N.º 78

OCTUBRE-DICIEMBRE 2012

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LINCE Y LA CHICA GÓTICA

   

Por Manuel del Pino

   

   

  

S

e acercaba Halloween o, si lo prefieres, la fiesta de Todos los Santos y de los Difuntos. En las calles y en la tele todo era calabazas, esqueletos y murciélagos. El verano ya pasó, venían días más frescos y nublados.

Después del último golpe, Víctor Lince y Carla Martel se habían trasladado de su pisito de alquiler a una mansión de La Moraleja llamada «Villa Siniestra».

Hasta allí condujo el inspector Jorge Leiva para pedir explicaciones a la maligna pareja por sus delitos. Era una tarde lluviosa de viernes, con el cielo gris, y los escasos transeúntes andando deprisa y cabizbajos con sus paraguas.

Una vez en «Villa Siniestra», Leiva llamó al teléfono automático y alguien le abrió desde dentro. Leiva avanzó con su coche por el carril que llevaba a la casona vetusta y triste, entre oscuros árboles y arbustos que se agachaban abrumados por el duro efecto del viento y la lluvia.

Leiva bajó del coche, corriendo del chaparrón. De nuevo, le abrieron la puerta del melancólico palacete desde dentro. Pero no había nadie. Solo muebles ancestrales en el amplio recibidor y una gran escalera de mármol que conducía al primer piso, desde donde se veía una tenue luz.

Los pasos del policía resonaban al subir los escalones de mármol. Arriba buscó la luz. Entró en un dormitorio lujoso y antiguo. Al fondo, junto al ventanal, Carla Martel leía a la luz de una lámpara ante la mesa camilla.

  
                             
 

Era una tarde lluviosa de viernes, con el cielo gris, y los escasos transeúntes andando deprisa y cabizbajos con sus paraguas.

 
  

El inspector se acercó. La figura de Carla tenía un aspecto más gótico que nunca. Vestía jersey negro, sus ojos y su cabello castaños estaban más oscuros, su cara pálida, con ojeras, como si fuera una joven bruja o vampira transida de dolor.

Carla levantó los ojos del libro que estaba leyendo Carmilla, de Sheridan le Fanu, y le dijo altiva al inspector Leiva:

—¿Va a detenerme? ¿Por qué no me detiene?

—Primero, al canalla de Lince. ¿Dónde está?

—Ahora lleva el club Hollywood —dijo Carla con asco—. Está ahí, cerca, en la autovía de Galicia. Si quieres apresarle, sólo tienes que ir a ese antro.

Leiva comprendió. Se acercó a Carla y le cogió la mano.

—Escucha… yo… —le dijo.

Carla se soltó como una fiera y se levantó.

—¡No me toques! Todos los tíos sois unos cerdos. ¡Búscate a otra!

Y comenzó a llorar con la furia de una Magdalena despechada.

Jorge Leiva la abrazó. Aguantó los insultos de Carla, sus bofetadas histéricas y sus puñetazos. La llevó en volandas hasta la cama de dosel decimonónico.

¡Cuánto amor necesitaban ambos!

     

*          *          *

     

El Club Hollywood, en la A-VI hacia Torrelodones, era un antro con fogosas luces de neón en una salida de la autovía. Por fuera ya era cutre, pero dentro se te caía el alma a los pies. Esperabas algo sexy, limpio y moderno; en realidad, olía a demasiado perfume que no lograba borrar el peste a alcohol, yerbas y flujos humanos. 

En una pista oscura y de música estridente, las chicas carnosas esperaban con desgana la próxima remesa de salidos, vestidas con sus minitops.

Pero no hay que engañarse: hasta el tugurio más pestilente puede esconder extraños misterios en su interior.

Tras la puerta que ponía «PRIVADO», en un recodo discreto junto a los servicios del local, Víctor Lince cenaba con dos magnates de la industria nacional, a quienes llamaremos Costa y Velasco, y un concejal con buena mano en el Ayuntamiento madrileño, apellidado Moreno. Costa era un vejete delgado y sonriente del decaído sector inmobiliario, cuya hipocresía apestaba de lejos. Velasco pertenecía a la juventud emprendedora en hostelería, atractivo y de buenas formas pero con un alma dura como los colmillos del tigre. Moreno había entrado de joven en política casi por casualidad, y ahora, pasados los cuarenta, le era mucho más fácil seguir con el show que volver a una vida de fracasada honradez.

Lince les preparó una cena fabulosa, por supuesto previo suculento cobro: el mejor vino del país, mariscos, carne roja, pescadito fresco. Y después, licores para elegir, cócteles a la última, cigarritos de coca, mientras veían el obsequio de la noche tras un cristal opaco en la habitación frontera.

