n el ambiente reinaba un silencio deseado que dejaba volar los pensamientos de las pocas personas que se reunían dispersas por toda la estancia. Las mesas de madera, diminutas, brillaban a la luz de un sol posiblemente imaginario, adornadas con formas innecesarias que sacaban una sonrisa a los que de verdad amaban aquel lugar. Las pobres ahora no tenían mucho trabajo. Tres personas permanecían sentadas individualmente, cada una en un rincón diferente de la sala. El camarero parecía una estaca que hubieran clavado allí para defender cualquier gran tesoro, o marcar su ubicación, y secaba un vaso a cámara lenta, posiblemente seco hace horas. El suelo era de un blanco impoluto, y todo aquel que intentaba encontrar alguna mancha salía frustrado del intento.
La primera de las tres personas era una mujer. Atractiva, de ojos grandes y movimientos dulces pero decididos. La ropa que llevaba era la apropiada para la ocasión. Una nota arrugada asomaba por entre sus dedos: «“Estrella Dorada”, a las 08:00, si lo traes, no harán falta palabras». La caligrafía era alargada y se notaba que el que la había escrito lo había hecho nervioso. Aquella mujer llevaba esperando allí más tiempo del que una buena historia de amor necesita para acabar bien, pero no perdía la esperanza. Miraba de lado a lado sin reconocer a nadie. Uno de los dos hombres que también estaban allí no había dejado de observarla desde que había llegado, apartando siempre la mirada cuando la de la mujer estaba a punto de cruzarse con la suya. Lo que no sabía era que el camarero hacia lo mismo con él.
|
|
|
|
|
Tres personas permanecían sentadas individualmente, cada una en un rincón diferente de la sala. El camarero parecía una estaca que hubieran clavado allí para defender cualquier gran tesoro, o marcar su ubicación, y secaba un vaso a cámara lenta, posiblemente seco hace horas.
|
|
|
De pronto, el ruido de una silla royendo el suelo despertó el tiempo, y el tercer individuo se levantó tan alto como era. De barba espesa pero elegante, se puso la chaqueta del traje y se encaminó hacia la mujer con paso despreocupado. Había permanecido apartado del campo de visión de los demás, pero cuando sus ojos se encontraron, ella se levantó, y un torrente de recuerdos felices e infantiles surgió de los corazones de la pareja, separada por el destino hacía años. Sus almas flotaron hasta el momento del adiós.
Diez años atrás, en un campo desconocido y en medio de la nada, la joven lloraba desconsoladamente mientras su amante sujetaba una joya en la palma de la mano. Las palabras se confundían por los sentimientos y las lágrimas, pero una cosa estaba clara: él tenía que irse.
—No tendrías que haber robado esa joya, nunca piensas antes de actuar— dijo ella entre sollozos. El viento soplaba con fuerza y esparcía los ánimos de ambos por todo el lugar. El cielo gritaba enfurecido.
—Pero era tuya— se defendió él.
—¿Qué me importa una simple joya? ¿Qué me importa cuando por su culpa te pierdo? —gritó.
—No podía permitir que aquellos ladrones se la quedaran, te pertenece, yo te la regalé… para ti… te la di… —el joven no pudo contener el llanto más tiempo, y los dos lloraron abrazados—. Ese cabrón ya ha hecho suficiente daño —continuó.
La tierra temblaba de tristeza.
—¿Pero por qué no te quedaste conmigo? ¿Por qué no lo olvidaste y ya está? —con cada palabra que pronunciaba, su alma iba apagándose.
Truenos descontrolados se dejaban ver en el horizonte.
—Lo siento. —No pudo decir más.
El sol intentó brillar un instante.
—Volveré, te lo prometo —dijo él, mientras las nubes empezaban a desaparecer poco a poco.
—Te quiero —le contestó ella. Y los dos se dejaron llevar por el último beso.
