Recién cumplidos los dieciocho
Acabo de cumplir dieciocho años. Desde que tenía doce mi
abuela me está dando la lata con los dieciocho. Mi padre me
dijo hace tiempo que hasta que cumpliese los dieciocho
tendría que hacer lo que él quisiera, que eso era lo que
había. Ahora ya los tengo. Y sin embargo parece que no ha
sucedido nada. Pretenden que todo siga igual, aquí,
aguantando sus cosas, sus caprichos, sus horarios de salida
y de entrada. Resulta absurdo que para unas cosas sea
considerada una mujer y para otras continúe siendo una niña.
Llevo tanto tiempo esperando que llegue este momento que ya
no estoy dispuesta a aguantar ni un solo instante más, ni un
solo día más. Y no es solo cosa de horarios. Que si me pongo
esto, que si lo otro, que si corto, que si provocativo. Y
después están las cosas de mis relaciones con los demás, que
con quién hablo, que con quién entro, con quién voy. Yo ya
tengo mi chico, mi pareja, y tampoco tiene por qué venir a
recibir su visto bueno. Parece que estamos en el año de
Maricastaña, y esto no es para toda la vida, esto es para
ahora mismo. Yo no me meto en sus vidas, en sus cosas, yo no
le digo a mi padre a qué hora tiene que abrir o cerrar su
taller, a quién tiene que atender primero y a quién después.
Cada cual, a partir de determinados momentos, debe tener
capacidad de decidir sobre su vida, sobre sus cosas. Y las
horas de entradas y salidas, las relaciones de cada cual,
los asuntos más íntimos deben quedar en el ámbito de la
decisión de cada una, de su responsabilidad. Yo ya tengo
mayoría de edad, ya puedo votar, de hecho acabo de votar,
aunque me lo he pensado mucho. En un principio no lo iba a
hacer. Dicen que todos hacen lo mismo, pero eso de ver
entrar mi opinión en una urna me atraía desde hacía tiempo.
Pues eso, que si ya puedo votar quién se ha creído mi padre
que es para decirme que llegue a tal o cual hora por el
simple hecho de mantenerme. Esa es su obligación, que para
eso se dio el gusto, que para eso me ha estado paseando como
un juguete, presumiendo, y sin entrar en más historias de
opiniones. Yo no aguanto más, y la bronca de esta noche será
la última. Yo sé que ellos me quieren, pero tienen que
comprender que ya soy una mujer. Mañana, después de
desayunar, llenaré la mochila del instituto con alguna ropa
y me marcharé. Carlos me ayudará. Me lo ha dicho. Viviremos
en un apartamento que tienen sus padres para alquilarlo los
veranos. Nos buscaremos la vida; aquí no es tan difícil;
trabajo no falta, y la independencia bien merece la pena.
Los estudios los podré seguir después, para eso siempre hay
tiempo.
Amor y cebolla
Me dijo que viviríamos en el apartamento de sus padres,
aquí, en la playa, que todo sería fácil, que entraríamos,
que saldríamos, que nuestra voluntad sería la dominante, que
nadie mandaría, que nadie me diría lo que tengo que hacer. Y
es cierto. Pero hay que comer todos los días, y ya estoy
harta de patatas y hamburguesa. Ya estoy harta de ponerme
los mismos trapos que me traje de mi casa. Ya estoy harta de
no poder elegir nada, de depender de nada, de nadie a cambio
de nada. Carlos me dice que hasta que no llegue mayo los
hoteles no contratan a nadie, que hay que buscarse la vida,
y sus padres no le dan más dinero. Podría volver a mi casa,
pero por no verle la cara a mi padre; esa cara de
satisfacción, de victoria, de superioridad que yo sé que
pondrá cuando me vea prefiero quedarme donde estoy. Sé que
lo están pasando mal, casi más él que mi madre. Ella es
fuerte, y tiene a mis hermanos para descargar sus emociones,
pero él sólo me ve a mí, soy la niña de sus ojos. Pero tiene
que darse cuenta de que ya no soy aquella niña que se subía
sobre sus hombros, a la que compraba aquellos bolsones de
gusanitos tan grandes, que llevaba al cine a ver las
películas de dibujos que ahora me repelen tanto. Yo ya soy
una mujer, y él no quiere aceptarlo, y me sigue martilleando
con sus sermones; y no quiere admitir que la única dueña de
mi cuerpo soy yo. A mi madre le cuesta menos, aunque ya pasé
lo mío hasta que se dio cuenta. No, no volveré, no le daré
la satisfacción de la razón, de su razón. Deben aprender a
respetarme como persona mayor.