Una chica disfrazada de brujita vampira bailaba en una barra americana. La melena al viento, movía con gracia y soltura sus largas piernas y sus brazos rollizos. Llevaba braguitas y sostén minúsculos, y un velo negro de Halloween, que apenas tapaban las curvas exuberantes de su cuerpo privilegiado. Alta y con curvas, tenía buenos pechos y mejores caderas, cual Vampirella de José González.

—¿Os gusta mi última adquisición? —preguntó Lince.

—¡No está nada mal! —dijo Costa, y al concejal—: Entonces, ¿qué hay de lo nuestro? No te escaquees con la moza.

—Te adjudicaré lo primero que salga —dijo Moreno—. Pero no te garantizo nada, ahora la cosa está fatal. Y deberás anticiparme el 5 %.

—El 3 % y ya te vale. No querrás que le cuente a tu mujer cómo pasas los viernes. La mía ya pasa de todo, podéis contárselo. Aquí tienes tres mil a cuenta.

Costa le dio el dinero al concejal, que lo guardó con rapidez en su riñonera.

—¿Y qué hay de mis proyectos? —dijo Velasco—. Pienso abrir este año dos restaurantes en Madrid. Los ricos siguen comiendo.

—Agilizaré los trámites al máximo —dijo Moreno—. Tendrás tus dos restaurantes. En cuanto me pases el 3 %, como es natural.

Velasco entendió la indirecta y le soltó a Moreno otros tres mil como anticipo para que no se le olvidase. Si no, los planes se pierden en la burocracia. El concejal los guardó igualmente en su riñonera. Se estaba alegrando de haber acudido al Hollywood a pesar de ser un gris viernes de otoño.

—Esto son negocios —dijo Costa—. Brindemos por la estupenda moza que tenemos enfrente. ¿Cuál es el precio de salida? —le preguntó a Lince.

—La chica de hoy es especial —dijo Lince—. Quinientos.

Los invitados protestaron, pero todos sabían que era una pose. Aquella tarde de viernes habían ido a medrar su fortuna, a pasárselo bien y gastar lo que hiciera falta, con tal de pasar la noche más inolvidable de su vida.

Pujaron duro, como tres niños que se pelean por el mejor caramelo. Al final, solo Moreno llegó a los mil euros, dado que tenía abundante dinerito fresco. Sus dos competidores desistieron, ya habían aflojado la mosca bastante ese día, lo que le otorgaba a Moreno el derecho de acostarse él solo con la brujita vampira de impresionantes curvas. Costa le dijo:

—¿Y tu mujer?

—Cree que estoy de negocios —dijo Moreno—. Y así es, no la engaño.

Lince se guardó con sonrisa canalla los mil euros del concejal.

Tras la puerta del «PRIVADO», el inspector Leiva escuchaba lo que podía, fingiendo que seguía indispuesto en los servicios del antro.

     

*          *          *

     

Al oír que salían, Leiva se escondió en los servicios.

Lince acompañó a Moreno hasta la puerta donde estaba su trofeo femenino, y luego le dejó solo ante el peligro dulce.

Moreno entró en la habitación. Era pequeña y cutre, con una cama, una mesita y un pequeño baño, como los demás cuartos del club, donde las chicas recibían a los mendas y luego dormían.

Echada en la cama en pose sensual, la joven, al ver entrar a Moreno, se quitó el sombrero de brujita gótica. El concejal tuvo que hacer grandes esfuerzos para disimular lo que le imponía aquella soberbia hembra, pues la verdad, aparte de su mujer, había conocido pocas aventuras eróticas.

La potente anatomía de la brujita se adivinaba bajo el velo negro, sus braguitas y el pequeño sostén. Tenía melena castaña, sus ojos pintados de negro miraban insolentes al concejal. Sus labios, muy rojos, sonreían entreabiertos. Por empezar, Moreno le dijo:

—¿Cómo te llamas?

—Puedes llamarme Lady Vamp. Anda, ven aquí, que no te voy a comer.

—Espero que sí, que me comas.

—Qué ingenioso eres. Acércate, no me tengas miedo.

—¿Por qué iba a tenerte miedo?

—Eres un hombretón muy valiente. Primero déjame la riñonera.

Moreno se sujetó la riñonera al cinto.

—Ya le he pagado mil a Víctor Lince. Mil euros por estar contigo.

—Yo valgo mucho más —dijo la muchacha levantándose—. Dame esos cinco mil.

—¿Cómo lo sabes? ¡No!

El concejal trató de huir espantado, pero Lady Vamp le sujetó antes. No se pudo resistir a los encantos de la vampiresa, que le condujo a la cama y le desnudó entre besos y caricias. La ropa y la riñonera de Moreno quedaron en el suelo.

Mientras trataba de satisfacer a la amazona gótica, entró Leiva blandiendo su pistola HK reglamentaria y les gritó que se detuvieran. La curiosa pareja de la cama se volvió para mirar al intruso.

—Veo que eres más rápida que yo —dijo Leiva—. Cuando llegué, ya estabas aquí.

