SOY UN DIOS QUE TANTO repasé en la escuela. Uno que
irónicamente preferí de mis propios dones. Uno de
los dioses de una venidera civilización. Mortal es
mi potestad rectora, y sé, por temer ya de todo, que
hoy proliferan los riesgos más antiguos a los que yo
pudiera sobrevivir. A lo mucho, sobreviviré uno o
dos años más, pero incluso es probable, según
milagrosa vena de otros dioses, que llegue a viejo.
Me anegará la calvicie, como la populosa barba lo
hizo en mi rostro. Seré un viejo entonces, sin más
historia que la de envejecer en rigor de sus
arrugas. Escribo esto para nadie (ahora sí lo sé).
Nadie que me lea habrá en siglos. Siglos que serán
por dimensión exacta milenarios.
Todo pasó una mañana cuando bajé a desayunar a la
cocina. Era una mañana radiante como las que
recuerdo de una remota infancia, o, más bien, se me
figuró que al fin despertar pude de un sueño que
nació conmigo y creció en mí hasta crepitar
atronadoramente. Llegué a la cocina y encendí el
televisor, este se despabiló de un fogonazo, como si
de súbito algo sobrecogiera al fuego y quedara
serenamente invadido por ese fulgor. Premonitorias
todavía me son estas metáforas.
Daban las noticias de un fuego que durante días se
desparramaba con una voracidad incontrolable.
Inmensas extensiones se habían consumido a su paso.
Los árboles lucían como raíces que en vano arañaban
un alivio de aquel cielo inalcanzable. Un humus de
pavesas era el cimiento de aquel orden destruido. Se
hablaba ya de venideros muertos, de casas arrasadas.
Se hablaba de presuntos incendiarios, de la
severidad del código penal. Se hablaba de que
algunos socorristas podían perecer en su afán
incierto. Se hablaba de un infierno en la tierra,
que cada vez parecía arraigarse hasta el mismo
infierno. Se hablaba de otros incendios arrasadores,
ya tan documentados en la historia. De mucho se
hablaba mientras se difundían las imágenes de
aquellas secuelas, mientras se veían los
helicópteros orbitar como diminutas lunas arriba.
Solo del fuego se hablaba en todas partes, como si
el mismo fuego difundiera su ardor en aquellas
lenguas. Todo quemaba: las miradas, las manos
afectuosas, el deslumbrante tobillo de una chica y
hasta el cerillo que se apagara por vergüenza y
culpa. Ya estaba cansado de que aquel fuego fuera
todo lo que se viera bajo su sombra. En algún
momento, me decía, iba apagarse, como otros han
sucumbido en exhausto extremo de su tiranía.
Ya aburrido de una noticia que no se apagaba, fui a
apagar el televisor. De súbito, una llamarada
pareció saltar de aquel plano. Y es que vi unos
automóviles consumidos en su decolorada estampa.
Pero no por verlos en un medio igual de calcinado
fue que los noté. No. Sucede que, de fijarme apenas,
inadvertidos se mostrarían como en un museo o como
en un sueño. Ese lugar, detrás de unas lomas, lo
conocía yo, y esos automóviles los vi alguna vez. No
eran los mismos, ciertamente, sino que, además, eran
otros, de otra época. Aquí todo vino como el fuego,
aquí sólo con ese ardor puedo precipitarme a relatar
los sucesivos actos.
Sabía que los tres automóviles yo los había vendido
esa misma semana. Sabía que eran tres en un solo
negocio. Y allí estaban los tres en modelos muy
anteriores a su original manufactura. De la misma
marca, pero del año 19**. El enigma no lo podía
creer, precisamente porque era tan manifiesto en sus
vigores. Me propuse una excursión al fuego. Como era
de suponer, tenía que escurrirme de las autoridades,
acaso para irrumpir en aquel cerco sagrado al que ya
le atribuía las mortificaciones de un retiro, ah, y
en verdad eso sería “en adelante”. Acopié cuanto
pude y salí a las cenizas de ese deslumbramiento.
Todo me asombraba. Las hojas parecían haberse
marchitado hacía ya varias décadas, y nada parecía
consumido más que por la reversión de su estado
ausente. Seguí, poco a poco, como si ya supiera un
camino del que era menester guardarse de sus
numerosos atajos. Al llegar a los tres automóviles,
descubrí, sin apremio de ninguna duda, que estaban
decolorados por la herrumbre de una incógnita
intemperie. El fuego no quemaba; era inocuo. El
fuego remontaba edades en su apetito ciego,
transfigurándolo todo en dimensiones remotas. Mi
inocencia fue la de quien, en el asombro, no deja de
asombrarse. Dando tumbos, alelado acaso, tomé el
encendedor y la llama se me hizo intolerable, como
lo hubiera sido antes de llegar allí. La naturaleza
de aquella llama era la misma de siempre. Solo aquel
fuego (el otro) se propagaba desde un ombligo que
desconocía la humanidad.
