LOTO
La menor de las tres diosas trabajaba sin descanso, hilando en su rueca las hebras de la vida de los hombres. Su ceño fruncido denotaba preocupación. Sentía enfado contra Láquesis, la hermana del medio, debido a la poca atención que esta prestaba a su misión y porque sus repetidos fallos repercutían negativamente sobre la imagen que de las tres hermanas se formaba el resto de los dioses. Láquesis había logrado, quién sabe cómo y en qué momento, entremezclar los hilos de dos vidas que jamás deberían haberse conectado. Descuidos como ese desconcertaban a los humanos, quienes confundían una vulgar torpeza divina con algún oscuro y misterioso designio que, en su pueril ignorancia, trataban infructuosamente de desvelar mediante conjuros y ofrendas, sin sospechar la triste verdad.
Pero para qué tantas inútiles preocupaciones. No le correspondía a ella, la menor de todas, juzgar a su hermana. Más valía mantener la boca cerrada y dedicarse solamente a cumplir la propia tarea con corrección irreprochable. Probablemente Átropos, la hermana mayor, se encargaría de solucionar el problema y poner en su debido lugar a la incompetente. ¡Ea, pues! Manos a la obra y a seguir hilando, que había mucho trabajo pendiente.
VÍCTOR
Se despertó alrededor de las seis de la tarde. No había descansado bien. El reciente cambio de horario le sentaba muy mal, no lograba acostumbrarse. Pero ¿qué podía hacer, si la empresa se lo pedía? La situación era muy comprometida: el trabajo escaseaba, los despidos arreciaban y no se veía claro el final del camino.
Siempre había sido fiel a la empresa; la sentía como suya, después de quince años de darle lo mejor de su esfuerzo, ascendiendo del puesto de simple peón a encargado. Estaba convencido de que, por esa razón, sus jefes, dueños de la compañía, lo habían mantenido en plantilla cuando tomaron la decisión de despedir a la mayor parte de los trabajadores. Eran buena gente; ni siquiera le habían planteado problema alguno cuando, el año pasado, deprimido por la muerte de su padre en un accidente, debió acogerse a la baja médica. Por supuesto que ahora, en la nueva situación que imponía tan brutal crisis, tuvo que aceptar nuevas condiciones, como esta, de hacer de sereno nocturno durante doce horas diarias en la obra de las afueras de la ciudad, por lo menos hasta que pasara el vendaval y nuevamente se pudiera recomenzar la tarea de construcción. Por el momento, todo estaba parado por completo.
Se duchó, bebió un café con leche y se marchó, llevando consigo la comida que le había dejado preparada su esposa antes de irse al mediodía a su respectivo trabajo. ¡Qué poco se veían últimamente! Apenas un rato por la mañana, cuando él regresaba de la obra. La despertaba con un beso tenue y un café triste, y hablaban de bueyes perdidos. Más tarde, comían juntos y luego, mientras él se retiraba a descansar, ella preparaba las viandas de ambos. Luego, partía para su empleo. Cuando ella regresaba, él estaba ya en su propio trabajo. Y así, día tras día, de ánimos caídos y pocas esperanzas.
Llegó a la obra; se cambió de ropas, se colocó el casco y las botas y encendió las luces de seguridad, bastante tenues por cierto. Hoy debía verificar las barras de contención del último piso, que no eran inspeccionadas desde que la obra había sido detenida, mil años atrás. Comenzó la escalada por las escaleras de hormigón, deteniéndose cada tanto a recuperar el aliento, hasta llegar al sexto y último piso.
De pronto, escuchó abajo el ruido de un automóvil que llegaba, y vio la luz de los faros apagarse. No pudo identificar de quién se trataba, ni hacerse una idea de qué lo traería a estas horas a dar vueltas por allí.
Se aproximó a la barra metálica de contención para echar un vistazo y se apoyó en ella.
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El destino, ese poder sobrenatural inevitable e ineludible que, como un único camino, guía la vida humana a un fin no escogido de forma irremediable, necesaria y fatal. |
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LÁQUESIS
La hermana del medio, ansiosa, se afanaba para individualizar y desenredar las hebras del tejido de los dos carretes entrelazados por su propio descuido, pero le resultaba imposible; estaban firmemente unidos. No era la primera vez que le sucedía. Otras veces había logrado salir airosa del problema, a pesar de que el hecho no había pasado desapercibido a los demás dioses que, piadosamente, habían optado por hacer la vista gorda y olvidarse del asunto.
La reprobación que leía en los ojos de Cloto seguramente sería advertida por Átropos, la mayor de las tres Moiras, quien no se andaba con vueltas y era plenamente capaz de tomar la decisión adecuada para solucionar taxativamente el problema.
