a palabra ‘cisma’ significa
‘separación’. El Cisma de Oriente y
Occidente, también conocido como el
Gran Cisma, es, pues, la
separación del papa y la cristiandad
de Occidente, de la cristiandad de
Oriente y sus patriarcas, en
especial, del Patriarca Ecuménico de
Constantinopla. El distanciamiento
entre ambas Iglesias
comienza a
gestarse desde el momento mismo en
que el emperador Constantino el
Grande decide trasladar, en el 313
d.C., la capital del Imperio romano
de Roma a Constantinopla; se inicia,
prácticamente, cuando Teodosio el
Grande divide a su muerte (395) el
Imperio en dos partes entre sus
hijos: Honorio, que es reconocido
emperador de Occidente, y Arcadio,
de Oriente; deja notarse a partir de
la caída del Imperio occidental ante
los pueblos bárbaros del Norte en el
476; se agudiza en el siglo IX por
Focio, patriarca de Constantinopla,
y se consuma definitivamente en el
siglo XI con Miguel I Cerulario,
también patriarca de Constantinopla.
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Focio
(820-897),
secretario de la
Cancillería del Imperio
Oriente y, luego,
patriarca de
Constantinopla. |
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Causas del Cisma
En tres grupos pueden clasificarse
las principales causas que motivaron
el Cisma:
1. De tipo étnico: La natural
antipatía y aversión entre asiáticos
y europeos, unidas al desprecio que
en esta época sintieron los
cristianos
orientales hacia los latinos, a
quienes consideraban contagiados de
barbarie a causa de las invasiones germánicas.
2. De tipo religioso: Las
variaciones que, con el paso del
tiempo, fueron imponiéndose en las
prácticas litúrgicas, dando lugar al
uso de calendarios y santorales
distintos; las continuas disputas
sobre las jurisdicciones episcopales
y patriarcales que se originaron a
partir de dividirse en dos el
Imperio; la opinión extendida por
todo el Oriente de que, al ser
trasladada la capital del Imperio de
Roma a Constantinopla, se había
trasladado igualmente la Sede del
Primado de la Iglesia universal; las
pretensiones de autoridad por parte
de los patriarcas de Constantinopla,
que utilizaron el título de
‘Ecuménicos’ a pesar de la oposición
de los papas, que reclamaban para
sí, como obispos de Roma, la suprema
autoridad sobre toda la cristiandad;
la negativa de los patriarcas de
Oriente a reconocer esa autoridad
sobre la base de la Sagrada
Tradición Apostólica y las Sagradas
Escrituras, alegando que el obispo
de Roma sólo podía pretender ser
“primus inter pares” (un primero
entre sus iguales); y la intromisión
de los emperadores en asuntos
eclesiásticos, creyéndose pontífices
y reyes, y pretendiendo decidir
ellos solos los graves problemas de
la Iglesia.
3. De tipo político: El apoyo que
buscaron los papas en los reyes
francos y la restauración en
Carlomagno del Imperio de Occidente
(s. IX) mermaron prestigio a los
emperadores de Oriente, que tenían
pretensiones a la reunificación del
antiguo Imperio romano.
A estas causas de carácter general
pueden añadirse los cargos —en
realidad, pretextos— que los
patriarcas Focio y Cerulario
imputaron a la Iglesia de Roma, y
que pueden resumirse en los cuatro
siguientes: Que los papas no
consideraban válido el sacramento de
la confirmación administrado por un
sacerdote; que los clérigos latinos
se rapaban la barba y practicaban el
celibato obligatorio; que los
sacerdotes de la Iglesia Romana
usaban pan ácimo en la Santa Misa,
práctica considerada en Oriente una
herejía de influencia judaica; y, en
fin, que los papas habían
introducido en el credo la
afirmación de que el Espíritu Santo
procede del Padre y del Hijo (“Credo
in Spiritum Sanctum qui ex Patre
Filioque procedit”), en contra de lo
que sostenían los patriarcas
orientales, que no reconocían esta
última procedencia.
Estos cargos, que hubiesen podido
solucionarse con la convocatoria de
un concilio, produjeron la
separación definitiva, si no
hubiesen prevalecido razones
espurias a la esencia misma de la
religión.
Sus autores
Para proceder con claridad,
estudiaremos todos los personajes
que intervienen en este asunto, unos
como autores del Cisma y otros como
defensores de la unidad de la
Iglesia y la primacía de Roma.
En la autoría del Cisma se ven
implicados Miguel III el Beodo
(838-867), emperador de Oriente
(último de la dinastía de los
Isauros); César Bardas, tío del
emperador y regente del Imperio
durante su minoría de edad; Gregorio
Asbesta, metropolitano de Siracusa;
Focio, secretario de la Cancillería
imperial, y Miguel Cerulario,
patriarca de Constantinopla.
Como defensores de la unidad de la
Iglesia merecen citarse los papas
Nicolás I, Adriano II, Juan VIII y
León IX; Ignacio, patriarca de
Constantinopla, y la emperatriz
Teodora, madre del emperador Miguel
III y hermana de Bardas.
