UN SILBIDO LARGO, descorazonador como un suspiro desesperado,
penetró profundamente en las almas de aquellos que se
encontraban en las alas del bulevar del centro de Bucarest. Cada
parte del cuerpo se estremeció. Un tremendo escalofrío atravesó
cada pulgada de la columna vertebral. Si estabas feliz,
tranquilo, pensativo, todo se destruyó en un segundo... Sin
embargo, todo es normal para quienes residen muy cerca de la
principal arteria de la ciudad. A quince minutos,
aproximadamente, te envuelve una explosión de sonidos. Un coche
de bomberos, una ambulancia o un coche de policía... La
intensidad del sonido hace vibrar cada parte del cuerpo. ¿Tal
vez debido a la increíble conexión entre los sonidos dolorosos,
agudos, que se te adentran instantáneamente o del gemido que te
hace temblar prediciendo algo malo? Los sonidos son más intensos
por la noche. Durante la noche, rara vez pasa algún coche. Pero,
seguramente, unos coches con pitido horripilante te arrebatarán
repentinamente del dulce reino de los sueños, para meterte en
las pesadillas reales.
Un tono de llamada del teléfono móvil pareció extremadamente
armonioso, aunque iba a ser el comienzo de una aterradora
historia.
—Carmen, ¿eres tú? —me preguntó la persona del móvil.
—Sí —le respondí de inmediato.
—Soy Isabela. He encontrado una casa para comprar. En realidad,
un apartamento —matizó la mujer.
—¿No se tratará de alguna estafa? —le pregunté yo desconfiada—.
Sería un milagro que todo fuese correcto. Me dijo un notario
que, en los últimos años, no ha visto una venta legal. Los
estafadores más pobres quieren cobrar solo el anticipo y
permanecer en la casa. Te dicen, sin vergüenza, que no tienen a
donde ir, es decir, no quieren venderte nada. Por el contrario,
la mafia inmobiliaria toma tu dinero al completo y no te da
nada. Y no se dispone de ningún recurso para recuperarlo.
—Espero que todo esté bien. Tú ¿dónde estás? —me preguntó
Isabela.
—En la universidad —le dije—. Acabo de salir de clase.
—Coge la línea 16 y ya te diré yo dónde tienes que bajarte. Mi
marido tiene muchas clases con los estudiantes durante este
semestre y no puede venir ahora. Pero yo quiero ver hoy mismo la
casa. Por favor, ven conmigo.
—Vale —acepté sin decir nada más.
Y no lo he lamentado en absoluto. La ruta del tranvía es un
espacio donde se entretejen, de modo extraño, las historias de
los últimos dos siglos, petrificadas, confusamente, en un
collage misterioso.
El recorrido del tranvía 16 es un viaje en esquife por Aqueronte
y el conductor también hacía las veces de guía. El camino te
ofrece las experiencias más inéditas.
Apenas viajas cien metros, cuando ya entras en otro mundo, como
si fuera un Valle del Lamento intemporal. Un reino gris, como un
lienzo pintado en tonos grises, creación de un artista
deprimido.
Desde una acera vestida en tonos oscuros al gris azulado del
cielo se vislumbran edificios construidos a comienzos del siglo,
en mal estado, sin ventanas, con paredes desnudas que revelan,
sin pudor, el ladrillo carmesí que parece haber atravesado la
niebla del tiempo, restos de los muros. Destruidos... como
después de un cataclismo o de algún ataque armado. Parecen
imágenes de Beirut durante la guerra. Entre ellos, algunas
construcciones nuevas: gigantes de vidrio, de azul intenso,
puro, y metal plateado, que albergan unos dos bancos y la sede
de una corporación. Aparece incluso el esqueleto aterrador de un
edificio nuevo. Pero la sensación es similar a la vista de un
esqueleto humano. Y, de un lugar a otro, terrenos cubiertos de
malezas altas, filiformes... Entre ellas, aparece delicadamente,
alguna espiral ascendente de hojas alternantes, cortadas en
formas interesantes, que se simplifican solo reduciéndose, cada
vez más, hacia el ápice de la planta, donde terminan por
convertirse en los sépalos del cáliz, dispuestos en un círculo.
Es la vuelta de su inicio y, al mismo tiempo, un nuevo comienzo,
el de la flor mágica. Porque cualquier flor te deja revelar, si
la estudias con atención, su milagro. Incluso si es una simple
maleza.
Me doy cuenta de que el tranvía me ofrece una oportunidad que no
tendría como un simple peatón que pasa a través de esta ruta.
Como un eterno buscador de la belleza, puedo admirar, entre
montones de escombros y paredes, la delicadeza del detalle de
encaje que se encuentra por encima de las arcadas elípticas.
