LOS LECTORES DE Jorge Luis Borges
seguramente me conocerán. Soy el protagonista de un breve y
apasionante relato titulado “Un puñal”; en el cual, el escritor
detalla acontecimientos de mi pasado, y presagia para mí un
futuro tan poco halagüeño como el de permanecer arrumbado,
inútil, en un olvidado cajón. A dichos lectores, y a quienes
lean dicho cuento en el futuro, va dirigido este breve alegato,
que intenta mejorar la pobre imagen que de mí se puedan haber
formado a través del mencionado texto.
En la primera línea, Borges,
presentándome, dice: «En un cajón hay un puñal», lo que, en
términos de ubicación, es correcto. Pero no soy un puñal
cualquiera. Borges me conoce muy bien por haberme recibido en
herencia de su padre, que me trajo de Uruguay luego de que su
amigo Lafinur me entregara como obsequio. También Evaristo
Carriego, comenta Borges, dejó la huella de sus manos en mí.
Agrego que, además de esas, otras manos ya olvidadas, pero
famosas en mi Toledo natal, las del armero y orfebre Don Alfonso
Ojeda y las del Alcalde Don Jacinto de Morelos, también me
empuñaron, avalando mi excelente confección, en la que destaca
la artística perfección del engarce de mi hoja, por cierto muy
bien balanceada.
Pero, como bien dice nuestro autor, otra cosa quiero yo:
«derramar brusca sangre», que no es más que una metáfora de la
atávica e imperiosa necesidad de cumplir mi destino. El yerro de
Borges consiste en ignorar que yo, más allá de su propia muerte
y de los silenciosos años pasados tras la misma, habría de
perdurar aceradamente incólume, tal cual como fui forjado; no
soy mortal, como los hombres.
Fui vendido en dos o tres oportunidades al cerrarse la casa que
me alojaba. Mi actual dueño se prendó del armonioso concierto de
mis líneas, y me asignó ya no un lugar dentro de un cajón, sino
otro, altamente destacado, en una panoplia sobre la chimenea
central de la biblioteca circular de su casa, en el antiguo y
señorial barrio porteño de Palermo Chico. No pudo resistirse al
encanto de mi estudiada forma.
Como tampoco ha podido hacerlo su esposa, que me interroga con
fatal mirada desde hace ya tiempo. Tanto interés ha puesto en mí
que hasta se ha animado a empuñarme en repetidas y subrepticias
ocasiones, acariciando mi filo y pasándome de mano a mano en un
sensual balanceo, posiblemente calculando mientras tanto la
fuerza exacta del golpe que debería asestar para acabar, de una
vez por todas, con la vida de ese amante canalla, que la
chantajea con la amenaza de revelar su relación y poner fin a la
estable comodidad de su vida.
Confío en que, por fin, “tanta dureza, tanta fe, tan apacible o
inocente soberbia”, como escribió Borges, las veré recompensadas
con mi necesaria participación. No habrá sido entonces el
transcurrido un tiempo de espera inútil, sino solo el
prolegómeno de mi acabada realización profesional.
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