Era
algo rutinario
Era algo rutinario. Ir a la consulta de Pedro cada tres meses se
había convertido en una costumbre. A la salida pararía en la
cafetería de la esquina, donde tuvo que entrar aquel ya lejano
día, y tomaría una infusión, lentamente, dejando que el líquido
calentase el labio superior, casi quemando, dando pequeños
sorbos con la mirada perdida en el estante de enfrente. Allí,
durante unos minutos, se relajaría. Otra vez más. Hasta dentro
de tres meses. Un euro y veinte céntimos ¡Cómo se habían
aprovechado de las circunstancias! La primera infusión que tomó
le había costado ciento veinticinco pesetas. Hacía ya más de dos
años de aquella tarde. Fue una tila. Estaba muy nerviosa. No
debí venir sola. Estas cosas, en compañía, se pasan mejor, pero
mi madre está mayor y cada día le cuesta más entender que la
vida puede ser algo más que lo que Dios quiera, aunque yo cada
día veo a Dios un poco más cerca, claro que el mío no es
seguramente el mismo Dios que el de mi madre. Yo le exijo, le
demando, le pregunto, le cuestiono. Por qué a mí, por qué ahora,
por qué… Siempre me quedo esperando algo que tal vez algún día
llegue, una simple respuesta. Mi amiga María me dice que a otros
les tocan los ciegos, la lotería, o que mire para otro lado.
Peor hubiese sido que le hubiese tocado a una hija. Y yo qué sé.
Yo no tengo ninguna hija, ni la tendré jamás. Eso sí está claro.
Mi descendencia seré yo misma, al menos durante el tiempo que
pueda pasar por estas calles, entrar en esta cafetería, aunque
me cobren la infusión a dos euros. ¡Ya querré yo pagarlos!
Pero ya me he dicho muchas veces que no debo proyectar mi mente
hacia ese lado tan oscuro, tan inexistente. Me dijeron que tres
meses podría ser un tiempo prudencial, una vida en condiciones
más o menos buenas, cuidando determinados hábitos. Han pasado
dos años, pero yo no quiero confiarme.
Esto de hablar sola se está convirtiendo ya en algo peligroso.
Pepa se ríe de mí cuando le cuento mis soliloquios. Yo creo que
en el fondo se ríe para que no la vea llorar, porque sé que ella
sí me quiere, que me quiere de verdad, como mi mejor amiga que
es. Me cuenta sus cosas, me habla de su niño, de los doce años
que ahora pasea por el mundo, de sus manías con la ropa, de los
pelos de punta. Le cuento nuestros tiempos de adolescencia,
cuando, al salir por la puerta de la casa, nos tirábamos hacia
arriba de la falda, convirtiéndola en una mini. Si nuestras
madres nos hubieran pillado, también se habrían llevado las
manos a la cabeza. ¡Qué me vas a decir, Pepa! Ya estoy viviendo
la maternidad a través de ti. Que si los pelos más largos, que
si más cortos, que si el pendiente, y la cara de Carlos, su
padre, tan macho él, y cómo se tragó el pendiente del niño en la
oreja izquierda. ¡En la izquierda precisamente! Y cómo nos
reímos, todavía. Y, de pronto, el silencio, el largo silencio
que denuncia nuestra existencia, nuestro inconformismo. Y una
lágrima tuya que se te escapa hasta llegar a la comisura de los
labios. ¿La alergia? Otra vez esta puñetera alergia que me hace
llorar y moquear, y…
Y un abrazo hasta el alma, que es ahí donde estás, amiga mía, en
mi alma, llenándola en la parte que te toca.
Y luego aparecen las demás a decirme que estoy requetebién, que
no me preocupe por el pelo, que mira, que ya me está saliendo
otra vez, que la peluca es muy mona, que si tal y que si cual… y
otra vez y otra más. Y no se quieren dar cuenta de que yo estoy
viva, que estoy viva todavía, que lo que más deseo en estos
momentos es hablar de otras cosas, de sus cosas, de lo que
ocurre cada día en la calle, en el trabajo, al que yo ya no iré
seguramente nunca más, en sus casas, con sus hijos, con sus
suegras y cuñadas; que me cotilleen algo, que me hablen del
libro que están leyendo, de Almudena Grandes, o de Ángeles Caso,
o de Cervantes, pero que no me hablen de mí, ni que me pregunten
por mi salud.
