—YA SABÉIS DE SOBRA QUE a Gerardo sólo le importa su
trabajo —dijo Julia al resto de los comensales,
contestando en nombre de él, mientras que, con la
mirada, buscaba su reacción a la opinión que acababa
de manifestar y, con su sonrisa, solicitaba una
negación, preferiblemente acompañada de tú me
importas más, cariño.
La contestación era para una de esas preguntas
innecesarias que se hacen para llenar el tiempo,
para falsear un interés incierto, pero fue la excusa
perfecta que ella encontró para poder conocer su
opinión.
Él, para no mentir, creó otra sonrisa sólo
aparentemente sincera, que pudiera servir como
respuesta.
La mueca artificial comenzó inmediatamente a
convertirse en dolorosa, ya que tenía la
responsabilidad de no dejar traslucir los recuerdos
que se le estaban amontonado. Tiempo atrás hubo una
mujer que le interesó más que su trabajo.
Quien hizo la pregunta consiguió evitar una
respuesta, ya que se la cambió casi inmediatamente
por otra, también desganada, relacionada con su
última exposición. Fue la ocasión ideal para mudar
de sonrisa, ahora más cierta, con la que contar que
se había vendido toda el mismo día de la
inauguración, y que ya tenía otras dos en cartera.
Terminó aquella comida de compromiso.
Todas las parejas entremezclaron sus besos de
despedida con la reprimenda mutua de que tenían que
verse más a menudo.
Fue con Julia en silencio hasta el coche, y el mismo
silencio les acompañó todo el camino.
Frenó delante del portal.
—¿No metes el coche al garaje?
—No. Tengo que ir al estudio.
—¿Por qué no te tomas la tarde libre y te quedas
conmigo? ¿No puedes dejarlo ni siquiera el día de
nuestro veinticinco aniversario?
—Tengo que ir. Volveré pronto.
Su coche, casi autónomo, como si fuera su cómplice,
le llevó a la calle Generación del Veintisiete.
Encontró un sitio donde aparcar. Anduvo unos pasos,
pocos. Se paró a un lado del escaparate de Modas
Rosa. El nombre se había quedado anticuado, pensó.
A través de los huecos que quedaban entre las
prendas de la exposición primavera-verano, pero
escondiéndose para ver sin ser visto, vio el cuerpo
alargado de Rosa Molina, la autora de los recuerdos
que se habían presentado en su memoria durante la
comida.
Rosa fue durante años el amor secreto. Secreto
incluso para ella, pues no se atrevió a decirle la
primera palabra hasta que, cuatro años después de
haberla visto por primera vez, en una ocasión en que
acompañó a Julia a comprarse ropa, decidió
arriesgarse a hablarle de la irrupción involuntaria
de ella en todos sus pensamientos, en todos los
cuadros que pintaba, en todos los sueños que soñaba.
Prefirió hacerlo antes que seguir rastreando
desesperadamente por el aire el olor que ella le
contagiara aquel único día, antes que seguir
muriéndose de silencio cada momento de cada día.
Durante meses, con esa lentitud torpe para los
asuntos de sus sentimientos, fue construyendo un
monólogo para recitar; un monólogo en el que cada
día desordenaba lo que el día anterior le parecía la
más perfecta declaración de amor, y al que cada día
añadía un adjetivo, un matiz, un tono... Tenía
pensadas incluso las respuestas a las poco probables
palabras de ella, pues esperaba más un desplante que
una atención.
Había ensayado ante el espejo las posturas, las
pausas, las miradas que tenían que ser a ella y las
miradas que debían ser ausentes, y ese día lluvioso
del final de su desesperación, o del principio de
otra desesperación, enfiló con su tambaleante
decisión la calle donde, a las ocho de la tarde,
cerraba el comercio de modas selectas. Esperó a que
diera tres vueltas con la llave en la cerradura,
como había contado muchos días de espía enamorado, y
se acercó hasta ella.
—Quiero hablar con usted —le dijo sin siquiera
saludar.
Cerró su paraguas y lo dejó caer al suelo a pesar de
la lluvia, porque en los ensayos nunca había tenido
en cuenta la posibilidad de que lloviera y
necesitaba ambas manos para suplir algunas de las
palabras que tenían que hablar de su
descorazonamiento, pues estaba seguro de no tener
corazón desde el día de la fortuna o la desdicha de
conocerla.
