabellada de mi
pareja, quien insistía en cortar
el candado con un cuchillo
tramontina. Con mucha
dificultad, desesperado, con las
manos ensangrentadas, pero
firmes en la tarea que parecía
absurda, pudimos cortar el
famoso candado. Una vez sorteada
esa contrariedad salida de una
película serie B, y luego de
colocar la rueda en su sitio, el
auto no arrancó, porque se le
había agotado la batería. Me
había olvidado de apagar las
luces; de hecho, me hubiese
resultado imposible realizar
todas esas maniobras
desopilantes sin el resplandor
de los faros. Cuestión que
apelamos a una estrategia poco
ortodoxa, pero efectiva.
Apagamos todo, cruzamos los
dedos, dejamos descansar el auto
cerca de media hora y giramos la
llave. Costó, pero funcionó,
poco a poco el auto se fue
“recuperando” y logramos llegar
ilesos al pueblo más próximo.
El otro episodio ocurrió en la
isla de Cozumel, México.
Habíamos alquilado con mi pareja
un automóvil convertible para
pasear por la isla con más
comodidad. El alquiler,
supuestamente, era uno de los
más caros, pero el tipo de
cambio del momento nos
beneficiaba bastante, lo que
hacía que el gasto fuese casi
ínfimo para nuestro presupuesto.
Nos dieron el escarabajo
descapotable. Nada que ver con
la foto del catálogo.
Destartalado, escupía humo,
consumía combustible de una
manera escandalosa. La caja de
cambios y el embrague casi no
existían, al igual que los
frenos. Carecía de tapa de
combustible, por lo que el
excesivo calor del Caribe
mexicano hacía que este se
evaporase. Recuerdo que, en un
tramo del recorrido, nos metimos
en una calle que había sido
cortada porque se estaba
disputando una carrera de
motocicletas; me harté, apagué
el motor y empecé a arrastrar el
auto con los pies, marcha atrás,
porque el bólido no respondía.
Así anduvimos un largo trayecto
para ahorrar nafta. Cuando ya
nos habíamos acostumbrado a
maniobrar el escarabajo,
aconteció una tormenta tropical
repentina. Tuve que conseguir
una bolsa de nylon para proteger
la entrada del tanque de
combustible, y que no se llene
de agua. Con ese nivel de
adrenalina completamos la otra
mitad del recorrido. Cruzando
los dedos para no quedarnos
varados en mitad de la ruta.
Cuando llegamos al local de
alquileres la tormenta se disipó
en menos de un minuto, y volvió
a salir el sol abrasador. |
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Rolando Revagliatti (Buenos Aires, Argentina, 1945) es escritor, poeta y dramaturgo. Se inició en el mundo de la lírica muy joven, publicando sus primeros poemas en el periódico “Alberdi” (1966-1974) y en diversas revistas culturales, al tiempo que, entre 1965 y 1966, completa sus estudios como realizador cinematográfico en la Asociación de Cine Experimental. Al tiempo que cursa estos estudios, inicia su formación como actor, con figuras notables del arte teatral argentino.
Entre 1971 y 1973 participa como actor en pequeños roles de largometrajes dirigidos por Miguel Bejo, Julio Ludueña y Eva Landeck. por su parte, dirige obras de teatro de Guilherme Figueiredo y Alberto Adellach.
Ya en la década del 80, comienza a colaborar asiduamente con poemas y relatos en diarios y revistas, en soporte digitales y papel. Sus textos aparecen en numerosos países de América y Europa, donde ha sido traducido al francés, italiano, holandés, rumano, portugués, catalán, vasco, asturiano, inglés, búlgaro, esperanto, maltés y alemán.
Su obra creativa abarca los géneros dramático, narrativo (el cuento) y la poesía, aunque su obra poética es la más extensa y más conocida. De ella cabe mencionar los títulos Ojalá que te pise un tranvía llamado Deseo (en PDF), epílogo de José Emilio Tallarico, enero 2010 en versión FLIP (libro Flash); Habría de Abrir (en PDF), con el prólogo “El Condicional Abriendo” de Teódulo López Meléndez e ilustraciones de Andrés Casciani, septiembre 2010 en versión FLIP (Libro Flash); Historietas del Amor (en PDF), coautor en su condición de artista plástico Andrés Casciani (ilustraciones de tapa e interior), textos “A modo de prólogo” y epílogos de Hugo Enrique Boulocq, Santiago Castellano y Hugo Alberto Patuto, marzo 2011 en versión FLIP (Libro Flash); Pictórica (en PDF, 2011); Corona de Calor (en PDF), 2.ª edición-e (corregida), epílogo de María García, a modo de epílogo “Poema de Carlos Cúccaro”, enero 2013 en versión FLIP (Libro Flash); Infamélica (en PDF), 2.ª edición-e (corregida), prólogo de Griselda García, octubre 2015 en versión FLIP (libro Flash); Leo y escribo (en PDF), 3.ª edición, 2013); Ripio (en PDF), 3.ª edición-e (corregida), febrero 2016 en versión Flip (Libro Flash); Obras completas en verso hasta acá (Sobrevivientes) (en PDF), 2.ª edición-e (corregida), noviembre 2016 en “Obras completas en verso hasta acá”, en versión Flip (Libro Flash); Picado Contrapicado (en PDF), 2.ª edición-e (corregida), abril 2017 en versión Flip (Libro Flash); Trompifai (en PDF), 2.ª edición-e (corregida), junio 2017 en versión Flip (Libro Flash); Ardua (en PDF), 3.ª edición-e (corregida), julio 2017 en versión Flip (Libro Flash). Holanda, bilingüe: castellano-neerlandés, 2006); Sopita (en PDF), 2.ª edición-e (corregida), octubre 2017 en versión Flip (Libro Flash);
Tomavistas (en PDF), 3.ª edición-e (corregida), febrero 2018 en versión Flip (Libro Flash); Fundido encadenado (en PDF), 2.ª edición-e (corregida), abril 2018 en versión Flip (Libro Flash); Del Franelero Popular (en PDF), 3.ª edición-e (corregida), mayo 2018 en versión Flip (Libro Flash); De mi mayor estigma (si mal no me equivoco)" (en PDF), 4.ª edición-e (corregida), agosto 2018 en versión Flip (Libro Flash); Desecho e izquierdo (en PDF), 2.ª edición-e (corregida), octubre 2018 en versión Flip (Libro Flash); y Viene junto con (en PDF), 3.ª edición-e (corregida), enero de 2019 en versión Flip (Libro Flash).
