HABÍA INVESTIGADO, DURANTE años, en todas las bibliotecas o
librerías de viejo a su alcance, cualquier hipótesis por
descabellada que fuera. Que Shakespeare era, en realidad,
Marlowe. Que se escondía bajo el apellido de Bacon. Había
reflexionado, también, sobre la posibilidad de que el bardo
inmortal fuera Su Majestad Jacobo I. ¿De dónde había salido
aquel genio portentoso con licencia para inmortalizar? En un
momento de angustia, incluso consideró la teoría más absurda que
podía concebir: ¿Y si William Shakespeare fue, en realidad,
William Shakespeare? Aunque eso, tal vez, solo quería decir que
era un personaje de ficción con el que compartía nombre.
Desesperado, había dado en leer cada vez más y, por una
irritante ley de proporcionalidad inversa, dormir cada vez
menos, hasta el punto de que su piel, de tanto hurtarle la luz
del sol, había adquirido la tonalidad apergaminada de un
príncipe de los vampiros. ¿Qué iba a ser de Bernardo Cifuentes,
crítico literario, poeta ocasional, friqui a tiempo completo?
Parecía haberse atascado en un callejón sin salida. Hasta caer
en un dato obvio: William Shakespeare y Miguel de Cervantes
habían muerto un 23 de abril de 1616.
—Pero no el mismo día —se autorrectificó—. En Inglaterra aún
estaba vigente el calendario juliano.
—Sí, pero... Como no sabemos quién fue Shakespeare en realidad,
ni siquiera podemos asegurar que viviera en Inglaterra.
Había comenzado un debate consigo mismo, una forma como otra de
mantener ocupadas las neuronas. La única manera, en realidad, de
discutir con alguien cuyas opiniones le inspiraran un mínimo de
respeto, aunque, a veces, ni eso siquiera.
—Sus libros están escritos en inglés, Bernardo. ¡No seas burro!
—Eso no prueba nada. Pudo tratarse de un traductor.
—¿Traductor de que idioma?
—Del español, por ejemplo.
—Anda ya. ¿Te has olvidado la pastilla para el azúcar?
—Je, je, je. Graciosillo, el chico. ¿Olvidas que España era la
primera potencia mundial?
—¿Estás diciendo que Shakespeare era español? ¿Que nació,
pongamos, en Valladolid?
—No sería tan extraño. ¿Acaso uno de sus personajes, Cardenio,
no está inspirado en Cervantes?
—Eso no prueba nada.
—Pero hay otras evidencias. Romeo y Julieta... Está claro que el
bardo de Stratford-upon-Avon se inspiró en una conocida canción
castellana.
—Bernardo, Bernardo... ¡No estaban en la Italia medieval!
—Y el príncipe de mucho ruido y pocas nueces es don Pedro de
Aragón.
Se encendió entonces una luz y lo vio todo claro, diáfano.
«Gracias, farola de enfrente de mi entresuelo», anotó en un
pósit mental. Ya tenía la idea novedosa para el best seller
que iba a pulverizar las listas de ventas. Por eso habían muerto
el mismo día. Por eso Shakespeare había dedicado dramas a
Enrique I, Enrique II, Enrique III y Enrique IV. ¡Los de
Castilla, maldita sea! Los que seguían no pasaban de apócrifos,
seguro. Por eso, había escrito una obra sobre La Tempestad,
una alegoría del desastre de “La Invencible”. Para evitar la
censura, claro.
Todo cuadraba. El círculo, por fin, se había cerrado. William
Shakespeare era, en realidad, Miguel de Cervantes.
Aunque corrían malos tiempos para ejercer como private
historiator, Bernardo no se desanimaba. No pensaba detenerse
hasta desenredar la madeja del misterio de los misterios. Si
Shakespeare dejó tan pocos rastros sobre su persona, sin duda
tenía un motivo más que razonable. Como el hecho, infamante en
aquel mundo quisquilloso en cuestiones de honra, de ser hijo
ilegítimo, de ser, como decían los que se pasaban la corrección
política por la bisectriz del sur, un bastardo. Ningún
investigador había reparado en los escasos indicios que parecían
relacionar al bardo —¿quizá un alcohólico, parroquiano habitual
del bar “Do”?— con Lady Micaela, una de las damas de compañía de
la desgraciada Catalina de Aragón. Había encontrado la pista en
Catherine, the Unhappy Queen, de Sheldon Cuoco.