—¿Mi salud? Bien, gracias. Está acabando conmigo.
—Pero mujer, no hace falta que te pongas así, si es porque nos
preocupas, y, además, de algo habrá que hablar.
—Pues hablamos de Ana Rosa Quintana o de Rosa, la de Armilla,
pero, por Dios, no me metáis más los dedos en el corazón, que
duele hacia dentro como si me lo arrancasen de cuajo, como el
dolor de la vida, ese del que tanto me habláis de vez en cuando.
Contadme vuestra vida, vuestras cosas, pero no me recordéis que
seguramente el otoño ya no llegará para mí nunca más. Quiero
apurar cada instante, cada gota de este vaso, beberla sorbo a
sorbo, como el de esta infusión, y saborearla en sus más
profundas esencias. Y, además, darle gracias a mi naturaleza por
seguir conmigo, por permitirme seguir con ella, todavía.
Y un cigarro más. Que produce cáncer, que hay que ver las
mujeres, que solo aprendéis los peores vicios de los hombres,
con lo fea que estás con eso en la boca. Y erre que erre con mi
madre. A veces parece que Dios me la ha puesto en el mundo para
recordarme sus caminos, sus doctrinas, sus ruindades, porque hay
que ser muy ruin para hacerle esto a una mujer que se ha
limitado a vivir, a trabajar, a cumplir con sus cosas, a ser
mujer… y no me deja siquiera comenzar a ser madre… Y el tabaco,
que no fume… ¿dónde estará el tabaco? No me gustan estos bolsos
tan grandes. Nunca encuentro nada. Los pañuelos, la barra de
labios, el móvil, ¡el mechero!, el tamoxifeno, ¡ay, el
tamoxifeno!, compañero mío al parecer eterno, cuánto tiempo
seguirás en mi bolso. Es la única forma de que no olvide
tomarlo, llevarlo con el tabaco, por aquello de la leyenda de
las cajetillas y el cáncer. Yo sé que es absurdo, que lo que
haya de ser será, pero la bronca de Pedro cuando le contesté que
se me olvidaba tomarlo una vez sí y otra también fue monumental,
de modo que, cuando me pregunta ahora, le digo que aquí, con el
Ducados, que con un cáncer de ovarios difícilmente me va a
perjudicar un poco de humo con la pastillita, y él me da la
razón, y lumbre, y se ríe. Y yo también me río, aunque ahora más
que antes, que al principio, cuando me iba por las patas abajo
nada más de pensar en lo que llevaba dentro. Qué lejanía va
tomando una de las cosas, de ciertas cosas. Cada día me gusta
madrugar, levantarme temprano, y tocarme los brazos, y las
piernas, y abrazarme, y comprobar que me siento, que sigo aquí,
que tengo un día más por delante, que qué bella es la vida. Y me
lanzo a hacer cosas, pero disfrutándolas todas y cada una de
ellas. Y me tomo un café, con bollos, aunque engorden. A mí me
gustan esos que llevan azúcar por encima, y me gusta que se me
quede el azúcar pegado al labio superior, al bigote, y me relamo
el dulce. Ahora el azúcar es más dulce. Y no me importa que la
taza del desayuno se quede en el fregadero sin lavar hasta más
tarde. Y se me pueden pasar las horas muertas mirando el
horizonte, observando el ir y venir de la gente por la calle.
Primero los chiquillos camino de la escuela, con sus mochilas a
cuestas, cargadas de libros y cuadernos; y recuerdo cuando yo
iba a esa misma escuela, con mi cartilla, con mi pizarra, con mi
pizarrín, con el cola-cao en polvo y el azúcar liados en
papelillos, para echarlos en el recreo a la leche en polvo que
nos habían mandado los americanos. Algunos llevan todavía las
tostadas en la mano. Otros van jugando al trompo. Pero todos
llevan la misma carita de sueño que llevábamos hace ya tantos
años. Cuando salga de esta, voy a adoptar a una niña. No me
importa el color de su pelo, ni de su piel. Que tenga cuatro o
cinco añitos, y le compraré toda la ropita del mundo, y yo le
haré alguna, también, y los disfraces para las fiestas, y haré
de Ratoncito Pérez cuando se le caigan los dientes de leche, y
le pondré el termómetro, y sacaré a la madre que llevo dentro,
aunque la naturaleza me haya destinado otra cosa para el futuro.