Todavía me pregunto si lo hice por la candidez de un
excursionista o por la incredulidad de lo evidente,
o si acaso me atreví a probar el fuego como se
prueba un fruto prohibido en un jardín. Sucedió que
una diminuta e insular llama persistía en un tronco
centenario, así que pasé las manos a través de ella
como si lo hiciera a través de una veladura
insustancial. El fuego era inocuo, ciertamente no
quemaba, pero en ese fuego regresivo se repasaban
hojas hasta una invertida proyección que habría de
ser el Apocalipsis de todos si el límite de su
atributo entero se redujera al Génesis.
Me horroricé de mi destino. Reculé. Como un niño
asustado, procuré de nuevo el encendedor, pero ya
era de mecha y de carburante destilado: una suerte
de antigüedad coleccionable. Qué importaba su llama
si podía quemar todo el tiempo, pues ya las ropas a
la moda de una desnudez fulgurante se me pegaban
como el sudor que aún escuece. Qué horror de que el
fuego no se apagara nunca, de que, más bien,
volviera sobre sus mismas huellas, una y otra vez,
en un desandar que seguiría trajinando hasta que no
tuviera más sitio en aquel trayecto. Desesperé,
giré, me hice muchos y uno en el arrojo de esa ardua
ubicuidad, pero no podía seguir más allá del orbe
circunscrito. Solo podía avanzar como el fuego,
hacia lo mismo que dispusiera el fuego. Corrí.
Corrí. Corrí. Lo hice desarticuladamente, acaso sin
dirección, pero mis piernas solo prolongaban el
espacio probable que podían hollar.
Vi teléfonos antiguos con conversaciones antiguas.
Vi escaparates de tiendas con vestidos que se los
probaban en escotes pudorosos. Calles y automóviles
y gentes y un cielo imperturbable para esa época del
año. Debía avisar antes de que no hubiera modos de
comunicar la urgencia. Porque, de algún modo, sabía
que cualquier medio posible conservaba los vínculos
posibles. Pero, por otro lado, cómo era que nadie
más tenía por apremio esta angustia. Fui alcanzado
por el fuego, fui iluminado como un Dios, porque lo
supe desde siempre, y esta sabiduría era un fuego
que me consumía dentro de un amplio orden.
Los teléfonos, me dije; todavía los teléfonos, que
los números son los mismos. Al acometer contra uno,
tropecé y di con el saliente de la acera. Debí pasar
muchas lunas retrógradas en un hospital aún más
antiguo, donde se leían los horóscopos como atlas en
la salita de espera y donde los teléfonos todavía
eran una rareza caprichosa. Mis delirios fueron tan
proféticos y prodigiosas mis palabras, que me
recluyeron en un sanatorio. No alcancé los
telégrafos, pero aún quedaba el correo postal. Mandé
cartas más allá de donde debía alcanzar el fuego. En
las cartas les intimaba a no fiarse de aquellas
apariencias, les arengaba contra el fuego, porque,
de seguro, en alguna biblioteca se pudiera truncar
el maleficio. Cartas. Cartas, ardientes cartas que
la tiránica censura de entonces quemó, por temer que
una subrepticia conjura se revelara al fin. Fui
encarcelado diez años, y liberado tantas veces como
días tuvieron esos troyanos años. Tras la
indulgencia o la incomprensión de una masa
ignorante, sucumbí. Muchas veces me pregunté si todo
se había quemado; si todo seguía quemándose
indefinidamente. Ya ese fuego era invisible, ni en
mis pesadillas podía verle llama.
Cansado de estar en vela, me tendí a dormir con
plantas dormilonas segadas en menguante. Pensé que
el sueño iba a ser eterno, pero, un día, justamente
ayer, he despertado entre la vastedad de un mundo
primitivo y acaso original. Hoy, por ejemplo, noto
que las criaturas parecen sombras arraigadas en su
propia sombra. Las veo sin frutos aún, una progenie
que cenizosa chicotea al aire. La violencia las
conmueve todo el tiempo, como me conmovería una
afrenta en medio de una calle tumultuosa, pero cuál
calle, qué afrenta o qué tumulto. No tienen el fuego
en sus dominios, ni el fuego puede consumirlas
nunca. Ahora soy ese Dios del que tanto estimé su
audacia. Ya puedo empezar con fuego una historia que
temí que se perdiera para siempre, y empezarla con
este encendedor que ahora es apenas una chispa, tan
diminuta e imposible. Este testamento, sin embargo,
no lo leerán sus deudos nunca, ni aunque los
rincones titilen en lo recóndito de una cueva.
Tampoco volveré para volver de nuevo, ni aunque
nazca el mismo día. Será la bebida, mientras todo
dure, el desahogo de este náufrago, pues, por
despecho, estará la encina fermentada, y, por
despecho, el brindis de mi obra entera. |