Ha publicado, en fin, tres obras antológicas que recogen una buena selección de su poesía: El Revagliastés (2006), Proponerte que Creas (Caracas, Venezuela, 2008) y Revagliatti. Antología Poética (2009).
En dramaturgia cabe destaca el ensayo Las piezas de un teatro (RundiNuskin, Editor, 1991; Nostromo Editores, 2004).
En la categoría de la estética narrativa, merecen especial mención Historietas del amor (cuentos, relatos, mini-ficciones, en RundiNuskin Editor, 1991) y Muestra en prosa (cuentos, relatos, mini-ficciones, en 1994 y 2007).
Ha difundido su obra a través de publicaciones varias, como los cuadernillos “Musas de Olivari” (1994-1995) y en los pliegos literarios “Olivari” (1993-1995) y “Huasi” (1996-2002), que él mismo ha dirigido y editado.
Ha colaborado con poemas en diversas obras antológicas, como Letras Contemporáneas (en portugués, 1998), Poesía en el Subte (1999), Poesía argentina año 2000 (tomo 1, 1999), Poesía hacia el Nuevo Milenio (tomo 2), MeloPoeFant Internacional (bilingüe castellano-alemán; Alemania, 2004), Pequeña Antología de la Poesía Argentina (selección de Jorge Santiago Perednik, 2004), Dramaturgia Latinoamericana: Argentina (en República Dominicana, 2008); Italiani d’Altrove (bilingüe castellano-italiano; Italia, 2010), El Verso Toma la Palabra (México, 2010), El cine y la Poesía Argentina (selección de Héctor Freire, 2011) y Poesía en Libertad (2013), Minificcionistas de ‘El Cuento’. Revista de Imaginación (Ficticia Editorial, México, 2014), entre otras.
Durante 3 años consecutivos ha entrevistado a los escritores contemporáneos más destados de Argentina a través del correo electrónico que ha ido publicando periódicamente en diversas revista digitales, entre ellas GIBRALFARO, y que luego ha recopidado y editado, con el diseño integral y diagramación de Patricia L. Boero Ricardi (tomos 1-5) y Fernando Delgado (tomo 6), en 6 volúmenes independientes en este orden: Documentales. Entrevistas a escritores argentinos (en PDF), Tomo I (30 entrevistas), noviembre 2019 en versión Flip (Libro Flash). Documentales. Entrevistas a escritores argentinos (en PDF), Tomo II (25 entrevistas), abril 2020 en versión Flip (Libro Flash). Documentales. Entrevistas a escritores argentinos (en PDF), Tomo III (25 entrevistas), octubre 2020 en versión Flip (Libro Flash). Documentales. Entrevistas a escritores argentinos (en PDF), Tomo IV (25 entrevistas), noviembre 2020 en versión Flip (Libro Flash). Documentales. Entrevistas a escritores argentinos (en PDF), Tomo V (23 entrevistas), enero 2021 en versión Flip (Libro Flash). Documentales. Entrevistas a escritores argentinos (en PDF), Tomo VI (31 cuestionarios), integral y diagramación: Fernando Delgado. Editado en septiembre 2021 en versión Flip (Libro Flash).
Más datos sobre este autor y su obra los podéis encontrar en su web personal: «Revagliatti» y en blog «Blog de Rolando Revagliatti». Sus producciones en vídeo se hallan en «Rolando Revagliatti en YouTube». |
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GIBRALFARO. Revista de Creación
Literaria y Humanidades.
Publicación Trimestral. Edición
no venal. Sección 3. Página 14.
Año XXIII. II Época. Número 121.
Octubre-Diciembre 2024. ISSN
1696-9294. Director: José
Antonio Molero Benavides.
Copyright © 2024 Rolando Revagliatti. © Las imágenes que usamos como apoyo ilustrativo del texto han sido aportadas en su totalidad por su autor.
En todo caso, cualquier derecho que pudiese concurrir sobre ellas
corresponde a su(s) creador(es).
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Educación. Universidad de Málaga
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(Málaga). |
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