a
desamortización
fue el
conjunto de
medidas
dimanadas de
la autoridad
del
Gobierno,
tendentes a
la
desvinculación
y
enajenación
de los
bienes
poseídos por
ciertas
instituciones
«manos
muertas» o
entidades
que no las
podían
vender como
la Iglesia,
la Corona,
la nobleza o
los
municipios,
con la
finalidad de
acabar con
determinados
privilegios
y proceder
así a un
reparto más
racional y
justo de la
riqueza.
Este proceso
constituye
un elemento
esencial
para
comprender
el tránsito
de la
sociedad del
Antiguo
Régimen al
Liberalismo,
en el que la
propiedad se
concibe como
individual y
absoluta en
lo que
respecta a
su gestión.
Antecedentes
Los
antecedentes
del proceso
desamortizador
hunden sus
raíces en
los últimos
años del
siglo XVIII,
cuando
ocupaba el
trono de
España el
rey Carlos
IV
(1788-1808)
y Manuel
Godoy era su
primer
ministro. En
general, el
proceso se
puede
separar en
dos épocas:
una, la
desamortización
de
Mendizábal
(1835-1836),
y otra, la
de Madoz
(1855),
ambas
conocidas
por los
apellidos de
quienes
fueron sus
ideólogos:
el
presidente
del Gobierno
Juan de Dios
Álvarez
Mendizábal,
y el
ministro de
Hacienda
Pascual
Madoz
Ibáñez, que
jugaron los
papeles
protagonistas
en el
proceso que
puso en
circulación
casi la
mitad de las
propiedades
eclesiásticas
y civiles en
España.
A lo largo
de la
historia,
pero sobre
todo a
partir de
Carlomagno
(742 – 814),
la
religiosidad
del pueblo y
la devoción
de los
propios
religiosos
habían
originado
una
tendencia a
donar a las
diócesis,
iglesias,
monasterios
y abadías
parte de la
propia
riqueza,
bienes
rústicos o
propiedades
urbanas, de
tal manera
que, con el
decurso de
los siglos,
la Iglesia
se hallaba
en posesión
de un
patrimonio
bastante
considerable.
Por su
parte, la
Hacienda
pública
española se
hallaba en
una casi
perpetua
situación de
precariedad
a
consecuencia,
principalmente,
de nuestra a
menudo poco
afortunada
Política
Exterior,
que
implicaba
con
frecuencia a
España en
algún
conflicto
bélico,
siempre
costoso de
mantener, lo
que ponía al
Estado en la
necesidad de
incrementar
más sus
gravámenes
sobre los
mismos
sectores de
la
población.
Esta penuria
casi crónica
de las arcas
del Estado
incitaba al
poder
político a
dirigir sus
miradas
hacia las
propiedades
de la
Iglesia, los
municipios y
los
mayorazgos,
las cuales,
por otra
parte,
conllevaban
desde
antiguo una
serie de
privilegios
y exenciones
fiscales.
Durante la
época de los
Austrias,
ante las
constantes
peticiones y
protestas
contra los
privilegios
inherentes a
las
propiedades
vinculadas,
los monarcas
ya habían
efectuado
algunas
enajenaciones
y
expropiaciones
de
determinadas
encomiendas
de Órdenes
militares y
de bienes
eclesiásticos
para
auxiliar los
elevados
costes de
las
continuas
empresas
bélicas de
la época.
Pero sería
durante el
siglo XVIII
cuando
comienza a
hacerse más
patente el
impulso
desamortizador,
al añadir a
las
necesidades
de siempre
la impronta
del
pensamiento
e ideología
de la
Filosofía de
la
Ilustración.
Fue entonces
cuando toma
cuerpo la
idea de que
el retraso
de la
agricultura
española con
respecto a
la de otros
países de
Europa, la
despoblación
de
determinadas
regiones, la
decadencia
del
comercio, la
falta de
iniciativa
privada y el
empobrecimiento
del Estado
tenían sus
raíces de la
carencia de
movilidad de
las riquezas
de la
nación. En
este sentido
se
manifestaron
los escritos
de Macanaz,
Jovellanos o
Campomanes.
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El regreso de
Fernando VII a España en 1814 se constituye en un serio obstáculo en la aplicación de
la política
desamortizadora
emprendida
por las
Cortes
Generales en
1812. |
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Objetivos de
las
desamortizaciones
Las medidas
desamortizadoras
del siglo
XIX tuvieron
tres
objetivos:
los bienes
de la
Iglesia; los
bienes de
propios y
los bienes
comunales de
municipios,
y los
antiguos
derechos
señoriales.
Y, al amparo
de estas
tres
consideraciones,
se procedió
a la venta
de miles de
fincas
rústicas y
urbanas, que
contribuyeron
a la
transformación
de la
estructura
de la
propiedad,
aunque, a la
par, fueron
origen de
una serie de
problemas
que todavía
en la
actualidad
no se han
resuelto.
El paso
inicial
hacia el
proceso de
la
desamortización
eclesiástica
tiene lugar
en 1798.
