oledad, amiga mía... Muchos dicen
conocerte, pero pocos de verdad han
llegado a captar la esencia de tu
significado. Muchos hablan de ti,
escriben poemas acerca de lo que
inspiras, retratan con música el perfil
de tu mirada... Pero la realidad, mi
inseparable compañera, es que nadie te
conoce tan bien como yo. Los hay que te
definen como el sentimiento de haberlo
perdido todo. Otros, como la sensación
de no tener nada. Se equivocan. Yo no he
perdido realmente nada que hubiera
tenido alguna vez, y aún poseo razones
para amar y valorar mi vida, que ha
colgado de un hilo estos últimos días.
Y, sin embargo, rotos mis sueños y
desvanecidas todas mis ilusiones, estoy
sola. Y tú, soledad, me abrazas con
fuerzas recordándome que, aun cuando no
queda nada, siempre estarás a mi lado.
Cínica paradoja del destino...
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Yo no he perdido realmente
nada que hubiera tenido
alguna vez, y aún poseo
razones para amar y valorar
mi vida, que ha colgado de
un hilo estos últimos días. |
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He sentido tanto dolor en tan poco
tiempo que no existen lágrimas para
llorarlo. Es un dolor profundo y sereno,
enquistado en mi corazón, imposible de
arrancar, que impregna cada uno de los
pensamientos que tengo, cada paso que
intento dar, cada segundo de esta
existencia mía que carece ya de todo
sentido. Nunca he creído realmente en
Dios, pero ahora me pregunto si el ser
humano se equivoca tratando de
contradecir sus decisiones, si los
médicos, devolviéndome una vida que Él
había decidido quitarme ya, han cometido
un error irreparable... Y es que creo
que, realmente, yo no necesitaba seguir
viviendo ya. No así, no tan sola...
Le conocí en una discoteca que solíamos
frecuentar el grupo de la academia de
baile a la que yo asistía por entonces.
Era un chico alto, de tez oscura, que
movía el cuerpo con un ritmo muy
especial. Me cautivó desde el momento en
que clavó su oscura mirada en mis ojos
verdes. Bailamos juntos toda la noche,
casi sin dirigirnos la palabra. Fue un
hechizo tan grande que no supe su nombre
hasta la mañana siguiente, cuando
amanecí entre sus brazos y me atreví a
preguntarlo. Apenas tres meses después,
se vino a vivir a mi casa. Él no tenía
trabajo y yo conseguía sobrevivir a
duras penas con el mío, pero el amor que
sentía era tan grande e irracional que
nada importaba. Tenía treinta años, pero
me sentía como la adolescente que nunca
fui. Siempre había soñado con aquello,
con encontrar un hombre que estuviera a
mi lado, que me amara y conectara
conmigo del modo en que él lo hacía. La
mayor parte de mis amigas se habían
casado ya e, ironías del destino, yo, la
princesa que siempre había tenido claro
que sería esposa y madre, aún seguía
soltera y sin compromiso a la vista.
Hasta aquel momento, me había refugiado
en mis sobrinos, una pareja adorable de
la que me encargaba cada día, mientras
mi hermana estaba en el trabajo. Para mí
eran casi hijos míos, puesto que los
levantaba al amanecer, los vestía, les
daba el desayuno, los llevaba y los
recogía del colegio... Pero por la
noche, cuando volvía a mi casa del
trabajo, ellos no estaban, y la cama,
fría y solitaria, me recordaba que no
había niños a los que contar un cuento
ni arropar con cariño.
Y entonces llegó él y llenó todo mi
espacio. Cada mañana salía de casa
carpeta en mano en busca de trabajo y no
regresaba hasta las cinco o las seis de
la tarde, siempre con las manos vacías
pero las ilusiones intactas. Yo valoraba
su esfuerzo y su tesón y no me importaba
sacrificar mis pequeños caprichos para
poder mantenernos a flote a los dos.
