EL POZO
Una mañana de invierno, una gota de lluvia cayó tímidamente
sobre el brocal de un pozo. Se posó en él con tanta dulzura que
casi no pudo sentirla, apenas fue capaz de distinguirla de otras
gotas de lluvia que habían caído sobre él tantos otros
inviernos. No percibió que la gota buscaba un lugar donde
quedarse, un recoveco apacible para cobijarse de las nubes que
la habían precipitado. El pozo no lo supo entonces, pero no
tardaría en darse cuenta. Llegó temblando la primavera, nacieron
las primeras flores, perfumadas y engalanadas con mariposas de
mil matices. Cuando se secaron la tierra que rodeaba al pozo
y las ramas de los árboles que le daban sombra, la gota de
lluvia permaneció inmóvil, paciente, en el perfecto hueco de
piedra que le proporcionaba refugio. El pozo comenzó a sentir su
presencia, su frescura le daba alegría, le tranquilizaba
sentirla a su lado, notar su esencia, saberse necesitado por
ella. Su transparencia le parecía tan hermosa que no podía dejar
de observarla, callado. Su espíritu le inquietaba y le daba
sosiego al mismo tiempo. Cuando llegó el caluroso verano, el
pozo temió perderla. Le rogó al sol que no la tocase. Le pidió a
los árboles que le dieran sombra y al viento que jamás se la
arrebatase. Lo suplicó con tanta fuerza que su canto de amor y
tristeza conmovió a la gota de lluvia. La gota, sin dudarlo un
instante, saltó al interior del pozo, renunciando a la luz, al
aire, a la vida, por temor a desampararle.
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LA HORMIGA
—¿Cómo estás? —le preguntó el niño a la hormiga que acababa de
aplastar con silenciosa indiferencia. La hormiga no respondió.
No pudo. Aún amaba esos ojos que la interrogaban fríos y esos
dedos que la oprimían muerta. El niño, al instante, tomó
conciencia de lo que había hecho y experimentó dolor por aquella
criatura. Y se sintió desdichado porque jamás volvería a ser
querido por ella. Se le escapó una lágrima que resbaló incrédula
por su rostro y cayó sobre la hormiga, que quedó cubierta,
hermosamente acurrucada, por aquella gota salada del amor que le
había arrebatado la vida.
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QUIERO
Quiero prestarte mis ojos un instante para que puedas ver
tu espíritu tal como yo lo veo. Quiero que des lo mejor de ti en
cada paso, que nunca desfallezcas, que no vuelvas a rendirte.
Quiero que te des cuenta de que aún tienes mucho por hacer, por
decir, por sentir, por hacer sentir. Quiero que te mires al
espejo y te veas hermosa. Quiero que te mires al alma y te
enamores. Quiero que llores de dicha, quiero que te emociones.
Quiero que mires al mundo con ganas, que pises fuerte. Quiero
que seas la mejor en lo que hagas, quiero que hagas lo que
desees hacer y deseo que seas feliz haciéndolo. Quiero
acompañarte en ese camino; quiero apartarte las piedras,
señalarte las estrellas, darte sombra y besarte las heridas que
no pueda evitar. No vuelvas a esconderte, no vuelvas a
agrietarme el alma, a robarme la sonrisa con tu ausencia. Quiero
ser tu niña siempre, a pesar de la distancia, del tiempo, de la
imposibilidad y de las dudas. Coge mi mano y no la sueltes,
agárrame fuerte el alma y déjame que te quiera.
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LA TORMENTA
La lluvia anegó los campos mucho antes de su labranza y pudrió
silenciosa las semillas que aguardaban en mi mano. El viento
desnudó los árboles, frío e impasible. La visión ya es
clara. Los pies hundidos en el barro, acartonándose de
realidad. La tormenta permanece incansable, el campo devastado.
El recuerdo de los días de sol es un rayo que
calcina todo aquello que se resiste a morir. En la distancia
turbia, tras las ramas despojadas de vida, se divisa
un horizonte aún gris. El tiempo no descansa. A lo lejos, una
luna cruel se oculta desdeñosa entre el olvido y la nada.
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PARA QUE NO ME OLVIDES
“Para que no me olvides cuando yo falte”, me dijiste poco antes
de faltarme para siempre. Y el alma se me derrumbó en el acto,
vencida de tristeza e impotencia. ¿Cómo podría olvidarte? Cómo
olvidar tu vitalidad, tus consejos, tus ocurrencias, los
pañuelos que me traías rebosantes de jazmines en las noches de
verano, tus manos calentando las mías tantos inviernos, todos
los corazones de sandía que me cediste con gusto… tu vida
entregada a la mía. Sentías que era tu obligación, nunca lo fue.
Era tu amor por mí el que te obligaba. Cuando llegó el momento
en el que necesitaste mis cuidados, creías que era bondadosa,
que no lo merecías, pero la vida tan solo me dejó devolverte una
pequeña parte de tu abnegación y sacrificio. Solamente una
brizna de tu dedicación, abuela. Olvidarte sería olvidarme de mí
misma, de lo que fui, de lo que soy, de lo que llegaré a ser.
Sería no reconocerme al mirarme en un espejo. Cuando te acompañé
en tu último aliento, no pudiste decirme nada, no hizo falta.
Mientras te dormías dulcemente arrullada por mis palabras de
amor, abrigada por la tierna sonrisa que pude hilvanar para
despedirte, supe leer en tus ojos que no me dejabas sola, que
siempre serías parte de mí. Y sentí paz, y sentí fortaleza, y
sentí vida.
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