Ante el
deficitario
estado de la
Hacienda
pública, se
pensó que la
venta de
bienes
raíces
pertenecientes
a casas de
Beneficencia,
Obras Pías y
Patronatos
de Legos
podría ser
un remedio
no deseado
pero
necesario. Y
en ese
sentido,
Carlos IV
obtiene del
papa Pío VII
la facultad
de poder
enajenar las
propiedades
que se
estimasen
pertinentes,
con tal de
que su valor
no excediese
la renta de
6.400.000
reales de
vellón.
La guerra de
la
Independencia
(1808-1814)
y los
sucesos que
de ella se
derivaron
iban a
complicar
aún más todo
esto.
Instalado ya
José I
Bonaparte en
el trono de
España el 20
de julio de
1808, ordena
la reducción
del número
de conventos
existentes a
una tercera
parte; el 9
de junio de
1809,
suprime las
órdenes
religiosas,
aplicando el
valor de sus
tierras y
sus bienes
inmuebles a
la extinción
de la deuda
pública, y
unos meses
más tarde,
el 18 de
agosto,
decreta la
supresión de
todas las
Ordenes
Regulares,
Monacales,
Mendicantes
y
Clericales;
a cambio,
sus miembros
componentes
recibirían
de la
Tesorería de
Rentas de la
provincia
una pensión.
Por su
parte, las
Cortes
Generales
dictaminan,
el 17 de
junio de
1812, la
incorporación
al Estado de
los bienes
de las
Órdenes
religiosas
disueltas o
reformadas
por el
gobierno
intruso de
José I. El
13 de
septiembre
de 1813,
esta
política
desamortizadora
va a
conseguir su
momento
culminante:
las Cortes
de Cádiz,
por un lado,
constituyen
como
hipoteca de
la Deuda
Nacional las
Temporalidades
de la
Compañía de
Jesús, los
de la Orden
de San Juan
de
Jerusalén,
los predios
rústicos y
urbanos de
los
Maestrazgos
y
Encomiendas
vacantes y
los que
quedaran en
igual
situación en
las cuatro
Órdenes
Militares y
los que
pertenecían
a los
conventos y
monasterios
arruinados y
habían sido
suprimidos,
y determinan
esos mismos
bienes para
el pago de
los
intereses y
extinción de
capitales.
Y, por otro,
prohíben la
reconstrucción
de los
conventos y
monasterios
destruidos y
ordenan la
disolución
de los que
no
alcanzaran
los doce
religiosos
profesos,
decretan la
imposibilidad
de que en
una misma
localidad
pueda
residir más
de una
comunidad de
la misma
orden o
instituto.
El regreso
de Fernando
VII
Pero el
regreso de
Fernando VII
en 1814 se
constituye
en un serio
obstáculo en
la
aplicación
de esta
política.
Nada más
tomar las
riendas del
poder,
enseguida se
puso de
manifiesto
que la
voluntad del
monarca era
gobernar
como rey
absoluto y
que en nada
iba a
respetar los
logros
sociales
alcanzados
hasta el
momento con
la
Constitución
de 1812. [1]
La actitud
despótica
del rey y la
camarilla de
ineptos en
cuyas manos
había puesto
a
gobernación
llevaron al
país a una
situación en
que la
delación, la
intriga, la
corrupción y
el
clientelismo
político
eran las
características
de una
administración
en la que,
en unos
pocos años,
llegaron a
sucederse
cerca de
treinta
ministros,
lo que,
lógicamente,
fue origen
de múltiples
protestas y
gran
descontento.
En lo que
atañe a la
desamortización
puesta en
práctica por
los
liberales,
por un Real
Decreto de
23 de julio
de 1814 no
solo
restable las
órdenes
religiosas
en la
plenitud de
sus derechos
y
privilegios,
sino que
también
ordena la
inmediata
devolución
de sus
bienes con
la renta que
estos
hubiesen
podido
producir
desde el día
mismo en que
fueron
expropiados;
además, los
compradores
quedaban
inhabilitados
para el
desempeño de
cualquier
cargo
público.
Curiosamente,
la
Inquisición
no fue
restablecida.
El Trienio
Liberal
La situación
había
llegado a
tal extremo
de
degradación
y corruptela
que, a los
pocos años
de su
reinado, el
monarca ya
era objeto
de continuas
críticas de
parte de los
intelectuales
y la
burguesía
más
influyentes,
y los
gérmenes de
rebeldía
militar
empezaron a
aflorar y a
extenderse
por todo el
país,
culminado en
enero de
1820 con la
sublevación
del teniente
coronel
Rafael de
Riego,
comandante
de la
guarnición
de Asturias,
que proclama
la soberanía
de la
Constitución.
[2]
El
pronunciamiento
de Riego no
tuvo el
éxito
necesario;
sin embargo,
como el
Gobierno
tampoco fue
capaz de
sofocarlo
plenamente,
Fernando
VII,
temiendo lo
peor, se ve
forzado a
jurar la
Constitución
de 1812,
acto que
lleva a cabo
en Madrid el
10 de marzo
de 1820 [3].
