JULIO-SEPTIEMBRE 2016  

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EL INCENDIO

  

  

Por Gabriel José Vale

  

  

SOY UN DIOS QUE TANTO repasé en la escuela. Uno que irónicamente preferí de mis propios dones. Uno de los dioses de una venidera civilización. Mortal es mi potestad rectora, y sé, por temer ya de todo, que hoy proliferan los riesgos más antiguos a los que yo pudiera sobrevivir. A lo mucho, sobreviviré uno o dos años más, pero incluso es probable, según milagrosa vena de otros dioses, que llegue a viejo. Me anegará la calvicie, como la populosa barba lo hizo en mi rostro. Seré un viejo entonces, sin más historia que la de envejecer en rigor de sus arrugas. Escribo esto para nadie (ahora sí lo sé). Nadie que me lea habrá en siglos. Siglos que serán por dimensión exacta milenarios.

Todo pasó una mañana cuando bajé a desayunar a la cocina. Era una mañana radiante como las que recuerdo de una remota infancia, o, más bien, se me figuró que al fin despertar pude de un sueño que nació conmigo y creció en mí hasta crepitar atronadoramente. Llegué a la cocina y encendí el televisor, este se despabiló de un fogonazo, como si de súbito algo sobrecogiera al fuego y quedara serenamente invadido por ese fulgor. Premonitorias todavía me son estas metáforas.

Daban las noticias de un fuego que durante días se desparramaba con una voracidad incontrolable. Inmensas extensiones se habían consumido a su paso. Los árboles lucían como raíces que en vano arañaban un alivio de aquel cielo inalcanzable. Un humus de pavesas era el cimiento de aquel orden destruido. Se hablaba ya de venideros muertos, de casas arrasadas. Se hablaba de presuntos incendiarios, de la severidad del código penal. Se hablaba de que algunos socorristas podían perecer en su afán incierto. Se hablaba de un infierno en la tierra, que cada vez parecía arraigarse hasta el mismo infierno. Se hablaba de otros incendios arrasadores, ya tan documentados en la historia. De mucho se hablaba mientras se difundían las imágenes de aquellas secuelas, mientras se veían los helicópteros orbitar como diminutas lunas arriba. Solo del fuego se hablaba en todas partes, como si el mismo fuego difundiera su ardor en aquellas lenguas. Todo quemaba: las miradas, las manos afectuosas, el deslumbrante tobillo de una chica y hasta el cerillo que se apagara por vergüenza y culpa. Ya estaba cansado de que aquel fuego fuera todo lo que se viera bajo su sombra. En algún momento, me decía, iba apagarse, como otros han sucumbido en exhausto extremo de su tiranía.

Ya aburrido de una noticia que no se apagaba, fui a apagar el televisor. De súbito, una llamarada pareció saltar de aquel plano. Y es que vi unos automóviles consumidos en su decolorada estampa. Pero no por verlos en un medio igual de calcinado fue que los noté. No. Sucede que, de fijarme apenas, inadvertidos se mostrarían como en un museo o como en un sueño. Ese lugar, detrás de unas lomas, lo conocía yo, y esos automóviles los vi alguna vez. No eran los mismos, ciertamente, sino que, además, eran otros, de otra época. Aquí todo vino como el fuego, aquí sólo con ese ardor puedo precipitarme a relatar los sucesivos actos.

Sabía que los tres automóviles yo los había vendido esa misma semana. Sabía que eran tres en un solo negocio. Y allí estaban los tres en modelos muy anteriores a su original manufactura. De la misma marca, pero del año 19**. El enigma no lo podía creer, precisamente porque era tan manifiesto en sus vigores. Me propuse una excursión al fuego. Como era de suponer, tenía que escurrirme de las autoridades, acaso para irrumpir en aquel cerco sagrado al que ya le atribuía las mortificaciones de un retiro, ah, y en verdad eso sería “en adelante”. Acopié cuanto pude y salí a las cenizas de ese deslumbramiento.

  
                                       
  

Todo me asombraba. Las hojas parecían haberse marchitado hacía ya varias décadas, y nada parecía consumido más que por la reversión de su estado ausente. Seguí, poco a poco, como si ya supiera un camino del que era menester guardarse de sus numerosos atajos. Al llegar a los tres automóviles, descubrí, sin apremio de ninguna duda, que estaban decolorados por la herrumbre de una incógnita intemperie. El fuego no quemaba; era inocuo. El fuego remontaba edades en su apetito ciego, transfigurándolo todo en dimensiones remotas. Mi inocencia fue la de quien, en el asombro, no deja de asombrarse. Dando tumbos, alelado acaso, tomé el encendedor y la llama se me hizo intolerable, como lo hubiera sido antes de llegar allí. La naturaleza de aquella llama era la misma de siempre. Solo aquel fuego (el otro) se propagaba desde un ombligo que desconocía la humanidad.

Todavía me pregunto si lo hice por la candidez de un excursionista o por la incredulidad de lo evidente, o si acaso me atreví a probar el fuego como se prueba un fruto prohibido en un jardín. Sucedió que una diminuta e insular llama persistía en un tronco centenario, así que pasé las manos a través de ella como si lo hiciera a través de una veladura insustancial. El fuego era inocuo, ciertamente no quemaba, pero en ese fuego regresivo se repasaban hojas hasta una invertida proyección que habría de ser el Apocalipsis de todos si el límite de su atributo entero se redujera al Génesis.