A partir de ese momento, el joven tuvo que llevar una vida de fugitivo, lejos de ella, para poder protegerla.
Los dos se miraban inmóviles mientras los cristales del “Estrella Dorada” difuminaban la luz y la hacían prisionera de la buena puesta en escena. Los dos amantes habían dejado sus recuerdos y estaban de vuelta, cara a cara. Efectivamente, no hicieron falta palabras, y la mujer sacó de su bolsillo la joya que los separó, ya que se la había quedado ella para esconderla, siendo a su vez la legítima dueña. Pero para contrarrestar el recuerdo que despertaba aquella joya, como del otro lado de un espejo mágico, el hombre sacó del suyo un anillo inesperado. Era un anillo de compromiso.
Tenía la intención de pedirle que se casara con él inmediatamente.
Pero cuando ella estaba a punto de darle el “sí, quiero”, el frío metal de unas esposas oxidadas le dieron la respuesta en su lugar, uniéndose a la muñeca del fugitivo y dejándole helado. El frío se le metió por la piel y le llegó al corazón, rompiéndolo en mil pedazos. Esas esposas le prometían amor eterno. La mujer le cogió instintivamente la mano esposada a su amado, y notó un apretón hostil en la suya propia, que se encargaba de proteger la joya que tantos problemas les había causado.
Esto hizo que los amantes separaran sus ojos el uno del otro y se fijaran en el artífice de tan inesperada situación. Era el tercer cliente. Ninguno de los dos se había fijado mucho en él, pero este, por el contrario, no les había quitado el ojo de encima. El hombre no llegaba a una altura respetable, pero su mirada frívola y su expresión de acero hacían que cualquiera se detuviera al instante. Vestía una chaqueta elegante sin importancia, pero llamaba la atención su bigote. Blanco como la nieve y espeso como una ventisca.
—Tú —susurró el esposado. Su expresión se volvió feroz y apretó los dientes con fuerza.
—Yo —contestó el otro con tranquilidad.
—Creí haberte despistado hace tiempo —le dijo desafiante. No iba a permitir que se lo llevaran tan fácilmente, pensó, pero tampoco podía hacer nada sin estar seguro de que ella no saldría herida.
—Pues creíste mal —el timbre de su voz sonaba triunfante.
—¿Por qué no dejas de perseguirme? ¿Qué te importo yo después de tantos años? —gritó sacudiéndose a su captor. La mujer soltó un gritito de sorpresa y retrocedió.
—He dedicado la mayor parte de mi carrera policial a darte caza, y no pienso dejarte ir tan fácilmente. ¡Tú nunca lo entenderás! —su voz resonó como una avalancha y los oídos de todos los presentes se resintieron. La mujer empezó a llorar por el miedo. Su amado, al verla, se le acercó y la rodeó con sus brazos para calmarla.
—No pienso separarme de ella otra vez. Has malgastado tu tiempo —dijo más relajado.
—Son dos puntos de vista muy diferentes —contestó el policía.
—Di lo que quieras, pero yo no pienso moverme de aquí y, mucho menos, dejaré que te la lleves a ella —le dijo el hombre.
—Ya me estoy cansando —la boca del policía se fue ensanchando en una desagradable mueca, y, sin previo aviso, sacó su pistola y apuntó a la cabeza de aquel que osaba enfrentársele.
—Suéltala.
La “Estrella Dorada” se preguntó qué más podía pasar dentro de ella, y esperaba con ansia la respuesta. Nunca hubiera imaginado que el que se la iba a dar fuera su amo. El camarero apuntaba con una escopeta corta al policía, sin mostrar ningún gesto.
—¿Quién te crees que eres? —le contestó este. Su cara era una máscara desesperada. No podía perder tantos años de su vida así como así. El camarero le miraba sin verle, y eso a él le enfureció.
—Suéltala —volvió a decir el camarero.
—¡Esto no es asunto tuyo! —gritó el policía.
