Todo
es ya piedra a piedra, poso a poso y despacio.
El desencanto es diáfano, la humildad es tu curso.
El tiempo de la paz y de los goces, pero no de los mitos.
Mas espera: dentro del pecho, el grano hará granero.
Te ayudará tu Dios. Tu habrás pasado,
pero tu juventud no habrá sido un ensueño,
porque la muerte es joven.
(DIONISIO RIDRUEJO, Elegías. Umbral de la madurez (Elegía después
de los treinta años), 1948.
e llamo Omar Eduardo; soy hijo de emigrados españoles a la
Argentina —donde nací— que regresaron aquí cuando la
entronización de Juan Carlos I, que allá coincidió precisamente
con los peores tiempos de la dictadura militar. De ahí mi nombre
de culebrón venezolano. Yo, entonces, era un niño chico, así que
prácticamente he perdido mi acento original. Vivo en Salamanca,
soy psiquiatra, carrera que estudié aquí, precisamente. Tengo
cuarenta y dos años, estoy divorciado y tengo una hija de siete.
He ganado mucho dinero con mi profesión, pero a causa del
divorcio y de la tremenda crisis, no lo estoy pasando bien, vivo
muy apretado. Justo cuando más necesita la gente de mis
servicios es cuando menos acuden a mi consulta. Si no hay dinero
ni para comer, no puede haberlo para tratar el necesario
equilibrio mental que ayude a encarar adecuadamente todo este
desastre…
Al disponer de tanto tiempo libre, se me ocurrió que podría
escribir un tratado psicológico y publicarlo on line. Le
di vueltas al asunto, dándome cuenta de que mi profesión bien
podría ser calificada como “La Psiquiatría, esa gran
desconocida”. Nos llaman loqueros, como si nos dedicásemos
exclusivamente a tratar enfermos atados a una camilla o
inmovilizados con camisa de fuerza. La cuestión es que me
planteé escribir, y decidí que el mejor modo de que el gran
público sintiese más cercano nuestro trabajo —y de ganar más
lectores, claro— sería aplicarle familiaridad, para lo cual
busqué en la fuente de la locura más actual y viva que tenemos:
las redes sociales.
He empleado ese término, locura, y os diré que no lo hago con
mala fe, sino desde el más absoluto cariño. Usar una red social
para anunciarte, contactar con colegas y familiares, etc., es
algo completamente distinto a cuando te sumerges en un universo
de sensaciones humanas, sobrehumanas e infrahumanas, extremas y
difícilmente controlables. Amor, pasión, odio, ira, cariño,
mentira y verdad se entremezclan en un coctel que te emborracha
al segundo trago. Desde que lo he encauzado desde ese prisma, mi
vida ha cambiado completamente. He descubierto que tengo tantas
taras o más que cualquier otro ser humano mundano y que de poco
me sirve ser lo que soy; es como un torrente de agua imparable
convirtiéndose en cascada.
Así pues, me abrí una segunda cuenta de Facebook, desvinculada a
la que ya tengo por mi profesión, y comencé a agregar a gente y
a meterme en páginas y grupos de toda clase. Política, música,
literatura, fútbol. Enseguida, mi álter ego, Edu Castellanos
(empleé mis segundos nombre y apellido; no me parecía ético
mentir), alcanzó una notable cifra de contactos. Y comencé mi
investigación.
Podría contaros tantas cosas... Pero antes, debo hablaros de uno
de los personajes más interesantes para mí y odiosos para las
redes: el troll. Básicamente, es un individuo que
disfruta causando desorden y dolor a todo aquel con quien trata.