Routledge, 2012.
La lady, sin imaginar que un día se pintaría los ojos de azul,
cuando hizo mil años que dejó atrás su juventud, había llegado a
Londres dispuesta a conservar la honorabilidad, tal como le
habían enseñado las recias monjas del recio convento de la recia
Castilla donde se había educado, sumergida en los asuntos del
espíritu pero ajena a los del cuerpo. Por suerte o por
desgracia, de subsanar esa laguna en su formación se encargaría
un apuesto aristócrata de Liverpool que las embelesaba a todas
con su rostro aniñado, Lord McCartney. Porque, seamos serios,
¿cómo hubiera podido resistirse a un galán que le cantaba
aquellos versos de «Micaela, ma belle, sont des mots qui vont
très bien ensemble»? En francés, claro, porque así hablaban las
personas con estilo. Porque los gabachos siempre se han creído
los reyes del amor. Nueve meses después, Miguel, el futuro
escritor, llegaba al mundo como llegamos todos. Entre llantos.
Sin duda, pensaba Bernardo, en los archivos británicos
encontraría pruebas de que ese Miguel se convirtió en William. Y
si no las hallaba, siempre podría deleitarse con las pastas de
té a las cinco de la tarde. Las mismas que Sancho, sin duda,
comió hasta saciarse mientras escuchaba, embelesado, las
historias de su señor sobre Palmerín de Inglaterra. Precisamente
de Inglaterra. ¿No era curioso que Cervantes tuviera tanto
interés en un libro sobre el país de la reina hereje? La
Inquisición debió tomar cartas en el asunto, pero… ¿Dónde
estaban los documentos que dijeran que el autor del Quijote
era un heterodoxo en materia de religión? A fin de cuentas, lo
de «Con la Iglesia hemos topado» no parecía reflejar el mayor
entusiasmo del mundo por los misterios teológicos.
En los archivos londinenses le esperaban las pruebas, pero
antes, ay, debía llegar a las orillas del Támesis. Con el dinero
que no tenía, en alguna línea aérea cochambrosa, estrecha como
una lata de sardinas donde sus largas piernas iban a resistir el
entumecimiento con hispano estoicismo. Arriba Séneca y todos los
demás. Por desgracia, los viejos filósofos no iban a ayudarle a
reunir con urgencia dinero con el que financiar su viaje de
investigación porque, al menos, desde Larra, escribir en la piel
de toro equivalía a “llorar”. Si no a sollozar, si es que había
que ponerse en plan realista. Así que no se le ocurrió otra cosa
que colocarse en las Ramblas, cerca de la font del Gat, a
preparar su gran número. Cantaría Le bon roi Dagobert.
El asunto requería un ritual estricto como el ceremonial de la
corte borgoñona. En el escenario escogido para su “performance”,
colocó una pulcra lámina de papel de embalar, de forma que su
trasero no llegara a tocar un suelo por el que habían pasado a
saber cuánta gente y sus microbios. Sobre sus tejanos
deshilachados, tan sucios que “andaban solos”, situó el cartel
que anunciaba al mundo el quid de la cuestión: «es triste no
tener para libros, pero más triste es robarlos».
Los turistas, al principio, lo miraban con la curiosidad de los
entomólogos cuando encuentran un bicho raro. Pero era julio, y
el astro rey, con su verticalidad, empezó a recalentarle la
sesera. Fue entonces cuando se produjo el apocalipsis, bien por
los gallos de su voz melodiosa sin miel, bien por su insistencia
en hacer amplias digresiones en las que explicaba que el tal
Dagoberto fue un antiguo monarca merovingio, la dinastía que
reinó antes de los carolingios y, probablemente, después de los
vingios, todos tan vagos que se encerraban en sus castillos a
jugar a cartas mientras los mayordomos se tomaban el trabajo de
gobernar. Por desgracia, a la gente que acaba de salir del FNAC
o se había atizado una pizza monumental en La Poma, lo que menos
le apetecía era escuchar a un chiflado con pretensiones. Así que
nuestro pobre Carusso, en lugar de recibir monedas de euro, se
vio increpado. Hubo hasta quién le dio una patada en la
espinilla con un zapato metálico, pero más le dolió cuando un
espíritu estricto le acusó de hacer apología de la privatización
del patrimonio bibliográfico como un neoliberal cualquiera.