Yo miro desde mi balcón y saludo a mis vecinos. Ya no voy a
trabajar. Me dijeron que lo dejara, que no merecía la pena, que
disfrutara lo que me quedase de vida. Y a mí se me vino el mundo
encima, porque yo no me quería morir, porque yo no he hecho nada
para dejar de respirar este aire, con este olor a romero, para
dejar de ver esos montes que me han criado, para dejar de
escuchar las voces de los chiquillos al salir de la escuela. Yo
no me quería morir, y ya me moría solo de pensarlo, solo de ver
lo que ellos me hacían para intentar que no me muriera. Y decidí
decir que no, que yo iba a luchar, que era inocente a la muerte,
que pondría todas las fuerzas del mundo para que eso no fuera
así. Él me daba tres meses, pero los milagros existían, y la
química también, aunque eso de las pastillas era mucho. Y se me
olvidaban. Pero mi madre ejercía, y me las metía casi con
carrillos de mano por la boca. Yo creo que de esta salgo. He
pasado lo peor, y he triunfado. Se me cayó el pelo, pero ya está
naciendo otra vez, perdí todo el peso del mundo, pero he
engordado, mi piel ha recuperado parte de su color, ha perdido
ese cobrizo que me impregnaba por todas partes. Creo que sí.
Pedro me ha dado ánimo. Él sabe que soy una mujer fuerte, que en
mi vida me he enfrentado a situaciones muy duras, y que, al
final, he conseguido poner las cosas en su sitio. Y mi lucha, mi
lucha, solo esta lucha que emprendí entonces, hace ya tanto
tiempo, la voy a ganar, estoy segura.
Al
final
Esta mañana me apetecía ver el mar, respirar su aire. He estado
toda la noche soñando que volaba, que mis pies se despegaban del
suelo, que me desplazaba por salas y pasillos levitando,
ligeramente tumbada, moviendo los brazos y manos como si nadase.
Los demás me miraban pero no les importaba, les parecía natural
que yo volase. Alguno intentó imitarme y se dio un gran golpe.
Yo salí de mi casa y me iba de un lado de la calle a otro, junto
a las ventanas, un poco por encima de los tejados, entre los
árboles. Y volaba y volaba. Toda la noche volando. Pero, al
final, no iba a ningún lado. Siempre estaba por los mismos
lugares. Al despertarme, me han entrado unas ganas locas de ver
el mar, mi mar, allá en la Playa de Poniente, y de escuchar el
agua rompiendo contra la arena, o simplemente acariciándola; y
de escuchar el viento rozando mis sentidos, y el lagrimeo de los
ojos cuando le hacen frente a ese viento que lleva millas y
millas navegando para venir a estrellarse contra mi rostro; y el
olor, ese olor que, desde que vi por primera vez el mar, he
necesitado que me penetre, que inunde mis pulmones, que llegue
hasta mi corazón hasta marearme. Y me voy a la playa, a pesar de
la lata que me está dando mi madre con que estamos en mayo, y
hace fresco, y me puedo resfriar, y los resfriados a mí me
sientan muy mal. Yo no me resfrío, lo que ocurre es que soy
alérgica a algún polen, pero ella dale que dale. Me marcharé en
cuanto acabe lo que tengo que hacer, después de salir del
analista, que hoy toca. Desayunaré un café frente al mar, y lo
veré, comulgaré con él; y después pasearé descalza por la arena
hasta la desembocadura del Guadalfeo. Y regresaré, y me iré al
puerto, y escucharé a las gaviotas volar entre los barcos
pesqueros. Y después, si me apetece, regresaré a casa, llena de
mar, de la mar, por todos los poros de mi cuerpo.
