l arquitecto que dirigía la obra se suicidó metiéndose en el mar hasta desaparecer. Por esa razón, el director de la constructora americana se comunicó con Teo para proponerle terminar la colonia residencial internada en la montaña selvática. La paga era formidable, la obra estaba casi terminada: Teo aceptó de inmediato.
Al amanecer, conoció a sus trabajadores, la mayoría eran nativos del pueblo ubicado a las faldas de la montaña. Al trascurrir los días, Teo simpatizó con Juan, un muchacho fornido, de 22 años, siete menor que él. En los ratos libres, lo invitaba a conocer lugares extraordinarios de la selva y algunas noches se emborracharon en el corazón de la montaña, justo donde nace el río que desemboca en el mar. Más de una vez brindaron hasta quedarse dormidos. Una mañana, Teo despertó con una tarántula que encajaba sus patas en su cabeza, pero él seguía borracho.
Una tarde, el cielo se colmó de relámpagos. Teo contemplaba el espectáculo desde la alberca vacía.
—Pinche gobierno, otro pedazo del país vendido a los extranjeros.
A pesar de su sentencia y ser consciente de que era un empleado más de esa mafia, no sintió el menor remordimiento.
La lluvia se desbordó, él se quedó ahí, de pie, su ropa se adhería a su cuerpo, el agua escurría de su barba y exhaló con fuerza. La selva parecía un monstruo con el hocico abierto del que apareció una mujer morena, de enormes senos y caderas avispadas. Se acercaba a él, le deslumbraban sus enormes ojos, su mirada colmada de luz le penetró hasta las entrañas. Él la atrapó entre sus brazos y la recostó en el suelo. El cielo se abrió, el viento arrancaba partes de la selva, Teo estaba a punto del clímax, reventó una enorme ola.
Teo despertó en el filo de la montaña y en el cielo no había ni una sola nube.
Le contó a Juan lo ocurrido, le describió con detalle su encuentro con aquella mujer.
—Yo creo que se trató de alguna extranjera, porque no conozco a ninguna mujer así, como la describes. Para mí que andabas hasta la madre.
—¡Juro que fue real! Su aroma aún está impregnado en mi piel. Desapareció hasta robarme mi último aliento.
—¿Pero cómo es posible que no le preguntaras ni su nombre?
—¿Tú se lo preguntas a todas las muchachas con las que te acuestas y ellas te lo preguntan a ti?
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Se metió al mar, las estrellas apenas cabían en sus ojos, trató de adivinar el nombre de las constelaciones, hasta que una enorme ola lo revolcó hasta la orilla. |
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Al terminar la jornada laboral, Teo decidió bajar a las faldas de la montaña para disfrutar ahí la noche, y se llevó el opio que Juan le había regalado por la tarde. Se metió al mar, las estrellas apenas cabían en sus ojos, trató de adivinar el nombre de las constelaciones, hasta que una enorme ola lo revolcó hasta la orilla. Con el cuerpo mojado se acostó en una hamaca y fumó lentamente.
El humo que salía de su boca dibujaba la silueta de aquella mujer. La contemplaba moviendo sus caderas.
Estrellas cayeron al mar.
En el horizonte dos buques se hundieron.
Del océano emergían almas de marineros que se elevaban al cielo.
Cerró los párpados y, al sentir perderse en su propia oscuridad, los abrió de golpe.
Unas manos aprisionaron su pecho y se deslizaron hasta su sexo. Era ella.
Se le trepó como un muerto y le selló la boca con sus labios. En cada beso le arrancaba vida, con sus brazos atravesaba su piel; la noche fue infinita en sus cuerpos.
Cuando despertó, se encontraba tirado sobre la arena. Por un momento pensó que la noche había sido efecto del opio, pero no dio crédito al ver su cuerpo cubierto de heridas. Sin fuerzas caminó hasta la carretera e hizo la parada al transporte público que lo llevaría a la cima de la montaña. Los trabajadores realizaban su rutina, sudaban copiosamente bajo el radiante sol.
Teo buscó a Juan, él fumaba tabaco en el mirador. Al escucharlo, se carcajeó.
—Me parece que debes relajarte, primo, seguramente tus alucinaciones se deben a la presión del trabajo. Para que te animes, te presentaré a unas morenas que les gusta mucho divertirse.
Esa noche bajaron a las faldas de la montaña donde se encontraba el pueblo y fueron a la cantina «La Guadalupana», mejor conocida por los aldeanos como «La Lupita».
Teo iba vestido con pantalones vaqueros, una camisa de cuadros abierta que dejaba ver el vello de su pecho. Las mujeres, al verlo, quedaban impresionadas, más de una pensó que se trataba de una estrella de cine. Juan se las presentó, todas tenían espectaculares cuerpos costeños y pieles morenas brillantes. Los comensales tomaban mezcal como si fuera agua.
A medianoche, Teo se fijó en Rosario. Su cabello era largo y crespo, la única con ojos color azabache. Tenía las piernas suaves y Teo, con sus grandes manos, comenzó a acariciarlas, hasta que llegó a lo más oscuro, al fondo de su falda.
Sin avisar a nadie, Teo y Rosario escaparon de «La Lupita», pero todos los asistentes se percataron de su fuga y el borracho más viejo, el más respetado por el pueblo, vociferó escupiendo:
—Estos cabrones citadinos vienen a nuestra tierra con sus malas costumbres a pervertir a nuestra gente, son peores que los pinches gringos.