Se incrusta en los grupos, lleva la contraria, desvía las
conversaciones a su terreno mediante ingeniosas falacias, todo
el mundo discute y nadie detecta que ha sido, precisamente, por
culpa suya. No obtiene ningún placer palpable más que el ya
mencionado, pero cuando entra en grupos donde las relaciones
humanas —más en concreto, amorosas— están a flor de piel, causa
destrozos irreparables. Y si se lleva a alguien a la cama, tanto
mejor. Pero insisto, no es ese, realmente, su primordial
objetivo. Lo menciono porque, al principio, pensé en emplear
esta nueva cuenta troleando por ahí, pero cuando descubrí
el inmenso sufrimiento que podría haber llegado a acarrear con
una actitud así hacia gente que está pasándolo muy mal en su
vida real, (no estoy hablando de la consabida crisis) y cuya
única válvula de escape es conectarse al ordenador y pasar horas
ante una pantalla, conociendo y dándose a conocer, buscando algo
eternamente, se me quitó de la cabeza.
Mi modo de escribir era llamativo, así que, enseguida,
comenzaron a llegarme mensajes privados. No me gusta enviarlos
—ni mucho menos a mujeres— evitando dar a entender una imagen
que en absoluto se corresponde con ninguna de mis realidades,
pero claro, hay momentos en que debes tomar iniciativas. Sin
embargo, me lo pusieron muy fácil, y pronto comencé a conversar
con varios individuos, cada noche, durante horas y hasta entrada
la madrugada (yo abro a las 10, no madrugo demasiado) y a
analizar sus particularidades. Hombres y mujeres, españoles y
extranjeros, refinados e incultos, acomodados y necesitados,
vanidosos y apocados. Todos fueron entrando en el saco. Tomaba
apuntes con mi grabadora y guardaba las conversaciones. El
propio sistema discrimina las relaciones; algunos llegan, pero
en pocos días dejan de hablarte, se van, te borran como
contacto. Otros, en cambio, se quedan para siempre,
convirtiéndose en maravillosos amigos que preservas de por vida.
Así es este medio.
Lo reconozco: comencé a perder el norte. Es largo de explicar.
Ya había tenido mis más y mis menos en ciertos grupos y con
ciertas personas, pero realmente, todo comenzó aquel día en que
leí un reporte en el muro de una amiga mía, de mi edad y de la
vida real, compartiendo algo de otra mujer, una tal Patty, de
Madrid, de treinta y tantos años, con ojos teñidos de miel clara
y tan morenaza de pelo y de piel que parecía una princesa árabe;
no sé más de ella. Me gustó su inteligencia escribiendo, su
capacidad para rebatir cualquier cosa de cualquier individuo sin
despeinarse, su firmeza, y le pedí amistad. Resultó que
administraba un grupo de música rock extrema, algo que llamó
poderosamente mi atención. En sus fotos lo mismo vestía de gala
que con chupa de cuero y remaches, o aparecía semidesnuda en el
baño de SAW. Podría dedicarle una página entera, y no sería
suficiente. Normalmente si, tras dos días y habiendo notado que
en una cuenta hay actividad bastante, no me agregan, anulo la
petición y punto. Esta vez, sin embargo, me dejé guiar por la
intuición y aguardé no menos de una semana. Y, por fin, vi la
cabecita roja asomando que indicaba la aceptación de mi
solicitud. Y para bien, porque ella, inconscientemente, me trajo
a alguien.
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Usar
una red social para anunciarte, contactar con
colegas y familiares, etc., es algo completamente
distinto a cuando te sumerges en un universo de
sensaciones humanas, sobrehumanas e infrahumanas,
extremas y difícilmente controlables. |
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Inicié mis intervenciones en su grupo (documentándome lo más
rápida y adecuadamente posible acerca de bandas de rock
explosivo; gente que más tarde aparecerá me echó una mano)
ofreciendo mis opiniones. Para que mi trabajo no se
automanipulara, yo debía de ser yo mismo. Por eso, a veces, iba
un poco contra corriente, mostrando mi sincero desacuerdo y
dejando que la gente actuara con naturalidad, sin provocaciones.