Carlos me ha dicho que un colega suyo puede ayudarnos a
ganar una pasta sin ningún esfuerzo. Sólo tengo que darme
una vueltecita por Ceuta, recoger un paquete y entregarlo
aquí. Me dicen que no debo ponerme nerviosa, que debo actuar
con naturalidad, con discreción, como si trajese un cartón
de tabaco o una botella de güisqui. A cambio me darán una
buena cantidad de dinero, el suficiente para que nos permita
llegar hasta la temporada de hoteles. Carlos lo ve bien. Él
confía en sus amigos y en mi templanza. Me ha visto hacer
algunas cosas con mucha frialdad, como el día que saqué
aquel vestido de El Corte Inglés, puesto, y no se dieron
cuenta de nada. Yo creo que podré hacerlo sin muchos
problemas. Además es poca cantidad, por lo que si por mala
suerte algo saliera mal nadie me diría nada. No tengo
antecedentes, nunca he hecho nada, salvo lo de El Corte
Inglés, y no voy a tener tan mala suerte, para una vez que
lo hago... La verdad es que estoy un poco nerviosa, porque
no tengo muy claras las cosas. Sé exactamente lo que tengo
que hacer, pero no termino de comprender muy bien por qué me
van a dar tanta pasta a cambio de una cosa tan fácil. Carlos
no deja de decirme que confía en mí. Yo lo quiero, pero...
acaso esté excesivamente preocupada.
Ellos me animan, tengo que ser yo, porque mi apariencia es
la de no haber roto nunca un plato, y a ellos los tienen
fichados, a Carlos también, por tonterías, pero lo
suficiente como para que las cosas se puedan complicar. Me
ha prometido que esta será la primera y la última vez que
paso algo desde allí. Seguro que no pasa nada, qué había de
pasar, además yo soy una mujer con suerte, siempre la he
tenido, en casi todo. No iban a cambiar ahora las cosas. Y
necesitamos el dinero para comer, para vestir. Será solo una
vez.
Qué fácil habría sido
Qué noche tan larga, qué silencios tan terribles, qué gemir
tan doloroso. Todo el mundo se me viene encima. La suerte,
mi suerte, la que siempre me acompañó en mis trampas, en los
exámenes aprobados a base de chuletas, las cosas escondidas
en el doblez de las faldas, los juegos con dos chicos a la
vez..., siempre tuve un ángel guardián vigilante en mis
travesuras. Pero hoy, ¿dónde estaba hoy ese ángel que me ha
cuidado siempre?, ¿dónde estaba hoy la buena estrella que
siempre tuve? ¡Quién me manda a mí creer que me miraban y
aligerar el paso en ese momento tan inoportuno! Justamente
cuando pasaba delante de la guardia. Me han desnudado
entera; me han dejado como mi madre me echó al mundo, pero
sin nadie que me protegiese, me han buscado en todos los
rincones de mi cuerpo, y me han encontrado todo lo que
traía, todo. Siete kilos. Siete años que me dicen aquí que
me van a caer. Cómo me van a meter a mí en la cárcel, si yo
no he hecho nunca nada, si no he hecho mal a nadie. Solo por
pasar unos paquetes que, además, ni sé lo que llevan dentro,
porque ni lo he visto, ¿por eso me van a meter en la cárcel?
