N.º 75

ENERO-MARZO 2012

3

    

    

   

   

   

   

   

ROBO EN LA CATEDRAL

   

Por Guadalupe Arias Méndez

   

   

Sada. Miércoles, 6 de julio de 2011. 7:30 de la mañana.

A

manecía tímidamente en Sada y, como en todas las ciudades costeras de la llamada España verde, las primeras horas del días solían despertar envueltas en una densa y húmeda niebla tan salada que pareciera compuesta por la misma agua del mar.

A esas horas, la playa estaba desierta. O casi.

En sus 300 metros de arena blanca tan solo se podían distinguir las pisadas de unas deportivas que no parecían tener mucho interés en sortear la espuma de las olas, que insistían en alejarse sin pararse a descansar.

Sonaba, una vez más, La mamma morta, interpretada por Maria Callas. Sonaba alto, muy alto, inundándolo todo, ocupando sus pensamientos, transportándolo al momento en que la oyó por primera vez, sentado en la butaca de la última fila de aquel cine de provincia al que iba todos los domingos por la tarde. Aquel cine al que iba con ella porque no había otro sitio mejor adonde ir con 17 años, en el que pudiera mirarla sin que se diera cuenta, esperando que la película fuera lo suficientemente aburrida o romántica para que ella correspondiera a su juego de dedos y susurros musitados.

     
     

  

«Perdone que le moleste, jefe, pero el comisario Lozolla ha insistido en que le localizase inmediatamente. Adivine. El robo del siglo. En la Catedral de Santiago —indicó apresuradamente Antúnez.»

   

«Cómo cambia la perspectiva de las cosas con el paso del tiempo», se dijo el inspector Oliveira, poniéndose automáticamente la capucha del chubasquero. No podría encontrar otro lugar mejor en el que estar, 20 años después, más que sentado junto a ella en medio de la oscuridad, rozando levemente su mejilla con el dorso de la mano, susurrando su nombre y oyendo a la Callas.

Se estremeció un instante y, como le ocurría en estas ocasiones, despertó. El teléfono móvil vibraba en su riñonera deportiva. Era Antúnez.

—Jefe, buenos días. ¿Va a tardar mucho en llegar? —preguntó inquieto.

—No, Antúnez, voy camino de casa. Me ducho y, en 20 minutos, estoy en comisaría. Aún no son las 8. ¿Ha pasado algo tan importante que no pueda esperar 20 minutos? —replicó el inspector Oliveira.

—Perdone que le moleste, jefe, pero el comisario Lozolla ha insistido en que le localizase inmediatamente. Adivine. El robo del siglo. En la Catedral de Santiago —indicó apresuradamente Antúnez.

—No me lo digas: un peregrino se ha llevado el Botafumeiro y nadie se ha dado cuenta —bromeó el inspector—. Y ¿por qué lo tenemos que llevar nosotros en A Coruña? ¿No pueden encargarse los de Santiago? —protestó arrancando con brusquedad el Golf verde aceituna.

—No lo entiende, jefe. Es el robo del siglo: el Códice Calixtino, la obra más importante del Archivo de la Catedral desapareció ayer sin dejar rastro… Dese prisa, jefe. El comisario me está haciendo señas a través de la ventana. Le espera en una hora en el Archivo de la Catedral. Es todo muy desconcertante —avisó Antúnez.

—Muy bien, Antúnez. Dile a Lozolla que voy para allá —dijo el inspector Oliveira colgando el teléfono.

Santiago de Compostela. Las 8:40. Llegaba con diez minutos de retraso. El inspector Oliveira subió de dos en dos los peldaños de la escalinata de la Catedral. Se notaba que el deporte le sentaba bien. Junto a una de las puertas de entrada le esperaba Antúnez apurando el tercer cigarrillo del día.

—Maldito tráfico, ¿eh, jefe? A ver cuánto hacen la circunvalación estos de la Xunta —bromeó Antúnez.