Quedo encantada del misterio de las estatuas frías de mármol
blanco que dominan con superioridad las frágiles paredes de los
edificios, haciendo abstracción del resto del paisaje. Como
simple peatón, creo, sin embargo, que no admiraría demasiado
tranquila la espada de piedra —preparada para la batalla— del
valiente soldado romano que está de guardia encima de la entrada
de un edificio, delante de mí, izado de paredes que resisten
milagrosamente, ya que podrían volar por encima de mí en
cualquier momento. Me estremecería la maravillosa cabeza de la
inmortal Venus, suspendida en una arcada de un balcón, porque,
en cualquier momento, podría arrojarme, como simple mortal, a
otras esferas del misterioso reino de las sombras grises... ¿Más
extraños, acaso, que el camino que atravieso? Como si estuviera
en un túnel del tiempo, en el que yo había sido proyectado,
instantáneamente, en el Bucarest del comienzo de siglo, siendo
consciente, sin embargo, del presente. Pienso que para los
apasionados de sensaciones fuertes del Occidente sería algo
inédito. Pero para nosotros, que encontramos permanentemente
este tipo de cosas, tal experimento parece muy común,
insignificante.
Un pequeño parque surge ante nuestros ojos de improviso, y, en
medio, un fuego con llamas de color rojizo-naranja, guardado por
extrañas figuras, un Jean Valjean [2] de nuestros tiempos, de
estos lugares y algunos personajes miserables, andrajosos, con
rostros marcados por un odio diabólico, como si hubiesen salido
de las novelas de Dickens... con los que nunca desearías
encontrarte cara a cara.
Extremadamente, pocas casas han sido restauradas. Aquellas que
han sido transformadas en refugio por algún partido, alguna
asociación... Las construcciones tomadas por empresas son las
más impactantes, por la combinación totalmente inapropiada de la
mezcla de arte moderno con elementos de arquitectura antigua.
Mis ojos vuelan entusiasmados hacia la arquitectura fascinante
del edificio del frente, intentando disfrutar de cada detalle...
Mi mirada busca con avidez, ansiosa, este abismo del paraíso de
las intersecciones entre las delicadas arcadas elípticas, con
las maravillosas vías parabólicas de las frágiles columnas
hiperbólicas sobre las cuales dominan, de un lugar a otro,
esferas perfectas. Mi iris se convierte en el origen del sistema
de referencia, contra el cual se puede calcular cualquier radio
o longitud de arco, cualquier superficie. El instante se
convierte en el origen del sistema de referencia temporal, el
momento en que le das la vuelta al reloj de arena, y las
partículas finas y doradas comienzan a arrastrarse tímidamente.
En este mundo del infinito, no permaneces demasiado... Te
despierta a la realidad el anuncio seco, glacial, montado en la
pared frontal: «Tienda social». A la izquierda, domina un
pequeño castillo pintado de verde primaveral, que te deleita. El
radio de la mirada busca de nuevo, con sed, cada detalle de los
maravillosos capiteles mármol. El espectáculo se desvanece
rápidamente. Porque la mirada cae sobre la panoplia rígida,
fijada sobre la fachada de la construcción, a la derecha, a dos
metros del suelo «Tienda. Armas y Municiones».
Examiné sorprendida a los viajeros del tranvía, sincronizados
perfectamente con el reino gris de fuera. Con su ropa, con sus
pensamientos... Todos miran al vacío. Flotan todos en el inmenso
océano de los pensamientos personales, de los problemas
cotidianos, como si todo lo que está a su alrededor fuese algo
ordinario, algo normal... El exterior no les importa desde hace
tiempo...
Entre paredes demolidas, en un comienzo de calle, tipo arco
parabólico deformado, figuras miserables, andrajosas, con
rostros oscuros... Piensas sin a querer en Dante viajando por
uno de los círculos del Infierno. Uno que aún no ha descubierto.
Un Infierno terrenal.
Una niña juguetona atrae en su huir un perro feroz, como un
Cerbero. Su ladrido atrae una manada de perros callejeros de las
cercanías. Las bestias, descontroladas, la rodean y saltan hacia
la niña, mostrando sus dientes brillantes. La envuelven con sus
zarpas nerviosas. Y entonces, a la vuelta de la esquina, un
hombre tira hacia ellos con un palo. Grita y los aleja...
Enfrente de esta escena domina piadosamente una iglesia. Y la
misma extraña comunión entre lo nuevo de la distinguida cúpula,
recientemente renovada, de la entrada lateral recién pintada y
la antigüedad de los muros que dan al bulevar, pelados
desordenadamente, perforados violentamente por la tubería
moderna de la calefacción, recientemente instalada, y en la que
aparece un cartel con la especificación «Monumento Histórico».
