l cuerpo del maniquí apareció descoyuntado, húmedo por el rocío
de la mañana y con evidentes restos seminales desperdigados aquí
y allá, mudos testimonios de lo que debió ser una orgía de
tintes agónicos y paroxísticos. «Lo mismo que en la Roma de la
Antigüedad», se dijo Jack Titola mientras intentaba imaginarse,
no sin cierta inconfesable delectación, aquellas estatuas de
Venus o de Apolo que amanecían en el Foro con manchas
ciertamente sospechosas, acompañadas de grafitis procaces. Y es
que Titola, pese a trabajar de detective privado o private
eye, como le gustaba decir para darse ínfulas de glamur, era
un tipo leído. Hacía un año y medio que se había instalado en
Torredembarra, un pueblecito de la costa catalana con una playa
más interminable que las piernas de Julia Roberts o de su doble,
vaya usted a saber, por la que acostumbraba a dar largos paseos
al anochecer, entre los pescadores, algún que otro corredor y el
destello imperturbable de la luna.
Los días transcurrían sin alteraciones. Le hubiera gustado
resolver un asesinato —siempre fue muy peliculero—, pero se
conformaba con encontrar el gatito lindo de la pescadera o, ya
en la primera división de la crónica local de sucesos, averiguar
quién robaba las revistas francesas de la librería próxima a la
Iglesia. Ganaba así lo suficiente para asegurar dos comidas
diarias y la suscripción a una revista literaria, tan
importante, si no más, como las mundanales lentejas.
Aquello, sin embargo, era diferente. Detrás del maniquí
destrozado, con las formas de pelirroja voluptuosa de mirada
felina, sin duda se escondía una mente en no muy buen estado de
mantenimiento. Claro que, después de leer a Foucault, no hubiera
podido asegurar a quién puede llamarse loco y a quién no. De
todas formas, entre las perversiones que él practicaba en
privado y aquella exhibición cuyos antecedentes podían
rastrearse hasta cierto marqués dieciochesco, la diferencia
resultaba clara para cualquier espíritu meridianamente ecuánime.
Alguien pretendía enviar un mensaje al vecindario… ¿O
simplemente se trataba de algún gracioso con ganas d’épater
les bourgeois?
|
|
 |
|
|
El
cuerpo del maniquí apareció descoyuntado, húmedo por
el rocío de la mañana y con evidentes restos
seminales desperdigados aquí y allá... |
|
|
Fuera quien fuera, había dejado una pista enigmática sobre el
violento carmín de los labios de la muñeca, un trozo de papel
rectangular, de color blanco, con tres palabras en Times New
Roman: “el bibliotecario asesino”. Mientras reflexionaba sobre
ello acariciándose su barba de tres días, desaliñado como
cualquier sabueso que se respete, Titola percibió el aroma a
whisky barato del jefe de la policía local, el inefable Tom
Tolaba, de los Tolaba de toda la vida.
—Si es que tanto leer no puede ser sano—, dijo el recién llegado
mientras masticaba las palabras con cansancio, el de que tiene
que devanarse los sesos de buena mañana.
Jack le miró con aire perdonavidas, con la vaga resignación del
que se enfrenta por enésima vez a un inspector Lestrade obtuso
hasta lo superlativo. Qué le vas a hacer, Jack, si en la vida,
como en la ficción, el héroe necesita de un contrincante
papanatas que realce, por contraste, su agudeza mental, su
rapidez de reflejos, su buena planta y Dios sabe qué otras
cualidades paridas por algún guionista hambriento. Qué le vas a
hacer, si el pobre inútil ni siquiera ha caído en que en este
pueblo no hay bibliotecario, sino bibliotecaria, algo que habría
sabido de haberse molestado en aparecer por lo que denomina,
deliberadamente simpsoniano, “el almacén de los libros”.