Y, aunque el
juramento
sería otra
de las
muchas
patrañas de
un rey como
este,
indigno
monarca de
un pueblo
como el
español, tal
día da
comienzo a
lo que en
nuestra
historia se
llamó el
«Trienio
Liberal» o
«Constitucional».
Durante el
Trienio, las
nuevas
Cortes
nombran un
Gabinete con
elementos
doceañistas
que, además
de proponer
medidas
preventivas
contra el
absolutismo
real y
emprender
otras de
marcada
tendencia
liberal,
restablece,
en sucesivos
decretos, lo
dispuesto
por las
Cortes de
Cádiz en
1813 y
rescata la
Pragmática
de Carlos
III de 1767.
Así, el 17
de agosto de
1820,
decreta la
supresión de
la Compañía
de Jesús,
cuyos
miembros son
expulsados
de España y
trasladados
a Italia, y
el 1 de
octubre,
quedan
suprimidos
también
todos los
monasterios
de las
Órdenes
monacales,
los
canónigos
regulares de
San Benito,
de la
Congregación
Claustral
Tarraconense
y
Cesaraugustana,
los de San
Agustín y
los
Premostratenses;
los
conventos y
colegios de
las Órdenes
Militares de
Santiago,
Calatrava,
Alcántara y
Montesa; los
de San Juan
de
Jerusalén,
los de San
Juan de Dios
y de
Betlehemitas,
y los
Hospitalarios.
Un decreto
fechado el
25 de
octubre
incorpora a
la Corona
todos los
bienes
incautados a
las
congregaciones
suprimidas.
Sin embargo,
aunque el
rey
aparentaba
acatar el
régimen
constitucional,
conspiraba
secretamente
para
restablecer
el
absolutismo
y alentaba
las
rebeliones
de los
absolutistas.
La
indignidad
de este rey
lo
evidencian
el incidente
militar que
culminó con
la
constitución
de la
llamada
«Regencia de
Urgel»
(1822) [5],
de éxito
intrascendente,
y el hecho
de que, en
1823, un
potente
ejército
francés, los
«Cien Mil
Hijos de San
Luis»,
penetrara en
España y
restableciera
la monarquía
absoluta en
España en la
figura de
Fernando VII
[6].
Como
consecuencia,
todos los
cambios
introducidos
por del
Trienio
liberal
fueron
deshechos y
derogadas
todas sus
leyes de
orientación
doceañista.
Así, por
ejemplo, se
restablecieron
los
privilegios
de los
señoríos y
mayorazgos,
y a la
Iglesia le
fueron
devueltos
todos los
bienes que
le habían
sido
sustraídos y
devueltos
incondicionalmente
aquellos
otros que
hubiesen
sido
adquiridos
por
particulares
al Estado.
|
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|
|
|
Juan Álvarez Mendizábal
(1790-1853)
Primer
Ministro
durante la
Regencia de
María
Cristina de
Nápoles,
la Reina
Gobernadora, quien, para sanear la Hacienda y hacer frente a los grandiosos gastos que suponía hacer frente al primer levan-tamiento de los carlistas (1833-1835), pone en práctica una contundente política de desamor-tización de los bienes de la Iglesia, acusada de partidaria del carlismo. |
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|
La
desamortización
de
Mendizábal
El 29 de
septiembre
de 1833
muere
Fernando VII, dejando
como
heredera del
trono a su
hija Isabel,
con casi
tres años de
edad, y a su
esposa,
María
Cristina de
Nápoles, a
cargo de la
Regencia.
Previamente,
el monarca
había
abolido la
ley sálica,
que excluía
del trono a
las mujeres,
lo que luego
sería causa
de una
fuerte
oposición
militar por
parte del
infante
Carlos y sus
partidarios,
los
«carlistas»,
que, hasta
ese momento,
se tenía por
legítimo
sucesor.
En 1834, en
una
situación de
crisis
económica
lamentable,
la Reina
Gobernadora
pone al
frente del
primer
ministerio a
Juan Álvarez
Mendizábal
(1790-1853),
nacido en
Chiclana de
la Frontera,
Cádiz,
quien, para
sanear la
Hacienda y
hacer frente
a los
grandiosos
gastos que
suponía
hacer frente
al primer
levantamiento
de los
carlistas
(1833-1835),
pone en
práctica una
contundente
política de
desamortización
de los
bienes de la
Iglesia,
acusada de
partidaria
del
carlismo.
Así, entre
1835 y 1836,
dispone una
sucesión
ininterrumpida
de decretos,
suprimiendo
un gran
número de
conventos y
congregaciones
religiosas
(excepto
algunas
dedicadas a
la enseñanza
de niños
pobres o al
cuidado de
enfermos),
cuyos bienes
pasaron a
manos del
Estado, para
ser vendidos
luego en
pública
subasta, y
su producto
aplicado a
la
amortización
de la Deuda.