Pero hubo quienes entendieron —en este grupo, y también en
otros— que yo era un troll, o que mi actitud “daba de
comer al troll” —es decir, que, con mis comentarios,
facilitaba que este repugnante bichejo navegara por el hilo a su
placer, provocando el caos—, y entonces, ¡ja!, diez días
después, me echó alegando que mis comentarios no encajaban con
la —¿cómo dijo?— ¿naturaleza del grupo? Y no solo una vez, sino
otras tres más. ¡Ja, ja, ja! Sí, porque, veréis, me pidió
disculpas y me volvió a invitar, y claro, yo acepté, pero luego,
discutimos y me echó de nuevo. Entonces, como complemento a mi
investigación, probé a bloquearla —que, en una red social, es
como decir «estoy bloqueando tu ego, ya no me importas»— y
funcionó: me llegaron recados suyos
a través de mensajería privada. La desbloqueé, hablamos.
Un sin fin de peripecias que, sin la menor duda, me propinaron
un más que notable empujón para desarrollar mi trabajo. Me río,
la verdad, pero os diré que estas cosas, si te pillan con las
defensas bajadas, pueden llegar a afectarte bastante.
… … … … …
Ha llegado el momento de hablaros de Helena. El amor de mi vida.
Coincidimos en un hilo de este grupo de rock, fuimos hablando,
opinando... Algo debí decirle que le resultó sugerente y me
mandó un mensaje privado. Divorciada, cumplirá treinta y seis
años en septiembre, es madre de una hija de ocho y una persona
encantadora, sociable, humilde, cauta, abierta, inteligente.
Cuando miré sus fotos (por cierto, que me costó encontrarlas,
entre tanta proclama antifascista y tantas fotos de sus ídolos
rockeros), sus enormes ojos azules llenos de vida, como los de
un muñeco de peluche, me cautivaron de inmediato. Ella abrió la
caja de los truenos.
Hablábamos con frecuencia, aunque yo procuraba contener mi
creciente necesidad de hacerlo, ya que también tenía que
interactuar con otras personas. Pronto intercambiamos los
números de teléfono móvil, y la llamé. ¡Me encantó su voz!
Hablamos de muchas cosas, como si nos conociésemos en persona y
de largo, con confianza. También nos mandábamos whatsapp.
Y un día que viajé a Madrid, se me ocurrió proponerle el
conocernos en persona. ¡Aceptó! Se presentó con su niña. Comimos
en una hamburguesería, reímos mucho, y pasamos una tarde
estupenda, encontrándonos muy a gusto. La despedida fue un tanto
aséptica, pero horas después comenzamos a mandarnos mensajes en
los que nos expresábamos nuestras mutuas e intensas sensaciones.
Por Facebook, nos tanteábamos divertidamente, jugando el
uno con el otro. Unos días, simplemente, pulsábamos “me gusta”;
otros hablábamos en el hilo que uno de los dos hubiera creado.
Nos llamábamos cada vez con mayor frecuencia y nos enviábamos
interminables mensajes telefónicos. Al ver el panorama que se
avecinaba, reflexioné seriamente, y decidí que si esto se
encaminaba a convertirse en una relación sentimental en toda
regla, debía de quitarla de mi tesis cuanto antes, y así lo
hice. De hecho, temía su reacción, así que nunca le hablé de
este proyecto.
Quiero mencionaros algo que a priori no parece trascendente pero
que condicionó nuestra relación futura: Helena estaba
absolutamente poseída por la personalidad de un conocido
componente de una prestigiosa banda alemana de rock extremo,
llamada Kaligula, con ya media docena de álbumes en el
mercado, que tocaban muy maquillados y vestidos de gladiadores
romanos. Me lo comentó casi al principio de conocernos, y su
muro estaba repleto de fotos y videos suyos, de canciones,
entrevistas. Teclista y guitarrista del quinteto, Eberhard “Ebi”
Henkel componía los temas. Hablaba constantemente de él. Yo no
pensaba que era para tanto. Sin embargo, un día colgó en su muro
un test acerca de su supuesta fidelidad hacia una pareja, y le
salía un 96%, un más que excelente resultado para los tiempos
que corren. Y añadió unas palabras: yo soy fiel al 100%... salvo
si me cruzo con Ebi Henkel. Me llamó la atención su comentario y
decidí agregarme al hilo.
