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LA NOCHE DEL AQUELARRE

   

Por Fernando Yacamán Neri

   

   

  

M

i papá se casó en el rancho con Lili, ella tiene una hija que es su retrato; es flaca, morenita y tiene el cabello alborotado: su nombre es Diana. La primera vez que la conocí nunca imaginé que acabaríamos viviendo juntos, con nuestros padres.

Desde antes que nuestros papás se casaran, ella me decía que ya éramos «medios hermanos», el día de la boda le aclaré que ya éramos «hermanos completos» y que la cuidaría por siempre. Ese día vestí un estúpido traje que me hacía sudar y una corbata que me ahorcaba; Diana lucía un vestido esponjado y parecía un pastel.

La fiesta fue al aire libre, las paredes estaban atiborradas de globos blancos, alrededor de la pista de baile había un montón de mesas. Las del lado derecho estaban ocupadas por los familiares de Diana; las del lado izquierdo, por mi familia. La mesa de los novios estaba en medio de la pista, decorada alrededor con flores y al centro había un pastel de cinco pisos.

Todos los adultos me dieron tantos besos y abrazos que me mareé. Además, me hice bolas entre tantos nuevos tíos, primas; hasta me presentaron a dos pequeños sobrinos: ¿quién iba a decir que ese día hasta me convertí en tío?

Diana y yo le pedimos permiso a mi papá para ir a explorar el rancho y nos dijo que no. Entonces nuestra estrategia fue pedirle permiso a Lili y ella nos dijo que sí, pero en cuanto acabara la cena, que duró una eternidad.

Cuando empezó a sonar la música los invitados se levantaron de sus asientos y se armó el bailongo. Fue cuando Diana y yo escapamos.

Las estrellas, en el cielo, apenas cabían y llenaban nuestros ojos. Nos tiramos sobre la hierba para observarlas. Duramos largo rato en silencio, hasta que en el cielo se dibujaron unas esferas rojas.

—¡Ya viste, Diana! ¡Ya viste!

—Deben ser globos de cantoya.

—¿Cómo crees? Son enormes.

—¡Son fuegos artificiales!

Las esferas comenzaron a descender detrás de unos árboles.

—Mi abuela una vez me leyó un cuento. Trataba de unas esferas que caían del cielo y, al impactar sobre la tierra, nacían faunos.

La última esfera que nació de la noche fue la más grande.

—Tu abuela se cree la «muy muy», pues la mía se sabe mejores cuentos. Me contó que cuando caen esas esferas del cielo, es porque… porque… son, este… ¡son dragones que nacerán en la tierra!

  

 

  

Las estrellas, en el cielo, apenas cabían y llenaban nuestros ojos. Nos tiramos sobre la hierba para observarlas.

  

—¿En serio?

—Sí, dragones chinos con largos bigotes.

Nos levantamos y caminamos rumbo al punto donde descendieron las esferas.

A la distancia, vimos una fogata, alrededor de ella estaban sentadas varias ancianas que lucían largos vestidos negros, tenían los párpados cerrados y rezaban. Entre ellas se asomaba la cabeza de un hombre que tenía una barba larga y negra. Una anciana sin dientes nos invitó a sentarnos junto a ella. El barbón levantó el cuello, me vio a los ojos y exclamó:

—Bienvenidos a la fiesta.

—¿Dónde está la música?

—Para hacer una fiesta no se necesita música ¿No te basta el sonido del viento?

—¿Y cómo bailas eso?

Las ancianas se burlaron y me dio coraje.

—Niño, la fiesta está en el cielo.

—Pues sí, las estrellas deben estar muy divertidas, por eso se apagan y se prenden.

—Detrás del firmamento, los dioses también están de fiesta.

—A mí me contaron que sólo hay un dios.

La anciana que estaba a mi lado comenzó a rezar en voz alta, repetía las mimas palabras; por un momento pensé que hablaba en otro idioma, pero no tardé en descubrir que rezaba el padre nuestro al revés.

—¡Son brujas!

Agarré la mano de Diana, nos echamos a correr; las brujas se levantaron y rieron como dementes. Una de ellas, con voz entrecortada, nos gritó:

—No corran niños, porque si llegan a caer, esta tierra se los come.