Pero serías tú —¿quién si no?— el que arrojara luz sobre aquel
asunto turbio como los negocios de un mafioso botarate, valga la
redundancia. Para hallar pistas, mejor husmear en «Jotrevida»,
contracción de ‘joven’ y ‘atrevida’, la tienda de ropa
adolescente próxima a la plaza del Ayuntamiento, de donde tenía
que haber salido el maniquí sodomizado, seguramente uno de los
expuestos en el escaparte.
Nada más entrar, la dependienta lanzó a Jack una mirada
libidinosa, matadora, cargada de deseos largo tiempo incubados,
tal vez expresión de algún trauma infantil, seguro que
encontraría algún psicólogo dispuesto a certificarlo aunque
demostrara con pruebas fehacientes que aquella rubia de Playboy,
con su dos piezas ceñido y moteado en plan tigresa, había gozado
de una niñez dichosa, algo muy diferente a una dichosa niñez. Lo
importante, de todas formas, radicaba en la pauta que tal
comportamiento describía, matemática hasta lo insoportable.
Hacía ya algún tiempo —una mente privilegiada como la suya no
podía dejar de observarlo— que todo el mundo le miraba con
pupilas incitadoras. Las mujeres, por supuesto, pero también los
hombres, los abogados, los perros y hasta los pomos de las
puertas de segunda mano contra los que se frotaba en las noches
de soledad. Es decir, todas las del año. Ese era el destino de
los sabuesos de raza como él.
Suerte que Jack, siempre profesional, iba a lo que iba. Por eso,
la dependienta despampanante hizo una deliciosa mueca de
decepción cuando él preguntó si sabía algo de un maniquí
seguramente robado.
—Lo compró un tipo que aseguraba llamarse Robustiano. Yo le dije
que era un nombre muy raro, pero me respondió, un tanto
fastidiado, que este es un país libre. Imaginé que el fastidio
era porque debe ser muy jodido llevar a todas partes esa geta de
hipopótamo con insomnio, pero no iba a dejar que se saliera con
la suya. El país será libre o no lo será, pero nadie puede dudar
de que sus padres le hicieron una faena de campeonato con el
nombrecito.
Con tanta cháchara, al pobre Titola casi le entraron ganas de
suicidarse. Suerte que la rubia, enterrada entre cuatro
toneladas de frases, le había dado la pista que buscaba: el
sospechoso tenía cara de hipopótamo, lo que explicaba sus
turbias prácticas con la diosa plastificada. Porque tales
mamíferos artiodáctilos —¡qué bien quedan esas palabrejas,
Jack!— son criaturas de sexualidad sibarita, tal como aseguraba
cierto escritor al que no le hubiera importado suplantar,
pongamos en un viaje a Suecia, aunque después leía sus obras, se
sentía chapucero y se marchaba a ahogar sus frustraciones
literarias en toneladas de yogur cremoso con arándanos. Mucho
más sano que la envidia, sí señor.
Las películas lo dejan siempre meridianamente claro, hasta para
las mentes obtusas. Si quieres atrapar a tu enemigo, has de
pensar como él. En este caso, como un hipopótamo sodomizador1
de muñecas. Había que empezar, pues, por el principio. Como en
el principio era el verbo y tú no tenías ganas de contradecir a
los profetas, te marchaste a la biblioteca a quemarte las cejas
en una montaña de documentación. Empezando, claro está, por
Hipopótamos, nuestros amigos en libertad, de la afamada
naturalista Ronda McCluskey. Tampoco podías obviar Los
hipopótamos desde el Antiguo Egipto, de Trevor O’Nophis,
para no perderte los antecedentes históricos, ni de la Guía
Michelín de los restaurantes que servían la carne del
artiodáctilo. Porque si un medievalista no prescinde de las
miniaturas góticas para entender a los templarios, un detective
analiza hasta la última mota de polvo que le proporcione algo
semejante a una pista. Tenías que saberlo todo de aquel
animalote, la intensidad de su respiración, su proceso
reproductivo, el porqué de la mirada enigmática de quien
aparenta paz y un buen rollo mientras permanece al acecho, digno
competidor de las rapaces. De quien aparenta sencillez campesina
mientras, en lo profundo de su vasto organismo, almacena la
sofisticada depravación de sus deseos insospechados.
