AL REY LO TIENEN EN una habitación bajo tierra, sin
ventanas, atado a una camilla y salvado del exterior
por una melena de tubos que horadan su carne, unos
rojos, otros amarillos, algunos azules y pocos
blancos, que le rellenan y le vacían a diario el
escombro de vida que le queda, hinchándolo levemente
por las mañanas, como una bolsa inflada por la
brisa, y evacuándolo a la noche, sin miramientos,
hasta que se vuelve del color del papel, adornado
con la pureza de la última página, para que los
funcionarios puedan seguir planificando, sobre sus
prolongados aunque discretos estertores, la gloria
de la nación.
Son cuatro los que se sientan a la mesa, en el piso
superior a la cámara real, con el monóculo firme,
todos presumiendo de frente despejada, mentón
prominente y barriga aristocrática, luciendo
constelaciones de óxido sobre las solapas y con
jirones de nobleza cruzándoles el pecho, atentos
como alumnos aplicados al menú que se sirve sobre la
vajilla de plata, mirándose unos a otros con las
lenguas ardientes, con los labios trémulos de
emoción, llegando en silencio al acuerdo tácito de
que no serán necesarios los cubiertos dorados, que
entre caballeros esas cosas pueden disculparse, y
sin esperar a la oración se lanzan sobre los asados,
sobre las patatas y los salmones, hincando dientes
adamantinos en ostras incalculables, hundiéndose en
las salsas y limpiándose con vino los lamparones
que, como nuevas credenciales, presentarán luego a
su majestad junto con el informe del último
semestre.
El Estado marcha formidablemente, aseguran, mucho
mejor que en el ejercicio pasado, y todo hace pensar
que la cosa mejorará en el siguiente, le dicen,
susurrando a media luz, a media sombra, sin que el
Rey les pueda ver las caras de satisfacción, las
sonrisas de escualo con que se regalan afectuosos
golpecitos con el codo, abnegados, sufridos,
entregados padres de la patria, próceres del reino y
acrisolados defensores de la virtud y la justicia,
héroes de bronce animado que velan por el
mantenimiento de la paz y el imperio de la ley
mientras el monarca, a quien Dios guarde aún por
muchos años, se encuentra impedido para el desempeño
de sus regias prerrogativas, incapaz de proporcionar
a su pueblo el gobierno que sin duda bien merece
desde su lecho de vejez, el trono del consuelo
burocrático, donde poco más alcanzan sus fuerzas que
asentir al gesto de sus ministros, que entienden
otorgada la licencia de tomarle la mano, asirle la
pluma y ayudarle a firmar el decreto, os contempla
la historia, señor, afirman.
Hay por la capital, al final de cada calle, una
iglesia donde se ruega por el sosiego del tránsito
del Rey y se dicen misas por la eterna salvación de
su alma, donde se intercalan homilías con
panegíricos muy inspirados, con ciertos rasgos
poéticos bien medidos, libres de frívolos versos, en
los que se glosa la fortaleza y el valor del augusto
soberano que, en el cantil de la muerte, persiste en
el trabajo y el voluntarioso servicio al país que
tanto amó y que tanto amor le demuestra, depositando
donativos en el cepillo de los templos al terminar
la ceremonia, decorando con flores frescas su efigie
colgada en los principales edificios, en los
parques, en los colegios, leyendo en clase los niños
redacciones ditirámbicas con faltas de ortografía,
llorándole a sus madres el sincero dolor por un
hombre que sólo han visto en el revés de las
monedas, del que oyeron hablar mucho a sus mayores
sin escuchar nunca su voz, y que ahora se apaga en
silencio, en un lento otoño de la civilización,
habiendo olvidado hace demasiado tiempo quién fue y
qué hizo.
Las palmas rollizas hacen un ruido asqueroso al
chocar, aplastando moscas polvorientas, como si
estuvieran cubiertas de grasa y salpicasen, pero
nadie protesta, nadie lo nota porque son así todas
las palmas, todos los aplausos pringosos que se
escuchan en el parlamento cuando el presidente acaba
de presentar la moción, que secunda el pleno de los
diputados como si no hubiera más que un partido, el
partido del sebo, de la ceba orgullosa e
irreprochable, un lodo político en el que se
revuelcan, estallando de contento, trescientos
cincuenta representantes electos democráticamente
que detentan el poder legislativo en nombre del Rey
y para beneficio de los ciudadanos, compatriotas
que, entonando himnos y encendiendo velas en
históricos altares, servirán el festín que deleita a
la piara y lubrica los engranajes del progreso,
siempre adelante, sin desfallecer, hacia un mañana
más grande y hermoso, un futuro en el que los sueños
se cumplan, en el que mane la felicidad en forma de
vivienda y trabajo, a nadie faltará su plato de
habichuelas y otros eslóganes pegadizos, que, a
rebenque de esperanza, echa a andar el invento, se
acepta sin chistar como el menor de los males, luego
votos a favor tantos, en contra tantos pero pocos,
se aprueba la ley y sonría usted, por favor.