Caída María
Cristina al
frente del
reino (1840)
y nombrado
regente el
general
Baldomero
Espartero
(1793-1879),
el nuevo
mandatario
dispuso, el
2 de
septiembre
de 1841, la
venta de las
fincas,
derechos y
acciones del
clero
secular.
Doce
provincias,
entre ellas
Madrid,
Valencia,
Salamanca,
Sevilla,
Cádiz, Jaén
y Granada,
poseían más
de la mitad
de los
bienes del
clero. Las
ventas
obtenidas en
ellas
significaron
el 41,41% de
todas las
ventas
nacionales y
el 50,95% de
las de las
fincas
urbanas.
La
desamortización
de 1836 en
Andalucía
Andalucía
era una de
las regiones
que mayor
índice de
población
religiosa
tenían y una
de las
primeras en
lo que se
refiere al
volumen
bruto de
riquezas del
clero. El
valor en
fincas
rústicas y
urbanas que
poseía el
clero
andaluz era
considerable
y, a la hora
de las
subastas,
quedó
demostrado
tener un
valor
sensiblemente
superior al
tasado. De
todos estos
bienes,
desde 1836
hasta 1845
fueron
requisados y
subastadas
más del 62%
de las
fincas,
quedando por
vender en
torno a un
38%.
La provincia
que ocupaba
el primer
lugar en
cuanto al
valor de los
bienes
tasados en
fincas
rústicas y
urbanas era
Sevilla, con
el 11,40%
del total
nacional,
según los
cálculos
realizados
en su
momento por
el Estado.
Le seguía
Córdoba con
el segundo
puesto en lo
referente a
la riqueza
del clero,
la cual, con
el 5,77% de
la totalidad
nacional,
figuraba en
el quinto
lugar entre
las
provincias
de España.
Los bienes
del clero de
la provincia
de Cádiz,
aunque no se
aproximaba a
las altas
cotas
anteriores,
eran
significativos,
ocupando el
séptimo
lugar con
respecto a
las
provincias
españolas.
Granada
seguía con
su octavo
lugar; los
resultados
últimos de
la
desamortización
de
Mendizábal
en Granada
fueron los
más
limitados de
toda la
Península,
ya que el
56,40% de
las fincas
sacadas a
subasta en
1845 no
lograron ser
adjudicadas.
En Jaén, con
su décimo
lugar en el
total
nacional, se
mostró un
interés muy
acentuado
por la
adquisición
de las
tierras
recién
desvinculadas
y se
convirtió en
la provincia
andaluza con
mayor
porcentaje
de subastas
y ventas.
Sin embargo,
en las
restantes
provincias
de Andalucía
(Málaga,
Huelva y
Almería) no
puede
considerarse
a la Iglesia
con la misma
categoría de
gran
propietaria
que se le
reconoció en
Sevilla y en
Córdoba.
Así, por
ejemplo, el
valor de las
fincas que
el clero
poseía en
Málaga
vendría a
ocupar el
vigésimo
lugar con
respecto al
valor bruto
de las
fincas
desamortizadas,
y Huelva le
seguía en
importancia.
Almería, en
cambio, era
una de las
provincias
que tenía
menos rentas
en manos del
clero,
debido quizá
a que a
pobreza de
la zona pudo
haber
evitado la
propagación
de conventos
y
monasterios
en su suelo
y,
proporcionalmente,
su población
religiosa
era menor
que la de
Andalucía
Occidental.
Con todo
esto se
quiere
destacar que
de las
cuarenta y
siete
provincias
españolas,
cinco de las
andaluzas
estaban
entre las
diez más
destacadas
por la
fuerza
económica de
la Iglesia,
de ahí que
donde el
proceso
desamortizador
de
Mendizábal
tuviese
mayor
repercusión
fuese en
Andalucía,
donde se
vendieron
más de
60.000
fincas y se
pusieron en
movimiento
más de mil
millones de
reales.
La
desaparición
del régimen
señorial
El régimen
señorial
incluía otra
vertiente de
amortización
de las
tierras.
Para que
desapareciera
este aspecto
que se
consideraba
ya obsoleto,
las Cortes
de Cádiz
decretan, el
6 de agosto
de 1811, la
abolición de
los señoríos
(el régimen
señorial) en
todo el
territorio
nacional,
estableciendo
la
distinción
entre
señorío
jurisdiccional
y señorío
territorial.
Más tarde,
el 3 de mayo
de 1823, las
Cortes del
Trienio
Liberal
dictaron una
ley por la
que, para
mantener el
derecho de
propiedad
sobre las
tierras, se
hacía
necesaria la
presentación
de los
títulos
adquisitivos.
El régimen
señorial
quedó
definitivamente
abolido
durante la
Regencia de
María
Cristina,
cuyo
Gobierno, el
26 de agosto
de 1837,
dispuso que
bastaba con
la
presentación
de los
documentos
que probasen
la propiedad
del señorío,
disposición
que trajo
serias
consecuencias,
particularmente
sobre las
clases
bajas, que
tuvieron que
resignarse a
la libre
contratación
de su
trabajo, al
pasar de
siervos con
tierras a
hombres
libres pero
sin ellas;
al final, la
aristocracia,
en posesión
de todas las
tierras, fue
la única que
salió
beneficiada.