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A través de los huecos que quedaban
entre las prendas de la exposición
primavera-verano, pero escondiéndose
para ver sin ser visto, vio el cuerpo
alargado de Rosa Molina... |
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No le ocultó que estaba casado, y, sin saber si ella
también lo estaba o si su amor era libre, le dijo
que necesitaba amarla y, para que su vida siguiera
viviendo, necesitaba conocer la ternura de sus
manos, y necesitaba repetirle su nombre, Rosa, Rosa,
Rosa, al oído, y necesitaba llenarla de atenciones;
para aliviar su desesperanza necesitaba oírle
pronunciar el nombre de Gerardo en la boca de su
deseo, y necesitaba comer de su presencia y beber en
sus besos.
Era tal el conflicto en su vida que se había
convertido en un vagabundo que erraba por su
estudio, por su casa y por su vida. Y era tal su
deterioro, su dramático abatimiento, que le habían
llevado a varios médicos, que acabaron certificando
que lo único que le pasaba era que padecía el mal de
los desamores.
Cuando Julia escuchaba la unanimidad de la
respuesta, y ya que no podía sacarle nada más que
mutismos, ni una confidencia, ni un desahogo, empezó
a enfermar de falta de razonamientos, y un día sí y
otro también sucumbía a la vorágine de su
pensamiento desquiciado, y le echaba en cara
retahílas de quejas, arengas soflamadas, me vas a
volver loca como te has vuelto tú... y deja ya de
disfrutar en tu mundo de ido y vuelve aquí a
responsabilizarte de mí, vuelve, que no puedo
soportar más este desorden, este caos trapacero,
vuelve, desgraciado...
En una de aquellas ocasiones, su pérdida encontró el
presente y aprovechó para tomar la resolución
irrevocable de hablar con Rosa y confesarse. Esa era
la decisión que necesitaba.
Se levantó de su sillón del olvido y pidió perdón a
Julia, mucho perdón, pero sin sentirlo, solo para
tranquilizarla.
La normalidad le recuperó del caos donde estuvo
exiliado. Volvió a pintar, mejor que nunca y más
inspirado. Llenaba lienzos de colores enamorados, y
siempre todo era un homenaje a Rosa.
Urdió la declaración en el silencio de su estudio.
Muchas veces dejaba los pinceles sobre la paleta,
expuestos a deshidratarse, y abría la puerta de su
secreto y entraba con los ojos cerrados a decirle
cosas a Rosa. Volaba hasta la playa, donde siempre
la encontraba esperándole, tendida, empapándose de
sol, y cada vez le depositaba un beso en sus labios
mullidos; ella abría los ojos, le recriminaba con
genio infantil por no haber llegado antes y
enseguida le abrazaba, rodaban por la arena, y el
resto de la gente, por la magia de la imaginación,
desaparecía.
La Creación entera a su disposición y su servicio.
Regulaba la intensidad del sol y su calor; cambiaba
el decorado, hoy esta palmera aquí, y mañana allí;
modificaba las nubes, y el tono azul del mar seguía
en el cielo, con lo que conseguía que desapareciera
la línea del horizonte.
Los besos eran, por primera vez en la historia,
eternos, y la desnudez de ella, interminable.
Podía pasarse perfectamente el resto de la tarde en
la postura que tenía al comienzo de su fuga al mundo
de los sueños de sus deseos, y volver horas más
tarde al encuentro con sus piernas dormidas, Dios
mío, qué hora es, tengo que marcharme corriendo.
Así vivió hasta el día que tuvo ahorrado el
suficiente arrojo como para propiciar el encuentro
en la tarde noche lluviosa del catorce de noviembre.
—Quiero hablar con usted. Por favor, no se asuste,
tengo que decirle algo. Tengo que decirle muchas
cosas. Sé que le va a parecer muy extraño todo lo
que voy a contarle, pero debo hacerlo, así que, por
favor, no se mueva hasta que termine y, por favor,
no me interrumpa.
Así era el inicio de la revelación más
desconcertante que hubiera escuchado nunca, pero no
fue capaz de alejarse de aquel hombre que
pronunciaba su nombre con experiencia, que le
hablaba con soltura de amor, de necesidad, y que le
ofrecía un futuro como quien ofrece un pitillo.