Dejé de ir de compras los fines de
semana, se acabaron las salidas
nocturnas, las clases de baile, el
teatro una vez al mes, el cine con las
amigas, los viajes... No importaba nada.
Sus abrazos por la noche, sus besos cada
mañana, sus detalles (que yo misma
pagaba) llenaban cada hueco que yo iba
dejando en mi vida por él.
El día que descubrí que estaba
embarazada pensé que no podría haber
mujer más feliz que yo en el planeta.
Pasé la tarde en el trabajo esperando
que llegara el momento de llegar a casa
y poder contárselo a él, mi amigo, mi
confidente, el padre de la criatura que
ya casi sentía en mi vientre. Su rostro
no compartió mi alegría. Su mirada fue
fría y serena. Su abrazo no fue sincero.
Pero yo decidí cerrar los ojos e
inventar mil excusas para evitar que
aquella verdad que se había colado entre
nosotros se hiciera un abismo
insalvable.
Sin embargo, el tiempo, sabio amigo
lleno de consejos, cansado de verme
luchar por un amor tan irracional, se
apresuró a desvelar la realidad ante mi
mirada no mucho después.
Aquella gris mañana llena de verdades
dejé a los niños en el colegio un poco
antes de las nueve para poder realizar
unas cuantas gestiones que ya llevaba
demasiados días dejando pasar. Entonces
le vi. Carpeta en mano se dirigía, como
llevaba haciendo todos estos meses, a
buscar trabajo. Aceleré el paso para
despedirme de él y desearle suerte, pero
algo me detuvo en seco. Parado ante un
enorme contenedor azul, vació en él todo
el contenido de su carpeta que yo misma
había impreso con amor la noche
anterior. Decenas de currículos, con su
foto y sus virtudes ensalzadas con mucha
imaginación por mi parte, ahora sólo
quedaban a la espera de ser recicladas.
Luego, se dio la vuelta y se marchó,
quién sabe adónde.
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Se acercó meloso, como
siempre, dispuesto a
lamentar no haber tenido
éxito tampoco en esta
ocasión. Yo no pude soportar
su cercanía. Le alejé de mí
con furia, con esa fuerza
desconocida que da el odio
engendrado por el engaño y
la traición. |
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Durante el resto del día traté de
encontrar alguna razón que justificara
su actitud, pero desgraciadamente el ojo
que ve sí es un corazón que siente, y,
en este caso, mi corazón, rendido a la
evidencia, había dejado de sentir nada
más allá del dolor.
Cuando llegó a casa, me encontró sentada
en el sillón, mirando sin ver la
televisión encendida. Se acercó meloso,
como siempre, dispuesto a lamentar no
haber tenido éxito tampoco en esta
ocasión. Yo no pude soportar su
cercanía. Le alejé de mí con furia, con
esa fuerza desconocida que da el odio
engendrado por el engaño y la traición.
Me miró sin comprender hasta que
descubrió que yo sostenía en mis manos
aquellos papeles que él había tirado
despreocupadamente aquella mañana. Trató
de decir algo, pero se lo impedí. Mi
mente ya no estaba dispuesta a escuchar
más mentiras, mi alma ya no deseaba su
presencia en mi casa, mi corazón... Mi
corazón, en aquellos instantes, ni
siquiera hacía acto de presencia. El
amor propio, encerrado durante tantos
meses, había sido liberado al fin, y
reventó llevándose consigo todas mis
esperanzas, mis sueños y mi futuro junto
a él. Sólo recuerdo de aquella
discusión, la primera que teníamos, la
que marcaría el final, que le pregunté
cómo pretendía mantener a nuestro bebé
sin un trabajo, qué pensaba hacer con
nuestras vidas. Una leve sonrisa asomó,
traviesa, en sus labios, y el brillo de
sus ojos me lo confesó todo. Nunca había
pensado en aquel nuevo ser como propio.