El pensamiento me evoca nostálgico los pobres ancianos que viven
en las antiguas casas, las que están aún enteras, en las que se
encuentran —probablemente— libros de valor y objetos de arte
inestimables, así como elementos arquitectónicos que les decoran
al exterior; al temor que viven estas personas diariamente,
impotentes ante los peligros. Porque el grupo de Jean Valjean
del pequeño parque parecía dispuesto a realizar grandes hazañas.
Planificaba acciones de largo alcance...
Hemos llegado a la zona en la que se sitúa la casa en venta,
media hora antes. Pensamos en ese momento que teníamos que
buscar la casa, según los indicios que nos había dado el agente
inmobiliario: la antigüedad del edificio, el tipo de
construcción, el aspecto, suponiendo que la información que nos
había facilitado respondiese a la realidad...
Dos viviendas enormes correspondían a la descripción. Las
estudiamos, pero desde lejos. Especialmente una de ellas, en la
que una persona que estaba asomada a la ventana del ático nos
perseguía con la mirada, tras una cortina de encajes, densa y
amarillenta por el tiempo. No logramos verle bien el rostro.
Hemos supuesto que se trataba de una persona mayor.
Isabela estaba pensativa. Sus pensamientos volaban
involuntariamente al día anterior. Cómo deseaba que todo fuese
real. Poder comprar el apartamento. Pensó ansiosa en todo lo que
había sucedido.
Paúl la esperaba a la puerta del hospital. Vio a Isabela
saliendo precipitadamente y la encontró con la voz emocionada
por la noticia.
—Espera, hay algo que te quiero decir. Es una noticia excelente.
He encontrado una casa para comprar.
Isabela no dijo nada y lo miró sin decir nada, como ausente.
—Isabela, ¿tú me escuchas? He encontrado una casa —repitió Paúl.
Como despertada de un sueño, Isabela contestó finalmente:
—¿Casa? ¿Has encontrado una casa? ¿Nos podemos permitir
comprarla? —preguntó ella.
—Sí. Tiene un buen precio —dijo con alegría Pedro.
—¿Y dónde está situada? —preguntó Isabela.
—Aquí, cerca, a pocas cuadras. Hablé con el agente inmobiliario
y dijo que el lunes podríamos ir a visitarla. Solo sé el nombre
de la calle.
—Vamos a verla ahora —dijo Isabela impaciente—. Seguro que
sabremos cuál es.
—Bueno —aceptó Paúl—. Vamos ahora, si quieres.
Caminaron algunas calles, cruzaron el bulevar y entraron en un
callejón.
—Mira, una casa muy antigua. ¿Será esta? ¿No es demasiado
grande? En la planta baja y en el primer piso no vive nadie.
Pero fíjate en el ático, ¿una vieja nos está mirando? —dijo
Paúl.
Miraron los dos con curiosidad hacia la ventana, estudiando, al
mismo tiempo, con atención el edificio.
En la planta baja, las ventanas de PVC, recientemente montadas,
contrastaban fuertemente con el resto del edificio. La planta
baja había sido pintada recientemente, pero los pisos estaban a
yeso visto, en un estado fuerte de degradación. Si te fijabas en
el ático, no necesitarías mucha imaginación para verlo
destrozado por cualquier movimiento producido en las
inmediaciones. Simplemente, daba miedo. Tenías la sensación de
que en un momento se te iba a caer encima.
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—Mira, una casa muy antigua. ¿Será esta? ¿No es demasiado
grande? En la planta baja y en el primer piso no vive nadie.
Pero fíjate en el ático, ¿una vieja nos está mirando? —dijo
Paúl. |
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La vieja huyó asustada de la ventana.
—Vamos a ver otras casas también. Quizás podamos adivinar cuál
es la nuestra. Es posible que no sea esta —dijo Isabela.
Después de atravesar el callejón, la vieja casa se acercaba aún
más a la descripción y presentación del agente inmobiliario.
—Ya nos enteraremos el lunes cuál es —dijo Paúl—. Tengamos un
poquito de paciencia
—Vale —aceptó Isabela también.
El agente inmobiliario nos llamó y apareció inmediatamente en su
coche en el punto de encuentro. Nos fuimos juntos a casa. Frente
a la casa, nos esperaba una mujer que debía de tener más de
cincuenta años, corpulenta, con la piel de oliva y el pelo
largo, liso, de color negro-azul. La acompañaba un joven
regordete, con características que marcaban, de manera evidente,
retraso intelectual.
La mujer se presentó, muy segura de sí misma, como dentista de
un pueblo cercano a Bucarest, donde decía que también vivía con
su hijo. De esta manera, las dudas aparecidas en nuestros
pensamientos, al ver la cara oscura, se nos despejaron un poco.