Le costó encontrar una vía. Parece mentira tras tanto tiempo de
ser una persona enferma, en qué que me he convertido, aún me dan
miedo las agujas, no puedo evitarlo, miro hacia otro lado cada
vez que veo al sanitario con la jeringuilla en la mano. Mi miedo
al dolor no ha desaparecido, yo creo que jamás me podré
acostumbrar al dolor. Yo siempre he rechazado ser una enferma,
un cuerpo con necesidad de ayuda permanente, alguien que
necesite de los demás para ser ella misma; siempre lo rechacé,
pero, a la vez, siempre tuve un miedo tremendo al dolor, al
dolor físico, y también al otro, al que duele por dentro, al de
la impotencia, al de la humillación, al de la soledad, al dolor
que en la vida nos producimos unos a otros. Quizás por eso
siempre parecí ser una pedante, una chula, como me dice Pepa de
vez en cuando, pero es una forma de defenderme, de evitar que me
hagan daño. El dolor, la enfermedad, la lástima, la humillación,
son sensaciones, realidades, hechos no palpables que te arrancan
la dignidad. Puedes tener una muerte muy digna, pero llegar
hasta ella con una vida por la que vas arrastrándote cada
minuto. Yo creo que he vencido a ese dolor, pero para que
alguien me diga que sí, que eso es así, es preciso que esa aguja
rompa una vez más mi piel y mis venas. Y después me iré junto al
mar.
Un
día más
Mi vientre se va hinchando cada día un poquito, y, sin embargo,
mis piernas van perdiendo esa carne que hasta hace bien poco
hacía volver la cabeza a los hombres por la calle. Noto cómo mi
cuerpo se va descompensando a cada rato. Mis brazos se alargan y
caen, mis rodillas se anudan a sí mismas y mi rostro va
destacando los huesos que lo sostienen. ¿Solo ha sido mala
suerte? Me niego a creerlo. Yo he luchado, yo había ganado,
estaba bien… Me dicen que la biopsia ha dado positiva, que ha
habido metástasis, que mi cuerpo está siendo devorado por el
cáncer, que esta vez no hay ninguna posibilidad, que es cuestión
de semanas; quizás, con suerte, de algunos meses, pero pocos. Se
me ha venido el mundo encima. Y ahora tengo que decírselo a mi
madre. Ella, que siempre creyó que su Dios, me quitaría este mal
de mi cuerpo, que le había prometido no sé cuántas misas y que
le había encendido velas a Fray Leopoldo, a Santa Rita, a San
Cayetano, que es un santo al que ella tiene mucha devoción, a
todos. Y su niña, su única niña, la única que le dio tiempo a
parir antes de que su marido se fuera al otro mundo, se va a
morir.
Me siento terriblemente angustiada, siento como si alguien me
estuviese robando la libertad de la vida, de mi vida. Siento
cómo las cosas se van alejando de mí, cómo los demás se van
alejando, cómo yo misma me voy alejando. Ha sido muy duro, un
golpe muy duro. No hay derecho, tras tanta lucha, tras tanto
sufrimiento, tras tantas ganas de vivir, de compartir. No quiero
deprimirme, no quiero pensar que ya no vale nada la pena. Quiero
agarrarme a cada minuto que me quede de vida, quiero gozar de
las cosas, de esas cosas que se alejan, de las gentes, de mis
amigos. Quiero hablar con Pepa, con mi amiga Pepa, y reír con
ella, y si tengo que llorar, quiero que sea ella la única que
vea brotar las lágrimas de mis ojos, porque es la única persona
a quien le he mantenido abierta siempre la puerta de mi alma.
No, no quiero deprimirme, no seré yo la que se quede en cama, en
casa, mientras las fuerzas me permitan salir a la calle,
mientras me dejen acercarme al balcón para saludar a mis vecinos
y ver a los niños entrar y salir del colegio. Y después haré que
acerquen mi cama lo más posible a ese balcón, y pediré a mi
madre que abra sus hojas para que yo los escuche, y para que
pueda ver los picos de las montañas, y el azul del cielo con su
luz que entra para mí, para decirme que aún estoy viva, que hoy
también estoy viva. Y que nadie venga a preguntarme por mí; que
me cuenten sus cosas, sus risas y sus llantos, que los míos ya
los llevo yo por dentro. Pero que vengan a verme, para hacerme
sentir viva cada día.