Nunca se había planteado la idea de
criarlo a mi lado. Sólo buscaba otra
mujer con casa propia que lo acogiera
antes de que yo tuviera a nuestro hijo.
No lo quería. No me quería. No nos
quería.
Aquella noche volví a estar sola en la
enorme cama, añorando su respiración a
mi lado, el calor de su cuerpo, el roce
de sus manos. El odio y la frustración,
agotados tras la pelea, se habían
retirado a dormir, y el dolor,
implacable, ahora extendía sus manos
alrededor de mi ser. Pero justo cuando
la primera lágrima se deslizó por mis
ojos, enredándose en la almohada,
empapándola con su mezcla de agua y sal,
una pequeña punzada en el vientre me
hizo recuperar la cordura. No tenía que
sentirme sola, porque no lo estaba.
Dentro de mí había una personita que
estaría a mi lado cada segundo del día,
que me acompañaría formando parte de mi
cuerpo y modificando sus formas hasta
que llegara el momento, su momento, y
abriera los ojos a esta vida, que yo iba
a llenar de colores para ella.
Aquella paz y felicidad de mi interior
barrieron el resto de los sentimientos.
Aquel corazoncito pequeño que ya latía
dentro de mí hizo revivir al mío con
nuevas y más dulces esperanzas. El amor
que yo sentía por aquel bebé era tan
fuerte que no quedaba sitio alguno para
el recuerdo, ni para el odio, ni para el
dolor. Y si alguna vez venía a mi
memoria aquel hombre que durante un
tiempo fue todo para mí, sólo podía
darle las gracias por haberme cedido el
mejor de todos los regalos: un
sentimiento verdadero e infinito que me
empujaba a levantarme cada mañana con
una sonrisa en los labios. Algo que
ningún hombre había logrado hasta
entonces.
Los meses fueron pasando, y yo fui
engordando más y más con el devenir de
los días. Mis sobrinos bromeaban
conmigo; aunque mi hermana también
estaba embarazada de algunos meses más
que yo, la idea de tener un primito
pequeño parecía hacerles mucha más
ilusión que la idea de compartir aún más
a su mamá. Siempre me preguntaban cuándo
iba a «salir de mi barriga», y me
preguntaban si podrían jugar con él,
llevarlo a pasear, darle de comer... Su
alegría no era más que otro motivo de
gozo para mí, que esperaba ansiosa
también la llegada de la que ya sabía
que sería mi niña. Una dulce princesita
a la que ya le tenía preparada su propia
habitación, tejido algunos vestiditos y
comprado algún que otro caprichito,
porque mi princesa, en casa, sería la
reina de mi vida.
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He sentido tanto dolor en
tan poco tiempo que no
existen lágrimas para
llorarlo. |
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Cuando acogí entre mis brazos a mi nuevo
sobrinillo, un precioso niño de ojos
verdes, mi abultada barriga ya casi le
servía de cuna a mis cansados brazos.
Tener a aquel bebé junto a mí, pegado a
mi pecho, despertó aún más esa
expectación que yo sentía por poder ver,
al fin, a mi hija. Sus patadas y
movimientos eran ya patentes y algo
dolorosos, pero era un dolor cargado de
sueños, de esperanzas. Por eso, cuando
aquella noche el dolor fue insoportable,
más allá de todo lo conocido, supe que
algo no estaba yendo bien. A duras penas
alcancé el teléfono para llamar a una
ambulancia, sujetándome el vientre, como
si se me escapara algo y yo no tuviera
fuerzas suficientes para mantenerlo a mi
lado. Tengo vagos recuerdos del trayecto
al hospital, manos apretando las mías,
caras amables tratando de
tranquilizarme, dolor, mucho dolor,
voces que me susurraban que el bebé
venía de camino, miradas preocupadas que
yo conseguía vislumbrar en mis momentos
más lúcidos, un poco más de dolor...