—Está claro que a Santiago lo mejor es venir andando —le contestó el inspector siguiendo la broma de su compañero. Se conocían desde su traslado a A Coruña, hacía 10 años, y se podía decir que, más que compañeros de trabajo, eran un equipo perfectamente acoplado—. ¿Dónde está Lozolla? —preguntó.

—Se encuentra en el Archivo, con el deán —apuntó—. Venga, es por aquí.

El inspector Oliveira siguió a Antúnez, flanqueando el Pórtico de Gloria. La nave central de la Catedral estaba desierta y se sentía un frío helado, como de piedra, que se calaba hasta los huesos. La primera misa del día había concluido hacía 10 minutos y los pocos feligreses que a ella solían acudir ya se habían retirado rápidamente a sus casas.

«Realmente es imponente», pensó el inspector Oliveira elevando la vista para admirar la belleza de los frescos y la majestuosidad de las lámparas de cristal que iluminaban la Catedral.

—Por aquí, jefe —le indicó Antúnez dirigiendo sus pasos hacia el Claustro.

Al fondo, a la derecha, se encontraban las dependencias del Archivo Catedralicio. A través de la maciza puerta se escapaba el eco de órdenes y preguntas, seguidas de pasos apresurados y nerviosos de policías que entraban y salían del Archivo. «Debe ser algo gordo de narices para que hayan mandado a Lozolla», dijo entre dientes el inspector Oliveira, al tiempo que llamó con dos golpes secos y contundentes a la puerta de roble que separaba el Claustro de las dependencias del Archivo.

—¡Pase! Buenos días, inspector. Le estábamos esperando —saludó el comisario Lozolla dándole un afectuoso apretón de manos. Era un buen tipo este Lozolla, un poco reservado, pero un buen tipo, al fin y al cabo.

El inspector Oliveira y Antúnez entraron en la estancia en la que se encontraban el comisario y un cura de mediana edad, al que el comisario presentó como el padre Alterio, el deán de la Catedral.

—¿Qué ha pasado para que nos haya hecho venir con tanta rapidez, Lozolla? —quiso saber el inspector.

—¿No se ha enterado aún, inspector? Está en todas las noticias: el Códice Calixtino ha desaparecido —informó el comisario.

—Imagino que debe estar hablando de un libro. Ya sabe que yo de misa diaria no soy, que digamos —ironizó el inspector.

—No se trata de un simple libro —intervino el deán—. No sé qué vamos a hacer cuando llegue el obispo… Es una desgracia —se lamentó.

—Lo siento, comisario —dijo el inspector encogiéndose de hombros y dirigiéndose a Lozolla—, pero no entiendo nada.

     

     

El inspector Oliveira siguió a Antúnez, flanqueando el Pórtico de Gloria. La nave central de la Catedral estaba desierta y se sentía un frío helado, como de piedra, que se calaba hasta los huesos.

 
   

—Sentémonos todos —invitó a los presentes el comisario señalando una mesa de madera a la que acompañaban dos robustas sillas y un amplio banco, ambos de madera y cuero, que, a esta hora de la mañana, aparecían bañadas por el tímido sol que entraba por una de las ventanas que iluminaba la habitación. A su izquierda, ascendía una escalera de piedra de donde venía el sonido de más voces y pasos; a su derecha, tan solo había una puerta más de roble oscuro, aparentemente cerrada—. Les pondré en antecedentes y, por favor, señor deán, corríjame si me equivoco o si cometo alguna imprecisión —solicitó el comisario, a lo que, con gesto grave, asintió el clérigo.

—Estamos ante lo que se ha calificado como el robo del siglo ya que, según parece, han robado una obra de valor incalculable. Parece que se trata de un manuscrito del siglo XII que incluía la primera guía de la peregrinación a Santiago de la historia —informó el comisario.

—¿Cuándo sucedió el robo? —quiso saber Antúnez, al tiempo que abría su libreta y se disponía a tomar nota.

