EL MONÓTONO TAÑIDO de las campanas del monasterio se
podía oír en todo el valle. Un valle sumergido en
esa paz monacal donde el pasado se había detenido.
No sólo se detuvo el tiempo entre sus muros, sino
que las escasas personas que allí llegaban sentían
que estaban haciendo un viaje al pasado.
El sonido de las campanas llamando a laudes había
roto, por un momento, el conticinio de la noche. Una
tras otra, las hermanas iban abandonando sus celdas,
siendo las últimas en salir las novicias, que
aguardaban pacientemente y con total recogimiento el
paso de la superiora y demás hermanas.
Sus pisadas, suaves pero decididas, retumbaban en el
claustro del monasterio. El crujiente roce de las
faldas de un hábito contra otro, el tintineo de las
cuentas del rosario de madera y el velo cortando la
suave brisa nocturna, habían devuelvo a la vida la
comunidad. Las siluetas de las doce hermanas,
reflejadas en el suelo del claustro por efecto de la
luna llena que reinaba esa noche, se alargaban como
altos cipreses en las baldosas tornasoladas que lo
cubrían.
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El sonido de las campanas llamando a laudes
había roto, por un momento, el
conticinio de la noche. |
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La madre superiora, Sor Águeda de la Cruz, caminaba
ensimismada en el único pensamiento que la venía
consumiendo desde hacía ya unos meses. Había tomado
la firme decisión de que, después de las laudes, iba
a hacer partícipes de ella a todas las hermanas.
Dudaba de que la entendieran. Dudaba también de que
pudieran comprenderla. Dudaba de tantas y tantas
cosas que su cabeza era un remolino que mixturaba
razón y querencia.
Sor Águeda tenía el aspecto de una frágil mujer:
menuda y delicada, pero ese aspecto se desvanecía en
cuanto comenzaba a hablar. Tenía una voz serena y
dulce pero taxativa. Reflexionaba cada respuesta y
nada salía de su boca al azar. Eso le hizo ganarse
el respeto y cariño de las hermanas del monasterio.
Sin embargo, sabía muy bien que cuando anunciara su
renuncia y fueran conocedoras del motivo de ella, se
sentiría juzgada y observada de un modo que antes
nunca había sentido.
Llevaba muchos años allí, dedicada en cuerpo y alma
a la congregación. Sin embargo, su corazón no
pertenecía totalmente ni a Dios ni a las hermanas ni
tampoco a la congregación. Recordaba con total
nitidez el día que pisó por primera vez el
monasterio. Atrás había dejado la tierra que la vio
nacer. Había dejado familia, estudios, aromas,
sabores, sensaciones, recuerdos. Pero ¿había dejado
todos los recuerdos fuera de las rejas de clausura?
Todas las hermanas del monasterio creían que así
había sido. Pero Sor Águeda, con el correr de los
años y ya convertida en una mujer madura, sabía que
había uno que jamás podría olvidar. Estaba
incrustado en su mente y en su corazón como
incrustados estaban los clavos de las manos y los
pies de Jesús. Y así, con ese dolor, ella siguió
guardando ese recuerdo años tras año, lustro tras
lustro. Ni la penitencia, ni los rezos, ni implorar
a Dios hizo que la remembranza se difuminara como
difuminada estaba en esta noche de laudes la luz de
la luna que buscaba entrar por las arcadas del
claustro.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando
llegaron a la capilla y cada hermana tomó asiento.
Dieron comienzo los salmos y los cantos siguieron a
estos. Como era martes, todas las voces, al unísono,
entonaban el Cántico de Ezequías.
La capilla se veía envuelta en una musicalidad rara
vez oída entre esas cuatro pequeñas y destartaladas
paredes. Por algunas ranuras de la techumbre, un
claro de luna entraba posándose en el ara del altar.
La madre superiora fijó su clara mirada en él y rogó
que ella también tuviera esa misma fuerza para
hablar con las hermanas. Los cánticos y salmos ya
habían terminado y las hermanas, una tras otra, se
iban levantando de sus asientos. Fue entonces cuando
Sor Águeda les rogó que se detuvieran, que tenía que
comunicarles algo que desde hacía tiempo tenía que
haberles confesado. Un murmullo llenó el aire y
todas volvieron a su lugar.
Poniéndose frente a ellas, y con la mirada fija en
la plateada claridad, la madre superiora empezó a
hablar.
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La
capilla se veía envuelta en una
musicalidad rara vez oída entre esas
cuatro pequeñas y destartaladas paredes. |
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—Hermanas: hace tiempo que deseo comunicarles algo.
No espero que entiendan mi decisión pero les ruego
que no me juzguen. Hace años que entré en este
monasterio. Entré con el firme deseo y total
convicción de que sólo entre estas paredes podría
alcanzar la paz que tanto necesitaba. Los años
fueron pasando y ustedes fueron llegando también
aquí. Otras tantas de las que fueron llegando
también fueron abandonando este lugar. Unas por
falta de vocación, otras buscaron nuevos horizontes
en otros monasterios. Pero las que aquí quedaron
siempre me supieron dar su mano en los momentos
difíciles. Siempre estuvieron a mi lado y me
ayudaron a que esta casa no quedara sumida en la
ruina material ni espiritual. Cada una de ustedes
fue llenando mi corazón de cariño y ternura. A cada
una de ustedes también le entregué mi corazón y mis
desvelos. Juntas caminamos por el mismo camino y yo,
al frente de él. Lo que ustedes no saben, mis
queridas hermanas, es que mi corazón siempre tuvo un
espacio que nadie pudo llenar: ni mis hermanas en la
fe, ni Dios, ni los rezos...
»Y no se puede llenar, porque cuando entré aquí,
dejé en mi ciudad un pedacito de mi corazón porque
pensé que jamás ese trocito de mi corazón me lo iba
a traer el amor de esa persona, que era toda mi vida
y mi sustento. Y ese fue mi error: pensar que ese
pedacito que allí dejé un día no retornaría a mi
corazón, que ya era pretérito y que ustedes me
ayudarían a recomponerlo. Sin embargo, los años me
fueron dando la razón, y sé que no se puede vivir
con el corazón dividido.
»Es por eso por lo que he decidido dejar este
monasterio y también dejar los hábitos.
»Sé que les causará estupor mis palabras. Pero son
dichas tras mucho meditarlas. Quiero que sepan
también que, lejos de aquí, espero recomenzar la
vida que nunca debí de dejar. El miedo, la sinrazón,
los prejuicios que se hacen sin meditar las
consecuencias y la época que me tocó vivir hacían
imposible, por aquel entonces, encauzar mi vida de
otro modo. Pensaba que la clausura era el único modo
de curar “mi enfermedad”, pero no fue así.
»No encontré una respuesta a mi venida a este lugar.
Pero sí encontré una respuesta de por qué pasé
tantos años aquí. Simplemente porque amo a una mujer
y sé que ella me ama a mí, ¿verdad, Sor Inés? |