Torredembarra no es muy grande, así que, al cabo de tres días,
todo el mundo sabía ya de tu obsesión por el bicho, que es el
término escogido por las gentes poco versadas en zoología para
referirse a cualquier animal de discutibles cánones estéticos.
Una hormiga o un rinoceronte son bichos. Un cisne, no. George
Clooney tampoco es un bicho, con su masculinidad desenfadada, su
versatilidad interpretativa y sus ideas progresistas. Tú, en
cambio, con tu querencia por las criaturas excéntricas, sean
hipopótamos o cristianos comunistas, te haces digno de miradas
llenas de conmiseración. Al pasar por la calle principal, las
ancianas te contemplaban con pena, la de que se reflejaba en sus
ojos cuando insinuaban, apenas veladamente, qué lástima de
muchacho, perder el tiempo en esas cosas. Te detuviste en una
esquina a comprar un número de los ciegos, pero el vendedor
sufría un hipo extraño, escandaloso y persistente.
—¿Se encuentra bien, jefe?
Era un muchacho que frisaba la treintena, barba estilo hippy
y camiseta negra con una foto de AC/DC, la misma que tú
llevabas en tu lejana adolescencia. Hizo un gesto nervioso, una
especie de tic, desmintiendo el don’t sorry be happy que
salió de su boca:
—No pasa nada, señor. Es que tengo hipo…
¿Hipoqué? ¿Hipoglucemia? ¿Hipotensión? ¿Hipo a secas? Su pausa
dramática acentuó tu angustia. Querías saber.
—Hipo… pótamo. Tengo hipo pótamo.
E hizo un guiño de complicidad, como queriendo preguntarte si lo
pillabas. No podía ser, Jack. Te estaban perdiendo el respeto.
Suerte que no sabías que, en ese mismo momento, el pleno
municipal había aparcado no sé que asunto sobre el nuevo
vertedero para lanzar los cotilleros más atrevidos sobre quién
era esa Dian Fossey local, al parecer empeñada en abrir un
zoológico para bestias tropicales. Algunos hasta apuntaban el
emplazamiento, mientras especulaban sobre el posible rendimiento
turístico de la operación. Como esa noche saliera el seis,
ninguno de esos graciosos te iba a ver más el pelo.
Te despertaste con el sonido de la lluvia martilleándote a
través de la ventana, medio abierta por tu habitual descuido.
Eran las cinco de la mañana. Como no podías dormir, cogiste el
paraguas y te marchaste a dar por un paseo sin que te importaran
esas corrientes sinuosas que cubren los bordillos. En el parque
de enfrente de la biblioteca, junto a la parte inferior del
tobogán, otro maniquí despampanante, de ojos felinos, caballera
rubia y pechos perfectos, ni pequeños ni esas ubres siliconadas
de las revistas llamadas masculinas, soportaba con estoicismo la
pequeña tempestad, entre el desamparo de sus labios rojo pasión
y sus manos finas, alargadas, esperando el conjuro de Pigmalión
para acariciar. Sobre sus piernas abiertas, en un modo que
dejaba traslucir la disposición de un estilista, o más bien de
un escenógrafo, el agua se deslizaba nerviosa aportando a la
escena su dosis de erotismo salvaje.
Titola miró atentamente aquel sucedáneo de cuerpo. Si alguien lo
había utilizado para sus extravíos, tenía que ser, por fuerza,
el hipopótamo. Sólo el extraordinario peso de la extraña
criatura explicaba la consumación del delirio fornicatorio en la
base del tobogán y no, como él hubiera hecho —él y cualquier
hombre normal— en la cumbre. No pudo evitar un estremecimiento
al imaginarse en medio de la noche, a cuatro metros de altura,
con la brisa marítima acariciando la dulce caballera de aquella
mujer silente, ajeno al frío y a la escarcha porque las tórridas
selvas de aquel continente ignoto descubrían sus secretos sólo
para sus ojos expectantes. ¿Acaso no amó también Serrat a una
hembra de cartón piedra?