—Vete al infierno —le contestó Carla Martel, sin tapar sus encantos.

Moreno no entendía nada. Leiva añadió:

—¿Ahora te dedicas a esto? ¡Qué baja has caído con Lince…! Me das asco.

—Pues para darte tanto asco, siempre vas detrás de mí.

—Ese dinero es ilegal —repuso el inspector—. Dame la riñonera.

—¡De eso, nada! —la agarró Moreno rápido del suelo.

Víctor Lince entró en la habitación sujetando una porra negra. Se vio obligado a golpear a Leiva en la cabeza, para evitar males mayores. El inspector cayó desmayado y Lince lo apoyó en la pared. La pistola quedó en el suelo.

El concejal se levantó desnudo y dijo con horror:

—Esto es demasiado. Yo me largo.

Lince señalo a un rincón del techo.

—Está todo grabado. Deje esa riñonera antes de salir, por favor; o mañana, todo el planeta, incluida su familia, verá por Internet las grandes aventuras de Moreno.

—¡Pero esto es chantaje!

—Es usted un genio. No me extraña que haya llegado tan lejos.

El concejal se vistió deprisa y salió del cuarto dejando en el suelo la riñonera con los cinco mil euros. Ahora sí que pensaba en su mujer, en sus hijos, en su carrera y las cuantiosas posesiones materiales que podía perder de repente.

  
                             
 

Alta y con curvas, tenía buenos pechos y mejores caderas, cual Vampirella de José González.

 
  

Atravesó la oscura pista de música chillona, llena de ninfas y clientes, sin mirar a nadie. Salió del Hollywood para no volver jamás, considerándose un afortunado si aquello quedaba así, dado que las cosas se habían puesto tan feas.

En el cuarto, Carla le preguntó a Lince:

—¿Qué hacemos con Leiva? Es peligroso tener aquí a un inspector de policía, desmayado y herido.

—Le pondré hasta las cejas de whisky y de coca, le subiré a su coche y lo tiraré en la cuneta. Si sobrevive, este tampoco querrá saber nada. No creo que le gustara contar que le encontraron tras tener un accidente, bebido y drogado junto a un club.

Lince salió a buscar el whisky y la coca. Carla se le quedó mirando con odio, ya no soportaba su retorcida maldad.

La joven se levantó y agitó con suavidad al inspector Leiva para que se despertara, y le explicó un par de cosas.

Cuando Lince volvió con la botella y las papelinas, Carla seguía en la cama y Leiva derrumbado en el suelo, pero al acercar la botella a la boca del inspector, este se la estampó en la cara.

La pelea fue tremenda, a puñetazo limpio. Rodaron sujetos por el suelo, cortándose la carne con los cristales rotos de la botella. Ni siquiera así desistieron. Estuvieron golpeándose hasta quedar agotados y vencidos.

Viéndoles a ambos destrozados, Carla Martel rió a carcajadas con maldad. Cogió la riñonera con los cinco mil euros y se dispuso a salir.

—¿Por qué? —le dijo Lince. Tenía su bonita cara ensangrentada y rota.

—Yo no soy tu puta. Y tú no eres mi chulo.

—Todo esto lo hacía por ti.

—Solo eres un cabrón. Lograré por mis propios medios ser modelo y actriz.

Carla salió de allí con el dinero.

Lince se derrumbó exhausto sobre el cuerpo inconsciente del inspector Leiva.

Era la única vez que le habían derrotado. Y eso no pudo hacerlo cualquiera, sino la bella y malvada Carla Martel, disfrazada de chica gótica.                                                       

   

   

MANUEL DEL PINO (Porcuna, Jaén, 1971). Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada. Doctor en Filosofía por la Universidad de Granada, en la actualidad es profesor de Filosofía en el I. E. S. Maimónides, de Córdoba.

Ha publicados diversos artículos en los semanarios «Nuevo Jaén» y «Andújar Información» y es autor de varios ensayos.

Ha sido galardonado con el XIV Premio de Ensayo Becerro de Bengoa por su trabajo La sonrisa de la esfinge (Diputación de Álava, 2002).

Es autor de relatos varios, entre los que cabe citar Operación Obulco, publicado en «Ipolka. Relatos Iberos» (Ed. El Olivo de Papel, Jaén, 2011), y El toro ibero, publicado en «Ipolka. Relatos iberos, 2» (Ed. El Olivo de Papel, Jaén, 2012). Asimismo, es autor de la novela policiaca Olivas negras (Ed. Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2012) y de los relatos Víctor Lince, trilero del mal (en «Gibralfaro», 76, 2012),  y Lince: Yo maté a Marilyn (en «Ariadna», 2012). Desde septiembre de 2012, colabora con su sección Aventuras de Lince en la revista «Arena y Cal».

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XI. II Época. Número 78. Octubre-Diciembre 2012. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2012 Manuel del Pino. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2012 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.