La mentira de la conspiración
Ignacio, patriarca de Constantinopla
(799-878), era un hombre de
exquisita piedad, pero excesivamente
austero y de una rigidez que rayaba
en la intransigencia. Bajo la
protección de la emperatriz Teodora,
se preocupó de velar con celo
extraordinario por la pureza de la
fe y la práctica de las buenas
costumbres.
El día de la Epifanía del año 857,
Ignacio negó la sagrada comunión a
César Bardas a causa de la conducta
inmoral y escandalosa de que hacía
alardes. Bardas juró vengarse de
esta humillación y busca la alianza
de Gregorio Asbesta, encarnizado
enemigo de Ignacio, quien, junto con
el papa Benedicto III, lo había
suspendido en sus funciones de
metropolitano de Siracusa.
Puestos de acuerdo, acusaron
falsamente a Ignacio de conspirar
contra el Estado ante Miguel III,
que ya había llegado a su mayoría de
edad y ejercía personalmente el
gobierno del Imperio, pero que
estaba fuertemente influido por su
tío.
La emperatriz Teodora se declaró
defensora de Ignacio, pero Bardas la
acusa de complicidad, y, tras
ordenar que le fuese cortado el
cabello como castigo, la encerró
violentamente en un convento,
mientras Ignacio era desterrado a la
isla de Terebinto.
Focio y el Cisma
Era preciso sustituir inmediatamente
a Ignacio en la Sede del
Patriarcazgo bizantino, y nadie más
a propósito que Focio (820-897),
secretario de la Cancillería
imperial y perteneciente a una
familia noble, emparentada con
Bardas.
Focio era hombre erudito, tanto en
ciencias profanas como sagradas,
hábil político, pero soberbio y
ambicioso. Su elección parecía
acertada. Existía, sin embargo, una
grave dificultad: Focio era seglar y
los Sagrados Cánones prohibían su
ascenso directo al episcopado.
Gregorio Asbesta, no obstante su
excomunión y suspensión, se encargó,
en connivencia con el emperador, de
solventar esta contrariedad. En
pocos días, del 22 al 25 de
diciembre del 858, confirió a Focio
las órdenes sagradas, incluso el
episcopado, lo que permitió que el
emperador le otorgase la dignidad de
Patriarca de Constantinopla.
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Miguel I Cerulario (ha. 1000 - 1059),
patriarca de Constantinopla. |
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Con el fin de legitimar su actuación, Focio escribe una carta al papa
Nicolás I, sucesor de Benedicto III,
en la que le comunica su exaltación
al Patriarcado, cosa que había
aceptado —explicaba tan cínica como
hipócritamente— en contra de su
voluntad y a pesar de no creerse
digno de tan alto cargo. En esa
misma carta hacía una profesión
fingida de fe cristiana de acuerdo
con el Credo de Roma y sumisión
total al Pontífice. Al propio
tiempo, el emperador envió otra
carta dando cuenta al Papa de la
renuncia voluntaria de Ignacio,
retirado a un monasterio, y
confirmando las noticias de Focio.
No convencido de los argumentos que
contenían ambos escritos, Nicolás I
envió dos legados a Constantinopla
para que le informaran de lo
ocurrido, pero, sobornados por Focio
y Bardas, informan al Papa
falsamente de acuerdo con las
anteriores cartas. Aún más, sin
autorización del Pontífice, se
constituyen en Jueces y convocan un
Sínodo cuyas conclusiones deponen a
Ignacio y proclaman a Focio legítimo
Patriarca. Esta rivalidad entre
Ignacio y Focio fue la causa
inmediata al Cisma.
Resplandece la verdad
Pero no tardaron en llegar a Roma
los informes del propio Ignacio y de
otros obispos adictos a la Santa
Sede, dando cuenta al Pontífice de
la realidad de los hechos.
Disconforme con los hechos, Nicolás
I protestó por la actitud del
emperador bizantino, se negó a
reconocer patriarca a Focio y reunió
en Letrán un sínodo (863),
en el que
se excomulga a Focio, se le desposee
de todas sus dignidades y se
restituyen a Ignacio todos sus
derechos. Como era de esperar, ni
Focio ni el emperador aceptaron la
decisión del Pontífice.
Sin embargo, y cuando más esperanzas
abrigaban de triunfo, Bardas cae
asesinado (866), y, al año
siguiente, el emperador Miguel III
corría la misma suerte a manos de
Basilio, nacido en Macedonia e hijo
de padres armenios, que usurpa el
trono del Imperio.
Destierro de Focio
El emperador Basilio I el Macedonio
(810-886), enemigo personal de
Focio, encierra a éste en un
monasterio (867) y repone a Ignacio
en la Sede Patriarcal con todos los
honores. A fin de dar legitimidad a
las decisiones del nuevo emperador,
el papa Adriano II, sucesor de
Nicolás I, reunió en Constantinopla
el VIII Concilio Ecuménico
(869-870), en cuya sesión octava se
acuerda anatematizar a Focio y
condenar sus libros a la hoguera.