Tumbada ya en la cama del hospital,
buscaba respuestas que nadie me daba,
mientras un sudor frío recorría mi
espalda, presagio de que algo no estaba
yendo del todo bien. Lo último que
recuerdo es que me pedían que respirara,
que tratara de relajarme, pero el dolor
era tan fuerte y tan intenso que mi
cerebro, sabio instinto de todo ser
vivo, se desconectó y me dejó sumida en
la más profunda oscuridad.
Cuando me desperté, seguía sintiendo
dolor, pero era distinto. Casi sin
pensar, llevé mi mano a mi vientre y,
aunque seguía abultado, supe al instante
que mi bebé ya no estaba allí. Un débil
pitido se había alojado en mi cabeza
causándome cierto desasosiego. Un joven
enfermero me sonrió al entrar en la
habitación.
—Al fin despierta. Nos tenía muy
preocupados.
—¿Dónde está mi hija?
Fue casi una súplica más que una
pregunta. Su sonrisa trató de mantenerse
intacta, pero su inexperiencia, su
juventud o quizás fuera sólo su tierna
bondad, le delataron.
—Verá... ahora mismo se encuentra en una
incubadora... Ha habido muchas
complicaciones durante el parto, ¿sabe
usted? Pero ahora no debe preocuparse
por eso; ahora debe tan sólo descansar y
tratar de recuperarse.
Sus palabras se quedaron impregnadas en
el aire de aquella rancia habitación,
que ahora parecía triste y apagada pese
a tener el mismo color y la misma luz
que hacía unos instantes. Quise
alcanzarle antes de que se marchara,
pero, al levantar el brazo, noté un
fuerte tirón en el mismo. Llevaba tubos
por todas partes y descubrí que aquel
tedioso pitido no eran más que los
latidos de mi corazón gráficamente
representados en una máquina. ¿Qué me
había ocurrido?
Una nueva oleada de dolor, cálido e
intenso como la sangre, me hizo cerrar
los ojos. Cuando los abrí, una doctora
que no tendría muchos más años que yo,
me observaba.
—¿Cómo se encuentra? —me preguntó
suavemente.
—¿Dónde está mi hija? —repetí yo,
esperando que me la trajeran, poder
verla, poder tocarla, poder sentirla de
nuevo...
La echaba tanto de menos, después de
casi ocho meses de mutua compañía, que
sentía que si no la cogía en brazos
pronto moriría de la pena por su
ausencia.
—Estamos haciendo por ella todo lo que
podemos. Pero, dígame, ¿cómo se
encuentra usted?
—Quiero verla...
La doctora sonrió con una mueca cargada
de lástima y pesar.
—Ahora mismo eso es imposible. Ha tenido
un parto muy complicado. Casi no sale de
ésta. Ha sufrido una hemorragia interna
y hemos tenido que intervenirla. Ahora
debe descansar y tratar de reponerse.
—¿Cuándo podré verla?
—Aún no lo sabemos...
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Pero justo cuando la primera
lágrima se deslizó por mis
ojos, enredándose en la
almohada, empapándola con su
mezcla de agua y sal, una
pequeña punzada en el
vientre me hizo recuperar la
cordura. No tenía que
sentirme sola, porque no lo
estaba. |
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Cansada de aquel teatro, levanté con
esfuerzo la mirada y clavé mis ojos en
aquella mujer, que bien podría haber
sido mi mejor amiga.
—Dígame la verdad, doctora, ¿cómo está
mi bebé?
Ella pareció meditar la respuesta,
apartando unos segundos la mirada.
Luego, decidió ser sincera.
—No sabemos exactamente en qué estado se
encuentra. Es un bebé algo prematuro,
que ya venía con problemas; es probable
que la hemorragia que ha sufrido sea
consecuencia de dichas dificultades.
Tiene muchas posibilidades de haber
sufrido ciertos daños cerebrales
irreparables...