El ruido fue ensordecedor. Miles de cristales salieron volando fuera de la estancia, y los ojos del que había causado tanto alboroto casi se salieron de sus órbitas como con vida propia cuando el camarero disparó al aire la escopeta.
—Esta es mi casa y mi vida. Todo lo que ocurre aquí dentro es asunto mío.
El hombre no pudo casi articular palabra del susto que se había llevado; mientras, los amantes permanecían quietos como meros espectadores. La piel del sorprendido se volvió roja y apretaba los puños con titánica ira.
—Fuera de aquí —dijo el camarero pausadamente—. El crimen de este hombre prescribió hace tiempo.
El policía dudó un segundo, tan alterado como estaba, y a regañadientes sacó las llaves de las esposas que tenía en el bolsillo de la chaqueta, sin perder de vista al camarero ni por un momento.
—Te arrepentirás, maldito.
—Feliz jubilación —contestó el camarero—. Intenta encontrarle otro sentido a la vida. Y que no sea cazar a nadie.
|
|
|
|
|
El frío se le metió por la piel y le llegó al corazón, rompiéndolo en mil pedazos. Esas esposas le prometían amor eterno.
|
|
|
Cuando los tres se quedaron solos en la estancia, el camarero dio un paso atrás y bajó el arma. La mujer había estado abrazada a su amor un buen rato y, por fin, el mar embravecido que se agitaba dentro de sus venas amainó poco a poco y el aliento volvió a casa al ver que el peligro había pasado. Los dos se miraron a los ojos.
—Lo siento —dijo él.
—¿Por qué? —preguntó la mujer.
—Ya sabía que esto iba a pasar —respondió.
La mujer abrió la boca y la volvió a cerrar varias veces, parpadeó y apartó la mirada, pero luego volvió a clavarla en los ojos de su amor.
—Pero te aseguro que no sabía que pasaría antes de… —se apresuró a decir—. De declararte —lo interrumpió ella.
—Sí. —El hombre dejó caer los hombros. Ella le acarició la mejilla con la yema de un delicado dedo.
—A este lugar —sonó la voz del camarero, había ido a por una escoba— vienen muchos delincuentes, fugitivos, y personas con secretos, tu prometido me pidió ayuda —poco a poco iba recogiendo los cristales que habían caído en el interior —ese policía no iba a dejarlo nunca en paz aún en contra de su ley, estaba obsesionado. Se enderezó un poco.
—Lo planeamos.
—¿Y tenía que ser hoy? —preguntó un poco indignada.
—No estaba claro cuándo aparecería, así que nos esperamos lo peor. E hicimos bien —levantó una ceja cómplice en dirección al otro y siguió barriendo los últimos cristales.
—Perdóname —le suplicó a su amada.
—Tranquilo, tú nunca has tenido la culpa de nada.
El camarero fue retrocediendo poco a poco hacia la cocina hasta que una voz femenina lo detuvo:
—¿Por qué le llamas “mi prometido” cuando aún no he respondido la pregunta? —bajó la mirada y ocultó su sonrisa; luego, miró a su amado. El camarero giró la cabeza y sonrió, un instante después ya no estaba. Los dos amantes se cogieron de las manos, por fin en paz. Y se besaron. Un beso que ha estado esperando tantos años en los labios de una persona no se puede comprender fácilmente, pero sí se puede sentir en el corazón.
—Sí, quiero.
Cuando la “Estrella Dorada” se quedó vacía, la luz de un sol posiblemente imaginario cubrió la silla que tenía más cerca, y bañó de brillo el impoluto suelo. El silencio volvió como un suspiro de felicidad, impregnado por la sonrisa de los que amaban aquel lugar que les había salvado. Un suave aroma proveniente de la cocina inundó la estancia, posiblemente el camarero estuviera cocinando para complacerla, como una estaca clavada para defender un gran tesoro, esperando por su próxima historia.