A la muerte del patriarca Ignacio en
el 878, el papa Juan VIII, que había
sucedido a Adriano II y cuyo
desacuerdo con su predecesor era
evidente, levantó las penas que
pesaban sobre Focio y lo admitió por
segunda vez al Patriarcado de
Constantinopla, pero cuando el
emperador León VI ocupa el trono a
la muerte de Basilio I (886), lo
recluyó de nuevo en un monasterio,
donde permanecería hasta su muerte
en el 897.
Durante todo el siglo X, el nombre
de Focio cayó en un olvido absoluto.
Sin embargo, aunque sus sucesores no
rompieron sus relaciones con el
Papado, fueron preparando el
ambiente contra Roma. La separación
espiritual de ambas Iglesias había
llegado a tal extremo que, al
comenzar el siglo XI, se veía claro
que la separación era inevitable. En
efecto, ya en el siglo XI, Miguel
Cerulario volvía a exaltar la
memoria de Focio y a defender sus
escritos.
Miguel I Cerulario y la separación
definitiva
Miguel I Cerulario (ha. 1000 - 1059)
fue hombre altivo, prepotente y
ambicioso, de poca formación
intelectual, pero lleno de odio
contra la Iglesia romana. Elevado a
la Sede Patriarcal de Constantinopla
en 1943, su ministerio coincidiría
con el del papa León IX, y ambos
consumarían el cisma que se venía
gestando entre ambas Iglesias.
Su enfrentamiento con Roma se inicia
en 1051, cuando, tras acusar de
herejía judaica a la Iglesia romana
por utilizar pan ácimo en la
Eucaristía, ordena que se cerrasen
todas las iglesias de rito latino en
Constantinopla que no adoptaran el
rito griego, se apodera de todos los
monasterios dependientes de Roma y
arroja de ellos a todos los monjes
que obedecían al Papa, y dirige una
carta al clero en la que renovaba
todas las antiguas acusaciones
contra las dignidades eclesiásticas
occidentales.
En el año 1054, el papa León IX
envió a Constantinopla una legación
encabezada por el cardenal Humberto
de Silva y los arzobispos Federico
de Lorena y Pedro de Amalfi,
portando un escrito en el que se
conminaba a Cerulario a la
retractación de algunos aspectos en
conflicto y un decreto de excomunión
en caso de que éste se negase a
ello, pero el patriarca se negó a
recibirlos y tratar con ellos. Ante
esta actitud, los legados papales
publicaron su “Diálogo entre un
romano y un constantinopolitano”,
plagado de burlas contra las
costumbres griegas, y, el 16 de
julio de 1054, depositaron la bula
de excomunión en el altar mayor de
la iglesia de Santa Sofía, en
Bizancio (antes Constantinopla), y
abandonaron la ciudad de inmediato.
Unos días después, el 24 de julio,
el patriarca Miguel I Cerulario
quemaba públicamente la bula papal y
excomulgaba al cardenal Humberto y a
su séquito. El cisma entre ambas
Iglesias, que aún se perpetúa, se
había consumado.
Con todo, aunque el inicio del Gran
Cisma queda fechado en la Historia a
partir del papado de León IX, no son
pocos los investigadores que
cuestionan la trascendencia de estos
hechos en la efectiva separación de
ambas Iglesias, pues, por una parte,
cuando la excomunión recíproca tuvo
lugar, León IX ya había muerto, lo
que implica que cualquier actuación
llevada a cabo por el cardenal
Humberto carecía ya de validez como
legado papal, y, por otra, las
excomuniones afectaban a individuos,
no a Iglesias.
El Gran Cisma, hoy
Desde aquel instante hasta la
actualidad, ambas se denominan a sí
mismas Iglesia Católica Romana e
Iglesia Católica Ortodoxa y
reivindican también la exclusividad
de la fórmula “Una, Santa, Católica
y Apostólica”, al tiempo que cada
una se considera como la única
heredera legítima de la Iglesia
primitiva fundada por Cristo y
atribuye a la otra el “haber
abandonado a la Iglesia verdadera”.
Sea como fuere, la Historia nos deja
constancia de una suerte de
intención latente de acercamiento
entre ambas Iglesias. Así, en 1274
tuvo lugar una primera voluntad de
aproximación con motivo del II
Concilio de Lyon y, en 1439,
volvieron a reunirse en el Concilio
de Basilea, pero las dos ocasiones
se vieron avocadas al fracaso por la
recíproca intransigencia en algunos
aspectos doctrinales y
disciplinarios.
Más recientemente, algunas Iglesias
orientales decidieron aceptar la
primacía absoluta del papa y ahora
se denomina Iglesias Orientales
Católicas. Y, a raíz del Concilio
Vaticano II, convocado en 1962 por
el papa Juan XXIII y clausurado en
1965 por Pablo VI, la Iglesia
Católica Romana emprendió una serie
de iniciativas que han contribuido
al acercamiento entre ambas
Iglesias, entre las que puede
contarse la declaración conjunta de
7 de diciembre de 1965, en la que el
papa Pablo VI y el patriarca
Ecuménico Atenágoras I decidían
“cancelar de la memoria de la
Iglesia la sentencia de excomunión
que había sido pronunciada”.