Para nada. Además yo estoy limpia. Qué cara puso Carlos
cuando vio que la guardia me ponía la mano en el hombro y me
indicaba que la acompañase hacia dentro un momento. Sabía
que me habían cazado. No lo he vuelto a ver después. Me han
metido directamente en un coche y me han traído hasta los
juzgados. El juez me ha preguntado cuatro cosas, que si yo
sabía, que si tenía..., y yo qué sé. Yo no he hecho nada. Y
después me han traído hasta esta cárcel. Casi me meten en
este cuartucho directamente. Otra vez desnuda, otra vez
miradas por todos lados, otra vez preguntas. Y luego...
luego han ido cerrando todas las puertas del mundo detrás de
mí. A cada paso que daba se cerraba una puerta, hasta llegar
aquí, a esta celda, donde están estas dos. Aquí huele a
zotal, he visto cucarachas, hormigas..., aquí hay todo tipo
de insectos, a pesar del zotal. Hace frío, y tengo ganas de
llorar. Pero no lloro, debe ser un error de los guardias, o
del juez. Yo solo he pasado un paquete, o dos, pero solo una
vez, es la primera vez. A mí nadie me puede acusar de nada
antes de esto. Los amigos de Carlos me dijeron que si
ocurría algo extraño que no dijese nada, porque sería peor,
y además ya no podrían ayudarme. De modo que le he dicho a
los policías que yo no conozco a nadie, que no sé nada.
Tengo ganas de llorar, me estoy acordando de mi padre y de
mi madre. Qué mal rato se van a llevar cuando le diga la
guardia civil que su hija está presa, que la han cogido
pasando droga. ¡Qué vergüenza! Ya no los podré mirar a la
cara. Pero esto no me va a pasar a mí. Segura que mañana el
juez me suelta. Me echará una bronca, y hasta puede que me
ponga una multa. Con el dinero que me den los amigos de
Carlos podré pagarla y asunto resuelto. Mis padres ni se
enterarán de esto. No sé por qué me han preguntado que si
tengo abogado, que si no lo tengo me ponen uno de oficio.
¿Eso qué será?
De una a otra
Cuatro años, llevo cuatro años encerrada en las cárceles. Y
menos mal que ahora estoy cerca de mis padres. Vienen a
verme todas las semanas desde el primer momento en el que me
trasladaron aquí. Carlos ha desaparecido de mi vida. Vino
una vez cuando me condenaron. ¡Siete años! Un año por kilo.
Me dijo que me esperaría, que no me preocupase, que con
buena conducta y trabajando en los talleres esto se quedaría
en un par de años, como mucho en tres. Que no dijera nada,
que sería mejor para todos. De todas formas lo mío tendría
poco remedio aunque hablara, y que a él lo pondría en serios
problemas. Mientras yo estuviese aquí él trabajaría fuera e
iría montando poco a poco nuestra casa para cuando saliese,
para que todo estuviese listo. Y nos casaríamos, porque él a
mí me quería con toda el alma, con toda su alma. Yo le dije
que sí, que callaría, que no diría nada. Faltaría más, que a
una mujer hecha y derecha como yo alguien le dijese chivata,
con lo mal visto y lo infantil que es eso.
Ahora ya me da igual todo. Él no volvió a aparecer por aquí.
Hablé con él por teléfono. Sus amigos le habían dicho que no
era conveniente que me visitase, que lo podrían relacionar
con el caso, y que a ellos los comprometería. Carlos no
quería problemas con sus amigos. Yo sé que les temía, que
les tenía miedo, mucho miedo. Esa gente no se anda con
tonterías. Primero le dan una paliza, luego le parten las
piernas, y si vuelven es para dejarlo medio muerto en una
cuneta. No, a mi Carlos que no le hiciesen esas cosas. De
todas formas íbamos a adelantar poco.