Mayoría de
edad de
Isabel II
En 1843, con
tan solo
trece años
de edad, se
proclama la
mayoría de
edad de
Isabel II,
y, en 1844,
con el
nombramiento
de un nuevo
Gobierno
formado con
políticos de
tendencia
moderada, la
política
española
comienza a
evolucionar
cada vez más
hacia el
absolutismo,
tendiendo a
afianzar los
derechos de
la Iglesia y
la autoridad
real.
Las nuevas
Cortes
suspendieron
la venta de
los bienes
urbanos y
rústicos
requisados
y, en 1851,
España
suscribió un
Concordato
con la Santa
Sede, por el
cual el
Gobierno, en
compensación
por los
daños
causados a
causa de la
desamortización,
adquiría el
firme
compromiso
de devolver
a la Iglesia
las fincas
no vendidas,
sostener el
culto, y
dotar al
clero y a
los
seminarios.
|
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|
|
Pascual Madoz Ibáñez
(1806-1870),
Ministro de Hacienda durante el Gobierno Provisional que surgió de la «Vicalvarada». La subida al poder de los progresistas fueron los sucesos que suscitaron otra vez el tema de la Desamortización, a cuyo fondo, como ya había ocurrido en los casos precedentes, latían las dificultades por las que atravesaba la Hacienda pública. |
|
|
La
desamortización
de Madoz
(1855)
Las medidas
desamortizadoras
aparecen de
nuevo en la
política
española, en
esta ocasión
de mano del
ministro de
Hacienda
Pascual
Madoz Ibáñez
(1806-1870),
natural de
Pamplona. La
«Vicalvarada»
[7] y la
subida al
poder de los
progresistas
fueron los
sucesos que
suscitaron
otra vez el
tema de la
Desamortización,
a cuyo
fondo, como
ya había
ocurrido en
los casos
precedentes,
latían las
dificultades
por las que
atravesaba
la Hacienda
pública, y,
en este
periodo, el
factor
decisivo del
proceso.
El 1 de mayo
de 1855,
Madoz firma
una ley por
la se
declaran en
estado de
venta todos
los predios
rústicos y
urbanos,
censos y
foros
pertenecientes
al Estado,
al clero, a
las órdenes
militares de
Santiago,
Alcántara,
Calatrava,
Montesa y
San Juan de
Jerusalén, a
Cofradías,
Obras pías,
Santuarios,
a los
‘propios’ y
‘comunes’ de
los pueblos
y a
cualesquiera
otros
pertenecientes
a «manos
muertas», ya
estén o no
pendientes
de ser
vendidos por
leyes
anteriores.
Quedaban
exceptuados
de la venta
los
edificios
destinados
al servicio
público, los
que ocupan
los
establecimientos
de
Beneficencia
e
Instrucción
Pública, el
palacio o
las moradas
de los
monarcas,
arzobispos y
obispos, las
rectorías (o
casas
destinadas
para
habitación
de los curas
párrocos,
con los
huertos o
jardines a
ellas
anejos), las
huertas y
jardines
pertenecientes
al instituto
de las
Escuelas
Pías, los
bienes de
capellanías
eclesiásticas
destinadas a
la
instrucción
pública,
durante la
vida de sus
actuales
poseedores,
los montes y
bosques cuya
venta no
crea
oportuna el
Gobierno,
las minas de
Almadén, las
salinas, los
terrenos que
hoy son de
aprovechamiento
común,
previa
declaración
de serlo,
entre otros
valores, y,
por último,
cualquier
edificio o
finca cuya
venta no
crea
oportuna el
Gobierno por
razones
graves.
Aplicada la
ley, la masa
de bienes
que fue
enajenada y
puesta en
circulación
fue muy
superior en
volumen a la
de los
bienes
eclesiásticos
movilizados
desde 1836.
La cantidad
percibida
por el
Estado debió
de ser, del
mismo modo,
mucho más
alta si se
tiene en
cuenta que
el pago se
había de
efectuarse
en metálico.
La deuda
sería
rescatada a
precio de
cotización
con el
dinero
recaudado en
Hacienda por
la venta de
las fincas.
La
Desamortización
de 1855
pretendía
tan sólo un
cambio en
«la forma de
propiedad» y
sustituir
tierras u
otros
inmuebles
por títulos
de deuda,
pero las
consecuencias
fueron
negativas
para las
clases
populares ya
que muchos
municipios
quedaron sin
recursos
materiales y
empobrecidos.
Las ventas
de los
bienes
afectados se
iniciaron en
1855 para
interrumpirse
desde el año
siguiente
hasta 1859.
A partir de
ese momento,
e iniciado
el siglo XX,
se procedió
de manera
continua a
la
adjudicación
de las
antiguas
rentas
vinculadas.