—Sólo quiero saber si está viva.
En aquel momento, lo único que importaba
era eso. ¿Qué más daba que no fuera la
niña perfecta que yo había soñado? Con
un deseo casi irracional, como casi
todos los impulsos, lo único que yo
deseaba era poder acoger entre mis
brazos a mi niñita, fuera como fuera,
tuviera los problemas que tuviera.
Estaba dispuesta a afrontar cualquier
cosa con tal de tenerla a mi lado.
—Por el momento, sí lo está.
—¿Por el momento?
—No conviene que se altere ahora
demasiado...
—¿Qué significa por el momento?
—Se mordió los labios y suspiró. ¿Cómo
decirle a una madre que ni siquiera ha
visto a su bebe que es probable que no
lo haga nunca?
—No tiene muchas posibilidades de salir
adelante...
Aparté de ella la mirada. Ya no quería
saber nada más. Le había fallado a mi
bebé. Justo en el momento más importante
de su vida, su nacimiento, le había
fallado a mi bebé. La doctora me había
dicho que ella ya venía con determinados
problemas, pero yo estaba convencida de
que la culpa era toda mía. No servía
para tener hijos. Ni siquiera había sido
capaz de mantenerme consciente durante
el parto, de sentir cómo abandonaba mi
cuerpo poco a poco, con ese dolor
impregnado de vida que la vida misma
conlleva. La había dejado a su suerte,
rindiéndome a la comodidad del dulce
sueño, permitiendo que otros la
arrancaran de mí sin mi permiso.
El dolor físico que sentía a causa de
los puntos de la operación que, al
parecer, me había salvado la vida, se
unió al dolor interno que me atacaba
cada vez que bajaba la guardia, que
tocaba alguno de mis pechos abultados
por una leche que no sabía si alguna vez
tendría utilidad, que acariciaba mi
vientre carente ya sentido...
Aquella noche me desperté varias veces
sobresaltada por las pesadillas. Mi niña
aparecía y desaparecía en ellos de mil
formas y maneras, con los ojos de
diversos colores, rubia, morena, apenas
sin pelo en la cabeza. El subconsciente
aprovechaba que mis defensas dormían
para hacerme bromas pesadas. Mis gritos
alarmaron al personal, y el joven
enfermero de aquella mañana se acercó a
ver qué me ocurría.
—Tráeme a mi bebé, por favor... Necesito
verlo.
—Haré lo que pueda —me prometió.
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Tengo vagos recuerdos del
trayecto al hospital, manos
apretando las mías, caras
amables tratando de
tranquilizarme, dolor, mucho
dolor, voces que me
susurraban que el bebé venía
de camino, miradas
preocupadas que yo conseguía
vislumbrar en mis momentos
más lúcidos, un poco más de
dolor... |
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Y cumplió su promesa. No sé si para ello
tuvo que saltarse alguna norma
establecida, si supuso tan sólo rellenar
papeles o si arriesgó incluso su puesto
de trabajo, pero, apenas un par de horas
más tarde, aquel joven regresó trayendo
consigo una pequeñísima bola de cristal
dentro de la cual descansaba mi bebé.
—Debe saber algo —me advirtió el
enfermero antes de dejarme a solas con
mi hija—. Es posible que no pase de esta
noche. Su estado es...
Negué con la cabeza. No quería escuchar
nada más. Sólo quería verla. La bata
verde se alejó con pasos silenciosos,
respetando aquel encuentro que tenía que
haberse dado muchísimo antes.
Levanté un poco el respaldo de mi cama y
al fin lo conseguí. Allí estaba mi
pequeña, rodeada de tubos, igual que yo,
aunque el tamaño de los suyos era
infinitamente más pequeño. Otras
máquinas controlaban su vida, una vida
que, por muy complicado que fuera de
entender, al parecer se le escapaba.
