sta historia no la van a creer, pero es real.
Mi padre nació en 1912 y a los 14 años comenzó a trabajar en una confitería tradicional de la zona de Belgrano, ciudad de Buenos Aires.
Fue cadete, chófer, repostero, jefe de personal, se jubiló y pidió seguir trabajando en la misma empresa gastronómica, ya como encargado de la parte de servicios de fiestas, cenas y recepciones.
La gente lo adoraba por su eterna sonrisa; todos querían que él siempre los atendiera cuando iban a preguntar por el catering para sus casamientos, cumpleaños, eventos. Él sabía todos los secretos sobre cómo seducirlos: les hacía recorrer los depósitos para que observaran la limpieza en el proceso de producción, los invitaba con delicias, les hacía descuentos para conquistarlos...
Un día, mi padre murió, ya a los 86 años. Poco después, los dueños de la confitería comenzaron a pelear entre sí por cuestiones de dinero, las ventas descendían en progresión geométrica y, finalmente, despidieron a todo el personal y decidieron venderla.
Una joven pareja, recién casada, adquirió el fondo de comercio asumiendo una importante deuda ante un banco. Habían estudiado la carrera de chef y algo de marketing, pero la cosa no repuntaba. Agregaron mesas y servicio de bar y, sin embargo, la clientela se iba diluyendo. Pronto iban a quebrar y perderlo todo.
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Él sabía todos los secretos sobre cómo seducirlos: les hacía recorrer los depósitos para que observaran la limpieza en el proceso de producción, los invitaba con delicias, les hacía descuentos para conquistarlos... |
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Una noche sucedió algo imprevisto.
El alma de mi padre se introdujo en el lugar y, por algún medio que me es imposible comprender, mezcló harina con agua, armó sándwiches a su estilo, cocinó pan dulce perfecto, creó nuevos saladitos mezclando lo agrio con lo dulce. Unos mendigos callejeros, únicos testigos en la desolada madrugada, veían desde fuera del local cómo volaban bandejas y espátulas por el aire mientras en sus oídos penetraba la Suite Holberg, de Grieg, interpretada por la Camerana Bariloche.
Al día siguiente, la joven pareja, al entrar, halló las góndolas y vitrinas cubiertas de mercadería que ellos no habían preparado, pero que la gente, atraída por el aroma que salía de los hornos ya apagados, entró y comenzó a llevar a manos llenas.
Los nuevos dueños no entendían nada, pero disfrutaron el momento. Más tarde, contrataron un guardia de seguridad para que cuidara el espacio, para descubrir quién era el intruso nocturno que los ayudaba. Pero el vigilante tarde o temprano se quedó dormido, y otra vez el espíritu de mi viejo creó postres, salpicones, salsas y tortas especiales.
El éxito volvió a la confitería, pero la joven pareja, pese a las arcas que se llenaban de cheques y billetes, comenzó a sentir temor y una noche se quedaron ellos mismos para atrapar al extraño que los ayudaba. El aburrimiento, el silencio, el cansancio, los llevó a besarse, a acariciarse, y de allí a correr platos y fuentes de una gran mesa de madera, donde empezaron a hacer el amor como si fuera una gigante cama de madera.
En un instante posterior, en ese precioso punto de inflexión en que un espermatozoide y un ovulo se conectan, un chispazo invisible se coló inesperadamente entre ellos.
Al día siguiente, se despertaron abrazados, y rodeados de recetas y recomendaciones escritas a mano alzada con una letra temblorosa. Se rindieron y, al mejor estilo de la canción de Los Beatles, votaron por el Let It Be.
Semanas después, brindaron ante los nuevos empleados para festejar el embarazo de la muchacha. Mi padre volvió a nacer meses después. Lo bautizaron con el nombre de Nicolás Luis.
Todo siguió bien durante un tiempo hasta que la propietaria del local apareció de golpe una mañana rodeada de varios abogados. Su intención era rescindir el contrato de alquiler y vender el edificio.
Nicolás Luis, por entonces de cinco o seis años, mientras escuchaba la tensa reunión en la oficina que él utilizara —en su vida anterior— para escribir presupuestos de fiestas, corrió hacia las vitrinas y cargó una bandejita con caramelos, bombones y masitas. Invitó a todos los presentes con esos dulces, quienes, al morderlos, volvieron a escuchar de pronto y sin saber por qué la Suite Holberg, de Greg.
La propietaria se enterneció (ella nunca había podido concebir un hijo) ante la mirada de Nicolás Luis y, pese a la insistencia de los sorprendidos letrados, resolvió deshacer la operación de venta y les sugirió a los jóvenes confiteros continuar con el negocio.
Mi padre, que ha decidido desde entonces renacer infinitamente, me ha enseñado que el amor a un trabajo determinado existe, y que ese amor no se jubila por más que la ley o la muerte digan lo contrario.