Me horroricé de mi destino. Reculé. Como un niño asustado, procuré de nuevo el encendedor, pero ya era de mecha y de carburante destilado: una suerte de antigüedad coleccionable. Qué importaba su llama si podía quemar todo el tiempo, pues ya las ropas a la moda de una desnudez fulgurante se me pegaban como el sudor que aún escuece. Qué horror de que el fuego no se apagara nunca, de que, más bien, volviera sobre sus mismas huellas, una y otra vez, en un desandar que seguiría trajinando hasta que no tuviera más sitio en aquel trayecto. Desesperé, giré, me hice muchos y uno en el arrojo de esa ardua ubicuidad, pero no podía seguir más allá del orbe circunscrito. Solo podía avanzar como el fuego, hacia lo mismo que dispusiera el fuego. Corrí. Corrí. Corrí. Lo hice desarticuladamente, acaso sin dirección, pero mis piernas solo prolongaban el espacio probable que podían hollar.

Vi teléfonos antiguos con conversaciones antiguas. Vi escaparates de tiendas con vestidos que se los probaban en escotes pudorosos. Calles y automóviles y gentes y un cielo imperturbable para esa época del año. Debía avisar antes de que no hubiera modos de comunicar la urgencia. Porque, de algún modo, sabía que cualquier medio posible conservaba los vínculos posibles. Pero, por otro lado, cómo era que nadie más tenía por apremio esta angustia. Fui alcanzado por el fuego, fui iluminado como un Dios, porque lo supe desde siempre, y esta sabiduría era un fuego que me consumía dentro de un amplio orden.

Los teléfonos, me dije; todavía los teléfonos, que los números son los mismos. Al acometer contra uno, tropecé y di con el saliente de la acera. Debí pasar muchas lunas retrógradas en un hospital aún más antiguo, donde se leían los horóscopos como atlas en la salita de espera y donde los teléfonos todavía eran una rareza caprichosa. Mis delirios fueron tan proféticos y prodigiosas mis palabras, que me recluyeron en un sanatorio. No alcancé los telégrafos, pero aún quedaba el correo postal. Mandé cartas más allá de donde debía alcanzar el fuego. En las cartas les intimaba a no fiarse de aquellas apariencias, les arengaba contra el fuego, porque, de seguro, en alguna biblioteca se pudiera truncar el maleficio. Cartas. Cartas, ardientes cartas que la tiránica censura de entonces quemó, por temer que una subrepticia conjura se revelara al fin. Fui encarcelado diez años, y liberado tantas veces como días tuvieron esos troyanos años. Tras la indulgencia o la incomprensión de una masa ignorante, sucumbí. Muchas veces me pregunté si todo se había quemado; si todo seguía quemándose indefinidamente. Ya ese fuego era invisible, ni en mis pesadillas podía verle llama.

Cansado de estar en vela, me tendí a dormir con plantas dormilonas segadas en menguante. Pensé que el sueño iba a ser eterno, pero, un día, justamente ayer, he despertado entre la vastedad de un mundo primitivo y acaso original. Hoy, por ejemplo, noto que las criaturas parecen sombras arraigadas en su propia sombra. Las veo sin frutos aún, una progenie que cenizosa chicotea al aire. La violencia las conmueve todo el tiempo, como me conmovería una afrenta en medio de una calle tumultuosa, pero cuál calle, qué afrenta o qué tumulto. No tienen el fuego en sus dominios, ni el fuego puede consumirlas nunca. Ahora soy ese Dios del que tanto estimé su audacia. Ya puedo empezar con fuego una historia que temí que se perdiera para siempre, y empezarla con este encendedor que ahora es apenas una chispa, tan diminuta e imposible. Este testamento, sin embargo, no lo leerán sus deudos nunca, ni aunque los rincones titilen en lo recóndito de una cueva. Tampoco volveré para volver de nuevo, ni aunque nazca el mismo día. Será la bebida, mientras todo dure, el desahogo de este náufrago, pues, por despecho, estará la encina fermentada, y, por despecho, el brindis de mi obra entera.

  

  

  

  

      

    

JOSÉ GABRIEL VALE VALERA (Caracas, Venezuela, 1979) es autor de un libro de poesía que, con el título de Apócrifos, recoge sus poemas escritos entre 1999 y 2001. En 2004 ve la luz su primera novela, 9 Ejemplos (Editorial Cómala), que se desarrolla en nueve capítulos independientes, al final de los cuales los personajes, en el piso 22 que los congrega, repiten sus atributos en una parábola forzosa y tenaz. En 2005 escribe una segunda novela, basada en los Evangelios, a la que siguen, en 2006, tres tragedias de cinco actos. Entre 2006 y 2007 compone una terna de comedias, también de cinco actos. En 2007 escribe otra novela, De reojo. Dos novelas más le suceden. En 2009 completa otro poemario compuesto de cien sonetos. Es autor también de cuatro series de relatos, varios ensayos de temática variada, poemas sueltos, traducciones, etcétera.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 2. Año XV. II Época. Número 93. Julio-Septiembre 2016. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2016 Gabriel José Vale Valera. © La imagen utilizada como ilustración pertenece al autor del texto. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2016 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.