—Tenemos una casa en construcción —dijo la mujer—. Y este es mi
hijo. También ha finalizado la carrera de Medicina. La ha
cursado en una universidad privada. Durante su época de
estudiante, le compré el apartamento de esta casa, que ahora
quiero venderlo.
Entramos en el patio. El exterior del edificio se veía bastante
bien para su paso a través de las nieblas del tiempo.
—Hubiera sido mejor si se hubiese localizado frente a la calle
—exclamó Isabela.
En el patio, trozos de acera rotos y basura expandida del
interior del cubo. Subimos todos, uno tras otro, por una
escalera estrecha, en espiral, hasta el primer piso de la casa.
Una puerta de PVC, recién instalada, nos apareció frente a los
ojos. El agente inmobiliario la abrió.
El apartamento era relativamente pequeño en comparación con los
espacios a que estábamos acostumbrados y en que habíamos vivido
hasta entonces. Pero estaban en las casas de los padres. El
interior viejo se había remozado con ventanas de PVC, azulejos
nuevos e instalaciones sanitarias modernas. El precio era
aceptable.
—El apartamento lo desea la vecina de arriba. Pero nosotros no
hemos querido vendérselo. No hablen con ella. Está un poco loca
—nos dijo la dama oscura.
— Y con el notario, ¿cómo hacemos? —preguntó Isabela.
— Pueden elegirlo ustedes. Nosotros tenemos nuestros notarios. Y
abogados, y relaciones... Podemos encargarles a ellos los
papeles... si así lo quieren, por supuesto.
—No, no. Mejor elegimos nosotros el notario —dijo Isabela,
pensando que así estarían más seguros de la equidad de la
transacción que iban a realizar. Muchos conocidos le habían
contado que habían tenido innumerables problemas con los
notarios. Aun una amiga notario le había contado situaciones de
otros notarios que autenticaban documentos falsos.
A la salida, aquella señora rubicunda les ofreció generosamente
un CD con música popular.
—Este es el CD con mis canciones. Soy una apasionada de la
música folclórica. Salí también en la televisión —nos dijo
sonriendo la mujer.
Tres días después, Isabela me llama otra vez.
—Hola. Mañana me compro la casa. Ya he entregado la señal y he
firmado el precontrato —me dijo ella apresuradamente.
—¿Va todo bien? —le pregunté yo—. Cuidado, el peligro de ser
estafado es muy grande.
—Sí, he visto yo también en la televisión algunos casos de
fraude.
—¿Has tenido cuidado con el notario? —le pregunté.
—Somos nosotros los que hemos encontrado a la señora notario —me
contestó.
—Un compañero de universidad me contó cómo él, junto con un
amigo, montaron una empresa inmobiliaria inmediatamente después
de la revolución y les han quitado las casas a todos los que se
habían dirigido a ellos. La gente había confiado en ellos y les
había dado los papeles para vender sus propiedades. Ni siquiera
se imaginaba que podría ser estafada. Solo en películas había
visto semejante cosa —le conté a Isabela.
—Y ahora supongo que tu compañero es muy rico —me dijo Isabela.
—De ningún modo. Su amigo huyó con todo el dinero que habían
ganado y mi compañero se quedó con las deudas —le aclaré yo
inmediatamente.
Paúl e Isabela habían vuelto para visitar la casa. El día
siguiente tenían que firmar los documentos de compra-venta.
—Isabela, tenemos que hablar con los vecinos también, y ver cuál
es la situación. Con la única vecina que hemos visto no se puede
hablar; además, los propietarios nos aconsejaron no hablar con
ella. Vamos a ver lo que hay de las otras personas, ya que, cada
vez que hemos pasado por aquí, no hemos visto a nadie, excepto a
la extraña vecina que vive arriba. ¿No te parece extraño? —dijo
Paúl.
Entraron por la puerta principal, en la parte que da hacia la
calle. Subieron las escaleras hasta el primer piso y apareció
una puerta de metal recién instalada. Una puerta idéntica a la
del apartamento que les había presentado el agente inmobiliario.
Trozos de películas azules que la envolvía para el transporte,
aún se observaban sobre la superficie de la puerta, tal como en
la otra. Golpearon a la puerta, llamaron, pero nadie les
contestó. Llamaron otra vez, golpearon a la puerta. Y otra vez,
ningún resultado. Paúl e Isabela estaban verdaderamente
sorprendidos de que no respondiese alguien con algo. Ni siquiera
sus propias opiniones, tal como siempre procedían.
Quizá porque deseaban tanto una casa propia... Y hasta ahora
solo habían encontrado estafadores. La madre de Paúl había
intentado comprarle un estudio en Bucarest, cuando él era
estudiante. Y había fracasado. Siempre había tropezado con
personas privadas o con agencias que solo querían estafarla.
