iempre había soñado con llegar a ser un buen escritor, famoso y
todo eso, como a los que les publican las reseñas de sus libros
en los suplementos culturales. Recordaba con cierta nostalgia
aquellos encuentros, uno o dos a la semana, que compartía con
antiguos amigos de profesión: maquetistas, escritores,
ilustradores, editores, traductores, fotógrafos, correctores...
Nadie hubiera comparado aquellas tertulias con una de las
buenas, de las de verdad, como aquellas míticas del Café Gijón o
la salmantina del Café Novelty [1], por citar sólo dos ejemplos.
Para él, en cambio, cada una de aquellas veladas suponía una
bocanada de aire fresco, un nuevo impulso, algo así como la
confirmación de que estaba en el buen camino. Lo vivía como el
preludio del futuro glorioso que, sin ninguna duda, estaba por
llegar. ¿Qué escritor que se preciara no había participado en
alguna de aquellas reuniones alrededor de una antigua mesa de
mármol, copa tras copa, en un ambiente irrespirable por el humo?
Entre tanto continuaba con su rutina en la trinchera. Redactar
una entradilla aquí, cortar o añadir tres líneas allá, escribir
pies de foto y decidir, mano a mano con el maquetista, si
aquella imagen mejor ponerla a dos o a tres columnas. Índices,
apéndices, bibliografías, filetes y sangrías, galeradas y
compaginadas, redonda, cursiva o versalita, notas a pie de
página, unificar blancos, cuerpo y tipo de letra… Con el paso de
los años y casi sin darse cuenta, se le escapaba entre las
líneas aquella idea romántica (si es que todavía se puede
utilizar esa expresión) que le había llevado a amar su
profesión.
Aún recordaba a alguno de sus profesores, en cuya mesa se
amontonaban los manuales de don José Martínez de Sousa, disertar
sobre el noble arte de la edición. «Este oficio, que no trabajo,
o se ama —declamaba enardecido— o uno se dedica a otra cosa.
¡Estamos haciendo libros, señores!»
No importaba en absoluto si era una enciclopedia, un
coleccionable o una serie de libros, se trataba de todo un
proceso creativo cuyo objetivo era sencilla y evidentemente
hacer bien el trabajo (ahora lo llaman excelencia). Esa era la
cuestión.
Si tuviera que definirlo de manera gráfica, la imagen sería la
de uno de esos documentales en los que se muestra a cámara
rápida el proceso de construcción de un rascacielos o de un
superpetrolero. Decenas de personas, a la manera en que los
niños construyen sus fortalezas con trozos de plástico, van
ensamblando piezas en apariencia inconexas, aquí y allá, hasta
que poco a poco la estructura comienza a tener forma y avanza
paulatinamente hacia su culminación.
Parecía que habían pasado siglos desde aquella época en que para
traducir una obra del italiano, pongamos por caso, para su
posterior edición, se hablaba con el catedrático de filología
italiana de tal o cual universidad. En pocos años, muy pocos en
realidad, se había pasado de ese nivel de exigencia y
profesionalidad, de disfrutar del proceso de hacer algo
exquisito, al de «no te preocupes, yo tengo un amigo que ha
estado en Italia un par de veces y te lo hace rápido y barato».
De esta manera esquemática, quizá alguien pueda pensar que un
tanto exagerada, se resume el deterioro y retroceso imparables
que ha sufrido «el noble arte de la edición». Ha llegado a tal
extremo el asunto que en nuestros días lo habitual, a excepción,
claro está, de las firmas reconocidas por todos, es que el autor
deba poner dinero de su bolsillo para que una editorial tenga a
bien publicar su trabajo.
Cuestiones laborales cotidianas, política, proyectos y recuerdos
eran los temas recurrentes, además de la literatura, por
supuesto, en aquellas horas en las que empezaban a brillar las
luces de los coches y la ciudad atenuaba su ritmo. Entre los
habituales se encontraba algún que otro neófito en eso de darle
a la tecla junto a poetas y escritores de cierto prestigio.
Algunos de ellos argentinos, por cierto. Tenía la teoría, poco
elaborada en realidad, de que el sector editorial en España
había dado un salto de gigante debido, en buena parte al menos,
a la incorporación de grandes intelectuales progresistas, de
formación y cultura vastísimas, que llegaron desde el exilio
huyendo de las dictaduras militares latinoamericanas.
No faltaban las anécdotas con las que un día sí y otro también
alguien amenizaba la velada. Una de las buenas, sin duda, era
aquella en la que el editor en cuestión narraba con todo lujo de
detalles cómo, producto de su incontenible creatividad, había
colado en una señora enciclopedia, de las más prestigiosas del
país, la apasionante trayectoria vital de un filósofo,
matemático y naturalista británico, cuya azarosa vida
transcurrió a caballo entre los siglos XIX y XX. Héroe de la
primera guerra mundial, sus trabajos científicos destacaron
hasta tal punto que pasó a formar parte de la ilustre Royal
Society of London, en cuyo museo permanece su excepcional
legado. O aquel otro que explicaba la sensación extraña que
había padecido cuando le encargaron escribir la «Autobiografía»
de una de las plumas de mayor prestigio y reconocimiento de
nuestra literatura contemporánea. Me costaba mucho ponerme en su
lugar, comentaba mientras propinaba interminables tragos de su
copa, ¿cómo expresar, por ejemplo, lo que sentiría aquel señor
ante un cuadro? Yo no tenía ni idea, por supuesto, pero llegué a
tal punto de identificación con mi «personaje» que en más de un
momento de, cómo decirlo, paroxismo creativo infinito sentía y
vivía en mi interior lo mismo que él. Este síndrome está ya
descrito, con toda seguridad, por algún investigador ruso de
nombre impronunciable.
__________
NOTA del
EDITOR
1.
El Café Novelty se fundó en 1905 y es el más antiguo de
Salamanca. El Café Novelty ha sido desde sus orígenes un enclave fundamental de la vida social,
política y cultural de Salamanca. Abierto y plural, por sus
veladores han pasado y pasan cuantos personajes ilustres visitan
la ciudad y es un referente obligado como lugar de encuentro ,
tertulia y vida social de la Plaza Mayor.
En sus largos cien años de vida, el Café ha tenido diferentes
actividades. Ha sido Restaurante de lujo, Café Cantante,
Botillería, Salón de Billares y muchas más cosas. Aquí se fundó
en 1936 Radio Nacional de España y La Unión Deportiva Salamanca,
y se han escrito infinidad de artículos, reseña y novelas en las
que aparece el Café Novelty. Ahora es, sin duda, el
establecimiento más conocido de la ciudad. El Café Novelty
sirvió banquetes a notables personajes históricos como, Alfonso
XIII, y ha sido lugar de encuentro y cita de numerosos
escritores, artistas, políticos y todo tipo de gentes que acuden
a él movidos por su fama y hospitalidad. Unamuno, Carmen Martín
Gaite y Gonzalo Torrente Ballester, cuya escultura está sentada
en un velador a tamaño natural fueron algunos de sus clientes
más célebres.
Hoy, el Café Novelty continúa siendo un lugar público lleno de
vitalidad y ánimo, con un variado cartel de actividades
culturales con tertulia y revista propias y un gran servicio de
hostelería.
(Extracto de la página web Café Novelty).
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