Cuando regresó a casa, Luisa, su mujer, le miraba con una
evidente conmiseración, sin perder la ternura que se debe a un
niño que se ha dado un gran trompazo por culpa de sus propias
travesuras.
—Ni una palabra. Soy un mártir de la ciencia histórica.
—¿A quién le interesa otra biografía de Cervantes? Tienes que
escribir una novela. Algo atractivo, para el público joven. ¿Qué
tal Cervantes hombre lobo?
—Yo soy un escritor serio...
—Si, todo lo serio que quieras, cuchi cuchi mío. Pero ya se te
han caído tres dientes en los últimos cinco años porque dinero
para libros, el que haga falta, pero para una simple limpieza...
Otra vez el sentido común, implacable y prosaico.
—Las cosas de palacio van despacio...
—Tan despacio que no van.
—Pero esta vez es la definitiva, te juro por Snoopy que sí. Voy
a encontrar auténticas pruebas falsas de que Miguel de Cervantes
era, en realidad, William Shakespeare. Después, se me rifarán
El País, Televisión Española, el New York Times,
Barrio Sésamo...
—¿Barrio Sésamo? Se te va mucho. Más que de costumbre. Anda,
comete esta magdalena. Necesitas azúcar, hijo mío.
—El mes que viene estaré en Londres. Consultaré los archivos.
—Te vas a dejar los ojos. Rompiste tus gafas el mes pasado, pero
no te has tomado el trabajo de hacerte con otras nuevas.
—¡Por qué tenía que comprar una primera edición de Stefan Zwieg
firmada por el autor!
—Lo que dices siempre, que la carne es débil pero el intelecto
más.
—En efecto.
—Además, ¿para qué quieres ese libro de Zweig si no sabes
alemán?
—Porque lo firmó él. A ver si se me pega algo...
—Paperback Writer...
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Miguel
de Cervantes y William Shakespeare representan la
cumbre de la literatura española e inglesa,
respectivamente. (Imagen: ABC.es). |
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La canción de los Beatles, todo un himno personal por la forma
en que retrataba la desgracia de los aspirantes a Homero, se le
metió en la cabeza mientras iba a exponer su teoría, con la
consiguiente demanda de subvención, a Vicente Useros Da Silva,
catedrático de Literatura comparada en la Universidad de
Barcelona, que vivía su momento de auge tras publicar su mayor
éxito, Shelley en un vaso de cerveza: trasposiciones
estilísticas del siglo de oro español en la poesía romántica.
Las revistas especializadas habían saludado con alborozo aquel
estudio rompedor, en el que con las armas de la literatura
comparada, aderezada con la potencia teórica de Lacan, Derrida y
Foucault, argumentaba que cualquier autor, lejos de ser el
elegido de las musas, es un constructo social. De ahí que
tengamos que analizarlo, básicamente, como una categoría
histórica, a fin de que podamos desvelar el hecho político que
se esconde tras el acto de empuñar la pluma.
Useros Da Silva vestía un traje elegante, con americana y
corbata de seda, caro, muy caro. Seguramente, lo habría comprado
en La Aramis, la misma tienda a la que Bernardo se había
acercado, una tarde de sábado, atraído por el nombre
mosqueteril, para descubrir que ni siquiera con sus ingresos de
tres meses podría hacerse con una de aquellas vestimentas. Las
que Useros lucía como si fueran una manifestación física de su
inteligencia poderosa, con un aire de intelectual salido de la
Casa Blanca en tiempos de Kennedy. Parecía un cerebrito tipo
McNamara, aunque con algo más de barriga porque los años no
pasaban en balde. A su lado, Javier Lucena, un profesor veinte
años más joven, ejercía de escudero, más bien de monaguillo,
mientras le miraba con el arrobo debido al que exhala de su boca
verdades divinas. En la Universidad, bien lo sabías tú,
Bernardo, no se llegaba a nada sin pagar el peaje de la
adulación. Por eso te ceñiste a lo que dictaba el protocolo
social.