«¿Me pregunto cómo logran algunos comprarse realmente una casa o
un apartamento?», pensaba Paúl. «Probablemente, te la tienen que
vender personas conocidas o conocer personas serias que trabajen
en las agencias inmobiliarias». En realidad, algunos han
conseguido hacer transacciones. Pero cuántos son aquellos que
han sido engañados. Un compañero más viejo, de la Universidad,
le dijo que una excompañera, casada con un empleado de una
televisión, había sido engañada y ya no podía solucionar nada.
Incluso su vecina, directora de un colegio, había sido estafada.
Había comprado un apartamento en un complejo residencial y había
pagado una gran cantidad de dinero. Cuando vio que no existía
ninguna posibilidad de mudarse al apartamento, quiso resolver el
problema judicialmente. Pero todos los trámites resultaron ser
inútiles, porque el contrato estaba redactado de tal manera por
los abogados de la empresa que vendía la propiedad, que, según
las cláusulas de los documentos, la inmobiliaria no estaba
obligada a devolver nada, aunque hubiese cobrado el dinero por
el apartamento.
Paúl e Isabela habían dejado de pensar en que, algún día, se
podrían comprar su propio apartamento. Fue aquí cuando se les
presentó la oportunidad de una transacción exitosa. Paúl buscó
nuevamente anuncios inmobiliarios, obligado por la situación
existente en la residencia donde vivían, y donde había empezado
la renovación completa. Los asistentes y los lectores
universitarios jóvenes, de la provincia, estaban alojados en las
mismas residencias con los estudiantes. Estaban contentos, ya
que pagaban menos de lo que tendrían que gastar en los
alquileres normales, y, además, tenían la posibilidad de
sentirse aún estudiantes. Ahora, sin embargo, tenían que
encontrar urgentemente un lugar donde mudarse. Desde la
aparición de la crisis financiera, todas las residencias de
estudiantes de las universidades e institutos habían recibido
enormes fondos para la renovación. Y todas, por supuesto, habían
sido cerradas. «Así que esta oportunidad», pensó Paúl, «aparecía
en el momento adecuado». Isabela y Paúl bajaron y se dirigieron
al segundo cuerpo, donde se encontraba su apartamento.
—Vamos a observar los edificios vecinos —dijo Paúl, y salieron a
la calle.
Vieron la escuela de la vecindad del inmueble y ambos se
dirigieron hacia la entrada.
—¿Lo intentamos aquí? —preguntó Paúl.
En la puerta había dos mujeres de mediana edad.
—Si no es mucha molestia, ¿conocen ustedes la situación del
inmueble vecino? —preguntó educadamente Isabela—. Queremos
comprar un apartamento en la parte trasera del edificio. Hemos
pagado ya el anticipo, dijo Isabela alegremente, sin poder
ocultar su alegría.
—Yo trabajo desde hace muchos años en esta escuela
—le
dijo una de las mujeres—.
La propiedad estuvo en disputa y fue ganada en los tribunales
por un anciano que, al parecer, era su anterior propietario. La
inquilina abrió proceso también, pero se sabe que perdió. El
viejo tenía dos hijas. La primera chica ocupó la parte delantera
de la casa. La otra no sé qué ha hecho. Lo que sí sé es que todo
este asunto hay algo irregular, pues el anciano vive y ellas lo
declararon muerto, con la finalidad de registrar los documentos
a sus nombres. En realidad, sobre un apartamento de la casa,
creo que el de la parte trasera, existe usufructo. Al viejo lo
han ingresado en una residencia de ancianos cerca de Bucarest.
Paúl e Isabela pensaron de inmediato que se trataba de su
apartamento.
—Sobre el nuestro se hizo usufructo —dijeron ellos a la vez.
—Dígame, por favor, ¿a ese propietario se le ha sido
nacionalizada la casa?
—preguntó,
curiosa, Isabela.
—Oh, no —le contestó la mujer mayor—.
El propietario fue un agente de Securitate[3] de cierta
relevancia. Cuando los comunistas tomaron el poder, su nivel de
estudios no pasaba de cuarto de Primaria. Era un sencillo
carpintero. Pero el régimen necesitaba gente como él. El hombre
les ayudó a localizar y sancionar a los “enemigos del
proletariado”. Y como recompensa, fue nombrado, rápidamente,
coronel. Por sus servicios, recibió esta casa, después de ser
nacionalizada. No todo el mundo recibía una casa tan grande.
Acerca de su verdadero propietario, nadie sabe nada, aunque es
muy probable que haya muerto...
