CONOCÍA RIGUROSAMENTE EL orden de los libros. No
había ni una sola posición dentro del expositor que
le hiciera inopinadamente desconocida la disciplina
impuesta detrás del cristal cálido, que ni siquiera
en esos días, cuando todos subían para la feria,
había el gerente cambiado. Tras los anaqueles de
agua flotaban rectos en el sueño, que participaban
de la existencia con la mera consideración del estar
allí sentados, esperando a que alguien los acogiera
bajo la sombra de un gran árbol mientras el sol del
tiempo cuarteaba rojísimo sus hojas. Nunca les había
escuchado lamentarse por tamaña circunstancia,
ciertamente, o, al menos, nunca tuvo la noticia. A
veces —tal era la persistencia con que había
revisado sus cubiertas—, encima del sofá, oyendo el
televisor hasta que llegara Carla, era capaz de
formular memorísticamente la disposición de las
encuadernaciones que, ahora aún, estarían tratando,
como él, de dormir, esperanzados por el día viniente;
primero, dos filas de un mismo tratado de apicultura
para avanzados, de oro cala, muy satinado el tórax
de la faraónica obrera que llenaba la portada y
crecía hacia los ojos; le seguían muy de cerca tres
volúmenes de ritos y cantos folclóricos basados en
el color local, el primero, demasiado inclinado,
tanto, que impedía ver por el reflejo el recogido
pompeyano de una bailarina sentada junto a un
instrumento atravesado por tres cuerdas, también
compartido por otro, con su falda de rodilla velada
por franjas bermejas, blancas y negras. Tras este,
un poco más allá, un huérfano cuyo título le había
sorprendido por su franqueza, El renunciamiento
de los Dioses, y en la “D”, un rabillo haciendo
una espiral hermosa, donde tocaba el agua de su
nacimiento; otros dos, después, sobre artículos
escogidos por autoridades que versaban acerca del
hundimiento de las praderas marinas, una nómina
anunciadora, Paz para el agua, de fuerte lomo
y tapas enterradas en papel calcáreo; otro seguía
con dos mayúsculas en el frente, Para Bellum,
político–profético, aunque liberado, pues toda la
portada era ocupada por los trazos militares y
déspotas de la “P” y la “B”. En la segunda fila,
solo dos títulos más, repartidos en seis volúmenes:
dos, donde un chamán de origen hindú instruye, junto
con material audiovisual de doble CD, sobre los
sacros ritos de la quiromancia; cuatro, cerrando el
conjunto, a su izquierda, de adaptaciones infantiles
de las parábolas, hojas A3 en horizontal,
exageradamente ralas. Mientras las letras de la
teletienda pasaban entre el líquido de sus ojos,
volando plácidamente en la suave suspensión de la
indiferencia, el expositor se alzaba triunfal sobre
el yeso picado del techo, recocido para tratar de
dotarle fútilmente de algo más de consistencia. Con
las manos bajo el cráneo, repasaba cumplidamente la
serie de volúmenes que ahora estarían poblando la
sala silenciosa de la tienda, mientras los niños
subían y bajaban de sus tanques de plástico,
amarrados con bisagras metálicas, llevados por la
palanca del feriante.
Él siempre quedaba así satisfecho, es claro,
estirado sobre el verde, con los ojos llenos, de
tenerlo todo frente a sí bajo las manos, en las
rayas milenarias por donde otras le fueron empujando
para ser; velando cercanamente, aunque a ellos,
dentro de la paz que dona el vidrio, les fuera
ignoto hasta el grado de la ingratitud. De sus ojos
nunca sacados a la luz. Allí, detrás del círculo,
viven únicamente por su gracia, por su aparato, un
paciente imaginario, y no espera de ellos más que
una utilización de esa existencia para que las vagas
horas no hayan sido en vano. Amarrado bajo el
mármol, como un padre dentro de la cabaña sobre el
cerro, hacedor por la continuación. Con su gubia de
tacto ligero, donde la más íntima riqueza flota,
lejos de las luces debajo del cristal de buñuelos y
el chasquido de la máquina cuando abre,
confeccionaba, manchando la camisa, para dejarlos
otro poco ahí sentados en silencio. Reposadamente.
Así fue, la primera vez, que los otros lo hicieron
sobre los innumerables siglos, arrodillados en un
jardín del Getsemaní, y acaso aún siguen. Solo nos
restan unos símbolos.