—Leí su libro. Deslumbrante. Sentí ganas de ir a la biblioteca a
devorar las obras de Shelley.
¿Shelley? ¿Quién es Shelley? Los escritores no existen. Para
nosotros, los críticos, solo cuentan las recepciones sucesivas
de sus obras. Todo lo demás no es más que la típica falacia
empirista de los ingenuos.
«Sí, lo que tú quieras», pensaste. Tenías que apostar fuerte,
incluso subir la apuesta. Que el otro viera que trataba con un
igual.
—Desde el punto de vista de las categorías epistémicas, nuestra
“recherche” habitual —pronunciaste la palabra con particular
énfasis— se encuentra demasiado alejada de los últimos
parámetros de la exégesis holística propia de los centros
punteros de toda Europa.
Filosofaste en el mismo tono durante cuatro o cinco minutos,
hasta ver el momento de soltar la bomba: “Miguel de Cervantes”
no era más que el seudónimo que escondía una identidad
alternativa, la de William Shakespeare.
—Tonterías. Si Cervantes existiera, sería Molière. El tema es
muy interesante, sin duda, pero en diez minutos tengo una
reunión con el Rector. Discúlpeme.
Bernardo abandonó el campus con una sensación de irrealidad,
como si no fuera dueño de su propio cuerpo. Caminó varios
minutos ajeno al bullicio callejero, sin ser consciente del
estrépito de los niños o el de los vendedores callejeros, que lo
mismo te ofrecían un DVD que una chanel número 5 casi regalada.
¿Qué haría ahora? Consideró, brevemente, irse al hospital a ver
si sacaba algunos eurillos por su sangre, pero enseguida recordó
que se desmayaba solo con el tacto de una aguja. Sin duda, había
nacido en el tiempo equivocado. Lo propio hubiera sido vivir en
el siglo XVII o en el XVIII, para que un mecenas, a poder ser el
Rey o, en su defecto, algún Grande de España, le financiara la
redacción de una larga, muy larga crónica, de forma que pudiera
darle a la pluma sin tener que fatigarse con fastidiosas
cuestiones terrenales.
En esos momentos, el presidente de la Generalitat acaba de
nombrar conseller de Educación a Miguel de la Orden,
descendiente de un cristero mexicano que había venido a España
en tiempos de la guerra civil a luchar por Dios. Franco
agradeció sus servicios —se decía que había sido la mano derecha
de Queipo de Llano en Sevilla— con un escaño en las Cortes, pero
el Gran Jefe le bajó los humos al enviarle el castigo de un hijo
comunista, Roberto. Al que tú, Bernardo, habías biografiado en
un libro polémico, demostrando con pruebas incontrovertibles que
era él, y no Ramón Tamames, como algunos creían, el chivato que
habían infiltrado los Servicios Secretos en el Comité Central. A
Miguel, como era de esperar, aquella revelación no le había
sentado lo que se dice “bien”. Contraatacó con un mordaz
artículo en Público, la tribuna de la izquierda
transformadora y verdadera, desmontando las ridículas tesis de
aquel “tal” Bernardo. El mismo que ahora se planteaba,
seriamente, solicitarle una beca para investigar en Gran
Bretaña. Aunque tuviera que asegurar a propios y extraños que
Cervantes era catalán, asunto en el fondo de muy poca monta, una
inocua concesión a la moda política del momento. Nada que se
pudiera comparar, lo mirara como lo mirase, a lo único que
realmente importaba, dejar bien sentado que Hamlet y don Quijote
eran hermanos, porque así es como se llaman los hijos del mismo
padre. Porque Miguel de Cervantes, alias “el niño de Alcalá”, y
William Shakespeare, “la bomba inglesa”, eran la misma persona.
Justo por eso, nunca habrían podido librar un combate de boxeo,
a no ser que se tratara del típico ballet de exhibición, al
estilo de las corridas de Curro Romero, es decir, sin contacto
directo con el lado salvaje de la vida.