La
desamortización
de 1855 en
Andalucía
Al igual que
en 1836,
Sevilla está
a la cabeza
y fue la que
adquirió más
bienes.
Entre 1855 y
1856 se
vendieron en
esta capital
757 fincas
rústicas y
1.027
urbanas. El
60% de las
ventas
consumadas
en este año
procedían
del clero
secular, un
28% de
beneficencia
y clero
regular,
mientras que
las fincas
de propios
apenas
tuvieron
demanda.
Sevilla, que
había
ocupado el
primer lugar
de España en
las
recaudaciones
realizadas
por las
ventas en
1836, entre
1855 y 1856
pasa al
cuarto
lugar.
En Cádiz se
vendieron
309 fincas
rústicas y
528 urbanas,
Esta
provincia
ocupó, por
el volumen
de sus
ventas entre
1855 y 1856,
el cuarto
lugar de la
Península.
En Córdoba,
en los
primeros dos
años de la
desamortización
de Madoz se
subastaron
1.175 fincas
rústicas y
233 urbanas.
Esta
provincia
ocupaba la
séptima
posición
entre las
provincias
españolas
por el
volumen de
sus ventas.
En Jaén
fueron
adjudicadas,
entre los
dos años
referidos
anteriormente,
3.261 fincas
rústicas y
299 urbanas.
Málaga y
Granada son
provincias
muy
similares en
cuanto a
riquezas
desamortizadas.
Y en Huelva,
el volumen
de las
transacciones
no es
elevado
porque era
inferior
también la
superficie
existente en
poder de
«manos
muertas»;
sin embargo,
las tierras
que salen a
subasta en
1855 y en
1856 se
cotizaron de
forma
elevada. En
estos años
se pusieron
en la venta
207 fincas
rústicas y
64 urbanas.
Almería es
un caso
especial. La
pobreza
reflejada a
la hora de
la
Desamortización
eclesiástica
de 1836,
vuelve a
hacerse
patente
cuando se
contrasta
con los
inventarios
de bienes de
otras
instituciones
con
propiedades
amortizadas,
como la
Beneficencia,
los propios
o la
Instrucción
Pública.
Entre 1855 y
1856 pasaron
a manos
particulares
375 fincas
rústicas y
33 urbanas.
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La impresión generalizada que causaban los bienes de la Iglesia entre la nobleza envidiosa, los hidalgos ambiciosos y un pueblo engañado y en precario puede deducirse de leyenda que hay al pie de este dibujo de la época:
«Cría cuervos y te sacarán los ojos.» |
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Consecuencias
de las
desamortizaciones
del siglo
XIX
El proceso
desamortizador
incidió de
manera
negativa en
la economía
agraria de
nuestro país
y, de manera
muy
especial, en
Andalucía,
donde la
crisis se
agudiza a
unos niveles
socialmente
peligrosos.
La falta de
créditos
bancarios a
los
propietarios,
la
inexperiencia
de los
nuevos
propietarios,
a veces sin
capacidad de
iniciativas
y otras con
poca
voluntad
emprendedora;
los
excesivos
impuestos
con que se
grava la
escasa
productividad
del sector y
el evidente
retraso
técnico
producen en
nuestra
agricultura
costes
elevados y
rendimientos
bajos. Como
consecuencia,
la falta de
competitividad
de los
productos
españoles en
los mercados
exteriores
se
acrecienta
cada vez
más,
originando
un excesivo
almacenaje
interior,
que se
traduce
necesariamente
en el
hundimiento
de los
precios.
Ante esta
crisis
comercial,
los
propietarios
acuden a la
congelación
de los
salarios
para
compensar
los altos
costes y las
pérdidas, lo
que da
origen a una
falta de
poder
adquisitivo
de las
clases
populares,
dedicada, en
su mayoría,
a las faenas
agrícolas,
acentuando
aún más la
crisis del
sector, que,
al no ser
coyuntural
sino
estructural,
provocará
levantamientos
entre los
campesinos y
éxodo rural.
Los
diferentes
gobiernos
que se
suceden
durante esta
etapa,
pendientes
más de las
pérdidas
ocasionadas
por la
emancipación
de nuestras
colonias
americanas y
de las
reivindicaciones
de los
carlistas,
en lugar de
atajar los
problemas en
su raíz,
mejorando
los sistemas
de cultivo,
procurando
estructurar
racionalmente
la propiedad
de las
fincas y
estimular la
introducción
de las
nuevas
máquinas en
el proceso
productivo,
se limitan a
establecer
barreras
proteccionistas,
con lo que
no hacen más
que dejar
latentes los
problemas.
En algunas
zonas,
determinados
sectores
como la vid
tuvieron
mucho éxito,
pero la
plaga de
filoxera que
se propagó
en aquellos
años arruinó
el sector.
Por otra
parte, las
excesivas
roturaciones
a favor de
los cereales
acabaron con
los pastos,
que, a su
vez,
ocasiona el
hundimiento
de la
ganadería,
de tal
manera que,
de país con
excedentes
en el
comercio de
la lana,
pasamos a
convertirnos
en
deficitarios,
lo que
obligó a
España a
importar
lana con la
consiguiente
repercusión
en nuestra
balanza de
pagos. No es
extraña a
esta crisis
ganadera la
exportación
de
sementales
de nuestra
raza merina
a otros
países, que
provocó
competencias
insuperables.