—Los archiveros responsables de su custodia dieron la voz de alarma ayer, martes, a las 20:30 horas, cuando no fueron capaces de encontrarlo tras haberlo buscado sin éxito por todas partes —explicó el comisario—. Parece que lo echaron en falta sobre las 19 horas, cuando iban a cerrar el Archivo y uno de los archiveros-mayores, el doctor Salgado, descubrió que la obra en cuestión no se hallaba en su lugar habitual dentro de la caja fuerte del Archivo que se encuentra arriba, en la segunda planta —señaló el comisario.

—Imagino que los compañeros de la comisaría ya estarán analizando el contenido de las cintas de las cámaras de seguridad, ¿no? —adelantó el inspector apuntando hacia las dos cámaras que se encontraban a la entrada del Claustro y a las otras dos de la entrada a las dependencias del Archivo donde estaban sentados.

—Eso es lo más extraño, inspector —apuntó el comisario—. Al contener obras y documentos de gran valor histórico, como usted ha dicho, existen cámaras en el Claustro por el que se accede al Archivo; también existen cámaras sobre la puerta del Archivo, así como también las hay en el interior de la caja de seguridad de donde han robado el códice. Hasta cinco cámaras pusieron dentro de la caja fuerte para redoblar su seguridad. Sin embargo, y por más desconcertante que parezca, ninguna de estas cinco cámaras apuntaba directamente al local exacto en el que se custodiaba el Códice Calixtino.

—¿Y qué me dice de los indicios del robo? —preguntó el inspector Oliveira, echando una ojeada a su Casio de pulsera. Las 9:20—. ¿Cristales rotos, cerraduras forzadas?

—Nada—, intervino el deán—, de ahí que los responsables del Archivo manejaran inicialmente la hipótesis de que el manuscrito medieval se podría haber podido perder o tal vez pudiera haberse colocado en un lugar equivocado.

—¿Y quién tiene acceso a este Archivo, padre Alterio? —continuó el inspector Oliveira.

—Yo soy el responsable institucional por orden del Arzobispado, pero son el doctor Salgado y la doctora Amaral quienes, en última instancia, se encargan de todo lo que dice respecto a los fondos bibliográficos del Archivo, su custodia, régimen de consulta y conservación, ya que forman parte del cuerpo de Archiveros-mayores de la Conferencia Episcopal —aclaró el deán.

—¿Y dice que fue uno de estos archiveros quién avisó a la policía? —cuestionó Antúnez.

—No. Fui yo quien llamó a la comisaría de Santiago, tras hablar con el doctor Salgado. Él me llamó al móvil y me contó lo sucedido, pues yo ya me encontraba en casa a esa hora —contestó el deán.

—Entonces —intervino el inspector Oliveira—, recapitulando la información, a las 19 horas se detecta la falta del manuscrito y una hora y media después se comunica a la policía su desaparición. ¿Es eso? —preguntó el inspector.

—Exactamente —dijo el deán.

—Ahora, si no le importa, inspector —declaró el comisario Lozolla—, dejemos al deán que atienda a sus obligaciones y subamos a la segunda planta para hablar con los archiveros. Ellos nos mostrarán la caja de seguridad de donde desapareció el códice —ordenó el comisario.

Y diciendo esto, se levantaron todos los presentes e iniciaron el ascenso por la escalinata de piedra que daba acceso a la segunda planta del Archivo de la Catedral. Una vez arriba, por una pequeña pero igual de robusta puerta que las anteriores, entraron en la sala principal del Archivo el comisario, el inspector y Antúnez, hallando una acogedora sala rectangular de unos 15 metros cuadrados en cuyo centro se encontraba una mesa oval de madera y cuyas paredes estaban literalmente forradas de enormes estanterías repletas de libros de arriba abajo. La madera pulida del suelo y el techo cubierto igualmente del mismo material, unido a los mullidos divanes que servían de local de descanso intelectual, estratégicamente colocados en la única pared que no poseía estanterías, le daban a la sala un clima de sosiego y de tranquilidad que no se veía interrumpida por ningún ruido ni luz estridente. La sola claridad de la luz del sol de Santiago que entraba por las cinco ventanas era más que suficiente.

