ONEL QUEDÓ CALLADO, mirándose los pies desnudos llenos de polvo
de tanto haber andado.
Quizá no pensaba en
nada, pero miró los pies
del hombre que le
franqueaba la puerta. Es
posible que todo fuera
un sueño o un error para
el hombre de la puerta,
no para Onel; él,
simplemente, regresaba a
su casa, aquella donde
había plantado en su
infancia un pino, como
un juego y no como de un
desafío.
—A mí me la alquilaron
—dijo el hombre—; sólo
después pude comprarla.
Tuve que vender todas
las cosas que tenía y
también las de mi mujer.
Onel sólo miraba los
rincones de la casa casi
desierta. Imposible
saber lo que pensaba ni
lo que le hacía recordar
cada sombra, cada trozo
de pared, ni la puerta,
ni las ventanas que en
ese momento estaban
abiertas.
—A mí me la alquilaron
—volvió a decir el
hombre.
Onel se quedó mirando la
puerta de madera con una
ternura indescifrable,
parecía que se le iban a
caer los ojos. No
lloraba. No había rencor
en su mirada, sólo
miraba quizá recordando
una imagen o un gesto de
su madre. Tal vez le
hubiese gustado ver a su
padre entrando por la
puerta, pero nada. Sólo
escuchaba la voz de un
desconocido que le
estaba repitiendo la
misma cosa desde que
entró.
—Tuve que vender mis cosas
—dijo el hombre.
Nada de lo que había le
hacía recordar algo a
Onel; sólo los muros,
las ventanas y la
puerta, que no habían
cambiado mucho. El
rincón donde su padre se
sentaba a leer el
periódico, estaba allí;
sin embargo, él miraba
un vacío inmenso, y en
ese rincón parecía
concentrarse la
infinitud, el principio
y el fin de todo.
—No me regalaron nada —dijo
el hombre.
Onel quería levantarse y
también echarle una
mirada a la cocina, a la
huerta, allí donde pasó
gran parte de su
infancia; subir al techo
para ver si aún se veía
todo lo que él veía
antes, pero nada. Quedó
con la vista pegada en
una fisura de una de las
paredes, fisura que
llegaba hasta el techo
ennegrecido por el
excremento que habían
dejado las moscas.
—Ésta es mi casa —dijo el
hombre.
La ranura se había
ensanchado un poco. Del
techo tal vez goteaba
aún, como cuando llovía
antes. Luego, Onel cerró
los ojos para intentar
olvidar lo inolvidable.
Quizá era preferible
irse y no reclamar nada,
tampoco volver a ver
esos muros, ni la ranura
que esta vez lo estaba
viendo a él como si
quisiese devorarlo. La
única resistencia de
Onel era desviar la
vista hacia otro punto,
hacia un vacío absoluto
de donde no rebotase
nada.
—Éstas son mis cosas —dijo
el hombre—; todo lo he
comprado con el sudor de
mi frente. He tenido que
trabajar como una mula
para tener todo esto.
Esa voz no llegaba a la
conciencia de Onel. Tal
vez ni siquiera se daba
cuenta de la presencia
de ese hombre que
trataba de explicar su
existencia. Se oía una
voz, otra más lejana y
más profunda, una voz
que pesadamente
arrastraba el viento. A
ratos, Onel miraba sus
manos como se mira las
piedras, como se mira el
polvo que nadie ha
tenido el cuidado de
limpiarlo, de tiempo en
tiempo, de los muebles
de una casa abandonada.
Estaba cayendo la tarde y
todo se iba inundando de
sombras apagadas,
envejecidas,
trashumantes. La mirada
de Onel, sus ojos y sus
manos parecían envejecer
con la tarde. Sólo el
hombre quedaba pegado a
su silla como si ya
fuera un objeto más en
ese ambiente
irrefutable. A veces
llegaba por la ventana
abierta un ruido extraño
de afuera.
—Yo la he comprado —dijo el
hombre con una voz de
vidrio.
Y Onel, nada. Su mundo
estaba allí, pero
también en otra parte,
en un lugar indefinido.
Tal vez sólo era su
mirada lo que realmente
existía de él. Ni
siquiera esa sombra
pesada le parecía
pertenecer. Todo estaba
allí, quieto y
tumultuoso como un
delirio inexplicable. No
era el tiempo ni la
sombra, tampoco el
hombre que luchaba
solitariamente; eran los
muros, era la casa y
también la memoria que
lo mantenía como
encerrado en un
laberinto.
—A mí no me dijeron nada
—dijo el hombre—; sólo
me alquilaron la casa, y
la compré cuando reuní
el dinero que me pedían
por ella.
Alguien hizo un ruido
detrás de la puerta. Ni
Onel ni el hombre se
movieron. A ninguno de
los dos les sorprendió
el ruido, era como si
los dos estuvieran
acostumbrados a oírlo.
Onel tenía las manos
sucias y quemadas por el
sol al igual que sus
pómulos, que le
brillaban con el reflejo
de la luz. El hombre
tenía el rostro marcado
por el cansancio, ese
que sólo labra la vida
en un hombre
desgraciado.
El silencio de Onel y la
voz del hombre parecían
fundirse en una extraña
masa de aire que
perforaba las paredes.
Onel no dejaba de
observar los rincones de
la casa, donde tal vez
aún quedaba algo de
polvo del tiempo que le
recordaban esas paredes.