Las reformas
del siglo
XIX,
consideradas
revolucionarias
y
progresistas
desde el
punto de
vista de la
Hacienda,
aparecen
como
inmovilistas
y
reaccionarias
en el
aspecto
social.
Ciertamente
solucionaron
algunos
problemas,
pero
plantearon
otros tan
profundos
que todavía
están
pendientes
de solución.
Así, por
ejemplo, la
propiedad de
la tierra
desamortizadas
no llegó a
distribuirse
entre los
campesinos
que las
habían
estado
cultivando
desde
antiguo
—como se
había hecho
en Francia—,
sino que se
reconoce su
propiedad a
una
aristocracia
de origen
urbano o
cortesano ya
decadente,
dando origen
a una clase
social, el
«terrateniente»,
caracterizada
por su
inexperiencia
agrícola,
falta de
dinamismo
mercantil y
absoluta
despreocupación
por el
desarrollo
agrícola. De
esta manera,
las parcelas
antes
cedidas por
el clero al
campesinado
en régimen
de colonato
generación
tras
generación o
arrendadas a
perpetuidad
van siendo
incorporadas
a la finca
principal de
la nueva
clase,
originando
también un
nuevo tipo
de propiedad
de gran
extensión de
terreno: el
«latifundio».
En
definitiva;
en el ámbito
económico,
las medidas
desamortizadoras
no fueron
eficaces ni
suficientes
para formar
un excedente
de capital
capaz de ser
reinvertido
en la
industria,
sino que,
por el
contrario,
será el
capital
urbano el
que va a
invertirse
en la
agricultura
ante el
atractivo de
las ofertas
de las
propiedades
expropiadas
y sacadas a
subasta. Por
otra parte,
la falta de
trasparencia
y de
perspectiva
social con
que se llevó
a cabo la
enajenación
de tales
bienes no
solo
favoreció,
como
acabamos de
decir, la
aparición
del
terrateniente
y del
latifundismo,
sino que
destruyó
unos
antiguos
derechos de
colonos y
campesinos,
a quienes no
quedó otro
recurso que
retornar a
esas mismas
tierras en
calidad de
míseros
jornaleros
sometidos a
la ley
laboral de
la oferta y
la demanda.
De esta
forma, la
clase media
agrícola,
que tan buen
papel podría
haber
desempañado
en el
desarrollo
agrícola de
España, va a
hundirse
para siempre
en la
miseria y en
la
desesperación,
condenada a
rebelarse
contra la
injusticia
de la
explotación
o a
expatriarse
a otras
tierras en
busca de una
vida más
digna.
NOTAS
1.
Fernando VII
regresa a
España a
través de
Valencia, en
donde, el 4
de mayo de
1814, firma
un decreto
en el que se
compromete a
un gobierno
medrado, que
no cumple.
Sustituye
los
ministerios
constitucionales
por las
antiguas
secretarías,
restablece
los antiguos
Concejos y
deroga todo
lo aprobado
en los
últimos años
que tuviese
inspirado en
la
Constitución.
Con todo, la
autoridad de
los
secretarios
y consejeros
era más
aparente que
real:
fácilmente
era depuesto
de sus
cargos y
sustituidos
por otros,
pues quien
realmente
gobernaba el
país era una
camarilla de
allegados al
monarca,
formada por
personas de
desigual
condición,
escaso
talento y
declaradamente
inepta para
afrontar los
graves
problemas
que
acuciaban al
país.
2.
A finales de
1819, el
Gobierno
había
concentrado
un ejército
en las
proximidades
de Cádiz,
destinado a
sofocar la
sublevación
de las
colonias en
América de
las
provincias
de Ultramar.
Riego, que
estaba al
mando de la
guarnición
de Asturias,
se pone en
contacto con
otros
oficiales
descontentos
y acuerdan
aprovechar
aquella
ocasión para
proclamar la
Constitución
de 1812. El
día 1 de
enero de
1820,
reunidos los
conspiradores
en Las
Cabezas de
San Juan
(Sevilla),
Riego se
pone al
frente de
movimiento
sedicioso y
se alza
contra el
absolutismo
real
diciendo «Es
de precisión
para que
España se
salve que el
rey Nuestro
Señor jure
la Ley
constitucional
de 1812,
afirmación
legítima y
civil de los
derechos y
deberes de
los
españoles.
¡Viva la
Constitución!».
Todos los
sublevados
se trasladan
de inmediato
a Arcos de
la Frontera,
donde
detienen al
general jefe
del ejército
expedicionario,
el Conde de
Calderón y,
a
continuación,
marcharon
por
diferentes
ciudades
andaluzas
con la
esperanza de
comenzar un
levantamiento
antiabsolutista,
que no
hallaría el
eco
necesario
para un
triunfo
seguro de la
causa.