«¡Qué cantidad de libros! A ella le entusiasmaría este Archivo», pensó el inspector, dejándose arrastrar una vez más por sus pensamientos.

Aún conservaba el libro de poemas de la Generación de 27 que, a modo de despedida, le había regalado ella en la única ocasión en que se habían vuelto a ver. Había ocurrido hacía ahora diez años, y el encuentro tan solo había sido de un par de horas. Sin embargo, lo recordaba a menudo como si hubiera durado una eternidad: el tono de su voz, el sonido de su risa, su mirada profunda, el susurro de sus palabras y el roce tímido de su mano se le habían quedado dentro, mucho más adentro que grabado para siempre en el corazón. Sentía ese recuerdo en su pulso, en su respiración, hacía ya parte de su personalidad.

Habían vuelto a verse sin saber ninguno de los dos por qué. Sin embargo, ambos sabían que tenían que reencontrarse. «No puedo pensar que algún día voy a morirme sin volverte a ver», le había dicho él por teléfono para convencerla. «Este será siempre para mí nuestro primer beso, ya que no me acuerdo del primero», le había musitado ella al despedirse.

—Buenos días —interrumpió el comisario con voz firme—. Soy el comisario Lozolla, y este es el inspector Oliveira y su colaborador, el agente Antúnez —informó el comisario dirigiéndose a los archiveros que acababan de aparecer en la sala en la que se encontraban—. Estamos al frente del caso del robo del códice y nos gustaría, si no tienen inconveniente, hacerles unas preguntas y echar un vistazo a sus ordenadores —concluyó saludando a los archiveros y haciendo gestos de aprobación a los otros agentes que se disponían a llevarse las torres informáticas.

—¿Robo? Querrá decir desaparición. El códice no fue robado ni va a ser vendido. Los tiros no van por ahí, si se me permite la expresión —le espetó el doctor Salgado.

Era un joven alto y bien parecido, nada que respondiese al tópico del ratón de biblioteca que suele relacionarse con la profesión de archivero o de bibliotecario.

—¿Qué insinúa? —preguntó el inspector Oliveira—, ¿qué algún miembro de la Catedral ha tenido algo que ver con la desaparición del códice?

—Yo no estoy insinuando nada. Afirmo, sí, que el códice no ha salido de la Catedral. —Es imposible que alguien lo haya robado —indicó firmemente el doctor Salgado.

—Explíquese, por favor —solicitó el comisario Lozolla.

—Está claro. Ninguno de los puntos de entrada a las estancias del Archivo ha sido forzado, por lo que la persona que se llevó la obra tenía libre acceso a ellas. De igual modo, la propia caja de seguridad donde se custodiaba el códice está intacta. ¿Cómo se explica eso? Yo creo que solo alguien que conociera muy bien adónde venía y a lo que venía se ha podido llevar el documento —sentenció con altivez el doctor Salgado.

—Sospecha, entonces, usted de alguien en concreto, por lo que podemos deducir de sus palabras —apuntó el inspector Oliveira, haciendo un gesto cómplice a Antúnez.

—No me gusta hablar por hablar, y menos acusar a alguien sin pruebas, pero es público y notorio que hay algunas personas a las que un traspié del deán les vendría muy bien… —insinuó el doctor Salgado.

—¿Qué quiere decir? —cuestionó Antúnez con aire irónico.

—No sabes lo que dices, Salgado —dijo una voz al fondo de la sala, junto a la mesa de restauración de manuscritos.

—Sí que lo sé, y tú también Rosalía. Esto sólo es el desenlace de la guerra de sotanas que empezó el año pasado con la llegada del padre Alterio —concluyó el doctor Salgado.

     
     

  

«No lo entiende, jefe. Es el robo del siglo: el Códice Calixtino, la obra más importante del Archivo de la Catedral desapareció ayer sin dejar rastro… Dese prisa, jefe.»