Deseé poder cogerla, poder sentirla,
pero aquel cristal separaba
irremediablemente mi cuerpo de su
cuerpo, como si quisiera recordarme que
aquel bebé, me gustara o no, ya no
formaba parte de mí.
Me incorporé dolorosamente sobre mi
lecho y conseguí sentarme al borde de la
cama. Desde ahí conseguí alcanzar aquel
cristal que nos separaba y tocarlo. Fue
entonces cuando comencé a llorar. Mi
bebé parecía tan frágil e inofensivo,
tan solo allí metido cuán pez en su
pecera. Tenía su aparato para respirar,
le daban de comer por un tubo y una
máquina marcaba los ritmos de su
corazón. ¡Ay, su corazoncito! Latía
descompasado, rápido y despacio a la
vez, como si aún no supiera qué ritmo
ponerle a la vida. Parecía imposible que
aquel ser recién acogido por el mundo
exterior fuera a abandonarlo enseguida.
No podía ser verdad. Apenas una noche
antes yo sentía a aquel bebé dentro de
mí, golpeándome las entrañas con una
fuerza inexplicable. Puede que aquel
dolor intenso no fuera más que el
presagio de una muerte demasiado
prematura.
Llevaba tanto tiempo esperando aquel día
que no podía creer que ahora deseara que
jamás hubiera llegado. Tenía ante mí el
fruto de mi amor, de mi cariño, mi
primera hija, mi mayor ilusión, mi sueño
hecho realidad. Pero aquel cristal y
aquellos tubos no dejaban de repetirme
una y otra vez que despertara, que nada
de lo que había esperado iba a ocurrir,
que estaba condenada a vivir sin aquel
pequeño ser a mi lado. Y al igual que
con su padre, yo misma construí excusas
para no dar cabida a la verdad; en
aquellos instantes, la verdad vino a mí
sin yo pedírselo y me confesó que no
había nada que hacer. Supliqué a aquel
Dios en el que no creía que me
perdonara, que no se la llevara consigo,
que me permitiera verla crecer, reír y
divertirse con sus primos. Recordé que
siempre había pensado que tener hijos
discapacitados totalmente era, a la
larga, una especie de condena para los
padres, y lloré pensando que ahora me
bastaría con poder cuidar a mi hija
durante todos los años de mi existencia,
cada día de mi vida, cada segundo que
tuviera. Entregarme por completo a su
causa no me parecía un sacrificio sino
un regalo, la mejor alternativa frente a
la pérdida total.
Mi hija dejó de respirar a las 6.35 de
la mañana, casi 24 horas después de
haber llegado a este mundo cruel, que,
al parecer, no fue de su agrado. La
máquina dejó de marcar sus latidos
apenas un minuto más tarde. No hizo
ningún ruido, no lamentó de ningún modo
alejarse para siempre de mi lado. Sólo
abrió los ojos un instante antes de
cerrarlos para siempre, tal vez como un
simple instinto que yo quise interpretar
como una señal, un modo característico
de decirme adiós.
Entonces, un torrente de dolor golpeó
mis entrañas y caí al suelo. Sentí
abrirse poco a poco cada uno de los
puntos que me habían dado, noté cómo se
deslizaba la sangre por mi cuerpo,
caliente y tierna como aquel bebé que
acababa de perder para siempre, y, unos
instantes antes de desvanecerme,
recuerdo que pensé que tal vez sí
existía Dios y que había decidido
llevarme consigo para poder criar en el
cielo a mi hija.
Es de día, aunque el sol empieza a caer.
Llevo un par de horas despierta,
tratando de asimilar que, en apenas un
día, he tenido a mi bebé y lo he
perdido.
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Aquella noche me desperté
varias veces sobresaltada
por las pesadillas. Mi niña
aparecía y desaparecía en
ellos de mil formas y
maneras, con los ojos de
diversos colores, rubia,
morena, apenas sin pelo en
la cabeza. |
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Me encontraron tirada en el suelo con
sangre entre las piernas. Me llevaron
corriendo a un quirófano y, con
esfuerzo, me salvaron la vida. Una vida
que ya no me pertenecía. Una vida que yo
ni siquiera deseaba.