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—Yo trabajo desde hace muchos años en esta escuela
—le
dijo una de las mujeres—. La propiedad estuvo en disputa y
fue ganada en los tribunales por un anciano que, al parecer, era
su anterior propietario. La inquilina abrió proceso también,
pero se sabe que perdió. |
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—¿Pero, tuvo hijos? ¿No reivindican ellos la casa?
—preguntó
Paúl.
—¡Eh...! Sobre ellos pesa una vieja historia. El propietario
tenía un hijo al que quería mucho. Cuando estaba en la
universidad, el joven se enamoró de una compañera de clase, la
hija de un sacerdote, y quería casarse con ella. Los padres, sin
embargo, se opusieron con vehemencia. Decían que tenía que
elegir a una chica proletaria, si quería tener el futuro
asegurado. De este modo, quizás, conseguían salvar la casa. Las
hijas de obreros y campesinos estaban matriculadas en la
Universidad de los Trabajadores de inmediato, incluso sin tener
el título de Bachillerato. De nada le servía a la hija del
sacerdote ser inteligente y estudiosa. Para gente como ella,
existían muy pocas plazas en la facultad. Había diez aspirantes
por plaza. Y, aunque finalizara la carrera, aun así lo hubiera
llevado muy duro. El joven, por el contrario, no hizo el menor
caso. Amaba demasiado a Alina. Se casaron sin esperar el
consentimiento paterno. Y entonces, en la primera noche, después
de notificarles a los padres que había contraído matrimonio,
sucedió algo terrible. Por la noche, mientras los jóvenes
enamorados dormían, fueron asesinados a golpes de martillo.
Desde entonces, la gente dice que la casa está embrujada. Se
oyen siempre gritos horripilantes, desesperados en la noche...
—¡Qué tragedia!— exclamaron al unísono Paúl e Isabela—. Muchas
gracias por las informaciones— dijeron, a la vez, los dos
jóvenes.
«¡Qué extraño!», pensó Paúl. «¿Por qué esa historia fue un shock
para él? Tan chocante que parece haberlo sacado de una amnesia.
¿Por qué tiene la sensación de que lo que se le había contado él
lo conocía desde hacía tiempo? ¿Quizás porque a él también le
había sucedido lo mismo? Los padres se opusieron al matrimonio
con Isabela. Querían como nuera a la hija de un agente de
Securitate, vecino de la comunidad. Pero no era tan hermosa e
inteligente como Isabela. Además, en esa época, antes de 1989,
la hija del agente no había cursado más estudios que hasta 2.°
de ESO. La mente no le ayudaba a aprender. Y tampoco tenía
alguna posibilidad de ir a la escuela otra vez. Después de la
revolución, sin embargo, el agente hizo los trámites necesarios
para que su hija siguiera los cursos nocturnos, incluso le
consiguió un título de facultad, de una privada. Después, con
dinero, su hija fue contratada de inmediato en la Fiscalía».
Paúl pensó también que tal vez con las relaciones del hombre de
la Securitate no lo tendría tan mal ahora en la universidad. El
actual jefe de departamento era nombrado de simple trabajador a
profesor universitario por los comunistas. Cuando él era
estudiante, este era el peor profesor de toda la universidad.
Tenía, en cambio, actividad intensa como soplón de la policía
secreta. Y, como consecuencia, ahora solo él había quedado entre
los viejos. Los más cualificados, desde el punto de vista
profesional, se habían ido a otros lugares mejores —o habían
emigrado al extranjero o habían fallecido de viejos—. El jefe de
departamento contrató, en la universidad, a su hija, su yerno, a
sus dos hijos y a la esposa. El hijo mayor, Andréi, fue
compañero de Paúl. Andréi era de los últimos de cada curso.
Apenas si aprobaba los exámenes en la convocatoria
extraordinaria, pero como tenía como jefe a su propio padre,
logró promocionarse rápidamente y sin esfuerzo al puesto de
profesor asociado...
Paúl creía que su amigo Mijaíl se encontraba en una situación
mejor, puesto que estaba en otro departamento. Y porque su jefe
de departamento no había contratado a su familia en la
universidad. Pero Mijaíl le explicó que no se encontraba mejor
que él. El señor profesor, jefe del departamento, tenía otros
puntos débiles. Había traído a sus amantes, a quienes promovió
descaradamente en diversos cargos. A Mijaíl, por haber sido el
mejor estudiante, ni siquiera lo soportaba. Paúl lo preguntó una
vez, curiosamente, si los amantes estaban solos. Y se encontró
algo sorprendente: todos estaban casados, tenían niños, así como
el profesor... Todos fingían para que nadie sospechara nada. Y,
sin embargo, muchos sabían la verdad...
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz melodiosa de
Isabela.
—Qué es el usufructo? —le preguntó ella.
