COMO TODOS LOS DÍAS, ANTES de meterme en la cama,
tenía la costumbre de cambiar el agua a las flores
que había sobre la mesa. Hace ya un año que no
realizo este rito a causa de un viento muy fuerte
que entró en la casa abriendo la puerta, envolviendo
una sombra humana doblada hacia adelante. Yo no
esperaba a nadie, pero la sombra entró tropezando
con sus propios pies, y dijo casi ahogándose entre
la lluvia y el viento:
—¡Me retrasé a causa de la lluvia!
Yo no le dije nada, aunque me dio ganas de empujarlo
hacia fuera; sin embargo, me quedé mirándolo cómo
llegaba, casi llevado en vilo por el soplo del
viento que entró con él. Luego de encontrarse junto
a la mesa, tambaleando como si estuviese ebrio o
atolondrado, empezó a quitarse su negro saco mojado,
los zapatos llenos de barro y las medias húmedas que
las tenía pegadas a los pies, los cuales aparecieron
desnudos, humedecidos como corchos arrugados. Fue
dejando caer al piso cada cosa con disgusto y
resignación, por algo que tal vez ya lo estaba
destruyendo interiormente.
—Me retrasó la lluvia —volvió a decir, mirándose los
dedos desiguales de sus pies.
Luego, dejó caer su cuerpo como una piedra pesada
sobre la silla. No me atreví a decirle nada por
temor a que descargara su angustia endemoniada
conmigo. No entendía por qué azar se encontraba en
mi casa ni por qué me repetía la causa de su
retraso, pues yo no esperaba ni a él ni a nadie.
—La lluvia, es a causa de la lluvia —la voz,
nuevamente, se expresaba desde un túnel, lejana,
ronca y solitaria.
Las cosas que yo miraba en el piso, y que él había
dejado ahí, formaban un montón de trapos viejos, que
alguien había abandonado para siempre. Pero él
estaba allí, viéndolos, o quizá sin verlos. Quedó
con la cabeza metida entre las palmas de sus manos
sin darse cuenta dónde ni en qué circunstancias se
hallaba. Pensé que se había vuelto loco mientras
regresaba a su casa.
—Llegué demasiado tarde —dijo una vez más.
Me acerqué a él para ver si podía reconocerlo. No.
Me era extraño, y lloraba. Se le caían las luminosas
lágrimas en la oscuridad. Viendo su rostro
acongojado, por un momento lo confundí con la
muerte. Retrocedí un poco más para verlo mejor en la
poca luz que alumbraba la habitación. Distinguí una
cara envejecida, y su barba crecida le daba una
apariencia de decrepitud. Las abundantes y
silenciosas lágrimas que brotaban de sus ojos me
impedían dimensionar su dolor.
—¡Esta maldita lluvia! —dijo dando un fuerte golpe
con los talones en el piso.
Un silencio imprevisto súbitamente se apoderó de
nosotros. Nada, en circunstancias parecidas, es
definitivo.
—Yo no he querido llegar tarde —resonó su voz en lo
amplio de la habitación, como si deseara que todas
las cosas lo escucharan.
La puerta se había quedado abierta, y a ratos me
daba la impresión de que la luz del foco se iba a
apagar con el viento, confundiéndola con la luz de
una vela, por lo cual la cerré. Hice correr el
pestillo para más seguridad, seguridad que solo mi
mente podía concebir.
El hombre se paró y se puso a caminar lentamente por
la habitación, arrastrando una sombra pálida que
producía la luz débil, dejando las huellas húmedas
de sus pies en el piso. Yo me quedé pegado junto a
la puerta viéndolo andar como un fantasma, con las
manos en los bolsillos. De vez en cuando se las
llevaba a la altura de la cara y allí las juntaba en
señal de una súplica o muestras de una desesperación
extraña. Su frente se fruncía y sus ojos se hacían
grandes como si estuvieran viendo un abismo. Me daba
miedo interrumpirlo en su divino enfrentamiento.
—La lluvia, la lluvia —repetía de rato en rato,
mientras su cuerpo se desplazaba de un lado a otro.