   

Con Rosalía, se refería a la doctora Amaral, una mujer también joven y atractiva que, a pesar de ello, respondía más que su compañero al patrón de cuidadosa protectora de manuscritos antiguos, oculta tras una enorme lupa de aumento y unas diminutas gafas de montura azul que resaltaban aún más sus bellos ojos del mismo color celeste.

—Según nos ha informado el deán, inspector, parece que hay un grupo de curas, pertenecientes también a la diócesis de Santiago, que no aprobaron en su momento el nombramiento del padre Alterio como deán de la Catedral, un cargo de gran importancia y prestigio para el que había muchos otros candidatos —apuntó el comisario Lozolla—. Exactamente no nos ha dado nombres, pero ya hemos realizado una lista e irán siendo llamados a declarar en los próximos días. El problema es que son bastantes, unos 10, y no es precisamente tiempo lo que nos sobra. Tememos que el códice pueda salir del país y que le perdamos la pista para siempre. Si entra en el mercado negro de obras de arte, nunca más daremos con él.

—¿Ve? —apostilló el doctor Salgado—; ese es un argumento más a mi favor. Estamos hablando de una obra única, irrepetible. Una obra que, tan solo para ser consultada, era necesaria una autorización superior del Arzobispado. Incluso un ladrón de obras de arte del tres al cuarto sabría que un manuscrito de esta categoría es imposible de colocar en el mercado negro. Nadie lo compraría.

—Y usted, ¿qué opina? —preguntó el inspector Oliveira dirigiéndose hacia la mesa donde se encontraba la doctora Amaral—. Parece que no apoya la opinión de su compañero. ¿Acaso tiene alguna otra hipótesis que quiera compartir con nosotros? —invitó cordial el inspector.

Algo pareció molestar a la doctora Amaral que, sin responder, desvió la lupa, se levantó y, con mucha suavidad, rodó el sintonizador de la radio clásica Saba que se encontraba junto a la mesa de restauración, intentando ajustar el dial y así evitar las interferencias que enturbiaban la agradable melodía de la soprano que de ella salía.

—No es que tenga otra hipótesis, inspector. Además, ni siquiera estaba en las dependencias del Archivo cuando mi compañero dio la voz de alarma. Simplemente, no me gustan las habladurías ni la falta de rigor —dejó caer la doctora Amaral—. Si algo he aprendido en mi profesión, es que el rigor es algo fundamental que debe respetarse.

—Pruebe con Ballistol —dijo el inspector Oliveira acercándose con interés a la radio—. Para lubrificar convenientemente los contactos de estas radios antiguas, lo mejor es pulverizar ligeramente con el aceite alemán. Nunca falla —dijo dirigiéndose a la doctora que, como el resto de los presentes, miraba con estupefacción al inspector Oliveira.

—¿Cómo dice? —preguntó la doctora—. Perdone, pero no le he entendido. Pensé que estábamos hablando del robo del códice —manifestó incómoda.

—Lo lamento, pero no he podido evitarlo —se disculpó amablemente el inspector—. Yo también soy aficionado a las radios clásicas y he notado que a la suya le hace falta un retoque sin importancia. No hay nada que se compare con la calidez del sonido de una Schaub Lorenz de los 60, si me permite la opinión, y mejorando lo presente, claro —dijo señalando la radio de la doctora—. ¿Del 60 o del 61? —preguntó con interés.

—Del 61 y comprada en el ‘rastro’ de Madrid, para más señas —le espetó la doctora—. Y gracias por su consejo. ¿Cómo ha dicho que se llamaba el aceite que debía aplicar? —preguntó, apresurándose a tomar nota.

—Ballistol. Es un aceite original de la antigua República Federal de Alemania, de textura muy viscosa, creado en los años 40 para la lubrificación de armas del ejército alemán y que, después de la Segunda Guerra Mundial, se popularizó mucho entre los miembros del ejército de los Estados Unidos. Puede encontrarlo fácilmente en tiendas especializadas o por Internet —informó el inspector Oliveira.