—Entonces —le dije—, ese 4% restante es real. No eres, pues,
fiel al 100%.
Me puso un emoticono sacando la lengua, invitándome a proseguir.
—Bueno, menos mal que hay una considerable distancia entre
Madrid y Berlín.
—No tanta —respondió—. Tres horas de viaje en avión es poca
cosa.
—Quizá, pero —repliqué— ¿y el billete hasta allí y el hospedaje?
¿Quinientos euros te parecen una cantidad salvable?
—Con low cost no cuesta tanto, y además, llegado el caso,
pondría vender mi guitarra.
Comencé a sentir ardor de estómago. Me tomé un rato para
replicarle, y le lancé un audaz mensaje.
—Oye, Helena. Si yo fuese tu novio o pareja y te invitara a
pasar quince días de vacaciones en Alemania y, por un azar, yo
mismo te presentase al señor Henkel, ¿tú me serías infiel con
él?
—Si tú fueses mi novio —respondió—, sabrías que lo haría.
—Entonces —repuse—, tendré que soportar esa carga.
Ella colgó un emoticono de dudoso significado para mí, un
animalito. Y por mi parte, ahí quedó concluida la conversación
de ese hilo.
Viajé más veces a Madrid a verla. Nos encontrábamos realmente a
gusto. Un día, le pidió a su madre que cuidara de la niña para
que pudiésemos pasar el fin de semana juntos en su casa. Nos
amamos con pasión y con ternura. Y ya nunca dejamos de hacerlo
así. Me encantaba susurrarle cosas preciosas al oído y lamer sus
orejas con mi lengua. Desde ese momento, formalizamos nuestra
relación. Ella también viajaba a Salamanca, sola o con su hija,
que jugaba con la mía si coincidía que me tocaba fin de semana.
Paseábamos por la ciudad, alternábamos, hacíamos excursiones por
la provincia. Si concordaba que tocaba algún grupo de rock,
acudíamos a verlo, y entonces ella parecía transmutar como
persona, sacando algo que llevaba escondido muy adentro,
disfrutando como una enana, sin parar de corear las canciones
—aunque no se las supiera— de botar y de agitar su larga melena.
Y lo que no pensaba que sucedería, sucedió: me enamoré
perdidamente de ella.
Un día, me llamó toda alterada: Kaligula tocaban en
Madrid, y, obviamente, quería que fuésemos a verlos. ¡Estaba
exultante! Me hablaba toda nerviosa por teléfono, casi ni la
entendía.
—¡Estás contenta, eh! —le dije—. Ahora podrás conocer a tu
ídolo.
—¡Sí, tío, guay! Tengo tantas ganas de estar con él.
—¡Joder¡ —exclamé, sin querer meterme en el posible doble
significado del verbo que empleó—. Pues sí que le adoras. Y mira
que a mí me dices cosas preciosas.
Se calló un momento, y entonces me soltó la bomba.
—Ya te lo dije. Ya te dije lo que sucedería si algún día Ebi se
cruzaba en mi camino.
Me quedé pasmado. Sin habla. Sin respiración.
—Pero, ¿me lo estás diciendo en serio?
—Por supuesto. No sé si podré, pero te aseguro que intentarlo,
lo voy a intentar.
—No puedo creer lo que estoy escuchando.
—Pues créetelo. En esto, como en ninguna otra cosa,
nunca te he engañado.
Ciertamente, ella nunca me había engañado en nada. Pero cuando
colgué, ¿qué os voy a contar?