Y estas dos malditas hebras ¡por Zeus! que seguían resistiéndose a todos sus empeños por separarlas. Le tenía totalmente sin cuidado lo que pudiera suceder con los humanos a quienes representaban; ellos, desconocedores del destino que tejían los dioses, vivían sus pobres vidas como si realmente fueran importantes para alguien. Lo único que en verdad le incomodaba era la opinión que, ante su incompetencia, se formaría de ella el resto del Olimpo. De todos modos, justo era reconocer que, habida cuenta de que varios de sus camaradas, incluso hasta el mismísimo Zeus, habían también cometido sus buenos errores en el pasado, quizás serían benévolos a la hora de juzgarla.
Pero no estaba tan segura de que Átropos pensara igual.
MARTÍN
Aceleró el Vamtac al máximo. El potente motor del vehículo militar bramó y obedeció la orden, como un caballo bien entrenado. Quería incordiar al estúpido afgano que circulaba, como si fuera su dueño, por el centro de ese espantoso camino, en una maltrecha camioneta digna de desguace.
El hombre sin embargo, y en rigor de verdad, podía ser considerado como dueño de eso que a duras penas podía ser considerado un camino, porque estaba en su propio país. Ellos eran allí los extraños, y él mismo, solo un brigada de uno de los tantos contingentes militares extranjeros destinados a ese rincón del mundo, para simular que contribuían a su pacificación y desarrollo. Todas tonterías. Nadie entendía nada, ni sabía en verdad qué diablos hacer, salvo matar el tiempo. A él le importaba bien poco; le pagaban buen dinero y a su debido tiempo; y como para hacer otra cosa no servía, se daba por satisfecho. Jamás se había creído la monserga de la Patria, Dios, ni todas esas bobadas que repetían como loros sus superiores y los parásitos capellanes. Por lo menos, él arriesgaba el pellejo, mientras que ellos…
En el Ejército había encontrado un lugar adecuado para contener esa violencia interior que no sabía cómo canalizar, pero que allí podía transformar en virtud; lo mismo podía decir de su ilimitada sed de aventuras. Y además, como premio extra, había logrado interponer distancia entre él y su mujer, antes de que la cosa pasara a mayores y la moliera a golpes. La odiaba; diez años habían sido demasiado como para no saberlo. No servía para el matrimonio, y menos, para la fidelidad. Prefería ir con putas, que no le reprochaban alguno que otro golpe más fuerte que lo aceptable y siempre estaban dispuestas y deseosas. Fingían, es cierto, pero ¿acaso no hacían lo mismo todas las mujeres? La única diferencia es lo que pedían a cambio.
Se aproximó a la cola de la camioneta y le dio un suave topetazo al paragolpes, para medir la reacción del hombre. El cabo que lo acompañaba estaba demudado, estático en su asiento, con la vista fija al frente y en la boca, el rictus congelado de una falsa sonrisa. Se lo tenía merecido. Se había negado a echar un trago del coñac que él siempre llevaba encima y que le había ofrecido con la mejor buena voluntad.
Con un brusco volantazo, se adelantó por la derecha y ubicó su Vamtac al lado del otro vehículo, para inspeccionar mejor al conductor. Las piedras salían despedidas por la fuerza de la tracción de las anchas ruedas del vehículo militar, golpeando sin piedad las puertas de la vetusta camioneta. Entre la nube de polvo que se desprendía del camino de tierra por el que circulaban, notó que el otro hombre lo miraba fijamente, con un odio profundo y concentrado. De pronto, siempre con la vista clavada en sus ojos, lo vio esbozar una sonrisa torva, que descubrió por la rendija de los labios entreabiertos unos pocos dientes rotos y manchados. Apenas tuvo tiempo de tomar conciencia de que lo que había sobre el desvencijado asiento, asido por la mano del hombre, era un explosivo, porque en ese preciso instante recibió un inmundo escupitajo en pleno rostro.
ÁTROPOS
Por el rabillo del ojo podía ver las furtivas miradas que Láquesis le dirigía cada tanto, tratando de detectar su reacción. Aunque no le constaba por el momento, ya podía dar por cierto que algo iba mal, justamente por el aspecto culpable que ponía en evidencia a su hermana del medio, incapaz de disimular sus equivocaciones.
Los fallos ya eran más frecuentes de lo que podía ser aceptable, pero no encontraba la forma de que Zeus se ocupara de reconvenirla en forma adecuada; y no había nadie más en el Olimpo que pudiera realizar esa tarea.
Dicho y hecho; aquí llegaba la prueba tangible del estropicio: un par de hebras, no muy largas por desgracia, entremezcladas de tal manera que no había forma de separarlas. Otra vez se vería obligada a tomar una decisión terminante, algo que sus hermanas creían erróneamente que le resultaba indiferente, pero que sólo ella misma sabía cuánto la afectaba y los esfuerzos que se obligaba a hacer para esconder sus verdaderos sentimientos.