Te giraste con un movimiento compulsivo y el aire alucinado de
un suicida romántico. En ese momento, un descubrimiento rompió
tus visiones. Junto a uno de esos aparatos modernos para los
críos de ahora, que dejaba al buen y tradicional columpio al
nivel de reliquia antediluviana, brillaba un papel blanco
diligentemente enganchado a la superficie broncínea del
ininteligible artefacto, con el mensaje que anticipaste de
inmediato: «El bibliotecario asesino», seguido de una línea más,
desafiante hasta el impudor en su venenosa socarronería: «¿Sabes
ya quién soy?».
Jack releyó el mensaje una y otra vez hasta reparar en un
detalle del margen superior derecho: un pequeño tridente de
color rojo, desvaído por el diluvio que convertía aquel jardín
de infancia en un anticipo de las negruras abisales del
infierno. Un tridente. No debía ser casual. Sus largos años de
sabueso le habían enseñado que los pequeños detalles nunca lo
eran. Alguien quería reírse de él sin tomarse la molestia de dar
la cara. Algún pusilánime, sin duda: los trazos del instrumento,
más que revelar fortaleza e instinto depredador, denotaban el
espíritu cabizbajo del que va a esconderse por los rincones
cuando pelea. Sin duda. A Titola, su instinto nunca le fallaba.
O casi. La elección de ciertos amigos estaba ahí, pesada losa
que arrojaba a sus recuerdos el reproche de su estulticia al
juzgar a según qué gente. Un aviso, a fin de cuentas, similar al
que recibían los antiguos soberanos del Imperio Austro-Húngaro:
«Recuerda que tú también eres humano».
A la mañana siguiente, los cuchicheos, con su brioso alegro,
sucedieron a la melancolía del adagio de los soñolientos
grillos. Mientras los niños acudían al colegio y los carteros
repartían las malas noticias, Torredembarra parecía electrizada
con las noticias, los rumores, las especulaciones peregrinas
como la perla… ¿Quién era el ladrón de maniquíes? ¿Tendría algo
que ver con la charla sobre la antropología del canibalismo
organizada por el Centro de Estudios Sinibald de Mas, justo
hacía dos semanas? Mientras devoraba su bracito de nata matutino
en el Mokafé, Tom Tolaba, con aire de suficiencia, garantizaba a
un alcalde crispado el control total de la situación. Aquello no
era otro aviso de un depredador de la talla 90, sino la
travesura de algún guiri borracho, seguramente uno de tantos
nórdicos montados en el dólar, a los que el dinero permitía el
sueño largamente acariciado, huir del sol mustio y de los
requerimientos de una Gretchen2 autoritaria cual
sargento prusiano.
Para escapar del estrés, y sin molestarse en llevar los
calcetines del mismo color —¡A él con esos convencionalismos
burgueses!—, Jack se bajó a la biblioteca, un edificio moderno,
construido en el solar de una antigua fábrica, con paredes de
cristal que dejaban ver las estanterías con los libros. También
la expresión apacible de un par de jubilados. ¡Se agradecía
tanto la refrigeración en pleno asalto de la canícula!
Sin apartarse de su habitual rutina, examinó el aparador de las
novedades con el mismo ojo clínico de un marchante de
antigüedades ante una pieza del Segundo Imperio. ¡Eureka! Había
llegado, por fin, Hierofanía, un volumen de relatos
cortos con su primera incursión en el campo minado de la
literatura. ¿Le gustaría a alguien, aunque solo fuera a un
alguien, su actualización del mito de Ulises en la escena del
cíclope? A su juicio, el capitalismo, antropófago por
definición, constituía un alter ego convincente de Polifemo. Un
monstruo invencible en apariencia, hasta que Ulises, bajo la
corporeidad de un Che español, sin bigote ni barba pero
igualmente airado, le asesta el golpe mortal y merecido con el
que los cuentos que se precian llegan a su clímax.