Está la corona desmayada, como la flor del famoso
poema, sobre el cojín de una butaca carcomida,
apagado su radiante esplendor de otras épocas cerca
del cabezal, alumbrando apenas los rescoldos una
conversación que se precipita, palabra a palabra,
con inclemencia de granizo, sobre la testa desnuda
del anciano príncipe cristiano, sedado tras la
quinta crisis de la semana, su corazón no resistirá
otro golpe tan contundente, osa informar al gabinete
el médico venido del extranjero, ya no se puede
hacer nada más, la medicina no puede revertir el
estado en que se encuentra su majestad, a duras
penas podemos hacérselo tolerable, y qué sugiere
usted, pregunta un funcionario, actuar con humanidad
y desconectarlo para que deje de sufrir, responde el
anterior, es lo que dicta el sentido común,
caballeros, lo único decente que se puede hacer,
ahora se adelanta otro engalanado miembro de la
administración que, limpiándose las gafas con el
paño de la corbata, recita de memoria a garganta
picante los artículos primero a cuarto del código
penal, que establecen la pena de treinta años de
prisión a quien obrare, conspirare o por omisión
provocare la muerte del Rey, agravantes por
brutalidad a un lado, y con la amenaza planeando
ligera por la habitación cargada, pálido el personal
sanitario como sus batas inmaculadas, sale en
perfecto orden la comisión a tiempo de asistir a los
protocolarios actos benéficos que figuran en la
agenda del día, no se olviden de cambiar los tubos,
dice el que cierra la puerta.
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Detalle del “Triunfo o Gloria de la Monarquía Hispánica”, fresco de la Escalera principal del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, Madrid (finales del s. XVII), obra de Juan Bautista Castello, el Bergamasco, y Luca Giordano. |
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Lo hacen, desde luego, y, sin demorarse más de lo
prudente, extraen todo el cable viejo y lo
sustituyen por otros modernos cables, finas tuberías
encargadas por el gobierno que, al acoplarse al
contacto con la real persona, se agitan como
tentáculos histéricos y crecen, crecen hasta
desbordar la habitación y toda la planta, reptando a
través de la galería, abriéndose paso por cada hueco
del sótano hasta que el espacio es insuficiente,
pasando entonces a derribar las paredes para
acomodar su gigantesca estructura y no taponarse en
nudos, enroscándose en los pilares y las columnas
para alcanzar el acceso del complejo y quebrantar
sus cierres de seguridad, emergiendo como una
erupción hacia las abiertas calles del reino, por
las que se extienden y multiplican en alambicados
conductos capilares, como una arteria comunal,
pública, que irriga ya no sólo las ansias de los
cuatro comensales obesos, sino a toda la población,
a todos los fieles súbditos, a todos los animales y
alimañas, mamando con fruición de las nutricias
cánulas umbilicales, alimentándose de los desechos
del Rey sin la menor expresión de arrepentimiento,
siquiera de gratitud, entre las lágrimas, borrando
del idioma y del sentir la palabra necesidad,
desplazando la carencia a lejanos ámbitos, mientras
plácidamente transita el jardín de las edades una
sanguijuela, brillante, interminable, escoltada en
solemne procesión por severos policías en uniforme
de gala.
Una noche, el sacerdote de la capilla privada es
requerido por una piadosa enfermera para
administrarle el viático al casi difunto, y lo halla
en tan inefables circunstancias —como tantos otros,
todo lo desconocía o se esforzaba en desconocerlo—
que corre a quejarse al director general de la
instalación, no se puede consentir una cosa así, es
inaudito lo que aquí abajo está ocurriendo, alguien
debería poner orden y depurar responsabilidades, y
demás razones por el estilo que no conmueven al
bigote ni al corazón del corpulento ciudadano
ejemplar, quien sirviéndole un trago e invitándole a
tomar asiento, derrochando maloliente
condescendencia, se limita a explicarle, camarada,
que no son necesarias eucaristías ni santos óleos,
que según la actual normativa, que mucho le
convendría repasar, en el nuevo Estado un rey puede
permitirse el lujo de morir, pero el Rey es
imprescindible, oficialmente inmortal, por tanto, a
todos los efectos jurídicos y no jurídicos
pertinentes, quiéralo o no, dado que le corresponde,
como se lee en la constitución, la responsabilidad
final de proteger y sostener a su pueblo, y eso es
precisamente, camarada, lo que su majestad está
haciendo y hará, hoy y siempre, pase lo que pase,
por todos nosotros, ¿le queda claro?
Mucho después, guerras extrañas variaron el trazado
de aquellas fronteras e impusieron un sistema nuevo,
más ecuánime que el antiguo, en teoría, que no logró
prosperar debido a la reacción de las masas,
quienes, esquilmados los vestigios de la monarquía,
imploraron con desespero, con amor, con hambre, la
tiranía de otro Rey. |