Además, se daba una circunstancia casual que venía a enredar
bastante las cosas: el grupo telonero sería Whiteless,
una reconocida banda de metal oscuro afincada en Madrid, pero
resulta que dos de sus componentes son de Salamanca (en concreto
Julio, el batería, y Ramón, el cantante), pasaban temporadas
moviéndose entre ambas ubicaciones, y, ¡oh, hados misteriosos!,
un día cualquiera, Julio vino a pasar consulta conmigo, le gustó
la terapia, y pronto le siguió Ramón. Las drogas son
terriblemente destructivas. Hicimos amistad, y, claro, en una
ocasión en que tocaron en nuestra ciudad y Helena me acompaña,
nos invitaron al concierto y se los presenté. A ellos sí les
expliqué mi proyecto, y me asesoraron en mi navegación rockera
por Facebook.
Sabedores del tema, y sorprendidos, los chicos me apoyaron mucho
más que anímicamente. Nos facilitaron un pase a cada uno de
“Access all areas” para su concierto estrella junto a
Kaligula. Ya no había escapatoria. Ahora teníamos que
acudir, estar con ellos en el backstage y conocer a los
teutones. La suerte estaba echada. Si actué así, fue previo
meditarlo en profundidad y conciencia. Decidí que si había algún
toro en algún ruedo, había que enfrentarse a él. Un par de horas
antes del evento, mientras estábamos en la cocina, yo, fregando
los platos y ella, recogiendo la mesa, le hablé:
—¿Quieres hacerlo?
—¿El qué? —me respondió extrañada sin, claro, saber a lo que yo
me refería.
—Acostarte con él. Esta noche. Con Ebi. ¿De verdad quieres
hacerlo?
Desde sus dos inmensos trozos de cielo, me miró muy seria.
—Siempre te he sido sincera: me encanta ese hombre, y si
pudiera, lo haría. Lo sabes.
—Pues si te surge, hazlo. Después del concierto, cuando estemos
en el backstage y tal, os dejaré tranquilos. En tus manos
está el modo en que vas a arbolar todo esto con él. Por favor,
no olvides darme las llaves de casa. No quisiera quedarme por
las calles de Madrid a esas horas de la noche. Cuando regreses,
llama al portero automático y yo te abriré.
Sequé mis manos con un paño y me dispuse a salir del recinto.
Ella me sujetó por un brazo con suavidad, pero firmemente.
—Oye, Omar.
—Voy al aseo. Por mi parte, creo que no hay nada más
que añadir, Helena. Haz lo que crees que debes hacer. Y después,
lo que sea sonará.
Para no derrumbarme, desde ese momento intenté dirigirle la
palabra lo menos posible, hablándole sólo de cosas banales, sin
importancia. También evité enfrentarme al influjo de sus dos
enormes estrellas teñidas de añil. Sí procuré en todo momento
tomar su mano, abrazarla por la cintura y besuquearla
cariñosamente. Cogimos un metro casi hasta el pabellón, en la
entrada presentamos nuestras credenciales y allí ya nos movimos
a nuestras anchas. Presenciamos las pruebas de sonido, y,
entonces, los chicos de Whiteless nos invitaron a pasar
dentro. Como castillos de grandes, surgieron los cinco miembros
de Kaligula. Helena casi se muere de la emoción. Ella
habla inglés perfectamente, así que no tardó en encajarse entre
ellos como si tal cosa. Discretamente, Julio y Ramón se me
acercaron mirándome con cautela y evidente preocupación.
—¿Estás bien, tío? —preguntó el cantante.
—No, no lo estoy.
—Mira, tronco —intervino Julio—. Yo me he tirado a docenas de
pavas antes y después de un concierto. Ni me acuerdo de quiénes
son. ¡Y las que caerán! Tengo experiencia, se me da bien el
tema. ¿Sabes lo que pienso? Tú eres tonto. ¡Muy tonto, además! Y
te voy a decir también lo que pienso.
—¡Cállate ya, tío! —le interrumpió Ramón bruscamente—. ¡Cállate!
Déjalo tranquilo. Él sabrá por qué lo hace.
—¡Joder, colega! —me espetó de nuevo el baquetas—. Podías haber
fingido una gripe.
