TAL VEZ FUE a mi madre a quien le escuché por primera vez la frase:
«Deja que los perros ladren». No recuerdo cuándo, ni en qué
circunstancias, por lo que imagino que la frase ha de ser ancestral.
Pero lo imagino, más que por mi falta de memoria, porque la idea es
atávica. Creo que crecí oyendo ladrar a los perros. Aún los oigo y
los dejo. ¿Y qué hacer si no?
Hay sonidos que uno siempre oía, que uno creía que siempre escucharía y, sin
embargo, se fueron extinguiendo, sin darnos cuenta, de nuestra rutina. De
niño, escuchaba, mientras estaba a punto de quedarme dormido, en las siestas
de las cuatro, el motor de los aviones pequeños que pasaban sobre la casa,
hacia el nororiente, remontando el curso del río, hacia Lo Castillo.
También, de tanto en tanto, en alguna lejanía indefinible, cantaba un gallo,
o se oía el persistente golpear de algún martillo en alguna faena vecina. Y
por supuesto el ladrido incesante de un perro. Ese es el sabor a añejo, a
antiguo, a ancestral de la frase, porque de todos los sonidos de la tarde,
junto al del canto del gallo que hoy en día ya casi se ha extinguido, es de
seguro el que escucharon también, a la hora de la siesta, mis abuelos y sus
abuelos, a las cuatro de la tarde de su niñez: «Deja que los perros ladren».
¿Se habrán preguntado ellos, como lo hago yo, quién fue el que primero dijo
esa frase? ¿Fue Shakespeare, por boca del judío Shylock, en El Mercader
de Venecia? Quizás al requerimiento del Dux de no ejecutar la garantía
de una libra de carne de Antonio, considerando la opinión de Venecia toda,
Shylock responde: «Dejad que los perros ladren, los anima la carne». Pero
no. No creo que Shylock haya sido quien lo dice. ¿Quizás sea Macbeth? ¿Fue
cuando oía a los soldados de Malcom rodear sigilosos el castillo de Birnam?
Seguro de su triunfo, habría dicho: «¡Dejad que los perros ladren; la
victoria será nuestra!». Tampoco. No creo que haya sido Macbeth. Es más, no
fue Shakespeare. Casi estoy seguro. Alguien me apostó que habría sido James
Joyce en su Ulysses. A poco del inicio, el rollizo Mullighan baja con
Stephen Dedalus a la playa, junto Haynes y Kinch. Ahí encuentran un perro
que ramonea entre los desperdicios. Al verlos acercarse, el perro ladra
furioso. Dedalus dice a los otros: «Dejad que los perros ladren, mi espada
de fresno cuelga a mi lado, con ella os defenderé». Pero este pasaje es sólo
producto de una mentira: ¿O no? No es Joyce en boca de Dedalus quien
establece la sentencia. No lo creo. Es, aseguran muchos, Cervantes, a través
del Quijote. En el capítulo IX de la primera parte, camino a El
Toboso, al anochecer, los perros ladran a alguna distancia, lo que atemoriza
a Sancho. Don Quijote le dice entonces: «Deja que los perros ladren, Sancho,
es señal de que avanzamos».
Esta última es una opinión popular. Quizás la más popular. Sin saber por
qué, soy como Sancho, una especie de archivo de frases y refranes. Siempre
que encuentro alguna en la literatura, y en especial cuando encuentro la
posible fuente, la atesoro y recuerdo. En este caso no la tenía, de manera
que tomé El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha y leí con
acucioso cuidado el capítulo IX. ¡No! No estaba Ahí. «Quizás haya un error
en la cita», pensé. Tomé entonces la versión digital y busqué con una
herramienta de texto las claves “perros”, “ladren”, “ladrar”, “avanzamos”,
“cabalgamos” y otras varias apropiadas al objeto, pero no hubo nada. Pensé
que sería en la segunda parte. Entonces busqué ahí. Tampoco había nada, ni
en el capítulo nueve ni en el once ni el diecinueve o ningún otro: La frase
no era de Cervantes, ni dicha por el Quijote. Resultaba poco probable que
fuera del Quijote de Avellaneda y, sin embargo, decidí conseguir un ejemplar
y ver si quizás la frase imputada a don Quijote hubiera sido dicha por su
acérrimo enemigo, el peor de todos, más que gigantes o molinos: El Quijote.