3.
A pesar de
los
esfuerzos
del Riego
por
conseguir la
adhesión de
las
guarniciones
de
Andalucía,
tropieza con
una
indiferencia
generalizada,
y cuando el
periplo
revolucionario
estaba
desintegrándose,
se produjo
el
levantamiento
de las
tropas de La
Coruña, El
Ferrol y
Vigo,
seguidos por
los de
Asturias,
Zaragoza,
Navarra,
Barcelona y
Valencia. Y,
a pesar de
que el rey
hubiera
podido
contar con
el apoyo de
tropas
suficientes
para hacer
frente a los
sublevados
con el
Ejército del
Centro, se
dice que,
consultado
el general
Ballesteros,
comandante
de la
guarnición,
declaró que
no podía
responder de
la tropa.
Entrada ya
la noche, el
rey
consiente
firmar un
decreto en
el que
declaraba
que, de
acuerdo con
«la voluntad
general del
pueblo», se
había
decidido a
jurar la
Constitución.
El día 10,
el rey
publica el
Manifiesto
del rey a la
Nación
española en
el que, con
la famosa
frase
«Marchemos
francamente,
y yo el
primero, por
la senda
constitucional»,
muestra su
apoyo a
dicha
constitución.
Comienza así
el Trienio
liberal.
4.
Moneda de
plata, que
tuvo
diferentes
valores,
según los
tiempos,
aunque el
más
corriente
fue el de 2
reales
de vellón, o
sea, 68
maravedís.
Esta moneda
tiene su
origen
durante la
ocupación
francesa,
cuando José
I Bonaparte
mandó acuñar
dos sistemas
monetarios
paralelos
basados en
el real como
unidad
monetaria,
pero con dos
valores
diferentes:
el real
español
tradicional
y el «real
de vellón»
(‘vellón’ es
el nombre de
la aleación
de cobre y
plata en que
estaba
acuñado),
con una
equivalencia
de 2,5
reales de
vellón por
cada real
tradicional.
El real
tradicional
deja de
acuñarse con
la muerte de
Fernando VII,
de modo que
durante el
reinado de
su hija,
Isabel II,
tan solo se
acuñaron
monedas con
facial
expresado en
reales de
vellón.
Cuando
apareció la
peseta el 19
de octubre
de 1868, un
real (la
secuencia
‘de vellón’
dejó de
emplearse
por
innecesaria)
equivalía a
25 céntimos
de peseta,
equivalencia
que se
mantuvo
hasta el
final de la
peseta, de
ahí que las
monedas de
50 céntimos
se las
denominara
«dos
reales».
Como es
sabido, la
peseta fue
la unidad
monetaria de
España hasta
su
desaparición
el 1 de
enero de
1999, cuando
se introdujo
el euro.
5.
En julio de
1822, los
batallones
de la
Guardia Real
encargados
de custodiar
El Pardo, se
sublevan y,
al parecer
con la
complicidad
del rey,
logran
entrar en
Madrid.
Aunque son
prontamente
sofocados
por las
fuerzas
constitucionalistas,
lograron,
sin embargo,
apoderarse
de la Seo de
Urgel, donde
se
constituyen
en la
llamada
«Regencia de
Urgel», que
lanzó un
manifiesto
al país
llamando a
la nación a
levantarse
en armas a
favor del
rey
Fernando.
6.
A solicitud
de Fernando
VII, Francia
intervino
militarmente
en España el
7 de abril
de 1823 para
apoyarlo
frente a los
liberales y
restablecer
el
absolutismo,
en virtud de
los acuerdos
de la Santa
Alianza a la
que el rey
español se
había
adherido. El
ejército
francés,
denominado
con el
nombre de
los «Cien
Mil Hijos de
San Luis», y
a las
órdenes del
Duque de
Angulema,
penetró en
España por
el Bidasoa y
entró en
Madrid sin
resistencia
alguna.
7.
Recibe el
nombre de «Vicalvarada»
el
pronunciamiento
militar que
tuvo lugar
en Vicálvaro
en 1854.
Tuvo como
principal
artífice al
general
Leopoldo
O’Donnell,
duque de
Tetuán
(1809-1867),
quien, tras
sublevarse
en Madrid,
se traslada
a Vicálvaro,
un cercano
pueblo de la
provincia,
donde tiene
un encuentro
poco
afortunado
con las
fuerzas
gubernamentales.
Se retira a
Manzanares y
allí
proclamó un
manifiesto
al país,
redactado
por un joven
político
malagueño
Antonio
Cánovas del
Castillo,
cuyas
promesas
arrastraron
a los
progresistas
al
movimiento.
Se forma
entonces un
nuevo
ministerio
de tendencia
progresista,
presidido
por
Espartero,
en cual
contó con la
colaboración
de O’Donnell,
que fue
nombrado
ministro de
la Guerra.
Ambos
generales,
dueños del
poder,
gobernaron
juntos
durante dos
años,
periodo que
fue llamado
«Bienio
Progresista». |