a mañana era heladora, pero los gallos no dejaban de cantar,
aunque el viento silbase por las grietas de las paredes del
gallinero. Como todos los días al amanecer, después de una noche
ajetreada, Antonio, en ayunas, pero siempre con un palillo en la
boca, entró en el gallinero, presto a buscar varios huevos
recién puestos. Todavía estaban tibios cuando los sacó de entre
la paja. Después, sorteando una pequeña valla, se acercó hasta
el secadero de embutidos y, con su afilada navaja, cortó un buen
pedazo de tocino ahumado. Deseaba tomarse un suculento desayuno.
Las buenas obras había que comenzarlas a primeras horas del día.
Su metro ochenta de estatura necesitaba estar bien nutrido.
además, el trabajo en el campo y su otra actividad requerían
disponer de energías suficientes.
De camino a casa se detuvo para observar aquella frondosa
higuera. Alzó el brazo para recoger alguno de sus frutos, que
depositó con cuidado en la cesta de mimbre que llevaba colgada
en el brazo derecho. Desde niño, su zurdera le había causado
bastantes problemas, sobre todo, en su época escolar. En
aquellos años, ser siniestro era como un castigo de Dios, y
había recibido por ello más de un castigo con la regla del
maestro de tuno, además de los correazos paternos.
Pensado en todo aquello, arrancó con tal fuerza uno de los
higos, que este quedó triturado entre sus dedos. Un liquido
lechoso y pegadizo impregnó su mano. Dio una fuerte sacudida a
su brazo y se deshizo de la fruta, sacó un pañuelo y se limpió
para seguir recogiendo más frutos. Una vez terminada la tarea,
comenzó a dar vuelta alrededor del suntuoso árbol, que
casualmente dejaba pasar la luz matinal, arrastrando su
ostensible cojera. Mientras, seguía mordisqueando el ensalivado
palillo. Con la mirada puesta en el suelo, observaba la tierra
removida, al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa.
—¿Qué pensabais, asquerosas furcias, que solo por pasar un rato
conmigo y echarme un mal polvo ibais a ser dueñas de todo esto?
Estabais locas —murmuró, escupiendo el palillo con tal saña que
fue a parar a un pequeño montón de tierra de los cinco que
rodeaban la higuera.
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De camino a casa se detuvo para observar aquella
frondosa higuera. |
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Desde la puerta de la casa, Víctor lo observaba con aspecto
taciturno. Víctor lo conocía desde niño, y sabía que, en
aquellos momentos, lo mejor que podía hacer era no molestar a
Antonio. Víctor era consciente. Lo que habría ocurrido no
hubiera sido nada agradable para él. Siempre había sido una
persona agradecida rozando la sumisión, sobre todo desde que el
padre de Antonio le salvara de ir al paredón en tiempos de la
guerra civil, cuando fue acusado de rojo. En el lecho de muerte,
el patriarca de la familia Rosales le hizo jurar que velaría por
su hijo hasta el fin de sus días, sirviéndolo con tanta
fidelidad como lo había hecho con él. Víctor jamás había faltado
a su palabra por ese motivo: continuaba en esa casa y guardaba
el secreto de la higuera.
Antonio se acerco hasta él, le dio la cesta cargada para que
fuera a prepárale el desayuno. Un aroma a café recién hecho se
podía oler desde el porche.
—Esta tarde bajaré a la ciudad, volveré tarde y en compañía. Ten
preparadas las herramientas.Es posible que las necesitemos —le
ordenó antes de que entrara en la casa.
—Sí, señor —contestó en tono sumiso—. Entonces doy por hecho que
el señor desayunará mañana lo mismo que hoy, ¿verdad?
—Por supuesto. Ve y prepara el desayuno.
El día trascurrió con normalidad. Los dos hombres se dedicaron a
sus tareas cotidianas, aunque en la cabeza de Víctor rondaba un
idea que no era otra sino la de parar todo aquello que ya se le
estaba yendo de las manos. Si alguien descubría el secreto de la
higuera, su amo iría de inmediato a la cárcel de por vida. Y él
había jurado protegerlo.
Acababan de dar la seis de la tarde. Antonio ya se había
acicalado para ponerse en camino, una hora de trayecto separaba
la ciudad de la hacienda. Poco antes de que cogiera las llaves
de su todoterreno, Víctor le suplicó que no fuera, que debía
acabar con todo aquello
—¡Esas mujeres no tienen la culpa de que Carmen te abandonara!
—argumentaba—. ¡No, no permitiré que mates a ninguna más!
—gritó.
—¿Seguro? ¿Cómo vas a impedirlo, viejo chocho? —le gritó Antonio
con evidente sarcasmo, y soltó una carcajada, al tiempo que le
dio un empujón para apartarlo de la puerta.
Antes de que llegara el vehículo, dos estruendo simultáneos
sonaron en la puerta de la cochera. La vieja escopeta de Víctor
fue descargada en la espalda de Antonio y los perdigones de los
dos cartuchos atravesaron su cuerpo quitándole la vida.
Horas después su tumba cerraba el circulo de la higuera. |