Ulises… Su cabeza no competía en rapidez con Tito Google,
pero, aun así, sumó dos y dos. Si el héroe griego de su
historieta era un trasunto de sí mismo, cosa originalísima y
nunca vista, el tridente del bibliotecario asesino tendría que
aludir, sí o sí, a Poseidón, el siempre acechante enemigo del
astuto soberano de Ítaca. Nunca se perdonaría a sí mismo por no
haberlo pensado antes. Fue entonces cuando, apretando las manos
y frunciendo el ceño, duro como John Wayne, duro como Clint
Eastwood, duro como el turrón duro, lanzó una «advertencia
Titola», solo un poco menos inexorable que el destino, sus
enemigos lo sabían bien.
—¡El círculo se cierra, bibliotecario!
El bibliotecario, alias “el hipopótamo”, sin duda le conocía y
no podía argüir esa mamarrachada de «no es nada personal»,
porque su modus operandi delataba las trazas de un rencor
macerado con lentitud. ¿De qué sentina de la memoria salía aquel
fantasma? Tenía que ser, por fuerza, alguien que hiciera temblar
la tierra con sus poderosas pisadas, las mismas que asustaban a
los pájaros o provocaban el llanto de los niños; alguien de
pupilas ocultas a las miradas inquisitivas del público, no por
una glamorosa máscara veneciana, tampoco por unas prosaicas
gafas de sol, sino por la selvática exuberancia de una barriga
de la que el susodicho parecía mero apéndice, a la manera
quevedesca que inspiró el conocido musical, El Hombre de la
Napia.
Solo conocía a un ser, por llamar de alguna manera a la criatura
de Circe, que respondiera a esa descripción benévola, pero se
resistía a creer que hubiera escapado de la cárcel del olvido.
|
|
 |
|
|
Para
escapar del estrés, y sin molestarse en llevar los
calcetines del mismo color, Jack se bajó a la
biblioteca... |
|
|
Todo había empezado hacía mucho tiempo, en un lugar muy lejano,
el bar La Guerra de las Galaxias, del viejo Madrid de los
Habsburgo, al que acudían a despellejarse los aspirantes al
trono del Parnaso. En aquella época dorada, Jack espiaba a un
conocido novelista por encargo de su rival, un tipo menos
talentoso, menos afortunado con las mujeres, cejijunto por más
señas, que no dormiría tranquilo hasta averiguar los giros
argumentales de la próxima novela en ganar el Planeta. Sí, el
Planeta. Hasta los genios aspiran a comer tres veces al día y a
tener suelto para el Ferrari.
“El hipopótamo”, acostumbrado a pisar con sus macizas columnas,
hizo honor a sus rutinas y trató de pisarle el caso. Aunque
también había estudiado en la prestigiosa academia de detectives
Pinkherton, prefería atiborrarse de bolitos y magdalenas al duro
trabajo de la investigación… ¿Para qué buscar pistas si puedes
liar al cliente con una buena historia? Lo demás, no hace falta
ser la bruja Lola para imaginarlo: envidia, envidia, envidia… A
Jack siempre le hizo reír que un independentista resultara, en
esto, tan español.
Ahora que sabía la verdad, el bibliotecario asesino no volvería
a cogerle desprevenido. Tras hacerse esta reflexión consoladora,
se quitó sus sandalias verdes y se alejó por la playa en
dirección al Club Marítimo, mientras el día moría con el rubor
desfalleciente del astro rey.
__________
NOTAS
1. sodomizador.
Neologismo derivado de ‘sodomizar’
(de sodomía).
1.
tr.
Someter a penetración anal.
2. Gretchen.
(n. f. alemán) 1. f. Al igual que ocurre con Greta y
Grete, se trata, en realidad, de un hipocorístico alemán del
nombre propio de mujer Margarete, que llegó a adquirir gran
divulgación y popularidad entre los pueblos anglosajones por ser
el nombre de la mujer amada por «Fausto», el personaje de la obra
trágica de Goethe.
|