Tengo veintidós años. Voté aquella vez que no lo tenía
claro. Después no he vuelto a hacerlo. No me podría imaginar
las cosas que se aprenden aquí dentro, ni las cosas que te
pueden pasar. No, ni siquiera deseo recordar ya. Ahora me
respetan, mis relaciones son lo mejor que pueden ser. Las
ofertas las rechazo. No necesito nada, ni a nadie. La
sensación que tengo es que todo es mentira, una burda y
cruel mentira. Las cosas solo merecen la pena cuando hay un
mañana para vivirlas. Pero aquí los días son eternos, y las
noches... las noches son infinitas, largas, frías, llenas de
sonidos venidos de todos lados, de arriba, de abajo, de
todos los sitios. Y cada cual, sin embargo, se arrastra por
su vida como puede. Aquí hay gente que dejó su orgullo mucho
antes de llegar, pero otras lo pasean cada día por el patio,
trabajan con él en los talleres, duermen con su orgullo;
dicen que es lo único que les permite levantarse cada
mañana, contar los días que les quedan para salir. Algunas,
en cambio, viven como si fuesen a morir una hora más tarde,
un minuto más tarde. No les importa nada, hacen cualquier
cosa para conseguir lo que buscan. No hay hueco donde no
quepan con sus menesteres, no hay rincón en el que no
intenten esconderse. Nada ni nadie les importa, nada ni
nadie les espera; solo el dolor, el sufrimiento, la
marginación. Algunas, cada vez más, aguardan su muerte en
forma de SIDA, y lo saben, se lo han dicho; y saben que no
pueden hacer nada, nada por vivir ni un solo día tal y como
hubiera sido su vida si no hubiesen entrado nunca aquí. Ya
han olvidado la dignidad, su dignidad poco, nada les
importa.
Aquellas otras, las de Alcalá, aquellas eran otra cosa. Muy
a pesar suyo, de algunas. Jamás, por muchos años que viva,
nunca olvidaré el día en el que el coche en el que viajaba
paró en aquel patio. En los alrededores había árboles,
muchos árboles, creo que eran pinos. Paró en el interior de
aquel recinto. Era absolutamente distinto a lo que había
visto hasta ese momento, a lo que había vivido. Pasé el
examen, como tantas otras veces, leí, escribí, contesté a
las preguntas que me pusieron las maestras. Quiero olvidar
las duchas, los reconocimientos. Son igual de humillantes en
todos los sitios. Pero allí había algo distinto, algo que se
veía, algo que se oía y hasta se podía oler. Allí había
niños y niñas, decenas de ellos. Eran todos pequeñitos,
menores de cuatro o cinco años. Desde recién nacidos.
Parecía una guardería. Había una guardería. Las ventanas
escondían tras los barrotes cortinas de colores, cortinas
con lunares verdes, rojos, azules... Y olía a polvos de
talco, y a colonia de bebé. Lloro cuando recuerdo esos
olores, me llevan a casa, a mi casa, cuando ayudaba a mi
madre a cuidar a mi hermano, el más pequeño. Ese olor
siempre me recuerda a mi madre.
¡Cuánto lloró ella aquel día!
Los niños jugueteaban en los patios, parecía una escuela.
Los más mayorcitos iban todos los días a un colegio. Los
llevaba y los traía un microbús. Los pequeños se quedaban
con unas monitoras. Algunas de nosotras ayudábamos en la
guardería. Si no fuese porque sus madres no podían salir a
comprarles la ropita, ni los pañales ni la comida, si no
fuese porque no podían sacarlos a pasear fuera de aquel
recinto hubiese parecido mismamente que era todo normal,
como en la calle, con sus pelotas y sus muñecos. Sí, allí
estuve cómoda. Incluso gané dinero en el taller de calzado,
y aprendí a coser zapatos, a pegar suelas, a callar, a mirar
y a olvidar. Pero estaba muy lejos de mi casa, de la casa de
mis padres. El día que me sacaron de allí volví a llorar. Y
quedaron algunas amigas de esas que tienes para siempre.
Cuántas cosas me enseñaron sobre los hombres, sobre la vida,
sobre el cielo y sobre el infierno. ¡Qué bien me abrieron
los ojos! Lo que ocurre es que todavía no he podido poner en
práctica aquellas lecciones de sabiduría, de auténtica
sabiduría. Ellas sí que podían escribir un libro. ¡Qué digo
un libro! ¡Una biblioteca entera! Pero qué tristeza cuando
me fui, casi como la de mis compañeras cuando les quitaban a
sus niños. Al cumplir, creo que los cinco años, no estoy muy
segura, se los llevaban, había que sacarlos de allí. Les
decían que era por el bien de ellos, que no era bueno que a
partir de ese momento siguiesen en ese lugar. Y se los
llevaban a sus abuelos, o a sus padres o a sus tíos. ¡Qué
pena tan grande la de algunas! En ese momento se quedaban
solas, terriblemente solas. Hasta ahí habían cumplido una
función, habían hecho algo importante. A partir de ahí
algunas sentían que su vida ya no tenía sentido. Para qué
seguir si no podían ver, si no podían tocar ni oler a sus
niños, a esas criaturas que eran parte de ellas, que habían
estado dentro de ellas, y que se los habían arrancado de
forma miserable. Sus hijos habían justificado tantas
cosas... Ahora solo les quedaba esperar a terminar de
cumplir la condena para volver a reunirse con ellos. Y para
eso buscaban entretener hasta el último segundo de cada día,
para llegar a la noche tan cansadas que apenas cayesen en la
cama el sueño las atrapase. Si no ocurría así las noches
eran, podían ser terriblemente largas. Yo recuerdo aún los
llantos en el silencio, contenidos, para no despertar a las
otras, ni a los niños de las otras. Las madrugadas eran el
peor momento de cada día.