—Muy interesante, inspector —intervino el comisario—, pero centrémonos en el caso que tenemos entre manos. Les recuerdo que no contamos con mucho tiempo y que aún tenemos muchos datos que analizar. Si no tiene más preguntas que hacer a los archiveros, y si no tiene ningún otro consejo casero que dar —ironizó sin malicia, dirigiéndose al inspector Oliveira, quien negó con gesto serio—, les sugeriría que nos retirásemos a la comisaría para poner orden a la situación y para analizar las grabaciones de las cámaras de seguridad y los datos de los ordenadores.

—Claro, sin problema —afirmó el inspector—. Adiós, buenos días —se despidió mirando a la doctora Amaral.

— Adiós —dijo Antúnez a coro con los archiveros.

—Buenos días. Si les necesitamos, entraremos en contacto con ustedes. Muchas gracias —dijo el comisario.

  

  

Comisaría de Policía de Santiago de Compostela. 12:00 horas.

—¿Qué tenemos, Antúnez? —se interesó el inspector Oliveira.

—Nada sospechoso, jefe —dijo, contrariado, Antúnez—. Las grabaciones de las cámaras de seguridad no revelan ningún movimiento extraño. La verdad es que poca gente ha pasado por el Archivo durante esta semana. Tan solo los archiveros, el deán principal y algún otro cura al que se le presta algún libro. Nada inusual.

—Tiene que haber algo, Antúnez, algo diferente, algún movimiento extraño, algo que se nos ha escapado… —insistió el inspector—. Y ¿qué me dices de los ficheros de las torres informáticas? ¿Ha llegado ya el informe de los agentes encargados de analizarlos?

—Sí —informó Antúnez—; ya lo hemos recibido. Han analizado los discos duros y las cuentas de correo electrónico dependientes del servidor del Arzobispado. Aquí tiene, inspector, échele un vistazo usted mismo —dijo, tendiéndole los documentos.

—Gracias, Antúnez —agradeció—. Por cierto. La doctora Amaral dijo antes que no estaba presente cuando su compañero dio la voz de alarma. ¿Ya han averiguado dónde se encontraba en el momento de la supuesta desaparición?

     

     

Tras un buen albariño y un trozo de empanada de pulpo, del que dio cuenta en dos bocados, el inspector Oliveira se dispuso a analizar el informe sobre los datos encontrados en los ordenadores del Archivo.

 
   

—Sí. Según nos ha informado el deán, la doctora Amaral es la responsable por la restauración de los manuscritos del Archivo de la Catedral y parece que estuvo toda la tarde del martes en el taller de restauración y encuadernado artesanal que trabaja para el Archivo. Según nos dice el deán, es un trabajo muy delicado, que necesita una supervisión muy cuidada y rigurosa de la que se encarga la doctora. Ahí, en el informe, tiene la dirección, pues es uno de los principales destinatarios de los correos electrónicos de la doctora —indicó Antúnez.

—Muy bien. Lo analizaré todo mientras pico algo en una terraza. En cuanto ponga las ideas en orden, te llamo y comemos —se despidió, poniéndose la cazadora y guardándose el informe debajo del brazo—. Está claro que se nos escapa algún detalle.

El inspector salió de la comisaría, que se encontraba relativamente cerca de la plaza del Obradoiro, y dirigió nuevamente sus pasos hacia la Catedral. El efecto visual que la enormidad del templo y las reducidas dimensiones del ángulo de observación provocaban en el visitante inexperto se asemejaban a una sensación de vértigo al parecer que la Catedral de piedra se le venía a uno encima. Fantaseó por un instante sobre lo que podrían haber podido sentir esos primeros peregrinos medievales que, guiados por el Códice Calixtino, llegaban a venerar al Apóstol ávidos de fe, de perdón o vaya usted a saber de qué.

Sin darse cuenta, y tras caminar sin rumbo durante un rato, se dio de bruces con la entrada del teatro principal de la ciudad, en el que, en su planta baja, habían instalado un café-teatro recientemente. «Aquí estaré tranquilo», dedujo en inspector Oliveira entrando en el café. Y acertó, pues tan solo algunos estudiantes de arte dramático, a juzgar por su estilo vanguardista y glamuroso, ocupaban dos de la media docena de mesas con las que contaba el local.