Su rol era el más antipático de los tres, aunque también el más importante: con sus doradas y afiladas tijeras debía cortar las hebras confundidas, acabando con la vida de los humanos a quienes correspondían, sin tener en consideración sus edades, sexos, razas, riquezas o posición social, igualándolos ante la ineluctable muerte. Parecía un trabajo fácil, pero luego, al ver los resultados, le quedaba siempre un regusto amargo en la boca. Había muertes precoces o tardías; algunas merecidas, otras no tanto; unas sentidas, y otras intrascendentes. Con los siglos transcurridos ya debería estar acostumbrada, pero no era así: siempre había alguien que le resultaba más o menos simpático que otro. De todos modos, con esfuerzo, había logrado evitar involucrarse con los destinos de los hombres, así como también con el de los otros dioses, que no estaban por cierto exentos de su labor.
Tomó, por fin, entre sus dedos las dos hebras fatalmente enlazadas y las palpó tiernamente, casi con amor. Lamentó que fueran tan breves. Ubicó la tijera sobre ambas al mismo tiempo, suspiró y dio un firme y seco corte.
VÍCTOR
La barra metálica del sexto piso había sido quitada y recolocada apresuradamente el último día de trabajo en la obra, para bajar unas herramientas por el montacargas. Solo estaba sujeta en su extremo izquierdo por los dos milímetros finales de un bulón sin tuerca de sujeción, por lo que cedió sin ofrecer resistencia cuando Víctor se apoyó en ella, dejando el camino libre para la inevitable caída. Mientras se precipitaba, aterrado, hacia el suelo, y plenamente consciente del único desenlace posible de su accidente, Víctor sólo alcanzó a pensar en el futuro de su esposa, rogando por que tuviera la ayuda necesaria y la fuerza para sobrevivir.
En el último metro antes de tocar el suelo, su nuca golpeó contra el borde de una mezcladora de cemento, produciendo un ruido similar al de una sandía al chocar y romperse contra una superficie dura. Murió en el acto.
Alertado por el grito y el ruido de la caída, el conductor del auto, que era ni más ni menos que uno de los dueños de la empresa, se acercó al cuerpo de Víctor. Tomó debida nota de la irremediable muerte y miró hacia arriba. Tenía experiencia; sabía perfectamente lo que debía hacer, y más aún, que no debía perder ni un segundo. Y lo hizo.
Así fue cómo la empresa, no reconociendo la muerte de Víctor como un accidente laboral por falta de pruebas que lo sustentasen y alegando un suicidio por su estado depresivo previo, se desligó totalmente de su responsabilidad en el suceso y evitó el pago de la indemnización.
MARTIN
No alcanzó a limpiarse la cara. La carga explosiva reventó ambos vehículos al mismo tiempo, hermanando polvo, piedras, sangre, aceite, huesos y metal, en un magma indefinible.
Al día siguiente, cuando llegaron para reconocer el lugar y los destrozos, las tropas se encontraron con que los carroñeros autóctonos, aves y cuadrúpedos, ya habían comenzado la limpieza. Tuvieron que ahuyentarlos a tiros.
Los restos clasificados como pertenecientes a los militares nacionales, al menos hasta que se pudieran efectuar las debidas pruebas de ADN, se embarcaron hacia el país en féretros envueltos en banderas. Ya llegados, se les rindieron homenajes de héroes muertos en combate y fueron oficialmente condecorados.
La esposa de Martín percibió una indemnización mayor de la que jamás hubiera imaginado y el regalo invalorable de su libertad conyugal, tanto tiempo deseada.
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Las Moiras (Cloto, Láquesis y Átropos) eran hijas de Zeus y Temis, y tenían bajo su control el hilo de la vida de los mortales, desde el nacimiento hasta su muerte. Eran la personificación del Destino. |
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LAS TRES MOIRAS
Cloto y Láquesis habían sido testigos una vez más de la resolución del conflicto. Átropos había hecho ni más ni menos que lo correcto, lo que era estrictamente su deber; por algo era la más vieja de las tres y a quien Nix, la madre, había designado como responsable del trío ante los humanos y los otros dioses olímpicos.
En el fondo, los errores no tenían demasiada importancia, pues ¿quién se iría a quejar? No existía ningún tribunal que clasificara una muerte como justa y necesaria, o no. Asesinos y malhechores vivían tranquilos y morían de simple vejez, mientras que otros, honestos y productivos, veían truncadas sus vidas cuando apenas comenzaban a transitarlas. Para no hablar de los niños, que no llegaban siquiera a tener conciencia de estar vivos.
Posiblemente no fuera por un simple capricho que Cloto y Láquesis fueran más jóvenes; su inexperiencia y atolondramiento daban al azar una cuota nada desdeñable de protagonismo en el curso y desenlace de las tristes y patéticas vidas de los hombres.
La única que no podía escapar a su destino prefijado e inmutable, aquella que era tenida como la malvada, la destructora de esperanzas y proyectos, la cruel y despiadada: esa era ella, la temida Átropos, que, sin embargo, pese a todos sus deseos y a sus firmes propósitos, cada tanto veía empañados sus ojos por las indeseadas e inoportunas lágrimas que hacía brotar en ellos un sentimiento incomprensible e indigno, tanto para sus hermanas como para el resto de los dioses del Olimpo: la compasión.