Subrepticiamente me deslicé hacia el lado de la
ventana para ver si algo anormal estaba ocurriendo
afuera. Nada. La calle estaba dormida en la
incipiente lluvia nocturna de otoño. Algunas ramas
de los árboles se movían con el viento. Cuando me di
la vuelta para verlo, estaba arrodillado en un
rincón. Solo podía verle su curvada espalda y sus
pies desnudos. Oí que lloraba. Este incidente me
hizo sentir ligeramente incómodo y extraño en mi
propia casa. No sabía qué hacer con este hombre
desconocido. Me daba piedad echarlo a la calle, pues
afuera caía una lluvia torrencial.
En la mesa tenía un vaso con flores, aquel mismo
vaso que yo le había obsequiado a mi mujer hace ya
más de diez años. Las flores me hacían recordar el
primer día que las traje. Era la fecha de nuestro
encuentro. Un día como hoy. Me quedé pensando en
esas flores y en la forma en que fui recibido por mi
mujer, quien, desgraciadamente, ya no estaba
conmigo. Le prometí que cambiaría las mismas flores
hasta el final de mi vida. Promesa que he cumplido
siempre. Me acerqué más a las flores y allí vi la
sombra pálida del hombre que las cubría enteramente.
Levanté la vista y el hombre no estaba tan cerca,
pero me estaba mirando con recelo. Volví a escuchar
la voz cavernosa que salía de su cuerpo antiguo. Las
manos le colgaban de los hombros como frágiles ramas
muertas.
—La lluvia, es a causa de la lluvia. ¿No oye cómo
suenan las gotas afuera? Hoy parece ser el único día
que ellas pueden expresarse a la vida. Ahora que la
oigo, la siento caer en mi cuerpo, la siento que
perfora mi alma.
Imposible saber si me hablaba a mí, a las flores, a
su sombra o a alguien que estaba imaginando. De
pronto, un impulso muy fuerte se apoderó de mí, el
que me incitaba interiormente a echarlo a la calle
o, por lo menos, a preguntarle quién era y qué hacía
en mi casa.
—Estoy mojado y no tengo sed —dijo la voz monótona,
retrocediendo hacia su rincón.
Seguí parado cerca de las flores frescas y su aroma
me tranquilizó un poco, pero no impidió que le
dijera:
—¿Quién es usted y qué hace en mi casa?
Escuché mi voz como nunca antes la había escuchado:
seca y pastosa. Al momento me di cuenta de que me
había quedado sometido a la voluntad de un ser
extraño.
—Yo no tengo la culpa de nada —dijo él.
Su voz quedó ahogada en su garganta.
—¿Quién es usted? —volví a preguntarle; pensé que se
trataba de un enfermo mental. Pero en el fondo de mí
mismo, tenía esta definida voluntad de echarlo a la
calle. No podía seguir soportando esa presencia
indeseada. Por fin, sus labios se abrieron para
decirme:
—Soy Onel.
Respiró un poco y continuó:
—¿Qué piensa hacer conmigo?
En esos momentos yo no pensaba en nada, tenía la
cabeza vacía. La sangre se me había agolpado a la
cara. Quedé con las manos tensas y los labios se me
habían secado. Me dio la impresión de estar frente a
un espectro humano.
—Me llamo Onel —dijo—. Como estaba lloviendo, llegué
demasiado tarde. No sabía qué hacer allí, por eso me
puse a errar por las calles, sin darme cuenta de
dónde me dirigía. Sólo quería alejarme de allí, era
lo único que quería hacer: alejarme.
Mientras hablaba, se sentó en la silla y volvió a
ponerse los zapatos y los calcetines tal como
estaban. Ya no se le notaban las lágrimas del
principio. Había logrado dominar su desesperación.
Le dije que podía quedarse por esa noche o, al
menos, hasta que la lluvia disminuyera. Parecía que
no me escuchaba.
—Ya no deseo nada —dijo—; ahora es demasiado tarde
para todo.
Le dije que esperara un poco mientras le preparaba
algo caliente, pensando que la lluvia calmaría.
Murmuró algunas palabras que yo no entendí. Me fui a
la cocina y lo dejé, ahí, parado como un tronco,
mirándome con sus ojos negros. Cuando regresé, ya no
estaba, se había ido. Había dejado la puerta
abierta, y hacia ella me precipité con la taza de
café en la mano. Afuera no había nadie. Ya no
llovía. Cerré la puerta y me acerqué a la mesa:
había desaparecido también el vaso con las flores.
Ahora, del vaso sólo queda una huella circular en el
centro de la mesa, y las flores a mi mujer se las
llevo a su tumba. |