Rosario llevó a Teo al hotel «Polimpo». Al entrar, descubrieron el recinto vacío. Tomados de la mano, caminaron hasta llegar a la recepción. Rosario pidió el cuarto de la azotea, pues sabía que en esa habitación la vista era deslumbrante. Era su lugar favorito del pueblo; desde ahí, experimentaba la distancia más corta a su dios pagano y esa distancia se hacía más corta en los brazos de sus amantes.
Cuando abrieron la puerta de la habitación, Rosario caminó hasta la ventana y también la abrió. Teo se sentó al borde de la cama y contempló el cuerpo de Rosario, hasta que la abrazó. Con sus brazos, la sentó sobre sus piernas. Quedaron frente a frente. Teo se paralizó al sentir que alguien lo abrazaba por la espalda, se trataba de ella, de su amante sin nombre. Rosario, al percatarse de su presencia, completamente borracha, soltó una carcajada y la noche quedó adherida a sus cuerpos.
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Teo se sentó al borde de la cama y contempló el cuerpo de Rosario, hasta que la abrazó. |
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Al amanecer, Teo se encontraba solo en el cuarto del hotel. Se vistió, le fue inevitable sentirse usado como puta, eso pensó. Cuando salió, los aldeanos realizaban su rutina cotidiana, con las personas que se cruzaba fruncían las cejas o volteaba la cara y el señor más viejo del pueblo, al topárselo, escupió sobre la calle empedrada. Teo era visto como una ramera, eso pensó, e hizo la parada al camión público. Pasajeros subían en la cajuela y se sujetaban de mecates que colgaban a los lados. La camioneta iba llena y los nativos se secreteaban, él dedujo que todos se habían enterado de su travesura y, al pensarlo así, intentó disimular su risa. Al bajar del vehículo, observó en los pasajeros un semblante de disgusto. Él pensó que su motivo era que los nativos odiaban la invasión extranjera.
Al llegar a la obra encontró a los trabajadores en su labor diaria. Juan cargaba dos cubetas al hombro y se acercó a él.
—Ahora sí te volaste la barda, yo traté de salvar tu reputación, pero tus malas costumbres te tienen jodido.
—¿No me digas que mi morenaza de fuego es una santa?
Juan sostuvo su mirada penetrante ante los ojos de Teo. Él sabía que intentaba decirle algo más, pero no pudo descifrarlo. A Juan se le hincharon las venas del cuello, dio media vuelta y se alejó con sus dos cubetas al hombro. Teo lo contempló hasta que desapareció.
Por la noche se dirigió a su casa, que era la más lujosa del predio, pero aún se encontraba en obra negra. Al llegar, se asomó por la ventana, observó el mar y se dijo para sí mismo:
—En un mes, el complejo estará terminado y mandaré este pueblo a la chingada.
Lo repitió varias veces como un mantra y se tranquilizó. Se tendió sobre la cama. El sueño lo vencía, pero abruptamente abrió sus párpados. Frente a él estaba la causante de los problemas. Comenzó a acercarse a Teo y él le ordenó que caminara hasta la ventana. Ella lo hizo. Él agarró una hoja cuadriculada y un lápiz; se acercó a ella y le murmuró al oído:
—¿Sabes? Sería más fácil tomarte una fotografía, pero prefiero recordarte como yo quiero, guardarte en mi memoria, como mis ojos te han visto y con el nombre que te sueño.
Teo se esmeró en dibujar cada detalle: los escorzos de su cuerpo, el trabajo con los claroscuros. Estilizó minuciosamente cada uno de sus cabellos. Dibujó y dibujó, como si se le fuera la vida en el papel, hasta que se quedó dormido con el lápiz en la mano.
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Teo se paralizó al sentir que alguien lo abrazaba por la espalda, se trataba de ella, de su amante sin nombre. |
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Cuando amaneció, su amante no se encontraba en la habitación. Teo se levantó, se puso el pantalón, la camisa, se vio en el espejo y decidió no rasurarse. Abrió la puerta y se topó con Juan.
—Bájale a tu desmadre o te van a linchar.
—¡No me chingues, Juan! Hemos compartido lo mejor de este viaje y sé que me conoces, sé que me entiendes, o dime: ¿quién es mi amante? ¿La más puta de las putas de este pueblo?
—Tu amante es un chango, un macaco, un peludo, un animal. ¿Qué es lo que no entiendes tú?
Teo estalló en carcajadas y le contestó:
—¿Peludo? Es imposible que sea un hombre, créeme, si tuvieras una noche con ella, sería la mejor de tu vida y me darías la razón.
—¿Perdiste la cabeza? Te acuestas con un animal, yo lo supe antes que todos, por eso intenté presentarte a las muchachas, traté de…
Teo abruptamente lo interrumpió:
—Estás desvariando, porque ayer mi diosa estuvo aquí y es hermosa, te lo puedo asegurar.
—Todos sabemos la verdad.
—No, no saben nada. Ella estuvo entre mis brazos, con su cuerpo desbordante y yo la dibujé.
Teo fue por el retrato y se lo mostró a Juan.
>Él, al verlo, no sabía si reír o llorar. Contemplaba el dibujo, un dibujo perfectamente bien hecho, era el retrato de un hombre sumergiéndose en el mar, y en su rostro se esbozaba el rictus sardónico de la muerte.
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