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Conocía rigurosamente el
orden de los libros. No había ni una
sola posición dentro del expositor que
le hiciera inopinadamente desconocida la
disciplina impuesta detrás del cristal
cálido... |
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Llegó llorando porque un fulano de tal le había
increpado por, tras más de nueve horas detrás del
mostrador, haber entregado mal la diferencia. Porque
un fulano de tal no tenía derecho, y no porque no
sepa, llegó llorando, y el fulano de tal llenó
invasoramente toda la casa, con sus gritos de
descontento y rumia de parné, llorando porque Tania
le había largado no sé qué de la diferencia, porque
era obvio solo después de nueve horas, es claro, y
llorando el fulano de tal se hizo con toda la sala,
y empezó a llenarlo todo con sus gritos y sus
mantecas y las inútiles y las incompetentes y porque
Tania nunca se ponía detrás a dar la diferencia,
aunque sabía, y se sentaba detrás a mirar pasar los
chicos, porque otro fulano de tal, que resultaba ser
realmente fulano de tal, hijo de fulano de tal, un
buen día cruzó con ella para subirla al auto recién
sacado de otro fulano de tal, que resultaba ser
fulano de tal, su papá. Llorando porque ella sabía
dar la diferencia, y llenando toda la casa de
diferencia, y siguiendo, llorando porque tenía
encima nueve horas y no sabía, pero sí, que tantas
veces lo había hecho correctamente y Tania, detrás
sentada, mirando pasar los chicos, y llorando con
todo el equipo dentro del televisor y vaciando todo
de libros, y los números y las rayas sin relleno de
los concursos, llorando por el fulano de tal, que
ahora estaba entre los sillones ruidosamente, que
iba a cerrarse a piedra y lodo dentro de una caja
bajo la tierra y no más, fulano de tal que no sabía
que no la había visto, como Tania, y estaba
esperando la maldita diferencia correctamente,
porque ella debía, y, por eso, llorando.
La bajó a mirar los niños columpiarse un rato. Entre
la quinta y la novena, la esquina de los blancos, la
llevó llorando por los cuarteles de piedra, donde
dos muchachos de pestaña por bigotes sujetaban un
fusil orgullosamente; la piedra fría del suelo
resonaba de tan duro, los quioscos estaban todos a
verja echada porque habían subido su puesto hasta la
feria, y, aunque aún era temprano, mejor cerrar para
llevar todo el género posible por allá arriba.
Llorando la condujo, por la Avenida del Agua, para
que el fulano de tal pudiera hacerse a gusto dentro
de la casa. Echó la llave hasta que la cerradura se
negó, colmando con un clic. Llorando ella quiso ir
por el Paseo, aunque estaba muy por el arrabal, a
pesar de que los puestos distaban mucho, y las luces
y las formas mágicas brillaban de puro allí arriba.
Quiso solo, nos dijo justificándose, aunque no fuera
necesario al caso, por estar primeramente alejada un
tiempo del ruido, de los hombre sudorosos que
amasaban la pasta de maíz sobre aceite hirviendo y
los corredores de juego detrás de un enorme
expositor de regalos, muñecas parlanchinas o menaje.
Y llorando entre la greda de los balcones líquida.
Al final de la calle, cruzando enfrente, se llegaba
al cristal donde estaban todos ellos descansando.
Por no hacer ejercicio de deslealtad, intranquilo,
cruzó de un salto la piedra fría de la calle
peatonal con los puños guardados, inclinando la
barbilla un poco para no dejar de verla a través de
los autos públicos que estaban constantemente
pasando y le chillaban, y seguía dándole al gemido
por los dos. Dobló reprochándose y se llegó,
paternalmente calmado al fin, frente a los bultos,
que no habían modificado su rigurosidad ni habían
perdido una posición, es claro. Se ayudó a sí mismo
para tranquilizarse perentoriamente, aseguró tras el
agua la calma, y la restauró cuando advirtió que lo
igualaba derrotadamente, pesadas las piernas y
cumplido el llanto. No quiso traerla hacia los
números, pues, por consecuencia de la costumbre y
ese hábito articulador que llamamos coexistencia,
ella sobradamente conocía el orden preciso de las
cosas; y así, giró para orientarla a través del paso
de la Carreta, hacia las luces, y abandonar el
naufragio. Dobló la cara hacia el otro muro tras
asegurarse rigurosamente de todo, dejando detrás el
agua del cristal mientras sacaba el primer paso;
ella alargó una mano, forjando pacientemente la tela
con la suya, casi hasta cortar la corriente rojísima
que el frío había liberado, y de nuevo frente al
espejo.
— Solo un poco más. |