Para mí no queda ya ni el triste
consuelo de que podrá haber otros hijos
que llenen el vacío que esta niña mía ha
dejado para siempre en mí. No volveré a
quedarme embarazada jamás, no volverá a
abultarse mi vientre ni a llenarse de
leche mis pechos. Seguiré siendo una
mujer, pero jamás podré ser una madre.
Es el precio que he de pagar por haber
sobrevivido cuando mi hora ya había
llegado.
Aún no he recibido visitas. Mi madre se
enteró de todo ayer y llamó por teléfono
al hospital, pero ya era demasiado tarde
para hacer nada. Hoy es el bautizo de mi
sobrinito recién nacido. A casi unos
kilómetros del hospital donde yo yazco,
sin saber por qué he de seguir adelante
pero respirando de todos modos, mi
familia se reúne y celebra la entrada a
la Iglesia de un nuevo miembro.
Sólo un par de llamadas preguntando si
estoy bien no son suficientes para
calmar mi dolorido corazón. Me siento
sola, más sola que nunca. Mis padres, mi
hermana, que tanto me debe, algunos de
mis amigos, todos hoy ríen y festejan
obviando conscientes mi dolor. ¿Cómo
podré perdonarles? ¿Cómo no preguntarme,
una y otra vez, por qué no aplazaron el
maldito bautizo? ¿Cómo borrar de mi
memoria que mi hermana lamente tan sólo
que no pueda estar presente? ¿Cómo
olvidar que ahora, que es cuando de
verdad los necesito, me dan la espalda?
Sonrío casi sin ganas. Lo haré como
siempre. Tal vez esta ofensa sea la más
grave y dolorosa de todas las que he
sufrido, pero, al fin y al cabo, es tan
sólo un detalle más que hay que añadir a
mi lista. Mañana, o pasado, o cuando
quiera que se dignen en venir, haré como
que se me ha olvidado todo, puesto que
ellos mismos ni siquiera mencionarán que
mientras yo agonizaba de dolor por mí y
por mi hija recién fallecida, ellos se
iban de bautizo como si nada más
importara. Al fin y al cabo, la vida
sigue ¿no es así? Al menos, para el
resto del mundo sí.
Soledad, amiga mía... Muchos dicen
conocerla, pero pocos de verdad han
llegado a captar la esencia de su
significado. Soledad es una habitación
blanca de hospital que se te antoja
amarillenta. Soledad es una ventana por
la que entra un sol del que no
comprendes el brillo. Soledad es haber
traído al mundo a mi hija y haberla
perdido. Soledad es no tener a nadie
aquí a mi lado dándome su apoyo. Soledad
es pensar en ese sobrinito que acuné no
hace tanto entre mis brazos y envidiar a
mi hermana, que tiene el privilegio de
poder darle hoy su primer sacramento, el
que da inicio a la vida, mientras yo
concedo a mi pequeña el último, el que
da entrada a la muerte. Soledad es saber
que hay personas cerca de ti pero
inexplicablemente lejos. Que esa
distancia que ahora nos separa a mi
familia más allegada y a mí no son
kilómetros, sino emociones totalmente
contrarias. Soledad es acariciar mi
vientre y que ya no haya nada. Soledad
es saber que esa habitación, esa cuna y
esos trajecitos nunca serán utilizados
por ningún bebé al que yo pueda llamar
mío. Soledad es haberlo tenido todo y
perderlo en apenas un instante. Soledad
es ahora todo lo que conservo, todo lo
que me queda.
Una buena amiga mía, eso es la Soledad.
Al fin y al cabo, es la única que me
acompaña ahora que mi vida me ha
abandonado... |