Pero mi casa, mis padres, mis hermanos estaban lejos. Y me
trajeron hasta aquí, cerca de ellos. Y he tenido suerte.
Otras aún están muy lejos de sus casas. Apenas ven a nadie,
no las visitan, no las escuchan, no tienen nada fuera, o al
menos, cerca, a lo que agarrarse cada día, a lo que atrapar
el sentido de cada minuto aquí dentro.
El Principito
Me estoy sacando el Graduado en Secundaria. Tengo maestras y
maestros. Uno es de aquí, paisano mío. Yo lo conozco desde
que era chica. Él me animó a aprovechar el tiempo. Creo que
pronto podré salir durante el día. Tendré que regresar a
dormir por la noche, pero no me importa. Me ha dicho que
para encontrar algún trabajo necesito ese título, y como no
acabé en el instituto pues es como si no tuviese nada.
Estamos un montón de gente. Hay una biblioteca maravillosa.
Desde hace dos años lo que más me gusta hacer es leer. Esta
biblioteca es circular, y los libros van envolviendo las
paredes. Se alcanzan con unas escaleras de caracol que
llegan hasta un pasillo lleno de libros. Me encanta. Hay
respeto entre hombres y mujeres, aunque ya se sabe que
algunos y algunas utilizan la escuela para después poder
hacer otras cosas. Ese no es mi problema. Aquí cada cual se
las apaña como puede. Yo a lo mío. Si acaso, con quien mejor
me llevo es con los compañeros del grupo de teatro. Y es que
estos maestros se han empeñado en que representemos una obra
teatral. Parece ser que si lo hacemos bien, además de
representarla aquí dentro podremos salir fuera, para que nos
vean, para que vean lo que hacemos aquí. Dicen que las
compañeras de Córdoba viajaron hasta Granada hace dos años,
y se alojaron en un hotel y todo. Y representaron su obra en
un teatro de verdad. Eso nos ha dado mucho ánimo. No me
imagino yo de actriz encima de un escenario. Aquí sí, porque
los conozco a todos, pero fuera... fuera es otra cosa. Nos
hemos animado. Estamos ensayando la obra El Principito, que
la escribió un francés que era militar, y murió el pobre
hombre joven. Yo represento a la serpiente. Me estoy
haciendo un traje de serpiente muy pegado al cuerpo, con
unas manchas que se asemejan a la piel de esos bichos. Me
gusta mi papel, creo que me va. Además mi cuerpo me ayuda a
representarla, como no tengo mucho pecho, bueno, en realidad
no tengo casi nada, qué le vamos a hacer, pues eso me viene
bien. Salgo poco, pero lo suficiente para que se me vea.
Llevamos ya dos meses ensayando. Nosotras nos hemos hecho
los trajes, estamos haciendo los decorados, el maquillaje,
en fin, todo. El director está muy contento con el grupo,
aunque el maestro está bastante nervioso. Dice que confía
plenamente en nosotros, pero los nervios no hay quien se los
quite. De vez en cuando aparece por aquí un tal Guillermo,
que dicen que es uno de los jefes, aquí hay muchos jefes, y
le ha dicho al maestro que después de lo que lleva visto
probablemente nuestro grupo represente incluso a la
provincia. El subdirector le ha dicho que si somos capaces
de que eso sea así es capaz de llevarnos esa noche de
juerga. Luego será menos.