Tras un buen albariño y un trozo de empanada de pulpo, del que dio cuenta en dos bocados, el inspector Oliveira se dispuso a analizar el informe sobre los datos encontrados en los ordenadores del Archivo. Nada extraño, nada inusual, nada fuera de lo normal: pedidos de visita, encargos de material, intercambio de correos electrónicos con otras instituciones culturales de Europa… nada.

Excepto uno de la doctora Amaral que le llamó poderosamente la atención. Había sido enviado el mismo día del robo (o de la desaparición), a las 15 horas, e iba dirigido a un tal François Dupois, dueño de una librería especializada en arte de París, según constaba en las notas laterales realizadas por el agente responsable. El mensaje era escueto y estaba claro que quería decir más de lo que a primera vista mostraba: «El sábado, el caballo blanco ya tiene pulgas. Atentamente, Rosalía».

El inspector Oliveira cerró los ojos y, recostándose en la silla del café-teatro, visualizó el mensaje, intentando encontrar la trampilla por la que el conejo entra en el sombrero del mago sin que el público lo vea. Tenía que estar ahí, delante de sus ojos, escondido tras las inocentes palabras. Pensó en Rosalía, en la delicadeza de sus manos, en la precisión con la que la vio sintonizar la radio Saba del Archivo, en la viveza de sus ojos azules, en la claridad de los rayos del sol entrando por las ventanas de aquella estancia.

Pensaba, más allá de los pensamientos, nuevamente en ella, en el amor perdido que la vida le había robado, en los hilos frágiles que aún les unían, en su cobardía al haberla dejado marchar…

Y apareció ante él. Había encontrado la puerta falsa del mensaje, el secreto del decorado, el final de la obra de teatro: se trataba del “Marché aux puces”, el llamado “mercado de las pulgas” del barrio parisino de Saint-Oven… Ahí estaba el códice, el caballo blanco de Santiago. Debían ir a recuperarlo antes del sábado o perderían su pista para siempre.

  

  

Sábado. Carretera de A Coruña, 10:00 horas

Después de tres intensos días de trabajo, el inspector Oliveira y Antúnez volvían a Sada. Antúnez conducía el Golf del inspector, pues su jefe se encontraba en comunicación telefónica permanente con el comisario Lozolla. Este se había trasladado a París la noche anterior para intentar recuperar y traer de vuelta el Códice Calixtino a España antes de que se perdiese en el anonimato del mercadillo parisino. En efecto, y tal como había anunciado el inspector, y gracias a la preciosa colaboración de los gendarmes franceses, acababan de localizar el manuscrito en el puesto de antigüedades que el señor Dupois tenía en el mercado.

Según acabó por confesar después, lo había recibido el día anterior por mensajería privada desde Santiago. Lo que pensaba hacer con él, nunca se supo, aunque se sospecha que tenía intención de vendérselo a algún nuevo millonario del Medio Oriente que lo deseaba tener entre sus excentricidades lujosas personales.

—Lo que aún no me ha explicado es cómo logró sacar la doctora Amaral el códice de la Catedral sin que nadie la viera para enviarlo a París —dijo curioso Antúnez.

 —Enseguida supe que la clave estaba en el taller de encuadernación. Después de entender el significado que ocultaba el correo electrónico, que claramente hacía referencia al apóstol Santiago y al ‘mercado de las pulgas’, me dirigí al taller de encuadernación en el que, supuestamente, la doctora Amaral había pasado toda la tarde del martes. Y, efectivamente, el propietario del taller, el señor Moltalvo, que también es el colaborador en la restauración de las encuadernaciones de los manuscritos del Archivo de la Catedral, me confirmó que ese día había recibido tres manuscritos, enviados individualmente por mensajería, de los cuales no había desempaquetado ninguno cuando llegó la doctora. Esto sucedió sobre las 15:30 horas y el señor Montalvo me dijo que su visita transcurrió con toda normalidad y que tan solo duró una hora —dijo el inspector, contemplando la línea de la costa que ya se adivinaba a lo lejos.