—Vamos a preguntarle a la señora notario, ya que nosotros la
encontramos —dijo Paúl.
—Preguntémosle por teléfono —dijo Isabela.
—Pero, primero, hablemos con el agente inmobiliario. Luego,
iremos al Ayuntamiento de sector para ver si está registrada la
defunción del viejo.
Paúl cogió el teléfono móvil y marcó un número.
—Buenos días, somos la pareja con casa en venta. Nos hemos
enterado de que el antiguo propietario vive todavía. Vamos al
Ayuntamiento a comprobarlo.
—Sí, está vivo. Pero les aconsejo no ir tras la pista —les dijo
con la voz amenazante el agente inmobiliario—. Si comprueban
algo más, tendrán problemas con nosotros. Hablaremos mañana al
notario, cuando nos encontremos. Y colgó nerviosamente el
teléfono. Paúl no salía de su asombro.
—Hablemos con la señora notario también —le animó Isabela.
—Hola, señora; somos los que quieren comprar el apartamento de
la casa, tenemos cita para mañana. Nos hemos enterado de que
existe un usufructo sobre la propiedad, lo que significa que el
primer propietario todavía vive, aunque fue declarado muerto por
las hijas.
—Si existe usufructo, el contrato de compraventa no tiene ningún
valor. Pero creo que el viejo está muerto. Y si no es así, si
ellos tienen actas de defunción, ¿qué importa? La gente muy
influyente tiene muchas posibilidades y sabe cómo arreglárselo
todo.
—Quedamos mañana mismo para poner fin al papeleo —les dijo la
mujer como si les ordenara—. No acepto que renuncien bajo
ninguna circunstancia. ¿Pero quién les dijo tal cosa?
—El agente inmobiliario en persona —respondió Isabela.
—Creo que, en este momento, la señora notario llama al agente
inmobiliario y le dice que sabemos que el viejo vive, y le
ordena que mienta. Que no reconozca que ese hombre vive todavía
—dijo Paúl.
Paúl e Isabela volvieron al apartamento. Habían traído parte de
sus cosas, ya que los propietarios les habían dicho que se
podían mudar a la casa. Habían pagado el anticipo. Y como
estaban presionados por el hecho de que en la residencia habían
empezado las reformas, no se quedaron mucho tiempo a pensar.
Paúl, esa noche, tuvo una idea loca...
—Vamos a pasar la noche aquí. Tenemos las tumbonas y otras cosas
que hemos traído. Qué bueno que el hijo de la señora nos dejara
traerlas. Estoy un poco cansado después el día de hoy. He tenido
un día difícil en la universidad. ¿Qué me dices? —propuso Paúl.
—Vale, si es lo que quieres...
—aceptó
Isabela—.
Al menos, veremos lo que compramos. Pero, ¿estará en orden?
Espere, vamos a ver lo que dice el contrato previo. ¿Cómo se
llamaba la persona a la que el viejo vendió por prima vez el
apartamento? He aquí el nombre de su esposa, Madelene. No decía
la señora de la escuela que una de las hijas se llamaba Mady?
Vendió el apartamento al yerno —dijo Isabela.
—A ver quién redactó el acto de compraventa. Seguramente estará
muerto ya
—dijo
Paúl. Y abrió el portátil para averiguarlo.
—Sí, el notario ha muerto. ¿Y el siguiente acto? No habrá muerto
también el segundo notario, el que concluyó la venta entre el
yerno y la señora morena
—exclamó
él exaltado.
Continuó buscando febrilmente en Internet.
—El segundo seguramente ha muerto también
—le
dijo Isabela—.
Está muy claro. Los actos no están en orden.
—Isabela, el segundo también ha muerto. Era una mujer, en
realidad —exclamó en voz alta Paúl.
—Otra vez hemos chocado con una estafa —dijo Isabela,
decepcionada—. Mañana temprano recogemos las cosas de aquí y
cancelamos la compra. Llamaré ahora mismo al camionero que nos
ayudó a traer las cosas.
Se quedaron dormidos rápidamente, angustiados, después del día
tan difícil que habían tenido. A la una de la noche fueron
despertados por unos gritos espeluznantes. Isabela empezó a
temblar.
—Tranquila, estás conmigo —le dijo Paúl. Pero él también había
sentido escalofríos por todo el cuerpo. Sus ojos buscaron
rápidamente el martillo que habían visto cuando visitaron por
primera vez la casa, como si fuese una solución.
—¿Qué será? —preguntó en un susurro, asustada, Isabela.
—Tal vez vive alguna loca en el edificio de enfrente —la calmó
Paúl.
Pero los gritos se escuchaban cada vez con más fuerza, más
espeluznantes. El cuento de fantasmas no se lo habían creído en
absoluto, pero ahora...