El día D
Son las seis de la tarde. Llevamos arreglándonos desde las
tres, desde que hemos terminado con las cosas de la cocina.
Hoy no hemos tenido que fregar platos ni perolas. Nuestras
compañeras nos han sustituido en la tarea. Apenas hemos
recogido nuestro comedor se nos ha autorizado a marcharnos.
Tenemos que preparar las ropas, los vestidos de esta noche.
Nos han dicho que nos darán una recepción, creo que se llama
así, en un sitio muy elegante, que vayamos con nuestros
mejores trajes, bien pintadas, que causemos buena impresión,
que no se note de donde venimos, que nos portemos como mejor
sabemos... en fin, esas cosas que siempre se dicen, digo yo.
Se nos ha ido media tarde pintándonos, maquillándonos, y
porque nos habíamos depilado antes, que de no haber sido así
no nos hubiera dado tiempo a nada, sobre todo a Luisa, que
más que depilarse casi se tiene que afeitar. El problema
principal lo hemos tenido con la ropa, porque a algunas de
nosotras no nos entraban apenas los vestidos, o se nos
antojaban largos, o cortos, o vaya usted a saber. Y es que,
como dice Teresa, los cuerpos cambian. A mí me está
perfecto. Es un vestido ceñido, pero no porque yo esté
gorda, es que es así. Me marca perfectamente mis formas. Yo
sé que más de una me mira con envidia, pero a mi edad qué no
me va a estar bien. Patricia ha tenido algún problema con el
suyo. Se le ha quedado más bien estrecho, pero a ella no le
importa. Le cae bien, porque es una de estas regordetillas
que caen simpáticas entradas en carnes; no le pasa lo que a
María, que rápidamente se le suben los kilos a donde no es
preciso. De todas formas ella está contenta, porque va a ver
a su marido y a sus hijos, y a él le gusta de todas las
maneras. Tenemos que cuidar las pinturas, que no se nos vaya
la mano, no vayamos a parecer otra cosa que no somos.
Al fin todas listas. ¡Qué conjunto! Y qué cara lleva el jefe
de servicio, Don Miguel Rosal Perfecto, va como orgulloso,
como pavoneándose de la compañía que lleva. Cuándo se iba a
ver él con semejante ramillete de mujeres por las calles de
Málaga. Vamos, que va haciendo ricia, todo el mundo nos
mira, y los hombres le lanzan miradas de envidia, que lo
sabemos nosotras, y por eso nos pegamos más a él. En cambio,
el subdirector, como es así de estirado, camina detrás, no
se vaya a escapar alguna. Yo creo que no se atreve, por si
lo ve algún conocido. Los maestros van felices, orgullosos.
Verán mañana, cuando nos subamos al escenario. Entonces sí
estarán orgullosos de sus alumnas.
Acabamos de llegar a la finca. En la puerta se lee “Escuela
de Hostelería”. Es un lugar fantástico, lleno de jardines,
de flores, de verde. Qué diferencia tan grande con nuestra
casa de ahora. Al fondo hay un edificio que parece un
palacio, con unas grandes escalinatas delante, con unos
rellanos que parecen plazas, con una baranda de piedra
blanca. Abajo, entre los jardines, han colocado unas mesas
muy elegantes, en las que hay muchas bandejas con canapés,
refrescos, copas... Nos vamos a hartar. A Patricia le van a
saltar los corchetes del vestido, con lo comilona que es.
Pero lo más fantástico de todo es que nos viene a saludar
todo el mundo, todos quieren hablar con nosotras, todos
quieren saber de nuestras cosas. Incluso el juez, que tan
serio se pone en el tribunal, se comporta aquí como si fuera
nuestro padre. Bueno, nuestro padre no; más bien como un
primo algo lejano que quiere mejorar las relaciones
familiares.