—Eso quiere decir que no estuvo toda la tarde en el taller, ¿no es eso? —quiso confirmar Antúnez con satisfacción—. ¿Y el restaurador no notó nada extraño en el comportamiento de la doctora?

—Sí. Según me comentó, la doctora Amaral estuvo más exigente de lo habitual, pues llegó incluso a indicar ella misma el paquete que debía abrir primero y a rechazar hasta dos tipos de pieles para las nuevas encuadernaciones de los manuscritos. Esto, tal como me indicó el señor Montalvo, le obligó a ausentarse de la estancia principal del taller durante unos momentos para bajar al sótano a buscar más muestras de piel que convenciesen a la doctora. Y ahí estaba la clave: ella necesitaba que el artesano saliese del taller para recuperar el códice que ella misma le había enviado y que había estado todo ese tiempo ahí, delante de sus ojos, empaquetado como otro manuscrito cualquiera —reveló en inspector Oliveira.

     
     

  

«Sí. Según me comentó, la doctora Amaral estuvo más exigente de lo habitual, pues llegó incluso a indicar ella misma el paquete que debía abrir primero y a rechazar hasta dos tipos de pieles para las nuevas encuader-naciones de los manuscritos.»

   

—¿Y cómo lo descubrió, jefe? —insistió Antúnez.

—No fue fácil —admitió el inspector—, pero buscando entre pieles y papeles, logré localizar los envoltorios originales de los manuscritos que, aparentemente, no presentaban ninguna diferencia. Aparentemente, la verdad, porque aun siendo idénticos, pude notar una diferencia en uno de ellos: la firma del encargado del registro de la Catedral no era exactamente igual en uno de los envoltorios, lo que me llevó a pensar que la firma era falsa. El encargado nos lo confirmó más tarde.

—O sea que la doctora dio el cambiazo, recuperó el códice, y se lo envió por mensajería privada al librero de París, deshaciéndose así de las pruebas que la pudieran señalar como sospechosa o como culpable —resumió Antúnez.

—Así es —aprobó el inspector.

—¿Y por qué lo hizo? ¿Simplemente por dinero? —se asombró Antúnez.

—No solo por dinero, Antúnez; la movió más la falta de rigor —matizó el inspector Oliveira—. Ella sabía que, a pesar de su valía científica y de su gran labor como conservadora, no había sido elegida para un puesto de gran prestigio en la Biblioteca Nacional. En vez de ella, habían seleccionado a su compañero, el doctor Salgado, que tiene mucho menos currículum que ella pero que, digámoslo así, está mejor relacionado en las altas esferas ministeriales. Su desilusión fue tanta, y tanta fue también su frustración, que decidió mostrar a todos las graves consecuencias que puede acarrear la falta de profesionalidad.

—Un precio muy caro el de ese rigor, ¿no cree, jefe? —ironizó Antúnez, aparcando el coche junto al portal del inspector.

—Tal vez, Antúnez, tal vez. ¿Sabes? A veces, nos dejamos arrastrar sin remedio por los sentimientos —terminó el inspector, de cara al mar, dejándose, una vez más, arrastrar por la nostalgia de los recuerdos.

   

   

 

GUADALUPE ARIAS MÉNDEZ (Ibiza, Baleares, 1975). Licenciada en Filología Portuguesa por la Universidad de Salamanca y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Valladolid, defendió su tesis doctoral en la Universidad de Salamanca en junio de 2011. Docente de ELE desde 2001 en la enseñanza superior portuguesa, ha participado en varios congresos internacionales de Didáctica de ELE, y ha publicado artículos y actividades didácticas relacionadas con su actividad profesional en revistas especializadas como marcoELE y redELE, entre otras. Entusiasta lectora y amante de la enseñanza.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XI. II Época. Número 75. Enero-Marzo 2012. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2012 Guadalupe Arias Méndez. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2012 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.