Fue ella la que, compadecida, le invitó a entrar en
una cafetería, y asistió enmudecida al resto del
discurso delirante.
Escuchó sus gestos más que sus palabras, sus ansias
más que sus tropiezos, sus sentimientos más que su
contenido, su profundidad más que su zozobra, su
sinceridad más que la revelación.
Dejó que agotara su disertación sin interrumpirla.
Cada vez fue prestando más atención a lo que le
decía, porque veía que no era una locura sin razón y
sin sentido, y que cada cosa que le escuchaba le
hacía imaginarse que ese hombre, que ahora estaba
ensopado frente a ella, en otros momentos habría
estado sintiendo y ordenando lo que ahora contaba.
Para comprobarlo le pidió que, por favor, empezara
otra vez desde el principio, y él, sin inmutare, o
sin darse cuenta, recitó por segunda vez el texto
del papel que se había adjudicado en ese soliloquio
con espectadora, y fue una repetición exacta, como
una grabación, y así hubiera podido pasar el resto
de su vida si ella no hubiera tenido la compasión de
cogerle una mano, y luego la otra, y si no hubiera
compuesto un gesto con sus ojos que le hablaban de
comprensión y no de rechazo.
Él la miró con sorpresa, con una mirada que no
estaba en el guion, pues en su desvarío, se había
permitido esperar cualquier desconsideración,
cualquier insulto, cualquier desprecio, casi
cualquier cosa menos acabar acogido en las manos
intocadas de la musa de sus anhelos.
Ese fue el mejor modo de cortar aquel discurso
desesperado, en el que sobresalían sus miedos por
encima de sus esperanzas.
—¿Y si no hablas? —le invitó.
Se sintió mejor sin hablar.
En cambio, el silencio hacía el tiempo más largo.
Ella le concedió aún más tiempo de silencio, en el
que parecía sentirse incómodo, pero poco a poco se
fue serenando. Recuperó la sonrisa que mucho antes
había perdido: la encontró en la sonrisa de ella.
—Ahora no sé qué decirte —confesó ella.
—Tampoco hace falta que me lo digas ahora.
Concertaron otra cita, en ese mismo café, a esa
misma hora, ese mismo día de la semana en la semana
siguiente. Y, a partir de entonces, las citas fueron
continuas; la intimidad fue creciendo en los
siguientes años que vivieron felices en la
clandestinidad de su amor.
Cada uno de ellos tenía que ingeniar excusas y
mentiras para sus respectivas parejas, pero cada uno
de los momentos robados a sus destinos eran
recompensados con la vivencia de lo que nunca
consideraron una aventura, sino el recreo en sus
mediocres vidas matrimoniales.
Ahora no era importante que hubiera terminado, ni
cómo, porque todo es cíclico, y todo termina antes o
después.
Así lo recordó y lo pensó escondido para ver sin ser
visto.
Rosa estaba igual, no le perjudicaba el peso ni el
paso de los años.
Él sí se consideraba mayor. Una frágil coquetería le
dijo que sería mejor que ella no le viera para que
pudiera guardar en el almacén de los recuerdos su
cuerpo duro, la cara viva, el pelo más largo y más
joven, los ojos enérgicos, y la vitalidad de aquel
Gerardo de los desamores que un día la abordó con la
violencia de un tren desbocado en la calle mojada.
Se retiró feliz y apenado.
Deambuló aún perdido en el pasado recién despertado
a través de muchas calles antes de volver a la misma
calle.
Entró en el coche. Puso la escena primera, acto
tercero, de la ópera Lucía de Lammermoor, y poco a
poco fue volviendo a la realidad.
Fue encerrando los recuerdos en el cajón secreto al
que su mujer nunca había podido acceder.
Recompuso el presente. Encaminó el coche en
dirección a su casa, pensó qué contarle a Julia
cuando le preguntara, y sacó de la guantera el
regalo del veinticinco aniversario.
Preparó como pudo un pequeño discurso común, sin la
fiebre y la pasión de aquel otro que compuso para
Rosa, un discurso en el que aparecieran las palabras
felices veinticinco años junto a ti, sí me importa
mi trabajo pero más me importas tú, no puedo vivir
sin ti, aunque no sepa decírtelo, todo ello
salpicado con algún te quiero, algún vida mía, y esa
noche, por compromiso, le haría el desamor. |