12:30 P. M.
No parabas de bailar con tu novio y yo no podía
dejar de mirarte.
12:36 P. M.
En tu mirada, la escena de un crimen se repetía.
1:00 A. M.
Tu novio y tú acabasteis discutiendo. Os decíais
tantas palabras que se os hincharon las venas del
cuello. Al acercarme a ustedes, él te aventó, caíste
al piso y salió de la fiesta. Acabaste con la ropa
salpicada de alcohol.
—Me confesó que sabía lo nuestro desde hacía tiempo.
Lo vimos por la ventana. Él, sin detener su paso,
miró atrás, me miró a los ojos y me mutiló por
completo con su mirada. Subió a su auto. A pesar de
la música tan fuerte, oímos el ruido del motor
cuando arrancó y vimos cómo su coche se hizo mierda
al estrellarse contra un poste.
Al salir de la casa, a unos cuantos pasos, te
detuviste, yo caminé hasta llegar al auto. Al abrir
la puerta del conductor, sangre escurría del
parabrisas y del volante, los vidrios estaban
salpicados y también los asientos traseros.
—¿Está muerto?
—El cuerpo no está adentro.
—¡No chingues!
Llegaste a mi lado, te subiste al auto e intentaste
encontrar su pecho, sus ojos, su corazón, pero solo
te ensuciaste de sangre. A lo lejos, escuchamos el
ruido de sirenas. En la casa de la fiesta, las luces
se apagaron, tú y yo escapamos de la escena. Cuando
ya no percibíamos el ruido, nos detuvimos en una
esquina.
—Bésame.
—Nos culparán de asesinos. Debemos escondernos,
tenemos que largarnos, ¡ya!
—¡Bésame!
Con las dos manos agarraste mi cabeza, metiste tus
dedos entre mis cabellos y me callaste con un beso.
Tus manos recorrieron mi espalda y, al apretarla, me
sacaste el aire. Sentí tu pulso en mis entrañas. La
luz de los postes se apagó. Al abrir los ojos, solo
parpadeaba la luz neón de las letras de un hotel.
Sin decir palabra, me llevaste a él.
—Queremos cualquier habitación que tenga en el
último piso. Da igual.
Pagaste. Subimos las escaleras de caracol que
presentí nos llevarían al fondo de la noche. Al
abrir la puerta de la habitación, encontramos la
cabecera de la cama llena de mensajes de otros
amantes. En el techo, chicles y bolitas de papel
secas, las sábanas sucias y llenas de pelos. Me
quitaste la playera, mis manos desaparecieron en tu
piel, tu saliva con sabor a hierro y sentí de manera
letal tu pulso en mis entrañas. La sangre galopaba
tan fuerte que vi tu rostro y tus ojos diferentes.
4.46 A. M.
En tu mirada viví un déjà vu.
7.00 A. M.
Los rayos de sol atravesaban la ventana, golpeaban
mis párpados, rehusé abrirlos al sentir tu calor,
hasta el momento en que abruptamente te separaste.
Descubrimos la cama bañada de sangre, escurría de
las sábanas, de nuestros cuerpos, entre nuestras
piernas y nuestros pies dejaban huellas, ¿de qué
evidencia?
—Explícame qué está pasando.
—No cuestiones mi historia.
—¡Me vale madres tu historia! ¿Qué está pasando?
—Entiende que si a mí no me importa, a ti menos.
Vístete, nos vamos en este momento.
—¡Bésame! ¡Vístete...! Me traes a este pinche hotel…
¡Tienes las peores ideas en los peores momentos! ¿No
te das cuenta de que, de salir así a la calle, nos
va a cargar la tira en chinga?
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Al abrir la puerta del
conductor, sangre escurría del
parabrisas y del volante, los vidrios
estaban salpicados y también los
asientos traseros. |
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Nos metimos al baño, abrí la regadera, el agua fría
despertó mi sangre, tu cuerpo temblaba y descubrimos
que no teníamos heridas, solo moretones y mordidas.
Agarraste el apestoso jabón Rosa Venus, lo
deslizaste por mi cuerpo y, sin entender por qué, te
cagaste de risa:
—¿Quién sospechará de nosotros si olemos a Venus?
— ¿Te parece gracioso? Tú y yo nunca debimos estar
juntos.
—No digas pendejadas como si no entendieras lo que
ocurre. Sabemos que lo nuestro va más allá de lo que
podemos ver. ¡Vámonos! Sécate y vístete. Es tiempo
de largarnos.
Salimos del baño. Nos vestimos y, antes de salir del
cuarto, de la cama aún escurría sangre y se esparcía
sobre el piso. Al bajar las escaleras, presentí que
nos llevarían a un submundo y me punzaba la cabeza.
Los rayos del sol cerraron mis párpados y solo vi
color rojo. Al abrirlos, temí que se escurriera por
mis pestañas.
En la calle, la gente paseaba en bicicleta, otros
caminaban y nos veían como delincuentes. Al pasar el
primer camión, le hiciste la señal de parada. Sin
decir palabra estuve de acuerdo, deseé que nos
llevara lejos y, antes de subir, hiciste una mueca
con la que quiero recordarte siempre.
—¿Dónde nos lleva? —preguntaste.
—Hasta la presa de San José de Gracia.
Y te burlaste:
—Pues quién sabe dónde chingados es, pero qué más da
si tiene gracia.
Al subir, sentí miradas de cuervos. Al fondo,
quedaban dos lugares junto a la ventana y ahí nos
sentamos. Al agarrarte la mano, descubrimos que
tenías una herida en la línea que marca tu destino.
—Seguramente me rasgué al agarrar el barandal, no me
di cuenta.
Arranqué un pedazo de mi playera, con ella te vendé.
Quién sabe qué cara tendría, pero tú exclamaste:
—¡Me agobia tu cara! ¿No te das cuenta de que ya
todo está bien…?
9.00 A. M.
En tu mirada encontré el cuarto de un antiguo hotel
y sobre la cama un hombre muerto.
9.01 A. M.
La gente bajaba. Finalmente, abandonamos la ciudad.
Llegamos a una carretera y nuestro alrededor se
volvió campo. El chófer anunció el fin del trayecto.
Al bajar, encontramos la presa de San José de
Gracia: el sol se reflejaba en ella, el viento movía
el pasto seco y un montón de hojas revoloteaban por
nuestro cuerpo. Era noviembre. Caminamos hasta
llegar al límite donde el agua moja la tierra y ahí
nos sentamos.
11:59 A. M.
Al mirarte, te vi con otra ropa, con otro peinado,
debiste haber existido en otro momento de la
historia pero con los mismos ojos, con los que
seguramente nos vimos tantas veces. ¿Quién sabe qué
karma teníamos en deuda? Seguramente fuimos
asesinos.
12:00 P. M.
El sol nos descubrió en su esplendor y, al besarte,
abrí las heridas de todas las noches que nos
pertenecieron. Sangre escurría de nuestras bocas,
caía en mi pecho, llegaba a mis entrañas. La sangre
no paraba de brotar, salpicaba en el agua, pintaba
el pasto. Tu rostro comenzó a difuminarse y a
llenarse de sol.
—Ya no sé quién soy…
Surgió un destello y ese momento de la historia nos
perteneció, ahí, frente al agua, con la luz
apoderándose del instante y de nuestro cuerpo. ¡Sí!
Desapareciendo. ¡Volviéndonos nada! Y cometiendo el
crimen una y otra vez. |