RECUPERABA LA CONSCIENCIA con el sonido más bello
que la naturaleza le podía dar. No había lugar a
dudas. El rumor de las olas al morir en la orilla,
los cálidos y brillantes rayos del sol al calentar
cada uno de los granos color oro de la tierra, la
fresca y fragante brisa del mar, cuya esencia
despertaba en los poetas sus más apasionados versos,
y el canto dulce y sosegado de las aves en libertad
eran reflejo de que la playa en que se encontraba
era paradisíaca. Eso al menos creía él.
Se sentía vivo, pero no sabía nada de su pasado.
Parecía que hubiera hibernado durante una larga
temporada. No recordaba nada por más que lo
intentaba, era un desconocido para sí mismo. Una
multitud de preguntas se colapsaban en su interior y
se entorpecían unas a otras para salir con claridad.
¿Podría vivirse sin recuerdos?
Intentó moverse en la arena sin éxito. No dominaba
su caduco y exánime cuerpo. Tras un esfuerzo
colosal, pudo por fin franquear la barrera de arena
que, a modo de muralla, se había levantado delante
de la orilla como un fortín que protege su más
preciado tesoro, la mar.
Su mirada se enturbió, y un sentimiento de angustia
y desolación inundó su ser cual arroyo tras un
aguacero.
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Intentó moverse en la arena sin éxito.
No dominaba su caduco y exánime cuerpo. |
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La playa paradisíaca que había imaginado fue un
sueño. La real, una pesadilla fruto del incívico,
irreflexivo y bárbaro ser humano. Aguas turbias y
fecales asolaban toda una orilla infectada de
cadáveres con branquias y lomos plateados. Algunas
aves no lograban alzar el vuelo y esperaban, entre
los peces muertos, ser los siguientes en decorar
aquel atroz e infame cuadro.
La congoja se hacía presente, y un sentimiento de
aversión crecía desmesuradamente en su interior.
Maldecía al ser humano por acabar con todo, por no
sufrir directamente sus propios actos. Los designios
de todos los seres vivos estaban marcados por el
único que no tenía consideración por ellos y no
sufría los horrores de su propia destrucción, el
hombre.
Cegado por su odio, no se percató del cambio de
viento. Un golpe de aire le hizo salir de sus
hostiles y malévolos pensamientos. Su cuerpo se alzó
de la arena y se levantó ligero como pluma hasta que
la deplorable estampa de la playa quedó lejos, como
un mal recuerdo de infancia.
No recordaba la sensación de haber volado antes. Era
algo desconocido e inexplicable. No era dueño de su
cuerpo, el cual se mecía y dejaba llevar sin
oposición por los cambios del viento, como el siervo
de un rey que ama y quiere mantener su vida.
Lo elevó hasta alturas desde donde todo parecía una
gran maqueta, la cual no era páramo de naturaleza y
armonía justamente. Coches, humo, edificios… nada
verde, todo carente de vida.
El aire, viciado y espeso, había formado un pequeño
remolino. Ahora giraba y giraba, mientras otros
viajantes inmundos y mugrientos, como hojas secas,
bolsas, envoltorios o colillas, tomaban parte en el
juego de este torcido tiovivo natural, de ese
carrusel sin destino.
Parecía que el aire cesaba al aproximarse a un foco
más urbano, donde unos grandes árboles metálicos
aparecían majestuosos entre aquel mundo de avances
tecnológicos.
Su cuerpo, ligero para volar pero pesado para
mantenerse planeando sin viento, fue a estrellarse y
quedar atrapado en uno de aquellos árboles grises y
vanos.
Eran extraños ya que estaban huecos por dentro,
aunque su corteza se unía a modo de cruces a lo
largo de su vasto tronco. No entendía cómo algo tan
vacío podía tener vida, pero, sin duda, era un árbol
el cual nacía en las montañas y llegaba hasta donde
se encontraba, colocados todos en línea.
Varias ramas gruesas y prolongadas conectaban a los
mismos entre sí, como si necesitaran estar unidos
para poder vivir. El árbol tenía sus raíces
enterradas en el suelo y su copa despoblada de
hojas. Era, sin duda, el árbol más enfermo que
recordaba, debido a que su memoria no alcanzaba más
alusiones que la de su grotesca visión de aquella
playa.
Un ruido extraño se acercaba por sus ramas como si
fuera su medio de comunicación. Procedía del primero
que estaba en el pico de la montaña y se dirigía
hacia el árbol donde él se encontraba. Precavido por
la intuición, hizo lo posible por desprenderse de la
estructura grisácea justo antes del paso del
temblor.
La caída fue lenta y agónica. Sentía cómo, poco a
poco, se distanciaba de la copa y se iba acercando
al impacto con la tierra. El golpe, contrario a lo
que sus sentidos y su miedo predijeron, no causó
daño ni dolencia en su físico.
Todavía no sabía muy bien quién era él mismo, y la
sucesión de acontecimientos había arrojado aún más
sombras que luces a su teoría.
Imbuido en sus pensamientos, como sentado en una
nube ajeno a la vida, no se percató de la situación
tras su caída. Un estridente e irritante sonido le
devolvió a la realidad.
Una carretera. De la copa del árbol había caído
hasta el arcén de un camino de tránsito constante de
suciedad, contaminación y muerte. La bendita mano
del hombre…
Ahora entendía la rara forma del árbol. Aquel ser
vivo se había deteriorado de tal modo como
consecuencia de los humos y del aire viciado,
putrefacto e inmundo del paraje donde vivía.
El desconsuelo, la angustia y la soledad llenaron
por completo su ser.
No sabía nada de sí mismo y su alrededor; sólo le
producía dolor y una ahogada pena.
Se percibía culpable de un crimen no cometido, cuyo
castigo era un mundo de contaminación.
Se sentía un ser vivo que no comprendía el paradigma
de su situación.
Con repulsa y consternación, consiguió, no sin
esfuerzo, rodar hasta salir del margen de la
carretera para que su cuerpo contactara con la
tierra, donde se encontraba sereno y vivo.
Una fuerte lluvia comenzó a caer sin previo aviso.
Su cuerpo se empapaba con las gotas de lluvia, que
eran como afilados cuchillos de acero que
atravesaban su ser sin piedad ni compasión.
Comprendió que todo tiene un final y que el suyo se
acercaba: se estaba descomponiendo por razón de
aquel frío y húmedo elemento. Sin ganas de luchar,
sin razones para vivir, dirigió su mirada a un
charco con la esperanza de ver su reflejo y poder
entender...
Ahora, al verse, entendió y comenzó a recordar.
La pena embargó su ser, pues no era mejor que lo que
había criticado. La contaminación no era culpa de la
materia prima ni de los seres vivos que forman el
planeta. A estos no se les podía culpar.
El hombre era quien transformaba y destruía a su
antojo a los seres vivos y a las materias prima.
Porque, antes, él era un árbol vivo, ahora un simple
papel sin más...
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Porque, antes, él era un árbol vivo, ahora un simple
papel sin más... |
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