Ya no voy a hacer más quimioterapia, no voy a tomar más
pastillas contra el cáncer, sólo tomaré las del dolor, porque no
quiero que me duela, pero al cáncer le voy a ganar con la
indiferencia; me ha vencido, pero no me arrastraré ante él cada
mañana. Mi libertad y mi dignidad se quedan conmigo hasta el
final. Yo no soy culpable de nada. Voy a dejar esta sociedad,
este pueblo; voy a dejar de tomar té con limón, voy a dejar de
pasear por las calles, ya no oleré más las rosas ni los
jazmines, no acariciaré más el rostro de los niños, ni veré cómo
va hundiéndose el sol allá lejos cada atardecer, ni oiré el piar
de los gorriones al amanecer despertándome cada mañana. Pero yo
no soy culpable; que no me miren tampoco con cara de pena, que
mi vida llegará hasta ahí mismo, ni un segundo más allá, pero
llevaré la cabeza alta, muy alta mientras tenga energía para
ello, y después me dejaré morir, simplemente. Mientras, iré al
hospital cada semana, ya me lo han dicho, a que entren en mi
cuerpo, a que vacíen mi vientre de líquido ascítico, a que me
digan cómo me tengo que poner, lo que no tengo que hacer, cuándo
he de escuchar y cuándo que callar. Mientras llega, iré y
aguardaré cada instante con todos mis sentidos despiertos, como
llenando mis alforjas para el viaje, como llenando mi alma de
recuerdos para desembalarlos luego, en el después, y colocarlos,
como cuando era niña, en forma de altar junto a mi nueva cama,
aquí los olores, allí los atardeceres, acullá las sonrisas y las
miradas. Quiero llenar las alforjas con las cosas importantes, y
ahí estarás tú, como siempre, muy, muy cerca, para cuando
quieras contarme algo, para cuando quieras hablar, o reír, o
llorar un ratito, y arrepentirte de aquello que ya no tiene
remedio; para cuando te hartes de fingir o de callar porque es
mejor que no digas nada; para esos momentos, sabes que yo te
tendré en mi altar, porque te llevaré en mi zurrón de recuerdos
hermosos, para que estés conmigo siempre, siempre.
Qué duro es todo conforme se va acercando la hora. Lo vas
sintiendo en tu interior, lo vas viendo en el espejo. ¡Qué ropa
me pongo hoy! Parezco una embarazada de mellizos de once meses,
con estas piernas tan flacas que casi me dan risa. No sé con qué
vestirme, pero yo quiero salir a la calle. Es duro, siempre debe
ser duro, pero yo apenas tengo cuarenta años. Con un poco de
suerte, apenas habría llegado a la mitad de mi vida, y, sin
embargo, me estoy bebiendo los últimos sorbos. Siempre debe ser
duro, pero me duele el alma hoy, estoy cansada, muy cansada. Me
miro en el espejo mientras me pongo esta crema hidratante y me
dan ganas de llorar al verme. Mi piel se arrastra con mi mano,
mis costillas, mi columna vertebral, los nudos de los dedos, y
este vientre, tan hinchado. Realmente dan ganas de llamar ya a
la muerte; pero no, mis sentidos están ahí, aún abiertos, aún
ansiosos de percibir, de oler, de ver, de sentir. Mi cuerpo no
es más que un pasado, que duele, y cómo duele, con el miedo al
dolor que siempre tuve, y cómo me he acostumbrado a que me
acompañe, a que esté conmigo a cada instante. Ayer me hice las
fotos para el carné de conducir. Fue terrible, debí hacerle caso
a mi madre, pero Pepa me dijo que nones, que al fotógrafo, que
yo todavía cuento, y que el otro estaba caducado. Cuando me
dieron las fotografías y las comparé con la del anterior, quise
morirme. Parece increíble; aunque me miro cada día al espejo, me
pinto, me arreglo; pero cuando comparo mi rostro, mi cara, la
tristeza me envuelve. La nariz parece ahora un cuchillo entre
dos cuencas profundas en cuyo fondo se esconden dos ojos otrora
de un verde intenso, ahora apagados y tristes. Mi madre tenía
razón, yo ya no voy a necesitar esa tarjeta, ¡pero aún cuento! Y
esos gorriones que cantan esta mañana me dicen que estoy viva,
que todavía estoy viva, y que hoy puede ser el último día, de
modo que me voy a arreglar y me voy a asomar a mi balcón para
ver pasar a los niños camino del colegio, medio dormidos
algunos, otros con sus tostadas en la mano, esperando todos a
que llegue el verano para coger las vacaciones, sus vacaciones.
Y sonreiré a mis vecinos, que, al doblar la esquina, yo sé que
hablarán de mí, de la pena…
«Juana» es un relato del libro Julia, el otro lado de la puerta,
escrito por Juan de Dios Villanueva Roa y publicado en 2002 por el
Instituto Andaluz de la Mujer y las Diputaciones provinciales de
Granada y Córdoba. |
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