Al principio me siento algo extraña. Éste no es mi ambiente,
no lo ha sido nunca. Yo era una chiquilla antes; después, de
pronto, he pasado a ser una mujer, pero una mujer distinta a
lo que soñé hace tiempo, creo yo, aunque no estoy muy segura
de lo que pasa. Aquí, ahora, me siento como una princesa
esperando un príncipe azul, y está claro que lo que estoy
encontrando son viejos verdes, o así me lo parecen a mí. Me
cogen del brazo y me lo presionan con mucha suavidad, con
cariño, con afecto, y me miran muy fijos a los ojos, como
esperando no sé qué de mí. Mis amigas se ríen a carcajadas,
y cuando se dan cuentan que las miran procuran contenerse.
Yo creo que estoy fuera de lugar, que aquí pinto más bien
poco, aunque algunos de los que se me acercan parecen creer
todo lo contrario. Ya veremos.
Qué rápidas pasan las horas cuando somos felices, cuando
estamos bien, cuando la luna se apodera de los sentidos.
Antes de darnos cuenta estamos de regreso al penal. Mis
compañeras se ríen, hablan de los acompañantes y ríen:
recuerdan frases, miradas, gestos y ríen. Yo no termino de
comprender muy bien las cosas. Ya me las explicarán. Ellas
siempre me lo explican todo, como si yo fuera una chiquilla
de seis años, para que me entere bien, sin dobleces.
Prefiero soñar ahora. No estoy nerviosa, más bien tensa.
Mañana será nuestro día. El Principito volverá a la tierra
de nuestra mano, y yo seré la serpiente. Y después nos han
prometido que podremos estar con nuestras familias un rato,
sin nadie que vigile. Solos ellos y nosotras. Mis padres y
mis hermanos vendrán a verme. Les han mandado invitaciones
para el teatro. Estarán en un palco, y tras la
representación hablaremos. Yo los miraré de reojo. Pero
tendré cuidado, no se me vaya a olvidar el papel. Me ha
dicho el juez que ya me queda poco, que aguante, que después
de esto la vida será distinta, como si naciese otra vez, que
me fije en quienes me esperan fuera, que su amor me aguarda
en la casa. Que aprenda para no volver a caer en la misma
trampa. Mis compañeras parecen recordar otras frases de sus
acompañantes. Y se ríen. Hacía tiempo que no se sentían
mujeres, atractivas, atrayentes, sensuales. Claro que con
estas ropas que llevamos podríamos haber levantado a un
muerto. Elegantes sí que vamos, pero un pelín llamativas
también. O al menos así me lo parece a mí, por las miradas
de otras mujeres que debían sentirse ignoradas, y es que con
ellas están todos los días. Además, nosotras despertamos
morbo. A ver cuando se van a encontrar con siete mujeres
presas por pasar droga, por asesinato, por robo... o por
error; y poder tomar un canapé o como se llamen esos
pastelillos tan ricos, así, tan ricamente, como si
estuvieran tomando una cerveza con su compañera de trabajo.
Muy respetadas, muy miradas y muy admiradas, que qué pena
que no nos dejen, que si tal y que si cual. Pues allí
estaban todos, digo yo; que lo solucionasen entre ellos, que
mire usted qué fácil habría sido. Que aquí estamos ya; que a
dormir que mañana será otro día, será el día. Y ahí
estaremos, como todos los demás, mostrando nuestras alas
desplegadas durante un rato sobre el escenario, y volviendo
a plegarlas de nuevo tras nuestro minuto de gloria. Después
a luchar de nuevo por el cigarro, por la colilla, por el
encendedor, por el lápiz, por el aire, por la intimidad, por
la dignidad, por la vida. A seguir aprendiendo a sobrevivir
cada día, hasta que llegue el momento en el que salga por
esa puerta a pie, sin mirar atrás, sin siquiera para
recordar, si acaso para olvidar, si puedo. Pero antes estará
mañana, cuando El Principito volverá a La Tierra de nuestra
mano..., y yo seré la serpiente.
«Irene» es un relato del libro Julia, el otro
lado de la puerta, escrito por Juan de Dios
Villanueva Roa y publicado en 2002 por el Instituto
Andaluz de la Mujer y las Diputaciones provinciales
de Granada y Córdoba. |
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Datos bibliográficos
Julia, el otro lado de la puerta
Juan de Dios Villanueva Roa
2.ª edición
Instituto Andaluz de la Mujer
Granada, 2003
180 páginas
Edición en papel
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