No. No estaba ahí. Aproveché, no obstante, de conocer al otro Quijote, cuya
dama ya no era Dulcinea y que ya no parecía manchego, sino aragonés, pero ni
en un lugar de la Mancha, ni en Avellaneda, ni en Argamesilla de la Mancha,
ni en Zaragoza, ni en todo Aragón, jamás se dijo: «Deja que los perros
ladren». Y si hoy se dice, como en cualquier lugar de habla castellana, no
es por Cervantes, ni por don Quijote, ni por el licenciado Alonso Fernández
de Avellaneda, ni por Fray Luis de León, oculto en algún seudónimo.
¿Entonces, cuál es el origen de la frase?
Escena V,
en la calle que conduce a la casa de doña Ana de Pantoja:
«Ciutti.— Mucho ladran esta noche,
esos perros, mi señor.
Don Juan.— Ladran, porque oyen caminar
deja que ladren lo suyo
y ten dispuesto el coche
para el momento de escapar.»
Esta escena pudo suceder en el Don Juan de Zorrilla; sin embargo, es sólo
ficción de la ficción. No es tampoco Don Juan Tenorio el dueño de la
sentencia. Tampoco los marinos de Ulises, en la Odisea de Homero, confunden
a lo lejos el canto de las sirenas con el ladrido de los perros, ni Ulises
dice: «Déjenlos ladrar, es sólo que nos oyen al pasar».
Hay, en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, un relato que Iván
refiere a Aliocha, el asceta, para probarlo. Se trata de un general que para
castigar a un niño que ha dado una pedrada a uno de sus perros lo hace
desnudar. Temblando de miedo, el niño le dice a su madre: «Oigo ladrar a los
perros, madre». Ella le advierte: «Déjalos que ladren, tú sólo corre hasta
el río para salvarte». El general ordena: «¡Hacedle correr!». Los monteros
del general lo hacen correr desnudo. El general azuza a los perros, que lo
alcanzan en segundos y lo destrozan ante los ojos de la madre. «¿Qué crees
tú que merece el general? ¿Se le debía fusilar? ¡Habla Aliocha! ¡Di!», urge
Iván. ¿Provendrá de aquí la frase? ¿O la habrá dicho Settembrini a Hans
Castorp en La Montaña Mágica, refiriéndose a Naphtha? También
ladraban la noche en que los esbirros de la Ley se llevan a Joseph K. para
ejecutarlo. K. pregunta: «¿Por quién ladran los perros?» Uno de los
esbirros, justo antes de apuñalarlo, le responde: «Deja que los perros
ladren. Ya no es tu tiempo». ¿O me engañan los recuerdos?
La literatura está llena de perros que ladran, su ominoso ladrido infunde
misterio, incertidumbre y, no obstante, una escena que parece tan literaria,
que puede insertarse casi en cada obra en algún clímax, no parece provenir
de ninguna parte. Pues bien: Beethoven musicalizó la Oda a la Alegría
de Schiller. Alguien dijo que la frase pertenecería a cierto poeta alemán.
Otro creyó que en las estrofas finales de la oda, adaptada por Beethoven, se
leía: «Corred, hermanos, que os sigan los perros. Ellos ladran alegres
porque os ven llegar». Y alguno más recordó haber leído la sentencia en el
Fausto de Goethe. ¿Tampoco? Pero no es ésta la única obra de Goethe,
por supuesto.
Entre los poemas del alemán quizás haya alguno, que se traduce así:
«Cabalgamos por el mundo
En busca de fortuna y de placeres.
Siempre atrás nos ladran,
Ladran con fuerza...
Quisieran los perros del potrero
Por siempre acompañarnos
Pero sus estridentes ladridos
Sólo son señal que cabalgamos».
¿Será cierto? ¿Por qué creerlo? De verdad resulta tanto más bello que sea
del Quijote. Y Goethe que le reclame a Cervantes allá en el más allá de los
inmortales. |