Nada era confuso en su
memoria. Desde su sitio
parecía vigilarlo todo.
—A mí me la alquilaron
—volvió a decir el
hombre.
Ninguno de los dos bebió el
agua que puso el hombre
sobre la mesa cuando
entró Onel. Lo único que
realmente se movió en la
casa hasta ese instante,
fueron las sombras, las
sombras que giraban y
se agrandaban con
lentitud.
—Tengo el contrato, se lo
voy a mostrar —dijo el
hombre sin levantarse.
Esta vez Onel le miró a la
cara como quien busca
una duda o una mentira
en un rostro, pero no
encontró nada, sólo vio
el rostro de un hombre
envejecido.
—No le estoy mintiendo
—dijo el hombre.
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Onel se
quedó mirando la
puerta de madera
con una ternura
indescifrable,
parecía que se
le iban a caer
los ojos. |
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El tiempo de la tarde se
consumía
irremediablemente por la
ventana abierta. A veces
el viento soplaba fuerte
y hacía balancear el
foco que estaba colgado
del techo. Otra vez el
ruido entraba como a
perturbar el silencio
que reinaba entre los
dos y sus sombras
respectivas. Esta vez
Onel miró hacia la
ventana abierta, tal vez
no por el ruido, sino
por el viento frío que
comenzaba a entrar a la
casa. El hombre no
miraba a la ventana,
sino a Onel, que se
rascaba la barba
crecida. Sólo en ese
instante, el hombre se
dio cuenta de que a Onel
no le interesaba nada de
lo que le estaba
diciendo. Era como si no
estuviera allí, sentado,
mirando de vez en cuando
ciertas partes de la
casa. En realidad, lo
único que hacía Onel era
mirar, y tal vez
recordar otro mundo,
aquel mundo enterrado
por el tiempo, que es el
pasado. Cuando Onel dejó
de mirar la ventana,
sorprendió al hombre que
lo miraba, éste quedó
impresionado, como si lo
hubiesen cogido en
flagrante delito. No se
dijeron nada, apenas se
cruzaron las miradas y
continuó cayendo la
tarde.
—Ésta es nuestra casa —dijo
el hombre—, no estamos
usurpando nada.
Para Onel había cambiado
algo, pero no sabía qué.
Lo sentía cada vez que
miraba por la ventana.
No era el olor de la
casa, porque desde que
entró, entró también un
extraño aroma que lo
estaba esperando afuera
desde siempre. Aunque
para el hombre, Onel era
un extranjero, no lo era
para la casa. Quizá Onel
era el único
sobreviviente a quien
esperaba la casa antes
de derrumbarse.
Otra vez el ruido
extrañamente parecía
entrar y salir de la
casa. Súbitamente, el
hombre se puso a toser
como si algo tratase de
ahogarlo. Onel, sin
decirle nada, miraba
cómo se debatía el
hombre con la tos. Sólo
cuando el hombre se puso
de pie, Onel estiró su
brazo sobre el hombro
del hombre, tal vez para
que no cayera al suelo.
Cuando dejó de toser el
hombre, ninguno de los
dos volvió a sentarse,
quizá presintiendo una
desgracia. El hombre se
sirvió un vaso de agua y
lo bebió de un golpe.
Luego, dejó el vaso en
el filo de la mesa sin
darse cuenta de que, al
menor movimiento, podría
caerse. Onel se quedó
parado con las manos en
los bolsillos mirando la
puerta por donde entraba
el ruido.
—No es posible —dijo el
hombre.
Para entonces, las sombras
eran ya
inconmensurables, se
habían integrado a la
incipiente oscuridad.
Onel permaneció con la
mirada siempre perdida
en algún rincón
impreciso de la casa. Ya
no eran las sombras ni
los ruidos, eran los
pasos de Onel los que se
desplazaban hacia la
puerta de la cocina.
Parecía que ya no
interesaba el ambiente
estático de la sala,
quería ver o recordar
otras cosas, los otros
muros, los otros muros
que ocultaban los muros
de la sala.
—No es posible —volvió a
decir el hombre.
Onel regresó de la cocina
con la frente fruncida
como si hubiese visto la
muerte. Lo que vio
fueron las cosas
desordenadas de una
cocina medio abandonada.
Nada de lo que había en
ella le recordaba el
pasado o algo que él
estaba buscando, algo
que él, Onel, deseaba
encontrar con urgencia,
algo que podía estar
confundido entre todo lo
ajeno que llenaba la
cocina o la casa.
—Esta es mi casa —decía el
hombre mientras Onel
escrutaba todo.
Cuando terminó de visitar
la casa, Onel pareció
encontrar lo que
buscaba. Miró fijamente
la puerta bajo la cual
estaba incrustada la
herradura. No hacía
falta decir o inventar
otra cosa. Todo estaba
claro en su mente.
—Yo no puedo irme —dijo el
hombre retrocediendo un
poco.
Onel avanzó hacia el
hombre, y éste,
temeroso, siguió
retrocediendo poco a
poco hasta chocar con la
pared cubierta de polvo
negro. No le dijo nada,
sólo alargó su mano
huesuda para coger un
fierro que estaba
colgado al lado de la
puerta y con él extrajo
la herradura, y con ella
se alejó
precipitadamente de la
casa sin decirle nada al
hombre, que, espantado,
lo vio partir hacia el
centro de la noche.