Deseaba más que nada perderse entre viejos legajos, por mucho
que le pareciera ulcerante el hecho de violentar su orgulloso
delante de aquel trepa, un tío lo bastante hábil para hacerse su
lugar bajo el sol gracias a una sola cosa, el apellido de su
padre, al que muchos veneraban como gran héroe de la lucha por
la democracia. Sí, había estado en la cárcel. Aunque los
sicarios del enano gallego nunca le torturaron. Porque para
satisfacer sus instintos sádicos, ya estaban los hijos de los
trabajadores, los don nadie, los que no tenían un progenitor
entre los combatientes de la Cruzada.
¿Y si te marchabas a Londres andando? Aunque así podrías hacer
el deporte atrasado que necesitabas, con un medio de locomoción
tan primitivo ibas a tardar demasiado tiempo. Eso, sin contar
con tu sentido de la orientación, tan detestable que no podrías
asegurar que el fin del trayecto no fuera en Nueva Zelanda. Por
si acaso, consultarías en Google los fondos de sus Archivos
Nacionales. Si terminabas allí, de alguna forma tenías que
distraerte. ¿Qué ibas a hacer, si no? ¿Practicar surf?
Por muchas vueltas que le diera, Bernardo no hallaba solución.
Se miró al espejo, con un gesto desganado. Su pelo empezaba a
blanquearse en el límite de lo peligroso, aunque, para sus
cuarenta y cuatro años, no había motivo real de queja. El
estrés, ese productor estajanovista de sienes plateadas. Lo
mismo que el trabajo excesivo y sin objeto. Fue entonces cuando
recordó, en una especie de epifanía, aquellos versos memorables
del Siglo de Oro: «Fabio, las esperanzas cortesanas / prisiones
son do el ambicioso muere / y donde al más activo nacen canas».
No se podía decir más alto, ni más claro. Habías dejado un
trabajo fijo hacía cinco años para consagrarte a la
investigación, pero solo habías conseguido dormir poco, comer
menos y llenar tu currículum con artículos casi nunca
retribuidos. Y todo ello... ¿Para qué? Solo habías conseguido
volverte cínico, como un gladiador avejentado. Cervantes,
Cervantes... ¿A quién le interesaba un escritor que llevaba
muerto cuatrocientos años, en un país donde los libros se
multiplicaban como hongos y los lectores había que buscarlos con
lupa? Te diste cuenta entonces, Bernardo, de que la vida es
demasiado corta para malgastarla con la promesa de un futuro que
nunca llega.
Tú mismo habías forjado tus cadenas a fuerza de laboriosidad
fanática. Había llegado el momento de romperlas.
El corazón te daba saltos mientras regresabas a paso acelerado a
casa, sin fijarte demasiado en el tráfico, ni detenerte a mirar
las portadas de los periódicos en el quiosco. Le dirías a Luisa
que pondríais vuestro apartamento a la venta y os marcharías a
Cuenca, Ecuador, a esa Atenas andina donde hacía tres años te
habían denegado un puesto en la Universidad cuando todo parecía
hecho. Porque a los sueños, si solo viven en la imaginación, les
sucede lo que al agua estancada: que se corrompen. ¿Era tu sueño
ser escritor? No, ese solo era el medio para ser libre y vivir a
tu aire.
Había llegado el momento de lanzarte a lo desconocido. Así que
alquilarías un local, pondrías un restaurante español, y te
lanzarías a la vida de empresario. Y no volverías a escribir
otro libro que no fuera el de contabilidad. El mundo te lo
agradecería. Luisa, todavía más. Pero, sobre todo, te lo debías
a ti mismo, porque no era cuestión de pasarte el resto de tu
vida dejándote los ojos ante una pantalla de ordenador cuando el
mundo estaba lleno de maravillas. El club de los poetas muertos
había hecho mucho mal, con la buena nueva de que todos podemos
ser Michelet, Lord Byron o Pablo Picasso, pero ya estaba bien de
espejismos. Necesitabas una decisión radical. No como todos tus
proyectos anteriores, que se malograban precisamente porque
nunca te atrevías a ir hasta el fin, siempre obsesionado con un
plan B para no poner todos los huevos en el mismo cesto. Ahora
se trataba, sin vuelta atrás, de ser o de no ser. Sí, eso era.
No es que Shakespeare fuera Cervantes. Shakespeare eras tú.
Porque los clásicos son clásicos cuando tienen un poco de todos
nosotros. |