—Tal vez vive alguien en el ático. Allí donde había una puerta
de metal nueva, igual que la nuestra, e igual que todas de la
casa —argumentó Paúl.
—Pero la horrible historia... —susurró Isabela temblando de
miedo.
—¡Eh!, ¿pero tú crees en los cuentos de hadas? —trató de sonreír
Paúl. Pero su sonrisa se vio forzada, limitada por el miedo.
... ... ... ... ...
Por la mañana, a las diez, suena el teléfono.
—Soy yo, María. Perdone, ¿sabes algo de Isabela? No la encuentro
desde anoche, ni a ella, ni a Paúl. Estuve esta mañana en su
casa y no me respondieron. Ni siquiera contestan al teléfono.
Ninguno de ellos —dijo preocupada la mujer.
María era la madre de Isabela, médico, como su hija.
—Tengo entendido que se quedaron a dormir en el apartamento de
la casa que querían comprar.
—Me llamó Isabela anoche.
—Vale, pero ¿por qué no contestan el teléfono ahora? —preguntó
la mujer.
—No lo sé, sigue intentándolo. Lo intentaré yo también.
—¿Tienes un poco de tiempo? —me preguntó desesperada María
—Tengo clases con los estudiantes a los 11.
—Por favor, ven conmigo al apartamento.
—De acuerdo —acepté yo.
Una hora después estábamos en el callejón. La extraña casa me
parecía un lugar imposible de definir geométricamente, en
coordenadas x, y, y accesible solo mediante la introducción de
un código secreto que únicamente conocen algunos. Y las extrañas
puertas metálicas, idénticas... Sin embargo, pronto apareció la
fachada de la casa.
María me estaba esperando a la entrada. Entramos al pequeño
patio y abrimos la puerta del cuerpo interior del edificio.
Subimos la escalera helicoidal hasta el primer piso y apareció
la puerta de metal, recién montada, sobre la cual aún
permanecían colgados trozos transparentes de hojas azules. Dimos
golpes en la puerta, llamamos y... silencio. Entonces, María
colocó la mano en el pomo de la puerta y la puerta se abrió
ligeramente. Un martillo bañado en un líquido rojo como la
sangre estaba arrojado en el camino. En el sofá, Paúl e Isabela
estaban sumergidos en el dulce sueño de la inmensidad. Sobre las
sábanas blancas, parecía como si alguien hubiese arrojado
pétalos de amapolas rojas como el fuego. Parecían pintados por
alguien en un color intenso, como la púrpura, rojo como la
sangre...
María se desmayó frente a mí. Cogí el teléfono y llamé.
Un siseo largo, desgarrador, como una endecha desesperada,
penetró profundamente en nosotros, que estábamos en las alas del
bulevar del centro de Bucarest. Cada partícula del cuerpo se
estremeció y sentimos cómo los escalofríos pasaban sucesivamente
por cada centímetro de la columna vertebral. Si era feliz,
tranquilo, soñador, todo se hizo añicos en un segundo...
__________
NOTAS de TRADUCTOR
1
Extracto
de la edición bilingüe español-rumano, titulada El cartero
nunca más llama dos veces (o Sueños... sueños... sueños...),
de la escritora rumana Cornelia Paun Heinzel. El libro está
prologado por el escritor y editor Juan Antonio Pellicer
Nicolás, presidente de la Asociación de Escritores de Murcia (AERMU,
2011-2012) y miembro de la Asociación Colegial de Escritores de
España (A.C.E); el poeta y pintor Fernando Sabido Sánchez, el
redactor y escritor sueco Emanuel Stoica y el novelista Dan
Costinas. La ilustraciones pertenecen a Maria Serena Diaconescu
y Maria Dima. Las traducciones al español son del escritor,
poeta y editor español Juan Antonio Pellicer Nicolás, Jero
Crespi, el novelista Dan Costina, Mihaela Bazavan, Luminita
Penciu, de la Embajada, y por el comediante, dramaturgo,
director y actor de cine, teatro y televisión, escritor y
poeta Alfredo Cernuda.
2
El personaje principal de la novela Los miserables, del
escritor francés Víctor Hugo.
3
Securitate: Oficialmente,
Departamentul Securității
Statului (Departamento
de Seguridad del Estado), fue la versión local de la NKVD
soviética y desempeñó la función de policía secreta al servicio
del régimen comunista de Rumanía. Esta agrupación policial fue
creada en agosto
de 1948 como
instrumento de espionaje y represión del pueblo y pervivió hasta
su desmantelamiento y disolución en diciembre de 1989,
tras el colapso del régimen y la ejecución del entonces
presidente Nicolae
Ceauşescu y su
esposa.
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