—Lo hecho hecho está —respondí—. Además, ¿de qué habría servido?
Ella habría comprado su entrada igual. Al menos, ahora sé a lo
que me enfrento y con qué elementos contar para intentar
combatirlo. La incertidumbre de no saber, la sensación de algo
inacabado, es terroríficamente dramática. ¡Gracias, de todos
modos, chicos!
Aunque Julio no llegó a terminar de hablar, yo sabía
perfectamente lo que iba a decirme. Ramón le hizo un gesto a su
compañero para que se apartase, y me cogió aparte.
—¡Esto es el rock'n'roll style life, amigo! Alcohol,
drogas, sexo, velocidad. ¡Todo descontrolado! Viajamos por todas
partes, vivimos a horas distintas que los demás, porque nuestro
trabajo es también distinto. No echamos raíces con nadie en
ninguna parte. Los tipos que las echan ya sabes cómo acaban en
sus relaciones. Y no hay excepciones. Por eso no nos enamoramos.
Tomamos la vida tal como viene, y hasta donde se llega, se
llega.
—Ya. Por eso los psiquiatras tampoco nos vinculamos con nuestros
pacientes, Ramón.
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«¡Esto es el rock'n'roll style life, amigo!
Alcohol, drogas, sexo, velocidad. ¡Todo
descontrolado!». Viajamos por todas partes, vivimos a
horas distintas que los demás, porque nuestro
trabajo es también distinto. No echamos raíces con
nadie en ninguna parte. |
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Vimos el concierto desde muy cerca. Whiteless sonó limpio
y fuerte; Kaligula atronó tanto que tuve que decirle a
Helena que me iba hacia atrás, porque me quedaba sordo. Se quedó
dando botes junto al resto del público. Al acabar los bises, nos
reunimos y fuimos juntos tras el escenario. Estuvimos allí más
de dos horas bebiendo cervezas con los dos grupos, sus managers,
los roadies, los técnicos. De reojo les veía hablar, y yo
notaba que Ebi me miraba interesado. Por fin, Helena me susurró
algo al oído y entendí que el momento había llegado. La besé
suavemente en los labios y me abracé a ella con fuerza. Descubrí
a Ebi observando la escena a través de sus ojos supermaquillados,
y en su mirada quizá quise adivinar un mínimo signo de
admiración o respeto hacia mí. Levanté mi mano para saludarle y
él, en su papel de reciario romano, llevó su puño al corazón y
luego lo abrió para devolverme el gesto. Sonreí forzadamente.
Salí por ahí con los chicos de Whiteless, que se pasaron
la velada invitándome a copas y haciéndome reír. Poco después,
cansado y amaneciendo, tomé un taxi y me fui a casa de Helena.
Al entrar, avisté la cama de matrimonio, y también la de su
hija. En el salón, sobre un soporte, estaba su guitarra
eléctrica, que ya no tendría que vender. Hice de tripas corazón
y me tumbé tal cual en el sofá. Enseguida tendría que regresar a
Salamanca.
Sobre las tres de la tarde escuché el zumbido del portero, y
supuse acertadamente que era ella. Me levanté pesadamente para
abrir, con mi entrecejo congestionado y la lengua estoposa. Dejé
la puerta entreabierta. Me dirigía hacia la cocina para beber
agua cuando me detuve, giré sobre mis talones, volví y me quedé
pegado al quicio escuchando. Me zumbaban los oídos, pero podía
distinguir el ruido del ascensor avanzando hacia nuestra planta.
Salí al largo pasillo exterior. Se abrió la puerta del aparato y
la vi salir. En una mano llevaba su pequeño monedero; el otro
brazo sujetaba el maletín de un instrumento musical: supuse que
una guitarra regalada por Ebi. Caminaba mirando al suelo. Cuando
levantó los ojos me vio y se paró en seco. Le sostuve la mirada
con firmeza, sin dificultad. Ella enarcó las cejas y me hizo una
mueca. Yo sonreí.
¿Y ahora qué? |