A unos pasos, mi hermana me soltó de la mano y exclamó:

—Sólo se trata de unas ancianitas y un campesino, ¿qué nos pueden hacer?

Cuando miré atrás, el hombre era un chivo y las ancianas tenían el rostro deforme.

—¿No sabías que las brujas se comen a los niños?

—¡No seas mentiroso! Además, este estúpido vestido se me enreda entre las piernas y no puedo correr más rápido.

Cuando miré atrás, Diana cayó sobre la hierba y desapareció. En ese momento se escucharon gritos de mujeres, en el cielo se dibujó un círculo rojo, el viento sopló con fuerza, me entró basura a los ojos. ¡Por más que hundía mis manos en la hierba no encontraba a mi hermana! La busqué hasta debajo de las piedras, pero, por más que gritaba, sólo resonaba mi eco.

Llegué a la boda, la música sonaba fuerte, a la primera que vi fue a mi abuela abrazada a la abuela de Diana brindando con mezcal. Los invitados bailaban en círculo y cantaban. Mi papá estaba sirviéndose más de esa «coca-cola».

—Mira no más cómo acabó el traje que te compré. ¿Pues dónde te metiste? ¿Al chiquero con los puercos?

Su boca apestaba a rayos.

—Diana se perdió en el campo.

—¿Diana? Tu madrina está recontenta baile y baile. ¿Qué, no la ves?

—Yo te hablo de Diana, mi nueva hermana.

Él me agarró de la corbata.

—¿Dónde la dejaste?

Mi papá armó todo un escándalo, la música paró y Lili respondió:

—Cálmate, Diana está ahí.

  

 

 

Los invitados bailaban en círculo y cantaban.

  

Estaba en una de las mesas del fondo, bien sentadita, comiendo una rebanada enorme de pastel y tenía los cachetes embarrados de merengue. Me acerqué a ella y le pregunté:

—¿Qué te hicieron las brujas?

Ella se reía.

—¿Te volvieron loca?

—Tomé un atajo, quería hacerte una broma.

—¿Cómo le hiciste para desaparecer así, tan de repente?

—Porque ya soy bruja.

—Ya párale, eh, no me parece gracioso.

Diana sonrió, me convidó de su pastel, quedamos bien rellenitos y nos fuimos a dormir. La fiesta siguió hasta no sé qué hora.

Al amanecer, miré por la ventana: Diana contemplaba los cerros cubiertos por niebla, los primeros rayos de sol nacían detrás de los cerros. Cuando mi hermana giró su torso, me miró a los ojos y sonrió. Me fijé en sus piernas y me di cuenta de que las había perdido, ahora eran dos largas patas de cabra que se hundían en la hierba.

   

   

     

    

Miguel Fernando Yacamán Neri (México, D.F., 1985). Licenciado en Letras Hispánicas. Ha cursado estudios en la Escuela Dinámica de Escritores, dirigida por Mario Bellatin. Editor de contenido y corrección de estilo en el estudio de diseño «azulgris.com». Es docente de lengua española desde hace  tres años.

Su obra narrativa se ha publicado en cuatro antologías por parte de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Ha colaborado también con obras de creación en diversas revistas, como «Picnic», «Crítica», «Parteaguas», «Tierra Baldía» y «Punto de Partida», entre otras. Ha participado en diferentes talleres de creación literaria con maestros, como Salvador Gallardo, Mario Bellatin, Daniel Sada, Alberto Chimal y en la Universidad del Claustro de Sor Juana en Creación Literaria y Redacción. Con el apoyo del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes 2010, ha terminado su novela corta Los ángeles del último sueño.

Ha sido distinguido, en 2009, con el segundo Premio de la sección de Narrativa en el certamen Punto de Partida, patrocinado por la UNAM y con el premio Elena Poniatowska, en 2009, convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 1. Narrativa Breve (I). Año XII. II Época. Número 82. Octubre-Diciembre 2013. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2013 Miguel Fernando Yacamán Neri. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores.  Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2013 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.